MÁS ALLÁ DEL VIENTO DEL NORTE

V.1: diciembre de 2016


Título original: At the Back of the North Wind

© de la traducción, Joan Eloi Roca, 2016

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2016


Diseño de cubierta: Melissa L. Alvey


Publicado por Ático de los Libros

C/ Mallorca, 303, 2º 1ª

08037 Barcelona

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ISBN: 978-84-16222-44-5

IBIC: FC

Conversión a ebook: Taller de los Libros


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MÁS ALLÁ DEL VIENTO DEL NORTE

George MacDonald



Edición y traducción de Joan Eloi Roca

1

2. El patio

Cuando Diamante salió de entre el heno, dudó durante unos instantes. La escalera por la que solía bajar a la puerta estaba al otro lado del altillo y parecía muy, muy negra, porque estaba llena del cabello del Viento del Norte, que acababa de descender por ella. Y, justo a su lado, estaba la escalera que bajaba directamente al establo por la que subía siempre su padre para alcanzar el heno y dar de comer a Diamante. A través del hueco en el suelo llegaba la seductora luz de la lámpara del establo y Diamante decidió bajar por ahí.

La escalera pasaba muy cerca de la caballeriza en la que vivía Diamante, el caballo. Cuando Diamante, el niño, había bajado ya la mitad de los peldaños, recordó que no le valdría de nada seguir por ese camino, pues la puerta del establo estaba cerrada. Pero entonces la gran cabeza del caballo Diamante asomó por la puerta de su caballeriza y se acercó a la escalera, pues había reconocido al niño Diamante aunque estuviera vestido con su camisón y quería que le acariciara las orejas. Y Diamante lo hizo con suavidad durante un minuto más o menos, y también acarició al gran caballo, y le dio palmaditas en el cuello y lo besó, y ya estaba empezando a quitarle briznas de paja y heno de su crin cuando, de repente, recordó que la dama Viento del Norte lo esperaba en el patio.

—Buenas noches, Diamante —dijo, y subió la escalera como un rayo, cruzó el altillo y bajó por la escalera que llevaba a la puerta. Pero cuando llegó al patio, allí no había ni rastro de la dama.

Siempre es algo horrible pensar que habrá alguien y no encontrar a nadie. Los niños, en particular, no están acostumbrados a ello; y lo habitual es que lloren si no encuentran a nadie, especialmente cuando se despiertan por la noche. Pero, esta vez, la decepción para Diamante fue todavía mayor, pues su corazoncito estaba henchido de gozo: ¡el rostro del Viento del Norte era tan magnífico! ¡Le hacía tan feliz que una dama como ella fuera su amiga, y con esa melena tan larga, además! ¡Pero si era más de veinte veces más larga que la cola de Diamante! Y ahora Viento del Norte se había ido y él se había quedado solo, descalzo sobre el empedrado del patio.

La noche era clara y brillaban las estrellas. Orión, en particular, sacaba provecho de su brillante cinturón y dorada espada. Pero la luna era solo una fina franja. En el cielo había una única nube, grande y andrajosa de un gris casi negro, que acaba de golpe, como un precipicio; y la luna estaba justo en el lado del precipicio, y parecía que se hubiera caído desde la cima de la nube-acantilado y se hubiera roto al rodar precipicio abajo. No parecía feliz, pues miraba hacia la profunda sima que la aguardaba. O, al menos, eso es lo que Diamante pensó mientras la contemplaba. No obstante, se equivocaba, porque la luna no tenía miedo ni estaba cayendo en ninguna sima, pues del otro lado de la nube el precipicio no tenía ninguna pared, y todo el mundo sabe que una sima sin pared por un lado no es una sima en absoluto. Lo que sucedía es que Diamante no había estado nunca en su vida fuera de casa tan tarde ¡y por eso todo cuanto le rodeaba le parecía tan extraño! Era como si hubiera entrado en el País de las Hadas, del que sabía tanto como el que más, pues su madre no tenía dinero para comprar libros que lo confundieran sobre ese asunto. Debo admitir, eso sí, que yo mismo he visto a este mundo —solo muy de vez en cuando, ya sabes lo que quiero decir— cobrar un aspecto tan extraño como lo más extraño que jamás haya visto en el País de las Hadas. Pero confieso que no he visto lo mejor del País de las Hadas, aunque sé que lo veré en algún momento. Pero si has estado ante, y no con, Viento del Norte en una noche fría y glacial, y en camisón, por añadidura, todo te habría parecido tan extraño como se lo parecía a Diamante esa noche. Lloró un poco, solo un poco, por la decepción de haber perdido a la dama: ¡por supuesto que tú, que eres ya un hombrecito, no habrías llorado! Pero a mí, personalmente, no me preocupa que alguien llore, sino por qué llora, y cómo llora —si llora silenciosamente como lloran las damas y los caballeros, o se pone a aullar como un vulgar emperador o una cocinera malhumorada, pues es un hecho que ningún emperador es un caballero y ninguna cocinera es una dama, ni tampoco lo es, dicho sea de paso, ninguna reina ni princesa.

Pero no puede negarse que sienta bien llorar un poquito. Y le sentó divinamente a Diamante, pues, tan pronto como como terminó, volvió a ser un niño valiente.

—¡De todas formas, no podrá decir que fue culpa mía! —dijo Diamante—. Quizá está escondida en alguna parte para ver qué hago ahora. ¡Voy a buscarla!

Así que rodeó el establo y fue hacia el patio de la cocina. Pero en cuanto abandonó el refugio del establo, afilado como un cuchillo, el viento azotó su pequeño pecho y sus piernas desnudas. Aun así, decidió que tenía que ver si la dama estaba en el patio de la cocina, y siguió adelante. Pero cuando llegó al fresno que había en la esquina, el viento sopló con mucha más fuerza, y siguió soplando más y más fuerte hasta que apenas pudo avanzar. ¡Y era tan frío! Parecía que todas las relucientes puntas de las estrellas se hubieran metido de algún modo en el vendaval. Luego pensó en lo que había dicho la dama sobre que la gente tenía frío porque no estaban con el Viento del Norte. Cómo fue que entonces adivinó lo que había querido decir, no lo sé, pero he observado que lo más maravilloso de este mundo es que cualquiera puede llegar a comprender cualquier cosa. Dio la espalda al viento y echó a andar hacia donde lo llevaba el viento, tras lo cual, por extraño que parezca, éste sopló mucho más suavemente contra sus pantorrillas de lo que había soplado contra sus canillas, y el contraste hizo que lo sintiera casi como cálido.

No debes pensar que fue cobarde por parte de Diamante dar la espalda al viento: lo hizo solo porque pensó que era lo que la dama Viento del Norte le había pedido que hiciera. Si le hubiera dicho que debía recibir las ráfagas en su rostro, Diamante habría ofrecido su rostro. Pero no hay nada más absurdo que luchar de balde y sin complacer a nadie.

En fin, era casi como si el viento empujara a Diamante. Si se volvía, soplaba con mucha fuerza, especialmente contra sus piernas, y por eso pensó que bien podía ser que el viento fuera la dama Viento del Norte, aunque no pudiera verla, y que lo mejor sería que dejara que lo llevara soplando a donde quisiera. Así que ella sopló y sopló, y él caminó y caminó, hasta que se encontró frente a una puerta en un muro, que llevaba del patio a un pequeño seto de matorrales que rodeaba la casa del señor Coleman. El señor Coleman era el jefe de su padre y el dueño de Diamante. Abrió la puerta, pasó entre los matorrales y salió al centro del patio, todavía con la esperanza de encontrar allí a Viento del Norte. La hierba era suave y agradable para sus pies descalzos y, en comparación con las piedras de su patio, le pareció cálida; pero la dama no estaba tampoco allí. Entonces empezó a pensar que, después de todo, se debía haber equivocado, y que ella se había ofendido porque no la había seguido rápido y se había quedado hablando con el caballo, cosa que, desde luego, no había sido ni inteligente ni educada.

Allí se quedó, en medio del patio, con el viento inflando su camisón, que ondeaba como la vela suelta de un barco. Las estrellas brillaban con intensidad sobre su cabeza, pero su luz no bastaba para mostrar que la hierba era verde y Diamante se quedó quieto en aquella extraña noche, que parecía casi sólida a su alrededor. Empezó a preguntarse si estaba soñando. Era importante determinarlo, «pues», pensó, «si estoy soñando, eso significa que estoy a salvo en mi cama y, por lo tanto, no hace falta que llore. Pero si no estoy soñando, quiere decir que estoy aquí fuera, y quizá sería mejor llorar o, en cualquier caso, no estoy seguro de poder evitarlo». Llegó a la conclusión, sin embargo, de que, aunque estuviera en un sueño, no le haría ningún daño no llorar durante un ratito: podía empezar a hacerlo siempre que quisiera.

La parte de atrás de la casa del señor Coleman daba al patio, y una de las ventanas del salón se abría directamente sobre él. Las mujeres de la familia no se habían ido todavía a dormir, pues seguía habiendo luz en la ventana. Pero no tenían ni idea de que un niño pequeño estaba en su jardín vestido con un camisón, o habrían salido corriendo afuera sin perder un segundo. Y mientras esa luz estuviera encendida, Diamante no se podía sentir demasiado solo. Se quedó mirando, no al gran guerrero celeste Orión, ni siquiera a la desconsolada y abandonada luna que se ponía por el oeste, sino a la ventana del salón a través de cuyas cortinas verdes salía la luz. Si no recordaba mal, había estado en esa habitación una o dos veces, siempre en Navidad, pues los Coleman eran buena gente, aunque no les gustaban especialmente los niños.

De golpe la luz casi se extinguió: ya solo veía la temblorosa silueta de la ventana. Entonces, desde luego, sí que se sintió solo y abandonado. ¡Era horrible estar fuera por la noche después de que todos los demás se hubieran ido a dormir! Era más de lo que podía soportar. Se echó a llorar con todas sus fuerzas, empezando por un aullido similar al del viento cuando despierta.

Quizá creas que su reacción fue exagerada; después de todo, ¿no podía haber vuelto a su cama cuando hubiera querido? Sí, pero le parecía espantoso volver a subir por aquella escalera y tenderse en su lecho sabiendo que la ventana de Viento del Norte seguía abierta a su lado pero que ella se había ido y quizá nunca volviera a verla. Allí habría estado tan solo como lo estaba aquí, en el jardín. O, todavía peor, habría tenido que pensar que la ventana no era más que un agujero en la pared.

En el mismo instante en que rompió a llorar, la vieja nodriza, que se había convertido en un miembro más de la familia, pues no se había ido cuando la señorita Coleman dejó de necesitar sus servicios, se acercó a la puerta trasera de la casa, que era de cristal, para cerrar las contraventanas. Le pareció que había oído un llanto, miró hacia afuera con una mano a cada lado de sus ojos, como si fueran las anteojeras de Diamante, y divisó algo blanco en el patio.


Demasiado anciana y sabia como para tener miedo, abrió la puerta y fue directamente hacia la cosa blanca para averiguar qué era. Y Diamante, cuando la vio venir, tampoco tuvo miedo, a pesar de que la señora Crump se enfadaba mucho a veces, porque hay cierto tipo de enfado bueno que es solo desagradable, y luego está un tipo malo de enfado que es, desde luego, horroroso. Así que la mujer salió con el cuello estirado, la cabeza al final del cuello y los ojos por delante de todo, como un caracol, escudriñando la noche para ver qué era aquello blanco que brillaba frente a ella. Cuando finalmente vio qué era, hizo grandes aspavientos y levantó los brazos al cielo. Entonces, sin decir nada que pudiera despertarlo, pues pensó que Diamante estaba caminando dormido, se hizo con él y lo condujo hacia la casa. Él no puso ninguna objeción, pues su ánimo era en ese momento el de agradecer cualquier tipo de cuidado, y dejó que la señora Crump lo llevase directamente al salón.

Por descuido de la criada nueva, el fuego del dormitorio de la señorita Coleman se había apagado y su madre le había dicho que se cepillara el cabello frente al fuego del salón, un comportamiento desordenado que se podía justificar porque era el deseo de una madre. La joven dama era muy guapa, aunque ni mucho menos tan bella como Viento del Norte, y su cabello era extraordinariamente largo y le llegaba hasta las rodillas, aunque tampoco se podía comparar con la melena de Viento del Norte. Pero cabe decir que cuando entró Diamante levantó la vista y su cabello envolvió su rostro, y, por un instante, el niño pensó que era Viento del Norte, se soltó de la mano de la señora Crump y corrió hacia ella con los brazos abiertos. A la señorita Coleman le hizo tanta gracia el pequeño que dejó a un lado el cepillo y casi se arrodilló en el suelo para recibirlo entre sus brazos. Él vio al instante siguiente que no era la dama Viento del Norte, pero se parecía tanto a ella que no pudo evitar correr a sus brazos y echarse a llorar otra vez. La señora Crump dijo que el pobre niño era sonámbulo y lo había encontrado caminando en sueños, y Diamante pensó que si lo decía era porque debía saberlo a ciencia cierta, y no la contradijo porque, por lo que él sabía, bien pudiera ser verdad. Las dejó hablar sobre él sin decir nada y, cuando, pasado el asombro y después de que la señorita Coleman le diera un trozo de bizcocho, se determinó que la señora Crump lo llevara de vuelta con su madre, se puso muy contento.

Su madre se levantó de la cama para abrir la puerta a la señora Crump. Le sorprendió mucho ver a su hijo con ella y, después de tomarlo en brazos y llevarlo a la cama, regresó y tuvo una larga conversación con la señora Crump, pues todavía seguían hablando cuando Diamante se quedó dormido y ya no las oyó más.

3. El viejo Diamante

Diamante se despertó muy temprano por la mañana y pensó que había tenido un sueño muy curioso. Pero el recuerdo de lo sucedido devino cada vez más claro en su cabeza, hasta el punto en que dejó de parecerle un sueño, y empezó a dudar si no habría estado realmente fuera con el viento la noche pasada. Llegó a la conclusión de que, si realmente la señora Crump lo había traído de vuelta a casa, su madre haría algún comentario al respecto y eso zanjaría la cuestión. Con esa idea se levantó y se vistió, pero, al descubrir que su padre y su madre todavía no se movían, bajó por la escalera hasta el establo. Allí descubrió que incluso el viejo Diamante seguía durmiendo, pues también él, como el joven Diamante, se levantaba en cuanto se despertaba, y ahora estaba tendido en el suelo tan plano como podía estirarse un caballo sobre aquella buena cama de paja.

«Voy a darle al viejo Diamante una sorpresa», pensó el niño; y caminando sigilosamente, sin que el caballo se diera cuenta, se montó a horcajadas a su espalda. Entonces llegó el turno del joven Diamante para llevarse una sorpresa mucho mayor de la que esperaba pues, con un terremoto, con un estruendo y jaleo de mil demonios, con un remolino de patas y relinchos y lomos, el joven Diamante se vio elevado por los aires mientras se aferraba con ambas manos a la crin del caballo. Al instante siguiente, el viejo Diamante dio una coz con sus patas traseras y, con un grito de terror, el joven Diamante acabó subido a su cuello, abrazándolo tanto como abarcaban sus pequeños brazos. Pero entonces el caballo se quedó quieto como una piedra y solo movió la cabeza para que el niño volviera a descender suavemente hasta su lomo. En cuando el animal había escuchado el grito del joven Diamante, había comprendido que no había motivo para más coces, pues el joven Diamante era un buen chico, y el viejo Diamante un buen caballo, y estaba la mar de bien que uno estuviera a lomos del otro.

Tan pronto como Diamante se sintió cómodo en su montura, el caballo empezó a comer heno y el niño empezó a pensar. Nunca había montado a Diamante antes él solo, y nunca había bajado de él sin que lo levantaran en volandas hasta el suelo. Así que se quedó allí sentado, mientras el caballo comía, preguntándose cómo iba a desmontar.

Pero mientras meditaba cómo hacerlo, su madre despertó, y su primer pensamiento fue ir a ver a su niño. Lo había visitado dos veces durante la noche, y lo había encontrado durmiendo tranquilamente. Ahora encontró su cama vacía y tuvo miedo.

—¡Diamante! ¡Diamante! ¿Dónde estás, Diamante? —llamó.

Diamante volvió la cabeza, sentado como estaba, como un caballero sobre su montura en un establo encantado, y gritó:

—¡Estoy aquí, mamá!

—¿Dónde, Diamante? —replicó.

—Aquí, mamá, montado en Diamante.

Fue corriendo a la escalera, miró hacia abajo y lo vio montado sobre el gran caballo.

—Baja de ahí, Diamante —dijo.

—No puedo —contestó Diamante.

—¿Cómo has subido? —le preguntó su madre.

—Ha sido muy fácil —contestó él—, pero cuando me levanté, Diamante también se levantó, y he acabado aquí arriba.

Su madre pensó que había estado caminando dormido otra vez y se apresuró a bajar por la escalera. No le apetecía mucho acercarse al caballo, pues no estaba acostumbrada a los caballos, pero se habría metido en la guarida de un león, y con más motivo en el establo de un caballo, para ayudar a su niño. Así que fue y lo bajó de lomos de Diamante, y a partir de ese momento ella se sintió más valiente toda su vida. Lo llevó en brazos hasta su habitación, pero, temiendo asustarlo si le hablaba sobre su sonambulismo, al que atribuía lo sucedido, no le dijo nada sobre la noche anterior. Antes de que el día terminase, Diamante casi había concluido que toda su aventura había sido un sueño.

Durante la semana siguiente su madre lo vigiló con atención y acudió varias veces cada noche al altillo; cada vez, de hecho, que se despertaba. Y siempre lo encontró profundamente dormido.

Toda esa semana hizo mal tiempo. La hierba amanecía cada mañana cubierta de escarcha blanca que se pegaba con confites a todas las hojas. Como los zapatos de Diamante no eran buenos y su madre no había podido ahorrar lo bastante para traerle el par nuevo que tanto deseaba comprarle, no le dejaba salir a la calle. Jugó a todos sus juegos una y otra vez dentro de casa, especialmente al de conducir dos sillas desde la cuna del bebé como si fueran los caballos que tiraban de un coche y, si no iban muy rápido, iban desde luego tan rápido como podía esperarse de las mejores sillas del mundo, aunque una de ellas tenía solo tres patas y la otra solo medio respaldo.

Al final su madre consiguió comprarle los zapatos nuevos y, en cuanto se aseguró de que le iban bien, le dio permiso para que saliera a correr por el patio y se entretuviera durante una hora.

Se ponía ya el sol cuando salió por la puerta como un pájaro que sale de una jaula. Todo le parecía nuevo. Una gran hoguera crepuscular ardía sobre la puerta que comunicaba los establos con la casa; sobre el fuego celeste se extendía un gran lago de luz verde, sobre él una nube dorada y sobre ella el azul de los cielos y el viento. Y Diamante pensó que, aparte de su casa, no había visto nunca un lugar donde le apeteciera tanto vivir como ese cielo. Pues no son las cosas bonitas las que hacen que una casa sea un hogar, sino tu madre y tu padre.

Mientras miraba aquellos colores maravillosos, se abrieron las puertas y apareció por ellas el viejo Diamante y su colega de tiro en el carruaje, ambos trotando con impaciencia, como si bailaran, ansiosos por llegar cuanto antes a su establo y a su avena. Entraron en el patio muy rápido. Diamante no temía que su padre lo atropellase, pero, para no estropear el grandioso espectáculo de su llegada con aquellos magníficos caballos y su enorme capa, que tenía una orla roja en cada pliegue, se apartó del camino y dejó que pasaran corriendo hacia los establos. Para curarse en salud, se refugió en el hueco de la puerta que llevaba del patio a los arbustos.

Mientras estaba allí, recordó como el viento lo había empujado a ese mismo lugar la noche de su sueño. El caso es que, una vez más, lo recordaba tan vivamente que volvía a estar casi seguro de que no había sido un sueño. En cualquier caso, decidió comprobar si las cosas tenían el mismo aspecto que habían tenido entonces. Abrió la puerta y pasó a través del pequeño seto de matorrales. No se veía ni una flor en los parterres del jardín. Incluso los valientes y antiguos crisantemos y las rosas de Navidad habían sucumbido a la escarcha. ¿Qué? ¡Sí! ¡Quedaba una! Corrió hacia ella y se arrodilló para mirarla.

Era una prímula —una cosita diminuta, pero de forma perfecta—, una maravilla en miniatura. Al acercar el rostro a ella para verla mejor, se levantó una suave brisa que agitó a dos o tres largas hojas que había detrás de la flor, que se echaron a temblar, pero la prímula seguía inmóvil en su huequecito verde, contemplando el cielo sin darse por enterada de que el viento soplaba sobre ella. Era como un ojo que la oscura, tranquila y ventosa tierra había abierto para mirar al cielo. Y, de pronto, a Diamante le pareció que la flor estaba diciendo sus oraciones y que no estaba bien mirarla fijamente como la estaba mirando. Por eso, la dejó sola y fue corriendo al establo a ver cómo su padre preparaba la cama a Diamante. Luego su padre lo tomó en brazos, lo subió por la escalera y lo llevó a la mesa donde iba a tomar el té.

—La señorita está bastante mal —dijo el padre de Diamante—. La señora la ha acompañado hoy al médico y parecía bastante abatida cuando han salido. Me he fijado por si podía hacerme una idea de lo que había dicho el doctor.

—¿Y la señorita no parecía abatida también? —preguntó su madre.

—Ni la mitad que la señora —repuso el cochero—. Verás, lo que pasa…

Pero bajó la voz y Diamante no pudo oír más que una palabra aquí y otra allí. Pues el padre de Diamante no era solo uno de los mejores cocheros que había, sino también uno de los sirvientes más discretos. Por lo tanto, no quería hablar de asuntos de la familia a la que servía con nadie más que con su mujer, de quien hacía tiempo que sabía que era todavía mejor que él mismo, y puso buen cuidado en que ni siquiera Diamante pudiera oír nada que luego pudiera repetir en relación al señor y a su familia.

Pronto llegó la hora de dormir, y Diamante se fue a la cama y se quedó profundamente dormido.

Despertó de golpe, en la oscuridad.

—Abre la ventana, Diamante —dijo una voz.

Resulta que la madre de Diamante había vuelto a tapar la ventana de Viento del Norte.

—¿Eres tú, Viento del Norte? —preguntó Diamante—. No te oigo soplar.

—No, pero me oyes hablar. Anda, abre la ventana, que no tengo mucho tiempo.

—Sí —respondió Diamante—. Pero, por favor, Viento del Norte, ¿de qué va a servir? La última vez me dejaste solo.

Se había puesto de rodillas y trataba otra vez de arrancar con las uñas el papel que tapaba el agujero de la pared. Pero ahora que volvía a oír a Viento del Norte, recordó todo lo que había sucedido con tanta claridad como si hubiera pasado la noche anterior.

—Sí, pero eso fue culpa tuya —repuso Viento del Norte—. Yo tenía trabajo que hacer y, además, un caballero nunca debe hacer esperar a una dama.

—Pero yo no soy un caballero —dijo Diamante, mientras continuaba rascando el papel.

—Espero que no digas eso dentro de diez años.

—Voy a ser cochero, y un cochero no es un caballero —insistió Diamante.

—En nuestra casa a tu padre lo consideramos un caballero —dijo Viento del Norte.

—Pero él mismo no se considera así —replicó Diamante.

—Eso no tiene importancia: todo hombre debería ser un caballero, y tu padre lo es.

A Diamante le gustó tanto oír eso que rascó el papel con el ahínco de diez ratones, y en cuanto despegó una puntita, lo pudo arrancar entero de un tirón. Al instante siguiente una niña pasó volando sobre su cama y se posó en el suelo.

—¡Oh, caramba! —dijo Diamante, bastante consternado—. No sabía… ¿y quién eres tú?

—Soy Viento del Norte.

—¿De verdad?

—Sí. Date prisa.

—Pero no eres mayor que yo.

—Pero ¿crees que me preocupa lo pequeña o grande que sea? ¿No me viste esta tarde? Entonces era todavía más pequeña.

—No. ¿Dónde estabas?

—Tras las hojas de la prímula. ¿No las viste moverse?

—Sí.

—Date prisa, entonces, si es que quieres venir conmigo.

—Pero no eres lo bastante grande para cuidar de mí. Me parece a mí que eres solo la señorita Viento del Norte.

—En cualquier caso, soy lo bastante grande como para mostrarte el camino. Pero si no quieres venir, entonces quédate.

—Debo vestirme. No me preocupaba con una señora mayor, pero no puedo ir con una niña pequeña vestido con mi camisón.

—Muy bien. No tengo tanta prisa como tenía la otra noche. Vístete tan rápido como puedas. Mientras tanto, yo iré a acariciar las hojas de la prímula.

—No le hagas daño —dijo Diamante.

Viento del Norte rio, con una risa que era como un estallido de burbujas de plata, y desapareció en un santiamén. Diamante vio —pues las estrellas iluminaban el cielo nocturno y la masa de heno estaba en marea baja— el brillo de algo que desaparecía por la escalera. Salió de la cama de un salto y se vistió más rápido de lo que se había vestido en toda su vida. Enseguida salió al patio, atravesó la puerta en el muro, y corrió hacia la prímula. Viento del Norte estaba tras la flor, inclinada sobre ella y mirándola como si fuera su madre.

—Ven —dijo, y saltó hacia él y le ofreció su mano.

Diamante la tomó. Estaba fría, pero era tan agradable y estaba tan llena de vida que era mejor que si estuviera caliente. Ella lo condujo a través del jardín. De un salto se plantó sobre el muro. Diamante se quedó abajo.

—¡Espera, espera! —gritó—. Por favor, ayúdame, yo no puedo saltar así.

—Porque no lo has intentado —dijo Viento del Norte, que allí arriba parecía palmo y medio más alta que antes.

—Dame la mano otra vez y lo intentaré —dijo Diamante.

Ella alargó el brazo hacia él, Diamante tomó su mano, dio un gran salto y se plantó a su lado.

—¡Esto es fantástico! —dijo.

Otro salto y llegaron al camino de sirga. El río estaba en marea alta y las estrellas brillaban claras en sus profundidades, pues las aguas estaban calmas mientras aguardaban a que la marea volviera a bajar hacia el mar. Caminaron siguiendo la orilla, pero no habían llegado muy lejos cuando la superficie del río se cubrió de ondas y las estrellas desaparecieron de su seno.

Viento del Norte era ahora alta como una joven ya crecida. Su cabello ondeaba alrededor de su cabeza y una brisa volaba río abajo. Pero ella se desvió a un lado y echó a andar por un sendero estrecho. Al avanzar por él, su melena dejó de agitarse y cayó lacia.

—Esta noche tengo que hacer un trabajo desagradable —dijo— antes de salir al mar, y debo empezar de inmediato. Siempre hay que hacer primero la tarea menos agradable.

Y, tras decir eso, agarró a Diamante y echó a correr, deslizándose cada vez más y más rápido sobre el suelo. Diamante intentó mantenerse a su altura tanto como pudo. Ella dio muchas vueltas y tomó muchos atajos, al parecer porque no era fácil hacerle pasar a él sobre muros y casas. En un momento dado, entraron en un salón cuyas puertas delanteras y traseras estaban abiertas. Al pie de la escalera, Viento del Norte se detuvo y Diamante se sobresaltó al oír un gran gruñido junto a él. Allí, en lugar de Viento del Norte, se encontró que tenía su mano sobre la pezuña de un enorme lobo. Se soltó, consternado, y el lobo subió a grandes saltos por la escalera. Las ventanas de la casa vibraban y temblaban como si se estuvieran disparando cañones cerca y, desde el piso de arriba, llegó el ruido de algo muy grande cayendo. Diamante se quedó mirando el rellano de la escalera con rostro lívido.

«¡No puede ser», pensó, «que Viento del Norte se esté comiendo a uno de los niños!»

Volviendo en sí de golpe, corrió tras ella con su pequeño puño cerrado. Por la escalera subían y bajaban damas con vestidos de largas colas acompañadas por caballeros con corbatas blancas, y todos se lo quedaron mirando, pero ninguno de ellos era gente de aquella casa, y no dijeron nada. Antes de que llegara a la cima de las escaleras, sin embargo, Viento del Norte se encontró con él, lo tomó de la mano y se apresuró a bajar y a salir de aquel lugar.

—¡Espero que no te hayas comido a un bebé, Viento del Norte! —dijo Diamante, con mucha solemnidad.

Viento del Norte se rio divertida y siguió con pies ligeros y paso cada vez más rápido. Su vestido herboso se arrastraba y arremolinaba a su paso, y siempre que pasaba sobre hojas secas, salían revoloteando en espirales y rodaban sobre sus cantos, como ruedecillas, alrededor de sus pies.

—No —dijo al final—, no me he comido a ningún bebé. No tendrías que haberme hecho esa pregunta tan insensata si no te hubieras soltado de mí. Habrías visto tú mismo cómo he castigado a una enfermera que estaba gritando a una niña y diciéndole que era malvada. La enfermera había estado bebiendo. Vi una fea botella de ginebra en un armario.

—¿Y la asustaste? —dijo Diamante.

—¡Eso creo! —respondió Viento del Norte y rio alborozada—. Me lancé a su cuello y cayó al suelo con tanto estrépito que todo el mundo vino a ver qué había pasado. Mañana la despedirán… y lo habrían hecho antes, de saber tanto como sé yo.

—Pero ¿no se asustó la pequeña?

—No me vio. La mujer tampoco me habría visto, si no hubiera sido malvada.

—¡Oh! —dijo Diamante, dudando un poco.

—¿De qué te iba a servir ver cosas que no comprendes o con las que no sabes qué hacer? —repuso Viento del Norte—. La gente buena ve cosas buenas, la gente mala, cosas malas.

—Entonces, ¿tú eres una cosa mala?

—No, porque me ves, querido Diamante —dijo la joven, y bajó la mirada hacia él. Diamante distinguió, en las profundidades de la cascada que formaba su cabello, los ojos llenos de amor de la gran dama.

—Tuve que adoptar el aspecto de algo malo para que pudiera verme. Si hubiera adoptado cualquier otra forma que no fuera la de un lobo, no me habría visto, pues esa es también la forma que crece en su interior.

—No sé lo que quieres decir —dijo Diamante—, pero supongo que todo está bien.

Ahora subían por la cuesta de una colina cubierta de hierba. Aunque Diamante no había oído hablar nunca de ella, era, de hecho, la colina Prímula. En cuanto llegaron a la cima, Viento del Norte se puso en pie y volvió el rostro hacia Londres. Las estrellas seguían brillando claras y frías sobre sus cabezas. No se veía una nube en el firmamento. El aire era fresco, pero a Diamante no le pareció frío.

—Ahora —dijo la dama—, hagas lo que hagas, no sueltes mi mano. Puede que la última vez te perdiera, pero entonces no tenía prisa, y hoy sí la tengo.

Sin embargo, se quedó inmóvil durante unos momentos.

4. Viento del Norte

Y, mientras ella estaba quieta mirando hacia Londres, Diamante vio que temblaba.

—¿Tienes frío, Viento del Norte? —preguntó.

—No, Diamante —contestó ella, mirándolo y sonriendo—. Solo me preparo para barrer una de mis habitaciones. Estos niños descuidados, egoístas y desordenados la dejan hecha un desastre.

Al oírla, podría haber adivinado por su voz, aunque no la hubiera estado viendo, que se estaba haciendo más y más grande. Su cabeza ascendió y ascendió hacia las estrellas y, según crecía, todavía con todo el cuerpo temblando, su cabello también se hacía más y más largo y ondeaba y se alejaba de su cabeza en olas negras. Al instante siguiente, sin embargo, cayó lacio a su alrededor y ella menguó y menguó hasta convertirse simplemente en una mujer alta. Entonces se llevó las manos a la nuca, cogió su cabello y empezó a trenzarlo. Cuando hubo terminado, se agachó, acercó su bello rostro al del niño y le dijo:

—Diamante, tengo miedo de que no seas capaz de mantenerte asido a mí y, si te soltases, no sé qué podría pasar, así que he hecho sitio entre mi cabello. Ven.

Diamante extendió los brazos, pues cuando aquel rostro majestuoso lo miraba, obedecía a todo lo que le decía como un bebé. Ella lo tomó en sus manos, lo subió hasta su hombro y le dijo:

—Entra, Diamante.

Y el niño apartó el cabello con las manos, se abrió paso en el interior de la melena y, a tientas, pronto encontró el nido trenzado. Era como un bolsillo, o como el chal en el que las madres gitanas llevan a sus niños. Viento del Norte se llevó de nuevo las manos a la espalda, palpó el nido y, tras cerciorarse de que estaba seguro, dijo:

—¿Estás cómodo, Diamante?

—Sí, desde luego —contestó Diamante.

Al instante siguiente se elevaba en el aire. Viento del Norte creció hasta alcanzar la morada de las nubes. Su cabello irradió de ella hasta convertirse en una niebla sobre las estrellas. Ella se lanzó hacia el espacio.

Diamante se agarró con fuerza a dos de las trenzas que, entrelazadas, formaban su refugio, pues no pudo evitar asustarse un poco. Tan pronto como se recuperó, miró por entre los mechones entretejidos, pues no se atrevía a sacar la cabeza del nido. La tierra pasaba a toda velocidad bajo él como un río o un gran mar. Los árboles, el agua y la verde hierba se deslizaban fugaces. Cuando pasaron sobre los jardines zoológicos escuchó un fuerte rugido de animales salvajes, mezclado con la charla de los monos y el piar de los pájaros, pero dejaron atrás esos ruidos en un santiamén. Y ahora no veía nada más que tejados de casas, que se extendían como un gran torrente de tejas y piedras. Al paso de Viento del Norte caían las extensiones de las chimeneas y las tejas volaban de los tejados, pero a él le parecía como si los tejados y las chimeneas los dejaran atrás mientras se desplazaban rápidos como las nubes. Se percibía un tremendo rugido, pues el viento azotaba Londres como un mar que rompe en la orilla, pero, por supuesto, Diamante, en la espalda de Viento del Norte, no sentía nada de todo esto. Estaba perfectamente en calma. Oía el ruido del temporal, pero eso era todo.

Poco a poco reunió el coraje para asomarse por el borde de su nido. Contempló las casas que se deslizaban a sus pies y luego se alejaban disparadas, como si fueran un imperioso torrente formado por piedras en lugar de por agua. Luego levantó la vista al cielo, pero no vio estrellas; las ocultaban las grandes masas del cabello de la dama, que se habían extendido entre ellas. Empezó a preguntarse si ella le oiría en caso de hablarle. Decidió intentarlo.

—Por favor, Viento del Norte —dijo—, ¿puedes decirme qué es ese ruido?

Desde muy arriba, llegó la voz de Viento del Norte, que respondió con cariño:

—Es el ruido de mi escoba. Yo soy la anciana que barre las telarañas del cielo y ahora estoy barriendo el suelo.

—¿Por qué parece que las casas huyen de nosotros?

—Porque estoy barriendo muy rápido sobre ellas.

—Pero, por favor, Viento del Norte, yo sabía que Londres era muy grande, pero no sabía que era tan grande. Parece como si no pudiéramos llegar nunca al final de la ciudad.

—Estamos dando vueltas, de lo contrario habríamos salido hace ya mucho.

—¿Es así como barres, Viento del Norte?

—Sí, paso una y otra vez con mi gran escoba.

—¿Te importaría ir un poco más despacio, por favor? Me gustaría ver las calles.

—Ahora no verás gran cosa.

—¿Por qué?

—Porque ya he barrido a casi todo el mundo hacia sus casas.

—¡Oh! ¡Me había olvidado! —dijo Diamante, y no añadió nada más, pues no quería ser pesado.

Pero ella descendió un poco hacia los tejados de las casas, así que Diamante pudo ver lo que pasaba en las calles. Como era de esperar, había muy poca gente en ellas. Las llamas de las farolas parpadeaban y se estremecían, pero no parecía que nadie hubiera de menester su luz.

De súbito, Diamante vio a una niña que bajaba por una calle. El viento la fustigaba sin descanso y llevaba una escoba que se notaba que le costaba arrastrar. Parecía como si el viento le tuviera ojeriza: la molestaba como un animal salvaje y hacía ondear los jirones de su harapiento vestido. ¡Estaba tan sola ahí abajo!

—¡Oh, por favor, Viento del Norte! —gritó—. ¿No puedes ayudar a esa chiquilla?

—No, Diamante, no debo dejar mi trabajo.

—Pero ¿por qué no ibas a ser buena con ella?

—Soy buena con ella. Estoy barriendo los malos olores.

—Pero eres más buena conmigo, querida Viento del Norte. ¿Por qué no puedes ser tan buena con ella como lo eres conmigo?

—Hay motivos para ello, Diamante. No a todo el mundo se le puede tratar igual. No todo el mundo está preparado para lo mismo.

—Pero no veo por qué yo debo ser tratado mejor que ella.

—¡Crees que no hay nada que hacer más que lo que ves, Diamante, tontuelo! Está bien. Por supuesto que puedes ayudarla, si quieres, pues tú no tienes nada en particular que hacer en este momento, pero yo sí.

—¡Oh! ¡Pues déjame ayudarla! Pero entonces, ¿me esperarás?

—No, no puedo esperarte; debes hacerlo tú solo. Y, ojo, ahí abajo, el viento también te azotará a ti.

—¿Es que no quieres que la ayude, Viento del Norte?

—No sin que sepas de antemano lo que pasará. Si te derrumbas y lloras, no le serás de mucha ayuda a ella y además habrás hecho el ganso.

—Quiero ir a ayudarla —dijo Diamante—. Solo hay una cosa que me preocupa: ¿cómo voy a volver a casa?

—Si eso es lo que te preocupa, quizá lo mejor es que sigas conmigo. Si te quedas, yo te llevaré de vuelta a casa.

—¡Allí! —gritó Diamante, que todavía estaba mirando a la niña—. Estoy seguro de que el viento la arrastrará, y quizá la mate. Bájame para que pueda ayudarla.

Habían estado barriendo más lento a lo largo de la calle. Hubo una pausa en el rugido.

—Está bien, aunque no puedo prometerte llevarte de vuelta a casa —dijo Viento del Norte, mientras se dejaba caer cada vez más cerca de los tejados de las casas—. Sí puedo prometerte que, al final, todo acabará bien. Volverás a casa de algún modo. ¿Has decidido ya lo que quieres hacer?

—Sí: ayudar a la niña —dijo Diamante con firmeza.

En ese mismo instante Viento del Norte descendió a la calle y se posó en pie sobre ella. Ahora tenía el tamaño de una dama muy alta, pero su melena ondeaba todavía inconmensurable sobre las casas. Se llevó las manos a la espalda, sacó a Diamante del bolsillo entre sus trenzas y lo dejó suavemente en el suelo. En cuanto lo soltó, los violentos remolinos y ráfagas se apoderaron de él y casi se lo llevaron volando. Viento del Norte dio un paso atrás y enseguida se hizo tan alta como las casas. Una extensión de metal de una chimenea se estrelló justo a los pies de Diamante. Él miró ansioso en dirección a la niña, pero cuando se volvió hacia Viento del Norte para despedirse, la dama había desaparecido y el viento rugía por la calle como si ésta fuera el lecho de un torrente invisible. La niña corría a merced del viento, con el cabello ondeando al aire, y arrastraba su escoba tras ella. Corría tan rápido como podía para mantenerse en pie mientras el viento la arramblaba. Diamante se refugió en el hueco de una puerta, con intención de asirla cuando pasara por delante suyo y tirar de ella hacia ese refugio, pero la niña pasó volando frente a él como un pajarillo, llorando flojito y lastimosamente.

—¡Detente, detente, niña! —gritó Diamante, lanzándose tras ella.

—¡No puedo! —exclamó la niña—, el viento no me deja.

Diamante podía correr más rápido que ella y, además, no cargaba con ninguna escoba. Logró agarrarla por el vestido, pero éste se desgarró y de nuevo se le escapó la niña pequeña. Así que tuvo que correr otra vez, y esta vez corrió tan rápido que se puso frente a ella, se volvió y la cogió en brazos, y los dos cayeron juntos y rodaron por el suelo, lo que hizo que la niña rompiera a reír entre su llanto.

—¿Dónde vas? —preguntó Diamante, acariciándose el codo que había extendido más.

El brazo al que pertenecía ese codo rodeaba una farola y ahora Diamante estaba interpuesto entre la niña pequeña y el viento.

—A casa —dijo ella, jadeando para recuperar el aliento.

—Entonces, te acompaño —dijo Diamante.

Y entonces se quedaron callados un rato, pues el viento bramaba todavía más fuerte que antes, y tuvieron que agarrarse los dos a la farola con todas sus fuerzas para que no los arrastrase.

—¿Dónde está tu cruce? —preguntó la niña, al final.*

—Yo no barro —contestó Diamante.

—Entonces, ¿a qué te dedicas? —preguntó ella—. No eres lo bastante grande para la mayoría de los trabajos.

—No sé exactamente a qué me dedico —contestó él, un poco avergonzado—. A nada, supongo. Mi padre es el cochero del señor Coleman.

—¿Tienes un padre? —dijo ella, mirándolo como si un niño con un padre fuera un extraño fenómeno de la naturaleza.

—Sí. ¿Tú no? —dijo Diamante.

—No, ni madre tampoco. Solo tengo a la vieja Sal —y empezó a llorar otra vez.

—No vuelvas con ella si no es buena contigo. Yo no lo haría —dijo Diamante.

—Pero a alguna parte hay que ir.

—Vamos, no os paréis aquí. Circulad. Vamos, seguid adelante —dijo la voz de un policía tras ellos.

—Ya te lo he dicho —insistió la niña—. Hay que ir a alguna parte. Es lo mismo de siempre.

—Pero la vieja Sal no te pega, ¿verdad?

—Ojalá lo hiciera.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Diamante, sorprendido.

—Lo haría si fuera mi madre. Entonces no se quedaría tendida en la cama preocupándose de sus feos y viejos huesos mientras me oye llorar en la puerta.

—Pero… no querrás decir que no te dejará entrar esta noche.

—Lo más seguro es que no.

—Entonces ¿qué haces fuera tan tarde? —preguntó Diamante.

—Mi cruce está muy lejos, en el West End, y con el viento he tardado más, porque me he entretenido barriendo también portales y callejuelas.

—De todas formas, será mejor que lo intentemos —dijo Diamante—. Vamos.

Mientras hablaba, Diamante creyó ver de reojo a Viento del Norte doblar una esquina frente a ellos y, cuando la doblaron ellos mismos, descubrieron que al otro lado todo estaba tranquilo, pero Diamante no vio ni rastro de la dama.

—Ahora guíame hasta tu casa —dijo, tomándola de la mano—, y yo cuidaré de ti.

La niña retiró la mano, pero solo para secarse los ojos con el vestido, pues la otra mano estaba ocupada con la escoba. Le devolvió su manita y lo guio, esquina tras esquina, hasta que llegaron frente a la entrada de un sótano en una calle muy sucia. La niña llamó a la puerta.

—A mí no me gustaría mucho vivir aquí —dijo Diamante.

—Oh, sí, claro que te gustaría, si no tuvieras otro sitio al que ir —respondió la niña—. Solo espero que nos deje entrar.

—No quiero entrar —dijo Diamante.

—¿A dónde quieres ir, entonces?

—A mi casa.

—¿Y dónde está eso?

—No lo sé, exactamente.

—Entonces, estás todavía peor que yo.

—Oh no, Viento del Norte… —empezó a decir Diamante, y se detuvo, sin saber muy bien por qué.

—¿Qué? —dijo la niña, mientras pegaba la oreja a la puerta.

Pero Diamante no contestó. Tampoco lo hizo la vieja Sal.

—Te lo dije —afirmó la niña—. Está despierta y nos escucha. Pero no nos va a dejar entrar.

—¿Qué harás ahora? —preguntó Diamante.

—Seguir adelante.

—¿A dónde?

—Oh, a cualquier parte. Bendito seas, estoy acostumbrada.

—¿Y no sería mejor entonces que vinieras conmigo?

—¡Esa sí que es buena! Si tú no sabes a dónde vas. Venga, vámonos.

—Pero ¿a dónde?

—Oh, a ningún sitio en particular. Vamos.

Diamante obedeció. El viento había amainado considerablemente. Caminaron y caminaron, yendo en una dirección y luego en otra, sin ningún motivo para preferir un camino a otro, hasta que salieron de la espesura de casas y llegaron a una tierra baldía.** Llegados a este punto, estaban ambos muy cansados. Diamante tenía bastantes ganas de llorar y pensaba que había sido muy tonto bajándose de la espalda de Viento del Norte. No le habría importado lo más mínimo si hubiera servido de algo, pero le parecía que no había sido de ninguna ayuda para la niña. En esto se equivocaba, pues ella era mucho más feliz por tenerlo a su lado de lo que lo habría sido si hubiera tenido que vagar sola. Ella no parecía estar tan cansada como él.

—¿Podemos descansar un poco? —preguntó Diamante.

—Veamos —respondió ella—. Hay algo parecido a una vía de tren allí. Quizá haya también un puente.

Fueron hacia allí y encontraron uno y, mejor todavía, debajo del arco del puente había un barril vacío.

—¡Hola! ¡Qué suerte! —dijo la chica—. Un barril es la mejor cama. Para un vagabundo, quiero decir. Echaremos una cabezadita y luego nos pondremos en marcha de nuevo.

Se metió dentro y Diamante entró tras ella. Se abrazaron y, al entrar en calor, Diamante recuperó el coraje.

—¡Aquí se está bien! ¡Soy tan feliz!

—Pues no te creas que es gran cosa —dijo la niña—. Yo estoy acostumbrada, supongo, pero no entiendo cómo un niño pequeño como tú sale solo a la calle a estas horas de la noche.

Le llamó niño pequeño, pero, en realidad, ella era apenas un mes mayor que él. Sucedía que había tenido que trabajar para ganarse el pan, y eso hace que te hagas mayor más rápido.

—Pero no habría estado fuera tan tarde si no hubiera bajado a ayudarte —dijo Diamante—. Viento del Norte ha vuelto a casa hace ya mucho.

—Creo que debes haber salido de alguno de los loqueros de Hidget*** —dijo la chica—. Ya has dicho antes algo sobre el viento del norte que no tenía ni pies ni cabeza.

Así que ahora, para defenderse, Diamante tuvo que contárselo todo.

Ella no creyó ni una sola palabra de cuanto le explicó. Le dijo que no era tan cateta como para tragarse todas esas sandeces. Pero, justo cuando decía eso, pasó bajo el arco una ráfaga de viento tan fuerte que hizo que el barril echara a rodar. Ambos se apresuraron a salir, pues no estaban tan apretados dentro como para que pudieran rodar sin que les doliera, como sucede con un barril lleno hasta el borde de arenques.

—Creía que necesitaba echarme a dormir —dijo Diamante—, pero la verdad es que no tengo mucho sueño. Vamos, sigamos adelante.

Caminaron más y más, descansando a veces en el escalón del umbral de alguna puerta, pero siempre regresando a los caminos o a los campos en cuanto podían.

Se encontraron al final con una cuesta cada vez más pronunciada a un lado de la cual había una especie de vertedero, rodeado por una valla irregular en la que había unas pocas puertas. Fuera de la valla había cosas rotas de diverso tipo, desde rodillos de jardín a tiestos y botellas de vino. Empezaron a subir la cuesta, pero en cuanto llegaron a la cima de la pendiente, un golpe de viento los acometió y los empujó colina abajo tan rápido como pudieron correr. Diamante no pudo frenar y chocó con una de las puertas del muro. Para su sorpresa, la puerta cedió y ambos se precipitaron dentro. Cuando se recuperaron, miraron a su alrededor. Era la puerta trasera de un jardín.

—¡Mira, mira! —gritó Diamante, después de mirar unos instantes—. ¡Ya me parecía! ¡Viento del Norte no miente! ¡Aquí estoy, en el jardín del señor Coleman! Escúchame, pequeña, tienes que hacer un agujero pequeño en la pared de la vieja Sal, y luego acerca la boca a él y di: «¿Por favor, Viento del Norte, puedes llevarme contigo?». Ya verás lo que pasa.

—Quizá lo haga. Pero estoy tanto tiempo fuera en la calle que no sé si quiero más viento.

—Estarás con Viento del Norte, no ante el viento.

—Es lo mismo.

—No, no lo es.

es lo mismo.

—Lo digo porque lo sé.

—Y yo lo sé más. ¿Es que quieres que te dé una bofetada? —dijo la niña.

Diamante se enfadó mucho. Pero recordó que incluso si ella le daba una bofetada, no debía devolvérsela, porque era una niña, y lo que tienen que hacer los niños, si las niñas se portan mal, es irse. Así que echó a andar hacia la puerta.

—Adiós, señor —dijo la niña.

Eso hizo volver en sí a Diamante.

—Siento haberme enfadado —dijo—. Ven conmigo y mi madre nos dará de desayunar.

—No, gracias. Debo ir a mi cruce. Ya amanece.

—Lo siento mucho —dijo Diamante.

—Bueno, es una vida dura, con la vieja Sal y con tantos agujeros en los zapatos.