Gracias, una vez más

Sois muchas las personas a las que debo tanto agradecimiento que la palabra «gracias» se me queda corta. Sin vosotros esta novela no sería la misma.

Me siento afortunada porque siempre que necesito que me echen una mano, toda esta buena gente que me rodea se brinda encantada a echarme una, dos y las que hagan falta.

Gracias a mis lectoras, tan fieles y agradecidas, en especial al grupo de Facebook «Las chicas Happys de Olivia Ardey», un pequeño hogar virtual donde, desde España a América Latina, charlamos y compartimos amistad. Y, cómo no, a los lectores que disfrutan leyéndome. Vuestro entusiasmo y apoyo son el motor que tira de mi imaginación y mueve mis dedos sobre el teclado para seguir escribiendo historias con finales felices.

A Mayte Cabezas de Herrera Ansótegui, Hannah Grandson, Encarna Cabañes Falomir, Esther Tendero Bedrina, Manolo Montero Romero, Rosa Tovar Sancho, Alfredo Sánchez Navarro y a mi hijo Jaime Asensio Yedra, por regalarme esas anécdotas, expresiones y ocurrencias que ya forman parte de la novela.

A Fabián Vázquez, por ser mis ojos y oídos en Irlanda.

A Mar Rodríguez y María José López Ordiales, mis letradas de cabecera, por estar siempre al quite, a cualquier hora del día o de la noche, para resolver mis dudas legales.

Y, una vez más, a Consuelo Olaya López por su infinita paciencia. Gracias a su ilusión y buen hacer, este libro está en vuestras manos.

A Rosa Alcañiz Serra, mi eterna y fiel amiga. Por donde vas, contagias entusiasmo y pasión por la vida.




Conjuro indestructible para lograr el amor de una mujer a la que se desea y ama:

«Tu mía, yo tuyo y de nadie más. Tu rostro siempre hacia el mío y que vuelvas la cabeza ante todos los demás».

Debe repetirse tres veces con una copa en la mano en la que haya bebido la amada.

Legends, Charms and Supertitions of Ireland

Lady Wilde

Prólogo

Primavera, una ilusión efímera, como los manzanos de Armagh en flor.

—Lo siento de verdad, Lys —reiteró con un gesto de sincero pesar—, pero no puedo postergarlo más.

Aunque hacía mucho que el señor Murphy le había dado el preaviso, Lys Scott sintió una desagradable mezcla de disgusto, al ver la cara de circunstancias de su casero, y de culpabilidad por haberse dedicado durante semanas a demorar el momento de cerrar para siempre las puertas de su negocio.

—No crea que me empeño en oponerme a algo que sé que es inevitable —se excusó—. Ya le dije que necesitaba agotar las existencias. Y es que aún no he vaciado el almacén.

—Estoy atado de pies y manos, Lys. Les di mi palabra. Esta mañana me ha llamado el constructor, tienen previsto empezar las obras el lunes.

Sonó la campanilla de la puerta. Lys giró el rostro hacia la pareja de ancianas que, tras un somero vistazo, escogieron la mesa junto al ventanal.

El café de Gina llevaba abierto cuatro meses. A Lys no le había dado tiempo a hacerse con la clientela habitual. Se enamoró del local a primera vista y por eso decidió alquilarlo. No imaginaba que, un mes después de formalizar el contrato, su casero decidiría vender aquel edificio georgiano; lo cierto es que necesitaba reformas inminentes que él no podía costear. Darren Murphy era un buen hombre, pero había cumplido los sesenta y seis y, con la venta, se quitaba un gran problema de encima, además de asegurarse holgura económica para la vejez.

El resto de inquilinos ya habían ido dejando los apartamentos, lo mismo que el señor Murphy que, para alegría de su esposa, había comprado una casita de una única planta en Kinsealy, muy cerca de donde vivían sus hijos y nietos. La única que se resistía era Lys, y no por cabezonería, ni por pretender obtener una indemnización mayor.

El problema era que Lys había invertido en aquel café la cantidad estipulada en las condiciones del divorcio en concepto de compensación económica. Un dinero que no pagaba ni desquitaba los seis años dedicados a Aidan ni su renuncia a labrarse un futuro laboral fuera del hogar.

Con un gesto, pidió paciencia al señor Murphy, al mismo tiempo que se acercaba a la mesa para atender a las dos ancianas. Cuando regresó al mostrador, preparó dos teteras. Una de ellas la colocó delante del hombre, junto con un platillo con un par de galletas.

—Están recién hechas —dijo con una sonrisa amable.

Colocó el otro servicio doble de té en la bandeja, además de dos porciones de pastel de crema de whiskey, y se dirigió hacia la mesa que ocupaban sus más que probables últimas clientas.

—Están deliciosas —afirmó el señor Murphy, al verla de regreso—. Las echaré de menos

Lys depositó la bandeja vacía sobre el mostrador.

—Una semana más —suplicó.

Incómodo, el hombre clavó la mirada en el fondo de su taza de té.

—Mañana sin falta debo entregar las llaves del edificio. Todas —recalcó.

Ella no insistió. Ya se había agotado el mes de preaviso. Y era honesto reconocer también que, cuando alquiló la planta baja, el hombre le advirtió que andaba negociando con un posible comprador. Entonces Lys pensó que aquello quedaría en nada: las casas de la época georgiana eran muy caras, quién iba a estar interesado en comprar precisamente aquella estando tan mal conservada. Dublín estaba repleto de edificios de ese estilo y en mejor estado.

Era obvio que estaba poniéndolo en un aprieto, y apreciaba demasiado al señor Murphy como para crearle problemas. Se cruzó de brazos, de cara a los ventanales. Si en lugar de aquel bajo hubiera elegido el que alquilaban justo en la acera de enfrente… Pero no era tan bonito, ni hacía esquina, como su precioso y efímero saloncito de té. Contempló los dibujos enmarcados con las que había decorado las paredes. Eran los mismos que ilustraban los siete cuentos infantiles que había publicado. Historias protagonizadas por la ratita Gina, que, de momento, y hasta que su corazón dejara de doler, no tenía intención de escribir ni dibujar.

—Entiendo que estés disgustada.

Lys miró con lástima al hombrecillo con cara de bonachón. Qué sabía él. Aquel pequeño café fue un escondite más en su vida, el tercero que había utilizado como refugio. Primero fue el viejo armario de roble de la casa de la abuela, durante su infancia en Inishmore, donde se escondía para no escuchar los gritos y cuando no quería que nadie la viera llorar. Años después, durante su matrimonio, la cocina de la casa se convirtió en su rincón confortable. El único lugar donde la soledad la hacía sentirse segura. Y después, cuando por fin fue capaz de hacer frente al dolor de perder a su bebé, aquella minúscula cafetería era su último refugio de cuatro paredes, el primero cuyas puertas se había atrevido a abrir para permitir la entrada a los demás.

Lo detuvo al verlo sacar la cartera.

—Invita la casa —dijo con un suspiro—. Me sentó muy mal saber que vendía el edificio. He invertido mucho en este bajo para dejarlo así de bonito. Además de la maquinaria —recordó pensativa.

—Entiéndeme, ¿qué otra cosa podía hacer?

Ella dulcificó el gesto, tampoco pretendía que se sintiese culpable. Las cosas habían habían sucedido así y no le quedaba más remedio que asumirlo. La habían indemnizado como a los demás y, siendo sincera, postergar el cierre era una cuestión de nostalgia. Había quedado tan acogedor con el empapelado a rayas en blanco y fucsia, y la ratita Gina presente en cada rincón…

—Pero no se preocupe —añadió para tranquilizar al pobre hombre—, he conseguido venderlo todo. Hasta el mobiliario. Solo quería agotar los productos perecederos que tenía almacenados, es una pena que se echen a perder. Hablaré con alguna asociación de caridad, a ver si pueden pasar a recogerlos antes de que se haga de noche.

Las dos señoras se acercaron al mostrador para pagar la cuenta. Y una vez allí, encandiladas con el delicioso aspecto de las dos tartas del expositor, pidieron un par de raciones para llevar. Lys las envolvió cavilando qué podía hacer con el resto de las tartas. Cuando salieron por la puerta, miró al señor Murphy, que también observaba su marcha.

—Las dos últimas clientas de El Café de Gina —asumió.

—Una pena, con lo encantador que es este lugar —reconoció poniendo su mano sobre la de Lys—. Si puedo hacer algo por ti, tienes mi teléfono.

Lys retiró la mano. Su hasta entonces casero no tenía por qué saberlo, pero, desde niña, odiaba que sintieran lástima por ella. Acababa de cumplir veintiocho, ya había soportado suficientes miradas de compasión desde que tenía uso de razón.

Recordó el día en que decidió abrir El Café de Gina. Durante sus años de casada adquirió mucha maña en la cocina. Guisar era el único entretenimiento que la sacaba de su tediosa existencia, sola en aquella casa tan alejada de la ciudad. Los platos salados se le daban muy bien, pero se decidió por un negocio de pasteles y galletas recordando los años difíciles, cuando su madre la dejó en manos de la abuela Deirdre y se marchó a las islas de Aran para nunca regresar. En su casita de Inis Mór, cada día de la semana, antes de ir al colegio, desayunaba una rodaja de pan con mantequilla. Solo los domingos, la abuela se permitía el lujo de espolvorearla con una generosa cucharada de azúcar y ella masticaba despacio cada bocado para que le durara el dulce sabor en el paladar. La felicidad sabía a pan con mantequilla y azúcar, a mañana de día de fiesta sin ir a la escuela.

—Señor Murphy, si yo le pidiera un favor…

Llevaba rumiando esa idea desde que tecleó en la máquina registradora el último cobro del negocio.

—Si está en mi mano, cuenta con ello.

Lys miró su reloj.

—Todavía son las doce. Antes de las ocho de la tarde puedo entregarle las llaves, hasta entonces me da tiempo a hacer un par de llamadas para que se lleven todo lo que queda en la despensa. Por las sillas y el resto del mobiliario vendrán mañana si insisto. No creo que los nuevos propietarios vayan a empezar ya mismo.

Tenía que telefonear al matrimonio paquistaní que lo había comprado para renovar el de su local de comidas para llevar. Les metería prisa y les pondría en contacto con el señor Murphy. Por si acaso, apuntó en un papel el número de los compradores y se lo entregó al casero.

—¿En qué necesitas que te ayude? —se ofreció—. ¿Quieres que vaya amontonando las sillas?

Lys negó, pensativa. No se trataba de eso, quedaban dos tartas casi enteras, medio plum cake y cuatro docenas de galletas. Aquellas dos abuelitas fueron sus últimas clientas, pero no las últimas personas que iban a disfrutar de los sabores de El Café de Gina.

—Necesito que me ayude a empaquetar los pasteles de la vitrina. Y le agradecería muchísimo que me llevara en coche. Si voy en la moto, me será imposible repartirlos.

—Cuenta con ello, mi mujer no me espera hasta la tarde.

—¡Ah! Y haremos también unos termos de té bien caliente —decidió, sacando la tarta de zanahoria del aparador refrigerado—. ¿Cómo vamos a tirar todo esto a la basura con lo bien que sabe?

Haría lo mismo que todas las noches, cuando bajaba la persiana, daba una vuelta por los alrededores y repartía los pasteles que no se habían vendido entre los indigentes que dormían en las aceras. Con la ayuda del señor Murphy, los habituales del vecindario que malvivían en las calles porque carecían de un techo donde cobijarse, iban a saborear el almuerzo más dulce de todo Dublín ese mediodía.

Capítulo 1:

Un verano claroscuro y lleno de sabor, como una tarta de chocolate con nata batida y cerezas frescas

Seis meses después…

Lo intentó, pero todo se fue al garete. Lys creyó que, siendo la dueña de su propio negocio, tendría el gobierno sobre los ingresos que aseguraban su sustento y, por ende, el control absoluto de su vida. Ya sabía lo que era sentirse dependiente de otra persona, y la intentona de llevar las riendas de su existencia acabó en una vana ilusión.

Pero no se arrepentía de la decisión que tomó cuando tuvo que cerrar y liquidar su efímero salón de té en el centro de Dublín. No se permitió a sí misma el lujo de hundirse y volverse a meter en la cama para no salir de ella durante días; esa desalentadora solución ya la había usado en el pasado, cuando creyó que la vida carecía de sentido. Tumbarse y cerrar los ojos a la espera de que las horas pasaran no servía para nada.

Esa vez optó por analizar su situación. Contaba con las regalías de los cuentos que, por fortuna para ella y tranquilidad de su editor, continuaban vendiéndose muy bien. Aunque, en conjunto, no bastaban para vivir, le aportaban cierta seguridad, puesto que los iba ahorrando. De momento no había extraído ni un euro de la cuenta donde la editorial se los ingresaba, y no pensaba hacerlo de no ser imprescindible. Siendo ecuánime a la par que agradecida, su situación económica en ningún momento había llegado a calificarse de desesperada.

Evaluó las opciones que se le presentaban. Solicitar trabajo en algún museo público o privado probablemente no iba a reportarle un puesto con la inmediatez que le hacía falta. Y, además, en ese particular momento de su vida, en el que apenas empezaba a atreverse a abrir las puertas a nadie, no le apetecía la obligación inevitable de trabajar en equipo. Dedicarse a la docencia fue una opción que descartó desde el principio puesto que no había nacido con vocación ni se hallaba en condiciones de concentrarse en la preparación de unas clases con profesionalidad. Y trabajar de mala gana, además de una condena, implicaba un perjuicio injusto para su hipotético alumnado.

Lys había extendido todas sus cartas sobre la mesa. ¿Qué sabía hacer? Narrar cuentos e ilustrarlos, tarea que había aparcado porque su estado de ánimo se lo impedía; le temblaba la mano ante la sola idea de coger un rotulador. Un día retomaría las aventuras de su ratita aficionada a la cocina. Así se lo había prometido a su editor y estaba dispuesta a cumplir su palabra. Pero no en los próximos meses, no hasta que sanara la brecha que aún se le abría en el corazón cada vez que recordaba al bebé que ya nunca acunaría en sus brazos.

Descartadas también la docencia y la museística, oportunidades que le permitían su nunca ejercida Licenciatura en Historia del Arte, quedó una única carta sobre la mesa.

Y esa escogió.

A resultas del aburrimiento en que devino su matrimonio, durante en el que sin darse cuenta se vio convertida en una esposa dependiente y anulada por Aidan, se refugió en la cocina de la casa para combatir el tedio y la soledad. A fuerza de guisar y experimentar con recetas, podía presumir de buena cocinera. Por eso decidió abrir El Café de Gina cuando se divorciaron. Negocio que fracasó pero del que obtuvo una experiencia vital: nunca más volvería a correr riesgos empresariales. En adelante se conformaría con la comodidad de trabajar para otros y la tranquilidad de recibir un sueldo seguro a fin de mes.

Por eso aceptó aquel empleo que le ofrecieron en la agencia de colocación. Y así fue como llegó a la enorme y soleada cocina de la familia McEvan. Si Aidan y la gente con la que se codeaba en su época de casada lo supieran, no darían crédito al verla vestida de empleada doméstica. Pero los orígenes de Lys eran muy humildes. Ella venía de las Islas Aran y en casa de la abuela Deirdre creció con lo justo; y en cierta época triste, con auténtica estrechez y ningún lujo. Esa educación le enseñó a no desdeñar ningún oficio. Lys consideraba digno cualquier trabajo, tanto mérito tenía y tan necesario era barrer las calles como pilotar un avión.

Sin querer, convirtió la cocina de los McEvan en un nuevo armario vital en el que había vuelto a encerrarse. Cuando cocinaba, mantenía la mente y las manos ocupadas. Se esmeraba en la elaboración de cada plato con una concentración extrema. Los resultados se hacían notar, puesto que la señora McEvan apreciaba mucho sus guisos. Esa dedicación le impedía pensar en nada más. Mientras medía tiempos, sopesaba la cantidad exacta de las especias y apreciaba la intensidad justa para que ningún sabor disfrazara el gusto genuino de la receta, evitaba acordarse del pequeño pedacito de sí que el destino le arrancó de los brazos de una forma inesperada y cruel. Ya podían consolarla repitiéndole mil millones de veces que no tenía ni treinta años y una vida por delante, que no servía de nada. Recordar aquella tragedia que ninguna madre debería vivir la desgarraba por dentro y le llenaba los ojos de lágrimas.

Con la pérdida de Rori, su matrimonio se deshizo, y algo más tarde, el negocio en el que volcó sus ilusiones, fracasó. Pero la vida seguía, y la suya, en ese momento, consistía en cocinar a las órdenes de la señora McEvan, que no era precisamente la reina de la simpatía, pero podría ser peor. No se entrometía en su trabajo y no pisaba la cocina salvo para darle instrucciones sobre la compra y sus preferencias culinarias.

Lys no tenía intención de quedarse en aquella casa para siempre. En un futuro cercano pensaba abandonar Dublín, ya que apenas se movía por aquella ciudad que le traía más recuerdos tristes que dichosos. No había decidido dónde instalarse todavía, aunque su idea era hacerlo lejos de la capital.

Al menos no estaba a disgusto en aquella cocina, cuya ventana con vistas al jardín trasero constituían todo su horizonte, junto a las paredes de su pequeño apartamento de alquiler. Soñar con otra cosa era algo bonito, por eso no dejaba de recortar las etiquetas de los paquetes de café soluble con la esperanza de que algún día le tocara ese premio que prometían de un sueldo para toda la vida. Si llegara a ser la afortunada, se dedicaría a lo que le diera la gana, a viajar por el mundo en busca de escenarios donde ambientar las aventuras de su ratita imaginaria, sin padecer cuando llegara la hora de pagar las facturas. Y cuando volviera a verse con ánimos, comenzaría a escribir nuevas historias.

De momento se conformaba con otra forma de escritura, más escueta pero inesperadamente interesante. Desde que empezó a trabajar para aquella familia, la señora McEvan le pedía cada día que preparara una fiambrera con la cena para su hermano. Nunca había preguntado por él, puesto que la señora le había advertido desde el primer minuto que en aquella casa se exigía discreción y no se permitían los cotilleos de pasillo. Solo sabía que el hermano en cuestión vivía en la casa pareada de al lado; la casa era una elegante mansión compuesta por dos viviendas gemelas, propia de Ballsbridge, uno de los más exclusivos barrios al sur del río Liffey. Y supo que ese señor vivía pared con pared porque se lo comentó de pasada la asistenta que se ocupaba de la limpieza. Al parecer, el hombre acudía cada noche a saludar y a recoger la cena. Al día siguiente le hacía llegar el recipiente vacío a manos de esa misma asistenta.

Nadie sabía el secreto que contenían aquellas fiambreras mensajeras de ida y vuelta.

Lys las dejaba preparadas en una bolsa de plástico, dentro de la nevera y él las retornaba dentro del mismo envoltorio. Intuía que se trataba de un solterón mimado, un inútil incapaz de alimentarse por sus propios medios. Alguien solitario, ya que no salía para cenar en cualquier pub como hacían muchos. La señora McEvan tenía unos cincuenta años, así que suponía que su hermano debía rondar esa edad.

Si la señora llegaba a enterarse, la amonestaría y con razón por tomarse tantas libertades, cosa que a Lys no le importaba demasiado, ya que no pensaba quedarse eternamente cocinando para ella. Abrió el cajón de los paños de cocina, bajo los cuales guardaba la última misiva recibida, garabateada en un post-it. La había escrito con trazos tan rudos como su mensaje. Volvió a leerla.

El estofado estaba dulce. Use más la sal. Gracias.

Lys rio entre dientes al leerla, como la primera vez. ¡Oh, qué amable! Le daba las gracias. Detalle que no repitió cuando ella le respondió de idéntica manera, añadiendo una pullita sutil.

La sal sube la presión arterial. Y eso no es conveniente a ciertas edades.

La siguiente nota que Lys recibió pegada a la fiambrera vacía contenía un consejo.

No se preocupe tanto y agite sin miedo el salero. Gozo de un excelente estado de salud.

Sin más. Sin despedida ni gracias ni una sonrisita dibujada. ¡Encima de que se esmeraba en prepararle la cena con mimo en vez de llenarle el recipiente con sopa de lata! De haberlo hecho, ni él ni la estirada de su hermana se habrían percatado del engaño.

Bien, ya había perdido bastante tiempo guardando las compras en su sitio. Era hora de ponerse a la tarea. Esa mañana, a primera hora, Tessa McEvan le había pedido que preparara una sopa de pescado y marisco. Y que no olvidara guardar una ración para la cena de su hermano.

—Si no me preocupara yo por lo que come, sabe Dios con qué clase de porquerías se alimentaría. No debe tener en la nevera más que hielo, agua y cerveza.

Mientras se anudaba el delantal, Lys ideó el modo de dulcificar el carácter de su solitario y antipático interlocutor. Responder con amable ironía a las notitas serias de aquel desconocido era la única cosa divertida de trabajar en aquella casa.

***

Lys aparcó la moto y sacudió el chubasquero antes de entrar en su apartamento. Subió los dos tramos de escaleras y lo colgó en la percha del vestíbulo que compartía con el piso de al lado. La dueña, que residía en los bajos del antiguo edificio reconvertido en estudios de alquiler, solo aceptaba gente de confianza. En un esfuerzo por que los inquilinos que ocupaban su casa, no dejaran de ser una pequeña familia. Incluso había colocado una estantería baja donde ella y el vecino de al lado dejaban las botas de agua y los paraguas sin miedo a que desaparecieran, puesto que ya se ocupaba la casera de que allí no entrara nadie más que los residentes.

Sobre el mueblecito, la mujer le había dejado el correo, en su mayoría, publicidad. Abrió la puerta y dejó el bolso encima de una silla, se quitó los botines y los dejó cerca del radiador para que se secaran.

No tenía costumbre de almorzar en el trabajo, aunque la señora McEvan insistía en que lo hiciera. Lys prefería llevarse una ración de lo que hubiera preparado ese día para la familia, o a veces mordisqueaba un sándwich mientras vigilaba los guisos. Y una vez recogida y limpia la cocina, regresaba a casa donde comía sola y con más tranquilidad. Se contentaba con una ensalada o una sopa, ya que andaba en el empeño de perder peso. El mal trago del divorcio, sumado a la ansiedad que arrastraba desde la pérdida de Rori, la indujeron a aplacar el estrés por medio de la comida. Inútil consuelo que lo único que le reportó fueron unos kilos de más. Y ella, que siempre había tenido que controlarse porque gozaba de buen apetito y natural tendencia a engordar, se había emperrado en perder las dos tallas que ganó por culpa de meses alimentándose de manera desordenada, a base de ayunos seguidos de atracones irracionales. Ya era capaz de entrar en unos pantalones de la talla cuarenta y cuatro sin necesidad de esconder barriga para poder abrocharse el botón. Y no pensaba abandonar hasta que le quedara holgada la cuarenta y dos que usaba cuando se casó.

La ventaja de almorzar tarde, a medio camino entre la comida y la cena, era que una hora antes de dormir se preparaba un tazón de leche con cereales de fibra o de yogur con dos cucharadas de macedonia enlatada y se daba por satisfecha hasta la hora del desayuno. Con esa rutina había conseguido aligerar su peso.

Ese día se había traído un bol de sopa de verduras, que se aprestó a calentar en el horno microondas. Lo sirvió en un tazón y, con él calentándole las manos, se sentó en la mesa de la cocina y abrió la tapa del ordenador portátil. Tanteó sobre la mesa, había olvidado la cuchara. Se levantó a coger una y a por un vaso.

Mientras lo llenaba con agua mineral, aspiró con deleite. Qué rica le había salido la sopa. Por lo general, sus tardes de soledad olían a… nada. Eran lapsos de tiempo tan insípidos como sus ensaladas de dieta. Pero la de aquel día, lluviosa y gris, tenía un delicioso aroma a apio y a tomillo. Algo le decía que aquella suculenta diferencia era el presagio de algo bueno.

No imaginaba cuánto.

Lo supo una vez saciado el apetito y abierto el correo. Peló una pera con la que culminó su almuerzo, que resultó medio dulce y no tan desaborida como era habitual, mientras engullía cuadraditos de fruta iba eliminando los mensajes publicitarios no deseados. Hasta que dio con uno que no esperaba y se dio prisa en abrir aunque ya imaginaba su contenido. Dos párrafos floridos para alabar su visión artística, con agradecimiento a su participación en el concurso pero…

El pedacito de pera se le atragantó.

Después de un ataque de tos que la dejó lagrimeando y tras beber medio vaso de agua para recuperarse del ahogo, volvió a leer los dos escuetos párrafos de aquel mensaje que casi la mata. Ralf Wilson en persona le daba la enhorabuena y la emplazaba para el siguiente fin de semana a la ceremonia donde se daría a conocer el nombre del ganador, puesto que ella, Lys Scott, era una de las finalistas del certamen fotográfico al que se presentó casi por compromiso y sin la menor esperanza de ganar. ¡Y su fotografía había sido seleccionada como una de las cuatro mejores!

Abrió su perfil de Facebook y se apresuró a enviar un mensaje a Ralf, al que había conocido en una tarde sin otra cosa que hacer que pasearse por la red social. Lys no solía interactuar, era una usuaria silenciosa de la que apenas entraba y, si lo hacía, era solo por matar el rato. Así fue como dio con el anuncio de aquel concurso de fotografía, patrocinado por Ralf Wilson, ingeniero aeronáutico nacido en Dublín y afincado en California. Un certamen convocado con el objetivo de promocionar en los Estados Unidos los rincones más singulares de la Irlanda.

Lys le envió un mensaje privado, felicitándolo por su buena idea. Le parecía una excelente manera de ir más allá de los lugares tópicos que los americanos de origen irlandés relacionaban al pensar en la vieja Éire. Cada americano con antepasados en la isla esmeralda hacía el firme propósito de visitar la tierra de sus ancestros al menos una vez en la vida, y la mayoría cumplía su promesa. Pero además de la insignia para la solapa que unía las dos banderas, la de las barras y estrellas y la tricolor, que vendían en las tiendas de souvenirs, se llevaban consigo las sensaciones grabadas en la retina, el paladar y el oído durante su estancia. Casi siempre las más típicas y fáciles de recordar.

Lys, que había crecido en las islas Aran, una tierra agreste y singular, creía que el país debía mostrarse al mundo tal como era, en toda la amplitud de su riqueza natural y cultural. Y no solo como el milagro celta de la resurrección económica que tantas columnas periodísticas llenaba, o el arpa en la cola de los aviones de Ryanair, los originales saldos de Primark, las canciones nostálgicas de la emigración, el Ulises de James Joyce o los siglos de luchas sangrientas.

Irlanda era mucho más que patatas y ovejas, el imperio cervecero de Sir Arthur Guinness, tréboles de San Patricio, colinas verdes y acantilados, los pechotes relucientes de Molly Malone, pelirrojos por todas partes y duendecillos Leprechaun acechando detrás de los árboles. Y así se lo hizo saber al patrocinador del certamen mediante aquel mensaje que acabó convirtiéndose en una conversación intermitente y a distancia a través del chat de la red social.

Aquel hombre era un bromista precavido, se notaba que no era la primera vez que mantenía contacto con mujeres a través de ese medio porque, a la primera de cambio, dejó caer con sutileza que estaba casado. Como si Facebook fuera un vivero de desesperadas en busca de pareja estable, sexo, o ambas cosas a ser posible. Con ese detalle presuntuoso de niño grande, consiguió caerle simpático.

Lys se apresuró a escribirle.

—Estoy asustada, ¡finalista! ¿Por qué?

—Mmmm… qué alegría volver a leerte. ¿Miedo de qué? Tu foto ha gustado a los miembros del jurado.

—Miedo al chasco que me llevaré cuando gane otro. Por culpa de todo esto, ahora tengo esperanzas.

—¡Suerte! ¿Qué otra cosa puedo decirte?

Estaba tranquila respecto a la honestidad del veredicto, por algo que Ralf le dejó claro en el momento en que la convenció para participar. Aquellas charlas que mantenían de vez en cuando no violaban ninguna regla ni influían en la decisión final. Ralf Wilson patrocinaba el premio y hasta ahí llegaba su intervención, el jurado era rigurosamente imparcial porque las fotografías les habían sido entregadas respetando el anonimato de cada autor.

Lys guardaba montones de ellas en el disco duro de su ordenador. Instantáneas que iba tomando por donde iba, que luego le servían de inspiración cuando dibujaba los escenarios de sus cuentos infantiles. Porque tenía miles de imágenes de distintos pueblos y ciudades, se dejó convencer. Y porque el premio era muy goloso, un viaje con todos los gastos pagados a la ciudad del mundo escogida por el ganador.

Envió una instantánea, con un significado sentimental muy especial para ella. Sin esperanza alguna, puesto que seguramente concurrirían otras mejores que la suya, aunque en las bases se especificaba que la participación se limitaba a fotógrafos amateurs. Jamás pensó que su ángel de piedra de la Colegiata de Saint Nicholas de Galway quedaría entre las cuatro finalistas.

Ralf Wilson se despidió de ella con la celeridad acostumbrada, siempre daba a entender que era el hombre más ocupado del mundo. Lys le dijo «hasta pronto» y no lo entretuvo más. Su inesperado amigo virtual tenía tantos humos que cualquier día acabaría ahumado como un salmón.

Esa idea le hizo recordar a otro amigo desconocido, si así podía llamársele. En realidad, su vida social se limitaba a chatear con Ralf y a algún que otro mensaje de WhatsApp con Kenn Sayer, otro hombre que apareció en su vida de repente; un rudo galés de su misma edad que ahora vivía en Galway y con el que la unía una relación entrañable. Y, bueno, sí, también estaba el intercambio de notitas con ese personaje al que preparaba la cena a diario.

En ese último se quedó pensando, porque tenía bastante en común con Ralf Wilson. Algunos hombres nunca dejaban de ser eternos niños mimados. Y a Lys le gustaba provocar su mal humor pinchándolo dulcemente.

Dulce, dulce… Sí, qué gran idea. Miró por la ventana. No llovía tanto y, al pasar con la moto, había visto unas naranjas expuestas en la frutería de la esquina que tenían muy buena cara. Decidió calarse el chubasquero y bajar dando un paseo a comprar un kilo. Esa tarde prepararía mermelada de naranja, sin ocultarle un gasto extra a la señora McEvan. Aunque un kilo de naranjas y otro tanto de azúcar no le supondrían la ruina, no iba con su manera de ser aprovecharse del dinero que le daba para realizar las compras.

Y lo sorprendería con un tarrito junto a la fiambrera de la cena. Un poco de dulzura era lo que le hacía falta a ese raro solitario que tanto la entretenía con sus frases cargadas de acidez.

***

—Esto no estaba previsto, Elisabeth. A ver ahora qué hacemos.

Lys continuó dando vueltas a la carne que sofreía en la cazuela con la cuchara de madera. Sin alterarse por la manía que tenía la señora McEvan de llamarla con cualquier nombre menos el suyo real ni por el drama que estaba haciendo por un par de días de ausencia.

—No sé, así de repente le surge un viaje. ¿No puede aplazarlo?

—No, no puedo. Si fuera posible, no le pediría dos días de permiso.

—Ya, pero entiéndalo. ¿Qué hago yo ahora que tengo a toda la familia en casa?

Lys añadió las verduras troceadas y continuó sofriéndolas a fuego vivo.

—Estoy dejando estofado preparado para la cena. Para almorzar he dejado unos pannini con tomate, queso y orégano que ya están en el horno. Hay suficientes para alimentar a una familia numerosa. Son seis comensales, yo creo que sobrarán. De todos modos, prepararé también una ensalada.

—A ver, déjeme contar —meditó la mujer, mordiéndose el labio inferior—. Brandon, Suyen, la niña, Jessica y yo. ¡Ah!, y Michael. Es verdad, que estamos de vacaciones. A veces pierdo la costumbre de contar con él.

Seis, efectivamente. Como había previsto Lys. El marido de la señora, Michael McEvan, era una especie de presencia fantasmal. Daba clases de Psiquiatría en la Universidad de Cork, durante el curso solo estaba en la casa los fines de semana. Lys no lo conoció hasta que comenzaron las vacaciones. Aunque lo veía poco, puesto que pasaba las horas muertas dedicado a sus plantas. Como buen irlandés, y además criado en una granja, adoraba ver brotar la naturaleza de la tierra. Estaba orgulloso del fruto de su afición. A Lys le sorprendió, cuando dejó Inishmore y se instaló en Galway para estudiar en la Universidad, ese extendido orgullo por lucir el mejor jardín del vecindario. Allá en las islas Aran la gente cultivaba la tierra por necesidad, si acaso se entretenían plantando flores en las macetas. El sueño de los irlandeses de ciudad era, curiosamente, abandonarla. Y vivir en una casa con jardín, aunque para ir a trabajar tuvieran que recorrer kilómetros a diario. Uno de esos era su exmarido, pero Aidan no se manchó nunca las manos de tierra. Contrató a un jardinero, muy a su estilo de presumir, no de su esfuerzo, sino de las apariencias. En esa clase de esnob se convirtió el bohemio que, cuando se conocieron, tocaba la guitarra en una esquina de Temple Bar.

La señora McEvan había salido de la cocina rezongando sola, como de costumbre. Le dio tiempo para verter en el guiso dos latas de cerveza negra. Acababa de añadir la cucharada colmada de azúcar moreno, cuando la tenía allí de nuevo.

—Yo creo que si entre hoy y mañana deja suficiente comida en la nevera, no será tan complicado. Además, mi nuera seguro que está dispuesta a deleitarnos con su cocina oriental —agregó con sorna—. Y no olvide dejar aparte una ración para mi hermano. Esta noche, creo recordar que me dijo que no cenaba con nosotros. Le telefonearé dentro de un rato para asegurarme.

Lys recordó con una sonrisa la mermelada que había traído preparada esa mañana, guardada en la despensa. Sobre el pequeño bote de cristal destinado a su consentido interlocutor, había pegado una nota adhesiva como las que él utilizaba, pero de color rosa. ¡Y en forma de corazón! Las vio en una tienda multiprecio y no pudo resistir la tentación de comprarlas. A saber con qué le saldría cuando la viera, ¿pensaría que era una propuesta amorosa? Se moría de risa solo de imaginar la cara de espanto de aquel maduro solterón cuando leyera:

Un poco de azúcar para endulzarle la vida. Disfrute y sonría más, amigo.

Se secó las manos con el paño y prestó atención a lo que le decía la señora McEvan, puesto que llevaba hablando un rato sin saber que no la escuchaba.

—Es lo justo —concluyó.

—¿Perdón?

—Que es lo justo, creo yo —reiteró—. El jueves y viernes que se tome como días libres, se descontarán de sus vacaciones.

—Tampoco me avisó usted de que mis condiciones de trabajo iban a cambiar de la noche a la mañana. Desde que llegaron sus hijos y su nieta, mi trabajo se ha triplicado y yo sigo cobrando lo mismo. Lo justo habría sido avisarme, al menos.

Ella la miró como si le hablara de algo extraño.

—También pongo yo el lavaplatos dos veces en lugar de una. Y bien podría dejar la cocina manga por hombro hasta el día siguiente, Lissa.

Y dale, otra vez. ¿Tan difícil era recordar que «Lys» era su nombre y no el diminutivo de otro? Y ella, tonta de remate, le había traído un bote de confitura para que la probara. Y además tenía preparada y enfriándose la masa de unas galletas que no le había pedido que hiciera. Lo suyo no tenía remedio.

—Para aprovechar el calor del horno, antes de irme, hornearé unas galletas para el té. Si le parece bien.

—Me parece magnífico —aceptó encantada.

Lys abrió el armario de la derecha y sacó uno de los dos tarros de mermelada.

—La hice ayer. En mi casa —aclaró, para evitar suspicacias.

—¿Mermelada casera?

—De naranja. Creo que a todos les gustará, está muy rica sobre las galletas de mantequilla.

—Ah… Gracias —dijo asombrada con el obsequio—. Lizzy, olvide lo que dije antes. Es cierto que se merece los dos días de descanso, por todo el trabajo extra que le estamos dando. Tiene razón, debí avisarla de que seríamos tanta gente en casa.

Fue un detalle por su parte. Pero ¿se habría disculpado de no haber aparecido en escena el tarro de confitura? ¿Le habría descontado los días libres como era su idea en un principio? Y por otra parte, ¿aprendería aquella mujer a llamarla Lys? Se quedaba con dos dudas y una certeza. Ya estaba un poco cansada de aguantar órdenes, desplantes y lamentos por tonterías. Había llegado la hora de pensar en cambiar de aires.

Capítulo 2

Días de golosa incertidumbre, como unas galletas de vainilla, arándanos y avena.

No esperó a llegar a casa, aparcó la moto en Temple Bar y entró en un pub discreto donde estaba segura de que no se cruzaría con Aidan. No tenía nada contra él. Se divorciaron de una manera civilizada, pero habían compartido demasiado dolor. Por eso no habían vuelto a verse, era duro constatar que solo los unía un recuerdo desgarrador, el del hijo cuya pérdida les rompió el corazón.

Sentada frente a una taza de té, buscó en su teléfono el número de Kenn Sayer. Se habían conocido de una forma extraña e incómoda, más para él que para ella. Durante el tiempo que tuvo abierto El Café de Gina, en el que ella elaboraba los pasteles y galletas, cada noche, antes del cierre, empaquetaba las porciones de tarta que ya no podía servir y las galletas que llevaban dos días hechas. Al igual que otros muchos negocios de alimentación de Dublín, se dedicaba a repartirlo entre las personas que vivían en la calle, una vez bajaba la persiana. Muchas asociaciones de voluntarios entregaban a diario ropa, té caliente y bocadillos entre los indigentes.

A Kenn lo conoció el día que cerró definitivamente el café y tuvo que deshacerse de dos tartas enteras. Las galletas se las regaló al señor Murphy, que la ayudó con el reparto. Lo encontró en una esquina, pidiendo limosna. Cuando le ofreció una porción de pastel y un vaso de té, él la incomodó negándose a aceptarlo.

—No quiero caridad, ¡quiero un trabajo! —le espetó.

Lys, que ese día se encontraba desolada, sintió en sus propias carnes la desesperación de aquel hombre tan joven y con una mirada tan decepcionada con la vida.

Fue casualidad que, unos días antes, había estado en Galway de paso. Una breve escapada para recordar sus años universitarios. Sacó muchas fotografías, con la idea de usarlas cuando tuviera ganas de retomar la escritura. Una de ellas mostraba al único ángel de Saint Nicholas al que no arrancaron la cabeza, justo la que acababa de quedar finalista en el concurso. Aquel día Lys almorzó en un pub cuyo curioso nombre no había olvidado: El Cerdo Azul. Y recordaba haber leído en la puerta un cartel mediante el cual se solicitaba un camarero.

—¿De verdad estás dispuesto a trabajar? —inquirió, sin dejarse amedrentar por su mirada hostil.

—Ya me has oído. No estoy aquí tirado por gusto.

Lys tomó aire, no se lo estaba poniendo fácil. Pero es que tampoco lo era su situación y, para un hombre de una edad similar a la suya, debía ser terrible encontrarse en la obligación de mendigar. Además, su acento era extranjero.

—¿Eres inglés?

—Soy de Gales. Vine a buscar trabajo, pero ya ves.

—¿Has cenado?

—No. Pero no tengo hambre, gracias.

Lys insistió, pidió paciencia con la mano al señor Murphy, que desde su coche le hacía gestos para que lo dejara estar, y sirvió un vaso de té. Lo dejó sobre la acera al lado de su mochila, además de una bolsa de plástico que contenía una buena porción de tarta de chocolate.

—Come, está rica. Y bébetelo antes de que se enfríe. Mientras tanto, déjame hacer una llamada y deséame suerte.

Y la tuvo.

Lys encontró en internet el número de teléfono de El Cerdo Azul. Habló directamente con su dueño, tan peculiar como el nombre de su negocio. Lys lo recordaba bien, simpático y con el pelo canoso recogido en una coleta. Un viejo músico trotamundos que le contó sus andanzas mientras ella comía una hamburguesa, sentada frente a él en un taburete de la barra.

Al otro lado de la línea, Lys lo notó bastante desesperado porque, dos chavales que tuvo a prueba, según le explicó, acabaron abandonando. El horario de trabajo en un pub era largo, la faena constante y poco agradecida. Casi le suplicó que le mandara al candidato, que lo esperaba con ganas.

Kenn Sayer, que así se llamaba el mendigo, no podía creer lo que le decía la pelirroja que minutos antes le dio aquel trozo de tarta que le supo a poco. E hizo lo que le aconsejó. No dudó en acudir a una casa de caridad, donde se duchó, afeitó, consiguió algo de ropa limpia de segunda mano e incluso le facilitaron el dinero para el billete de autobús a Galway.

Días después, Lys volvió a llamar al pub y sus labios se convirtieron en una enorme sonrisa cuando supo que el galés tiraba pintas en la barra, codo con codo con el dueño. De quien a esas alturas ya sabía que se llamaba Sidney «Sid» Flanagan, que había viajado tocando el violín por las esquinas de tres continentes hasta que, un día, su único hermano murió y le dejó en herencia el pub familiar. Como entonces acababa de cumplir los cincuenta, decidió sentar la cabeza y empezar a regentar aquel segundo hogar para los vecinos de la calle Saint Mary.

Lys habló también con Kenn, que insistió en darle las gracias, e intercambiaron sus números de teléfono. Desde entonces se mantenían en contacto a través de mensajes de WhatsApp. Para Lys era una especie de confesor, al que contaba sus penas cuando necesitaba desahogarse. Es curioso cómo a veces es más fácil confesar los pensamientos más íntimos a las personas que no nos conocen de nada. Porque Kenn había hablado con Lys de cosas que solamente a Syd había revelado, por obligada honestidad. Solo ellos dos sabían que Kenn había estado en prisión y que, cuando la vergüenza se le hizo insoportable, decidió cruzar el Canal de la Mancha para buscar en Irlanda una nueva vida.

Kenn respondió a la segunda llamada.

—Hey, pelirroja. Qué raro que me llames.

—Lo que quiero pedirte es importante y no me apetecía decírtelo por WhatsApp.

—Dime, ¿te ocurre algo malo?

—Necesito salir de aquí. Ya no soporto todo esto.

—Ya te dije que te cansarías de aguantar a tu jefa.

—No es solo eso. Cada día detesto más Dublín. ¿Tú crees que a Sid le hará falta alguien que le eche una mano en la cocina? El día que comí allí me tuve que conformar con una hamburguesa porque no había otra cosa en la carta.

Lo oyó reír.

—Una no, dos manos. No damos abasto. A la hora del desayuno esto hierve. Y los clientes se van a poner muy contentos. Están hartos de cenar fish and chips y hamburguesas que es lo único que sabemos hacer bien cualquiera de los dos.

—Pregúntale a él, por favor. Eso sí, no quiero atender la barra. Si me acepta es solo como cocinera. Y a mediodía me marcho, nada de noches.

—¿Y las cenas?

—Ya hablaríamos de eso, he pensado en todo.

—Caramba, cualquiera negocia contigo. ¿Quién pone las condiciones, el jefe o tú, chica dura?

—Se pactan, chico duro.

Lo imaginó con el brazo apoyado en la barra y el otro en el teléfono. En la última foto se veía muy cambiado desde el día que lo conoció tirado en la calle. Había recuperado la forma física, gracias a su entrenamiento diario en el gimnasio, una afición que había retomado desde que vivía en Galway. Le gustaba cuidarse para no acabar luciendo, en pocos años, la típica barriga cervecera. Según le había contado, el ejercicio fue la manera con que evitó volverse loco en la prisión y que le proporcionó unos bíceps musculados que servían de advertencia a los matones carcelarios.

—Tranquila, déjame que hable con él en cuanto llegue. Ahora mismo estoy solo, menos mal que no hay mucha gente a estas horas. Pero estoy seguro de que él mismo te llamará dentro de un rato.

—Oye, Kenn, no creas que estoy exigiéndote favor por favor.

—Desde luego que no —aseguró con su acento galés—. Sería un pago muy pobre a cambio de lo que tú hiciste por mí, Lys Scott. ¿Ves? Hasta me acuerdo de cómo te llamas.

Lys rio con ganas. Más de una vez le había contado la rabia que le daba ese vicio de la olvidadiza señora McEvan.

***

Después de meses sin hablar con él, Lys telefoneó a su editor. Y una vez más, bendijo el día que Collin se cruzó en su camino. Porque además de gran profesional, era un buen hombre. Era un apasionado de la literatura infantil que, con sesenta y tres años, poseía el raro don de seguir leyendo cada manuscrito que caía en sus manos con la mirada de un niño.

Cuando le contó lo de la gala, los nervios de quedar finalista y todas las experiencias que estaba a punto de vivir, Collin se alegró casi más que ella. Y Lys sabía que lo sentía de corazón, porque sabía cuánto bien le estaba haciendo a su estado anímico esa nueva e inesperada ilusión.

—Y si estás contenta, que es como quiero volver a verte, supongo que es bueno también para mí. Porque confío en que no olvides que tenemos varios manuscritos pendientes de entrega.

—Lo sé, Collin. Y agradezco tu paciencia de un modo que no te imaginas. Has sido muy comprensivo conmigo, otros habrían roto el contrato.

—Pero yo no soy esos otros. Y no voy a permitir que «nuestra» Gina acabe en otra casa. Muchos editores la querrían, o lo que es lo mismo, te querrían a ti.

—Pero yo solo tengo una palabra y te la di, no lo olvides.

—Te lo agradezco. Y te deseo mucha suerte también, ojalá la semana que viene me llames otra vez para darme la noticia de que te llevaste el premio.

—No tendré tanta suerte.

—Esperaré entonces tu llamada, un día de estos, para decirme que tienes un nuevo cuento en el horno. Pero ahora no pienses en eso y disfruta, ganar es lo de menos.

—No lo es, Collin. Que el premio es un gran viaje.

—¡Viva el poderío cuando nos roza a los pobres! Bueno, cuéntame, ¿cuándo te envía la limusina esa gente?

Ella frunció el entrecejo, divertida.

—La gala es pasado mañana. Pero ¿de qué limusina hablas?

—Si dices que la gala es en el Demesne, será a todo lujo.

—Les dije que iría por mis propios medios.

—¡Ay, infeliz! Es que no tienes ni una pizca de malicia. No me digas que piensas ir en la moto.

—Lo has adivinado.

—Pues espero que no llueva mucho o llegarás hecha un desastre. ¿Pero qué más da? Tú diviértete y pásalo en grande. Eso es lo importante. Y a lo mejor la fiesta esa te da ideas para nuevas aventuras de Gina. No olvides llevar una libreta en el bolso y ¡apunta, apunta!

Insistió en que se tomara el tiempo que necesitara para retomar el teclado y los rotuladores, pero que no olvidara que sus pequeños lectores la estaban esperando.

Collin era una persona especial. Cuando acabó la llamada, Lys se sentía con el ánimo flotando y envuelta en una nube de cariño.

***

Acababa de llegar a casa de los McEvan. Su Yamaha roja de 250 centímetros cúbicos era una de las pocas posesiones que conservaba de su vida anterior. Fue Aidan quien la aficionó a la moto, durante la etapa en que vivieron juntos. Antes de casarse, la animó a sacarse el permiso, que obtuvo a la primera. La velocidad, sentir el viento en la cara, era una de sus pasiones.

Pero después de hablar con Collin, se quedó con el runrún de cómo iba a llevar el equipaje. Tampoco tenía a quién pedir que le prestara un coche, si acaso al buenazo del señor Murphy. Pero ahora que el hombre se había mudado fuera de Dublín, no iba a dejarlo incomunicado durante un fin de semana. Debió pensarlo antes, quizá de haber sido más avispada al día siguiente tendría esperándola una limusina en la puerta.

Decidió enviar un mensaje a Kenn.

¿Qué hago? En una mochila se arrugará todo.

Seguro que tienes algo que no se arrugue.

Los vestidos siempre se arrugan y más si los metes en una mochila.

Qué complicadas sois las tías. Para el día siguiente, vaqueros y jersey. Calzado el mismo del día anterior. Para la fiesta, los avíos para maquillarte y un peine, tacones y vestido, ¿no? Cómprate una plancha de viaje, las hay plegables. Y para dormir, nada. Con un poco de suerte, triunfas.

[Caritas de risas]

¿Y tú, cómo sabes esas cosas?

Porque estás muy buena, pelirroja.

¿Estás ligando conmigo?

[Carita de asombro]

[Una lengua fuera y una pistolita]

Era broma, te preguntaba por qué sabes tanto sobre planchas.

Porque me plancho mi ropa. Y porque miro los escaparates de las tiendas de electrodomésticos. Pásalo bien y mucha suerte.

[Puños levantados, copas de trofeo, monos con ojos tapados y caritas lanzando besos]