Alicia

en el País de las Maravillas
&
A Través del Espejo

y lo que Alicia encontró allí

Alicia

en el País de las Maravillas
&
A Través del Espejo

y lo que Alicia encontró allí

Lewis Carroll

Ilustraciones de John Tenniel

Traducción: Benjamin Briggent

© Plutón Ediciones X, s. l., 2010

Primera Edición Digital: Enero 2017

Diseño de cubierta y maquetación: Kiko Núñez

Edita: Plutón Ediciones X, s. l.,

Calle Llobateras Nº 20,

Talleres 6, Nave 21

08210 Barberà del Vallés

Barcelona-España

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I.S.B.N: 978-84-946372-9-2

Prólogo

Hasta la aparición de Harry Potter de Joanne K. Rowling, la obra llegó a ser uno de los clásicos más importantes de la literatura infantil y juvenil, salida de la pluma del matemático británico Charles Lutwidge Dodgson (1832 - 1898) con el pseudónimo más conocido de Lewis Carroll. Es probable que los expertos tuvieran razón cuando afirmaran que Alicia y su continuación A través del espejo y lo que Alicia encontró allí, fueran los textos más citados de la literatura inglesa después de las obras de Shakespeare.

Durante un verano, Carroll invitó a tres niñas entre las que se encontraba Alice Liddell de siete años. Para entretener a las niñas, durante los paseos, Carroll improvisó algunas historias. Después las puso en solfa. El cine se apoderó de ellas, sobre todo, la gigantesca factoría Disney y ratificó su éxito. Se dice que en la actualidad las obras de Lewis Carroll no entusiasman a la grey infantil como antaño. Por el contrario, se convirtió en una lectura más apetecible para teóricos matemáticos y científicos. Sin embargo, siempre atento a estos avatares, recientemente, el cine volvió a hacer una incursión en su argumento añadiéndole la técnica de 3D y haciendo una Alicia, más para jóvenes que para niños.

La educación victoriana

En la educación victoriana, y quizá con plantillas que todavía no se han superado (hasta que los jóvenes lo hagan con su rebeldía), el adulto imponía a los niños las reglas del juego y éstos tenían que seguirlas a toda costa. Ciertamente el niño ni entendía, ni entiende el sentido de la mayoría, de forma que siempre ganaba el adulto y a aquél no le quedaba otra alternativa que obedecer. El juego termina, cuando aquél crece. Esto se cumplió a dedillo durante la época victoriana (segunda mitad del s. XIX, que se extiende, muerta la longeva soberana, hasta poco después de la Primera Guerra Mundial). La educación era todo, menos un juego. Estricta, totalmente opresiva y la mayoría de las veces brutal. La novelística inglesa del s. XIX, en especial, la de Charles Dickens, es buen testimonio de ello. Frecuentemente, las habitaciones infantiles no tenían nada que envidiar a los numerosos correccionales diseminados por el Reino Unido. Pero si aquella conducta, se reduce a los ojos de un niño, a un juego, la cosa, a pesar de que sea incomprensible para él, resulta mucho más llevadera. El ejemplo lo tenemos en la magnífica y oscarizada película del director y actor italiano Roberto Benigni La vida es bella (1997): El padre le hace creer al niño que todo aquel martirio del campo de exterminio, no es más que un juego y el premio es un tanque.

Alicia y el mundo de los adultos

En Alicia, el mundo de los adultos, incomprensible, irracional e ilógico para los niños, se convierte en una fantasía y un juego como para la mayoría de los niños de la época victoriana que no entendían nada de nada de las órdenes que se les daban. La educación era contradictoria. De un lado se mimaba a los niños como ángeles (en especial cuando eran tiernos infantes), pero por otro se les educaba con un rigor dictatorial y es que cuanto más se les idolatraba, más mal se recibía su comportamiento normal de niños. Todo ello era aumentado por la estricta educación religiosa austera y auténticamente puritana. En esta hipocresía se encuadra el propio autor, soltero, al parecer de educación sexual tan inhibida, que a las únicas mujeres que besó (no se atrevió a más) eran niñas y hasta se permitió hacerles fotografías vestidas con harapos y hasta desnudas.

Alice Liddell quizá fuera el gran amor de su vida, hasta que un día al llegar a la pubertad, su familia le prohibió frecuentar al genial matemático. Del ruso Vladimir Nobokov, que a comienzos de los años veinte tradujo Alicia, dicen que se inspiró para su famosa Lolita. Lo cierto es que las famosas obras de Carroll terminan con un poema de veintiún versos y si se leen las letras iniciales de cada uno de ellos se obtiene los nombres y apellido de la famosa niña: Alice Pleasance Liddell.

Carroll fue maestro del nonsense, voz inglesa que significa disparate. Se trata de una modalidad literaria en la que lo que se dice es perfectamente claro, pero carece de todo sentido. Se trata de una estrecha franja existente entre el humor y el surrealismo y como actitud literaria esencialmente elusiva, nítida pero incomprensible; encierra enormes dificultades y posee quizá más importancia como fermento imaginativo que como literatura propiamente dicha. Quizás en España pudiera compararse al esperpento valleinclanesco o a las obras de Jardiel Poncela. En Inglaterra además de Carroll fue cultivado por Edward Lear y en último término por James Joyce.

Se ha estimado también que Alicia es un anticipo de Kafka. Las paradojas y juegos de palabras de las rimas sin sentido, convirtieron las obras de Carroll en un filón para lógicos y lingüistas, así como para psicólogos, analistas del problema de la identidad.

Alicia en el País de las Maravillas

En plena tarde dorada

muy lentamente navegamos;

porque nuestros remos son poco diestramente

manejados por pequeños brazos,

mientras pequeñas manos, pugnan en vano

por guiar nuestro ambular.

¡Ah, crueles Tres! ¡En semejante hora,

bajo este cielo de ensueño, pedir

un cuento, cuando la brisa leve

basta para agitar la pluma más liviana!

¿Pero qué puede hacer una pobre voz

contra tres lenguas juntas?

La imperiosa Prima lanza primera

su edicto: «A empezar».

en tono más suave, Secunda espera:

«¡Será una historia sin sentido!»…

mientras Tertia no la interrumpe

sólo una vez por minuto.

Pronto, llegado a un súbito silencio,

en la imaginación persiguen a

la niña del sueño a través de un país

de nuevas y delirantes maravillas,

donde charla amistosamente con aves o bestias…

Y casi lo creen cierto.

Y siempre, cuando la historia secaba

las fuentes de la fantasía,

y débilmente intenta el narrador cansado

diferir la historia:

«El resto la próxima vez…» «¡Ya es la próxima vez!»

las voces felices exclaman.

Así surgió la historia del País de las Maravillas:

así, lentamente, una por una,

fueron forjados sus extraños hechos…

Y ahora el cuento se acabó,

y ponemos rumbo a casa, alegre tripulación

bajo el sol de la tarde.

¡Alicia! Coge esta historia infantil

y con suave mano

ponla donde los sueños de la Niñez se abrazan

en la mística cinta de la Memoria,

como marchita corona de peregrino,

de flores cortadas en una tierra muy lejana.

Capítulo I

El descenso a la conejera

“Un libro sin diálogos ni dibujos, ¿para qué sirve?”, pensaba Alicia, mientras dirigía una mirada furtiva al libro que estaba leyendo su hermana. Alicia comenzaba a sentirse aburrida y cansada de estar sentada con ella en el banco sin tener nada divertido que hacer.

Así que estaba pensando y considerando (lo mejor que podía, ya que hacía un día tan caluroso que la hacía sentir un poco atontada y soñolienta) si el disfrute de hacer una trenza de margaritas realmente merecería la molestia de ponerse de pie y coger las flores, cuando, repentinamente, un Conejo Blanco de ojos rosados pasó corriendo a su lado.

En aquello no había nada extremadamente curioso. Alicia tampoco pensó que era extremadamente raro escuchar que el Conejo se decía a sí mismo: «¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío! ¡Voy a llegar demasiado tarde!» (cuando luego pensó en lo que había pasado, se le ocurrió que tendría que haberse sorprendido, sin embargo, en aquel instante todo le pareció totalmente normal y natural), pero cuando el Conejo de verdad sacó de su chaleco un reloj del bolsillo, vio la hora y corrió más rápido, Alicia se puso de pie de un brinco, porque de pronto entendió que jamás había visto un conejo con bolsillo en su chaleco ni que sacara un reloj de él y, llena de curiosidad, corrió tras el animal a través del campo, pero, por suerte, justo a tiempo para ver cómo desaparecía en una inmensa conejera bajo la cerca.

Con mucha rapidez, Alicia lo siguió sin detenerse a analizar ni una vez cómo se las arreglaría después para salir de ese lugar.

La conejera se extendía recta como un túnel durante un largo trecho y, luego, se hundía repentinamente, tanto, que a Alicia no le dio tiempo de frenar en su rápida carrera y se cayó en lo que parecía ser un profundo y oscuro pozo.

Había dos opciones: o el pozo era demasiado profundo o ella caía con mucha lentitud, porque cuando iba descendiendo el tiempo le sobraba para ver alrededor y preguntarse qué iría a pasar después. Inicialmente intentó mirar hacia abajo para saber a dónde se dirigía, pero estaba muy oscuro como para ver algo; luego vio las paredes del pozo y se dio cuenta que estaban llenas de armarios y librerías; aquí y allá había mapas y cuadros colgados. De uno de los armarios atrapó al vuelo un frasco: en la etiqueta se podía leer “mermelada de naranja”, pero para su gran decepción no tenía nada; no quiso dejar que cayera por temor de matar a alguien, entonces se las ingenió para colocarlo, al pasar, en uno de los armarios.

«¡Bueno —se dijo Alicia—, después de semejante caída, rodar por las escaleras no será nada! ¡En casa todos creerán que soy muy valiente! ¡Vaya, si yo no diría nada ni aun después de caerme del tejado!» (lo que muy probablemente era cierto).

Abajo, muy abajo, cada vez más abajo. ¿Jamás dejaría de caer?

—Desearía saber cuántas millas he caído ya —dijo en voz alta—. Quizás estoy llegando cerca del centro de la tierra. Veamos: eso sería unas cuatro mil quinientas millas hacia abajo, creo… —(Como se puede apreciar, Alicia había aprendido muchas cosas de este tipo en sus clases en la escuela y, a pesar de que este no era un buen momento para mostrar sus conocimientos, ya que no había nadie para escucharla, expresarlo representaba un gran ejercicio.)— Sí esa debe ser más o menos la distancia… Entonces, ¿a qué latitud o longitud llegué? —(Alicia no sabía lo que significa latitud o longitud, pero le parecían palabras agradables de pronunciar y muy grandes.)

Pronto empezó otra vez:

—¡Yo me pregunto si caeré a través de la tierra de forma recta! ¡Sería muy divertido aparecer entre las personas que andan cabeza abajo! Creo que son los Antípatas… —(en esta ocasión se sintió feliz de que nadie la oyera, porque esa palabra no le sonó correcta del todo)— … pero les tengo que preguntar cuál es el nombre del país. Señora, por favor, ¿esto es Australia o Nueva Zelanda?… —(y practicó un gesto de reverencia al tiempo que hablaba. ¡Solamente imagínense ustedes haciendo una reverencia mientras van cayendo en el vacío! ¿Creen que podrían ser capaces?)— ¡Creerán que soy una niña ignorante! No, nunca lo preguntaré; tal vez lo vea escrito en algún lugar.

Abajo, muy abajo, cada vez más abajo. Alicia comenzó a hablar nuevamente, porque no había otra cosa que hacer.

—¡Seguro Dinah me va a extrañar mucho esta noche! —(Dinah era el nombre de su gata)—. Espero que a la hora del té recuerden su plato de leche. ¡Dinah querida, cómo quisiera que estuvieras aquí abajo conmigo! Me temo que en el aire no haya ratones, pero sí podrías cazar un murciélago, y eso se asemeja mucho a un ratón, ¿sabes? ¿Pero los gatos comen murciélagos? —En ese instante, Alicia comenzó a sentirse medio dormida y siguió diciendo, como si estuviese soñando—: ¿Comen los gatos murciélagos? Pero, ¿los gatos comen murciélagos? —y en ocasiones—: ¿Los murciélagos comen gatos? —porque, ya que no tenía respuesta para sus preguntas, la manera de hacerlas no era importante. Sintió que se estaba durmiendo, y empezaba a soñar que caminaba junto a Dinah y que le decía con mucha seriedad: «Dinah, ahora dime la verdad: ¿comiste un murciélago alguna vez en tu vida?», cuando de repente, ¡cataplum!, cayó sobre un montón de hojas secas y ramitas, y así finalizó su descenso.

Afortunadamente no se lastimó y, en un momento, brincó y se puso de pie; miró hacia arriba, pero sobre su cabeza había una oscuridad absoluta; frente a ella había un pasillo muy largo en el que todavía podía ver al Conejo, que se hundía en él rápidamente. No se podía perder ni un minuto: tan rápido como el viento, Alicia fue para allá justo a tiempo para escucharlo decir:

—¡Por mis bigotes y orejas, se está haciendo muy tarde!

Cuando llegó a la esquina, Alicia casi pudo alcanzarlo, pero al dar la vuelta el Conejo ya había desaparecido; de pronto, la niña se vio en una sala muy larga y de techo bajo que estaba alumbrada por una fila de lámparas que colgaban del techo.

Había dos puertas en cada pared de la sala: pero todas se encontraban cerradas. Después de ir probando una a una de un lado a otro, Alicia avanzó con mucha tristeza hacia el centro de la estancia, pensando cómo haría para salir de allí.

Repentinamente, descubrió una mesita de tres patas, realizada en su totalidad de un cristal sólido; y sobre ella sólo había una pequeñísima, casi minúscula, llave dorada. Alicia pensó primeramente que la llave podía corresponder a una de las puertas de la sala. Pero, ¡ay!, o las cerraduras eran muy grandes o la llave era muy pequeña: de cualquier forma, esa llave no podía abrir ninguna de las puertas. En una segunda vuelta a la habitación, sin embargo, Alicia vio una cortina muy baja que anteriormente no había visto, y tras ella estaba una pequeña puerta que tenía unas quince pulgadas de altitud; cogió nuevamente la llavecita de oro y la metió en la cerradura: ¡y encajó perfectamente, lo que le produjo una inmensa alegría!

Cuando abrió la puerta, se dio cuenta que conducía a un corredor muy angosto, no mucho más ancho que una ratonera: se puso de rodillas, y a través del pasillo vio el jardín más hermoso que ustedes hayan contemplado jamás. ¡Cuánto quiso salir de esa sala triste y lúgubre y danzar libremente entre esos lechos de flores resplandecientes y esas frescas fuentes!, pero ni siquiera logró pasar su cabeza por la entrada. «Y a pesar de que la cabeza pasara —pensó la desdichada Alicia—, sería inútil sin los hombros. ¡Ay, cómo desearía plegarme como un telescopio! ¡Pienso que podría hacerlo, si sólo supiera cómo comenzar!» Ya que, como ustedes saben, habían ocurrido últimamente tantas cosas increíbles, que Alicia comenzaba a creer que había muy pocas que realmente no eran posibles.

Esperar al lado de la puertita parecía inútil, de manera que volvió hasta la mesa, casi deseando hallar otra llave o, por lo menos, un manual de indicaciones sobre cómo plegar a las personas como los telescopios. En esta ocasión vio una pequeña botella sobre la mesa («que ciertamente no se encontraba antes aquí», se dijo Alicia) que tenía en el cuello una etiqueta de papel con la palabra “bébeme”, impresa cuidadosamente en letras grandes.

Sí, estaba muy bien decir “Bébeme”, pero la pequeña Alicia, que era muy sabia, no haría eso apresurada e irreflexivamente. «No, primero veré si dice veneno o no», debido a que había leído numerosas historias de niños que fueron quemados vivos o comidos y destrozados por bestias salvajes y muchas otras cosas atroces y desagradables, y todo porque no quisieron recordar las simples normas que les habían enseñado sus amigos. Como ejemplos había muchos: Que un asador al rojo vivo quema si se agarra por mucho tiempo, y que si uno se corta un dedo de forma muy profunda, generalmente, sangra mucho; y (ella jamás había olvidado eso) si uno ingiere el contenido de una botella que dice «veneno», con mucha seguridad, tarde o temprano, te hará mucho daño.

Sin embargo, este frasco no decía «veneno», de manera que Alicia se arriesgó a probar su contenido y encontró que era muy agradable (realmente tenía una especie de sabor mezclado a pastel de cerezas, piña, natillas, melcocha, pavo asado y tostada caliente con mantequilla) y lo terminó muy rápido.

—¡Qué sensación tan extraña! —dijo Alicia—. ¡Seguro me estoy plegando como si fuera un telescopio!

Y, ciertamente, así era: ahora sólo medía diez pulgadas de altura, y su cara se iluminó cuando pensó que su estatura era adecuada para cruzar la pequeña puerta hacia el precioso jardín. Sin embargo, aguardó unos minutos para observar si seguía encogiéndose: esto le dio un poco de miedo. «Quizá termino consumiéndome totalmente como si fuera una vela —pensó—. Me pregunto entonces qué sería de mí». E intentó imaginar qué sucedía con la llama de una vela cuando se extingue, porque no recordaba haber visto jamás algo parecido.

Después de unos instantes, cuando vio que nada nuevo ocurría, decidió entrar inmediatamente al jardín. Sin embargo, ¡pobrecita Alicia!, cuando llegó a la puerta se dio cuenta que no tenía en sus manos la pequeña llave de oro y, al regresar por ella a la mesa, descubrió que no lograba alcanzarla: la podía mirar nítidamente a través del cristal e hizo todo lo que pudo por trepar por una de las patas de la mesa, pero era muy resbaladiza, y cuando sus fuerzas se agotaron, la infortunada se sentó y se puso a llorar desconsoladamente.

«¡No llores así, nada vas a lograr con eso! —se dijo Alicia a sí misma con mucha firmeza—. ¡Te recomiendo que te detengas de inmediato!» Generalmente se daba excelentes consejos, a pesar de que pocas veces los seguía. En ocasiones se regañaba con tanta dureza que hacía que de sus ojos brotaran lágrimas, y se acordó de una vez que intentó estirar sus propias orejas por haberse hecho trampa cuando jugaba a cróquet contra sí misma; porque esta rara niña tenía como costumbre imaginar que era dos personas distintas a la vez. «¡Pero ahora es inútil tratar de ser dos personas! —pensó Alicia—. ¡Si sólo ha quedado de mí lo suficiente como para hacer una persona de respeto!».

Al poco tiempo sus ojos se posaron sobre una pequeña caja de cristal que estaba bajo la mesa. Al abrirla, descubrió un pastelillo diminuto en el que, con pasas de Corintio, estaba escrita con esmero la palabra “cómeme”.

—Muy bien, me lo voy a comer —dijo Alicia—. Si provoca que me haga más grande, alcanzaré la llave; si, por el contrario, me hace más pequeña, me deslizaré por debajo de la puerta. ¡Pase lo que pase, y de una manera u otra, podré entrar al jardín!

Se comió un pedacito y luego se preguntó con ansias «Pero, ¿hacia dónde? ¿Hacia dónde?», colocándose la mano sobre la cabeza para ver si crecía o se encogía. Le asombró un poco darse cuenta que mantenía la misma altura. Seguramente, esto es lo que ocurre por lo general cuando uno come pastel, pero Alicia se había acostumbrado tanto a esperar que únicamente pasaran cosas extraordinarias, fuera de lo común, que ya le parecía aburrido y tonto que la existencia fluyera por su cauce natural. Rápidamente terminó el pastel, porque se dedicó a esa tarea.

Capítulo II

El charco de lágrimas

—¡Muy extraño, extrañísimo! —dijo Alicia. Estaba tan confundida que en ese instante no recordaba cómo hablar correctamente—. ¡Me estoy estirando como el telescopio más grande que nunca haya visto! ¡Adiós, pies! —dijo, ya que cuando vio hacia ellos parecían que se perdían de vista mientras se iban alejando—. ¡Ay, mis pobrecitos pies! ¿Ahora, queridos míos, quién os pondrá las medias y los zapatos? ¡Yo no podré hacerlo, estoy segura! Me encontraré muy lejos como para preocuparme de vosotros: tenéis que arreglaros como mejor podáis… «Pero tengo que tratarlos con amabilidad —se dijo— o tal vez no irán por el camino que yo desee tomar. Vamos a ver: les obsequiaré cada Navidad con un par de botas nuevas y hermosas».

Y siguió reflexionando sobre cómo haría para colocárselas. «Unos mensajeros tendrán que llevarlas», dijo. «¡Será muy divertido mandarle obsequios a mis pies! ¡Y las direcciones serán muy raras!:

Excelentísimo señor Pie Derecho de Alicia. Dirección: Felpudo de la Chimenea, Cerca del Guardafuego, (con todo el cariño de Alicia).

¡Por Dios! ¡Estoy desvariando, sólo digo disparates!»

Justo en ese momento, se golpeó la cabeza con el techo de la sala: eso sucedía, porque ahora su estatura era de más de nueve pies. Inmediatamente cogió la pequeña llave de oro y se dirigió rápidamente hacia la puerta del jardín.

¡Qué desdichada era Alicia! Lo único que pudo hacer fue, colocada de costado en el suelo, mirar con un ojo al jardín; pero no había ninguna esperanza de llegar a él: se sentó y nuevamente volvió a llorar.

«¡Deberías tener vergüenza de ti misma! —se reprendió—. ¡Llorando así siendo una chica tan grande (podía hablar así con toda certeza)! ¡Te ordeno que pares de llorar inmediatamente!» Sin embargo, continuó llorando, vertiendo litros y litros de lágrimas, hasta que alrededor de ella se formó un inmenso charco con una profundidad de unas cuatro pulgadas, que de la sala ocupaba la mitad.

Al poco rato oyó un ruido de pasos a lo lejos, y se secó deprisa los ojos para ver quién se estaba acercando. Se trataba del Conejo Blanco, que volvía magníficamente vestido, llevando en una mano un par de guantes color blanco de cabritilla y en la otra, un abanico muy grande: venía muy apurado trotando, al tiempo que murmuraba:

—¡Ay, la Duquesa, la Duquesa! ¡Espero que no se moleste porque la he hecho esperar!

Alicia estaba tan desesperada que estaba decidida a pedirle auxilio a cualquiera; por lo que, cuando el Conejo se acercó, comenzó a hablar en voz baja, con timidez:

—Señor, con su permiso…

El Conejo dio un brinco tan violento que se le cayeron los guantes blancos de cabritilla y el abanico y, tan rápidamente como pudo, se esfumó en medio de la oscuridad.

Alicia cogió los guantes y el abanico y, como en la sala estaba haciendo demasiado calor, se empezó a abanicar, al tiempo que decía:

—¡Qué raro es todo hoy, Dios mío! ¡Y ayer todo ocurría como siempre!… ¿Durante la noche habré cambiado? Vamos a ver: ¿yo era la misma cuando me levanté hoy por la mañana? Creo recordar que me sentía un poco diferente. Entonces, si no soy la misma, la cuestión es la siguiente: ¿quién soy? ¡Ay, ese precisamente es el gran misterio, la gran incertidumbre! —y empezó a pensar en todos las muchachas de su edad que conocía, sólo para ver si pudo haber sido transformada en uno de ellos.

—No soy Ada, estoy segura —dijo—, porque su cabello tiene largos rizos, mientras que el mío no los tienes. Y tampoco puedo ser Mabel, ya que yo sé muchas cosas, y ella, ¡ay, pobrecita, ella sabe muy poquitas! Aparte de eso, ella es ella, y yo soy yo, y… ¡Ay, por Dios, esto es un rompecabezas! Comprobaré si todavía sé todas las cosas que sabía. Vamos a ver: cuatro por cinco, doce, y cuatro por seis, trece, y cuatro por siete… ¡Dios mío, si sigo así jamás llegaré a veinte! Aunque la tabla de multiplicar no tiene ningún significado ahora. Probemos con la Geografía. Londres es la capital de París y París es la capital de Roma, y Roma… ¡No, estoy segura de que todo eso está muy mal! ¡Me debo haber convertido en Mabel! Intentaré recitar Cómo hace la pequeña abejita trabajadora… —y, como si estuviera diciendo una lección, cruzó sus manos sobre el regazo y empezó a recitar, pero su voz se escuchaba ronca, áspera y rara y las palabras que pronunció no eran las habituales:

¡Como el pequeño cocodrilo

aprovecha su brillante cola

y derrama las aguas del Nilo

sobre sus escamas doradas!

¡Con qué alegría parece sonreír,

con qué elegancia extiende sus uñas,

e invita a los pequeños peces

para que entren en sus mandíbulas dulcemente sonrientes!

—Dios, esta no era la letra, estoy completamente segura —dijo Alicia y sus ojos se llenaron nuevamente de lágrimas mientras ella continuó—: Después de todo, creo que soy Mabel y tendré que vivir en esa pequeña casita, teniendo muy poquitos juguetes y con ¡muchas lecciones que aprender! ¡No, ya lo decidí! ¡Si soy Mabel, permaneceré aquí abajo! Será completamente inútil que se coloquen cabeza abajo y me digan: «¡Querida, regresa aquí arriba!»… Sólo los miraré y les preguntaré: «¿Entonces, quién soy? Decidme esto primero, y luego, si me gusta ser esa persona, yo subiré; si no, estaré aquí abajo hasta que me convierta en alguna otra…» ¡Pero, mi Dios! —expresó mientras rompía a llorar—. ¡Desearía que se pusieran cabeza abajo! ¡Estoy tan cansada de estar completamente sola!

Cuando dijo esto se vio las manos y se asombró al darse cuenta de que, mientras estaba hablando, se había colocado uno de los pequeños guantes blancos de cabritilla del Conejo. «¿Cómo hice esto?», pensó. «Me debo estar encogiendo nuevamente». Se puso de pie y caminó hasta la mesa para medirse con ella, y se dio cuenta de que ahora medía no más de 60 centímetros (una medida tan aproximada como ella lograba calcular), y que continuaba encogiéndose muy rápido: comprobó muy pronto que el motivo de esto era el abanico que todavía sostenía en sus manos y lo lanzó súbitamente, en el momento justo para salvarse de encogerse totalmente.

—¡Esto sí que fue escapar de milagro! —dijo Alicia muy asustada por la transformación repentina, pero muy feliz de continuar viviendo—. ¡Y ahora, al jardín! —Y echó a correr velozmente hacia la pequeña puerta. Sien embargo, la puertita se encontraba cerrada otra vez, y la pequeña llave dorada se quedó, como antes, sobre la mesa de cristal, «¡y ahora las cosas están peor que nunca!», pensó la desdichada niña, «¡porque nunca fui tan pequeñita como soy ahora, nunca! Esto va demasiado mal, no mejora».

Al tiempo que pronunciaba estas palabras sus pies resbalaron, y en un momento ¡plaf!, se encontraba en agua salada sumergida hasta el cuello. Pensó primeramente que, de alguna manera, había caído al mar. «Si es así, puedo volver en tren», dijo. (Alicia solamente había estado una vez en su vida a orillas del mar, y concluyó, generalizando, que en cualquier sitio de la costa inglesa donde uno vaya, encontrará un buen número de máquinas de baño en el mar, unos niños jugando y cavando con paletas de madera en la arena, después una fila de hoteles, y luego, tras todo esto, una estación de ferrocarril.) Aunque, rápidamente entendió que se encontraba en el charco de lágrimas que ella había derramado cuando medía casi tres metros de estatura.

—¡Cómo desearía no haber llorado tanto! —exclamó Alicia al tiempo que nadaba de un lado a otro buscando una salida—. ¡Me imagino que seré castigada ahora ahogándome en mis propias lágrimas! ¡Sin duda será una cosa muy rara! De cualquier forma, es un día raro, muy curioso.

En ese instante escuchó que, muy cerca de ella, algo chapoteaba en el charco, y se aproximó nadando para ver de qué se trataba. Inicialmente pensó que sería un hipopótamo o una morsa, pero después se acordó que ahora era muy pequeña, por lo que sólo era un ratón que, como ella, había resbalado.

«¿Servirá de algo hablar con este ratón?», dijo Alicia. «Aquí abajo es todo tan extraño y fuera de lo normal, que me parecería muy natural que él pudiera hablar. De todas maneras, con intentarlo no pierdo nada». Entonces comenzó:

—¡Ratón, por favor! ¿Usted sabe cuál es la salida de este charco? ¡Oh, Ratón, estoy muy cansada de nadar de un lado a otro dando vueltas! —(Alicia se imaginó que esta debía ser la manera conveniente de hablarle a un ratón. Jamás había hecho algo parecido, pero se acordaba que una vez leyó en la Gramática Latina de su hermana: «Un ratón… de un ratón… a un ratón… un ratón… ¡Oh, ratón!». El ratón la vio de forma inquisitiva y a ella le dio la impresión que le guiñó un ojo, sin embargo, no dijo nada.

«Quizá no comprende el inglés —dijo Alicia—. Entonces, diría que es un ratón francés, que llegó con Guillermo el Conquistador». (Porque, a pesar de sus amplios conocimientos históricos, Alicia no tenía ideas muy claras sobre cuánto tiempo atrás había ocurrido cada suceso). Entonces, comenzó de nuevo:

Où est ma chatte? —esa era la oración inicial de su libro de francés. —El Ratón emergió con un brinco violento y parecía que se estaba estremeciendo de terror—. —¡Discúlpeme, por favor! —exclamó Alicia rápidamente, con miedo de haber herido los sentimientos del desdichado animal—. ¡Se me olvidó completamente que a usted le disgustan los gatos!

—¡Qué me disgustan los gatos! —gritó el Ratón con una voz chillona llena de pasión—. ¿Acaso te agradarían a ti si fueras yo?

—Bueno, quizá no —aceptó Alicia, tratando de mostrarse conciliadora—. No se enfade por eso. Pero, me gustaría presentarle a nuestra gata Dinah. Pienso que sólo con verla, usted se enamoraría de los gatos. ¡Es tan linda, tranquila y buena! —Alicia continuó charlando, como para sí, mientras nadaba con pereza en el charco—: …¡Y también se sienta al lado del fuego ronroneando tan delicadamente, limpiándose la cara y lamiéndose las patas… y es una cosita tan tierna, suave y hermosa de mecer… y es excelente cazando ratones…! ¡Ay, discúlpeme! —dijo otra vez Alicia, porque en esta ocasión el Ratón tembló y se erizó completamente, y ella estuvo totalmente segura que él se encontraba realmente ofendido—. Si usted lo prefiere, no hablaremos más de Dinah.

—¡Por supuesto, no hablaremos! —gritó con furia el Ratón, que temblaba desde la cabeza hasta el extremo de su cola—. ¡Por favor, como si yo hubiera hablado de cosa semejante! ¡Mi familia siempre detestó a los gatos: son sucios, canallas, ordinarios! ¡Te agradezco que no me obligues a escuchar esa palabra nuevamente!

—¡Está bien, no lo haré, lo juro! —exclamó Alicia, cambiando rápidamente el tema—. ¿A... A usted… a usted le gustan… los… los perros? —El Ratón no respondió, entonces Alicia, ansiosa, siguió hablando—: ¡Cerca de mi casa hay un perrito muy hermoso! ¡Cómo me gustaría enseñárselo! ¡Es un pequeño terrier de ojos brillantes, ¿sabe?, con un pelo largo y rizado de color castaño! ¡Y busca corriendo los objetos que uno lanza, y se sienta sobre dos patas cuando quiere comer, y esa clase de cosas… son tantas, que no puedo recordar ni siquiera la mitad de ellas!… ¿Sabe? Pertenece a un granjero, y él dice que es tan hermoso y útil que jamás lo vendería, ni aunque le ofrezcan cien libras. Él comenta que acaba con las ratas y… ¡ay, por Dios! —se entristeció Alicia—. ¡Me temo que volví a ofenderlo! —Y esto porque el Ratón se iba alejando de ella nadando lo más deprisa posible, generando en el charco una auténtica conmoción.

Alicia lo llamó con delicadeza y afecto:

—¡Querido Ratón! ¡Regrese y le prometo que no charlaremos ni de gatos ni de perros, si a usted no le gustan! ¡Vuelva, por favor!

Al escuchar eso, el Ratón dio la vuelta y volvió nadando poco a poco. Su semblante estaba lívido (de rabia, se imaginó Alicia) y expresó con voz baja y trémula:

—Nademos hacia la orilla y te narraré mi historia, y así podrás entender por qué detesto con todo mi corazón a los gatos, y a los perros también.

Ya era tiempo de que se marcharan, porque el charco se iba llenando con los animales que iban cayendo poco a poco en él: ya había llegado un pato y un pájaro Dodo, un loro y un aguilucho, y otras criaturas de especies muy raras. Alicia inició la marcha, y todo el grupo nadó hacia la orilla.