UNA
CONGREGACIÓN
DE SOMBRAS

EL DIOS DE LOS PROTESTANTES veló porque aquellos fieros galeses, que iban en busca de una vida nueva en tierra nueva, llegaran sanos y salvos y a toda vela a la colonia de los deudores. Desde Savannah viajaron hacia el oeste, internándose en territorios inhóspitos, atravesando el Canoochee y el Ohoopee, el Oconee y el Flint, además del furioso Chattahooche, hasta llegar a los matorrales del Territorio de Alabama, que habían sido despejados por los chochtaw. Algunos de ellos se quedaron allí; otros siguieron viajando hacia el oeste, esta vez todavía más allá, hasta llegar al río Misisipi en caravana, y pasaron luego al otro lado, a Luisiana.

«Diablos», solía decirle a uno Jerry Lee Lewis en plena noche, a la que parecía tener el poder de convocar para envolverse en ella a cualquier hora; «diablos», solía decir, contemplando las venas de su muñeca con ojos entornados, mientras se sumergía en el recuerdo de los relatos de su padre y de los hermanos de su padre; «diablos», solía decir, «los Lewis tienen una historia muy larga. Bebedores y jugadores desaforados». Entonces el último hijo indómito apartaba la mirada de sus venas y echaba una ojeada al whisky en una mano y al puro en la otra. «Unos putos desastres, supongo», decía, antes de estallar en carcajadas o de lanzar alguna maldición, según en mitad de qué noche estuviera o qué capa llevara puesta en ese momento.

En el otoño de 1790, en Luisiana, en la orilla oriental del río Ouachita, donde hoy se encuentra la ciudad de Monroe, no muy lejos de donde nació el último hijo indómito, Jean Filhiol ordenó levantar un fuerte para que los colonos de Ouachita estuvieran a salvo de los chitimachas.

La colonia estaba formada por unos doscientos hombres y mujeres, pero solo setenta y cinco de ellos estaban armados. El comandante Filhiol, que había fundado la factoría en 1785, describió a los colonos bajo su tutela como «la escoria de todo tipo de naciones». Se quejaba de su indolencia e informó de que «destacan en todos los vicios», y que «las mujeres son tan impías como los hombres». Escribió, avergonzado, que «los salvajes que tienen ocasión de contemplarlos, por más salvajes que sean, los miran con desprecio».

El fuerte se terminó de construir en febrero de 1791 y fue bautizado en honor de Esteban de Miró, el gobernador provincial que había ordenado la fundación de la factoría de Ouachita. Llegado el año 1800, cuando la bandera francesa reemplazó a la española en Luisiana, Fort Miró había empezado a convertirse en una ciudad.

Fue allí, a Fort Miró, adonde llegó Thomas C. Lewis en torno a la época en que Estados Unidos le compró Luisiana a Napoleón, en 1803. Dedicado al tráfico de leyes y terrenos, acabó por convertirse en uno de los hombres más ricos y poderosos del distrito de Ouachita. En 1812, cuando Luisiana se incorporó a la Unión, Thomas C. Lewis era juez de distrito. Él y su esposa, Lucinda, vivían con sus cuatro hijos y sus dos hijas en una mansión situada al borde de un acantilado que daba al río. Poseían gran número de esclavos y de distintas tonalidades de piel, y bebían en copas de cristal.

El primero de mayo de 1819, el vapor James Monroe subió por el río Ouachita hasta Fort Miró. Se trataba del primer barco de esa clase que visitaba la localidad, y la ciudadanía rebautizó la villa en su honor. Al juez Lewis no le gustaba el presidente Monroe, cuyo nombre llevaba ahora su ciudad, por lo que decidió declarar la secesión. Él y un vecino suyo, Patrick Harmonson, lograron que durante la primera sesión de la cuarta legislatura se aprobara una ley que a partir de la unión de sus propiedades colindantes se constituía el municipio de Lewiston. Pese a que no se hizo el menor caso de la existencia formal de Lewiston y finalmente cayera en el olvido, su condición de municipio jamás fue derogada. Hasta la fecha, unos quinientos acres de Monroe, que se extienden por la ribera en dirección norte desde DeSiard Street, siguen constituyendo legalmente la ciudad-dentro-de-una-ciudad con la que el juez Lewis quiso honrar a su estirpe.

En el otoño de 1819, poco después de la fundación de Lewiston, el juez Thomas C. Lewis pasó a mejor vida. Su esposa le siguió durante la primavera, y la herencia de los Lewis, tasada en ocho mil novecientos setenta y tres dólares, fue dividida en partes iguales entre su descendencia.

John Savory Lewis, el bisabuelo del último hijo indómito, se casó con una muchacha llamada Jane, y al igual que su padre antes que él, dirigió una de las mayores plantaciones de Monroe. Mas no estaba destinada a perdurar. En 1861 Luisiana se declaró a favor de la secesión y libró la Guerra de Independencia2. En el verano de 1863, el borrachín de Grant tomó Vicksburg, a apenas setenta millas de Monroe, y John Lewis supo que lo que su padre había forjado a base de tierra y valor estaba condenado a caer en ruinas, y que su auténtico patrimonio no eran ni los esclavos negros ni la elegancia del cristal ni la solícita obediencia de sus vecinos, sino única y absolutamente la tierra y el valor, que ni toda la artillería del norte podrían arrebatarle jamás. Cayó en 1865, como John Lewis sabía que ocurriría.

«Era capaz de postrar de rodillas a un caballo de un puñetazo. El Viejo Lewis. Vaya un hombre, diablos. Entonces liberaron a todos los esclavos.» Eso era lo que decía el último hijo indómito del bisabuelo al que nunca llegó a conocer. Y lo decía con orgullo, como si estuviera leyendo un epitafio.

Nacido en la casa solariega en 1856, el hijo de John Lewis, Leroy, fue testigo de la ruina de la heredad antes de que hubiera terminado su infancia. Durante los años de la Reconstrucción, muchos de los descendientes del juez Lewis se mudaron a Ruston, ciudad recién fundada que estaba a unas veinte millas al oeste de Monroe. Allí fundaron una adinerada aristocracia de médicos, abogados y congresistas que todavía existe en Ruston en la actualidad. Pero Leroy M. Lewis se quedó en Monroe. Trabajó como dependiente en una farmacia, y luego, durante siete años, fue ayudante de un médico. Después se hizo maestro. Fue entonces cuando conoció a su prima de quince años, Arilla Hampton, y se enamoró de ella. Contrajeron matrimonio en 1886.

Leroy continuó enseñando durante cuatro años más después de haberse casado, pero empezó a estar harto de la ciudad y a realizar frecuentes viajes a la campiña silvestre del distrito de Richland, situada al este de Monroe, más allá del pantano de Lafourche. Sus estancias en el campo se fueron dilatando, y finalmente adquirió una granja allí. Ahora bien, había sido criado como urbanita y no sabía llevar una granja. Plantó algodón demasiado corto y casi se muere de hambre.

Leroy y su familia se mudaron de una pequeña granja a otra hasta que en 1909 se establecieron definitivamente en una localidad llamada Snake Ridge. Situada a unas diez millas al sudeste de Mangham, cerca de Big Creek, la comunidad de Snake Ridge había sido fundada por granjeros pobres en la década de 1820, cuando William Tom Hewitt, uno de los fundadores, vio aquella cresta —que sobresalía sobre un turbio meandro del Misisipi— y comentó que era más retorcida que una serpiente. Pese a que Snake Ridge, al igual que la vecina localidad de Nigger Ridge, jamás ha figurado en mapa alguno, los ancianos del lugar siguen llamando al lugar con el nombre que le puso William Tom Hewitt antes de que nacieran sus padres.

Para cuando Leroy Lewis se trasladó a Snake Ridge, Arilla le había dado cuatro hijos y siete hijas. A cuenta de tanta mudanza de una granja a otra, los niños no hicieron mucho acopio de saber libresco, pero todos ellos llegaron a ser mejores granjeros que su padre, y todos tenían talento para la música. Leroy tocaba el violín, y sus hijos también; a las niñas les encantaba tocar la guitarra y cantar. Todas las noches había música.

Leroy era una buena persona, pero un mal bebedor, y lo que no logró arruinar con su mala mano para la agricultura, lo arruinó con el whisky. La música era su gran goce cuando estaba borracho y su penitencia cuando estaba sobrio, y de algún modo evitaba que todo se desmoronara. A veces cogía una botella y se subía al ferrocarril de la línea Nueva Orleans & Northwestern, que hacía el trayecto entre Mangham y Rayville, y al ferrocarril de la línea Vicksburg, Shreveport & Pacific, que iba entre Rayville y Monroe. Bebía hasta que su cuerpo y su alma ya no podían más, y luego bebía un poco más, hasta que lo que ya no podía más era su bolsillo; entonces bebía un poco más todavía, hasta que todo lo que él pudiera dar ya no daba más de sí. Entonces Leroy M. Lewis volvía a Snake Ridge cantando sobre Jesucristo o sobre mujeres ligeras de ropa. Y cuando aparecía, nadie se alegraba más de verle que su hijo favorito, Elmo.

Elmo Kidd Lewis era el séptimo vástago de Leroy y su segundo hijo varón, y había nacido el 8 de enero de 1902 en Mangham. Apuesto, dotado de una hermosa mata de pelo negro, una mandíbula recia y una sonrisa que a su padre le recordaba al Viejo Lewis, Elmo fue el hombre más alto de Snake Ridge antes de haber cumplido siquiera años suficientes para afeitarse. De todos los hijos de Leroy, Elmo era el que más duro trabajaba y el que mejor tocaba. Era amable como solo puede serlo de verdad un hombre realmente fuerte, pero bebiendo era un flojo. Leroy le regañaba al respecto, al igual que a él le había regañado infinitas veces el pastor baptista de Mangham. Elmo se limitaba a sonreír. Entonces su padre le sonreía a su vez. Luego Leroy sacaba la botella y le hablaba a su hijo de quienes le habían precedido: de cómo el Viejo Lewis era capaz de postrar de rodillas a un caballo de un solo golpe, de la gran casa del acantilado de Ouachita, que estaba justo donde ahora estaba la Funeraria Mulhearn, de los ciento cincuenta esclavos y la mañana en que les dieron su libertad, cuando los susodichos esclavos caminaron por la carretera durante tres millas, dieron media vuelta y regresaron antes de la hora de cenar. Y de la tierra y del valor.

El cáncer devoró el estómago de Leroy Lewis, que murió en 1937. Para entonces su hijo favorito ya había tenido dos chiquillos propios. Se sentaban en el regazo de su padre, y él acercaba su rostro al suyo y les hablaba de lo que les había precedido, no de la parte que concernía a la tierra y el valor, sino la que era como un cuento de hadas.

Uno de los chicos habría de morir. El otro, sobre el que recayó el patrimonio de los Lewis, llegó más alto que el mismísimo juez Lewis, más lejos que ninguno de los hombres que aparecían en los relatos de su padre, antes de caer más bajo que ninguno de ellos. Era el último hijo indómito, y lo sabía, igual que sabía que los hombres que aparecían en aquellos relatos sabían cuando tronaba pero no iba a llover.

TIERRA

ELMO KIDD LEWIS tomó por esposa a una muchacha de dieciséis años de la vecina comunidad de Crowville. Se llamaba Mary Ethel Herron, y había nacido el 17 de marzo de 1912, durante la gran inundación de ese mismo año. Su madre, Theresa Lee, era hija de gente con dinero, los Foreman, que nunca le perdonaron a su niñita el haberse casado con John William Herron, un humilde granjero de insignificante bolsillo y menor ambición. La familia Foreman tenía antecedentes de demencia, y Theresa Lee, al igual que su implacable padre, acabó por perder el juicio. La maldición de los Foreman estaba muy arraigada en su sangre y no podía ser desalojada por la semilla de una sangre ajena. Los hijos de Theresa Lee, así como los hijos de sus hijos, lo sabían. Algunos de ellos la oían, como si se tratara de un graznido malévolo, a determinadas horas del crepúsculo. Otros notaban cómo sus garras descendían sobre ellos para no levantar ya el vuelo.

Mamie Herron era la muchacha más bonita e inteligente que Elmo Lewis jamás hubiera conocido. Y al igual que a Elmo, le chiflaba cantar. Era una muchacha muy religiosa, pero no tanto como para espantar a Elmo. Se casaron a comienzos de 1929. Para entonces muchos de los hermanos, hermanas y amigos de ambos se habían marchado del distrito de Richland, donde al parecer las cosas no hacían sino empeorar con cada año que pasaba. Los lugareños habían oído hablar de la prosperidad que el presidente Coolidge estaba trayendo a Estados Unidos, pero ellos sabían muy bien, maldita sea, que en Snake Ridge no había aparecido ni por asomo. La inundación de 1927, cuando los hombres fueron remando en canoa sobre lo que hasta entonces habían sido los campos de algodón del distrito de Richland, y cuando los siluros del Misisipi nadaron por las calles de Magham, había sido la peor que nadie del lugar pudiera recordar. William Faulkner, que vivía al otro lado del río, escribió un libro sobre aquella inundación, una novela llamada Las palmeras salvajes, y no poca gente del norte creía que se lo había inventado todo de cabo a rabo. Dos años más tarde, el distrito de Richland seguía lidiando con las consecuencias de aquella inundación.

Las hermanas de Elmo, Carrie, Eva e Irene, se casaron con tres hermanos apellidados Gilley. Carrie y George Gilley se quedaron en Snake Ridge, pero Eva y Harvey, e Irene y Arthur Philmore Gilley se trasladaron al sur, a la localidad de Ferriday, en el distrito de Concordia. La hermana mayor de Mamie, Stella, también se había mudado a vivir allí, donde acabó casándose con Joseph Lee Calhoun, el hombre más poderoso del distrito. En vista de que allí ya tenían parentela y un pariente político rico, a Elmo y a su joven y embarazada esposa Ferriday se les antojó un lugar tan bueno como cualquier otro, por lo que en la primavera de 1929 hicieron las maletas con lo poco que tenían y se fueron al sur en busca de una vida mejor.

Ferriday se encuentra a unas cincuenta millas de Mangham, y en aquel entonces aquellas millas se podían recorrer en tren, en el ferrocarril de la línea Nueva Orleans & Northwestern, o en automóvil por la Autopista 15. Hasta 1903 Ferriday no había sido más que un campo de algodón que formaba parte de la Plantación Helena, propiedad de la Compañía de Inversiones Inmobiliarias. La localidad fue elegida como terminal por los ferrocarriles de las líneas Texas & Pacific y Memphis-Helena & Louisiana, y en el otoño de 1903, la Compañía de Inversiones trazó el mapa del pueblo y lo bautizó en honor del difunto juez J. C. Ferriday, cuya familia había sido dueña de la Plantación Helena desde 1827 hasta que a principios de siglo fue vendida a la Compañía de Inversiones. Ferriday se constituyó como municipio en 1906. El gobernador Blanchard nombró como primer alcalde de Ferriday a un tal Thomas H. Johnston, de quien se rumoreaba que había pasado la primera semana de su ejercicio del cargo en la cantina del pueblo, como no podía ser de otra manera, y donde no paró de hablar con regocijo de los puntos más sobresalientes de su propuesta para un Impuesto sobre Potorros.

Durante algunos años Ferriday fue poco más que una terminal de ferrocarril. Pero en el momento en que llegaron Elmo y Mamie Lewis, ya se había convertido en una comunidad de unos dos mil quinientos habitantes, la mayoría de los cuales eran negros. (El distrito de Concordia siempre había sido predominantemente negro. Durante los primeros años que siguieron a la emancipación de los esclavos, en el distrito hubo casi diez mil habitantes negros frente a apenas setecientos blancos. Hacia 1929, los blancos habían regresado hasta cierto punto, pero el distrito seguía siendo negro en más de sus dos terceras partes.) Pese a que las calles seguían sin pavimentar, en Ferriday había un banco, un colegio de ladrillo, gas, electricidad y cuatro iglesias. También estaba el maravilloso King Hotel, donde forasteros de manos suaves y cuello almidonado escupían y departían con los hombres de negocios locales sobre la Compañía Minera Anaconda, los judíos de Nueva York, los arados de cuatro surcos, y sus malditas esposas. El alcalde P. H. Corbett era aficionado a decir que a ningún hombre honrado podía llegar a faltarle trabajo en Ferriday. Además de las granjas de algodón, había una empresa de aros, una tonelería, una maderería y otras industrias. El pueblo estaba atravesado por tres vías férreas: la de Nueva Orleans & Northwestern, la de Texas & Pacific y la de Memphis-Helena & Luisiana. Los bosques de los alrededores de Ferriday seguían rebosantes de caza: codornices y agachadizas, patos y palomas, ciervos y mapaches, y hasta algún que otro oso. Salvo por los negros y los armadillos, era igualito que Sión, le dijo Mamie a Elmo.

Elmo y Mamie se establecieron en una granja propiedad de Joseph Lee Calhoun situada en las afueras del oeste del pueblo, cerca de Turtle Lake. A veces resultaba difícil ir a cualquier parte del distrito de Concordia sin pisar tierras de Calhoun. Como el viejo juez Lewis, a cuyos retoños sin tierras y venidos a menos llegó a conocer, Lee Calhoun era un hombre hecho para la tierra. Era de aspecto poco llamativo, un hombre del campo de complexión media, barriga abultada, piel curtida y pelo encanecido; ahora bien, todos los que lo conocían le consideraban un hombre imponente. Sus antepasados habían sido colonos en Arkansas, y después habían seguido el curso del río Ouachita en dirección sur hasta Luisiana, más allá de Monroe, olvidándose de Lewiston y continuando rumbo al sur, donde el Ouachita desembocaba en el Black. Allí había nacido él, el 20 de febrero de 1887, en el distrito de Concordia, en la localidad de Eva, entre el agua dulce del río Black y los pantanos de Cocodrie. Allí, en el distrito de Concordia, el joven Lee compró un poco de tierra. La vendió y compró más. Y continuó haciendo lo mismo, asegurándose siempre de vender su tierra a un precio mayor del que había pagado por ella. Con el nuevo dinero que así quedaba disponible, compraba más tierra. Para cuando se hubo mudado a Ferriday, poco antes de su trigésimo cumpleaños, poseía tierras no solo en el distrito de Concordia, sino también en Catahoula. En algunas de esas tierras puso casas de alquiler, para que los granjeros arrendatarios le pagasen por usar su tierra; en otras crio ganado, y en algunas mandó construir pozos petrolíferos. Llegó a ser tan poderoso como rico. Nunca se presentó personalmente a ningún cargo público, al igual que nunca cosechó el algodón de sus tierras con sus propias manos; pero ¡ay de aquellos que se presentasen a cargos en los pagos de Concordia que le pertenecían sin obtener antes su beneplácito!, pues alcaldes, congresistas y demás desempeñaban para Lee Calhoun una función bastante semejante a la de sus granjeros arrendatarios. Puede que tuvieran permiso para trabajar sus tierras en beneficio de todos, pero jamás debían olvidar a quién pertenecían. Rara vez viajaba más allá de Luisiana, pero acudían a hacer negocios con él hombres de tantos países lejanos como distritos había en su estado natal; y jamás engañaba a nadie que fuera demasiado tonto como para darse cuenta de que lo estaban engañando. Ya estuviera arrendándole derechos de explotación mineral al multimillonario tejano del petróleo H. L. Hunt o vendiéndole una mula hecha polvo a un aparcero más hecho polvo aún, trataba a cada hombre con el debido respeto. Rico o pobre, negro o blanco, lo trataba de manera justa, siempre y cuando no violase sus tierras, pues así tenía que ser, decía el señor Calhoun. En virtud de su matrimonio con Stella Herron, llegó a ser patriarca y benefactor de otras dos familias además de la suya propia. Eran una gente un tanto extraña, pero cultivaban bien y no codiciaban demasiado sus tierras.

El 11 de noviembre de 1929, poco después de las primeras heladas, Mamie y Elmo Lewis tuvieron un bebé varón, al que también bautizaron con el nombre de Elmo. Mamie dijo que se sentía muy afortunada de ser la única mujer del distrito que tenía dos Elmos. Lo dijo unas diez o doce veces.

Aquel fue un invierno feliz. La cosecha de algodón fue buena, y recabó un buen precio, casi dieciséis centavos por libra. Con algo del dinero que había obtenido por el algodón, Elmo compró una Victrola de segunda mano, de esas que funcionaban dándole a la manivela. Solía sentarse junto al hogar contemplando a su hermosa esposa de diecisiete años y a su hermoso hijo varón mientras escuchaba a Jimmie Rodgers cantar sobre cómo iba a pegarle un tiro a la pobre Thelma solo para ver cómo saltaba y caía. La vida era mejor en Ferriday, pensó Elmo, de lo que había sido en Snake Ridge. La casa de alquiler de madera en la que vivían él y su familia era tosca, fría y húmeda. No tenía electricidad ni agua corriente, ni gas para la calefacción o para cocinar. No obstante, aquel nuevo hogar, así como el bosque y el pueblo, se le antojó a Elmo un lugar muy prometedor, con más luces que sombras, sin el embrujo de cantos de aves invisibles ni los prolongados y solitarios estertores del siglo anterior, que se resistía a desaparecer.

Llegó el buen tiempo y Elmo trabajó duro en el campo de algodón, como había hecho siempre. Lee Calhoun solía pasar por delante del campo a lomos de su gran alazán y se fijaba en él: era más alto, se agachaba más y sudaba más que los demás. «Menudo lerdo laborioso», solía decirle al caballo antes de espolearlo y seguir su camino. El propio Elmo nunca logró desentrañar lo suyo con el trabajo, del mismo modo que nunca logró desentrañar realmente lo suyo con el whisky. Acostumbraba a decir que si un hombre iba a trabajar tenía que trabajar, y que si iba a beber tenía que beber, y que no había más que añadir. Eso era lo que solía decir, y a la gente le gustaba escucharlo, pero en realidad no se lo creía; no sentía que realmente fuera cierto del mismo modo que otras cosas lo eran. Lo decía porque a la gente le gustaba oírlo y porque parecía una de esas cosas que habrían dicho los hombres que salían en los cuentos, y no iba más allá. Aquellas tierras ni siquiera eran suyas. Eso lo sabía. Pero trabajaba con más ahínco que los demás desde que amanecía hasta que se ponía el sol, y entonces regresaba a su choza y sonreía a Mamie y al pequeño Elmo. Sí, la gente solía decir que Elmo Lewis siempre entraba por la puerta de su casa con una sonrisa, y le admiraban por ello. A veces, después de cenar, tras el café y el pudin de maíz, a la hora en que el viento empezaba a hacer silbar la maleza, en que el sol empezaba a ponerse y que todo iba adquiriendo el tono del rescoldo quejumbroso de toda la tristeza jamás habida y por haber, Elmo iba paseando hasta el borde de Turtle Lake. Le gustaba quedarse allí de pie, sin sonreír ni pensar. De vez en cuando, entre los cipreses y los sauces, aparecían garcillas blancas o una solitaria garza azul merodeando pacíficamente en aguas poco profundas, sin sonreírle a su vez. Una vez, estando allí, encontró un objeto indio: una fina lámina tallada de pedernal rojo. Y en otra ocasión en que estaba allí, comenzó a entender lo suyo con el trabajo, aunque no tanto como para ponerlo en palabras.

La cosecha de 1930 fue infame, pues la Gran Depresión había hecho caer el precio del algodón a apenas nueve centavos por libra, el precio más bajo registrado desde el cambio de siglo. Aquel invierno Elmo trabajó de carpintero para que a él, su mujer y su retoño no les faltara comida. El año siguiente fue peor todavía; el algodón de Elmo no le proporcionó más que cinco centavos por libra. En 1932 el precio mejoró una pizca, pero seguía estando mucho más cerca de los cinco centavos que de los diez. En aquellos años, venía bien conocer a Lee Calhoun. Cuando el viento atravesaba los listones y el frío cortaba demasiado, Elmo y Mamie llevaban a la criatura al lado, a casa del tío Lee, en la que el viento no penetraba. Mamie se sentaba a hablar con su hermana Stella. Elmo hijo se quedaba sentado en el suelo babeando con la pequeña Maudine Calhoun. Elmo y Lee se sentaban a comer pollo, y Lee siempre le preguntaba a Elmo qué tal estaba su padre, si se encontraba mejor o no, y él siempre le decía, bueno, ya sabes, es cuestión de tiempo. Se sucedieron los inviernos, las épocas de la siembra, y los veranos tórridos.

En la primavera de 1933, llegó Franklin D. Roosevelt con la Ley de Ajuste Agrícola, y les dijo a los agricultores que el gobierno les daría dinero si roturaban de nuevo lo que acaban de terminar de sembrar. Lee Calhoun le dijo a Elmo que no prestase la menor atención a aquel maldito mentecato tullido que le hablaba a la gente a través de una radio idiota ni a su New Deal. Le dijo que Franklin D. Roosevelt nos había sacado del patrón oro, cosa que ya era bastante mala de por sí, pero que ahora aquel chalado y sus charlas junto a la chimenea habían ido demasiado lejos al intentar sacarnos del patrón tierra. Además, le confió Calhoun, él mismo había empleado aquel mismo truco de arar en medio distrito de Catahoula apenas hacía cinco años, y eso era todo lo que fue entonces y todo lo que iba a ser ahora: un truco. Elmo dejó crecer su algodón, lo recolectó, y le dieron por él más de diez centavos la libra. Salió y compró prácticamente todos los discos que jamás había grabado Jimmie Rodgers, se cogió buenas borracheras, y acompañaba las canciones con su propia voz, salvo aquella que iba sobre el apartadero, la red ferroviaria principal y la araña que quería que transportaran sus cenizas, porque esa hacía enojar a Mamie; ella decía que sencillamente no estaba dispuesta a tolerarla; y él decía que era una lástima que Jimmie Rodgers estuviera muerto, y que hubiera fallecido tan joven, con tan solo treinta y cinco años, solo tres más de los que tenía ahora el propio Elmo. A Mamie todo aquello la ponía nerviosa. Eso sí, le encantaba la voz de su marido, y adoraba oírle cantar.

Junior también se estaba convirtiendo en todo un cantante. Tenía ya cinco años, y todos los domingos iba caminando a la iglesia al ladito de su madre y de su padre, o a veces solo de su madre. No solo era el amor de madre lo que inducía a Mamie a presumir de su chiquillo. Toda la congregación decía que Junior tenía una voz y un rostro angelicales. Todos bromeaban diciendo que el pequeño Elmo Lewis y la pequeña Maudine Calhoun seguramente se harían novios pronto, y Junior se ruborizaba.

Aquel año Lee Calhoun se hizo cargo de un tropel de nuevos parientes políticos. En Snake Ridge, cuando Elmo apenas era un niño, su hermana mayor Ada se había casado con un hombre llamado Willie Harry Swaggart. Aproximadamente en torno a la misma época en que Roosevelt le decía a todo el mundo que arrancara sus algodonales, Willie y Ada se mudaron a Ferriday junto a su hijo adolescente, Willie Leon. Los Swaggart, padre e hijo, se ganaban la vida en el campo, y además pescaban y ponían trampas. El hijo, Willie Leon, era un violinista muy bueno, y se sacaba un dinerillo extra —algo de ese dinero del que disponían los pardillos que habían vuelto a roturar— tocando en bailes rurales los fines de semana. En uno de aquellos bailes conoció a la más joven de las hermanas Herron, Minnie Bell, de dieciséis años, que también se había mudado a Ferriday, junto con Ma y Pa Herron y su hermana casada, Viola, poco antes que los Swaggart. Willie Leon y Minnie Bell se casaron a comienzos del año siguiente, 1934, cuando él tenía diecinueve años y ella diecisiete.

Lee Calhoun, que ya había empezado a perder la cuenta de todos los parientes políticos que habían venido a habitar sus tierras, tuvo que tomar distancia y reflexionar acerca de este último giro de los acontecimientos. Willie Harry Swaggart se había casado con la hermana de Elmo. Ahora el hijo de Willie Harry, Willie Leon, se había casado con la hermana de la mujer de Elmo, la cuñada de Willie Harry y la tía de Willie Leon. «¡Por el fuego eterno!», pensó Lee Calhoun, ¿acaso no convertía eso al sobrino y al cuñado de Elmo en una misma persona? Entonces Lee Calhoun se puso a pensar que maldita fuera su estampa si Willie Harry y Willie Leon no se habían configurado de algún modo en cuñados, o quizá en tío y sobrino, en lugar de ser padre e hijo, y que si Willie Leon y Minnie Bell tenían descendencia, de algún modo Minnie Bell podría acabar siendo no solo madre sino también tía, y que su abuelo, Willie Harry, seguramente acabaría siendo su primo, y finalmente la pobre criatura tendría suerte si se libraba de convertirse en su propio tío, abuela postrada en cama e hijo olvidado mucho tiempo ha. Y de algún modo él, Lee Calhoun, había heredado todo aquel proliferante rompecabezas chino de extrañas formas de vida, cultivo de algodón y matrimonios. Se subió a lomos de su gran alazán y aquella tarde luminosa y tranquila del final del invierno cabalgó a toda prisa hasta que dejó de pensar, y luego se marchó a casa y puso cara torva un rato.

El verano llegó y pasó, y el algodón obtuvo los mejores precios que había obtenido en cinco años. Junior se estaba convirtiendo en un muchacho encantador. Mamie vio a su hermana pequeña Minnie Bell embarazadísima y feliz. Parecía un momento indicado para procrear, y Elmo y Mamie decidieron tener otra criatura. Una noche fría y oscura después de Navidad, cuando el viento silbaba con tal fuerza que los perros le ladraban y no se podía escuchar el pitar del Iron Mountain al pasar por la localidad, la semilla arraigó.

En enero de 1935, poco después de que Mamie supiera que estaba en estado de buena esperanza, Elmo se metió en un lío con la ley. Lee Calhoun no era hombre dado a beber, pero sabía que tales hombres abundaban. También sabía que una fanega de maíz solo valía un puñado de peniques, pero que esa misma fanega de maíz transformada en alcohol valía un puñado de dólares, y que nada haría que eso cambiara jamás, ni ninguna puñetera Ley Seca ni ninguna Derogación igualmente puñetera. Lee Calhoun había fabricado whisky antes de la Ley Seca, había fabricado whisky durante la Ley Seca, y estaba fabricando whisky en ese momento. Llevaba el negocio del whisky del mismo modo que llevaba el negocio de la tierra. Ahí era donde intervenían Elmo y todos aquellos ceros a la izquierda del rompecabezas chino.

Era un alambique imponente, de poco menos de doscientos litros de capacidad, escondido (pero no tanto como para que no se fijase en él medio distrito de Concordia) entre los matorrales próximos a Turtle Lake, en territorio Calhoun. Elmo y Willie Leon Swaggart y algunos otros familiares políticos varones más se ocupaban del mantenimiento. Mezclaban la pulpa de maíz y el azúcar, vigilaban el depósito, estaban pendientes de la caja de combustión, regulaban la llave de purga, vaciaban el gran condensador de hojalata y llenaban las tinajas. Era un buen whisky, de cien grados, en el que todos ellos creían ciegamente y que todos ellos bebían. A veces, cuando estaban junto al alambique bebiendo durante un destilado, Lee Calhoun aparecía montado a lomos del alazán y les preguntaba si se acordaban de la vez aquella que se encontraron a una enorme mocasín de agua muerta flotando dentro de la tina de pulpa fermentada.

Aquel día de enero estaban todos ahí, esperando a que salieran del alambique las primeras gotas de whisky fuerte, cuando algo emergió de entre los arbustos, y no era Lee Calhoun preguntando por una serpiente muerta.

Los agentes del Departamento del Tesoro los encañonaron con sus pistolas y los esposaron. Uno de ellos destrozó la parte de cobre del alambique con un hacha. Los detenidos fueron arreados hasta la parte de atrás de una camioneta federal, y la camioneta se metió por un camino de tierra batida, rumbo a la Autopista 84. Minnie Bell Swaggart iba andando en ese momento por ese camino de tierra, y cuando el camión se aproximó reconoció a su marido, Willie Leon, y a varios parientes más, que se asomaron y la saludaron con la mano. Ella empezó a gritar y a saludarles a su vez. El agente que conducía la camioneta fue reduciendo la velocidad hasta detener el vehículo, y Minnie Bell, que para entonces estaba ya embarazada de siete meses, anadeó hasta el camión, se detuvo y miró fijamente durante un instante el escudo federal que llevaba en la puerta, y acto seguido miró a su marido y empezó a berrear sin más. Elmo le pidió que le dijera a Mamie que no iba a estar en casa a la hora de cenar, pero Minnie Bell no le oyó y continuó berreando. Uno de los agentes, que estaba sentado con una escopeta entre los detenidos, preguntó quién era aquella mujer.

—Es mi mujer —dijo Willie Leon Swaggart.

El agente se fijó un rato en la barriga de Minnie Bell antes de volverse hacia Willie Leon y decir:

—Bueno, pues tú lárgate. Y como te vea por aquí un minuto más, vas a dar con tus huesos en la cárcel igual que todos estos.

El agente le quitó a Willie Leon las esposas, y este se bajó del camión de un salto y se fue caminando por la carretera con Minnie Bell, volviéndose una sola vez para ver cómo el camión desaparecía con cinco de sus cuñados dentro.

Elmo y sus parientes fueron juzgados y condenados. Lee Calhoun no tenía poder alguno sobre el Estado central. Elmo y los demás lo sabían. También sabían que el tío Lee cuidaría muy bien de sus mujeres y de su prole mientras ellos estuvieran fuera y que se encargaría de sembrar su algodón en caso de que no hubieran vuelto para la época de la siembra. Poco antes de que se llevaran a Elmo, Mamie supo con toda certeza que estaba preñada, y se lo dijo, y este salió del pueblo con una sonrisa y le dijo que estaría de vuelta antes de que cantara el gallo.

La cárcel federal de Nueva Orleans era pequeña, fría, húmeda, y estaba hacinada. Albergaba a menos de trescientos presos, la mayoría de los cuales, como Elmo, estaban allí por infracciones relacionadas con la producción de alcohol. Cinco días por semana, antes del mediodía, el encargado del economato impartía lecciones para aprender a leer y escribir. Todos los domingos por la tarde se celebraba una misa protestante. Alrededor de una treintena de reclusos afortunados obtenían la oportunidad de ganar hasta siete dólares al mes trabajando en la fábrica de esterillas de goma de la cárcel, a condición de que el setenta y cinco por ciento de su paga fuera enviada cada mes a quienes dependían de ellos. La mayoría de los presos se quedaban sentados por ahí echando escupitajos, o reflexionando acerca de la propensión natural de esta o aquella esposa a la infidelidad. A los prisioneros rebeldes los enviaban abajo, a la celda de aislamiento, un agujero apestoso negro como la boca de un lobo e infestado de ratas y de lagartos. Elmo le contó a algunos de los reclusos que en tiempos su abuelo, el Viejo Lewis, había sido propietario de una parte de Monroe, pero al parecer ninguno de ellos le creyó. Él los maldijo y no les contó nada más, porque eran unos mentecatos.

Cuando Elmo regresó a casa, en primavera, Minnie Bell ya había sido madre y Mamie empezaba a tener barriga. La criatura de los Swaggart había nacido el 15 de marzo, y Minnie Bell y Willie Leon lo bautizaron como Jimmy Lee. Era un bebé muy hermoso, de cabellos castaños y guapo, como su madre. También había un nuevo alambique de cobre, que el tío Lee y algunos de los muchachos habían montado cerca de Turtle Lake, a unos centenares de metros de donde había estado el anterior. Daba gusto volver a estar en Ferriday en primavera.

Aquella primavera el tío Lee se metió en un lío, pero por suerte no era un lío con el gobierno. Le pescaron con un camión cargado de novillos de pura raza y lo detuvieron por cuatrerismo. Cuando llegó el día del juicio, se las había arreglado para venderle las pruebas a un hombre de Catahoula. La desaparición del ganado aturulló al joven e irreverente fiscal de distrito, pero lo que más le aturulló fueron los testigos que el tío Lee reunió entre su nutrido séquito de deudores perpetuos para declarar bajo juramento que lo que había transportado el señor Calhoun aquel día era un camión lleno de caballos, no de novillos. El agente que había procedido a la detención dijo que sí, que ahora que lo pensaba, los culos de aquellos bichos estaban a bastante altura del suelo. Mientras se dirigía hacia la salida de los juzgados, el tío Lee le dijo al irreverente muchacho que nunca más volviera a tocarle los cojones en el distrito de Concordia.

A finales de aquel verano, en la noche del 8 de septiembre, Luisiana se puso al rojo vivo cuando se tuvo conocimiento de que Huey Long había sido asesinado a tiros en el vestíbulo del edificio del capitolio en Baton Rouge. Aclamado como salvador y paladín de los pobres, y maldecido como dictador, demente y amante de los negros, el Pez Rey, primero como gobernador, y luego como senador, había regido los destinos de Luisiana desde 1928 pistola en ristre y con una bocaza vociferante e inmunda. Últimamente se decía que Huey le tenía el ojo echado a la presidencia, y que la iba a obtener. Sin embargo, un joven médico llamado Carl Weiss, yerno de uno de los líderes anti-Long, acababa de liberar su alma con una pistola barata, y había sido abatido a su vez por los encolerizados guardaespaldas de Huey. El Pez Rey resistió durante día y medio en el Hospital de Nuestra Señora del Lago, y falleció en la mañana del día diez, mientras decía en voz baja: «No me dejes morir, Dios. Me queda tanto por hacer».

El pequeño Elmo empezó a asistir a la Escuela Elemental de Ferriday esa misma semana, y a fin de mes ya había empezado a aprender a leer y escribir. Por la noche se sentaba junto al fuego con su pizarra y su tiza, e intentaba componer canciones como las que cantaba en la iglesia todos los domingos.

Cuando el último domingo de ese mes no lo llevaron a la iglesia, Elmo hijo supo que aquel debía de ser un día especial y misterioso, y así era. Aquel día, el 29 de septiembre de 1935, siendo más de noche que de día, Mamie Lewis escuchó el primer berrido de su recién nacido. Un perro al que nadie había visto jamás había estado aullando junto a la ventana a la que daba su cama. Su hermana Stella le había tirado piedras para ahuyentarlo, pero volvió. Al final, desapareció entre los matorrales rumbo a Turtle Lake, y Stella Calhoun nunca más volvió a verlo.

Mamie y Elmo bautizaron a su hijo con el nombre de Jerry Lee. «Yo le puse Jerry, y su pa, Elmo, le puso el nombre de Lee», le explicaría muchos años después Mamie a un periodista de Hollywood, cuando su hijo se había convertido en un célebre hombre de mala reputación. «Le puse Jerry por una estrella del cine mudo —ahora no recuerdo su apellido— por la que estaba loca antes de casarme con Elmo.» Al igual que el padre del pequeño Jimmy Lee Swaggart, Elmo bautizó a su hijo en honor del señor de aquellas tierras.

Aquel año el precio del algodón cayó en lugar de seguir aumentando, como había pensado Elmo que quizá sucedería. No obstante, el alambique Calhoun estaba otra vez en marcha, lo que le proporcionó algún dinero, al igual que los esporádicos trabajos de carpintería que iba realizando. Fue un invierno duro, como tantos otros, pero Elmo sacó adelante a su familia, igual que había hecho durante todos los demás. En la época del año en que los hombres del distrito de Concordia dedicaban su atención a la labranza y depositaban todas las esperanzas que les quedaban en la efímera ceguera ante el pasado que parecía ser la bendición primaveral de Dios para con ellos y los suyos, en aquella época del año, el noveno día de marzo, tuvo lugar otro nacimiento en la familia. La hermana mayor y el cuñado de Elmo, Irene y Arthur Gilley, tuvieron un niño al que bautizaron como Mickey.

Jimmy Lee Swaggart, Jerry Lee Lewis y Mickey Gilley: estos iban a ser los tres primos, nacidos dentro de un arco temporal inferior a los cuatro años, cuyos nombres acabarían pintando con orgullo los patriarcas de la localidad en señales que informaban al mundo, o a cualquiera que fuese la parte dislocada y errante de él que casualmente estuviera pasando por aquella localidad deteriorada situada junto a la Autopista 84, que en aquel momento estaban entrando en Ferriday y que le daban la bienvenida, y que aquel era el pueblo en el que habían nacido aquellos tres primos. Las señales no decían nada del fuego eterno ni de la salvación, solo que aquel era el poblado de nacimiento de aquellos tres primos.

De los tres niños, Jerry Lee era el más llamativo. Era rubio y tenía los ojos castaños, y a todo el mundo, sobre todo al tío Lee, le maravilló el luminoso e inexplicable poderío de aquellos ojos castaños. «Ese niño», declaró el tío Lee, «tiene ojos de halcón.» Elmo se asomó a los ojos de su joven e inarticulado hijo muchas noches antes de caer pronto en la cuenta de por qué le resultaban tan familiares aquellos ojos, antes de ver de repente —lo que a un hombre de menos enjundia le habría producido escalofríos— que aquellos ojos castaños, como las orillas de Turtle Lake al caer el crepúsculo susurrante, encerraban los colores de toda la tristeza jamás habida y por haber.

Una tarde, en plena eclosión primaveral, Stella se sentó y le contó a Mamie lo de aquel perro desconocido, y se preguntaron qué significaría, como cuando siendo unas niñas en Crowville se preguntaban acerca del significado de otros fenómenos extraños. Aquello no quería decir nada, estaban seguras.