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Historia económica
general

Max Weber


Traducción y prefacio de Manuel Sánchez Sarto

Prólogo a la tercera edición de Graciela Márquez

Fondo de Cultura Económica

Primera edición en alemán, 1923
Segunda edición en alemán, 1924
Primera edición en español, 1942
Segunda edición en español, 1956
Tercera edición en español, 2011
Primera edición electrónica, 2012

Título original: Wirtschaftsgeschichte
© 1924, S. Hellman y M. Palyi, de Munich

D. R. © 1942, Fondo de Cultura Económica
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ISBN 978-607-16-0995-3

Hecho en México - Made in Mexico

Prefacio

Van cuatro lustros transcurridos desde que empecé a usar como libro para los escolares la Historia económica de Max Weber, ahora ofrecida de nuevo a los lectores por el Fondo de Cultura Económica. Considero esa obra como una de las más perennes en la literatura académica de la economía y ello se debe a su actualidad perfecta, después de 30 años de su primera publicación en el idioma original.

Figura esa materia del currículum de la licenciatura en el primer año de estudios: justamente cuando llegan a la Universidad los alumnos de preparatoria, necesitados, a un mismo tiempo, de colmar grandes lagunas de información en la historia de la cultura, y de adquirir los primeros y sólidos conceptos fundamentales de la economía.

Numerosos autores pueden ofrecernos tratamientos seccionales más penetrantes y profundos. Schmoller, Sombart, Clapham, Ashton, Henri Sée, Ely Heckscher, Von Below, Veblen, Schumpeter, Hayman, han trazado, sobre sus peculiares temas de investigación, obras definitivas para niveles académicos más avanzados. Pero a todas ellas les falta el toque de universalidad inmanente que sólo podría lograr el sociólogo más calificado de todos los tiempos, como es el Max Weber de Economía y sociedad, gran tratado accesible a los lectores de lengua castellana, esta vez también por los cuidados del Fondo de Cultura Económica.

Para algunos críticos superficiales la presente Historia económica no es sino una diversión estratégica del gran sociólogo alemán. Yo la considero, en cambio, como una pieza coherente con su sistema filosófico general y con su cuadro, siempre ecuménico, de la cultura.

La gran escuela histórica —desde sus comienzos hasta el más cercano presente— se halla limitada a una visión de horizonte “occidental”, referido este último calificativo al ciclo cultural de los grandes países del oeste y el centro de Europa. Pocas páginas han de leerse, en cambio, de la Historia de Weber para salirse de ese marco, bien brillante por cierto, y penetrar por lo pronto en el mir, o mundo, eslavo, elevándose a seguida por las estructuras y formas del mundo oriental, y aun nutriéndose en las jugosas enseñanzas de los pueblos primitivos de antes, de ahora y de siempre.

Para Max Weber la Historia económica no es sino un empeño tendido entre el caos primitivo de las civilizaciones mágicas, fatalistas y negadoras del individuo, y los tiempos modernos, caracterizados por su ansia obsesiva de racionalización e individualismo. Entre esas dos largas etapas de la evolución cultural se ofrece una zona intermedia, la del tradicionalismo servil, ejemplificado, en dos periodos distantes, por el sistema bizantino de las postrimerías del primer milenario y el cameralismo alemán del siglo XVII.

No ignora Max Weber la interpretación histórica del marxismo, con su planteamiento universal de la lucha de clases y el apocalíptico anuncio del desmoronamiento fatal del sistema capitalista. Mas para el historiador alemán la explicación procurada por la lucha de clases no es exhaustiva: otras fuerzas poderosas, la religión sobre todas, se halla en la raíz misma de sus tres grandes etapas evolutivas, e introduce, en el panorama de la investigación, modalidades engendradas en las provincias diversas de la sociología.

En una primera y larga etapa la humanidad —en todas sus manifestaciones, una de ellas la economía— tiene un sentido carismático, miraculoso, irracional. Las civilizaciones primitivas, las orientales, la griega y la romana están centradas, como las posteriores, hasta nuestros días, por el ansia de poder. El imperante descansa en una élite reducida de magos y apóstoles, que hacen caer sobre las grandes masas, aturdidas e ignorantes, fanáticas e irracionales, la gracia luminosa que resulta de la parcial y momentánea explicación de los misterios. Esa magia resulta por igual imperante en los oráculos de los helenos y en el poder verbal liberatorio de las fórmulas procesales romanas, o en el carisma de los sacramentos católicos.

Más tarde la técnica política imperial se despoja de los esoterismos y absorbe en forma absoluta las esencias del poder. Los imperantes se valen, para su ejercicio del dominio, de “servidores” que obedecen sus órdenes y se integran en grandes burocracias político-administrativas. Pero ese ancho estamento que separa los imperantes de los súbditos ha perdido ya su sentido taumatúrgico, y sólo se mantiene unido por una gracia decadente, la de la tradición, toda cuya fuerza y virtud emana de la cabeza imperante del sistema. El mundo, en esa segunda y prolongada época, vive más cerca aún del irracionalismo que de la racionalización.

Surge ese nuevo empeño, el de las fuerzas racionales, cuando, al empuje de la Reforma religiosa, la tradición deja de ser indiscutible, y el afán de lucro y el espíritu de empresa descienden de los tronos reales y estallan en el cerebro de cada ser humano, con un sentido de orgullo y dignidad. El poder queda al alcance de cada individuo, como el bastón de mariscal podía salir —según la concepción napoleónica— de la mochila de cualquier soldado.

Desde el Renacimiento la empresa económica y el empeño lucrativo dejan de ser cosas nefandas para convertirse en otros tantos medios de ganar la gloria eterna en este bajo mundo. La ganancia y la caridad se mueven ya en un mismo plano. “Gana lo que puedas; ahorra lo que puedas; da lo que puedas”, dice una prestigiada sentencia calvinista. Esa interpretación sociorreligiosa de la historia y de la economía es uno de los grandes hallazgos de Weber. Servida tal idea por una asombrosa erudición que cubre el planeta entero, Max Weber nos explica el proceso de “desencanto”, mejor dicho, de “desencantamiento” de la mente humana, hasta entonces entinieblada por la magia y la tradición.

Pero Weber se da cuenta de un hecho peligroso. El nuevo Estado racionalista no pasa de ser una empresa, mayor que todas las empresas, por cierto. Para mantener, ahora con mayor voluntad, el ejercicio del poder, otra burocracia más gigantesca que las anteriores necesita ser creada —en las agencias gubernamentales, en las grandes manufacturas, en los cárteles internacionales, en los ejércitos modernos cifrados por millones—. Y el hombre, los hombres, apenas salidos de su secular “encantamiento” en que los tenían presos el mito y la tradición, se ven envueltos por el velo de otra magia: la de la máquina primitiva y la del automation actual, con su amenaza de hacerlos, gracias al señuelo de un menguado bienestar material, más esclavos que antes. La mecanización, que nos prometía más ocio y holgura para la contemplación de los valores ultramateriales, en realidad nos incorpora a un rush sin descanso, a una homogeneización cronométrica sin salida para el alma libre, a una vida de eterna angustia individual y social.

Tal es el cuadro que resulta de las vivencias weberianas, o del estallido nuclear de los atisbos del gran sociólogo germano. Pero sería injusto imputar a Weber un pesimismo irremediable: antes bien, los criterios que naturalmente se desprenden de su concepción socioeconómica son instrumentos de primera fuerza mental para alumnos y profesores. Ciertamente la Historia aquí prologada no es un libro fácil, como para ser leído por autodidactas, pero sí un texto para que un buen maestro lo haga fructificar en provecho de sus discípulos. Entre sus excelencias figura la de presentarnos las etapas de la historia no como las piezas descuartizadas y exangües de la evolución de una humanidad caída, sino como tramos del fluir de una savia siempre viva, en sus avances y en sus reflujos.

Tuvo, además, Weber la habilidad de ofrecernos su Historia depurada de las desviaciones nacionalistas que, como buen alemán hijo de la era bismarckiana, transpiran en otras obras suyas. Su objetividad intachable se había expresado a maravilla en uno de sus libros de juventud (La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Berlín, 1904-1905), mientras que su apasionamiento germánico se vuelca en otra de sus obras maestras (Sobre la situación de la democracia burguesa en Rusia, publicada en el “Archivo [alemán] de las Ciencias Sociales y la Política Social”, en 1906). Esta última publicación fue efectuada al año siguiente de la revolución acaecida en el imperio de los zares, a raíz de la guerra ruso-japonesa y de las tímidas reformas agrarias y constitucionales del conde Witte y Stolypin, a quienes se alude al principio de la presente Historia.

Weber veía claramente la debilidad de la autocracia zarista cuyos grupos políticos liberales se caracterizaban —como en todos países y épocas— por la falta de fe en sus propios ideales, anticuados por otra parte, comunes a las llamadas pequeñas burguesías. A falta de un fuerte partido liberal, centrista, el zarismo sobrevivía por la inercia de un sistema montado sobre la magia y la tradición, aunque Weber fue vidente al presagiar que “sólo una guerra europea infortunada podría dar al traste con el régimen autocrático”. Y así ocurrió cuando, a partir de la citada revolución de 1905, se produjo un poderoso desplazamiento de poder de la corona a la burocracia, una transición que Weber temía como nacionalista germano. En la biografía de Max Weber, escrita por Marianne, su esposa, se contienen acerca del problema alemán estas proféticas palabras: “El respeto a la verdad nos obliga a admitir que la misión política mundial de Alemania no es otra sino la de asegurar el advenimiento del dominio del mundo por los anglosajones: Ah! c’est nous qui l’avons faite, como decía Thiers a Bismarck, refiriéndose a la unidad germánica”.

Manuel Sánchez Sarto

Prólogo a la tercera edición

Con la aparición de la Historia económica general de Max Weber en 1942 el Fondo de Cultura Económica cumplía uno de sus objetivos iniciales. En efecto, en el origen de la casa editorial estuvo una preocupación por hacer accesibles a los estudiantes de economía textos fundamentales sobre esta materia. A principios de los años treinta, un diagnóstico de los estudios de economía señaló que la escasa disponibilidad de textos en español hacía muy difícil la enseñanza y disminuía el interés en la recientemente creada licenciatura en economía en la Universidad Nacional Autónoma de México. Con esta preocupación, Daniel Cosío Villegas emprendió una de las más formidables empresas de su fructífera carrera: la creación de una casa editorial cuya meta era precisamente la de proporcionar materiales indispensables para que estudiantes y maestros se adentraran en los textos líderes de la ciencia económica a nivel internacional. Con el tiempo, por supuesto, el Fondo de Cultura Económica rebasó, para beneficio de la cultura mexicana del siglo XX, el ámbito de los textos de economía y se abocó a la publicación de libros sobre otras materias, hasta cubrir una amplísima gama que 75 años después de su fundación incluye títulos de historia, sociología, filosofía, política, derecho y psicología, sin olvidar la publicación de obras literarias en diversas colecciones.

Para 1942 la Sección de Obras de Economía, dirigida por Daniel Cosío Villegas, contaba ya con 44 títulos, de los cuales sólo un puñado fueron escritos originalmente en español. El afán por traducir obras de otros idiomas era, como ya dijimos, una necesidad para la enseñanza de la economía. De esta forma qué publicar (y por lo tanto qué traducir) estaba ligado íntimamente con lo que se creía era fundamental en la formación de los economistas. A pesar de que los textos de teoría económica y aspectos especializados como banca, moneda y ciclos fueron cruciales en la producción editorial de los primeros años, la historia económica ocupó un lugar relevante desde 1937 cuando se publicó Orígenes del capitalismo moderno de Henry Sée. Al siguiente año apareció la Historia económica de Europa 1760-1930 de Arthur Birnie y en 1939 se sumaron Comercio y navegación entre España y las Indias de Clarence H. Haring e Historia económica y social de la Edad Media de Henri Pirenne. En 1940 se publicó Historia económica mundial de John Percival Day, mientras que en 1941 se agregaron al acervo de títulos sobre historia económica los de Historia del comercio de Clive Day, Historia económica de los Estados Unidos de Edgard Chase Kirkland y la Historia de las invenciones mecánicas de Abbot P. Usher. La Historia económica general de Weber, bajo el sello del Fondo de Cultura Económica, apareció en 1942 cuando también se publicó la Historia económica de Alemania de Gustav Stolper.[1] En suma, por su número y la relevancia de algunos de los autores listados, podemos afirmar que la historia económica era para Cosío Villegas y sus colaboradores un elemento esencial para entender la economía y otras disciplinas afines.

Pero el interés que llevó a la publicación de variados textos sobre historia económica no explica del todo por qué se publicó la obra de Weber. Aunque desconocemos las razones precisas que llevaron a su publicación, seguramente la naturaleza del texto y la influencia del traductor Manuel Sánchez Sarto definieron en buena medida la incorporación de la Historia económica general al catálogo del Fondo de Cultura Económica. Primero, el hecho de que el texto proviniera de las notas de un curso impartido por Weber en la Universidad de Munich a finales de 1919 y principios de 1920 lo acercaba al interés del Fondo de Cultura Económica por publicar libros para la enseñanza de la economía en México. Originalmente publicada en alemán en sendas ediciones de 1923 y 1924, la Historia económica general es una obra póstuma en la que se reunieron y organizaron las notas de Weber. Los editores de este material, Seigmund Hellmann, Merchior Palyi y la propia esposa de Weber, Marianne, confrontaron y complementaron las notas originales con los apuntes de algunos de los alumnos asistentes a dicho curso.[2] Segundo, en el prefacio a la segunda edición en español Sánchez Sarto reconoció que la Historia económica general era un texto con el que él mismo impartía cursos de licenciatura.[3]

La Historia económica general es una obra que refleja muchos años de reflexión, con un planteamiento conceptual complejo y al mismo tiempo con un esfuerzo de síntesis. Todo ello logrado por la obra madura del autor que abreva en sus investigaciones y propuestas metodológicas expuestas con maestría en sus trabajos previos. Tan sólo unos meses antes de su muerte, en junio de 1920, Weber impartió un curso de historia económica de cuyas notas surgió el libro que comprende una primera sección de “Nociones previas” seguida por cuatro capítulos. En las páginas dedicadas a las “Nociones previas” se delimita el campo de la historia económica en tres grandes temas: el primero estudia la estructura de la sociedad y su división en clases a partir de cómo se organiza el trabajo del hombre, su distribución, especialización y su relación con la propiedad. El segundo tema se refiere al carácter consuntivo o lucrativo de la producción según el cual se busca determinar si el eje de la actividad económica se rige por la rentabilidad. Finalmente, Weber asigna a la historia económica el análisis del proceso de separación de la economía consuntiva y la empresa lucrativa a través de la racionalidad formal implícita en la economía monetaria. Y son precisamente estos temas los que dan el trazo conceptual a los cuatro capítulos que integran el cuerpo del libro.

El primer capítulo desglosa los aspectos esenciales de la organización agraria desde el comunismo primitivo hasta las plantaciones y explotaciones hacendarias del capitalismo. En un análisis donde predomina la diversidad de ejemplos y contrastes de experiencias en latitudes no europeas, el autor cuestiona la existencia inexorable del comunismo agrario en el origen de las comunidades primitivas. De la misma manera, la titularidad de la propiedad depende de la pluralidad de organizaciones. El caso que trabaja más extensamente Weber se refiere a la propiedad señorial agrícola, que le permite explicar la multiplicidad de formas feudales que aparecen dentro y fuera de Europa desde su origen remoto en la Antigüedad hasta su subsistencia en formas de explotación capitalista. Y fue precisamente por la decadencia del sistema señorial que se afianzó la propiedad individual y la función consuntiva quedó relegada a la comunidad doméstica.

En “Industria y minería hasta la eclosión de capitalismo”, correspondiente al capítulo II de la Historia económica general, el recorrido cubre nuevamente desde las formas más antiguas de transformación de materias primas para la satisfacción de necesidades de la economía consuntiva, hasta la aparición del artesanado y la producción de carácter lucrativo, el trabajo a domicilio y el taller de empresa, entre otras. Sin embargo, Weber no plantea una sucesión evolutiva en las formas de organización tal como lo demuestran los repetidos ejemplos provenientes de las cortes de la India, China o la hacienda señorial de la Edad Media. En realidad fue la especialización para el mercado la expresión más clara de una producción regular para la venta lo que dio forma a la economía de cambio. Del lado del trabajo, las organizaciones de los artesanos se formaron desde la Antigüedad, pero lo que distinguió al gremio medieval fue el poder monopólico que garantizaba la igualdad de condiciones entre sus miembros. No obstante, la diferenciación y divergencia al interior de los propios gremios gestó cambios que propiciaron la aparición de sistemas de trabajo a domicilio. Sin embargo, la sustitución de los gremios por sistemas de trabajo a domicilio fue en todo caso un proceso paulatino que incluso operó en forma paralela, tal que no fueron artesanos sino operarios agrícolas los que apuntalaron este proceso en prácticamente todas las latitudes. Lo peculiar a Occidente fue la apropiación individual del capital fijo y la dirección del patrón en los sistemas de trabajo a domicilio, punto a partir del cual se avanza hacia la producción de taller y la fábrica moderna. Ahora bien, una condición indispensable para el predominio de la fábrica fue la existencia de mano de obra libre en abundancia.

En el tercer capítulo Weber analiza otro elemento central para entender el desarrollo de las economías precapitalistas: el comercio. Vale la pena hacer notar que en este capítulo el autor trata de temas conectados con el comercio en distinta medida. Por una parte, aparecen la organización del transporte, las formas de protección jurídica a los comerciantes y sus asociaciones, los instrumentos de crédito y el papel de las ferias en la expansión del crédito. En todos estos temas la conexión con la evolución del comercio es más o menos directa. En su origen más remoto el cambio fue una actividad asociada con un fenómeno exterior a la tribu o a la comunidad doméstica. Pero su continuación en el tiempo requirió de transportes ordenados en cualquiera de sus modalidades, terrestre o marítima. Asimismo, las formas jurídicas que regularon la presencia del comerciante mismo en calidad de forastero y la defensa de los intereses de los comerciantes establecidos en plazas extranjeras a través de la formación de guildas fueron también condiciones indispensables para garantizar la expansión de las actividades comerciales. Más importantes aún fueron los instrumentos de financiamiento de la actividad comercial entre los que destacan la temprana aparición de la commenda y la societa maris. Sin embargo, fue la organización de las ferias, en particular las de Champagne, lo que dio un impulso definitivo al intercambio de largo plazo e introdujo transacciones de mayor volumen y propició actividades como las de los cambistas de monedas. En estos sistemas más complejos de comercio, el crédito se convirtió en pieza fundamental y con ello tuvo lugar una separación de la contabilidad doméstica y la comercial.

Por otra parte, el capítulo III incluye otros tres elementos conectados con el comercio pero, en algún sentido, con una importancia en sí mismos: el dinero, la banca y el interés. Respecto del dinero, Weber afirmó que “considerado desde el punto de vista de la evolución histórica, el dinero aparece como creador de la propiedad individual…”[4] y reconoció sus dos funciones primordiales: como medio general de cambio y como medio legal de pago. Pero para que la segunda función se cumpliera plenamente fue necesario desarrollar patrones metálicos que garantizaran el sistema internacional de pagos, cuyo ejemplo más antiguo fue el florín de oro de Florencia del siglo XIII y que llegó a su expresión más compleja con los patrones oro y bimetálico del siglo XIX. Respecto de los inicios de las operaciones monetarias y bancarias, Weber las sitúa en las actividades de los cambistas, el otorgamiento de créditos a comerciantes y la recaudación de impuestos, aunque reconoce antecedentes en los bancos de Estado de la Antigüedad. Las innovaciones financieras, como la letra de cambio, dotaron de la liquidez necesaria a las operaciones comerciales. La fundación del Banco de Inglaterra en el siglo XVII imprimió una nueva dinámica a las operaciones bancarias, pues facilitó la movilización de capitales a través de las operaciones de descuento. Finalmente, pese a las prohibiciones de la Iglesia católica respecto del cobro de intereses, Weber concluye que más que la regulación religiosa fue el riesgo de las empresas marítimas lo que propició el cobro de un interés fijo. En este mismo sentido, el dominio de los banqueros florentinos y las justificaciones de algunos teólogos calvinistas se impusieron con facilidad a las restricciones impuestas por la Iglesia católica.

“El origen del capitalismo moderno” es el título del cuarto capítulo del libro de Weber. De los cuatro capítulos, éste es el que presenta una mayor complejidad pues expone una ruta de análisis que exige conjuntar el trazo conceptual del inicio del libro con la narrativa histórica expuesta en los tres capítulos previos. A pesar de que en ellos se identificaron estructuras e instituciones económicas y sociales comunes a sociedades geográfica o temporalmente separadas, el cambio cualitativo que implicó la irrupción del capitalismo moderno en Occidente fue único. Las peculiaridades en Occidente aparecieron conectadas en una forma particular a partir del siglo XVIII. De esta manera, Weber encuentra que el capitalismo moderno adquiere su forma con base en la existencia simultánea de la apropiación de los bienes de producción por parte de empresas lucrativas, la libertad comercial, la maximización contable de la producción, un marco jurídico que provee certidumbre a las empresas, la existencia de individuos que libremente venden en el mercado su fuerza de trabajo y la comercialización de títulos de empresas y deuda pública. Así, Weber planteó el capitalismo moderno como un sistema que abarcó todas las posibilidades del mercado pero cuya creación estuvo condicionada por la reforma religiosa y su “ética racional de la economía”, la cual rompió con los obstáculos tradicionales al lucro y a la empresa. Sintetizado en las últimas páginas del libro este argumento, profusamente expuesto en otros escritos del autor, es una expresión madura de una de las contribuciones más importantes del pensador alemán.

Para finalizar, cabe resaltar que la lectura de la Historia económica general rebasa cualquier comparación con un libro de texto, pues la complejidad conceptual y la erudición en los ejemplos la convierten en una obra de múltiples aproximaciones. Proporciona respuestas a un estudiante en búsqueda de síntesis explicativas al tiempo que abre interrogantes y líneas de investigación a los especialistas, con lo que mantiene la vigencia de su análisis. La reedición de esta obra de Weber en 1956 y ahora en 2011, al igual que la primera edición en 1942 y sus múltiples reimpresiones, reiteran la vocación del Fondo de Cultura Económica por el enriquecimiento de las ciencias sociales en México.

Graciela Márquez
El Colegio de México

[Notas]


[1] La lista completa de títulos del catálogo durante los primeros años del Fondo de Cultura Económica puede consultarse en el Libro conmemorativo del primer medio siglo. Fondo de Cultura Económica, México, Fondo de Cultura Económica, 1984.

[2] En 1958 la tercera edición a cargo de Johannes Winckelmann complementó las ediciones de 1923 y 1924 con las notas de otros estudiantes. Ver Dirk Kasler, Max Weber, An Introduction to His Life and Work, Chicago, Chicago University Press, 1988, p. 48. La primera edición del Fondo de Cultura Económica, traducida por Manuel Sánchez Sarto, apareció en 1942, mientras que la segunda edición, a la que se agregó un prefacio escrito por el mismo Sánchez Sarto, se publicó en 1956, cuando la Sección de Obras de Economía estaba a cargo de Eduardo Suárez, Víctor L. Urquidi y Javier Márquez.

[3] Ver Manuel Sánchez Sarto, prefacio, en Max Weber, Historia económica general, 2a ed., México, Fondo de Cultura Económica, 1956, p. VII.

[4] Max Weber, Historia económica general, 1a ed., México, Fondo de Cultura Económica, 1942, p. 256.