Cubierta

Cosas que escribiste sobre el fuego

Clara Cortés

Ilustraciones de Marina Speer

Plataforma Editorial neo

Índice

    1. Prólogo
    2. Capítulo 1
    3. Capítulo 2
    4. Capítulo 3
    5. Capítulo 4
    6. Capítulo 5
    7. Capítulo 6
    8. Capítulo 7
    9. Capítulo 8
    10. Capítulo 9
    11. Capítulo 10
    12. Capítulo 11
    13. Capítulo 12
    14. Capítulo 13
    15. Capítulo 14
    16. Capítulo 15
    17. Capítulo 16
    18. Capítulo 17
    19. Capítulo 18
    20. Capítulo 19
    21. Capítulo 20
    22. Capítulo 21
    23. Capítulo 22
    24. Capítulo 23
    25. Capítulo 24
    26. Capítulo 25
    27. Capítulo 26
    28. Capítulo 27
    29. Capítulo 28
    30. Capítulo 29
    31. Capítulo 30
    32. Capítulo 31
    33. Capítulo 32
    34. Capítulo 33
    35. Capítulo 34
    36. Capítulo 35
    37. Capítulo 36
    38. Capítulo 37
    39. Capítulo 38
    40. Epílogo

A mi yaya, a mis abuelos y a todas las cosas buenas
que vaya a encontrar por el camino.

«You say I write to keep people alive, to immortalize something that should’ve been put to rest months ago. But that’s not true – I write to let people die. I write to allow the demons in my head a chance to rest, surely they’re exhausted. They’ve been shredding through their own heads, trying to find the end to an anger manifestation they created.»1

TAYLOR CORUM

Prólogo

«Si lo que nos ha hecho humanos es la capacidad de mentir, pocas cosas más bonitas se me ocurren para explotar esa capacidad que la escritura.»

CÉSAR MALLORQUÍ
(FESTIVAL DE FANTASÍA DE FUENLABRADA, 2014)

María siempre llevaba un cuaderno a todas partes. Escribía cosas en él, pero nunca quería enseñarme qué.

Un día, me dijo: «Solo son historias».

–Utilizamos la ficción para expresar lo que nos quema por dentro –añadió–. Si lo que te duele le pasa a otra persona, parece mucho más fácil hablar de ello.

Escribía con la mano izquierda mientras se mordía el pulgar de la derecha. El pelo le caía por la cara y le tapaba los ojos. Siempre le tapaba los ojos. De vez en cuando arrugaba la nariz, hacía un tachón y suspiraba. Aunque habíamos quedado para vernos, como casi todos los días, la mayoría del tiempo solo yo prestaba atención.

Me gustaba mirarla porque eso me hacía sentirme tranquilo. Podíamos pasarnos toda la eternidad sin hablar y no importaba, no teníamos que decir nada. Con ella todo era como dejarse caer. No necesitábamos hablar porque, cuando compartíamos el silencio, por fin parecía que todo estaba en su sitio.

Esto es parte de una historia. De la nuestra. No sé cómo llamarnos porque no me parece bien tener que escoger un nombre para lo que pasamos, así que supongo que simplemente lo dejaré ahí.

Es una historia de complementos y balanzas. De ayudarse; de ayudarnos. Al menos es lo que intentamos, aunque no saliera del todo bien. Aunque nos rebotara. Aunque nos explotara en la cara.

Se supone que me enamoré de ella y que ese fue el problema desde el principio. Hasta María lo decía. Volviendo la vista atrás no sabría decir cómo ocurrió, o por qué, pero sé que fue despacio. Como el paso del tiempo, como su caída, como mi respiración cuando estaba con ella. Supongo que fue así y que tenían razón, todos, pero en mi opinión fue más complicado. Algo así habría tenido solución. Y si la hubiera tenido, bueno, tal vez entonces no habría acabado.

Sí, María se va de esta historia. Quiero aclarar eso desde el principio, para que nadie (ni siquiera yo) se haga ilusiones a lo largo del relato. Ella no estaba preparada para que alguien sintiera eso por ella, o para sentir ella misma nada en absoluto, así que se marchó. Pero está bien, no la culpo. Si hubiera podido, yo también me habría ido.

Le agradezco que al menos lo intentara.

Simplemente me habría gustado que me hubiera querido también.

Capítulo uno

«Y así vamos adelante, botes que reman contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado.»

El gran Gatsby, F. SCOTT FITZGERALD

Todo empezó el 10 de octubre.

Conocí a María Gaudet en otoño, cuando apenas llevábamos un mes de clase y el calor ya nos había abandonado del todo. Tal vez por eso apareció. Sin embargo, la primera vez que la vi no fue entre la gente, sino en su hábitat natural: por el suelo, rodeada de color verde y hojas muertas y ramas frías. La primera vez que la vi, María Gaudet podría haberse fundido con la tierra de una forma que a ella le habría encantado.

Ya empezaba a hacer frío. A veces, muy de mañana o tarde por la noche, todavía podía verse el vaho escaparse de nuestras bocas como el humo extinto de un dragón dormido. Salí a pasear a Pat, el perro de Ane, aunque en realidad tenía ganas de quedarme en casa, cerrar la puerta y ver qué ponían en el cine aquel finde. Sinceramente, no me gustaba demasiado salir, y menos a pasear a ese chucho hiperactivo cuando mi hermana se iba a clase de Inglés. Lo hacía a menudo, lo de pedirme que lo sacara justo antes de irse. Yo, por alguna razón, siempre era un poco idiota y le decía que sí.

Pat se detuvo junto a mí, obediente, y levantó la cabeza con la boca abierta y la lengua fuera. Era uno de esos perros que son adorables de cachorros y que de un día para otro se vuelven descomunales e impresionantemente nerviosos. Lo miré, serio, y me moví despacio para desatarle la correa. Estábamos en la puerta del parque y eran las nueve de la mañana de un sábado. Él tenía los músculos en tensión y me miraba expectante.

Solté la correa, despacio, pero no me aparté. Me gustaba ver cuánto era capaz de aguantar esperando.

–Corre.

El perro salió disparado y sonreí levemente. Luego empecé a caminar. Me gustaba hacerlo hasta que dejaba atrás el camino principal y los columpios y las mesas oxidadas con tableros de ajedrez pintados y desgastados. Me cruzaba con parejas de señoras que caminaban agarradas del brazo y jóvenes haciendo footing, además de algunos vecinos con sus perros. Por alguna razón, siempre que iba con Pat me veía en la obligación de saludarlos, aunque no los conociera.

No me gustaba mucho hablar. Bueno, tampoco ahora. Ane siempre le ha dicho a la gente que soy tímido, como disculpándose en mi nombre, pero cuando estamos solos sigue insistiéndome en que tengo que intentar relacionarme con los demás, aunque sea un poco. He de reconocer que a veces, al oírla, no parece que sea ella la pequeña de los dos. Sin embargo, no es tan simple como eso. No es como si bastara con decir «venga, ¡haz un esfuerzo!» para que de repente socializar fuera tarea fácil. En clase no me llevaba bien con nadie, pero tampoco mal; saludaba si alguien lo hacía primero, contestaba a preguntas, le susurraba la respuesta a quien parecía estar pasándolo demasiado mal e incluso dejaba los deberes del workbook si era necesario. Pero eso era todo. No era especialmente querido y tampoco odiado, pero porque no era alguien que hubiera destacado en una multitud. Aunque no puedo quejarme de eso, porque yo no es que hiciera nada al respecto. No hacía nada. Mi función allí, y de hecho en todas partes, era estar. Ser gente.

Antes de María, yo era solo gente.

Tenía amigos, claro. Dos, para ser exactos. Pero eran los únicos que había tenido, así que no creo que eso pudiera considerarse demasiada experiencia en las relaciones sociales. Además, a veces me daba la sensación de que éramos tan diferentes que un día llegaría el momento en que dejaríamos de hablar y cada uno seguiría su propio camino. Sinceramente, me daba bastante pánico que eso pasara. Me agobiaba pensar que podría llegar el día en que ellos se cansaran de mí y se fueran, pero creo que sobre todo me asustaba que pudieran decidir marcharse juntos y dejarme atrás.

Supongo que con Gaudet, además, también perdí el miedo a que el mundo se fuera marchando.

Empecé a caminar hacia el interior del parque, un capricho del anterior alcalde que había tardado casi tres años en construirse y que estaba lleno de árboles enormes, césped y fuentes de las que beber. Tenía caminitos de tierra con esculturas de artistas locales o regionales en algunas zonas, e incluso un museo de piedras (cuando lo inauguraron sonaba igual de ridículo, sí). La verdad es que, a pesar del dinero que debía de haber costado, era un sitio bastante agradable para ir a hacer deporte y pasear. Deseaba que me gustaran esas cosas, porque entonces habría estado muy bien tenerlo tan cerca de casa, pero como ya he dicho yo solo salía de casa para pasear al perro e ir al cine.

Claro que cuando lo hacía me gustaba mucho explorar aquel parque al máximo, sobre todo fuera de los caminitos. Entrar en la zona de árboles era como abandonar el pueblo, y aunque si mirabas hacia los lados podías ver las sombras de la calle, o del camino, o de los pequeños grupos de gente que hacía taichí, de repente te sumergías en una cúpula de silencio donde solo se oía la música que escupían tus cascos y la vibración de los silbidos que llamaban a los demás perros.

También se oyó, aquella mañana, el grito que estalló cuando cambié el rumbo y hundí el pie en las hojas secas.

Di un salto hacia atrás y, del susto, me enganché con el cable, pegué un tirón y se me cayeron los auriculares al suelo.

Era una chica. Una chica muy muy pequeña. Se sujetaba la mano contra el pecho y había encogido las rodillas, como para intentar protegerse. En la otra mano sostenía un cigarrillo que no soltó. Tenía el rostro retorcido en una mueca cuando levantó la cabeza hacia mí y

me miró,

y sentí que todo el cuerpo se me agarrotaba, como si me hubiera vuelto de piedra, petrificado para siempre.

En ese momento debería haberme disculpado, pero no lo hice.

Su cara blanca parecía estar iluminada por una luz que saliera de alguna parte, y casi podía ver las líneas moradas de las venas que corrían por sus párpados. Pero lo importante eran los ojos. Esos ojos. Eran grandes, demasiado grandes, azules y fríos. Sus cejas, fruncidas bajo el flequillo, tenían la misma función que el delineador negro y emborronado que le rodeaba los ojos: enfatizar, intensificar, subrayar aquella expresión que por un momento casi pareció furiosa. Arrugó la nariz, aún sin pestañear, y empezó a abrir y cerrar la mano despacio. Luego dejó caer el cigarrillo delante de ella, lo pisó y por fin le echó un vistazo a sus dedos enrojecidos.

Realmente era muy pequeña.

Pat ladró y vino a mí. Creo que fue eso lo que rompió el hechizo. La chica se sobresaltó al oírlo tan cerca y pegó la espalda al árbol cuando el perro vino trotando y se tiró a sus pies. Empezó a rodar, enseñándome la tripa y aplastándole los pies. Ella no podía apartarse mucho más, pero en vez de parecer molesta siguió con esa expresión seria, sin decir nada, hasta que de repente una ligera sonrisa se extendió por su cara, rápida como fuego sobre pólvora.

Y no parecía una sonrisa de verdad.

–Qué pareja más encantadora. –Cuando habló, su voz también era fría, como sus ojos. No distante ni cortante, solo fría.

No dije nada. Me agaché, recogí mis cascos y le puse la correa. Al perro, no a la chica. Pat soltó un ligero ladrido. Ella echó un poco la cabeza hacia atrás.

–No quería molestarte. Pat, levanta. Venga, arriba.

–No te preocupes, de todas maneras no me importa.

Se encogió de hombros y realmente pareció no importarle. Fue extraño, pero, de repente, al mirarla de nuevo, me di cuenta de que se la veía absolutamente fuera de lugar, no en el parque, sino en el resto del mundo fuera de este, y en sus ojos claros había una tormenta que, sin embargo, no llegaba a calar en el resto de su cara. Tenía aspecto de criatura del bosque, de animal salvaje, y los seres como ella nunca deberían haberse mezclado con el resto. Por eso había acabado allí, supongo, sentada entre las hojas caídas, a los pies de aquel árbol. Por eso estaba intentando mimetizarse con el entorno.

Me puse en pie, sujetando a Pat con fuerza. Ese era el momento de irse a casa, pero no podía apartar los ojos de ella, aunque no sabía por qué. No era especialmente guapa; sinceramente, su cara era bastante normal, pero tenía algo. Pat empezó a tirar de la correa, no sé si hacia ella o porque quería irse, y seguí preguntándome qué es lo que hacía yo allí.

Ella se revolvió, incómoda y consciente.

–¿Vas al instituto Henrik Ibsen? –preguntó tras unos segundos.

–Sí.

–Entonces por eso me miras así, ¿no? Porque me viste allí el otro día.

La pregunta me sorprendió. No. Indudablemente, la habría recordado si nos hubiéramos visto antes; aquella fue la más absoluta primera vez de todas las primeras veces que jamás hubieron existido.

–No te estoy mirando –contesté–. Y no te conozco de nada, lo siento. Tengo que irme.

Retrocedí un par de pasos.

–¿No vas a disculparte?

–¿Eh?

–Por pisarme.

–Ah, sí. Perdona. Siento haberte pisado.

–Ya. Da lo mismo.

Pasaron unos segundos. Ella se incorporó y yo retrocedí un poco más para dejarle espacio. Debía de medir un metro cincuenta y poco y tenía un cuerpo muy pequeño, como en miniatura. Como el de una niña. La ropa que llevaba era demasiado grande para ella y, además, de chico. Pensé que sería de un hermano, su padre o su novio. Se retiró un poco el pelo de la cara, pero no volvió a levantar la cabeza hacia mí. No dijo nada más. Aquella chica simplemente rodeó el árbol y se fue.

El perro ladró y volvimos a casa.

Y ese fue el primer paso. El de la historia. Aunque sé cómo termina, debo reconocer que no tengo ni idea de cómo voy a llegar hasta el final.

Empecemos.

Capítulo dos

«Is easier to love something you don’t know anything about.»2

PATRICK ROTHFUSS (FESTIVAL CELSIUS 232, 2014)

Se supone que María Gaudet era conocida porque hacía un par de años había salido en los periódicos y la televisión. Bueno, no ella; su nombre.

Por nada bueno, de todas formas.

La noticia sobre su madre había sido otra de las tantas que salían al año sobre mujeres hospitalizadas o muertas debido al maltrato. Josephine Benoit seguía con vida, pero llevaba dos años llena de tubos, sobreviviendo gracias a una máquina por culpa de una paliza. Bueno, de varias, pero había sido la última la que había acabado con todo. Según los telediarios que en su día cubrieron la noticia, había sido su hijo mayor, Christophe. El padre declaró que pasaba muchísimo tiempo fuera de casa por trabajo, y que esa era la razón por la que no había visto nada raro en casa antes de que fuera demasiado tarde. Aun así, según dijo, el chico era creído, prepotente, y tendía a alzar la voz muy a menudo, sobre todo cuando se le negaba algo. No trataba bien a nadie. Lo poco que él había visto no le había gustado, pero siempre lo había achacado a un deje de desdén adolescente. No le había dado mucha importancia.

El hombre de la quemadura en la cara mantenía una expresión estoica al enfrentarse a las cámaras. Había luchado contra el agresor de su esposa hasta conseguir tumbarlo, pero no había podido evitar llevarse aquel regalo consigo. Cuando hablaba, en su voz podía notarse una mezcla de orgullo y refuerzo, no solo por haber sobrevivido, sino por haber podido pararlo. Era extraño, su tono. En parte lo contaba como si aquello no fuera del todo con él, como si para nada fuera su historia, pero a la vez había una insistencia redundante en todas sus apariciones en televisión, cuando repetía y repetía el relato con aquella pasión desbordante. Como si hubiera convertido aquello en algo enorme. Como si ya no existiera nada más aparte de la desgracia.

En un programa matutino habían comentado que la familia iba a venir a vivir a nuestro pueblo. Una chica lo vio, se lo dijo a sus amigas y la noticia se extendió rapidísimo. En aquel lugar no había secreto que pudiera esconderse; de pronto, todo el mundo se dedicó a investigar, todos leyeron historias y hasta se pusieron nerviosos por su llegada. María, la otra hija del desdichado matrimonio, iba a asistir a clase con nosotros. Ella también había salido en la tele algunas veces, así que supongo que de ahí que estuvieran tan emocionados.

–Creo que vienen del noreste… Parece una huida muy mal disimulada –comentaba alguien.

–Yo también huiría de los medios si estuvieran acosándome así. Y vosotros también, no lo neguéis –le contestaron.

–Todo el mundo flipa con ella –dijo mi amigo Gonzalo el martes siguiente, mientras íbamos al instituto. Caminaba hacia atrás mientras hablaba con nosotros, y Harry le sujetaba el brazo para tirar de él o empujarlo en función de los obstáculos que se ponían en su camino (no siempre para que los esquivase, todo hay que decirlo)–. Ayer vi al grupo de las pijas detrás de ella, pero solo dos la hablaron.

Le hablaron, Gon –lo corrigió Harry con un suspiro cansado–. Le. No la. Se supone que es tu idioma, ¿cómo es posible que no sepas hablarlo correctamente?

–Arg, odio cuando haces eso, en serio.

–¡Pues dilo bien…!

Si alguien me hubiera pedido que describiese a Gon y a Harr(iet), creo que habría utilizado las palabras «perro» y «gato». En mi opinión, es una presentación bastante acertada. Se pasaban gruñéndose todo el tiempo, y no es que ella tuviera muchísima paciencia de forma natural, pero sinceramente llegaba un momento en que entendías que se pusiera de los nervios después de repetir más de diez veces que no se dice «convenzco» sino «convenzo» y que aun así semejante aberración se siguiese produciendo.

Gonzalo ignoró a Harry y volvió la cabeza hacia mí. Daba unos pasos sorprendentemente seguros y largos teniendo en cuenta que caminaba al revés.

–El caso es que la chica esa, María Gaudet… creo que está en nuestra clase. O eso me acaba de decir Diego, al menos. Dice que la han visto por los pasillos preguntando por 2º D, así que supongo que no será solo para decir hola y largarse, ¿no?

–¿Quién es María Gaudet?

Harry se rio.

–En serio, Gon, si casi no sabe cómo se llama su perro, ¿cómo le haces esa pregunta?

Le lancé una mirada molesta, lo cual solo hizo que soltara otra carcajada.

–Yo espero que Diego tenga razón –siguió Gonzalo, a lo suyo–. La vi en una entrevista el finde pasado. Era preciosa. Preciosísima. Tenía una cara…

Mi amiga puso los ojos en blanco y se burló repitiendo la palabra «preciosísima» entre dientes.

–Anda, date la vuelta –dije–, que como te atropellen no quiero tener que explicarle a nadie que fuiste tan imbécil como para cruzar de espaldas.

Entramos en el recinto y me despedí de Harry cuando ella se desvió para ir a su clase. Gon la miró fijamente mientras se alejaba y luego siguió caminando sin añadir más. Cuando llegamos todo el mundo estaba de pie hablando entre sí, unos gritando más que otros, en grupos o en pareja. Parecían haberse multiplicado. Me volví hacia Gon con cara de fastidio.

–¿Y ahora qué pasa?

–Te lo he dicho, es ella.

Miré a mi alrededor, estirando un poco el cuello para ver por encima de todas las cabezas. Yo no distinguía a ninguna ella que no conociera ya, así que simplemente me encogí de hombros y le susurré «No veo a nadie», a lo que él contestó, suspirando de forma muy teatrera: «Coño, tío, porque no ha entrado todavía, debe de estar a punto». Gonzalo sacudió la cabeza y miró hacia arriba, como implorando paciencia. Luego me dio una palmada en la espalda y se alejó. Nos sentábamos separados en clase por nuestro propio bien –o, como él decía a veces, porque yo era demasiado muermo y nunca quería hablarle; lo decía en tono de broma, pero yo sabía que iba de verdad.

Me costó unos minutos que la gente se apartara y me dejara llegar a la primera fila, poder separar la silla, decirle a una chica que quitara su culo de encima y por fin sentarme.

Una persona nueva apareció de repente en la puerta y abrí los ojos al ver que era ella. No pensaba en ella-ella, la persona a la que todos estaban esperando, sino en ella, la chica que había encontrado en el parque. Asomó la cabeza un poco, miró a los lados y luego dio el primer paso. Caminaba de forma segura y con la barbilla ligeramente alzada. Pretendía que pareciera que pertenecía a aquel lugar, y la verdad es que lo consiguió. Tan firmes fueron sus pasos que pasó desapercibida, y todos aquellos que hablaban y hablaban no se dieron cuenta de que se habían perdido la gran entrada que habían estado esperando. No se habían dado cuenta de que habían dejado pasar la oportunidad solo por haber querido mantener aquella verborrea constante.

Pero yo estaba callado, puede que fuera el único que lo estuviera, y fui testigo de la duda en sus ojos azules. Ella no me vio a mí y supongo que eso fue bueno, porque así yo no tuve que contenerme. Caminó hasta el fondo, deslizándose entre los grupos como si fuera de aire, y allí se sentó.

La profesora llegó justo en ese momento y el efecto que tuvo sobre la multitud fue como el de una gota de aceite en un charco: se deslizó entre todos los cuerpos sin problema alguno, dejando que fueran las chicas y los chicos quienes se abrieran a su paso, y esbozó una sonrisa de suficiencia cuando el volumen de todas las conversaciones cayó a gran velocidad. Empezó a oírse el sonido de sillas contra el suelo y de libros sobre los tableros, y solo por aquel estruendo procuré provocar el mínimo ruido posible cuando por fin saqué mis cosas.

La mujer dio los buenos días y nadie contestó, como todas las mañanas. A ella ya no parecía importarle. Tras mirarnos a todos un segundo, tal vez valorando si nos habíamos levantado receptivos o no, clavó los ojos en un punto al fondo y luego los bajó a la lista con nombres que traía cada mañana y que le gustaba hacernos firmar. La ojeó un momento y luego, volviendo a mirar al mismo lugar de antes, preguntó con voz alta y clara:

–¿Eres Gaudet?

Toda la clase se giró, y juro que habría pagado por ver cómo los ojos de todos se abrían sorprendidos y decepcionados al darse cuenta de que habían sido engañados. Unos fueron más discretos que otros, pero al final eso dio igual; de repente, aquella chica sentada junto a la ventana tenía tantas miradas sobre sí que hubieran podido hundir a cualquiera. Y no eran ojos normales, porque estoy seguro de que la observaban pensando que ya había incumplido sus expectativas, aunque ni siquiera había pasado un día desde su llegada.

Sin embargo, ella no pareció notar todo ese peso cuando contestó.

–Sí. María. María Gaudet.

–Bienvenida, María. Espero que hayas tenido una buena acogida.

Aquella voz, la de la chica, me sonó fuerte como la de un tornado o un tsunami capaz de arrasar una ciudad. No me volví para verle la cara porque no quería ser como los demás. Si por algún casual llegara a recordarme, no quería que lo hiciera observándola como si fuera una criatura al otro lado de los barrotes de un zoo. Si tenía que recordarme, debía hacerlo por algo bueno, pensé, así que estuve toda la clase intentando que se me ocurriese el qué.


El caso de los Gaudet había sido especialmente sonado unos dos años atrás. Aunque normalmente los casos tan violentos solo son noticia durante uno o dos días antes de desaparecer en el olvido colectivo, el suyo resultó especialmente alarmante por la brutalidad del ataque que los padres de María recibieron el día en que su hijo mayor se ensañó con ambos en la cocina de su casa. Su madre, aparte del coma, presentaba algunos dedos y costillas rotos, además de lesiones internas y numerosos moratones en brazos, piernas y cabeza; el padre, aunque había salido mejor parado, tardó una semana en poder decir algo por culpa de la horrible quemadura de aceite que le cubría la barbilla y el lado izquierdo de la cara. Aquel hombre, cuya primera palabra al recuperarse fue «Christophe», se convirtió en un absoluto ejemplo de superación y en todo un héroe. No solo había arriesgado todo por apartar a, y cito, «aquel animal salvaje, aquel loco enfurecido» de su queridísima y adorada esposa, sino que había hecho lo que había podido por derribarlo y asegurarse de que no hacía nada más por destruir a su familia. Decían los medios que fue María quien los encontró, los dos destrozados, su padre chillando de dolor y su madre inconsciente y rota cual muñeca junto a ellos. Fue María, también, quien llamó a una ambulancia y a la policía. Tal vez, imaginaban algunos periodistas, podría haber facilitado alguna información si hubiera llegado unos segundos antes. Tal vez, si hubiera visto más, podría haber ahorrado meses de juicios y abogados.

Fue un caso un tanto lento teniendo en cuenta que los abogados del señor Gaudet podrían haber tumbado con un soplo al de oficio que se le asignó a su hijo Christophe. Al final, sin embargo, pareció acabar ganando el padre. O al menos lo tuvo todo mucho más a su favor. Aunque el abogado del chico se agarraba a los pocos argumentos que podía como un clavo ardiendo, el hombre había hecho muchísimo más ruido, tanto en los juzgados como en la prensa. «¡¿Es que nadie se da cuenta de qué es lo que está pasando?! Sí, por supuesto que me ensañé con él, pero ¡había intentado matar a mi mujer! ¿Qué querían que hiciera, quedarme con los brazos cruzados? ¡Y miren lo que me hizo, lo que le hizo a mi cara! ¡Por Dios!» Había escuchado esas palabras dichas por él en millones de programas, siempre hablando en su defensa, exaltándose, pero también consiguiendo la compasión de todos aquellos que lo rodeaban en el plató de turno. Era un hombre destrozado que después de tantos meses no había dejado de luchar por la mujer que amaba. Era un hombre destrozado que no podía asegurar un futuro para él ni para su familia, pero que aun así seguía luchando para que se hiciera justicia.

Benjamín Gaudet era el tipo de noticia que mi madre quitaba cuando veíamos la televisión durante la hora de la comida, siempre a la vez que murmuraba uno de sus típicos «Ay, desgracias no, por favor» y miraba a otro lado.

Después de volver a ver a María, investigué un poco sobre su nombre y qué era lo último que había pasado en internet. Allí encontré muchísimas fotos, vídeos y entrevistas que repetían una y otra vez lo mismo, las mismas palabras en bucle, como una canción pegadiza o una oración desgastada. Desgastada porque nadie las oía, ni ahí arriba ni en ninguna parte, y a medida que recorría titulares desde el pasado a la actualidad fui notando ese cansancio, la dejadez y la desesperanza. Aunque no en Benjamín Gaudet, no. Él seguía peleando como el primer día, incansable, porque su vida se había convertido en una lucha con el vacío. Sin embargo, en su hija podían palparse las ganas que tenía de rendirse; siempre salía en segundo plano con la cabeza gacha y las manos entrelazadas entre las piernas, cada vez más hundida y más pálida. Porque el tiempo, que permanecía parado para su hermano en la cárcel y su madre en el hospital y su padre ante las cámaras, caía todo sobre ella, pues era la única capaz de recibirlo.

Nunca levantaba la vista a menos que le preguntaran directamente y, cuando contestaba, lo hacía de forma breve y cortante. Su padre la disculpaba por eso, explicando que era muy duro para ella hablar del tema. Al final, llegó un momento en que dejó de salir en televisión, y entonces todas se centraron en él mientras se exaltaba y pedía ayuda a la gente. Después de tanto tiempo ya no salía tan a menudo, pero cada vez que había un caso especialmente macabro de violencia se lo recordaba, se volvía al tema y se informaba de que su señora esposa aún no había despertado ni mejorado en ningún aspecto.

Paré uno de los vídeos más antiguos justo cuando la cámara enfocaba de cerca a la chica. Era de mala calidad, así que no se la distinguía demasiado bien, pero de todas formas su cara estaba blanca como la leche y tenía el maquillaje de los ojos algo emborronado, como si hubiera llorado y después no se hubiera molestado en arreglarlo. Parecía más joven y su expresión se veía sorprendentemente exhausta, lo que supuse que era normal debido a lo que le había tocado vivir. Sin embargo, no pude evitar recordar a la chica del parque o a la que había conseguido entrar en clase y volverse una más y aun así brillar como ella sola. Parecían dos personas diferentes, aquella y la de la televisión, como si se tratase de una hermana gemela o una copia mala. Como si hubieran vivido cosas distintas.

Tal vez, como si después de tanto tiempo ya nada le afectara.

–Yo te conozco, ¿verdad?

Me volví en su dirección cuando habló. Esbozaba una sonrisa extremadamente amable para ser lunes. Había pasado más o menos una semana desde que llegó; me la había encontrado ese día al entrar en clase, a las ocho y diez de la mañana, sentada a dos sillas de mí. Había sido la primera en llegar. Ni siquiera se había molestado en subir las persianas, por lo que permanecía sentada en la oscuridad con la mochila sobre la mesa y las manos entrelazadas en el regazo. Presioné el interruptor al entrar y levantó la cabeza, sobresaltada, como si la hubiera despertado de un sueño. Sin hacer ningún gesto en su dirección, caminé hacia las ventanas y me encargué de que entrara la luz por todas.

Un par de minutos después, cuando ya me hube acomodado, habló.

–Eres el chico del parque, si no me equivoco –añadió después, su expresión toda dulzura–. El que tenía un perro y me pisó, ¿no?

–Sí. Ya te dije que lo sentía.

–Oh, te acuerdas. –Sonrió, agachando un poco la cabeza, y luego apoyó la mejilla en una mano, mirándome–. Tenía la certeza de que acabaría encontrándome contigo de nuevo.

–Supongo que había pocas posibilidades después de que te dijera a qué instituto voy.

Se rio, aunque el sarcasmo ni siquiera había sido intencionado, y luego me dedicó una pequeña sonrisa que era casi juguetona.

–¿Cómo dijiste que te llamas?

–Ignasi.

–Ah, sí, Ignasi. Es bonito. Me gusta. Yo soy María Gaudet.

–Ya.

Soltó una leve risa, parecida a un resoplido.

–Claro, cómo no. Tú, como todo el mundo, tenías que saberlo ya.

Estuve a punto de decirle que en realidad no, es decir, que no lo sabía cuando nos vimos por primera vez, pero que al final había acabado cayendo. No parecía que le molestara que su nombre no hubiera sido una sorpresa, más bien era como si le decepcionara un poco que la sorpresa no se la hubiera llevado ella. Me encogí de hombros, algo incómodo porque me miraba fijamente y aún con las comisuras de los labios levemente hacia arriba.

–Bueno, supongo que es lo que tiene la fama, ¿no?

No me contestó enseguida, ni tampoco se movió. Pasamos unos segundos en silencio y al final me vi obligado a alzar de nuevo los ojos hacia ella. Se había puesto seria, como si hubiera dicho algo terrible.

–¿Crees que esto es fama? –Soltó otro bufido que ya no tenía ni un ápice de diversión–. No lo es.

–Ah, ya, bueno.

–Sí, ah. En fin.

Se volvió de nuevo al frente, esta vez moviéndose despacio, como si estuviera demasiado incómoda o cansada para hacerlo con normalidad. De repente pasó de ser simpática y coqueta a la chica que se quedaba siempre detrás de su padre en todas las fotos y grabaciones, y ese cambio tan brusco me sorprendió, porque no lo había esperado. Más que nada, porque no tenía sentido. La observé unos segundos, negué con la cabeza y también desvié la vista. Una extraña sensación de vacío, o de fracaso, se me instaló en el pecho.

Había sido culpa mía. Lo había hecho yo.

Despacio, pero como si yo ya no estuviera allí, María Gaudet abrió su pequeña mochila y sacó de ella una agenda y un bolígrafo azul un poco mordido por la punta. Luego, a la velocidad en que caen los árboles en los bosques donde nadie ve nada o a la de un fuego artificial en su descenso al suelo, se recostó sobre la mesa y empezó a escribir. Su mano se movía y sus hombros también, entre suspiros. Se quedó así durante varios minutos y yo no podía hacer otra cosa aparte de observarla. Si no hubiera sido zurda o se hubiera sentado a mi derecha en vez de a mi izquierda, tal vez hubiera podido leer lo que escribía, porque por alguna razón quería saberlo. No solían interesarme las cosas de otras personas que no fueran mis amigos, pero en aquel momento, si hubiera sido lo suficientemente atrevido, le habría preguntado.

Pero no lo hice, porque yo nunca preguntaba por nada.

Mientras ella estaba allí encorvada, yo pensaba en el titular que podía haber leído en todas partes al menos cien veces: «La tragedia de los Gaudet», siempre en negrita y letras grandes. La miré y pensé que parecía que María Gaudet lo llevaba escrito en la espalda ahora, o sobre su cabeza, como un letrero de neón. Eso me hizo sentir como si al leer aquellas cosas yo hubiera violado su privacidad, como si no fuera información de dominio público o no pudiera encontrarse fácilmente en internet. Pero no. Esas cosas se sabían. Las sabía todo el mundo, ¿por qué iba a ser yo menos?

La burbuja en la que nos habíamos metido estalló cuando el resto de la gente empezó a entrar, minutos después. Todos la miraron al pasar, pero tuvieron que llegar hasta cinco personas para que alguien le diera los buenos días. Entonces, se despertó. Levantó la cabeza de la mesa, y como por arte de magia la agenda y el bolígrafo desaparecieron. Sonrió enormemente a quien la había saludado, mucho más que a mí, y me sorprendió que él le devolviera la sonrisa como si no se hubiera dado cuenta de que era increíblemente forzada.

Empezó a hablar con aquel chico. A la charla, curiosos, se fueron uniendo más seres arrastrados por el sonido de su voz y lo brillante de sus ojos. La observé desde la distancia, que no era mucha pero parecía infinita, y pensé que en realidad no era tan guapa. No la habría calificado así. No parecía alguien que destacara especialmente y, sin embargo, Gon la había llamado «preciosa». Lo recordaba. Había hablado de ella con la sonrisa boba que se le pone cuando algo le gusta de verdad, igual que la de los chicos que estaban ahora de pie ante su mesa con los brazos colgando inertes porque no sabían muy bien qué hacer con ellos. Casi daba vergüenza mirarlos, pero a ellos no les preocupaba, porque no hacían nada por pararlo. Sinceramente, era un espectáculo cuanto menos extraño.

Se fueron sumando más chicos, alineados como si esperaran su oportunidad, asomándose de puntillas entre las cabezas de los que habían llegado antes para poder verla también. Parecía imposible que tanta gente cupiera en un espacio tan reducido y que todos estuvieran respetando, por una vez en sus vidas, el turno para preguntar. Resultaba casi insultante desde la perspectiva de cualquier profesor. Alguien le dijo «Oye, siento mucho lo de tu madre» y enseguida todos empezaron a repetirlo, ante lo que ella respondió con una sonrisa igual de grande y muchos «gracias» que parecían sinceros. Y creo que ese era el problema; que, entre tantas personas, entre los chicos y las chicas que se acercaban a saludar y escucharla, era ella la que parecía más agradecida por pertenecer a aquel grupo en aquel momento concreto. Es decir, su cara era la única que no mostraba cierta incomodidad, o curiosidad o ansiedad por gustar a nadie. Simplemente permanecía allí, sentada con la espalda estirada y mirándolos a todos, pareciendo mucho más grande de lo que en realidad era y comportándose con asombrosa naturalidad. Su expresión era impoluta. Nadie podría haber dicho que estaba fingiendo.

Pero el caso es que lo hacía. Aquella sonrisa perfecta hacía que resultara absolutamente evidente que era mentira, y ninguno lo vio.

La clase empezó y todos se despidieron con sonrisas tirantes y movimientos vagos. El espacio entre nuestra fila y la pizarra se quedó vacío. Ella sacó sus cosas, un cuaderno y un estuche, y a partir de ese momento no dejó de mirar al frente y tomar notas hasta que la clase terminó. Mantuvo los ojos en la profesora y en las diapositivas que esta iba pasando y solo levantó el bolígrafo cuando se le acabó la hoja.


Cuando el timbre que anunciaba el final de la clase sonó, todo el mundo se puso de pie enseguida y empezaron a pasar ante nosotros solo para poder saludarla otra vez antes del cambio.

–Hasta luego, María.

–Nos vemos en Historia.

–¡Hasta ahora!

Ella sonreía y asentía mientras guardaba sus cosas. La observé un momento. Parecía tener la cabeza en otra parte. A medida que se sumergía en cualquiera que fuera ese pensamiento, su boca se relajó hasta acabar esbozando una mueca torcida, y eso me distrajo. Estaba recogiendo mis cosas para guardarlo todo en la mochila y, al estirar una mano para agarrar un estuche, casi lo tiro; el movimiento que hice para evitar que se cayera fue tan brusco que la chica se sobresaltó, echó la cabeza hacia atrás y luego me miró.

Tras un par de pestañeos, suspiró y frunció el ceño levemente.

Alguien se detuvo delante de ella. Plantó una mano encima de su cuaderno y le sonrió enormemente cuando levantó la cabeza hacia él. Me sonaba. Era uno de esos chicos ruidosos que siempre hacían comentarios crueles porque pensaban que eran graciosos y «solo iban de broma». Cuando lo miró, María tardó un segundo en recuperar la expresión cuidada y amable de antes.

–¿Sí?

–Creo que aún no nos han presentado. Acabas de llegar, ¿me equivoco?

–Si acabar de llegar es haber llegado hace casi un mes, entonces sí.

–Soy Edu. Es un placer, María Gaudet.

Ella ladeó la cabeza y sonrió con cautela.

–¿Y quieres algo? Porque estaba recogiendo para irme a clase. –Ella tiró del cuaderno en el que él se había apoyado y lo metió en su mochila.

–Venía a ofrecer mis servicios como escolta. Si no es mucha molestia, claro.

Arqueé una ceja, mirándolo. Yo aún no me había movido. Estaba presenciándolo todo desde muy cerca, aunque ninguno parecía notar que seguía allí.

–¿No tienes clase ahora? –preguntó ella, poniéndose en pie.

–Sí. Física. ¿No irás hacia allí, por casualidad?

–Pues sí.

–Entonces, permíteme que te indique el camino. Este sitio es un laberinto y me parece que aún no estás muy familiarizada con los pasillos y las clases, ¿no?

Ella se encogió de hombros. Él pareció celebrarlo internamente. Unos segundos después, los dos estaban saliendo por la puerta, él hablando y poniendo caras raras, y ella asintiendo y soltando pequeñas risitas. Los observé hasta que un grupo se puso detrás de ellos y me tapó la vista. Entonces, recogí lo que me quedaba y me reuní con Gonzalo, que me esperaba junto a la puerta y no parecía haberse enterado de lo que acababa de pasar.


–¿Cómo que juntos?

–Eso es lo que me ha dicho Carla en los vestuarios –respondió Harry aquella tarde cuando me llamó por teléfono. Solíamos hacerlo. Como nos veíamos bastante poco, solamente unos minutos durante los recreos o al llegar por la mañana, habíamos acordado llamarnos algunas tardes para ponernos al día de lo que fuera o simplemente charlar. Ella me llamaba siempre cuando salía del entrenamiento de baloncesto–. ¿No es muy fuerte? Acaba de llegar y por lo visto ya tiene novio. Qué espabilada está la gente, de verdad…

–Ese tal Edu es un gilipollas –dijo Gonzalo, aunque se lo oía algo distorsionado, probablemente porque estaba más alejado del teléfono que ella. Como se había sacado el carnet durante el verano, aprovechando que era un año mayor que nosotros, algunas tardes iba a recogerla–. No entiendo por qué, de todos los chicos interesantes que hay en el instituto, ha tenido que liarse con él.

–Espero que tú no te incluyas en el grupo de los «interesantes».

–Que te den, Harry.

–La verdad es que los he visto hablando hoy en clase, pero él se estaba presentando –dije. Estaba un poco confundido. De hecho, ni siquiera sabía si Harry me estaba vacilando.

–Pues ya ves, hijo.

–Espero que no quiera aprovecharse de ella…

Oí un resoplido de Harry.

–Estoy segura de que es perfectamente capaz de defenderse solita de un idiota como ese, Gonzalo, no tienes que ir en plan caballero andante.

–El caballero andante podría si quisiera estrellar el coche por tu lado, ¿eso qué te parece?

–No sé yo hasta qué punto es seguro que hablemos por teléfono mientras conducís… Creo que voy a seguir estudiando.

–Ignasi, tío, ¡acabamos de empezar el curso! Relaja la raja.

–Deja que estudie si quiere, ¿a ti qué más te da? Que se te dé bien, Ignasi.

–Os dejo, chicos, hasta luego. Hablamos mañana.