Los símbolos han acompañado al ser humano desde los albores de su historia, cuando este sintió por primera vez la necesidad de saber cuál era el sentido de su existencia. Las religiones primitivas nacieron de la mano de las primeras preguntas existenciales y, poco a poco, encontraron en el lenguaje de los símbolos la mejor vía para transmitir todo el conocimiento espiritual que creían atesorar. Pero ese conocimiento sagrado solo debía ser accesible para unos pocos iniciados, y por eso a menudo los símbolos son tan herméticos y velados que pueden incluso pasar inadvertidos, y casi siempre son difíciles de comprender.

Desde el hombre del Paleolítico superior hasta los mayas y los incas, pasando por hititas, egipcios, celtas, griegos y romanos, vikingos, judíos, musulmanes, cristianos, cátaros y templarios, y por culturas orientales como el budismo o el hinduismo, el autor hace un recorrido por las diferentes creencias y religiones que han surgido a lo largo de la historia, buscando las claves que nos ayuden a comprender el significado oculto que yace tras la simbología sagrada de cada una de ellas.

¿Tienen un significado oculto los números que aparecen en la Biblia? ¿Qué secretos atesoran las imponentes catedrales góticas? ¿Eran los cátaros conocedores de un secreto que los llevó a la hoguera? Estas y otras muchas preguntas se dan cita en las páginas de este libro.

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Simbología sagrada

Jesús Ávila Granados

www.diversaediciones.com

Simbología sagrada

© 2017, Jesús Ávila Granados

© 2017, Diversa Ediciones

EDIPRO, S.C.P.

Carretera de Rocafort 113

43427 Conesa

diversa@diversaediciones.com

ISBN edición ebook: 978-84-946081-9-3

ISBN edición papel: 978-84-946081-8-6

Primera edición: mayo de 2017

Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales

Ilustraciones de cubierta: Templo egipcio de Ramsés III, en Medinet Habu, © EastVillage Images – Shutterstock / Stonehenge, © Marafona – Shutterstock / Orante de Pedret, conservado en el Museu Diocesà i Comarcal de Solsona / Machu Picchu, © OCPHOTO – Shutterstock / Símbolo celta en la necrópolis de Glasgow. © Gajtalbot – Imagen usada bajo licencia CC BY 2.0 (https://creativecommons.org/licenses/by/2.0/)

Todos los derechos reservados.

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Contenido

PRÓLOGO

INTRODUCCIÓN

Arqueología, historia y ciencia

El astro rey

Las líneas ley

Montañas sagradas

Ríos de piedra

1. LA HUMANIDAD PREHISTÓRICA

El Paleolítico

La gran revolución neolítica

La larga aventura de la escritura

Los ritos de muerte

La simbología pétrea del Valle de las Maravillas

2. LAS CULTURAS DE LA ANTIGÜEDAD

La palmera, como símbolo

Egipto

Hititas

Urartu

Celtas

La Grecia clásica

Roma

3. LAS CULTURAS DE ORIENTE

La génesis del laberinto

La rueda

Budismo

Hinduismo

4. EL MUNDO MEDIEVAL

Vikingos

Judaísmo

Islamismo

La alquimia

Cristianismo

Templarios

Catarismo

La Iglesia ortodoxa

5. IBEROAMÉRICA

Mayas

Incas

6. LAS FUERZAS DEL ESPÍRITU

La superstición

Maldición

Magia y brujería

El misterio de los números

Los números y su simbología

Cuadrados mágicos

El I Ching

GLOSARIO GENERAL DE TÉRMINOS

BIBLIOGRAFÍA

AGRADECIMIENTOS

El autor

A mi esposa Loli;

a mis hijos, David y Alejandro,

y a mis nietos, Ricard, Cristina y Sofía,

con todo cariño.

PRÓLOGO

«Quien siembra dioses recoge religiones»…

Sí, parece una boutade, pero examinando la evolución del pensamiento, la imaginación y el comportamiento de la humanidad desde la más remota antigüedad hasta nuestros días, podemos observar como el ser humano ha ido generando y modelando un sinfín de divinidades que, a su vez, han provocado el surgimiento y adecuación de otro sinfín de religiones. Todo grupo humano, toda sociedad o cultura ha tenido y tiene su propia cosmovisión, su propia manera de imaginar sus dioses y su propia idiosincrasia a la hora de relacionarse con ellos, es decir, cómo, cuándo y dónde es posible establecer contacto y comunicarse con estas divinidades, o sea, su religión. Dioses y religiones imprimen carácter e identidad a toda sociedad, etnia o grupo cultural y lo que por un lado proporciona cohesión y sociabilidad al grupo, por otro lo diferencia y lo aleja de los demás colectivos culturales. Siendo las religiones, originariamente, mecanismos o métodos de cognición del cosmos y de la propia existencia humana, no deberían comportar divergencias ni hostilidades entre las diversas colectividades humanas, más bien todo lo contrario si se diera el caso de que se sumaran y aunaran los conocimientos adquiridos a través de ellas para establecer una gnosis suprema compartida y aceptada por el conjunto de las diversas sociedades culturales humanas. Pero la realidad que podemos observar, a lo largo de los siglos y hasta nuestros días, es otra.

Desde que el hombre tomó conciencia de sí mismo, de su existencia y la de todo lo que le rodea, empezó a cuestionarse el sentido de la vida, su finitud y obsolescencia y su pequeñez e impotencia ante el dolor y ante la magnitud e imprevisibilidad de la naturaleza y el cosmos. Esta toma de conciencia ha originado en el espíritu humano, a lo largo de los milenios, la angustia existencial que lo ha inducido a imaginar o «crear» un sinfín de entidades superiores al hombre, omniscientes, omnipotentes y eternas, llamadas dioses o divinidades. Al mismo tiempo, la intuición de la existencia de estos entes sobrenaturales ha sugerido al hombre no solo la posibilidad sino la necesidad de una «vida» post mortem, un más allá donde, junto a estas divinidades, la nueva existencia sea apacible, inteligible, duradera y feliz.

A fin de pasar de la intuición al «conocimiento» de estas divinidades y, a la vez, de cautivar sus favores, protección y esperanza de una vida de ultratumba, los seres humanos han practicado, en todos los tiempos, actos de cognición espirituales y ceremonias ritualizadas con los que entrar en contacto y relacionarse con ellas. A esta relación, junto con el conjunto de prácticas rituales que la acompaña y pone de manifiesto, es lo que llamamos religión. En origen, pues, las religiones constituían el método más eficaz y seguro de procurarse un saber, de trascender el angustioso caos aparente del cosmos y de intentar comprender tanto el aquí como el más allá. La religión, como mecanismo para explicarse la vida, la naturaleza y el devenir, constituía un bloque compacto de todo el saber, del conocimiento y, en consecuencia, de la «verdad». Es lo que podríamos llamar ciencia-religión o religión-sabiduría primitivas.

Con el surgimiento y evolución del conocimiento racional y empírico, basado en la lógica, la experimentación y la demostración, la mayoría de las religiones, sobre todo las más difundidas, dejaron de tener el carácter «científico», en el sentido actual del término, que podían haber tenido para centrarse en el mundo de las ideas, de la metafísica, de la especulación teológica y del conocimiento espiritual. Con ello se materializa, especialmente en las culturas occidentales y a lo largo de los últimos quinientos años, la separación y divergencia entre conocimiento o saber científico y conocimiento intuitivo, espiritual o simplemente religioso. Al mismo tiempo que estas religiones fueron especializándose y expandiéndose a un número cada vez mayor de adeptos, también fueron jerarquizándose y organizándose en instituciones orgánicas (iglesias, congregaciones, sectas, etc…), divergiendo cada vez más unas de otras y pretendiendo poseer cada una de ellas las verdades fundamentales y el verdadero camino de salvación humana. Un variopinto plantel de autoridades, profetas, iluminados, gurús, chamanes, pontífices y sacerdotes emerge de cada una de estas instituciones religiosas, con la pretensión todos de ostentar la potestad de ser los intermediarios verdaderos y necesarios entre el individuo y la divinidad. Con su expansión territorial, las grandes religiones compiten entre ellas, se alían con el poder civil a conveniencia el cual las utiliza como signos de identidad y de diferenciación social, se materializan, se llenan de dogmas, de normas y de preceptos morales, sus cleros son cada vez más comerciantes fundamentalistas de moralismos y de sentimentalismos que verdaderos guías iniciados y finalmente, ya pervertidas y desviadas de su causa inicial, intolerantes con la libertad de pensamiento, tanto de los individuos como de los grupos sociales, intentan imponerse por la fuerza con claros y explícitos abusos de poder.

Ya no se pretende que el individuo o el colectivo social progrese en el conocimiento espiritual o metafísico, sino que lo que más importa es que las personas sean debidamente ortodoxas. Así vemos que lo único que han conseguido es sembrar la discordia en el mundo, la violencia, el fanatismo y el derramamiento de sangre. Unas religiones que no han sabido evitar la violencia y las guerras, sino que más bien las han fomentado, junto con unos poderes civiles y una ciencia oficial que las han hecho más sangrientas y crueles con sus inventos, se ponen en evidencia y se juzgan por sí mismas…

Pero la ciencia oficial, analítica y racionalista no puede responder a las grandes preguntas del espíritu humano, que se ve impotente ante los enigmas que agitan el alma humana desde el origen: no solo «por qué» sino también «para qué» existimos y nos encontramos aquí tal cual somos en este mundo tal cual es. El lenguaje científico es analítico y discursivo como la razón humana, y en consecuencia incapaz de expresar todo aquello que deriva de la intuición y del espíritu humano. Y es aquí donde actúa y se hace casi indispensable el lenguaje simbólico. Todas las religiones antiguas han expresado y transmitido su conocimiento-saber espiritual, sus «misterios» mediante el lenguaje de los símbolos. Las más altas verdades en modo alguno son comunicables o transmisibles por ningún otro medio que no sea incorporadas en símbolos, aunque estos, al mismo tiempo, velan y disimulan el contenido esencial de estas verdades, de las cuales no son más que el soporte externo o visible. A través de relatos bíblicos, libros sagrados, dramaturgias míticas y «revelaciones divinas», con contenidos muchas veces históricos, las grandes religiones antiguas han expresado y divulgado sus doctrinas, sus teogonías, las proezas de héroes y demiurgos, sus cosmogonías y sus génesis, siempre con un sintético lenguaje simbólico, que va mucho más allá de su sentido literal y cuya lectura solo es plenamente inteligible para las almas sensibles que tengan ojos para «ver» y oídos para «escuchar». Ya en el siglo XIII Ramon Llull escribía: «Cuanto más difícil de entender mejor se entiende, cuando se entiende…».

La ciencia sagrada solo se puede manifestar y transmitir con la simbología sagrada. La «epifanía simbólica» o percepción de un símbolo traslada al perceptor a un universo espiritual. Ahora bien, los símbolos más sagrados para unos pueden no ser más que objetos profanos para otros, lo que revela la diversidad de percepción y concepción de un símbolo, según el entorno espacio-temporal y existencial del receptor. El símbolo no es nunca unívoco ni universal, solo adquiere sentido a medida que se «individua»; su percepción es eminentemente personal, ya que tiene la propiedad excepcional de sintetizar en una expresión sensible el contenido del consciente, del inconsciente y de las fuerzas en lucha o en armonía del interior de cada persona.

Si la metafísica es el conocimiento de lo inexpresable, el símbolo o el lenguaje simbólico es el único recurso posible para comunicar este conocimiento. No es posible recurrir al lenguaje de las palabras o al lenguaje filosófico, dado que estos son lenguajes analíticos y conceptuales propios del raciocinio, mientras que el conocimiento metafísico no es conceptual, es sintético y se sitúa en el plano espiritual de las ideas y de la intuición. Existe una cierta relación de analogía entre la idea y la imagen (símbolo) que pretende representarla o comunicarla. El símbolo hace de puente o mediador para aprehender una realidad que solo puede expresarse de una forma velada, es la cara visible de lo invisible. En la interpretación de un símbolo se parte del «uno» sintético hacia la diversidad del «todo», para regresar a la unicidad críptica de ese «todo». El símbolo no «expresa» ni «explica», solo «sugiere» o «induce», de aquí que sea utilizado como «soporte» de comunicación de los conocimientos metafísicos. La ambigüedad del símbolo «revela» al mismo tiempo que «vela» una realidad y su carácter polisémico posibilita su interpretación en diversos planos u órdenes de la realidad. Por eso cada ser humano «penetra» en la intimidad del símbolo según sus aptitudes y experiencia. Los símbolos no pueden ni deben ser «explicados», hay que meditar sobre ellos para ser «comprendidos», para intuir espiritualmente el orden de realidad a la que aluden indirectamente. La percepción de un símbolo excluye toda actitud de simple espectador, exige una participación activa del individuo y una cierta predisposición para pasar de un plano conceptual a introducirse en otro nuevo y superior de múltiples dimensiones.

La finalidad del símbolo es tomar conciencia de sí mismo, del ser en todas las dimensiones del tiempo y del espacio y de su proyección en el más allá. Cada símbolo es un microcosmos, un mundo total que requiere, para su comprensión, una contemplación sinóptica. Un solo significante nos induce al conocimiento de varios significados, significados que nos llevan a percibir el mundo tal cual lo siente o vive cada sujeto, y esta revelación existencial del hombre para sí mismo, a través de una experiencia cosmológica, es precisamente la función original de los símbolos.

Hecha esta «arenga parasimbólica» sobre las religiones y sus símbolos sagrados, solo nos queda, para terminar, hacer una precisión terminológica sobre la palabra «símbolo» (del griego sum-bolon). Cabe distinguir plenamente la imagen simbólica de todas las demás con las que con frecuencia es confundida, tales como metáforas, alegorías, analogías, parábolas, emblemas, atributos, etc…, las cuales podemos agrupar bajo el término de «signos». Todas estas figuras de expresión y comunicación se encuentran sobre un mismo plano del conocimiento imaginativo intelectual, significante y significado juegan el papel de un espejo, mientras que el símbolo es la clave de un misterio e implica un rango superior al de la conciencia racional, exige el paso a un nuevo plano del ser, a una nueva profundidad de conciencia.

Debo agradecer al amigo Jesús Ávila que me haya permitido aportar mi granito de arena a esta extensa y brillante playa que constituye su obra Simbología sagrada, pero agradecerle aún más el que haya propuesto que se incorpore en la portada la figura del Orant de Pedret que conservamos en nuestro Museu D. i C. de Solsona. Él sabe bien que es uno de nuestros símbolos sagrados más potentes y enigmáticos de la religión altomedieval de Occidente.

Cuando repasé el índice o contenido de este libro me di cuenta que más que un libro es un manual o enciclopedia de las creencias y religiones habidas y por haber en el transcurso de la historia humana. Tamaña empresa solo es posible para alguien con muchas horas de vuelo como periodista de investigación y como historiador, y además con muchas tablas como escritor y comunicador. Sus más de cien libros publicados y vendiéndose con éxito son una garantía.

¡Enhorabuena, Jesús!

Jaume Bernades i Postils

Director Técnico del Museu D. i C. de Solsona

Solsona, diciembre de 2016