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RUBY KNIGHTLEY

HIDDEN Girl

Plataforma Editorial neo

Índice

    1. Capítulo 1
    2. Capítulo 2
    3. Capítulo 3
    4. Capítulo 4
    5. Capítulo 5
    6. Capítulo 6
    7. Capítulo 7
    8. Capítulo 8
    9. Capítulo 9
    10. Capítulo 10
    11. Capítulo 11
    12. Capítulo 12
    13. Capítulo 13
    14. Capítulo 14
    15. Capítulo 15
    16. Capítulo 16
    17. Capítulo 17
    18. Capítulo 18
    19. Capítulo 19
    20. Capítulo 20
    21. Capítulo 21
    22. Capítulo 22
    23. Capítulo 23
    24. Capítulo 24
    25. Capítulo 25
    26. Capítulo 26
    27. Capítulo 27
    28. Capítulo 28
    29. Capítulo 29
    30. Capítulo 30
    31. Capítulo 31
    32. Capítulo 32
    33. Capítulo 33
    34. Capítulo 34
    35. Epílogo
    1. Notas

1. La partida

«Recuerdo las últimas palabras que mi madre me dijo antes de fallecer:

—La soledad, silenciosa como la noche, es triste y fría cuando no tienes a nadie a tu lado con quien compartirla, Christine.

En aquellos momentos, no supe descifrar el significado de aquellas palabras; tan sólo era una niña. Pero ahora, a mis diecisiete años, comprendo el mensaje que mi madre quiso trasmitirme aquella lúgubre noche de diciembre. Ella sabía, a ciencia cierta, que lo único que me esperaba a partir de ese momento sería soledad.»

Extracto del diario de Christine

Christine miraba con insistencia el reloj de la estación. Las nubes recortaban el horizonte y su lento movimiento era la única evidencia de que el tiempo no se había detenido. Era la única persona que no se resguardaba en la sala de pasajeros del duro sol de verano que quemaba las tardes de Saint-Marie, un pequeño pueblo de los Pirineos que lindaba con Francia y cuya industria se basaba en la alimentación.

Su corazón palpitaba con tanta fuerza que le costaba respirar. Sentía miedo e impaciencia por comenzar su nueva vida en Nueva York, romper con todo aunque sólo fuera por un año y demostrarse a sí misma que era capaz de conseguir todo lo que se propusiera. Pero la despedida media hora antes con su padre le había dejado una sensación de tristeza que empañaba sus ganas y su ilusión de comenzar esa nueva etapa.

Cuando llegaba por las tardes a casa era como si estuviera sola. Su padre apenas respondía a su saludo; se quedaba como hipnotizado frente al televisor, lo mismo daba que estuvieran echando un documental sobre las gacelas en el Serengueti que un reality show en el que las parejas se tiraban de los pelos por celos. Había sido despedido de su trabajo en la empresa de seguros hacía tres meses.

Y, por supuesto, encima de la mesa siempre había un vaso. La sola visión de ese vaso provocaba pesadillas en Christine. Porque ese vaso siempre estaba lleno… el color variaba, pero su contenido siempre tenía, al menos, un ingrediente esencial: alcohol. En ocasiones era vino tinto; otras veces, cerveza. Eso era lo más común. Pero algunas tardes, en los últimos tiempos, Christine había visto licores, bebidas de mucha más graduación (ginebra, sobre todo) y la reacción de su padre era diferente. Se tornaba hosco, desagradable. Christine rogaba por las noches que no llegase a volverse violento, aunque de momento aún no había sucedido.

Un par de semanas antes, por ejemplo, por la noche, su padre se enfadó porque no encontraba una foto de su madre que solía estar en el salón. Christine la había retirado —con todo el dolor de su corazón— hacía meses, pues su padre, en la fase inicial de su adicción a la bebida, solía hablar con ella, con voz pastosa, casi sin recordar que ya no estaba entre ellos y la chica tuvo que ser fuerte por los dos. Eliminó la foto de la ecuación, pues la voz de su padre hablando con su madre como si estuviera viva le partía el corazón y a su padre tampoco parecía hacerle ningún bien.

Alguna vez pensó en pedir ayuda a alguien, a Eduardo, quizá, un amigo de su padre que de vez en cuando lo visitaba. En realidad, la única alma que aún se acordaba de él, pues a los demás les había alejado con sus malas maneras o simplemente no abriendo la puerta o no cogiendo el teléfono hasta que se cansaban. Pero Eduardo seguía haciendo una visita cada dos semanas. Lamentablemente, solía compartir con su padre unas cervezas, por lo que, de esa forma, era imposible que se diera cuenta de que su amigo tenía un problema.

Christine había llorado a solas por las noches y había soñado con escapar de esa vida. Ella no estaba hecha para ese mundo de soledad, tristeza y autocompasión. Era una luchadora, como su madre, y, al igual que ella, deseaba extraer todo el jugo posible a la vida. Su madre se lo había dicho además muchas veces:

—Christine, cada día es como un viaje a un país desconocido. No lo desperdicies mirando hacia atrás por la ventanilla del tren: mira hacia adelante, disfruta de lo que viene.

Eso se lo había dicho cuando ya estaba enferma y, por supuesto, la chica le había hecho caso. Y el milagro había sucedido: ahora estaba a punto de subirse a un tren para viajar, de verdad, a un país desconocido a vivir una aventura increíble. Se había pasado las últimas semanas sumida en una nube de fantasía y emoción, una excitante montaña rusa.

Y, aunque seguía feliz, ahora, sola en la estación, con los nervios propios de un cambio tan grande como era ir a otro continente, hablar otro idioma, estudiar en un instituto nuevo y vivir con una familia desconocida, sentía que añoraba el hecho de no tener a alguien a su lado con quien compartir tal emoción. En ese instante, deseó con todas sus fuerzas que todo fuera como antes, que su madre estuviera ahí para darle un afectuoso abrazo de despedida y la apaciguase con sus tiernas palabras.

Una ráfaga de viento caliente removió algunas hojas del suelo, y los olores tan característicos del verano en Saint-Marie la llevaron directamente a un pasado que intentaba desterrar, pero que le pertenecía en cierto modo. Sus ojos comenzaron a empañarse de lágrimas e intentó no llorar.

«Solo tienes este momento, Christine —se dijo—. Sólo tenemos el AHORA. Vívelo.»

Así que respiró hondo y se apoltronó en el asiento, disfrutando de todo el placer de la sensación que sentía. Algo nuevo iba a empezar, su vida iba a cambiar por completo.

«El tren con dirección a Madrid está a punto de hacer su entrada en la estación. No olviden recoger sus pertenencias.»

La voz mecánica que salía del altavoz la devolvió inevitablemente a la realidad. Todas las personas que estaban en la sala se levantaron repentinamente de sus asientos y se agolparon en la puerta de salida hacia el andén con la impaciencia propia del viajero.

Con el tren a su espalda, Christine volvió a contemplar, en forma de un último adiós, el hermoso paisaje que había sido su hogar desde que nació.

Subió al tren y, tras buscar el asiento número nueve, levantó con dificultad la enorme maleta que llevaba para introducirla en el portaequipajes.

«Genial —pensó—. Me ha tocado ventanilla. Al menos podré distraerme un poco mirando el paisaje.»

Christine se sentó y, mientras sacaba un pañuelo del último paquete de kleenex que le quedaba, lanzó una mirada a su maleta para comprobar que seguía en su sitio.

Sacó de la mochila el iPod y, en un desesperado intento por alejar la tristeza, el miedo y los nervios que la atenazaban, buscó a Lady Gaga en su reproductor, subió el volumen al máximo y, cerrando los ojos, se hundió en la butaca número nueve del tren con dirección a Madrid.

2. Un nuevo comienzo

«¿Acaso el destino preservaba mi razón sólo para arrastrarme irresistiblemente a un final más horrible e impensable de lo que haya podido soñar nadie?»

Howard Phillips Lovecraft

Christine se quedaba numerosas noches en casa de su vecina y amiga Mía mientras su padre consumía lentamente su vida bebiendo y malgastando el dinero en los bares. Las dos charlaban hasta las tantas de la madrugada de chicos, ropa y de su pasión común: el cine. Seguramente, Christine había heredado de su madre el amor al séptimo arte. En realidad no era extraño, pues su madre justamente la había llamado Christine en honor a una de sus películas favoritas, La reina Cristina de Suecia, de su adorada actriz Greta Garbo. Solía decir que la Garbo era la única mujer capaz de resultar irremediablemente hermosa siendo rebelde (y disfrazada de hombre para evitar un destino que no le gustaba, como en la película).

En una de esas charlas surgió el tema de estudiar el último año de instituto en Nueva York. Estaban recordando escenas de películas que transcurrieran en la ciudad de los rascacielos y, tras evocar una interminable lista que comenzaba inevitablemente con Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes, pasaron por King Kong escalando el Empire State, el vuelo de la falda de Marilyn en la avenida Lexington, Al Pacino pactando con el diablo, Tony Manero paseando por Brooklyn o Will Smith conduciendo por Central Park en Soy Leyenda. Cuando las películas se agotaron, comenzaron con las series de televisión: Sexo en Nueva York, Friends, CSI o Los Soprano. La lista ya estaba agotada, pero dio paso a una interesante idea que, en menos tiempo del que hubiera imaginado, iba a convertirse en realidad. ¿Y si su destino, como su nombre, estaba unido al de las grandes estrellas como Garbo, Hepburn, Elizabeth Taylor…? Dedicarse al cine y luchar contra cualquier impedimento que surgiese, como la protagonista de La reina Cristina de Suecia. ¡Sí, lo intentaría!

Al día siguiente, comenzó a buscar en Internet información sobre becas para Estados Unidos. Al parecer, en la provincia de Huesca solamente se habían realizado becas para ese país en los institutos privados y a estudiantes universitarios. Cuanta más información tenía, más negro lo veía.

El lunes, dándolo todo por perdido, preguntó a su profesora de inglés si sabía algo de los programas y, contra todo pronóstico, ésta le indicó que precisamente esos días se estaba debatiendo en la junta directiva la posibilidad de ofrecer por vez primera becas para ese país. Aunque aún no era nada definitivo, una gran sonrisa se dibujó en el rostro de Christine.

Dos semanas después, la profesora le preguntó:

—¿Has visto el cartel que he colgado en el tablón esta mañana?

—No —dijo despreocupada. Pensaba que se refería a las notas de la tercera evaluación y, como ella nunca había tenido problemas con el inglés, tampoco se mostró muy interesada—. ¿No me habrás suspendido, verdad?

—Aún no he corregido los exámenes —contestó la profesora disfrutando con la situación.

—¿No me digas que…? —gritó, sin acabar la frase y dirigiéndose a todo correr hacia el tablón de anuncios.

Llegó exhausta y no tuvo que leer nada para compren­der que se trataba de la información para inscribirse en un programa de becas al extranjero. El folleto lo presidía una fotografía de la Estatua de la Libertad neoyorquina y otra del puente Golden Gate de San Francisco.

—No me lo puedo creer —se dijo a sí misma mientras leía y releía el encabezado:

PROGRAMA DE BECAS PARA ESTADOS UNIDOS

Este año, nuestro instituto, en colaboración con la Consejería de Cultura, Educación y Ciencia de la comunidad de Huesca, se suma a una iniciativa promovida desde el Exchange Visitors Program de Estados Unidos. El programa está dirigido a alumnos mayores de quince años y menores de dieciocho años y seis meses en el momento de matricularse en el colegio norteamericano. Debido al reducido número de plazas disponibles, valoraremos positivamente un alto conocimiento de la lengua inglesa. Si quieres vivir una inolvidable y enriquecedora experiencia estudiando un curso escolar en Estados Unidos, pide el formulario en secretaría y entrégalo antes del 18 de junio en el Departamento de Inglés.

¡No dejes pasar esta maravillosa oportunidad!

Después de leer el anuncio por tercera vez, se dio cuenta de que no estaba soñando y salió disparada hacia la secretaría para rellenar allí mismo el formulario y subirlo al Departamento de Inglés a entregarlo.

Aunque no necesitara, por el momento, la autorización legal de su padre, nadie la libraba del papelón que suponía decirle que se marchaba un año entero. No tenía ni la menor idea de cómo iba a tomárselo, ni de cómo reaccionaría.

Su amiga Mía enseguida comprendió lo que suponía para ella marcharse del pueblo. Aun así, insistieron en repasar los aspectos negativos de la situación y, por un momento, hasta ella misma dudó de las bondades del programa. Tras ese momento de debilidad mental, se instaló en la más absoluta de las euforias, absorbida por la necesidad vital de encontrar cualquier información sobre experiencias de exalumnos en otros institutos que habían conseguido esa beca. Los días que pasaron hasta el veinticinco de junio, fecha de publicación de los admitidos y sus destinos, fueron todo un suplicio.

Inexorablemente, la ansiada fecha se presentó. Christine miraba desde la distancia a un numeroso grupo de alumnos que escudriñaba varias listas de calificaciones. No se atrevía a dar un paso hacia el tablón de anuncios. De los nombres que aparecieran en aquella lista dependían sus anhelos y esperanzas de futuro. ¿Y si resultaba que, después de todo, su nombre no aparecía? ¿Cómo iba a encarar un año más en aquel diminuto pueblo que se empequeñecía hasta el ridículo comparándolo con las situaciones que había imaginado en Nueva York?

Conocía de memoria los cuatro requisitos fundamentales para acceder al programa:

El último punto era el que más la preocupaba:

Lo de la aptitud académica estaba claro, pero «¿cómo valoraban la madurez y el buen carácter?», acababa pensando siempre.

Cuando se armó de valor para mirar la lista, el número de alumnos que se había congregado alrededor del exiguo tablón de anuncios había crecido hasta el punto que sólo logró distinguir desde la distancia una pequeña cuartilla con una bandera de Estados Unidos en la parte superior. La lista que podía cambiar su vida estaba a unos escasos dos metros y ni siquiera podía acercarse a leer los nombres. Dentro del gentío que la separaba de su destino, distinguió a Mía, que apuntaba los resultados de los exámenes en un cuaderno apoyado en su carpeta.

—Eh, Mía. —La chica ni se inmutó—. ¡Mía! —gritó esta vez Christine para que su amiga la escuchara.

—¡Qué susto, tía! —dijo girando la vista hacia atrás y volviendo a sus anotaciones.

—Hazme un favor, Mía, mira a ver si mi nombre aparece en la hoja esa de la banderita —le dijo señalándola.

—¿Y por qué no lo miras tú? —le contestó subiéndose las gafas de pasta que resbalaban por su pequeña nariz.

—¡Porque no puedo! —respondió como si no resultara lo más evidente del mundo.

La verdad era que ella misma podía haberse abierto paso con un par de empujones, pero el miedo a averiguar por ella misma si su nombre figuraba o no en aquel estúpido papel la hacía mantener una «distancia de seguridad».

—A ver, espera —dijo condescendiente. Se acercó al listado y resolvió el que probablemente sería uno de los momentos más importantes en la vida de Christine.

—¡Sí sales, Chris! —exclamó con entusiasmo a la vez que le daba un fuerte abrazo y, tras ello, desapareció entre la multitud en dirección al aula de dibujo técnico.

Christine se quedó paralizada. Se había imaginado la escena miles de veces. En todas ellas, acababa dando saltos de alegría y abrazando a cualquiera que se cruzara en su camino. Sin embargo, todos los músculos de su cuerpo se habían quedado rígidos. No podía ni siquiera pestañear. Se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en la pared y esperó a que el tumulto desapareciera. Cuando se encontró completamente sola, se acercó a comprobar por sí misma el listado.

PROGRAMA DE BECAS A ESTADOS UNIDOS

LISTADO DE ADMITIDOS

—Joder, joder, joder, estoy dentro, no me lo puedo creer —murmulló mientras se alegraba de su doble suerte, al verse incluida en el grupo de los que iban a Nueva York.

Aquellos alumnos que figuren en la lista deberán presentarse mañana a las 16:15 en el Salón de Actos. Se ruega la asistencia de los padres o tutores (obligatoria en el caso de los estudiantes menores de edad). Todas las familias recibirán información detallada de la normativa que regula el programa de intercambio por correo certificado.

«Notificación por correo», pensó.

Aunque tarde o temprano su padre tenía que enterarse, Christine no deseaba empañar con una gran discusión su gran momento de felicidad. Decidió contarlo todo el día que recibiera la carta, así que aún tenía un par de días o tres por delante para disfrutar de su nueva situación. Salió del instituto sin pisar el suelo. La nube en la que viajaba caminaba por ella.


Al día siguiente, asistió a la sesión informativa del programa y la tutora, extrañada de no verla acompañada por un adulto, se dirigió a su pupitre esbozando una pequeña sonrisa.

—¿Y su padre, señorita Rodríguez?

—Me temo que no va a poder venir, lo siento. Lleva desde anoche con fiebre. —Su corazón latía con fuerza a la vez que su respiración comenzaba a acelerarse. Odiaba tener que mentir, pero no tenía otra opción—. ¿Tiene algún inconveniente si me quedo yo a escuchar la charla?

—Por supuesto que no. Pero sí que necesitaría que me entregase toda la documentación firmada lo antes posible, ¿de acuerdo?

—Claro, descuide —respondió Christine con alivio.

La tutora volvió a sonreírle amablemente y se encaminó hacia la pizarra; la sesión informativa iba a comenzar.

Christine escuchó distraída la aburrida retahíla de reglas y normas mientras paseaba mentalmente por Times Square, Central Park y Broadway.

—… y a las familias de acogida se les enviará un resumen del expediente académico, así como cualquier in­formación personal de relevancia.

Esas palabras la trajeron de vuelta a la Tierra, pero no la preocupó demasiado. Después de todos los escollos que había salvado, supuso que ya se le ocurriría algo cuando llegara el momento para salvaguardar el gran secreto de su pasado. Desde su torre de marfil, todo parecía tener solución.

Al llegar a casa, la torre de marfil cayó como un castillo de naipes. Su padre la esperaba sentado en la mesa de la cocina con una carta abierta sobre la mesa. Las circulares se habían enviado el día anterior, justo después de conocer la resolución del programa y colgar en el tablón de anuncios la lista de candidatos admitidos.

—Tú no te vas a ningún sitio —bramó el padre con cara de pocos amigos—. Y, además, enterarme así. ¿No pensabas decirme nada?

—Lo siento. No creía que fueran a enviar la carta tan rápido. Además… tengo diecisiete años, ya no soy una niña. No puedes negarte —argumentó Christine midiendo sus palabras. No quería que se desatara una tercera guerra mundial. Con o sin su consentimiento iba a marcharse, pero prefería una despedida amistosa.

—Es por esos pájaros que sigues teniendo en la cabe­za, ¿verdad? —le preguntó mientras se guardaba la carta en el bolsillo izquierdo de su pantalón—. ¿Cuándo vas a darte cuenta de que las personas que llegan al cine es porque tienen un buen padrino o porque…?

—… No hace falta que sigas. Ya sabemos todos cuál es el problema —le cortó Christine mientras sus ojos castaños se encharcaban de lágrimas—. Ya me lo sé de memoria, no vuelvas a repetírmelo.

—Mira todos los problemas que has tenido en este pequeño pueblo de diez mil habitantes por ser distinta, ¿cómo vas a desenvolverte en una gran ciudad como Nueva York?

—¿Cuándo has decidido preocuparte por mí, papá? ¿Ahora? Porque, si no recuerdo mal, hace un par de horas ni tan siquiera me has dicho adiós cuando he salido por esa puerta. Que alguien me lo explique porque no logro entenderlo —respondió Christine intentando controlar sus emociones.

Tras unos segundos en silencio, su padre acertó a decir:

—De acuerdo, haz lo que te dé la gana. Todo esto se lo debo a tu madre por aprobar desde siempre todos tus caprichos y consentirte demasiado.

—Sabes de sobra que mamá no me consintió, ella logró entender lo que me sucedió y me quiso. Cosa que tú nunca podrás llegar a hacer.

Christine temblaba a causa de contener la cólera que en aquellos momentos corría por sus venas y mantuvo la mirada firme en el angustioso rostro de su padre antes de marcharse de la cocina sin decir ni una sola palabra más. La discusión había terminado y, por vez primera, Christine había ganado la batalla.

3. ¡Upper East Side!

«Jamás dejes que las dudas paralicen tus acciones. Toma siempre todas las decisiones que necesites tomar, incluso sin tener la seguridad o certeza de que estás decidiendo correctamente.»

Paulo Coelho

Una semana después, el entusiasmo inicial había dejado paso a preocupaciones de carácter práctico, y poco a poco fue recuperando el control de sus emociones. O al menos eso creía, ya que al recibir una llamada del instituto para que fuera a recoger la información de la familia de acogida su torrente sanguíneo volvió a descontrolarse. El gran sobre marrón que le dieron incluía una póliza de seguro a su nombre, un documento con la firma de los «padres de acogida» en el que se detallaban sus derechos y deberes, y una foto de ellos enganchada con un clip a un tarjetón con los datos personales de ambos.

«No me lo puedo creer», pensó.

—Perdona, ¿estás segura de que este sobre es el mío? —preguntó con incredulidad a la mujer que le había dado la documentación.

—¿Y tú estás segura de llamarte Christine Rodríguez Ferrer? —respondió la secretaria dando a entender que no era un error y que tenía cosas más importantes que hacer.

Peter y Nathalie Dawson vivían nada más y nada menos que en la Quinta Avenida, en pleno barrio del Upper East Side, en Manhattan. Esta última palabra, tantas veces repetida en su cabeza, se convirtió en una especie de mantra cuasi religioso. «Manhattanmanhattanmanhattan…» Ni en el mejor de sus sueños hubiera imaginado tanta suerte. La Gran Manzana la esperaba. «The Big Apple», pensó sintiéndose un poco idiota, mientras se le escapaba una sonrisa de satisfacción.

El Upper East Side era uno de los barrios más exclusivos de la ciudad. Miraba con orgullo a Central Park, el pulmón de la ciudad, y en ella se encontraba la joyería Tiffany’s, Cartier o el Empire State Building.

«¿Qué hace un matrimonio como éste participando en un programa así?», la pregunta pronto se desvaneció en el aire; la verdad era que en ese momento no le importaba demasiado.

En casa terminó de leer la documentación que le habían dado y el resto de instruc­ciones. Buscó en Google información sobre los Dawson y resultó que Peter era un prestigioso abogado y Nathalie una galerista conocida fundamentalmente por su ojo para descubrir nuevos talentos y por ocuparse de la dirección de NY Arts, la revista de tendencias artísticas más importante de la ciudad. Lo cierto era que Christine se sentía un poco abrumada. «¿Cómo voy a estar a la altura?», pensaba. Pasar de un pequeño pueblo de diez mil habitantes a una gran ciudad de veintidós millones de almas era un salto bastante grande. Además, vivir en uno de los barrios más prestigiosos, junto a dos profesionales de éxito, le imponía un poco. Por no decir bastante. Seguro que se sentiría como el patito feo, no tendría ropa apropiada a ese estilo de vida y todo el mundo pasaría a conocerla como la española sin clase.

Unos días después le llegó el primer correo electrónico de su familia de acogida. Eran muy amables y se los veía con muchas ganas de conocerla. Christine les respondió al instante.

Dear Mr. and Mrs. Dawson —dijo en voz alta mientras presionaba las teclas de su portátil.

PARA: Dawson.UPE@gmail.com

DE: Chris.Rodriguez@gmail.com

ASUNTO: Christine from Spain

Acabo de recibir su correo. Antes de nada me gustaría darles las gracias por acogerme durante un año escolar en su casa. Estoy muy contenta con esta estupenda oportunidad que mi centro educativo me ha facilitado. Tengo muchas ganas de conocerles y vivir una gran experiencia. Disculpen si mi inglés no es del todo correcto. Allí, sin duda, tendré la ocasión de poder mejorarlo.

El resto del correo lo dedicó a responder a algunas de las preguntas que le habían hecho acerca de sus preferencias cu­linarias, estudios, nivel de inglés o acerca de qué le gustaba ha­cer en su tiempo libre.

Adjuntó un par de fotos para que la reconocieran cuando fuesen a por ella al aeropuerto.

En la primera foto aparecía con su amiga Mía en una cafetería que solían frecuentar muchas tardes, vestía unos vaqueros, camiseta clara y un sencillo recogido. Su sonrisa encantadora de labios carnosos y sus enormes ojos almendrados color café seguramente los conquistarían. En la segunda foto, que fue tomada en la boda de un familiar, llevaba un ele­gante vestido de diseño clásico, sin mangas, sin escote, con un diminuto cinturón que marcaba su figura y su cabello largo y ondulado resplandecía a la luz del sol; era una foto preciosa y una de sus preferidas.

Cuando pulsó el botón de enviar suspiró y se recostó sobre la cama. Ya no había vuelta atrás.

Justo en ese momento escuchó la voz de su padre llamándola desde el salón:

—¡Niñaaa!

De golpe y porrazo, Christine volvió a la realidad actual: a su pequeño cuarto, a su casa, que ahora era como un territorio hostil en el que había que moverse con cuidado, pues podía estallar una granada cuando menos te lo esperabas.

—¡Voy, papá! —gritó, y respiró hondo antes de levantarse.

—Niña, ¿qué horas son éstas? ¿Cuándo estará la cena?

Christine odiaba a ese señor: ya no era su padre, era como un jefe, alguien desconocido que la trataba como a una criada, sin cariño, sin confianza, sin respeto. Sintió una oleada de desesperación que la invadía, pero entonces repitió mentalmente para sí su mantra: «Manhattan, Manhattan, Manhattan…» Instantáneamente, la alegría la invadió y consiguió incluso esbozar una pequeña sonrisa. Desgraciadamente, eso no pareció sentarle bien a su padre.

—¿Qué pasa, de qué te ríes? ¿Te ríes de mí?

—No, papá, claro que no. Es que he tenido una buena noticia, sobre el viaje a Nueva York, ya sabes…

Su padre se sirvió otro vaso de ginebra.

—Bah, ya estamos con las tonterías.

—Pero, papá —contestó Christine, sentándose a su lado en la mesa—, no es una tontería, recuerda que estuvimos hablando de eso, firmaste el permiso para que me vaya un año a estudiar allí.

Su padre la miró de arriba abajo y por un momento la chica creyó ver un atisbo de cariño en sus ojos. Era como si estuviera pensando en lo mucho que la echaría de menos.

—Papá… —murmuró.

—Bien —respondió él al instante tomando un sorbo de ginebra y apartando la mirada—, así dejarás de darme problemas. Ya tengo demasiados y tú no haces más que complicarme la vida. ¡Si tu madre pudiera verlo!

A Christine se le llenaron los ojos de lágrimas. Se levantó y fue hasta la cocina para recalentar el pollo de la noche anterior. No, repitió para sí, su madre estaría orgullosa de ella. Eso lo sabía.

«Christine, tú estás hecha para brillar —solía repetirle—. Este pueblo es muy pequeño para ti. ¡Eres una estrella! Mi pequeña gran estrella.»

Esas palabras conseguían que se sintiera importante, única, como de hecho lo era. Comenzó a sacar el mantel y los platos para poner la mesa, repitiendo en voz baja:

—Manhattan, Manhattan, Manhattan, Manhattan…

Al momento se sintió brillante y poderosa, como una estrella que iluminase un firmamento entero.

4. La llegada

Pasó todo el trayecto hasta Madrid observando cómo cambiaba el paisaje al otro lado de la ventanilla y ha­ciendo un repaso mental de los dos últimos meses de su vida. Había ido todo tan rápido que no se había para­do a pensar en la vida que la esperaba al otro lado del charco porque si lo hacía le entraba un nerviosismo cercano al miedo que prefería apartar de momento.

Había rellena­do un par de días antes el formulario en línea requerido para poder entrar al país y había alucinado con las pregun­tas:

«¿Piensan que si alguien tuviera la intención de hacer algo así iba a responder afirmativamente?», pensó con escepticismo.

Las ocho horas del vuelo se le pasaron en un suspiro. Vio dos películas de estreno y consiguió dormir un par de horas antes de aterrizar en el impresionante aeropuerto JFK. Hasta ese momento había mantenido los nervios a raya, pero al atravesar el finger y poner los pies en el reluciente suelo de már­mol de la terminal de llegada su corazón comenzó a latir de forma incontrolada. Le parecía un sueño estar en Nueva York. A su alrededor, un enjambre de personas se movía en un perfecto baile de idas y venidas.

Siguió al resto de pasajeros hacia el control de pasaportes y, tras recoger su maleta, se encaminó hacia la aduana. La lar­ga cola serpenteaba hasta ramificarse en los diferentes mostradores de entrada. Sobre sus cabezas, varias pan­tallas proporcionaban información acerca de la documentación a presentar y las mercancías consideradas ilegales en suelo estadounidense. Avanzando lentamente sobre las huellas invisibles de miles de viajeros, llegó su tur­no.

La agente de aduanas, una enorme mujer negra de edad indefinida, le pidió la solicitud de entrada y el pa­saporte. Tras mirarlos detenidamente, le hizo una foto­grafía con una pequeña cámara de brazo articulado y le tomó sus huellas dactilares.

—¿Ha estado alguna vez en Nueva York? —preguntó mirándola a los ojos de forma inquisidora.

—Sí, digo no, no, no —acertó a responder.

—¿Algo que declarar? —dijo alargando la mano hacia una grapadora.

—No —respondió bruscamente por miedo a confundir­se de nuevo.

Con un golpe seco, la mujer grapó el visado de entra­da a su pasaporte y Christine dirigió sus pasos hacia la puerta de salida, que se abría y cerraba intermitentemente al ritmo de los via­jeros.

5. New York, New York

«Nuestra querida ciudad de Nueva York es el escenario de muchas películas famosas. Es el segundo centro de producción cinematográfica de Estados Unidos después de Hollywood. ¿Y es que a quién no le seduciría la idea de grabar un film en la Gran Manzana rodeado por sus imponentes rascacielos?»

New York Films, pág. 6

Ahí estaba ella, andando hacia la puerta de salida de la terminal de llegadas con una gran sonrisa iluminando su rostro. A su alrededor, ajeno a tan importante momento de su vida, el mundo seguía girando.

Los Dawson, que seguían con expectación la salida de viajeros, reconocieron al instante a la guapa chica de melena larga y ondulada que miraba confundida a la multitud que esperaba ansiosa.

Un hombre alto y rubio, vestido con un impecable traje negro y una gorra de conductor coronando su cabeza, se acercó a Christine mostrándole un cartel en el que aparecía su nombre.

—¿La senorita Rodrigues? —dijo éste en un idioma parecido lejanamente al español.

—Sí, soy yo —notó cómo la sangre caliente enrojecía sus mejillas.

El chófer de los Dawson recogió su maleta y se retiró, dejando paso a Peter y a Nathalie.

Oh, so nice to meet you, Christine —dijo Nathalie mientras la abrazaba afectuosamente. Según le habían contado, los norteamericanos no eran tan efusivos, por eso, aunque agradecida, se mostró un poco desconcertada.

Peter le entregó un precioso ramo de flores de bienvenida y juntos caminaron hacia el aparcamiento.

Eran un matrimonio encantador. Rozaban los cuarenta y desprendían entusiasmo en cada cosa que hacían. Nathalie era una mujer esbelta, de cabello rojizo, tez blanca como la nieve y unos bonitos ojos esmeralda que hechizaban a cualquiera. En cuanto a Peter, era un hombre muy atractivo, elegante y pulcro, de profundos ojos azul marino y cabello color trigo, de dorada tez y una sonrisa perfecta. Ambos eran la viva imagen de la felicidad. Al menos, eso pensó Christine cuando los conoció. Sin embargo, bajo esa capa de fortuna, se abría paso la tristeza que les producía no poder tener hijos. Christine aún no lo sabía, pero ésa fue la razón principal por la que la pareja se apuntó al programa de intercambio.

Aunque deseaban hacerle todo tipo de preguntas, los Dawson dejaron que Christine disfrutara de las vistas de la ciudad a través de los cristales tintados del coche que los llevaba a Manhattan. Atravesaron todo el distrito de Queens y, poco antes de penetrar en el viejo puente de Queensboro, el skyline de la ciudad se presentó rotundamente ante sus ojos. Las primeras luces de los grandes edificios se encendían tímidamente mientras se escondía el sol y comenzaba a dibujarse el Nueva York nocturno que tantas veces había visto en las películas. Jamás olvidaría esa primera impresión de la ciudad.

El edificio en el que vivían los Dawson se encontraba en la esquina de la Quinta Avenida con la calle 79. Exteriormente tenía cierto aspecto anodino, pero en su interior escondía algunos de los apartamentos más exclusivos de toda la isla. Por supuesto, entre ellos estaba el ático en el que viviría durante el siguiente curso. A la planta veinticuatro se accedía con una llave especial y, una vez allí, las puertas del ascensor se abrían directamente al recibidor del piso.

—Ésta es tu casa, Christine —dijo Peter ofreciéndole un juego de llaves.

—Muchas gracias —respondió Christine con cierta vergüenza.

A pesar de la naturalidad de sus padres de acogida, no podía evitar sentir cierta sensación de incomodidad.

El enorme salón, decorado con cierto gusto minimalista, ofrecía unas espectaculares vistas de Central Park y distribuía a la derecha el estudio de Nathalie y a la izquierda la cocina. Un precioso piano Steinway dormía en un rincón de la estancia, dando paso a una moderna escalera sin pasamanos que parecía estar suspendida en el aire. Desde la escalera se accedía a la segunda planta del apartamento, donde se encontraban los dormitorios y el despacho de Peter. Este último estaba presidido por un antiguo escritorio de madera de caoba que daba la réplica a una gran librería que ocultaba, literalmente, dos de las paredes de la sala. En sus estantes no sólo había libros de derecho o literatura, sino decenas de obras de arte traídas de los más variopintos lugares de la Tierra. A Peter le apasionaba viajar y tenía una sección de antiguos libros de viajes escritos por exploradores del siglo XIX. Nathalie aprovechaba los viajes para visitar galerías de arte, y para descubrir y comprar obras de talentosos artistas desconocidos.

Después la guiaron hacia su habitación. Como todas las de la casa, la suya tenía un baño completo con bañera, equipo de sonido wifi y ducha de cromoterapia.

«¡Qué pasada! Esto no puede estar pasándome a mí», pensó perpleja.


Durante la cena, los Dawson quisieron saber cuáles eran las ilusiones de Christine, qué esperaba de su estancia en Nueva York. La chica, mientras tomaba una delicia de canapé con pasta de queso francés y olivas, respondió:

—Me gustaría aprovechar al máximo esta oportunidad. Deseo mejorar mi inglés, aprender todo lo posible y, si tuviese la ocasión, hacer algo de teatro en el instituto o en algún pequeño grupo de barrio.

—Tu inglés es fantástico, Christine, no sabíamos que ibas a hablar tan bien —dijo inmediatamente Peter.

—Es porque desde pequeña siempre he sentido un cariño especial por este idioma, pero seguro que todavía me queda mucho para hablar realmente bien.

—No te preocupes, seguro que te pones al día enseguida. ¡Casi no tienes acento! —exclamó, maravillada, Nathalie mientras daba un sorbo a su Martini—. Y me encanta que tengas ambiciones, es importante para llegar lejos, míranos a nosotros. Yo fui abogada durante algunos años, divertido y emocionante, pero con una jornada de catorce horas al día. Lo dejé y ahora tengo mi propia galería de arte, es algo que siempre me ha gustado.

Peter le guiñó un ojo:

—Además es una aventurera, aquí donde la ves ha subido a la cumbre de algunos de los picos más altos del planeta, como el Aconcagua.

—¿Y usted no subió, Peter? —preguntó Christine.

—Yo en esa ocasión me quedé abajo esperándola en el hotel, disfrutando de la piscina y de una buena parrillada argentina.

Todos rieron y Nathalie explicó que su marido era profesor de Derecho Civil en la Universidad de Cornell, una de las mejores del país. Se habían conocido en la facultad de Columbia cuando ambos estudiaban Derecho.

—¡Algún día te enseñaremos fotos de aquella época! Era el final de los años ochenta, vas a reírte mucho de nuestra pinta…

La velada continuó en ese tono distendido y agradable, hasta que Christine empezó a notarse cansada y los Dawson, que se dieron cuenta de ello, la animaron a que fuera a la cama.

—Buenas noches, querida —dijo Nathalie.

—Descansa —añadió Peter—, mañana será un gran día.

Christine les dedicó una pequeña sonrisa y se dirigió su cuarto. Antes de acostarse, como hacía frecuentemente, se lavó los dientes y se pasó el cepillo varias veces por su ondulado cabello castaño. Después se puso su pijama y abrió la cama, donde las sábanas frescas de flores rojas y rosadas la recibieron con cariño. Se durmió mientras seguía atisbando, por la ventana, los rascacielos de la ciudad de sus sueños. Una ciudad que ahora era su realidad.