Cubierta

El cerebro humano

Instrucciones de uso

Gerald Hüther

Traducción de Alicia Valero y Beatriz Valero

Plataforma Editorial

Índice

  1.  
    1. Observación preliminar y advertencia
    2. Sinopsis
  2.  
    1. 1. Desembalaje y retirada del dispositivo de seguridad
    2. 2. Estructura y posibilidades de uso
      1. 2.1. Construcciones controladas por un programa: los cerebros de gusanos, caracoles e insectos
      2. 2.2. Construcciones programables en la etapa inicial: los cerebros de pájaros, marsupiales y mamíferos
      3. 2.3. Construcciones programables durante toda la vida: el cerebro de los seres humanos
      4. 2.4. Construcciones que abren programas: el cerebro humano
    3. 3. Indicación sobre programas previamente instalados
      1. 3.1. Instalaciones óptimas
      2. 3.2. Instalaciones deficientes
    4. 4. Corrección de programas defectuosos
      1. 4.1. Desequilibrios entre afectividad y entendimiento
      2. 4.2. Desequilibrios entre dependencia y autonomía
      3. 4.3. Desequilibrios entre apertura y aislamiento
    5. 5. Consejos de conservación y mantenimiento
      1. 5.1. La escalera de la percepción
      2. 5.2. La escalera de los sentimientos
      3. 5.3. La escalera del conocimiento
      4. 5.4. El nivel de la conciencia
      5. 5.5. Consejos prácticos
    6. 6. Cómo proceder en caso de avería
      1. 6.1. Errores de manejo
      2. 6.2. Aviso de avería y reducción de daños
      3. 6.3. Reclamaciones y responsabilidades

Observación
preliminar y advertencia

Es probable que tenga usted coche. Y lavará la ropa en la lavadora. Seguro que usa un móvil para hablar con otras personas, navega por Internet, graba en vídeo sus vacaciones, ve la tele y escucha música comprimida en discos. Ignoro cuántos aparatos más, útiles o inútiles, ha adquirido a lo largo de su vida. Sin embargo, estoy , completamente seguro de que cuanto más sofisticados y caros hayan sido esos aparatos tanto más atentamente habrá estudiado usted el manual de instrucciones que los acompaña e indica cómo se usan y lo que debe tener en cuenta para disfrutar de ellos durante el mayor tiempo posible.

También tiene un cerebro. Y lo usa con más frecuencia de lo que se imagina –con toda certeza, más que esas otras máquinas y aparatos– para arreglárselas en la vida y procurarse alguna que otra alegría. Pese a ello, seguro que hasta ahora no ha hojeado ningún manual de instrucciones del cerebro humano. ¿A qué se debe?

¿Piensa que su cerebro funciona por sí solo como tiene que funcionar? Si es este es el caso, lamento decirle que está en un error. Su cerebro funciona como puede funcionar con ayuda de las conexiones que se han establecido en él. Y qué conexiones se han establecido en él y se le ofrecen para solucionar problemas depende a su vez, esencialmente, de cómo y para qué lo haya utilizado hasta ahora. Quizá tendría que haberse preguntado antes si es posible que el modo en que usa su cerebro se traduzca más adelante en que apenas pueda disponer de él para la ejecución de determinadas tareas.

Quizá daba por supuesto que algo por lo que no se ha pagado una importante suma de dinero, sino que se posee sin más, no requiere especiales cuidados. Esto también es un error. Todo lo que nos ha sido dado y no está muerto, sino que vive y se desarrolla –como los niños y las relaciones con otras personas, pero también como un perro o una huerta– requiere atenciones y amorosos cuidados. Esto también se aplica a su cerebro.

Tal vez confiaba en que un creador todopoderoso o los todopoderosos genes han hecho o conformado su cerebro de modo que, con su ayuda, está usted en situación de arreglárselas en este mundo del mejor modo posible para siempre, y que no se puede cambiar nada en él. Es ciertamente una agradable idea la de que podemos hacer responsable a un creador o a los genes, pero no a nosotros mismos, de lo que sea de nuestro cerebro, pero también esta conjetura es falsa. Es verdad que toda persona posee un cerebro propio, especial, que le dota desde el principio con determinadas aptitudes y debilidades. Pero lo que sea a lo largo de la vida de estas predisposiciones, esto es, si compensamos o acentuamos determinadas debilidades y si desarrollamos o atrofiamos determinadas aptitudes, depende de cómo y para qué utilicemos el cerebro.

Puede que este descubrimiento no nos haga muy felices, pero esconder la cabeza como un avestruz no lo va a cambiar. Antes o después tendrá que levantar la cabeza, y entonces se verá obligado a constatar que todas estas pretendidas justificaciones no son verdaderas razones, sino meros pretextos. En realidad solo puede mencionar con buena conciencia una única razón por la que hasta ahora se ha abstenido de preocuparse por cómo usa su cerebro: que nadie antes le había explicado cómo hacerlo. Justamente por eso he confeccionado para usted este manual de instrucciones, y me alegra que haya llegado a sus manos.


Trabajo desde hace muchos años como neurólogo, y al igual que muchos otros científicos interesados por este campo, intento averiguar cómo funciona nuestro cerebro. Como esos otros investigadores, yo también he dividido en partes cada vez más pequeñas, como mejor he podido, los cerebros de animales de laboratorio, y he medido todo lo que en ellas se podía medir. He cultivado los diversos tipos de células cerebrales en placas de Petri y he observado qué ocurría con ellas y qué eran capaces de hacer. Y como muchos otros neurocientíficos, he llevado a cabo experimentos con animales –ratas, en la mayoría de los casos– para investigar el efecto que tenían determinados tratamientos o intervenciones en sus cerebros.

Sigue resultándome apasionante lo mucho que se puede descomponer, medir e investigar en semejantes cerebros. Pero he dejado de creer que por esta vía lleguemos a entender algún día cómo funciona un cerebro, menos aún un cerebro humano. Al contrario: esta clase de investigaciones nos induce a tomar lo que se descompone, mide y observa especialmente bien por especialmente importante para comprender el modo en que funciona el cerebro. Y como a los investigadores les gusta dar a conocer lo que les parece de especial importancia, y los medios de comunicación disfrutan con especial intensidad al divulgar estas novedades, cada vez hay más gente que cree que la felicidad, la armonía y el amor tienen su origen en el cerebro y son el resultado de una liberación de endorfinas, mucha serotonina y ciertos péptidos, respectivamente, y que el miedo comienza en la amígdala, el aprendizaje en el hipocampo y el pensamiento en la corteza cerebral. Puede deshacerse tranquilamente de todas estas ideas en caso de que hayan llegado a sus oídos, igual que de la tesis según la cual todo lo que ocurre en su cerebro se debe a determinadas predisposiciones genéticas. No existen el gen de la pereza, el gen de la inteligencia, el de la melancolía, la dependencia o el egoísmo. Lo único que existe son distintas dotaciones, predisposiciones características y vulnerabilidades específicas. Lo que al final sea de ellas depende de las condiciones en las que cada cual se desarrolla.


Pero la recta comprensión de lo que ocurre en el cerebro no se ve solamente dificultada por la sobrevaloración de determinados conocimientos parciales alcanzados con las botas de siete leguas de la técnica moderna, sino también por la notoria renquera que ocasiona caminar con zapatos viejos que se nos han quedado pequeños. Ocurre a menudo que ideas desarrolladas en un determinado momento que durante algún tiempo han pasado por ser especialmente acertadas se defienden y divulgan como si fueran un dogma. Muchas veces han sido puestas en circulación por una autoridad que disfruta de reconocimiento y admiración, y perviven durante décadas. Nada hay que objetar cuando se trata de modelos que describen fielmente la realidad. Pero esto rara vez ocurre, pues la mayoría de las teorías se convierten con el tiempo en un incómodo calzado que aprieta donde más duele y nos impide avanzar.

Como muchos otros neurocientíficos, yo mismo también he andado durante mucho tiempo con esos zapatos viejos. Lo que más tiempo me impidió avanzar fue el dogma de la invariabilidad de las conexiones establecidas en un momento dado en el cerebro. Procede de un pionero de la investigación neurológica, Ramón y Cajal. A comienzos del siglo XX, el científico español averiguó por medio de una nueva técnica de tinción que el cerebro no es una masa difusa (el así llamado sincitio), sino que está formado por innumerables células nerviosas conectadas entre sí por apéndices de ramificaciones múltiples. Ramón y Cajal mostró en secciones del cerebro tintadas que la maleza formada por la interconexión de los apéndices se hace cada vez más espesa a lo largo del desarrollo cerebral, y que más adelante, con la edad, comienza a clarearse con mayor o menor intensidad. Los neurólogos que lo sucedieron adoptaron de él esta idea, la cual ha marcado durante casi un siglo el pensamiento de la mayoría de los neurobiólogos, psicólogos y psiquiatras y se ha asentado en amplios círculos de la población como una férrea convicción.

Entretanto se ha averiguado que el cerebro es estructuralmente moldeable también en la edad adulta, y en alto grado. Aunque las células nerviosas, salvo en pocas excepciones, ya no se dividen tras el nacimiento, a lo largo de toda la vida son capaces de adaptar sus complejas conexiones a nuevas condiciones de uso.

Resulta extremadamente difícil medir lo que en el caso del ser humano más decisiva y duraderamente influye sobre la utilización de las redes neuronales y las conexiones nerviosas establecidas en el cerebro. El concepto que con mayor acierto lo recoge es el de experiencia. Es común consolidar en la memoria de un individuo el conocimiento sobre las estrategias de pensamiento y acción que hasta entonces se han revelado como especialmente exitosas o especialmente contraproducentes –altamente reforzadas, pues–, que por ello mismo se consideran adecuadas o inadecuadas para solucionar problemas futuros. Tales experiencias son siempre el resultado de una valoración subjetiva de las propias reacciones a cambios percibidos y considerados importantes en el mundo exterior. Se distinguen por ello de todas las vivencias (pasivas) y de todos los conocimientos y competencias (pasivamente) adquiridos a los que no se atribuye –o todavía no se atribuye– significado para subsistir. Puesto que normalmente en la más temprana infancia tiene lugar el desarrollo y más tarde en la vida activa se lleva a cabo la integración de los hombres en estructuras sociales cada vez más complejas, las experiencias más importantes que tiene una persona a lo largo de su vida son de naturaleza psicosocial.

Tardé mucho tiempo en llegar a ver y comprender que lo que nos dirige en la toma de todas nuestras decisiones no es nuestro espíritu o nuestra conciencia, tampoco los conocimientos que hemos aprendido de memoria o adquirido a través de fuentes dudosas, sino las experiencias recabadas durante el desarrollo previo. La experiencia que una persona ha reunido a lo largo de la vida se hallan firmemente asentadas en su cerebro, determinan sus expectativas, dirigen su atención en una dirección bien concreta, deciden sobre cómo valora lo que vive y sobre el modo en que reacciona a lo que sucede a su alrededor, a los estímulos que lo bombardean desde el exterior. En cierto sentido, la experiencia individual es el tesoro más importante y valioso que posee el hombre. Y no solamente cabe emplearla en beneficio propio, sino que, una vez que ha experimentado la alegría que reporta hacer regalos a los demás, también intenta transmitírsela a otros. La peculiaridad del tesoro de la experiencia radica en que al usarlo y repartirlo no solamente no mengua, sino que, al contrario, se acrecienta.

Y cuando uno, como es mi caso, trabaja como neurólogo en una clínica psiquiátrica, no solo acrecienta incesantemente sus experiencias, sino que también tiene ocasión de reflexionar sobre muchas cosas. En semejante institución vemos pacientes dominados por determinados sentimientos sobre los que ya no tienen control alguno. Llevados por alguno de ellos, tales hombres gestan a veces ideas que para un observador externo resultan absurdas. Algunos se sienten perseguidos o poseídos por fuerzas extrañas; otros tienen la sensación de que se disuelven y dividen en varias personalidades. Los hay que desarrollan sentimientos de omnipotencia y se creen Dios o Napoleón, mientras que otros se sienten pequeños e insignificantes, o se esfuerzan compulsivamente por controlar algo.

Por otra parte, también se ve a veces en semejante institución a personas que no son pacientes, pero cuyo pensamiento y conducta están igualmente determinados por ciertos sentimientos. Son las que se consideran a sí mismas imprescindibles y tienen sus opiniones por universalmente válidas, así como las que se infravaloran y prefieren cerrar la boca o limitarse a asentir a lo que dicen los demás. Hay hombres dominados por el sentimiento de que tienen que lograr poder e influencia y están dispuestos a todo por alcanzar esta meta; otros solo quieren que los dejen en paz e ignoran todo lo que sucede a su alrededor. Algunos se enfadan por casi cualquier cosa y otros sienten la imperiosa necesidad de divertirse. Y también hay personas que solo consiguen ahogar el sentimiento de inquietud e insatisfacción que siempre los asalta comiendo sin medida o con ayuda de drogas legales, aunque a veces también ilegales.

No solo en las clínicas, sino que en todas partes vemos personas cuya conducta es autodestructiva, desconsiderada, egoísta, narcisista, indiferente, calculadora, pendenciera, prepotente o irresponsable, y que por ello causan inmensos daños. En economía se llama a estos daños «costos de fricción», y en la actualidad los economistas opinan que evitar estas pérdidas es el requisito indispensable que han de cumplir los países industrializados para incrementar su producto social bruto. Si les preguntamos a estos conciudadanos nuestros por qué se comportan de un modo tan destructivo y egocéntrico en sus lugares de trabajo, en sus casas o en la convivencia con los demás, constatamos que tampoco ellos lo saben. Sienten que tienen que comportarse así y de ningún otro modo, y que su manera de pensar y sentir es la correcta. En el fondo no es, pues, más que un sentimiento.

Y por eso encuentro apasionante intentar responder a la pregunta: ¿de dónde proceden esos intensos sentimientos que determinan el pensamiento y la conducta de muchas personas? Los temas de la «inteligencia emocional» y la «red de sentimientos» se han convertido en los últimos años en un asunto viva y acaloradamente discutido. También los psicólogos y los psiquiatras han dejado de darse por satisfechos con la mera constatación de que las experiencias previas determinan considerablemente las actitudes y los sentimientos, y quieren saber cómo estas experiencias se asientan en el cerebro. Quieren saber cómo y en qué condiciones es posible que nuevas experiencias reescriban estos engramas, y cómo modificar, sustituir o contrarrestar el sentimiento que se desarrolló en su día. Estas nuevas preguntas han movilizado en los últimos años numerosísimos esfuerzos, también o especialmente en el campo de las neurociencias.

Toda disciplina científica atraviesa diversas etapas a lo largo de su desarrollo. Y en cada una de estas etapas alcanza un determinado conocimiento del fenómeno que investiga. Basándose en la comprensión de su objeto alcanzada hasta el momento y en los conocimientos que ha acumulado, la ciencia construye un determinado edificio de pensamientos y teorías. Al principio el edificio es bastante inestable. Por eso la ciencia se traza el objetivo consciente de estabilizarlo mediante apoyos, de sostenerlo a través de determinadas medidas organizativas y de protegerlo hasta donde sea posible de la desestabilizadora influencia de ideas y conceptos perturbadores. Sin embargo, lo que nunca se puede impedir enteramente es que se alcancen nuevos conocimientos mientras se sigan investigando ciertos fenómenos, reflexionando sobre las relaciones entre las cosas y buscando soluciones a los problemas. Los nuevos conocimientos han de ser integrados de alguna manera en el antiguo edificio de pensamiento, y cuando los científicos consiguen hacerlo todo discurre con normalidad y el edificio se sostiene por algún tiempo, pese a presentar un aspecto cada vez más ecléctico debido a la adición de torrecitas, frontispicios, ampliaciones, espacios auxiliares y trasteros. Antes o después, empero, el edificio se torna inhabitable (incomprensible) y apenas armoniza con el paisaje, por lo que se hace inevitable reestructurarlo de arriba abajo, a veces incluso echar abajo el viejo edificio de teorías y edificar uno nuevo. Estas son etapas de cambios radicales y en ellas, el antiguo paradigma, que hasta entonces pasaba por ser la única verdad, es sustituido por uno nuevo, que ofrece la posibilidad de aprovechar el saber acumulado como conocimiento válido, pero que lo integra en un nuevo edificio de pensamiento, un edificio que da cabida a los nuevos conocimientos adquiridos, porque es más espacioso, más amplio o sencillamente más moderno que el anterior. Las etapas de cambio radical son las más interesantes del desarrollo de una disciplina científica, menos quizá para los que se sienten a sus anchas en la antigua casa que para los que la perciben angosta, mohosa e inhabitable.

deberíamos

Durante décadas se ha partido de la base de que las conexiones neuronales y las redes sinápticas que se crean en el cerebro durante su etapa de formación son inmodificables. Hoy sabemos que el cerebro es capaz de introducir modificaciones adaptativas y reorganizar conexiones establecidas en el pasado a lo largo de toda la vida, y que la formación y la fijación de estas conexiones dependen enormemente de cómo y para qué utilizamos el cerebro.

Algunos años atrás ningún neurocientífico habría podido imaginarse que lo que vivimos y experimentamos es capaz de modificar nuestro cerebro. Hoy en día la mayoría de ellos están convencidos de que las experiencias que tenemos a lo largo de la vida se anclan estructuralmente en el cerebro.

Hasta hace poco pasaba por ser una obviedad que el cerebro superior del hombre está ahí para pensar. Pero los resultados de las investigaciones más recientes han revelado con total claridad que la estructura y el funcionamiento del cerebro humano están especialmente adaptados a tareas a las que nos referimos con el nombre genérico de «competencias psicosociales». Según esto, nuestro cerebro, más que un órgano de pensamiento, es un órgano social.

Hasta hace solo unos años, los neurocientíficos recelaban de todo lo que tuviera que ver con los sentimientos. Poco a poco comenzaron a comprender no solo la importancia que tienen los sentimientos en relación con los procesos de percepción y pensamiento, sino también cómo las experiencias pasadas se asientan en el cerebro y cuán grande es la influencia que ejercen sobre la posterior adopción de actitudes y convicciones fundamentales.

Se ha discutido acaloradamente durante casi un siglo sobre si eran los programas de conducta innatos lo que más decisivamente condicionaba el pensamiento, los sentimientos y la acción del hombre o si, por el contrario, eran las experiencias recabadas a lo largo de la vida el factor fundamental. Hoy en día se impone cada vez más entre los defensores del determinismo psicológico o psicosocial la comprensión de que el sentimiento, el pensamiento y la acción del hombre tienen un fundamento material, esto es, neurobiológico. Por otro lado, los partidarios del determinismo biológico de los fenómenos psíquicos han comenzado a reconocer que la asimilación de experiencias de naturaleza social tiene una gran importancia, al menos en el caso del hombre, tanto para la estabilización de determinadas disposiciones genéticas en el seno de una población como para la formación de determinados patrones de conexión neuronal y sináptica en el cerebro.

Muchos de estos nuevos conocimientos han desaparecido en la selva de publicaciones científicas relacionadas con la ciencia del cerebro y han pasado desapercibidos a su público potencial: médicos, terapeutas y educadores. Tampoco han hallado eco en los medios. Y habrán de pasar muchos años antes de que aparezcan en los libros de texto. Siendo así que tantas personas ignoran completamente o saben muy poco sobre lo que ocurre en sus cabezas y en las de sus semejantes, tanto la confección como la lectura de un manual de instrucciones del cerebro humano no resulta una empresa en absoluto sencilla y libre de peligros. Me he esforzado por componer el libro de modo que lo más complicado aparezca al principio del todo, esto es, ya en esta observación preliminar. Conque, si ha llegado hasta aquí, el resto le va a parecer un juego de niños.

Pero cuidado: puede que de este juego dependan asuntos muy serios. Y es posible que muchas cosas dejen de ser como eran antes: su cerebro, entre ellas.