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La Manola


PATRÍCIA ORDÓÑEZ CHICA

Primera edición: diciembre 2016


© Patrícia Ordóñez Chica

© Ediciones Carena-Acidalia

c/Alpens, 31-33

08014 Barcelona

Tel. 934 310 283

www.edicionescarena.com

info@edicionescarena.com

Diseño cubierta: Marina Delgado

Maquetación: Marina Delgado

ISBN: 978-84-16843-08-4

Depósito legal: B 23744-2016


Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro —incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet— y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo público.

Hasta que no hagas consciente el inconsciente,
dirigirá tu vida y lo llamarás destino.

Carl Jung

Prólogo

Es un honor para mí introducir La Manola y a su autora.

Ambas, sin esperarlo, me asaltaron cuando entré en contacto con ellas hace unos meses.

Con esta doble sorpresa, yo querría decir que esta obra es una historia de mujeres y para mujeres; aunque los hombres son necesariamente acogidos por la propia grandeza femenina de quien la habita.

Es una historia en primera persona, con una comunicación transversal y profundamente amorosa entre las tres protagonistas, que responden a tres generaciones distintas: abuela, madre e hija.

Solo empezar a leer, una de las cosas que más me llamaron la atención fue que los personajes se «mueren aun estando vivos». Y este sacrificio callado envuelve todas las entrelíneas de La Manola, de principio a fin.

Como decía María Zambrano, las personas nos morimos de muchas maneras distintas, por enfermedad, por accidente..., qué sé yo. Pero también se puede morir de pena por no soportar el dolor o la muerte de lo que uno ama. Y esto es lo que sucede aquí.

No me equivoco, pues, si digo que lo que leerán va más allá de la historia contemporánea de nuestro país, más allá de los efectos de una Guerra Civil, más allá de la miseria de época actual. En verdad, desde el primer capítulo se darán cuenta de que lo que se lee es un encuentro íntimo con la esencia del ser humano: los miedos, los anhelos, la ausencia y el poder del delirio.

Así que el lector no tardará en reconocer, a través de los vericuetos de La Manola, que en determinados momentos se «vive a medias o apenas se vive», por exceso de sufrimiento, por exceso de incomprensión. Es lo que pasa con Manola, la abuela. Enloquece por no poder soportar el dolor, «demasiadas ausencias», como diría ella. Parece que la puedo oír, tan fácil resulta establecer correspondencias.

Pero estas mujeres son fuertes, todas ellas. Y en medio de su propio padecimiento, que también es el nuestro, la autora hace emerger la reconstrucción de su propia vida por el recuerdo y el orden de la memoria familiar.

De manera grácil, e interpenetrando la realidad de la entraña, Patrícia hilvana lo que desea reunirse, incluso por encima del paso del tiempo. Es un deseo ancestral, de origen. Su abuela y ella lo saben. Por esta razón, se apuesta por dar peso y medida a lo que nos pertenece por nacimiento.

Con este trabajo puedo decir, sin equivocarme, que se nos enseña una posibilidad de volver a nacer; una posibilidad de reparar determinadas heridas que, a veces, son insondables, porque no nos pertenecen solo a nosotros.

La invitación está servida: deconstruir para construir, separar para unir.

Dar visibilidad, en definitiva, a la memoria, a los antepasados, a la vida, a las mujeres... y al entendimiento entre mujeres.

Confío en que reverbere el contenido. Es la ofrenda del ser lo que se pone en juego.

Elena M. Serrada

Editora

Ruptura biográfica

Esta es la historia de tres mujeres, hilvanada con diálogos imaginarios, aunque más que probables. Es un relato entre mujeres, que recibieron un legado del que no pudieron escapar, y sobre mujeres a las que les fue transmitido con profundo pesar, para hacerlas valerosas. Así se les dio el permiso necesario para elegir hasta dónde deseaban hacerse cargo de su herencia.

La lectura del mundo se produce a través de las madres, porque en ellas va la información de la vida. Aprender la interpretación del mundo mediante las lecciones magistrales de una abuela, tan desconectada como coherente, proporciona la llave de muchos secretos a una nieta, tan ávida de comprender sus orígenes como por entenderse a sí misma.

¿Quién dijo que no podemos hacer hablar a nuestros muertos? Seguro que quien lo dijera vivía preso del miedo más ancestral, que no solo es el que nos aparta de nuestra vida, sino el que nos desconecta definitivamente de nuestro mundo y, con él, de nuestra memoria.

«Hablar con muertos, vivir sin hablar o recuperar del silencio los ecos de nuestra memoria, para recomponer ese preciado regalo hecho añicos que algunos quisieron enterrar en el olvido», dice Ellécer Wiesel.

Hace días que estoy inquieta. Tras el accidente de moto y del parón en seco que me ha provocado, tiene sentido que viva este desasosiego interno, precisamente cuando estaba empezando a digerir lo que he tenido que vivir, sobre todo a partir de saltar por los aires y dar con mis huesos contra aquel maldito bordillo. La operación, la silla de ruedas, las muletas, el bastón, las interminables y dolorosas sesiones de fisioterapia, las sesiones que tuve con el psiquiatra, los esfuerzos y los condicionantes por adaptarme, etc., han sido demasiado, y yo no he querido verlo así. Sé que en el fondo no era solo eso.

El impacto físico del golpe, una lesión de rodilla y de tibia en mi pierna derecha con nombre propio –Schatzker VI, de máximo nivel–, y el choque emocional que me provocó saber que mi madre había decidido no viajar desde Andalucía para venir a verme, a pesar de habérselo pedido de forma explícita… pusieron patas arriba todos mis recuerdos, especialmente los de mi infancia; aquellos que había guardado tan celosamente y a los que únicamente recurría cuando se trataba de ir a buscar fragmentos agradables de mi niñez.

Una idea recurrente en estos días es imaginar a cualquier familia como si se tratara de una naranja, que una vez pelada, y separados unos gajos de los demás, nunca pueden retomar su forma original. La naranja, como la familia, una vez abierta tiene muy complicado, por no decir imposible, volver a cerrarse. Al pensar en ello, lo que me estaba pareciendo tan obvio se me antojaba ahora la causa de mis mayores disgustos por mi empecinamiento en mantenerme unida a la naranja.

El accidente destapó la caja de Pandora. Hasta entonces había intentado gestionarla, abriéndola temerosamente y cerrándola a mi antojo. Pero de pronto ya no pude sostenerla, desparramándose todo lo que contenía.

En los últimos años, determinados sucesos familiares habían ido generando pequeñas grietas en la caja de mis recuerdos infantiles; resquicios por donde se fugaban imágenes y sentimientos asociados a ella, poniendo en evidencia cómo había maquillado la realidad de algunas situaciones familiares para no sufrir. Había podido esquivar, con mayor o menor fortuna, el resultado de aquellas fugas formadas durante años. Adquirí, empleé y apliqué conocimientos relacionados con terapias psicológicas, desde la Gestalt a la PNL y, muy especialmente, las Constelaciones Familiares. Todas estas técnicas me permitieron ir limpiando heridas y sellando fisuras de mi propio contenedor emocional. Aunque algunas simplemente las taponé. Es cierto que con unas fue mejor que con otras. En verdad, varias de aquellas grietas todavía siguen abiertas; hoy me doy cuenta.

Apenas un año antes del accidente me había casado por segunda vez. Y pasada la cincuentena, tenía una nueva vida y una nueva casa con una nueva familia al lado de Jordi. Era lo que siempre había soñado, así que me propuse dejar atrás el pasado, olvidar o, por lo menos, transitar de puntillas por ciertos episodios de mi vida y no hacerme más preguntas sobre etapas anteriores. Craso error, pues la voluntad no siempre atiende a órdenes personales.

Olvidar va unido a recordar. Pero si recordar es posible hacerlo voluntariamente, olvidar no es tan sencillo, porque al pretenderlo la voluntad no es eficaz. Eso fue lo que aprendí durante el tiempo que duró mi rehabilitación. Necesité que me ayudaran para todo: para lavarme, para vestirme y hasta para llevarme de un sitio a otro. Yo, que había sido mujer autosuficiente durante toda mi vida, me convertí de golpe y porrazo –nunca mejor dicho– en un ser vulnerable, dependiente de la ayuda de los demás, incluso para las funciones más básicas.

Esto fue una patada tan contundente a mi orgullo, y desde entonces ya no he vuelto a ser quien fui. El impacto emocional me llegó tan adentro que no había consuelo, ni manos, ni abrazos, ni diques para contener aquel tsunamiemocional. Me sentí desbordada. Mis gritos, aunque en silencio, retumbaban desgarradores, reclamando la presencia de mi madre, la persona que me había dado la vida y que el azar había puesto en juego en aquel accidente.

No entendía nada. Había esperado a telefonear a mi madre después de la operación. No deseaba inquietarla más de lo estrictamente necesario. Habían pasado dos días desde el accidente. No quería que sufriera estando a tantos kilómetros de distancia. «Mejor esperar a salir de la operación para llamarla y explicarle todo lo ocurrido», pensé.

La salud de mi madre se había resentido después de los episodios vividos con la muerte de mi padre, obligándole a regresar, aunque me atrevería a decir que a exiliarse, a su tierra natal, en Córdoba.

La operación fue todo un éxito desde el punto de vista físico, si bien emocionalmente me sentí cada vez más bloqueada. Debía permanecer tres meses inmovilizada en una silla de ruedas para someterme a continuación a un duro proceso de rehabilitación, con la seguridad anticipada de que me quedarían secuelas: dolor crónico, dificultad al subir y bajar escaleras y una paradójica e innegable dificultad adicional, que subrayaría mi carácter probablemente para el resto de mis días: la imposibilidad de arrodillarme.

Pero el dolor más incapacitante no era el que provenía de mi pierna, sino el que se hizo evidente cuando no pude entender la negativa de mi madre a venir a verme. Mi demanda fue muy clara: «mamá, te necesito». Y su respuesta también fue clara, «no voy a venir».

Supongo que mi madre no pudo, no quiso o no supo calibrar ni el alcance de mis lesiones ni las consecuencias emocionales que me acarrearon. Yo estaba rota, por fuera y por dentro. Y esto, unido a su negativa, me hizo comprobar también el silencio de la mayoría de mis hermanos, aunque ese era un silencio que podía justificar porque la relación que manteníamos entre nosotros desde hacía un tiempo se caracterizaba por el mutismo. Así que era más que posible, más que previsible, que aquel silencio siguiera después de mi accidente. Era coherente para mí que el accidente no obligara a forzar encuentros que no habíamos querido tener en ninguna otra circunstancia. Yo no los había buscado hasta ese momento, y ellos tampoco a mí. Así que no correspondía, a mi manera de ver, utilizar aquella circunstancia como excusa para forzarlos. En el caso de mi madre, no había motivo que me permitiera justificar aquel desencuentro.

En esa misma línea de desconexión, mi madre, unos meses atrás, tampoco quiso asistir a mi boda; mi segunda boda, aquella que tenía que poner el broche de oro a su deseo, tantas veces manifestado, de verme de nuevo feliz al lado de un hombre. Se la perdió, o se la quiso perder.

En aquel momento pude y quise justificarla. Tomarse la libertad de hacer lo que le apeteciera me permitía hacer lo mismo a la hora de organizar mi boda. Ni ella ni yo nos obligábamos a hacer cosas que no deseábamos. Estábamos en paz. Con la boda la cosa no pasó a mayores. Pero ahora no podía o no quería excusarla. La necesitaba y, como una niña pequeña, reclamé lo que creía que debía hacer una madre, y que yo merecía. Quería que viniera a verme, que estuviera conmigo. Yo lo había dejado todo siempre que mi padre o ella me habían necesitado. Cuántas veces me había llamado para decirme que se iban al hospital con urgencia y yo había salido corriendo, independientemente de lo que me encontrara haciendo. Y ahora que yo la necesitaba, solo para tenerla a mi lado y poder abrazarla, ella no acudía.

Estaba enfadada y triste. Creo que se entremezclaron sensaciones y sentimientos difíciles de explicar, aunque todos me conducían a un mismo lugar profundamente desolador. Lloraba cuando me daba cuenta en la espiral en la que estaba metida. Me llevaba, progresiva e inexorablemente, a estados de ánimo cada vez más inquietantes y oscuros. Quería esconderme. Así fue como me di cuenta de que necesitaba ayuda, que esta vez sería imposible salir sola del agujero.

Mi cuerpo se había descompensado totalmente y no había palabras que lo hiciera regresar a su estado original.

Solicité ayuda profesional. Yo sabía que iba a la deriva, una sensación que ya había vivido con la separación de mi primer marido. Podía darme cuenta de que esta nueva situación tenía el mismo perfume. La única diferencia es que en esta ocasión, la botella, en lugar de derramar el líquido excedente, se había roto.

El psiquiatra acertó de pleno en su diagnóstico. Aseguró que con el accidente sufrí lo que se conoce como una «ruptura biográfica». Me extendió dos recetas. La primera con el nombre de los antidepresivos prescritos, y la segunda con el dibujo de una butifarra. Las dos me las llevé de muy buena gana. Yo, que era contraria desde siempre a los fármacos para mejorar estados de ánimo, salí de la consulta dispuesta a comprarlos en la primera farmacia que encontrase, olvidando el Más Platón y menos Prozac con el que había comulgado hasta aquel momento.

Reconozco que la primera receta me ha resultado más fácil de seguir. La segunda, aun siendo la más simpática y aparentemente inocua, todavía hoy reconozco que me cuesta.

Recuerdo que en mi infancia hacer la butifarra era hacer un corte de mangas. Un signo de comunicación no verbal que utilizábamos en el barrio cuando estábamos en total desacuerdo entre los amigos. Por aquel entonces, era un gesto de lo más natural que, poco a poco, nos fueron reprimiendo porque socialmente no estaba bien visto. Con el paso del tiempo, compruebo mi falta de práctica para hacer una butifarra y no juzgarme por ello, así como lo bien que me hubiera venido no perder semejante recurso.

Tímidamente, como si tratara de decirlo en voz baja, permito que mi dedo medioexteriorice lo que todavía no se atreven a recuperar del pasado mis extremidades superiores.

A partir del accidente, estaba claro que la vida tenía reservada para mí un par de asignaturas para subir nota: la humildad y la determinación. Yo, que durante tanto tiempo había simulado poder con todo, no podía ni sostenerme de pie porque mis piernas no me soportaban. La pierna derecha había quedado fuera de servicio; y la izquierda, ayudaba lo justo.

Una de las lecciones que mejor se ancló en mi memoria fue la que explica que uno puede opinar acerca de cualquier asunto, pero no puede tener la percepción total de lo que ocurre en una situación determinada hasta que no la vive, hasta que no la siente.

Mucho tiempo antes del accidente había empezado a tomar cierta distancia respecto a muchos asuntos familiares. Intentaba implicarme menos y procurar no dar consejos por válidos que pareciesen. Es cierto, que eran tímidos pasos pero me faltaba más determinación para mantenerme firme. Y ahora, en cambio, no tenía ni tiempo ni ganas ni fuerzas para preocuparme de nadie que no fuese yo misma. Bastante trabajo tenía con recomponer mi físico, y mi ruptura biográfica hecha añicos, como para intentar arreglar la vida de los demás, que era lo que había venido haciendo en los años anteriores.

«Biografía» es una de esas palabras que te sorprenden cuando descubres su etimología. Proviene del griego bio, que significa «vida»; y de grafía, que significa «escribir». Así pues, y siguiendo adelante en mi camino de búsqueda como siempre había hecho, me di cuenta de que lo que tocaba hacer ahora era reconstruir aquello que se había roto: reescribir mi vida. Debía buscar y juntar todos los pedazos, sabiendo de antemano que jamás volvería al estado previo al accidente.

¿Qué recordaba yo de lo que había constituido mi vida en la infancia y la adolescencia? ¿qué sabía yo de la vida de mi madre, más allá de las anécdotas que ella contaba en ocasiones?, ¿y de la infancia de mi madre? ¿y de la infancia de mi padre?, ¿qué sabía de sus adolescencias, de sus vidas, mucho antes de que yo naciera? De aquellas vidas que, sí o sí, iban a condicionar la mía, ¿y de los padres de mi madre y mi padre? De mis abuelos, aún sabía menos. Mi biografía iba unida a las suyas, se empezó a forjar en ellas y ahora se me había roto sin saber adónde habían ido a parar buena parte de los pedazos, por no decir todos.

Ahora entendía por qué había procurado, durante tanto tiempo, que no se abriera mi particular caja de Pandora, la que contiene lo desconocido, lo más ignoto de mi existencia. No quería entrar en el territorio de la incertidumbre, allí donde todo se cuestiona por miedo a lo que pudiera encontrar. Antes de conocer a Jordi había empezado a poner en cuestión muchas de las creencias que venían determinadas en mi ADN. Era como si, para poder avanzar en esta nueva etapa de mi vida, fuera condición sine qua non poner orden en mi anterior vida. Esto era necesario para poder tomar el rumbo que yo quisiera, mi propio rumbo.

Mi vida, mi barco, se había escorado y era necesario revisar la carga. Y mucho me temía que no iba a ser suficiente con revisarla, sino que parte de esa carga tendría que soltarla por la borda. Era preciso aligerar el peso, soltar lastre, para poder enderezar mi vida y seguir mi propio rumbo. Y eso, precisamente, era lo que más desazón me producía: ¿qué soltar? ¿qué llevarme conmigo en esta nueva etapa?

Me repetía mentalmente lo que había aprendido en las constelaciones familiares, que si las vidas de todos los miembros de una familia están conectadas, especialmente con los antepasados, era necesario averiguar qué fuerzas venían de atrás habitando en la mía. Conocer estas fuerzas me ayudaría a discernir cuáles me fortalecían y cuáles me debilitaban; cuáles desechar o a cuáles dar un nuevo sentido que me facilitara la vida.

No me resultaba descabellado pensar que lo que me estaba sucediendo en aquellos momentos, no era muy distinto de lo que había sucedido al ser humano durante su evolución. Algo así como lo que sucede en una involución al no conocer la historia de las fuerzas que habitan en el inconsciente de la humanidad. Un claro ejemplo de ello, pensaba, son las guerras. Seguimos repitiendo conflictos, cambiando únicamente la tecnología del armamento, y eso nos hace creernos más evolucionados. Cometemos la gran torpeza de no darnos cuenta de que aquello que mueve y provocan las guerras son los sentimientos primitivos tan antiguos como la humanidad. En esencia, la falta de reconocimiento no deja de ser un deseo de ejercer el poder sobre el otro, sobre una idea o sobre un país. Es un querer imponer nuestra razón, ¡qué gilipollez! La razón, como si no entendiésemos que hay tantas razones como personas, a veces coinciden y otras veces no. Y cuando no coinciden, si nos damos el tiempo necesario para escuchar, se abre la posibilidad de algo nuevo. Quizás es una tercera razón creada a partir de las dos anteriores. Eso sí, significa dejar tu razón y todo el poder que en apariencia te ha otorgado hasta ese momento. Volviendo de nuevo a mí, sabía que uno de los beneficios de tomar conciencia de mi historia familiar era el de no seguir dando vueltas en círculo, repitiendo destino y mismos conflictos. Lo importante era convertir ese círculo en una espiral con movimiento ascendente y salir del bucle del «más de lo mismo». Un guion intelectual razonado y bien aprendido para constatar que, en la práctica, no era tan fácil ni descubrir ni cambiar los mapas mentales que había heredado, y mucho menos las emociones con las que habían sido impresos.

Yo creía, antes del accidente, que viajaba en espiral. Pero constaté que esa espiral estaba construida sobre unos pilares con aluminosis, y que se sustentaba sobre una base afectada por otras patologías estructurales. A partir del tortazo que me di, no pude sostenerme, y fui cayendo y cayendo sin entender qué estaba sucediendo; conectándome, sin que mi voluntad pudiera impedirlo, al sentimiento infantil de haberme perdido y no tener cerca los brazos de mi madre para sostenerme y cobijarme. Una regresión en toda regla.

Entonces, no era aún consciente del viaje al que me estaba llevando la vida desde hacía ya mucho tiempo. Parecía que ahora sí iba a enterarme del itinerario que me había sido preparado hacia mis orígenes y que, sin que yo fuera consciente, seguro había elegido.

La búsqueda de documentación estaba iniciada antes del accidente. Fundamentalmente, había encontrado información acerca de mi abuela materna. En aquel momento no fue una investigación perseverante. Reconozco que carecía de la determinación necesaria para seguir adelante con la búsqueda de la memoria familiar. Demasiadas lagunas me inquietaban. Conseguía algún que otro informe, alguna que otra partida de nacimiento y de defunción, pero me topaba con nombres de personas que yo jamás conocí ni había oído hablar. Cuando esto sucedía, me preguntaba quién era yo para meterme en otras vidas. Muchas de aquellas personas, en cuyas existencias estaba indagando, ya no estaban con nosotros. Entonces encontraba la respuesta diciéndome que sus vidas habían dado lugar a la mía. Así que, de una manera u otra, sus vidas también eran mi vida.

Pero a pesar de autosugestionarme, me seguía cuestionando si entrar más a fondo o no. Así que pasaba el tiempo retomando y abandonando la búsqueda. Excusas para no adentrarme en historias que intuía me iban a remover. Unas protecciones emocionales que yo creaba para evitar las sorpresas en mi avance. A pesar de ello, seguía empujándome a seguir. Yo tenía el control, me decía, hasta que lo perdí.

Y ese descontrol me llevó a preguntarme, una y otra vez, qué sentido tenía ese parón en seco. Por narices tenía que tener alguna intención, de eso estaba segura. Estaba determinada a encontrarle un sentido más amplio, más allá del accidente de tráfico. Así que traté de centrarme en los daños físicos que me había ocasionado aquel golpe, para ver si podía resultar una buena vía de encontrar alguna respuesta.

Mi vida, hasta entonces, me había enseñado que la mejor manera de hallar respuestas es haciéndose preguntas. Así que empecé por ahí, ¿Qué parte de mi cuerpo había sufrido mayores daños? ¿la rodilla destrozada con el accidente, guardaba alguna información?

La psicología reconoce que el cuerpo somatiza los estados emocionales poniendo en evidencia, a través de síntomas físicos, algo que no funciona del todo bien. Y que si no escuchamos lo que nos dicen esos síntomas, si no ponemos atención en lo que significan, pueden acabar provocando una lesión, una enfermedad o un daño irreparable en la zona biológica de nuestro cuerpo con los que están vinculados. Pero no había sido una enfermedad, sino un accidente lo que había precipitado aquel diagnóstico. A partir de un golpe, una parte de mi cuerpo se había roto. Tal vez lo importante era la información que guardaba, más que la manera de somatizarla.

¿Podía haber actuado el accidente como manifestación para comunicarme algo? Lo más evidente era que el estado en el que me encontraba había provocado una necesidad irrefrenable de encontrar sentido a aquella situación. No había sido casualidad, ni tampoco me contentaba con pensar que se había tratado simplemente de mala suerte. Sentía que aquella experiencia no podía quedar resuelta etiquetándola como «accidente con fracturas de diversa consideración».

Me había roto huesos, sí, y algo más. Se había roto mi biografía. Y si la biografía era información, también era obvio que el tipo de fractura y el lugar del cuerpo donde se había producido contenían una descripción específica que podría ayudarme a recomponer lo que se había roto, tanto lo físico como lo emocional; lo tangible y lo intangible.

Así fue como me di cuenta de que esa búsqueda me llamaba. Todo cuadraba, hasta ese ir y venir inicial indagando en antecedentes familiares.

En un primer momento estuve convencida que ese indagar había nacido del deseo de contentar a mi madre. Ella siempre se quejaba de lo mucho que había sufrido, cuánto había tenido que pasar y, también, del escaso reconocimiento que había tenido. Por eso, mi deseo de contentarla me había conferido el papel de apaciguadora de aquella queja. Después de todo, ese era un rol que me era familiar, el de mediadora en conflictos. Sentía que, aunque no sabía dónde me llevarían todos aquellos pensamientos, cobraba sentido tenerlos. Así que, después del accidente, me di cuenta de que, si iba a sumergirme en aquellas aguas profundas, debía hacerlo por mí misma. Asumiendo mi fracaso o mi éxito. Era evidente que mi vida estaba enlazada con la de mi madre; y que en esa búsqueda, tarde o temprano, nos encontraríamos. Pero había más, no lo sabía en aquel momento, pero había alguien más que acabaría siendo la protagonista en aquellas profundidades.

Si algo tenía claro era que la mirada debía ser holista, así que intenté no dejar fuera ningún canal que me pudiese facilitar información. Encontré algunas respuestas buscando la asociación entre lo físico y lo emocional.

Comencé por preguntarme qué sentido podía tener haberme roto la rodilla derecha y no la izquierda. Averigüé que la parte derecha de nuestro cuerpo, administrada por la parte izquierda de nuestro cerebro, está relacionada con el trabajo, con el conocimiento y con la autoridad. La rodilla, dicen, tiene que ver con la adolescencia y con la sumisión. Cuadraba.

Cuando yo era adolescente hubiera querido hacer otras cosas, distintas de las que hice; por ejemplo, haber estudiado en la universidad o haber elegido un camino muy determinado. En cambio, me vi regida a seguir por un camino muy diferente y alejado del que yo deseaba.

La fractura de mi pierna tenía que ver con las articulaciones que tienen relación con cambios de orientación en la vida, con el futuro y con la dificultad de llevar a cabo esos cambios. De nuevo, esa información encajaba con mi momento personal. Me hablaba de los miedos a poner en marcha los cambios deseados. Hacía mucho tiempo que hubiera querido dedicarme, exclusivamente, a investigar lo que mueve al ser humano a comportarse de una manera y no de otra, a indagar sobre los aspectos de la vida emocional y cómo actúan en la persona y, además, quería escribir sobre ello.

La tibia, que ahora se sujetaba con una placa y unos clavos que la mantenían estabilizada, habla de la falta de equilibrio y la necesidad de aceptar situaciones que uno cree injustas. Aparentemente, todo empezaba a cobrar sentido: el accidente, el parón en seco y la gravedad de la fractura. Este acumulo de circunstancias y de evidencias se abría ante mí como pistas que me indicaban el camino, y que yo interpretaba como el permiso para adentrarme en las vidas de los miembros de mi familia de origen, incluso en las en las personas que no había conocido.

De nuevo se presentaba ante mí una oportunidad única de saber, de conocer, si bien lo que no esperaba era hacerlo tan abruptamente.

Es cierto que siempre tuve curiosidad acerca de las historias familiares, también las de otros. Desde bien pequeña husmeaba en si pasó esto o aquello, en qué hacían fulanito o menganito, en cómo se vivía en una época determinada o en cómo se relacionaban las familias. Con mi curiosidad, yo le abría la caja de los recuerdos a mi madre y a mi padre, preguntándoles una y otra vez hasta que ellos acababan hartos de mi fisgoneo incansable y me enviaban a la calle a jugar, o me hacían callar diciéndome que no se acordaban. Todas aquellas historias que me contaban se fueron almacenando en mi memoria y, como si se tratara de una caja con fotografías que guardas sin ordenar, allí quedaron amontonadas. No era consciente de la cantidad de información que había conseguido acumular durante aquellos primeros años. Después de un largo periodo de silencio, volví a conectarme con aquella niña curiosa que un día fui. Empecé recuperando y ordenando partidas de nacimiento y de defunción de unos, y solicitando las de otros, para poder representar el árbol genealógico que me permitiera contar con una imagen más completa de mi sistema familiar.

Empecé averiguando quiénes formaron mi árbol genealógico, cómo se llamaban, cuándo nacieron y cómo murieron. La idea era ir registrando información sobre las relaciones entre las personas que estábamos conectadas e ir descubriendo cómo, más allá del tiempo transcurrido, cambiando simplemente el atrezo del escenario, seguían operando de igual modo en las personas que nos hemos ido incorporando al sistema, a la constelación familiar. Me hallaba, pues, ante una mirada del todo, ante una ampliación de la perspectiva para entender la organización básica emocional en la que se sustenta nuestro sistema que, extrapolado, bien podía equipararse a cualquier otro sistema familiar.

Lo que antes del accidente había sido un pasatiempo, como podía ser abrir la caja de los recuerdos, mirándola por encima, tomando o guardando alguna información y volviéndola a cerrar con el accidente, pasé de ir abriendo y cerrando aquella caja a encontrarme con su apertura total, sin posibilidad de cerrarla y que, al igual que yo, había quedado tendida en el asfalto sin control alguno. Así fue como con miedo, con mucho miedo al principio, empecé a plantearme la posibilidad de darme permiso para observar aquel contenido que había quedado desparramado en mi interior. Quería recolocar en la caja, con cierto orden, todos los recuerdos; quería reconocer cada uno de ellos, y buscar el mejor lugar para cada fragmento de la historia familiar.

Tenía claro que iba a respetarme los tiempos: el ritmo de aparición de los recuerdos, el de mi proceso de digestión, la cadencia de mis miedos. Estaba asustada por lo que pudiera descubrir y, a la vez, esperanzada de que fuera lo que fuese lo que acabase descubriendo, me ayudaría a mi propio entendimiento.

Ese era el diálogo con el que empecé entonces a convivir, con el único propósito de lograr algo más de confianza en mí misma. Comenzaba a sentirme algo más tranquila, y el Prozac estaba dando de nuevo paso hacia Platón. Una vez empecé a soltarme, mis recuerdos salieron a mi encuentro. Fluyeron. Lo que no esperaba era la aparición de ayudas imprevistas en forma de señales, como un nombre, una fotografía o un olor que me indicaran el camino a seguir. Podría parecer que todo aquello tenía un punto loco, pues aunque se podía tener la sensación que era yo quien marcaba el camino, creo, sinceramente, que solo era así en apariencia.

Como si de una regresión se tratara, recordé a la abuela materna, a sus hijos y a su marido, al que ni siquiera había conocido y al que yo nunca tuve presente como abuelo. Recordé a aquellos que tan poco, o nada, habían aparecido en las conversaciones que había mantenido con mi madre. Me despertaba y, de pronto, venían a mi mente imágenes como si las hubiese estado buscando y ordenando durante el sueño. Tal vez en el sueño todo me estaba permitido. Tal vez en el sueño, yo me daba el permiso para ir a las profundidades de la psique y sacar a la superficie las memorias ocultas que hasta ese momento estaban excluidas en el consciente.

La clave era que yo seguiría buscando, de tal manera que controlaba mi miedo a la locura y aunque, de pronto, no entendiera por qué venía a mí aquella cascada de recuerdos ni si en realidad me pertenecían; seguiría insistiendo. «Si no lo son, ya les encontraré el sentido», me decía para convencerme. Pero, aun si no lo fueran, aun si no eran míos, aun no reconociendo a muchos de los personajes que los protagonizaban, sentía mucha cercanía y ternura a todas aquellas imágenes que los representaban.

Quizás la explicación podía encontrarse en la cantidad de detalles históricos que me habían contado de pequeña. Las mismas historias que hoy tengo la sensación que se ordenan en el tiempo se colocan en una secuencia cronológica que les da sentido. En casa siempre oí hablar de lo difícil que había sido la vida para todas las mujeres de mi familia, y reconozco que siendo una persona a quien le encanta escuchar historias, aquellos relatos tan íntimos y personales no les había prestado demasiada atención hasta aquel momento. Los había archivado en mi caja de recuerdos, sin más. Tenía la excusa perfecta. Yo era más hija de mi padre, una niña de papá en el sentido más emocional del término. Es más, era la única de entre todos los hijos de mi padre que tenía su mismo color de ojos. Los míos eran marrones como los suyos. Yo era la que más se parecía a él. Hoy me sigo preguntando si no era esta una manifestación física del inconsciente, que me había llevado a alejarme de aquellas mujeres que relataban demasiado sufrimiento; o si no era, a lo sumo, una manera de conferirle cierta compensación familiar al sistema.

Tal vez uno condiciona sus genes enviándoles información para que acaben esculpiendo nuestro físico, adecuándolo a una intención específica, ¿podría ser? Unos hermanos que se arriman a la madre, y otros que tienden al padre a fin de equilibrar la familia.

Mi vida iba ligada a la historia femenina, a la historia de las mujeres de la familia. Ahora sé que, más tarde o más temprano, mi lugar estaba al lado de ellas. En nuestro clan, el clan de las mujeres. El lugar donde las mujeres nos hacemos mujeres aprendiendo de las más sabias, de las más viejas, de las que atesoran consigo la información relevante. Y eso mismo serviría para los hombres, en el sentido de colocarse al lado del clan de los hombres.

Ya tenía varias pistas. Por un lado, había tenido una ruptura biográfica relacionada con la vida de las mujeres de mi familia, y que hacía referencia al futuro y a los permisos para poder ser.

La fecha del accidente había sido un 23 de abril, el día de Sant Jordi en Cataluña, cuando la gente sale a la calle regalándose una rosa y un libro. A mí, ese día no me dio tiempo a escoger mi libro. ¿Podría ser, que esa vez, me llegaría el contenido que debía leer en otro formato?

Empecé a extrapolar, afición que siempre me ha dado buenos resultados, y me dio por el símil de la informática. Había estado durante muchos años utilizando esa herramienta para crear comunicación entre espacios, y me interesaba tanto aprender las funciones de cada software como entender los elementos que hacían funcionar el hardware y los espacios que tenía que rotular. La similitud entre un disco duro de un ordenador y la memoria almacenada en el cerebro es evidente. La información que se mueve en internet y el inconsciente colectivo, del que hablaba Carl Jung, me parecieron plausibles.

Me da la impresión que todas las historias familiares quedan almacenadas en una nube. La información es energía que se transforma pero nunca se destruye. De la misma forma que en un ordenador se crean carpetas con un sinfín de documentos, mi familia tiene también su propia nube de vivencias con documentos a raudales escritos por cada uno de sus miembros, y cuyas palabras viajan de una generación a otra. Algo así como cartas imaginarias que se aglutinan en una biblioteca virtual familiar en la que, con independencia de que sean leídas o no y del tiempo que haya transcurrido, permanecen pacientemente a la espera de su lector.

Siempre que visitaba bibliotecas por temas laborales, me fascinaba pensar en la cantidad de información que allí habitaba, a la espera de nuevos propietarios de ese conocimiento. Documentos preparados para ser abiertos y leídos, aunque pasen años o generaciones. En la biblioteca de mi familia se acumulaba tanta información, tantos archivos, que con el tiempo muchos se habían convertido en bytes desfragmentados, que ahora, tras el accidente, pedían un scan disk para recomponer su propio orden. Las carpetas tenían nombre y sus archivos tenían sentido.

Así, sin esperarlo, me hallé en tu nube, abuela; en la estantería de la biblioteca que te correspondía, buscando los tomos que necesitaba y abriendo en ellos las primeras carpetas con las primeras páginas de los documentos que precisaba.

Clasifico las historias de mi familia a partir de las claves que siento que me transmiten cada uno de los documentos. Ahora sé que no hay pasado que no forme presente, y que no hay presente que no forme futuro. Mi curiosidad por conocer la historia de las mujeres de mi familia, por conocer mi propia historia, es ilimitada y abre ante mí un gran ventanal al que deseo asomarme.

Cierro los ojos y voy a tu encuentro, abuela, adentrándome en tu mirada, dejándome llevar por la nube de tus memorias hasta llegar a tus recuerdos, a tu historia, que hoy sé que forma parte de la mía.

Querida nieta,

Nadie entendió por qué me resulto más sencillo dejar olvidada mi cabeza, o perderla en ocasiones, que continuar manteniendo la cordura en un mundo que se había comportado conmigo con tanta hostilidad. Reconozco, niña, que esta vida –esa vida– al final me pudo, hasta dejar sin orden mis recuerdos. Alternaba, decían, lloros y risas sin causa que los motivasen, en aquel hospital donde, sin yo quererlo, viví durante una larga temporada. Eso dijeron: «¡sin causas que los motivasen!», ¡qué sabían ellos de mi vida!

Al final, consiguieron que ni llorar ni reír saliera de mí, silenciando los pensamientos y las palabras de todos aquellos que yo sentía vivos en mi cabeza. De mí no salía nada. Las pastillas aguaban aquel torrente de recuerdos desordenados y alterados, a medio camino entre la realidad y mi fantasía. Bendita fantasía, niña. Simplemente me llevaban, o me iba yo, al limbo, a un lugar donde ni mi cuerpo ni mi mente tenían energía para seguir avanzando. ¡Qué sabían ellos de mi vida y del desordenado orden de mis sentimientos!

Sí, querida nieta, «decían» que yo deliraba. Llevaban razón. Por la impotencia que me producía la incomprensión de lo que me había tocado vivir. Yo había anhelado otra vida distinta a la que me cayó en suerte, o en desgracia, según se mire. Nunca me pareció justo lo que la mía me hizo pasar. Era demasiado para cualquier persona. Demasiadas muertes, demasiados desengaños. Así que un día decidí que me bajaba del tren de la vida haciendo descarrilar mi cabeza. Y de aquel delirio brotó mi enfado, mi tristeza y todos mis sueños de un futuro mejor. Cuando volvía a la cordura solo veía todo aquello que me fue arrebatado antes de tiempo: mis hijos muertos, tan pequeños; mi hija muerta, en la flor de la vida, y mis hijas que me sobrevivieron, cuya suerte fue una prolongación de mis dificultades y de todas mis carencias afectivas… Y mi marido, que no pudo sostener tanta carga.

No le guardo rencor a tu abuelo porque lo que él tuvo que aguantar difícilmente se soporta si no es agarrándose a una adicción. Después de la guerra, se obsesionó porque la vida tomase otro rumbo que le impidiera ser consciente de lo que había ocurrido. Y ahí se perdió, buscando aquel rumbo en el juego, sin tener en cuenta que lo único que se podía jugar eran las camas, los cuadros, cada utensilio y cada trasto de aquella casa alquilada donde entonces vivíamos. Es que nosotros, en el pueblo, siempre vivimos de alquiler, mudándonos constantemente de una casa a otra porque nos echaban a la calle cuando no podíamos pagar.

¡Uy, niña! Creo que estoy yendo demasiado rápido, cariño; y quiero explicarte poquito a poco, muy lentamente, lo que pasó, todo lo que pasó, para que puedas entender de dónde nace lo que nos ha ido ocurriendo. También lo que no hemos contado, no tanto porque fuese un terrible secreto familiar, que de seguro que alguno descubrirás, sino porque revivir ciertos episodios duele, duele mucho, niña. Dicen que contar historias, hablar de la vida, mucho más si se trata de la nuestra, nos libera. Eso es lo que yo quiero, liberar a los fantasmas y dejarlos marchar en paz para que no sigan atosigándoos.

Quiero que conozcas mi historia, y así también entenderás buena parte de la historia de tu madre, que también es tu propia historia porque, mi querida niña, mucho de lo que no entendemos sobre nuestros padres tiene su explicación en la vida que vivieron y, antes que ellos, en la que vivieron sus propios padres, nuestros abuelos. Aunque nos cueste entenderlo y, a veces, incluso creerlo, todos fuimos niños vulnerables. Yo y tu madre también fuimos niñas, aunque muchas veces a los hijos nos cueste imaginar esa realidad. Los hijos tienen, en algún instante, la fantasía que antes de que ellos nacieran no hubo historia, que sus padres siempre fueron mayores, siempre fueron adultos. No trato de justificar con nuestra infancia lo que pasó más adelante, porque lo que pasó, pasó; y aunque no podamos hacer nada con aquellos hechos, porque no podemos viajar hacia atrás en el tiempo y cambiarlos, sí podemos viajar hacia el recuerdo y entender sus consecuencias.

Intentaré que comprendas que tu vida, en cierta medida, depende de la vida que yo viví y también de la que vivió tu madre. Cuanto más conozcas nuestra historia, más entenderás y te darás permiso para elegir vivir tu vida como tú quieras. El mío, niña, mi permiso para liberar tu vida de la carga que de mi dependa, ya lo tienes.

Así que empezaré por explicarte mi vida. Es una de tantas, en muchas cosas muy parecida a otras porque viví en el mismo tiempo y en las mismas circunstancias que otras muchas mujeres que sufrieron. Pero aun siendo una más entre tantas, mi historia es la nuestra y quiero contártela. Traeré aquí mis recuerdos, o los que me quedaron en la memoria que perdí y que resurge ahora con una lucidez y una paz que no pude saborear entonces y a las que nunca llegué a acostumbrarme, porque nunca formaron parte de mí el tiempo suficiente.

Es momento ahora de ordenar y de cerrar episodios que quedaron abiertos. Memorias extraviadas, ocultas, pero que aún siguen actuando. La memoria, querida nieta, no se destruye, permanece, se hereda, aunque se transforme; subsiste. Y eres tú la que sigues la línea de las mujeres. Por eso es bueno que nos conozcas y descubras las raíces y el tronco desde donde sale tu rama y crecen las otras. Es la línea de las mujeres. La de las mujeres de esta familia. La línea de las mujeres de tu familia, de la que tú formas parte.

De la peseta al euro

Me imagino, abuela, a todas las mujeres de la familia como si estuviera haciendo una carrera de relevos, en la que cada una de nosotras corre un tramo a su ritmo y en un tiempo determinado, para pasarle, al acabar su propio recorrido, el testigo a la siguiente, y luego a la siguiente, y así sucesivamente. ¿Cuándo se acaba la carrera de las mujeres? Solo cuando se acaba la línea de las mujeres de nuestro linaje. La carrera en sí no se acaba nunca ya que la carrera es la vida. Cambian los relevos, pero la carrera de la vida continúa; cada relevo va haciendo su vida particular a partir de las vidas de las anteriores.

Hablas de tu desconexión, abuela, y eso me ha hecho reflexionar sobre algo que ocurrió durante mi accidente en moto. De manera consciente, solo guardo dos secuencias de lo que ocurrió. En la primera, recuerdo que el semáforo se ponía en verde y, entonces, la moto se ponía en marcha. En la segunda, me veo ya en el suelo, sin poder moverme, y preguntando a las personas que se habían acercado para ayudarnos, dónde estaba Jordi, mi marido.

No tengo ningún recuerdo entre el primer y el segundo momento, ninguna imagen asociada. Y sin embargo sé que pasaron muchas cosas porque ocurrió el accidente. ¿Es posible que uno pueda desconectar, inhibiéndose, irse a un lugar donde no hay espacio ni tiempo, y regresar coincidiendo con un hecho traumático? Abuela, ¿puede tener alguna similitud lo que te cuento con tus viajes? Tú viajabas, te marchabas a mundos imaginarios. Yo no sé a dónde fui durante aquellos instantes de mi caída, pero sí sé que no estuve allí, aunque no recuerde nada. O, tal vez, mi recuerdo esté bloqueado en algún cajón oculto.

Quizás la diferencia estribe en que, en el momento del accidente, mi mente no pasó a la conciencia de lo que estaba sucediendo; hizo una especie de copia de seguridad, lo que los técnicos informáticos –un oficio nuevo, abuela, que tú no conociste– llaman un backup. Se traslada lo real, lo que verdaderamente ha sucedido, al inconsciente, con el fin de evitar tanto el sufrimiento emocional como el dolor físico por el impacto. Los datos, pues, están guardados, ¿son recuperables? Muy posiblemente, porque han sido vividos. Quizás, y digo solo quizás, si tuviese que darle algún sentido a lo que me pasó, diría que el principio operacional podría ser el mismo en ambos casos. Algo así como una desconexión para no sufrir; si bien el ataque –el virus sobre tu contenido– a tu vida probablemente fue de tal magnitud, y tan permanente en el tiempo, que la restauración de los datos reales no siempre fue posible. Y sigo, seguimos, así, intentando hallar el sentido a lo que nos ocurre.

Te recuerdo siempre vestida de negro. Aunque intento encontrarte en mis recuerdos de pequeña, con tres o cuatro años. Pero no soy capaz, a pesar de que vivíamos en la misma casa. Creo que de aquel tiempo, de aquel espacio, guardo solo rastros, pequeños fragmentos de mis padres, a duras penas retales de memoria, jirones. Con siete, ocho o nueve años es cuando apareces tú de manera más clara en mis recuerdos.

En el barrio donde vivíamos entonces, en la Trinidad Nueva –«La Trini»–, la mayoría de niños jugábamos en la calle, ajenos casi siempre a lo que se cocinaba en cada casa. Yo te veía llegar a nuestro edificio subiendo la cuesta, con tu pesado bolso negro lleno de papeles. Años más tarde, mi madre, o sea tu hija, te lo recriminaría constantemente porque no podía entender cuál era la razón por la que acumulabas tantos papeles inútiles; y que, según ella, no servían para nada. Pero yo estoy segura que tus razones tendrías.

Eran papeles que habías estado recogiendo de la sucursal del banco, o publicidad de los comercios, para amontonarlos en tu habitación. Por arte de magia aquellos papeles habían cambiado al pasar por tus manos, convirtiéndose en documentos sumamente importantes que se te habían otorgado para que los custodiases. Por aquel entonces, allá por los años setenta del siglo XX, ya habías decidido voluntaria o involuntariamente que de vez en cuando te desconectarías de este mundo y te irías al tuyo, al imaginario que habías construido y en el que te sentías tan cómoda. Ese mundo donde te estaba permitido hacer y decir lo que quisieras, incluso convertirte en quien más te apeteciera.

Yo te veía acercarte y, antes de que empezaras a subir la cuesta de la calle que conducía al portal de nuestra casa, iba corriendo a tu encuentro. Te daba un abrazo, dos besos y, no había terminado de separar mi mejilla de la tuya, que ya te preguntaba –como siempre– si me dabas alguna peseta. Tú, abuela, mirabas en tu monedero y siempre encontrabas alguna pesetilla para darme. Yo, a cambio, te volvía a dar dos besos y tú, con tu bolso, seguías el camino hacia nuestra casa.

Las pesetas, los reales, algún céntimo, las monedas de dos pesetas y media, las de un duro… ¿Te acuerdas, abuela? Ahora ya no existen ni las pesetas ni los duros ni nada de todo eso. Ahora tenemos euros. Lo único que se llama igual son los céntimos, que mantienen el nombre pero no su valor.

Mal negocio hemos hecho con el cambio, abuela, porque de pronto todo lo que habíamos comprado con una moneda de cien pesetas pasó a valer un euro, que al cambio eran ciento sesenta y seis pesetas y pico. Son de un tamaño parecido, y ambas, las pesetas y los euros, tienen la cara del rey. Total, «por no ser menos europeos», dijeron. Típico español, porque si hay que ir, se va. ¿Adónde? Pues a donde sea.