INFORME SOBRE LA VÍCTIMA

V.1: Diciembre, 2016


© Marina Sanmartín, 2016

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2016


Ilustración de cubierta: Anna Wojtczak

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INFORME SOBRE LA VÍCTIMA

Marina Sanmartín


1



La historia empieza la noche de las luces de colores. La temperatura se mantiene templada a pesar de lo avanzado de la hora; y la vida nocturna en el interior de la ciudad mediterránea, fiel por instinto a un pasado de milenios, construido con muy pocas certezas, transcurre envuelta en un halo de provisionalidad y decadencia, de partida inminente, que convierte la más sentida de las declaraciones de amor en una ligera y soluble manifestación de alegría, destinada a esfumarse con la primera luz y a no ser recordada más allá del placer que produjo en los amantes al pronunciarse. No hay restos en este ambiente de romanticismo, ni tampoco de fe; porque nada importa en el verano.

La gente ocupa las terrazas hasta la madrugada y pasea por las calles estrechas y húmedas del centro. Los más audaces, en un arranque de originalidad sin precedentes, se acercan hasta la orilla de la playa acompañados de sus seres queridos y se mojan los pies mirando al cielo despejado e intentando recordar el nombre de alguna estrella. El agua está caliente. Vale menos el sueño y se hace más virulenta la sensación de inmortalidad. Un ansia por permanecer despiertos se apodera repentinamente de los solitarios. De pronto todo desborda en Caivelan los valores intermedios: no hay pulsión, ni afecto, ni agonía que no logren el estremecimiento de quien las padece; salta a la vista que no solo los insectos abandonan su escondite con el calor; y, aunque es posible que a más de uno esta introducción le parezca trivial, debo advertir desde el principio que no lo es en absoluto: se trata de la descripción del contexto perfecto para un crimen.


Caivelan, 16 de junio de 2010

Fragmento del Informe sobre la víctima

Primera conversación

Exagera.

—¿Y si no?

—Exagera seguro, no tienes que preocuparte tanto. Buscaremos a alguien capaz de resistir y le cobraremos lo justo, no más de trescientos. Aunque no lo sepa nos estará ayudando y eso hay que compensarlo de alguna manera, no somos unos usureros… pero no llores más, mujer, por lo que más quieras, piensa en el hijo…

Están sentados el uno frente al otro, con la ciudad camuflada por los visillos que cubren el mirador, separados por el diámetro conocido de la mesa camilla todavía vestida con el faldón de invierno, a pesar de que ya han dejado atrás la primera quincena de mayo. El anciano aparta a un lado la vieja taza de porcelana, llena hasta la mitad de un líquido parduzco con aspecto de haberse quedado frío, y busca la mano de su mujer, que es como la suya: huesuda y pálida, con un tacto parecido al de las imágenes siempre en penumbra de las vírgenes en las iglesias.

Respira hondo.

—Lo sabes mejor que yo: no podemos permitirnos prescindir de ese ingreso.

—Ya lo sé… —reconoce ella haciendo pucheros como si fuera una niña; y su marido, aunque no se lo dice, desprecia un poco esa debilidad senil que la acompaña ya desde hace cierto tiempo y que es para él el cristal de un espejo que le enseña un monstruo—. Es que siempre pensé que éramos gente buena y estropearlo a estas alturas me parece tan estúpido… porque si lo hacemos, Manuel, ten muy presente que ya no volveremos nunca más a ser buenos, ¡y nos vamos a morir muy pronto! ¡Iremos al infierno! —Deja escapar esta última afirmación con el tono agudo de las sierras y las guillotinas, de las tizas que se deslizan mal por las pizarras; el tono agudo del terror, del miedo de verdad, que se refleja en sus ojos acuosos, de un azul limpio, casi cristalino.

—¡Lucrecia! Eso no lo digas ni en broma: buenos hemos sido siempre y lo seguiremos siendo, pero ¿qué es lo que quieres? ¿Terminar en una de esas residencias de la beneficencia donde nos separarán y nos golpearán cuando nos quejemos demasiado? Acuérdate del reportaje que vimos el otro día en la televisión.

—Me acuerdo, pero no era una residencia, era un orfanato y estaba en China.

Manuel sonríe con ternura a su mujer, que todavía, cuarenta y tres años después del día de su matrimonio, es capaz de sorprenderlo con una memoria selectiva digna de un diagnosticado de autismo. Le suelta la mano e, inclinándose un poco sobre la superficie de la mesa, en lo que para él supone un gran esfuerzo, le acaricia el pelo, que aguanta sin una sola cana; el pelo de Lucrecia, de un rubio pajizo y desvaído, tal vez ahora algo más crispado, como la pasta dura, menos suave que en la época de su juventud, cuando él, en los cines y los callejones oscuros, solía acercar la nariz a la melena de ella antes de dar rienda suelta a un deseo joven y consentido, guiado por un extraño presentimiento de fugacidad.

Tal vez, se dice Manuel, prolongando el intervalo de amabilidad y silencio boicoteado apenas por el rumor de la calle en primavera, debería rematar la situación con un beso.

Pero no puede.

Porque el rostro de Lucrecia le repugna.

De hecho, una de sus preguntas más recurrentes, el motivo de innumerables conversaciones consigo mismo, es cómo se puede querer a alguien cuyo rostro nos recuerda a los pacientes que se hacinan en las camas de Cuidados Paliativos. ¿Cómo se puede querer a alguien que nos recuerda eso?

Por unos segundos, los que se prolonga su reflexión, los ojos de Manuel se clavan con un fulgor extraordinario, asesino, en los párpados enrojecidos de Lucrecia, en sus cuencas desbocadas y mucosas; y ella se asusta.

—¿Qué te pasa? —pregunta abandonando de golpe el malhumor provocado por la reticencia.

Manuel sonríe y responde sin mentir:

—Es solo que te quiero mucho y no me gustaría que te ocurriera nada.

—A mí tampoco me gustaría que te ocurriera nada a ti. No quiero que te peguen.

—Confía en mí. Eso no pasará.

Y esa misma tarde redactan el anuncio.

Las luces de colores

Caivelan, junio de 2059

Pedimos disculpas de antemano por nuestro atrevimiento, profesor. Somos conscientes de que el trabajo que acaba de empezar a leer no se ajusta demasiado a las directrices que de forma precisa nos indicó al comenzar el curso, pero también estamos convencidos de que, si no lo ha tirado todavía a la papelera y ha llegado hasta aquí, debemos haber despertado en usted un mínimo interés, una curiosidad incipiente por lo que tenemos que decir.

Con toda franqueza, con la cantidad de promociones que nos preceden, nos sorprende que ningún alumno antes que nosotros se haya visto tentado a desafiar el planteamiento inicial del ejercicio. Para aprobar su asignatura, «Leyenda negra y antropología local en Caivelan», usted nos propuso glosar el famoso Informe sobre la víctima, de la periodista y criminóloga Cruz Cardenal, diario involuntario de los sucesos que, entre 2010 y 2014, acontecieron en el número 5 de la calle de los Tres Dientes; y a nosotros nos bastó la lectura de la primera página para comprender que no podíamos conformarnos únicamente con el texto si de verdad pretendíamos aprender algo.

En el escueto dossier de prensa que nos facilitó sobre el tema, profesor, la noticia que más nos llamó la atención fue la recogida en portada por El guardián, uno de los periódicos nacionales más importantes de la época, el 23 de junio de 2014, al día siguiente de que el misterio del número 5 quedara descubierto. Nos gustó porque se parecía a la primera página de una de esas novelas de intriga escritas por alguna vieja dama del suspense, tan consideradas a principios de siglo, en las que todos los personajes se presentan con tres o cuatro certeras pinceladas y se sitúa al lector al principio de la trama, como si se tratara de un turista a punto de comenzar la visita guiada de un museo.

La noticia mencionaba al matrimonio Agostino, Manuel y Lucrecia, dueños del inmueble en el que se alquilaba el piso donde los horrores tuvieron lugar; a su hijo Sebastián; al subinspector Espineta (¿cómo iba a faltar la policía en semejante entuerto?); a los hermanos Cruz y Rafael Cardenal; y por supuesto a las tres víctimas, cuyas fotografías, rescatadas de sus perfiles en las redes sociales, ilustraban la información; los tres inquilinos que sufrieron de una forma u otra la ira de los asesinos: el primero desapareció, el segundo murió envenenado y el tercero, Marcelo Villar, protagonista del Informe sobre la víctima y por lo tanto de este análisis, cayó enfermo y fue sometido a las torturas más crueles durante sus últimas semanas de vida.


***


La edición del Diccionario de la Real Academia vigente en 2010 definía «Antropología» como el estudio de la realidad humana, una afirmación que exige al especialista estar dispuesto a abordar el suceso objeto de ese estudio desde prismas infinitos. Es por esto que no podíamos conformarnos con la luctuosa historia de Marcelo y de lo que aconteció en el número 5 durante la segunda década de nuestro siglo, hechos que Cruz Cardenal refleja con una prosa y un detallismo impecables en su ya mencionado Informe. Debíamos ir más allá y detectar la causa de la repercusión que alcanzaron los asesinatos.

Modestia aparte, no nos resultó difícil.

Rápidamente comprendimos que el «brillo» de los crímenes residía en su porqué. En ellos la identidad de los ejecutores quedaba relegada a un segundo plano ante el terrible motivo que los empujó a ejercer de asesinos en serie. El móvil, aunque es de sobra conocido, no será mencionado todavía porque nos divierte este rol de autores de best seller, pero es lo que más importa; y para dar con él y diseccionarlo, lo que proponemos es una apertura de plano que no solo incluya bajo la lente del microscopio los perfiles de Marcelo Villar y sus verdugos, elementos de partida imprescindibles pero no suficientes para la comprensión absoluta de una historia que escandalizó al mundo no hace tanto y que cuenta con dos piezas fundamentales más: el análisis de Caivelan, que a principios del xxi era ya una ciudad herida, un elemento vivo, al mismo tiempo causa y escenario de la acción; y la personalidad y circunstancias particulares de Cruz Cardenal, cuya voz, diríase que perteneciente a un cuerpo invisible, desde hace ya casi cincuenta años sirve de guía a los morbosos amantes de la prensa amarilla que deciden sumergirse en el episodio de la calle de los Tres Dientes.

¿Acaso no son las cosas terribles la concreción del miedo que no se toca, de los humores y las desilusiones no palpables entre los que, a regañadientes, hemos aprendido a desenvolvernos? ¿Por qué no atribuir a las calles sucias cierta responsabilidad en el delito? ¿Por qué no detenernos, además, en el análisis de quien describe las atrocidades, de quien no tiene más remedio que asistir a su comisión como testigo?

Si lo hacemos, entonces sí: tal vez aprendamos algo.


***


Escribe Cruz Cardenal: «La historia empieza la noche de las luces de colores».

Se refiere a la noche del miércoles 16 de junio de 2010, fecha de la cena en la que se reencontró con Marcelo y decidió empezar a escribir el Informe sobre la víctima; y, aunque ella en el primer párrafo del mismo sostiene que entonces ya estaban en verano, se equivoca. Técnicamente faltaban cinco días. Cuando de verdad ocurrieron los hechos que habrían de poner en marcha el mecanismo destinado a incluir en la intriga a los protagonistas de nuestro ensayo, todavía no había terminado la primavera; y este detalle nos resulta de una justicia casi poética y nos devuelve a la idea de que hay una conciencia, una determinación que no podríamos calificar de otra forma que de humana en el transcurso, en apariencia matemático, de las estaciones.

Pero yendo al grano, tanto este matiz en la fecha como la información que nos disponemos a transcribir, el relato que reconstruye la cena de Cruz y Rafael Cardenal con Marcelo Villar la noche del 16 de junio de 2010, se basan en los recuerdos que Rafael Cardenal aceptó compartir con nosotros durante el transcurso de una serie de conversaciones grabadas en la residencia de lujo cercana al mar donde, desde que Cruz murió hace ya algunos años, ocupa una habitación individual con vistas a los muelles del puerto y pasa la mayor parte del día contemplando la entrada y salida de los barcos.

La noche del 16 de junio de 2010 Rafael Cardenal tenía treinta y cinco años, aunque ya estaba calvo. Disfrutaba con discreción de una economía «saneada», permanecía voluntariamente soltero y había recibido a su hermana pequeña, Cruz, en el amplio piso familiar que tras la muerte de sus padres ocupaba él solo, al dejar ella un empleo mal pagado como redactora de Cultura en un periódico gratuito de la capital.

En el momento en que arrancamos la investigación y le localizamos, Rafael acababa de cumplir los ochenta y cuatro y los geriatras, pendientes de su bienestar, le habían prohibido abandonar las instalaciones de la residencia. Ni siquiera tenía permiso para salir al jardín, donde rara vez vimos a algún anciano durante nuestras visitas. La temperatura media de Caivelan, confirmando las peores predicciones de los pioneros estudiosos del cambio climático, es en la actualidad entre seis y ocho grados superior que en 2010; un dato que, unido al envejecimiento exponencial de la población, se traduce en que un elevado porcentaje de los habitantes de Caivelan jamás salen a la calle. Rafael Cardenal es uno de ellos.

Cuando dimos con él, su salud era débil, sin embargo su cerebro, en algún lugar bajo su reluciente y apergaminado cuero cabelludo, permanecía intacto, ansioso por vaciarse delante de dos desconocidos sin escrúpulos, dispuestos a facilitarle en señal de agradecimiento por su locuacidad un paquete de tabaco y media docena de latas de cerveza que no le hacían ninguna falta.

Nos llamó valientes e insistió en subrayar que el papel más difícil siempre es el del último superviviente, el de quien se queda, aquel a quien nadie compadece, porque sobre él recae la responsabilidad de traspasar el legado: hay que alejar del olvido el accidente, garantizar que las generaciones venideras hablarán de nuestras carnicerías, debe permanecer a salvo la memoria de las catástrofes y los desaparecidos.

El ansia de Rafael por hacernos partícipes de todo lo que ocurrió nos llevó a pensar en la probabilidad de que exista una tendencia universal, una marca en el ADN, que nos anima a desprendernos de los secretos: la naturaleza de la información es parásita. Estaría bien que alguien más preparado que nosotros se dedicara a investigar esa necesidad agónica de los viejos por pronunciar en voz alta sus batallas ya pasadas. Quién sabe si, para que llegue la muerte, es necesario deshacerse, contándolo, del fragmento más pequeño de recuerdo, como si estuviera prohibido abandonar este mundo con la memoria llena. El hecho es que Rafael parecía habernos estado esperando durante largo tiempo y, atónito ante la grata sorpresa que nos produjo su deseo por revivir la tragedia, se limitó a decir: «Es como intentar mantener encendida una vela cuya cera se está agotando, hay que darse prisa».


***


La primera vez que vemos a alguien resulta crucial en la relación futura que puede o no desarrollarse después de ese primer encuentro, porque los primeros encuentros tienen algo de cuántico, están cargados de infinitas posibilidades y hay que escoger muy bien qué partes exponer a la luz.

A partir de ahora, profesor, debemos pedirle que haga un esfuerzo por deshacerse de todo lo aprendido sobre el tema: olvide los aniversarios de la desaparición y los titulares de los periódicos, olvide la lóbrega estrechez de la calle de los Tres Dientes y los numerosos paseos que sin duda habrá dado por ella, deteniéndose siempre delante del solar, mil veces maldito, condenado a permanecer huero, sobre el que hace ya cincuenta años se levantó el edificio que albergaba el piso en alquiler de Manuel y Lucrecia, el matrimonio Agostino.

Olvide las fotografías.

Imagine con nosotros y convénzase de que nunca hasta ahora ha sido miércoles 16 de junio de 2010. Hemos aterrizado en la tarde de este día de casi verano. Son algo más de las ocho y, fiel a su estricta rutina, Rafael Cardenal acaba de terminar su carrera por el jardín del río, porque esta historia sucede en una ciudad cuyos habitantes han decidido, desafiando las leyes de la naturaleza, que siempre ganan, convertir el cauce de su río en un jardín; una ciudad pacífica, con el recuerdo de una guerra cada vez más lejana y una relación pagana con el fuego.

Rafael Cardenal viste ropa deportiva de marca, zapatillas diseñadas específicamente para el running y lleva sujeto a la muñeca un dispositivo que le permite controlar los kilómetros recorridos, las calorías quemadas y las pulsaciones. Es alto, de una delgadez fibrosa, atemporal, y tiene una nariz de boxeador y unos ojos ligeramente rasgados, con unas pupilas acuosas y enmarañadas, que son la causa de que en el barrio le conozcan desde que era pequeño como el Eslavo. No se parece a Cruz, porque mientras las facciones de ella se ajustan a los parámetros más convencionales de la genética y son como anclas para las caras de sus padres ya muertos, las suyas parecen apócrifas y lo distinguen, algo que al Eslavo nunca le ha importado. Más bien al contrario, ha sabido sacarle partido: muy pronto, desde que en el colegio creyeron que podían hacerle daño lanzando en voz alta la sospecha de que era adoptado, aprendió a disfrutar de no pasar desapercibido y se dejó crecer en medio de una soledad elegida, cultivando un sentimiento ambiguo de pertenencia y distancia simultáneas. Se hizo más fuerte y fomentó en silencio un falso desapego con el que, contra todo pronóstico, consiguió ganarse un entorno y consolidar su lugar en el mundo: los amigos de la infancia y el barrio en el que había nacido, del que solía desaparecer de vez en cuando para buscar descanso en territorios separados de su cotidianidad por horas de vuelo u obligado a rubricar con su presencia alguna operación financiera construida con cifras inimaginables, cuyo visto bueno exigía el paso del Eslavo, su zancada decidida de playboy, por los vestíbulos y despachos de alguna sede bancaria de Tokio o Nueva York.

Eran muy pocos los que sabían de esa faceta suya, la de «algo más que un simple agente de bolsa». Ni siquiera Cruz, quien lo conocía mejor, tenía idea de los clientes y las cantidades que manejaba su hermano mayor, porque el Eslavo nunca contaba nada. Prefería que en el vecindario se mantuviera la creencia en su poca ambición, satisfecha con un título universitario en Derecho, obtenido sin prisa, con muchas asignaturas aprobadas en última convocatoria, y compensada por la providencial herencia de sus padres que, aunque modesta, resultaba más que suficiente para alguien cuya única intención era sobrevivir.

En apariencia, el Eslavo había elegido una existencia tranquila, sostenida por pequeñas satisfacciones, como la de esa tarde del miércoles 16 de junio, en la que deshizo andando el camino hasta su casa, contento porque había logrado reducir el tiempo de su carrera.

En ese breve trayecto de vuelta, avanzando entre la luz aterciopelada y cenicienta de los días más largos, e inmerso en la escucha de unos ejercicios de pronunciación en árabe, pasó por delante de la fachada blanca y de cristal, un tanto faraónica, del museo de arte contemporáneo de Caivelan; se cruzó con algunos vecinos a los que saludó con su sonrisa torcida y un leve movimiento de cabeza; y, acostumbrado a verlas a diario por la ventana de su habitación, no se detuvo a apreciar la solidez de las torres medievales que llevaban siglos protegiendo la ciudad antigua. Para él eran una certeza y no una novedad: había crecido junto a ellas.

Ya en su calle, se detuvo unos segundos en la Tienda de Ultramarinos de Dionisio, justo enfrente de su portal. El negocio, regentado durante su niñez por Dionisio padre, ahora dependía de Dionisio hijo, que había sido compañero de pupitre del Eslavo y con el que se entendía bien.

El Eslavo recuerda que, mientras se pelaba un par de mandarinas en la entrada del establecimiento y aprovechaba el desnivel entre la acera y el pequeño local para realizar algunos estiramientos sencillos, mencionó por primera vez durante aquella tarde la inminencia de la cena con Marcelo Villar:

«Le comenté a Dioni que habíamos quedado. Le comenté que por teléfono Marcelo se había mostrado más animado de lo habitual y que había sido él y no yo quien había propuesto que cenáramos aquella noche en Blasco. Dioni sugirió que tal vez Marcelo se había reconciliado con Teresa o que a lo mejor había encontrado piso. Lo de Teresa era imposible, porque ella no solo se había hartado de Marcelo, sino también de toda la mierda que los estaba ahogando, y se había largado de la ciudad… pensé que Dioni lo sabía, pero no. Se sorprendió mucho cuando lo dije. Me hizo sentir un poco como una vieja asquerosa, de esas que se pasan media vida esparciendo chismes. Esta residencia está plagada de esa clase de viejas.

Marcelo, que tenía con Dioni tanta confianza como conmigo, porque nos conocíamos desde críos, no había aireado demasiada información sobre el abandono de Teresa; que a un tío lo dejen plantado de la noche a la mañana, justo cuando pierde el trabajo que lleva la pasta a casa, no es plato de buen gusto. Teresa fue una cabrona; y Marcelo se quedó solo, con un curro salvavidas a jornada parcial de reponedor en un supermercado y un alquiler de la hostia que no podía pagar. La posibilidad de que hubiera encontrado un piso más barato se perfilaba en el horizonte como la buena noticia que le había levantado el ánimo, aunque en aquel momento todavía no sabíamos nada. A Marcelo no le gustaba hablar por teléfono ni enviar mensajes o correos electrónicos y la mala racha lo volvió huraño. No era raro que se pasara la semana entera y no supiéramos de él. Con semejante panorama, ¿cómo no íbamos a estar preocupados, Dioni y yo? Los malos tragos siempre los habíamos superado los tres juntos: la muerte del padre de Dioni, que la palmó de cáncer el año que cumplimos los dieciocho; la de mis padres, en accidente; y la de su madre, la de Marcelo, que era el único familiar que le conocíamos. La señora había fallecido un par de años antes». Al decir esto, el Eslavo levantó hacia nosotros sus ojos de gelatina, que continuaban siendo los mismos de entonces, y tras dar un trago lento a la lata de cerveza que sostenía con sus manos de dedos largos como patas de pollo, sentenció: «Aunque ahora ustedes y yo sabemos que eso fue una suerte. Que la madre se muriera y no durara viva para ver todo lo que ocurrió después es lo más parecido a que el destino tenga compasión».


***


—¿Al final te vienes a la cena o no? ¿Qué coño haces?

Cruz estaba demasiado concentrada para darse cuenta de la llegada del Eslavo, que al abrir la puerta se encontró la casa en penumbra. No había ninguna luz encendida, solo el atardecer, colándose por las ventanas del salón y las habitaciones, llenaba de sombras el larguísimo pasillo; el atardecer y la música de los Impromptus de Schubert.

El piso, ubicado en la calle que llevaba el mismo nombre del río, era muy grande (doscientos metros cuadrados, trece ventanas a la calle, toda la tercera planta de un edificio de siete) y Cruz se comportaba en su interior como lo haría un minero que hubiera bajado a la mina. El Eslavo estaba cada vez más convencido de que ella había vuelto para buscar algo perdido entre los objetos que sustentaron su infancia y su primera adolescencia. Lo que ya no tenía tan claro es que Cruz supiera qué le faltaba; qué pieza debería haber mantenido consigo en el breve periplo de su vida adulta para que le hubiese ido mejor.

Cuando tenía diecisiete años, en septiembre de 2001, Cruz Cardenal había abandonado la casa de sus padres con el Eslavo dentro para irse a estudiar Periodismo a la capital. Sus notas eran buenas; su porvenir, prometedor. El Eslavo sentía debilidad por su hermana pequeña y se preparó para echarla de menos.

Fue exactamente así.

Él creyó que volvería cuando sus padres fallecieron en un accidente aéreo que, durante algunos días, conquistó las portadas digitales de los periódicos y se tradujo en una exigua y tardía indemnización para los familiares de las víctimas, pero no lo hizo. Como él, Cruz no llegó nunca a establecer un vínculo especial ni con su padre ni con su madre, dedicados ambos a profesiones liberales que los habían mantenido lo suficientemente alejados de sus hijos como para que estos superaran con cierta facilidad el trauma de haberlos perdido de forma tan inesperada.

Los habían querido, pero su muerte no les desgarró el corazón.

—¿Cuándo vas a dejar de moverte por la casa como un fantasma?

—¿Te vienes o no?

«Sorprenderla era fácil, porque no le costaba nada aislarse del mundo. Me guié por la música para dar con ella en el que originalmente había sido su cuarto, una estancia pentagonal con dos ventanales enormes, de la que nuestro padre se apoderó al quedar más o menos claro que Cruz no iba a volver, después de que se licenciara y consiguiera unas prácticas que justificaban la prolongación de su estancia en la capital, en la sede de una agencia de noticias. Mi padre no tiró nada, ni siquiera se deshizo de la cama de Cruz, ni de los libros que atestaban las estanterías de madera hasta el techo, o las postales y los horarios del colegio, que durante el tiempo que ella había pasado en la universidad no se habían movido del corcho sobre su escritorio y se habían ido volviendo amarillentos.

Nada, hasta el más mínimo detalle permaneció intacto. Sin consultarle, plantó un sillón en medio de la habitación y se limitó a ir colocando sus cosas encima de las de Cruz, como palimpsestos. Cubrió la cama con una sábana gastada y empezó a coleccionar sobre el colchón todo tipo de papeles: revistas, carpetas rebozadas en polvo, facturas y recibos, novelas que leía en voz alta y que eran sustituidas por otras novelas y olvidadas en cualquier parte antes de ser concluidas, una Biblia, un Corán, un rezador tibetano con el que se entretenía mientras se le enfriaba el café… Un puto homenaje al síndrome de Diógenes ante el que Cruz, al regresar a casa por Navidad, fingió indiferencia; aunque sufrió, estoy seguro. La exiliaron a una de las habitaciones de invitados, le quitaron su lugar. De la época en la que le había pertenecido solo resistió a la vista un calendario de Fotogramas de 2001, el último que colgó en la pared, el del año en que se marchó. El mes era el de Drew Barrymore; y la foto de Drew seguía allí, aguantando como una campeona en medio de aquella pocilga, la tarde en que después de correr fui a convencer a mi hermana para que me acompañara a la cena con Marcelo. Cuando se vino a vivir conmigo, aunque entraba en su habitación con frecuencia y pasaba muchas horas curioseando entre los trastos, Cruz se negó a recuperarla. Decía que era como una pirámide donde debían ir envejeciendo lentamente todas las reliquias un tanto surrealistas de nuestro padre muerto. Estaba un poco loca. Siempre lo estuvo, pero eso a mí me gustaba mucho».

Cuando le preguntamos al Eslavo cómo era su hermana, él mira hacia el puerto y permite que su pensamiento divague entre los barcos antes de responder: «Era muy guapa».

Efectivamente, todas las crónicas coinciden en destacar el brillo especial de los ojos castaños de Cruz Cardenal, un brillo que se adivina en las escasas imágenes que de ella vomitan los buscadores (a pesar de que cuando se cometieron los crímenes de la calle de los Tres Dientes aún no existían los actuales inhibidores de fama, no podemos pasar por alto que Cruz Cardenal, desbordada por el éxito que le granjeó la publicación del Informe sobre la víctima, se convirtió en uno de los más célebres exponentes del Síndrome de Bobby Fischer, muy común a finales del siglo xx y durante la primera mitad de nuestro siglo, consistente en la desaparición voluntaria, más o menos radical, de la vida pública ante una popularidad difícil de gestionar).

Cruz no era una belleza estándar, es lógico que en este punto la objetividad del Eslavo se venga abajo, pero sí una mujer atractiva. Usted mismo, profesor, en una de sus clases se refirió a ella como una «encantadora de serpientes», y con esta expresión vamos a quedarnos, porque las cualidades de Cruz Cardenal eran misteriosas e indomables en aquel tiempo: su juventud le impedía ser consciente de sus fortalezas, la incapacitaba para llevar las riendas de sus armas de seducción; estaba descubriéndolas. De ahí que su comportamiento resultara impredecible.

El Eslavo solo guardaba una fotografía. Tenía una tableta rudimentaria, un modelo que ya no se consigue, que tardó en arrancar y al principio se negó a abrir la carpeta con el nombre de Cruz escrito en mayúsculas; una carpeta que contenía un único archivo: un jpg de Cruz y Marcelo Villar en la Pizzería Blasco la noche del miércoles 16 de junio.

«No quiso contarme por qué había decidido volver, pero yo la conocía. Sabía que algún hombre debía haberle hecho daño y eso bastaba para que ella rompiera con todo. Hasta el final, sus mayores virtudes fueron la capacidad que tenía para empezar en cualquier momento desde cero y la ausencia absoluta de vergüenza cuando le entraban ganas de llorar. Lloraba, pero no te explicaba por qué.

Me dijo que necesitaba reciclarse y me pidió dinero para hacer un curso online