ÍNDICE

Traducción de
RAMÓN QUERALTÓ

portada

SECCIÓN DE OBRAS DE FILOSOFÍA


FILOSOFÍA DE LA NATURALEZA

EVANDRO AGAZZI

FILOSOFÍA DE
LA NATURALEZA

CIENCIA Y COSMOLOGÍA

Prólogo de
FRANCISCO MIRÓ QUESADA C.

Fondo de Cultura Económica

FORUM ENGELBERG
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Primera edición en italiano, 1995
Primera edición en español, 2000
Primera edición electrónica, 2014

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PRÓLOGO

FRANCISCO MIRÓ QUESADA C.

Ortega y Gasset, el gran filósofo español, creó una revista de la mayor importancia para la cultura hispanoamericana, que bautizó con el significativo nombre de Revista de Occidente. Y fundó, luego, una editorial con el mismo título. La meta que perseguía era simple pero de incalculable valor para nosotros: poner la cultura hispanoamericana a la altura de los tiempos. El presente libro cumple este propósito en relación con la filosofía de la naturaleza. Evandro Agazzi, uno de los pensadores más representativos de la comunidad filosófica internacional, ha puesto la filosofía de la naturaleza a la altura de los tiempos.

Cuando se derrumbaron los grandes sistemas filosóficos que intentaban construir un conocimiento puramente especulativo de la realidad, la llamada “filosofía de la naturaleza” cayó en desuso. Dichos sistemas fueron construidos en la última década del siglo XVIII y la primera mitad del XIX, por los llamados “filósofos románticos”: Fichte, Schelling y Hegel (hubo otros, pero de menor cuantía). Contra lo que generalmente se cree, con excepción de Fichte, el derrumbe de la filosofía de la naturaleza no se produjo por la desinformación de sus autores. Schelling y Hegel tenían una buena información científica. El primero dedicó cinco años al estudio de las ciencias de la naturaleza y a las matemáticas. Hegel también era un buen conocedor de las ciencias de la naturaleza, pero profundizó más que Schelling en el conocimiento de las matemáticas. En su Lógica, su libro más importante y, sin duda, el menos leído, cita con rigor a Cavalieri, los Principia de Newton (ejemplo, parte L, 1 lema 11 y escolio), Leibniz, Barrow, Fermat, Carnot, Euler, Lagrange.[1]

Pero lo que terminó con la filosofía de la naturaleza fue que ni Schelling ni Hegel tuvieron en cuenta que por lo menos algunas de sus afirmaciones universales sobre la constitución de la naturaleza debían ser corroboradas por la experiencia sensible. Se podría decir que el método dialéctico tiene tal potencia que, en su desarrollo, se van descubriendo leyes naturales, de manera que no se necesita ningún tipo de corroboración. Pero lo malo es que todas las predicciones dialécticas son desmentidas por los hechos como, por ejemplo, que sólo puede haber siete planetas y que los huesos de los antediluvianos son ensayos estéticos de la naturaleza. No hay dialéctica que pueda resistir estos sencillos contraejemplos.

Nos hemos referido a la filosofía de la naturaleza hecha por los filósofos del romanticismo alemán, porque es la mejor manera de comprender lo que ha querido hacer Agazzi. El propósito del presente libro es presentar una nueva filosofía de la naturaleza partiendo de la cosmología, evitando la arbitrariedad que caracterizó los sistemas mencionados. Y, al hacerlo, suscitar en la comunidad filosófica un renovado interés por los aspectos filosóficos de dicha ciencia. Pero, ¿cómo? Porque es evidente que no se puede retroceder en el tiempo cuando se trata de temas y métodos históricamente superados. Escribir, hoy, una filosofía de la naturaleza “more hegeliano” no tendría sentido. Pero Agazzi nos muestra la salida de las dificultades que terminaron por arruinar la filosofía de la naturaleza puramente especulativa: utilizar la ciencia tal como es en nuestros días, y reducir la especulación al mínimo. Decimos “al mínimo”, porque es imposible hacer filosofía sin recurrir de una u otra manera a la especulación. Sin embargo, se trata de una especulación que debe estar basada sobre cimientos sólidos, y que trate de avanzar, hasta donde sea posible, teniendo en cuenta los propios avances de la ciencia.

Pero avanzar, ¿hasta dónde? El libro de Agazzi avanza bastante lejos, y logra este avance por dos razones. La primera es que el autor nunca da un paso especulativo sin estar convencido de que sus tesis pueden resistir los contraejemplos que los propios científicos o los filósofos antimetafísicos podrían sacar a relucir. Para evitarlos, desarrolla sus ideas manejando una cantidad muy grande de conocimientos cosmológicos, la mayor parte de los cuales es muy reciente. La segunda es que la cosmología científica está profundamente conectada con la filosofía especulativa, sobre todo en el nivel metafísico. Si no se tiene en cuenta esta conexión es imposible comprender a fondo su significado.

Por esta razón, Agazzi comienza su libro mostrando la relación entre filosofía y ciencia. La diferencia entrambas, nos dice, no reside en el tema sino en la manera de abordarlo. La ciencia aborda el conocimiento de la naturaleza de manera parcial. Cada ciencia tiene su campo, un campo que viene a ser algo así como una Gestalt que le impone un cauce determinado. Sólo ve el mundo desde su propia perspectiva. La filosofía, en cambio, ve el intero, es decir, trata de conocer la realidad de manera global. Cada ciencia nos abre una perspectiva limitada sobre alguna región del mundo. La filosofía intenta sobrepasar estas perspectivas y, al hacerlo, explicita un trasfondo metafísico que está implícito en las ciencias particulares. Desde este trasfondo las ciencias se tornan más inteligibles. Incluso la posición antimetafísica de los empiristas clásicos, y de los más recientes positivistas lógicos, cuando es analizada con rigor, revela una metafísica: sostienen que todo conocimiento puede reducirse a enunciados empíricos. Pero esta totalidad no se manifiesta en ninguna ciencia empírica. La tesis de la reducibilidad trasciende largamente la experiencia sensible y es tan metafísica como las más descabelladas tesis de los filósofos del romanticismo alemán.

Si se recorre la historia de la ciencia en sus diversas épocas, se descubre un profundo paralelismo con la historia de la filosofía. Así, la invención del cálculo infinitesimal de Leibniz tiene mucho que ver con su monadología. En Newton, el cálculo se fundamenta en el concepto de fluxión, que es un aumento (o decremento) infinitesimal del fluyente. Y la idea de aumento infinitesimal es, sin duda, metafísica. En el mundo de la experiencia sensible no puede darse jamás una variación infinitesimal. Otro ejemplo revelador es la interpretación filosófica hecha por Einstein de su propia doctrina. En los años que siguieron a la creación de la teoría de la relatividad, Einstein estuvo fuertemente influido por el positivismo. Esta influencia se percibe claramente cuando dice que “lo que no puede medirse no existe”. Pero unos años después, adopta una posición racionalista y considera que las teorías físicas tratan de descubrir cómo es la realidad de la naturaleza.

Agazzi tiene toda la razón del mundo cuando afirma que entre la filosofía, especialmente en su versión metafísica, y la ciencia, existe una relación de recíproca influencia. En términos tecnológicos, puede decirse que hay algo así como un feedback positivo que genera, a través de la historia, dinamismos creativos. Coincidimos plenamente con él. La influencia de la una sobre la otra se percibe hoy más que nunca. Y ello se debe a las dos grandes ramas de la física: la física cuántica y la cosmología. La búsqueda de la unificación de las fuerzas de la naturaleza ha llevado a los físicos a crear teorías cada vez más alejadas del sentido común. Para poder alcanzar la unidad buscada se ha llegado hasta la teoría de las supercuerdas en la que el espacio-tiempo es de diez o más dimensiones. Hasta el momento no se ha podido confrontar sus resultados con la experiencia, lo que ha hecho que muchos físicos importantes consideren que es una teoría metafísica. Sin embargo, hay otros físicos tan importantes como los primeros, que están convencidos de que dicha teoría es, hasta el momento, la única salida posible. Y hace apenas un año que nuevas investigaciones han abierto la posibilidad de que pueda conectarse con la experiencia dentro de un tiempo no muy lejano.

Pero hoy, una tesis de gran aceptación en la comunidad científico-filosófica es que la ciencia, en especial la física, no tiene ya nada que ver con la filosofía, pues conforme va avanzando va creando su propio método. Esta autoconstrucción se revela con nitidez en el hecho de que los físicos utilizan palabras cuya significación es muy diferente e, incluso, contraria al significado que tienen en la comunidad filosófica. Hasta donde llega nuestra información, quien la ha expuesto con mayor profundidad y conocimiento del tema es Dudley Shapere. Uno de sus aportes más interesantes es el cambio de significado que ha adquirido, en la nueva cosmología, la expresión “directamente observable”. De acuerdo con este cambio, el núcleo solar es directamente observable, mientras que no lo son las capas que lo rodean, salvo la última, que emite fotones que nos llegan directamente desde ella. ¿Cómo es posible un cambio de significado tan grande respecto de la expresión “directamente observable”. La razón de este cambio se debe al tipo de las interacciones que se dan entre las partículas subatómicas. Así, el fotón puede interactuar con muchísimas partículas subatómicas (incluso con él mismo), mientras que el neutrino no interactúa con ninguna. Cuando un neutrino sale despedido del núcleo del sol, pasa a través de todas las capas que rodean dicho núcleo sin ser atraído por otras partículas. De manera que llega al observatorio terrestre con la misma energía con la que fue despedido. En cambio, las interacciones del fotón hacen que llegue a la superficie solar con una energía muy disminuida. Mientras que en el núcleo hay una temperatura de cuatro millones de grados, en la superficie no pasa de cinco mil.

Sin embargo, todo esto es cierto, el significado de la expresión “directamente observable” tiene mucho que ver con la gran tradición filosófica que, partiendo de Grecia, ha llegado hasta nosotros. En efecto, los griegos consideraban que la claridad en la aprehensión del objeto era una condición necesaria de la validez del conocimiento. Pero lo evidente no es posible sin una aprehensión directa de lo aprehendido. Esta captación directa es la base de la teoría platónica de las ideas y de la concepción aristotélica de los anapodícticos. Para que haya auténtico conocimiento del objeto, éste debe aprehenderse sin que otros objetos interfieran entre él y el observador. Y, precisamente, esta diferencia se encuentra entre la captación del neutrino y la del fotón. Es cierto que se trata de una captación que sólo puede hacerse por medio de complicados artefactos que sólo han podido crearse utilizando teorías científicas aún más complicadas. Pero el hecho innegable es que, entre el objeto captado y el aparato que lo capta, no hay objetos que se interpongan en el camino.

Sea como sea, el hecho es que actualmente es común creer que la filosofía, y en especial, la metafísica, no son disciplinas científicas. Y que, por eso, toda especulación filosófica debe ser compatible con la ciencia imperante en su tiempo. Whitehead describe esta situación con elegante maestría: “La audacia especulativa debe estar balanceada por una total humildad ante la lógica y ante los hechos. Es una enfermedad de la filosofía cuando no es audaz ni humilde, sino un mero reflejo de las suposiciones de personalidades excepcionales”.

No obstante, la diferencia entre ciencia y filosofía se está esfumando con el progreso de la cosmología moderna. Porque el afán de los científicos dedicados a esta disciplina es llegar a una visión global del cosmos, visión que debe fundamentarse sobre datos experimentales, pero que sobrepasa el nivel de las ciencias particulares y, al sobrepasarlo, desemboca inevitablemente en el terreno de la filosofía. Un ejemplo convincente de esta metábasis es que, en la aplicación de las leyes cosmológicas para explicar cierto tipo de hechos, no se consideran las condiciones iniciales, lo que, para un físico profesional no especializado en cosmología, es algo impensable.

Agazzi muestra que la idea de la totalidad del cosmos rebasa la Gestalt que determina el camino por el que debe transcurrir cualquier teoría científica. La idea de la totalidad es una idea en sentido kantiano. Y esta idea nos induce a considerar el cosmos no como algo frío y alejado de toda finalidad, impuesta por una Gestalt determinada, sino como algo cuya evolución conduce hasta nosotros. En esta parte de su libro, expuesta en los últimos dos capítulos, se encuentra lo que, metafóricamente, podría llamarse un punto de inflexión. Porque el autor avanza más allá de la diferencia de enfoque. No sólo considera que la diferencia entre ciencia y filosofía consiste en que la primera aborda temas parciales con límites bien definidos, mientras que la filosofía intenta abarcar el intero sino que, decididamente, se propone encontrar un sentido a la relación entre el hombre y el universo. Y considera que esta relación sólo puede aclararse mediante el concepto de destino. El hombre tiene un destino y, al tenerlo, el cosmos resulta un proceso con dirección determinada. La filosofía, en este punto, está más cerca de la religión que de la ciencia. Sin embargo, esto no quiere decir que deje de lado su conexión con la ciencia y se lance a hacer audaces pero insostenibles especulaciones sobre el origen del cosmos y la fuerza que lo creó.

Si se toma en cuenta la teoría de la evolución, se ve con facilidad que el determinismo de las cadenas evolutivas no es incompatible con la existencia de una teleología. Porque dicha teoría puede explicar de manera mecánica la mutación de los caracteres genéticos, pero no explica la manera como estas cadenas aparecen coordinadas entre sí, en un diseño que no puede derivarse de ellas, pero que las canaliza y orienta. Para apoyar su tesis, Agazzi recurre al principio antrópico. En la exposición y el análisis filosófico de este principio, hace gala de su excelente formación científica. Nos dice que Dirac fue el primero en señalar algunas relaciones sorprendentes entre ciertas constantes muy importantes en la física o en la astrofísica, y observaba que eran demasiado excepcionales para que pudieran ser consideradas como meras coincidencias.[2] Después de una prolija exposición de los variados argumentos que hacen viable el principio antrópico, sostiene que no es una invención hecha por los metafísicos o por filósofos de la ciencia o de la naturaleza, sino que obedece a razones estrictamente metodológicas. Si se considera la existencia de dichas constantes como una condición suficiente de la aparición de la vida en el planeta, caemos en una afirmación superficial, pero si se supone que son condiciones necesarias, entonces el principio antrópico adquiere una profunda significación: la aparición de la vida no es una consecuencia lógica derivada de la existencia de las constantes, sino el resultado de un proyecto incluido en la fase originaria del universo. Esto significa introducir un principio finalístico en la estructura de la explicación científica, sin deformar su estructura. Tomando las precauciones necesarias para que el principio no contradiga los resultados de la física moderna, no cabe duda, sigue diciendo el autor, que el principio antrópico tiene un fuerte poder explicativo. Y, por eso, si es un principio que enriquece nuestra visión del mundo, puede desempeñar un papel importante en la comprensión filosófica del cosmos, pues esta comprensión persigue siempre la visión de la integridad, del intero, es decir, de la totalidad. En este sentido es un principio explicativo de una nueva filosofía de la naturaleza. Un principio que responde a la exigencia filosófica de desentrañar las razones últimas y que, por eso, permite una comprensión más amplia del cosmos y de nuestra posición en él. Los rasgos finalísticos del principio antrópico corresponden a la búsqueda de sentido, al esfuerzo de encontrar razones últimas que caracterizan la actitud filosófica considerada como una exigencia fundamental del espíritu humano.

Cuando se termina de leer Filosofía de la naturaleza, se llega a la conclusión de que se trata de un libro que aborda el problema clásico —la relación entre filosofía y ciencia— de manera novedosa. Esta novedad consiste en que respetando la ciencia, parte de esta misma para mostrar que la cosmología moderna utiliza métodos explicativos que rebasan la metodología de la física. Y muestra también que la cosmología, tal como se la concibe hoy, es compatible con una interpretación finalista de la evolución del universo y conduce, inevitablemente, al campo de la filosofía e, incluso, al de la metafísica. En la actualidad, es imposible desarrollar una filosofía de la naturaleza puramente especulativa. Mas ello no significa que la especulación debe ser desterrada cuando se aspira a la visión de la totalidad. Lo que sucede en la actual cosmología es un ejemplo convincente. Agazzi está en lo cierto cuando afirma que no “sólo puede, sino que debe haber, una filosofía de la naturaleza”. Pero esta filosofía debe basarse en el conocimiento científico para poder avanzar más lejos que la propia ciencia, y brindarnos una visión explicativa de los aspectos estructurales y dinámicos del cosmos.

Mas el mérito del libro de Agazzi no consiste únicamente en haber mostrado, a través de la cosmología actual, que una filosofía de la naturaleza es posible. Para comprender este segundo y, tal vez, más importante mérito, basta echar una mirada al panorama de la filosofía occidental a partir de la segunda Guerra Mundial. En este panorama se nota, en un lugar muy importante, a la filosofía analítica en su etapa no dogmática.[3] Como sabemos, en su primera etapa la filosofía analítica pretendió reducir el papel de la filosofía al análisis lingüístico. Pero debido a un movimiento autocrítico que se inicia en varios círculos filosóficos de diferentes tendencias, pero que coinciden en el lema “Clarity is not enough”, la filosofía analítica se va haciendo cada vez menos dogmática. A mediados de la década de los setenta, quienes se consideraban a sí mismos filósofos analíticos, conciben la filosofía analítica como un método de gran utilidad para todo tipo de filosofía. Este método permite rigorizar al máximo aspectos de la filosofía especulativa que, en el pasado, pecaban de vaguedad conceptual.

Quien estudia en serio los múltiples aportes de la filosofía analítica a partir de la segunda Guerra Mundial, no puede dejar de admirarse ante el inmenso esfuerzo intelectual que ha significado su desarrollo. Tal esfuerzo, es sin duda, una de las grandes hazañas de la inteligencia humana. Gracias a los aportes de los filósofos analíticos se han explorado a fondo, y de manera rigurosa, conceptos profundamente significativos de la mente humana; y se han descubierto en ellos rasgos que habían permanecido implícitos a través de los siglos. Sin embargo, como ha señalado Mosterín, hace ya algún tiempo que la filosofía analítica ha caído en el escolasticismo. Se aplica el método de manera correcta pero no se llega a resultados importantes. Un caso típico es el problema de Getier. El planteamiento hecho por Getier es, sin duda, un aporte interesante a la filosofía del conocimiento, pero la masa de textos escritos sobre dicho planteamiento, con unas pocas excepciones honrosas, no contiene sino nimiedades.

Ante el inmenso panorama analítico, tan grande que se torna apabullante, no podemos, tener hoy la misma actitud que teníamos ayer. Porque el panorama moderno presenta aspectos inconexos y, a veces, hasta incompatibles entre sí. Tenemos, ahora, que tratar de encontrar las conexiones que existen entre dos o más regiones de las exploradas para ver si podemos recomponer la accidentada superficie. Tenemos que sistematizar y unificar el panorama para que los esfuerzos analíticos hechos por nuestros antecesores sean filosóficamente fecundos. En una palabra, tenemos que pasar del análisis a la síntesis. Kant, hace más de dos siglos, en forma breve, dijo algo que será siempre verdadero: “pensar es unir”

Sólo que cuando tratamos de imaginar la obra que debe hacerse para sistematizar filosóficamente el caleidoscópico panorama de la filosofía actual en su versión analítica, nos encontramos con una pared de roca viva que parece imposible escalar. No obstante, tenemos que escalarla. Es obvio que para lograrlo debemos hacer un trabajo de dimensiones gigantescas; un trabajo que exigirá los aportes de muchos pensadores con capacidad creadora, y de varias generaciones. Por eso, se tendrá que bucear cada vez más en las profundidades de un mar cuyo fondo, por más que ahondemos en la búsqueda, permanece inalcanzable. Pero el avance, siempre inacabado, podrá realizar nuevos y cada vez más importantes logros.

Todo esto lleva inexorablemente a un problema fundamental: cómo funciona la razón humana. Porque los resultados obtenidos en las ciencias formales y en las físicas rebasan, por completo, la manera como las diferentes tendencias filosóficas clásicas han concebido la razón. Y si queremos realizar la inmensa tarea de síntesis que debe hacer la filosofía para seguir adelante, a pesar de las dificultades que se encuentren en el camino, tenemos que avanzar, hasta donde sea posible, en este proceso de profundización.

Aunque aún estamos lejos de crear una filosofía que responda a las exigencias mencionadas, hay ya algunos síntomas interesantes. En ellos se descubre la dinámica intelectual que nos está impulsando hacia el futuro: la necesidad de síntesis. El libro de Evandro Agazzi pertenece a este nuevo enfoque. Es una obra de síntesis, que supera los escolsticismos de la filosofía analítica, conservando sus aportes metodológicos, en nuestro concepto, definitivos. La síntesis no puede, hoy día, ignorar el análisis. El autor asume, con toda naturalidad, los métodos analíticos desarrollados en el último medio siglo, pero supera los prejuicios de quienes consideran que el concepto de dad no debe aplicarse jamás en la constitución del conocimiento objetivo, y que hablar de metafísica no es sino un sinsentido. Y avanza, como se debe avanzar, con plena conciencia de que la filosofía debe, ahora, tratar de ofrecer una visión sintética del intero. Debe hacer esto, conociendo los aportes de la ciencia moderna, y aprovechando el trampolín que ella ofrece a la filosofía teórica. Filosofía de la naturaleza, es, por eso, un libro sintomático. Es uno de los signos, al lado de otros, que revelan que el filosofar del siglo XXI va a seguir un nuevo camino. Por ello, está a la altura de los tiempos... que habrán de venir.

NOTA AL TEXTO

El capítulo I apareció en Epistemologia, XI (1988), pp. 11-28; el II fue publicado en AA. VV., Man and Nature, ed. de G. F. McLean, Oxford University Press, Calcuta-Delhi-Bombay-Madrás, 1978, pp. 3-14, y, en una segunda edición, en AA. VV., Person and Nature, ed. de G. F. McLean y H. Meynell, University Press of America, Lanham-Nueva York-Londres, 1988; el capítulo III se publicó con el título “The Universe as a Scientific and Philosophical Problem”, en AA. VV., Philosophy and the Origin and Evolution of the Universe, ed. de E. Agazzi y A. Cordero, Kluwer Academic Publishers, Dordrecht-Boston-Londres, 1991, pp. 1-51; el capítulo IV fue editado con el título “Evolution and Teleology”, en AA. VV., Person and God, ed. de G. F. McLean y H. Meynell, University Press of America, Lanham-Nueva York-Londres, 1988, pp. 275-286; finalmente, el capítulo V apareció en italiano, con el mismo título, en el núm. 9 de la revista Nuova Secondaria, 15 de mayo de 1986, pp. 34-37.

Agradecemos a las revistas y editoriales mencionadas por haber permitido la publicación de estos escritos en la presente edición.