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Primera edición digital: diciembre 2016
Composición de la cubierta: Laura Delgado Majada
Diseño de la colección: Jorge Chamorro
Corrección: Cristina Ducrós
Revisión: Sol Salama

Versión digital realizada por Libros.com

© 2016 Jesús Delgado Morales
© 2016 Libros.com

info@libros.com

ISBN digital: 978-84-16881-44-4

Jesús Delgado Morales

El postigo del Aceite

A mi padre, que me guio por el mundo de las palabras.

Índice

 

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Dedicatoria
  5. El postigo del Aceite
  6. Mecenas
  7. Contraportada

Capítulo 1

 

Miguel es poco agraciado físicamente; tiene un rostro cetrino, ojeroso y una gran nariz tipo judaica. Si se contempla el resto de su persona, no sale mejor parado que se pueda decir: es tirando a alto, un metro setenta y nueve, brazos flácidos y vientre demasiado pronunciado. Él no es ajeno a estos inconvenientes a la hora de contactar con el sexo contrario, pero no por ello va a dejar de intentar seducir a la que se le ponga delante con su oratoria trasnochada cargada de sentimentalismo añejo y su camisa a cuadros color granate. Aquella tarde se encontraba acodado en la barra de ese bar sucio y maloliente que tanta atracción ejercía en la juventud menos sólida en lo tocante al suelto en los bolsillos. Paco, a su lado, no perdía de vista a ninguna de las que se contoneaban o que, simplemente, se dejaban sostener por la misma barra donde ellos dos estaban tomando una cerveza.

—No veas qué culo tiene esa del vaquero.

Miguel, absorto en sus pensamientos pseudoproletarios, no le presta atención ni al comentario de su amigo ni a la anatomía de la enfundada en los pantalones vaqueros. La cerveza se está calentando, pero no por eso la suelta. Aferrándola con ambas manos, como si fuera una valiosa posesión, le transmite el sudor acumulado en sus palmas grandes de estibador que sólo ha pisado un muelle —para contemplar las gaviotas revoloteando en busca de algún descuido afortunado que facilite el alimento, ya que no son estas aves muy aficionadas al trabajo honrado cuando la piratería se encuentra tan cercana y provocativa—. Paco acaba de silbar en tono bajo, pero no lo suficiente para no ser oído por la causante de su admiración, que se vuelve a medias con una sonrisa de concordancia entre el silbido y la estructura de su propio cuerpo. Por un momento parece que se va a arrojar sobre la lava del volcán, pero su cobardía con las mujeres no le permite más que esa sensación de impotencia al ver alejarse a la muchacha para acabar con sus intenciones, y también con sus miradas. La admirada, que no ha recibido el acometimiento que debiera haber seguido al silbido, se cuelga del cuello de un mocetón más joven que ellos dos y lo besa con la determinación que le ha faltado a Paco. Con fruición, regodea sus labios en la boca barbada del que, con una media sonrisa, deja escapar una mirada traviesa.

—Está cañón la tía.

—¿Quién? —pregunta de pasada Miguel.

—Esa de ahí. ¡Mira cómo se come al tío ese!

—No sé de qué me hablas, estaba en otra cosa.

Paco lo mira con cara de estar viendo un ectoplasma, aunque desconozca por completo el significado de esta palabra. Retoma el vaso casi vacío y absorbe con ruido el último trago de cerveza.

—Me pone otra —sin mirar a Miguel, le dice—: ¿Quieres otra?

—Bueno, ¡ya que invitas!

Aún se tomaron una tercera antes de abandonar el bar. La música chillona y a veces estridente los acompañó durante los cuarenta minutos que permanecieron allí, el uno absorto en sus pensamientos, y el otro deleitándose en la contemplación de tanta belleza tan cercana a sus manos y tan extraña a sus posibilidades.

La bodega se asemeja a un coso taurino con sus gradas brillantes; los asientos están ocupados por parejas que se divierten arrullándose, en las cuales las gracias de los jóvenes aspirantes a hombres buscan arrancar la carcajada femenina o, acaso, una tímida sonrisa de aceptación. Hay grupos de mujeres solas, sonrientes y coquetas que tienen las órbitas de los ojos ajenas a cualquier regla matemática. Acechantes están los célibes, los no emparejados tras haber sonado los clarines que dan comienzo a la fiesta. Paco, que se encuentra descaradamente ubicado en esta hermandad, mira impotente cómo toda su capacidad de captación ha quedado inutilizada por su falta de confianza, por no creer en sus posibilidades, que, si bien pueden resultar remotas, no dejarán de ser imposibles.

La tarde ha comenzado su declive otoñal, las sombras han tomado posiciones estratégicas. La calle San Eloy es una de tantas de las que conforman el casco antiguo de la ciudad; es relativamente estrecha, y quizá ello contribuya a mantener los olores a fritangas y vinagres que salen despedidos de las tascas. Como si hubiera confundido su ubicación, una tienda de ropa masculina se asoma a unos escasos treinta metros de la bodega de la que acaban de salir Paco y Miguel. Es una tienda modesta, sin grandes alardes en su escaparate acristalado. Dos maniquíes se quedan mirando fijamente a los dos viandantes sin atreverse a lanzar ninguna proposición. Ellos son hombres de verdad, poco agraciados, algo lerdos en el combate cuerpo a cuerpo con el sexo opuesto, pero hombres al fin y al cabo. Tras varias callejas, han salido a una travesía concurrida en la que el tráfico rodado forma parte inseparable de su mobiliario urbano. La calle Tetuán no se encuentra precisamente en el norte marroquí, sino que es una de las más populares de esta Sevilla añeja, conquistadora y conquistada. Sevilla es una ciudad monumental, con solera, cuna de muchos grandes de la historia, la literatura o cualquier disciplina que tenga a bien alardear de su linaje. La ciudad que amparó a tantas culturas se halla abierta a la influencia de todo aquel que quiera hacer su hogar de esta hidalga compañera.

Después dejan atrás la Plaza Nueva con el Ayuntamiento, sede de la corporación municipal y lugar de reunión del beticismo cuando el equipo verdiblanco accede al trofeo conquistado, tan deseado por los aficionados que invaden la emblemática plaza con el regocijo característico de los adscritos a la religión futbolística. Los dos caminantes deciden hacer un alto para tomarse la última cerveza de la tarde, ya noche. La tasca no deja de ser una más de las muchas que salpican el casco antiguo: una puerta de madera vencida por las inclemencias y por los poco gráciles clientes; una barra de poco más de cinco metros de largo, y un cuartucho —el servicio— con menos espacio que el que ocupa una persona adulta. Aunque incumple con la normativa de Sanidad, es el desahogo de todo aquel que haya tomado demasiadas cervezas en la última hora y el lugar idóneo para perder el conocimiento, dados los efluvios que emanan del tosco agujero practicado en el suelo.

—¿Qué quieres que te diga? ¡El sitio deja mucho que desear! —comenta Paco ante el espectáculo que se despliega ante sus ojos.

—No me seas delicado, ¿acaso esperabas un restaurante de cinco tenedores?

—No, pero hay otros bares mucho mejores que este.

—Vale, ¡la próxima vez eliges tú! —desafía Miguel con aire irritado.

La parada de autobuses, ubicada estratégicamente entre el edificio de Correos y el Archivo de Indias, los espera donde siempre. La piel de este último edificio muestra las manchas propias de la edad. Ocultos de miradas indiscretas, los secretos de ultramar se cobijan entre sus piedras grises. ¿Quién sabe si las amonestaciones matrimoniales de Pizarro con la princesa inca o las hazañas bélicas realizadas por Cortés allá en el nuevo mundo son parte integrante de la documentación tan celosamente custodiada? El porquero ajusticiador de Atahualpa nos podría contar infinidad de vicisitudes al amor de un fuego amigo; su paisano Cortés, por el contrario, que con poco más de doscientos españoles y cinco mil aliados toltecas se apoderó del imperio del azteca Moctezuma, desearía correr un tupido velo al evocar aquella dramática huida entre canales y saetas enemigas. Aquella noche triste… Total, para acabar mendigando al nieto de la reina Isabel, muy católica ella y pródiga en atenciones al genovés, que dio pie a que los mencionados tuvieran la oportunidad de demostrar la valía de la sangre española. Del vecino de tanta historia compendiada en documentos tan antiguos, sólo cabe decir que alberga las oficinas donde se tramita toda la correspondencia que entra y sale de la ciudad; no aspira a la solera ni a la enjundia del archivo enfrentado.

El número 31 de la Empresa Municipal de Transportes acaba de asomar su cara azul; sus gases expelidos calientan un ambiente refrescado por la ausencia del sol. Paco y Miguel se acercan hasta la cola que han formado los desesperados usuarios. El autobús se pone en marcha; un día más, la vida ha dado la tregua necesaria para que ambos contendientes lleguen sanos y salvos a sus moradas. Las alforjas vacías, las manos con las palmas hacia arriba y la ilusión de que quizás mañana… El espejo retrovisor recoge la mirada recelosa del conductor: un intento fallido de informar a los dos energúmenos de que en el autobús no se fuma. Miguel compone una cara de circunstancias no correspondida, y Paco, ajeno a los unos y a los otros, se afana en contemplar, a través de la ventanilla de socorro, la circulación que se desplaza paralela. A causa de la escasa visibilidad de la tarde moribunda, los conductores se enredan en la marea urbana orquestada con frenazos, toques de claxon y alguna furibunda diatriba con el que acaba de efectuar un adelantamiento indebido. Quince minutos más tarde y con la prudencia indicada en la placa frontal, ambos pasajeros descienden y esperan a que el autobús reemprenda su marcha antes de cruzar: «No cruce delante de este vehículo, puede ser atropellado por otro que usted no ve», reza la mencionada placa informativa, más que imperativa.

Capítulo 2

 

El tren traquetea sobre los interminables raíles. Pasan veloces los postes que, hieráticos como guerreros enfundados en sus uniformes ajados, muestran las cicatrices de innumerables batallas. La lluvia, el sol, la nieve y el despiadado cierzo se suceden como elementos de una procesión sevillana, pero sin cirios ni nazarenos. A través de la empañada ventanilla se puede contemplar la vastedad del terreno y la sobriedad de los cultivos; el cereal es el protagonista indiscutible. Damián vuelve el rostro hacia la puerta del compartimiento; el revisor acaba de asomar su afilada nariz bajo unos viejos lentes. Dos personas más viajan sentadas frente al soldado: uno es un grueso hombre de unos sesenta años, con una abultada papada, que pugna y sufre por asomarse por encima del nudo de la corbata; la otra es una muchacha de poco más de veinte años. La joven, que se subió en la estación de Vitoria, tiene unos ojos grises, acerados, y resulta atractiva a primera vista. Damián lo hizo en Burgos, donde se halla por motivos ajenos a su voluntad, pero no a la del jefe del Estado. Recorrió varios de los atestados vagones y tropezó con este, en el que viajaban sólo tres ocupantes de los cuales uno, un hombre joven, se había apeado en Venta de Baños. La joven trastea con un libro de formato voluminoso; por la manera de pasar las páginas y las miradas huidizas que le ha lanzado, se diría que está poco interesada en la lectura. El señor de la papada se ha quedado dormido tras dar un resoplido, o ya lo estaba y ninguno de sus dos acompañantes se había percatado. El uniformado se remueve en su asiento de plástico azul, se arrebuja en su gabardina y se hace el dormido, al tiempo que descubre por el rabillo del ojo la mirada gris, que trata de escabullirse al presentir que ha sido descubierta. La sonrisa del soldado ha salido incólume y se vuelve a agazapar en los labios del durmiente.

La megafonía de la estación lo despierta; incorporándose a medias, atisba a través del cristal una leve desaceleración, y el tren se detiene unos metros más adelante: «Cinco minutos, pueden apearse si lo desean». Todavía medio amodorrado, se pone de pie y se encamina hacia la puerta del compartimiento; el voluminoso vecino continúa con su respiración agresiva y la muchacha de mirada gris ha desaparecido. El frío le da en el rostro afeitado y se sube el cuello del tres cuartos. Su mirada circular se topa con la leyenda enmarcada en el luminoso del andén: «Alcázar de San Juan». Consulta su reloj: las siete de la tarde darán dentro de tres minutos. La estación se halla bastante animada a pesar del frío que se deja sentir por todo el muelle. El factor de gorra roja está conversando con el maquinista sin soltar la bandera de su mano derecha. La conversación no distrae a Damián, que se encamina directamente hacia el interior del edificio. Un café, un paquete de tabaco, y la megafonía les recuerda a los pasajeros que ya ha transcurrido el tiempo ofertado. «Señores pasajeros, el tren va a efectuar su salida». La máquina se pone en marcha y funde sus resoplidos con los del acompañante de Damián. Al sentarse de nuevo, buscando el calor de su gabardina descubre que faltan los ojos grises. Reacciona mecánicamente y atisba por la ventanilla, que comienza a desplazarse lentamente. No la ve; se incorpora y sale al pasillo. Nadie. Un tanto angustiado por la pérdida, se deja caer en su asiento y cierra los ojos, musitando algunas palabras inaudibles.

Un frenazo en plena noche lo despierta; la sombra que acapara toda la puerta no deja de mover la cabeza en uno y otro sentido. «¿Ocurre algo?», interroga Damián. La sombra se da la vuelta mostrando su cara lunar. «Estamos detenidos en mitad de las vías». Para un habitual de este tipo de trenes, no reviste ninguna novedad el hecho de detenerse; puede tratarse de una cesión de paso a otro tren de mayor prioridad o simplemente de alguna parada técnica. El soldado se envuelve en su tres cuartos en un intento de volver a conciliar su sueño interrumpido. Al cabo de unos quince minutos, nota el leve traqueteo de la oruga que se desplaza perezosa; ya están en marcha de nuevo.

Las palabras provenientes del techo lo sacan de sus sueños; al abrir los ojos, lo primero que ve son otros mirándole a él. Se incorpora, se despoja de la prenda de abrigo y esboza una media sonrisa al descubrir la mirada acerada. «Así que ha vuelto», piensa Damián. La joven le devuelve la sonrisa y se incorpora. Debe de andar por el metro setenta de estatura, y su cabello es castaño claro y corto. Los pantalones vaqueros, de tejido áspero y color caqui, le rozan los suyos al pasar tan cerca. Se dirige al pasillo antes de que él pueda reaccionar y seguirla. El corpulento hombre de la corbata enterrada en grasa se ha puesto de pie y ha oscurecido la poca luz de la luna que se filtraba. Cuando consigue apearse, sólo puede ver el letrero que indica el nombre de la estación: «Córdoba».

Una pareja se acomoda en el compartimiento frente al señor de cara de luna; son jóvenes, no tendrán más de treinta años. Él es bajo, algo rechoncho, y posee una sonrisa sebosa en sus gruesos labios, aunque no por ello deja de ser un hombre guapo. Va pulcramente vestido con un traje gris oscuro de buen paño, y sus modales son extremadamente correctos. Ella es delgada, rubia teñida —las raíces oscuras en el nacimiento del cabello la delatan— y tan sonriente como su acompañante, pero su vestimenta no tiene nada que ver: tejanos, zapatillas deportivas y un amplio jersey gris que le cubre las nalgas. Antes de reanudar el viaje, otras dos personas se asoman con gesto interrogante y toman asiento al lado del único ocupante que había antes de llegar a esta estación. En el coche restaurante, Damián está dando cuenta de un bocadillo de chorizo, una lata de cerveza y un café que harán las veces de cena. No hay más ornamentación en la barra que un servilletero de plástico y un cenicero metálico. De vuelta por el angosto pasillo y sortea a dos personas que conversan sobre algo intrascendente —sus caras, al menos, no auguran otro pensamiento­—. Al entrar en su compartimento, se lleva una desagradable sorpresa: los nuevos compañeros de viaje se han instalado confortablemente y su tres cuartos ha sido providencial para no quedarse fuera. De mala gana pero sin mostrar sus emociones, se sienta en el reducto que le han dejado libre. La rubia teñida le ha dirigido una mirada descarada; con ello despeja cualquier duda sobre la relación que pudiera tener con el dandi del traje gris. Este deja asomar una amplia sonrisa mostrando una dentadura fuerte y agresiva, sin que la ausencia de las dos piezas destiña esa boca de porcelana. «Parece que el tren va completo», comenta en un intento de entablar conversación. Su acompañante lo mira de soslayo y vuelve a clavar sus ojos en el soldado. Damián no está para conversaciones ni miradas: permanece absorto en el enigma de la desaparición. «¿Se apearía cuando el gordo se interpuso en la puerta?».

—El Ejército constituye la salvaguarda de la nación. —La frase coge desprevenida a la mujer, que se sobresalta al escucharla—. Muchos desaprensivos denostan a nuestras Fuerzas Armadas. ¡Ignorantes!, ¡qué saben ellos de la labor que ejercen nuestros soldados!

—Perdona, Rogelio, pero no creo que este joven esté muy interesado en tus opiniones sobre el Ejército —interrumpe con cierto deje, mezcla de desdén y cortesía fingida, la acompañante de cabellos bicolor.

—Vamos, ¿quién mejor que un soldado para entender lo que quiero decir? ¿No es cierto?

Damián se ve en la obligación de ser cortés, pero tampoco quiere alargar demasiado la charla con este personaje; no le resulta agradable y, además, sólo quiere descansar sin que le molesten.

—Sólo soy un soldado de reemplazo, no albergo más aspiraciones que licenciarme. El uniforme no lo llevo por lealtad o devoción, sino porque no me queda otro remedio. —La sonrisa de la mujer se ensancha tanto que parece que fuera a soltar una carcajada; el dandi, por el contrario, se congestiona y abre y cierra los ojos en un parpadeo desacompasado con los movimientos de su boca.

—Yo fui alférez de complemento, y no continué la carrera militar debido a otros proyectos que no vienen al caso, pero le digo una cosa, muchacho, mis actividades actuales no revisten más honor que las que desempeñé en la defensa de la Patria. —El señor de cuello carnoso lleva unos minutos despierto, y ni él ni los nuevos pasajeros que subieron en Córdoba se atreven a pronunciar una palabra. Por el contrario, el soldado sí le da su réplica.

—¿Qué quiere que le diga? Estoy deseando acabar este viaje, llegar a casa y quitarme este honroso uniforme.

—María, ¡acompáñame a otro compartimento! No quisiera permanecer junto a personas que no se toman España en serio. —Volviéndose al resto de viajeros del compartimiento, continúa—: ¡Que tengan ustedes un feliz viaje!

La anciana, que había permanecido callada y aferrada al brazo de su marido, se arriesga a emitir unas palabras de desaire.

—¡Qué hombre más maleducado!, parecía que le iba a dar una congestión—. Su marido corrobora las palabras de su señora con un asentimiento de cabeza. Damián se desentiende de la conversación y se estira en su asiento; el espacio dejado por el ofendido es de agradecer.

—Hay personas que se creen que todavía vive Franco —manifiesta con seriedad el anciano—, ¡ni que la democracia se les hubiese atravesado!

El recluta duerme o se hace el dormido para no tener que intervenir; el señor cara de luna, por el contrario, sonríe satisfecho:

—No tiene mayor importancia este incidente. Seguramente sea de extrema derecha; hay algunos que profesan las ideas de la Dictadura y se aferran a ellas. Les guste o no, esos tiempos pasaron hace…

«Señores pasajeros, próxima estación: Lora del Río», le interrumpe la megafonía. El tren se apresura a acatar el llamado y reduce su velocidad.

—Si es que no hay manera en este país. Seguiremos como si nada hubiese cambiado.

Bien entrada la noche, las luces de la ciudad se perfilan en el horizonte; Sevilla refulge como una señora enjoyada. El traqueteo va disminuyendo y algunos pasajeros ya comienzan a dar muestras de cierta exasperación. Las prisas por acercar las maletas a las puertas aún cerradas, el llanto de algún pequeño que ha sido despertado o el carraspeo de los fumadores empedernidos ponen una nota de color a la oscuridad reinante. El gran gusano metálico parece tener una digestión pesada, dado el movimiento que se observa en su interior. Los resoplidos de la locomotora, los chirridos de las ruedas y la desaceleración, que produce cierta inestabilidad en el equilibrio de los pasajeros, aciertan a insinuar que la estación está ya aquí, próxima, anhelante. Voces metálicas, ruido de raíles forzados, aclamaciones familiares y una marea humana que se desparrama sobre el andén de la estación de Plaza de Armas, más conocida como la estación de Córdoba.

Damián acaba de encender un cigarrillo, y el humo expulsado se eleva manso hacia las luces de la gran farola. Sujeta el petate del mismo color que su uniforme, termina por echárselo a la espalda y se encamina hacia la salida. El enjambre de personas que se abrazan, que charlan animadamente y que van y vienen no lo distraen de su camino. La noche fría lo recibe con la misma claridad que si se tratara de la mañana. La parada de taxis no alberga ningún vehículo; parece ridículo que estos profesionales no anden alerta, acechando al cliente que acaba de llegar. Las campanadas, que suenan puntuales, le avisan de que el tren se ha retrasado quince minutos. Varias personas se aproximan a la parada cuando dos vehículos negros con una franja amarilla y un piloto verde se acercan.

—Barriada Cielo Azul —pronuncia escuetamente Damián, pues no es necesario decir más ante el profesional de gorra gris.

Las calles apenas si cobijan algunos faros. El recorrido se le antoja como una vuelta a la vida; atrás quedan trece meses inútiles, desperdiciados en un cuerpo joven. Es como si hubiera permanecido en una prisión, donde las actividades diarias se ejecutaran mecánicamente, sin necesidad de usar el cerebro. Damián es un hombre crítico, pero no deja de reconocer sus responsabilidades: es consciente de que el tiempo de permanencia en el Ejército tiene doble rasero y de que el Estado necesita de un número indeterminado de hombres prestos para la misión que se les ha encomendado: la defensa de la Patria, la fuerza de choque capaz de frenar cualquier hostigamiento por parte del que se considere con el derecho a violentar la libre convivencia de sus compatriotas. Sin embargo, ve cercenado su derecho a la libertad inherente a su persona. «¿Por qué no se crea un ejército profesional, como tienen otros países?». Sí, ya lo sabe, no es más que una cuestión de economía: cuesta un dinero que la nación no tiene para llevar a cabo ciertos proyectos.

—¡No, siga recto!, gire en la próxima a la izquierda. Estas barriadas nuevas apenas las conocen los taxistas.

—Sí, es fácil confundirse. —El taxista comprueba el importe de la carrera y saca un papel donde consulta el suplemento nocturno.

—Gracias.

—¿Sabrá salir?

—Sí, me he fijado antes. La avenida Diez Mandamientos es esa, ¿verdad?

—Exactamente, buenas noches.

Con la mirada elevada hacia la cuarta planta del edificio, sonríe con una mueca: «Bueno, de vuelta al hogar, de vuelta a la civilización». Borra la mueca y sonríe más abiertamente murmurando para sí: «De vuelta a las comidas de mamá».