EL CLAVO

Y OTRAS NARRACIONES

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Descripción: Untitled-1.jpg

 

MAGDALENA AGUINAGA

MARÍA ANGULO EGEA

JOSÉ LUIS ARAGÓN SÁNCHEZ

JESÚS ARRIBAS

RAFAEL BALBÍN

PAULA BARRAL CABESTRERO

M' ESPERANZA CABEZAS MTNEZ.

ÁNGEL MARÍA CALVO

MANUEL CAMARERO

FERNANDO DOMÉNECH RICO

JESÚS FERNÁNDEZ VALLEJO

LUIS FERRERO CARRACEDO

ANTONIO A. GÓMEZ YEBRA

ANTONIO HERMOSÍN

GLORIA HERVÁS

JOSÉ MARÍA LEGIDO

FRANCISCO LÓPEZ ESTRADA

ARCADIO LÓPEZ-CASANOVA

JOSÉ MONTERO PADILLA

JUAN A. MUÑOZ

FRANCISCO MUÑOZ MARQUINA

FÉLIX NAVAS LÓPEZ

KEPA OSORO ITURBE

M' TERESA OTAL PIEDRAFITA

BEATRIZ PÉREZ SÁNCHEZ

JOSÉ ANTONIO PINEL

MONTSERRAT RIBAO PEREIRA

ANA HERRERO RIOPÉREZ

TOMÁS RODRÍGUEZ

JORGE ROSELLÓ VERDEGUER

FLORENCIO SEVILLA

EDUARDO SORIANO PALOMO

ALEJANDRO VALERO

J. VARELA-PORTAS DE ORDUÑA

JESÚS ZAPATA

 

PEDRO ANTONIO DE

ALARCÓN

 

 

 

EL CLAVO

 

Y OTRAS

NARRACIONES

 

 

 

Edición a cargo de

TOMÁS RODRÍGUEZ SÁNCHEZ

 

Descripción: 1.jpg

Descripción: logo6.gif

 

En nuestra página web www.castalia.es encontrará el catálogo completo de Castalia comentado.

 

es un sello propiedad de

 

Oficinas en Barcelona:

Avda. Diagonal, 519-521

08029 Barcelona

Tel. 93 494 97 20

E-mail: info@edhasa.es

Oficinas en Buenos Aires (Argentina):

Avda. Córdoba 744, 2º, unidad 6

C1054AAT Capital Federal

Tel. (11) 43 933 432

E-mail: info@edhasa.com.ar

 

Primera edición impresa: noviembre 2005

Primera edición en e-book: septiembre 2012

Edición en ePub: febrero de 2013

 

© de la edición: Tomás Rodríguez Sánchez

© de la presente edición: Edhasa (Castalia), 2012

 

www.edhasa.es

 

ISBN 978-84-9740-546-1

Depósito legal: B.25477-2012

 

Ilust. de cubierta: Eugéne Delacroix: La Libertad guiando al pueblo (1830, detalle), El Louvre, París.

Diseño gráfico: RQ

 

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

 

Diríjase a CEDRO

(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) descargarse o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 917021970 / 932720447).

Presentación

 

 

 

EL AUTOR

 

Pedro Antonio de Alarcón y Ariza nació en Guadix (Granada) en 1833. Hijo de una familia hidalga, venida a menos tras los avatares de la Guerra de la Independencia, es el cuarto de once hermanos.

Realizó los estudios primarios en su ciudad natal y, a los catorce años, se traslada a Granada para cursar la carrera de Derecho. Sin embargo, por razones económicas, se ve obligado a abandonar tal pretensión y, en 1848, ingresa en el Seminario Diocesano de Guadix para cursar la carrera eclesiástica. Durante cinco cursos, hasta 1853, se entrega al aprendizaje de las materias que configuran los estudios de la época. Alarcón, ya en estos años, empieza a darse a conocer en el campo de la creación literaria, sobre todo como autor de pequeñas piezas dramáticas que son estrenadas con éxito en su ciudad por compañías de aficionados.

Abandona la vida religiosa y, en colaboración con su amigo Torcuato Tárrega, promueve la fundación del semanario El Eco de Occidente, que se edita en Cádiz. En esta publicación aparecen sus primeros relatos. Tras una corta estancia en Cádiz, el joven escritor se traslada a Madrid impulsado por un desbordante anhelo de triunfo. Sus ambiciones se frustran y el inquieto guadijeño regresa a su ciudad natal para recalar a continuación en Granada. Allí resucita de nuevo la publicación de El Eco de Occidente.

En la capital nazarí, Alarcón entra en contacto con una serie de escritores que viven con intensidad la peripecia literaria. Forma un grupo conocido como la «Cuerda granadina», en el que se integran autores de renombre, como Fernández y González, Manuel del Palacio, Ronconi, Moreno Nieto y otros. Constituían el foco de mayor actividad cultural en Granada y algunos, como Alarcón, alimentaban un deseo exacerbado de cambio y revolución.

Cuando en 1854 estalla en Madrid la «Vicalvarada», sublevación progresista encabezada por el general Espartero, Alarcón en su ciudad se pone al frente de los revolucionarios, que, tras apoderarse de un depósito de armas, ocupan el Ayuntamiento y la Capitanía General. Al mismo tiempo, este grupo progresista funda un periódico, La Redención, desde cuyas páginas se ataca a los conservadores y al clero.

Extinguidas las llamaradas de la revuelta, Alarcón se traslada de nuevo a Madrid, donde es bien recibido y se le ofrece la dirección del periódico El Látigo, satírico y antimonárquico. Los ataques y pullas contra el clero y la reina debieron de alcanzar altos grados de fogosidad ya que, al poco tiempo, el joven escritor granadino se vio envuelto en un duelo de honor frente a un periodista conservador, el venezolano Heriberto García de Quesada. Celebrado el lance, García de Quesada, hábil tirador, perdonó la vida a su rival descargando la pistola al aire tras fallar su disparo el guadijeño. Este hecho marcó un cambio radical en la vida y la obra de Alarcón. Un retiro provisional en Segovia, que sirvió para ordenar sus ideas y reflexionar, lo devolvió a la capital de España desengañado y transformado. Publica su primera novela El final de Norma y estrena una obra teatral, El hijo pródigo, que no cosechó el éxito esperado por el autor.

En 1858 se alista como voluntario a las órdenes de Ros de Olano en el ejército que parte a la guerra de África. La popularidad y el desahogo económico le llegan cuando, tras la campaña africana, que solo duró algunos meses, publica su Diario de un testigo de la guerra de África, todo un éxito editorial. A partir de este momento se inicia la etapa de esplendor del granadino: viaja por Francia, Suiza e Italia, se le distingue en los círculos sociales y toma parte activa en la vida política encuadrado en la Unión Liberal, partido moderado que encabeza el general O’Donnell. Ocupa cargos de diputado y de senador, y sufre también descalabros e incluso pena de destierro por su oposición al gobierno del general Narváez. En otro orden de cosas, a los treinta y dos años, en 1865, contrae matrimonio con la granadina Paulina Contreras.

Cuando estalla la Gloriosa Revolución, en septiembre de 1868, Alarcón se alinea al lado del general Serrano, vencedor de la batalla de Alcolea. Figura pues en el bando de los triunfadores y se le propone para el cargo de ministro plenipotenciario en Suiza y Noruega; pero no llega a tomar posesión, pues unas oportunas elecciones le permiten continuar con su acta de diputado. La Restauración de 1874 lo nombra consejero de Estado.

La carrera literaria, abandonada durante más de una década, vuelve a situarlo en el candelero cultural, al publicar su libro La Alpujarra, en 1873. Desde esta fecha, hasta 1887, en que escribe su último artículo, la producción narrativa de Alarcón alcanza los momentos más efervescentes de su quehacer literario y también los más dolorosos.

Los últimos años del autor granadino estuvieron marcados por el signo del silencio y la postergación. La polémica desatada por su discurso de ingreso en la Real Academia Española y la firmeza de las ideas moralizantes vertidas en novelas y artículos periodísticos sirvieron para catalogarlo como escritor reaccionario y «ultramontano», con el consiguiente vacío y rechazo hacia su figura. La situación lo llevó al retiro de su finca de Valdemoro, en Madrid, y al abandono de la escritura. Falleció el 19 de julio de 1891.

 

 

OBRA

 

Hoy se admite con unanimidad que Alarcón destacó, sobre todo, en los géneros narrativos cortos: novela corta y cuento. El teatro apenas le produjo satisfacciones y sus novelas (El escándalo, 1875; El niño de la bola, 1880; La pródiga, 1882) tampoco le reportaron un prestigio suficientemente sólido. El éxito del granadino como narrador, más aún con la perspectiva que da el tiempo, se centra en sus novelas cortas (El sombrero de tres picos, 1874, sobre todo; El capitán Veneno, 1881) y en parte de las tres series de relatos, que él clasificó en su obra completa bajo los títulos: Cuentos amatorios (1881); Historietas nacionales (1881) y Narraciones inverosímiles (1882). En estos volúmenes antológicos se recogen relatos que van desde los primeros trabajos, aparecidos en El Eco de Occidente, hasta las publicaciones de su última etapa.

Teniendo en cuenta la buena acogida de las narraciones cortas de Alarcón entre la crítica, hemos elegido un cuento de considerable dimensión: El clavo; una novela corta poco difundida: El capitán Veneno; un cuento de extensión normal dentro de las características del género: El extranjero, y un relato más corto, catalogado por algún estudioso como pieza mixta entre cuento y artículo de costumbres: El libro talonario.

 

EL CLAVO está considerado como uno de los cuentos más atractivos de Alarcón. Posee una estructura compleja y se presenta con las características propias del relato policiaco. Escrito en 1853, ocupa el cuarto lugar en su obra Cuentos amatorios, primera de las series de narraciones cortas que publicó. La historia que se relata, según el autor, está tomada de «una causa célebre que me refirió cierto magistrado granadino cuando yo era muchacho». Pero la crítica ha encontrado una fuente de origen francés de la que nace el entramado de este relato amoroso-policiaco, que, por otra parte, presenta evidentes rasgos románticos: misterio, heroína romántica, presencia del sino, etc. Está escrito con soltura, la intriga se mantiene de manera hábilmente hilvanada a lo largo de dieciocho capítulos y los elementos de ficción, presididos por una casualidad desmesurada, apenas se contienen dentro de los límites de la verosimilitud. Los elementos melodramáticos o el afán moralizante no invalidan la valoración positiva de la pieza, en general.

 

EL CAPITÁN VENENO, de 1881, es una novela corta orientada a reverdecer los éxitos de El sombrero de tres picos. Con la presencia de claras reminiscencias románticas, desarrolla un tema de hondas raíces literarias: el «varón domado», en este caso, semejante al de la «fierecilla domada». La pieza presenta altibajos, a su falta de una elaboración reposada se añade la ausencia de propuestas renovadoras; sin embargo se le reconoce el mérito de ser una novela bien estructurada, entretenida, irónica, que atrapa el interés del lector.

En la Historia de mis libros, Alarcón explica, en un alarde de su facilidad creativa, que escribió la obra en «ocho días», por instigación de Tamayo y Baus, a quién está dedicada. Se publicó inicialmente en la Revista Hispanoamericana, en los números correspondientes a las fechas 16 de agosto, 1 y 16 de septiembre y 1 de octubre del año 1881.

La publicación de esta novelita, a pesar de sus carencias, supuso para el autor un nuevo éxito popular, basado acaso en la gracia caricaturesca, la sencillez y el lenguaje familiar de la exposición. Sin embargo, la crítica ignoró su aparición debido a los planteamientos marchitos y a la visión trasnochada de personajes y situaciones. En el momento de la publicación la novelística española ya había emprendido nuevas vías de indagación de la realidad y los presupuestos que se aplicaban a la narrativa nada tenían que ver con las idealizaciones románticas, el sentimentalismo y la pretensión de entretener y divertir.

 

EL EXTRANJERO desarrolla un tema con fondo histórico, relacionado con la Guerra de la Independencia. Al autor le llegaron muy vivos los recuerdos y comentarios de la invasión francesa y en diversas obras (El carbonero alcalde, El afrancesado, etc.) se hace eco de sucesos y anécdotas referidos a la contienda que abrió una ancha herida en el sentimiento de los españoles de la época y de los años posteriores a los hechos.

En esta ocasión, el escritor granadino renuncia a los impulsos patrióticos, evidentes en otros relatos suyos, y expone una historia de hondo contenido humanitario y moral. La denuncia de la crueldad, del ensañamiento, de la falta de clemencia, salpica aquí a combatientes españoles, revelando de este modo el horror y la injusticia de la guerra, que permite que afloren los peores instintos del ser humano. En la intención del autor aparece claro un afán didáctico y moralizador, cuyo mensaje se centra en el respeto al enemigo y el amor al prójimo.

El cuento pertenece a la segunda serie de narraciones cortas, titulada Historietas nacionales, serie que incluye algunos de los relatos más populares de Alarcón. El texto aparece fechado en Almería, en 1854, y se publicó inicialmente con el título Iwa, en Granada, en El Eco de Occidente. Más tarde apareció en El Museo Universal, con el título de El extranjero.

 

EL LIBRO TALONARIO. Precedida por una primera parte descriptiva, la narración, en la que se detecta la huella del ingenio de corte cervantino, tal y como se aprecia en las graciosas situaciones de Sancho Panza en su cargo de gobernador de la ínsula Barataria, ofrece un cuadro delicioso, pleno de humor y frescura, en el que no faltan los apuntes costumbristas.

Alarcón califica este relato como «historieta rural» y lo incluye en el bloque de sus Historietas nacionales. Aparece fechado en noviembre de 1877; resulta, pues, más tardío que los cuentos anteriores. Posiblemente fue dado a conocer por vez primera en la revista Época, el 28 de octubre de 1878; esa es, al menos, la fecha de publicación más temprana que conocemos.

Aunque este texto no ha sido muy estudiado ni difundido, a pesar de las ponderaciones que de él hace doña Emilia Pardo Bazán, pensamos que, por su agudeza, atractivo y originalidad, se ofrece como una excelente opción para la lectura y el estudio.

 

Descripción: 2.jpg

 

Retrato en Alarcón, estudio biográfico de Emilia Pardo Bazán.

Debajo: firma autógrafa.

EL CLAVO
Y OTRAS NARRACIONES

 

 

Descripción: 9788497405461_Page_016_Image_0001.jpg

 

«Y ¡qué contactos! Los enemigos, los rivales, los esposos, los padres y sus hijos, están allí, no sólo juntos, sino revueltos, mezclados por pedazos, como trillada mies como rota paja...»

VI. El cuerpo del delito

 

Ferdinand Keller: La tumba de Böcklin (1901-1902, fragmento). Staatliche Kunsthalle, Carlsruhe.

 

Página siguiente: Francesco Hayez: Acusación secreta

(1848, fragmento). Civica Pinacoteca Malaspina, Pavía.

EL CLAVO
CAUSA CÉLEBRE

 

Descripción: 9788497405461_Page_017_Image_0001.jpg

 

Descripción: 3.jpg

 

Publicidad del momento del estreno (1944) de la adaptación cinematográfica de El clavo realizada por Rafael Gil para Cifesa, con las actuaciones de Amparo Rivelles, Rafael Durán, Milagros Leal, José Lado y Joaquín Roa.

 

PRÓLOGO

 

 

 

 

 

 

 

Felipe encendió un cigarro, y habló de esta manera:

 

 

 

FIN DEL PRÓLOGO

 

Descripción: 9788497405461_Page_020_Image_0001.jpg

 

«Con tan amargos recelos ponía yo el pie en el estribo de la berlina de la diligencia de Granada a Málaga»

I. El número 1

 

Deroy: Málaga. Vista tomada desde el fuerte de Gibralfaro. En Ports de mer d'Europe -Espagne (mediados del s. XIX). L. Turgis, París.

 

Delante: Berlina (h. 1870). Museo del Ejército, Madrid.

 

I

EL NÚMERO 1

 

 

 

 

Lo que más ardientemente desea todo el que pone el pie en el estribo de una diligencia para emprender un largo viaje es que los compañeros de departamento que le toquen en suerte sean de amena conversación y tengan sus mismos gustos, sus mismos vicios, pocas impertinencias, buena educación y una franqueza que no raye en familiaridad.

Porque, como ya han dicho y demostrado Larra, Kock, Soulié[1] y otros escritores de costumbres, es asunto muy serio esa improvisada e íntima reunión de dos o más personas que nunca se han visto ni quizás han de volver a verse sobre la tierra, y destinadas, sin embargo, por un capricho del azar, a codearse dos o tres días, a almorzar, comer y cenar juntas, a dormir una encima de otra, a manifestarse, en fin, recíprocamente con ese abandono y confianza que no concedemos ni aun a nuestros mayores amigos; esto es, con los hábitos y flaquezas de casa y de familia.

Al abrir la portezuela acuden tumultuosos temores a la imaginación. Una vieja con asma, un fumador de mal tabaco, una fea que no tolere el humo del bueno, una nodriza que se maree de ir en carruaje, angelitos que lloren y demás, un hombre grave que ronque, una venerable matrona que ocupe asiento y medio, un inglés que no hable el español (supongo que vosotros no habláis el inglés), tales son, entre otros, los tipos que teméis encontrar.

Alguna vez acariciáis la dulce esperanza de hallaros con una hermosa compañera de viaje: por ejemplo, con una viudita de veinte a treinta años (y aun de treinta y seis) con quien sobrellevar a medias las molestias del camino; pero no bien os ha sonreído esta idea, cuando os apresuráis a desecharla melancólicamente, considerando que tal ventura sería demasiada para un simple mortal en este valle de lágrimas y despropósitos.

Con tan amargos recelos ponía yo el pie en el estribo de la berlina[2] de la diligencia de Granada a Málaga, a las once menos cinco minutos de una noche del otoño de 1841; noche oscura y tempestuosa, por más señas.

Al penetrar en el coche, con el billete número 2 en el bolsillo, mi primer pensamiento fue saludar a aquel incógnito número 1 que me traía inquieto antes de serme conocido.

Es de advertir que el tercer asiento de la berlina no estaba tomado, según confesión del mayoral en jefe.

—¡Buenas noches! —dije, no bien me senté, enfilando la voz hacia el rincón en que suponía a mi compañero de jaula.

Un silencio tan profundo como la oscuridad reinante siguió a mis buenas noches.

—¡Diantre! —pensé—. ¿Si será sordo..., o sorda, mi epiceno[3] cofrade?

Y alzando más la voz, repetí:

—¡Buenas noches!

Igual silencio sucedió a mi segunda salutación.

—¿Si será mudo? —me dije entonces.

A todo esto, la diligencia había echado a andar, digo, a correr, arrastrada por diez briosos caballos.

Mi perplejidad subía de punto.

—¿Con quién iba? ¿Con un varón? ¿Con una hembra? ¿Con una vieja? ¿Con una joven? ¿Quién, quién era aquel silencioso número 1?

Y, fuera quien fuese, ¿por qué callaba? ¿Por qué no respondía a mi saludo? ¿Estaría ebrio? ¿Se habría dormido? ¿Se habría muerto? ¿Sería un ladrón?...

Era cosa de encender luz. Pero yo no fumaba entonces, y no tenía fósforos.

¿Qué hacer?

Por aquí iba en mis reflexiones, cuando se me ocurrió apelar al sentido del tacto, pues que tan ineficaces eran el de la vista y el del oído...

Con más tiento, pues, que emplea un pobre diablo para robarnos el pañuelo en la Puerta del Sol, extendí la mano derecha hacia aquel ángulo del coche.

Mi dorado deseo era tropezar con una falda de seda, o de lana, y aun de percal...

Avancé, pues...

—¡Nada!

Avancé más: extendí todo el brazo...

¡Nada!

Avancé de nuevo; palpé con entera resolución en un lado, en otro, en los cuatro rincones, debajo de los asientos, en las correas del techo...

¡Nada..., nada!

En este momento brilló un relámpago (ya he dicho que había tempestad), y a su luz sulfúrea vi... ¡que iba completamente solo!

Solté una carcajada, burlándome de mí mismo, y precisamente en aquel instante se detuvo la diligencia.

Estábamos en el primer relevo.

Ya me disponía a preguntarle al mayoral por el viajero que faltaba, cuando se abrió la portezuela, y, a la luz de un farol que llevaba el zagal, vi... ¡Me pareció un sueño lo que vi!

Vi poner el pie en el estribo de la berlina (¡de mi departamento!) a una hermosísima mujer, joven, elegante, pálida, sola, vestida de luto...

Era el número 1; era mi antes epiceno compañero de viaje; era la viuda de mis esperanzas; era la realización del sueño que apenas había osado conceder; era el non plus ultra[4] de mis ilusiones de viajero... ¡Era ella!

Quiero decir: había de ser ella con el tiempo.

 

II

ESCARAMUZAS

 

 

 

 

Luego que hube dado la mano a la desconocida para ayudarla a subir, y que ella tomó asiento a mi lado, murmurando un «Gracias... Buenas noches...» que me llegó al corazón, ocurrióseme esta idea tristísima y desgarradora:

—¡De aquí a Málaga sólo hay diez y ocho leguas![5] ¡Que no fuéramos a la península de Kamtchatka![6]

Entre tanto, se cerró la portezuela y quedamos a oscuras.

Esto significaba ¡no verla!

Yo pedía relámpagos al cielo, como el Alfonso Munio de la señora Avellaneda[7] cuando dice:

 

¡Horrible tempestad, mándame un rayo!

 

Pero, ¡oh, dolor!, la tormenta se retiraba ya hacia el Mediodía.

Y no era lo peor no verla, sino que el aire severo y triste de la gentil señora me había impuesto de tal modo, que no me atrevía a cosa ninguna...

Sin embargo, pasados algunos minutos, le hice aquellas primeras preguntas y observaciones de cajón,[8] que establecen poco a poco cierta intimidad entre los viajeros:

—¿Va usted bien?

—¿Se dirige usted a Málaga?

—¿Le ha gustado a usted la Alhambra?

—¿Viene usted de Granada?

—¡Está la noche húmeda!

A lo que respondió ella:

—Gracias.

—Sí.

—No, señor.

—¡Oh!

—¡Pchis!

Seguramente, mi compañera de viaje tenía poca gana de conversación.

Dediquéme, pues, a coordinar mejores preguntas, y, viendo que no se me ocurrían, me puse a reflexionar.

¿Por qué había subido aquella mujer en el primer relevo de tiro, y no desde Granada?

¿Por qué iba sola?

¿Era casada?

¿Era viuda?

¿Era...?

¿Y su tristeza? Qua de causa?[9]

Sin ser indiscreto no podía hallar la solución de estas cuestiones, y la viajera me gustaba demasiado para que yo corriese el riesgo de parecerle un hombre vulgar dirigiéndole necias preguntas.

¡Cómo deseaba que amaneciera!

De día se habla con justificada libertad... mientras que la conversación a oscuras tiene algo de tacto, va derecha al bulto, es un abuso de confianza...

La desconocida no durmió en toda la noche, según deduje de su respiración y de los suspiros que lanzaba de vez en cuando...

Creo inútil decir que yo tampoco pude coger el sueño.

—¿Está usted indispuesta? —le pregunté una de las veces que se quejó.

—No, señor; gracias. Ruego a usted que se duerma descuidado... —respondió con seria afabilidad.

—¡Dormirme! —exclamé.

Luego añadí:

—Creí que padecía usted...

—¡Oh!, no..., no padezco —murmuró blandamente, pero con un acento en que llegué a percibir cierta amargura.

El resto de la noche no dio de sí más que breves diálogos como el anterior.

Amaneció, al fin...

¡Qué hermosa era!

Pero, ¡qué sello de dolor sobre su frente! ¡Qué lúgubre oscuridad en sus bellos ojos! ¡Qué trágica expresión en todo su semblante! Algo muy triste había en el fondo de su alma.

Y, sin embargo, no era una de aquellas mujeres excepcionales, extravagantes, de corte romántico, que viven fuera del mundo devorando algún pesar o representando alguna tragedia...

Era una mujer a la moda, una elegante mujer, de porte distinguido, cuya menor palabra dejaba traslucir una de esas reinas de la conversación y del buen gusto, que tienen por trono una butaca de su gabinete, una carretela en el Prado[10] o un palco en la Ópera; pero que callan fuera de su elemento, o sea fuera del círculo de sus iguales.

Con la llegada del día se alegró algo la encantadora viajera, y ya consistiese en que mi circunspección de toda la noche y la gravedad de mi fisonomía le inspirasen buena idea de mi persona, ya en que quisiera recompensar al hombre a quien no había dejado dormir, fue el caso que inició a su vez las cuestiones de ordenanza:

—¿Dónde va usted?

—¡Va a hacer un buen día!

—¡Qué hermoso paisaje!

A lo que yo contesté más extensamente que ella me había contestado a mí.

Almorzamos en Colmenar.[11]

Los viajeros del interior y de la rotonda[12] eran personas poco tratables.

Mi compañera se redujo a hablar conmigo.

Excusado es decir que yo estuve enteramente consagrado a ella y que la atendí en la mesa como a una persona real.

De vuelta en el coche, nos tratábamos ya con alguna confianza.

En la mesa habíamos hablado de Madrid, y hablar bien de Madrid a una madrileña que se halla lejos de la corte, es la mejor de las recomendaciones.

¡Porque nada es tan seductor como Madrid perdido!

—¡Ahora o nunca, Felipe! —me dije entonces—. Quedan ocho leguas... Abordemos la cuestión amorosa.

 

III

CATÁSTROFE

 

 

 

 

¡Desventurado! No bien dije una palabra galante a la beldad, conocí que había puesto el dedo sobre una herida...

En el momento perdí todo lo que había ganado en su opinión.

Así me lo dijo una mirada indefinible que cortó la voz de mis labios.

—Gracias, señor, gracias —me dijo luego, al ver que cambiaba de conversación.

—¿He enojado a usted, señora?

—Sí; el amor me horroriza. ¡Qué triste es inspirar lo que se siente! ¿Qué haría yo para no agradar a nadie?

—¡Algo es menester que usted haga, si no se complace en el daño ajeno!... —repuse muy seriamente—. La prueba es que aquí me tiene pesaroso de haberla conocido... ¡Ya que no feliz, por lo menos yo vivía ayer en paz... y ya soy desgraciado, puesto que la amo a usted sin esperanza!

—Le queda a usted una satisfacción, amigo mío... —replicó ella sonriendo.

—¿Cuál?

—Que si no acojo su amor, no es por ser suyo, sino porque es amor. Puede usted, pues, estar seguro de que ni hoy, ni mañana, ni nunca... obtendrá otro hombre la correspondencia que le niego. ¡Yo no amaré jamás a nadie!

—Pero, ¿por qué, señora?

—¡Porque el corazón no quiere, porque no puede, porque no debe luchar más! ¡Porque he amado hasta el delirio... y he sido engañada! En fin, ¡porque aborrezco el amor!

¡Magnífico discurso! Yo no estaba enamorado de aquella mujer. Inspirábame curiosidad y deseo, por lo distinguida y por lo bella; pero de esto a una pasión había todavía mucha distancia.

Así, pues, al escuchar aquellas dolorosas y terminantes palabras, dejó la contienda mi corazón de hombre y entró en ejercicio mi imaginación de artista. Quiere esto decir que comencé a hablar a la desconocida un lenguaje filosófico y moral del mejor gusto, con el que logré reconquistar su confianza, o sea que me dijese algunas otras generalidades melancólicas del género Balzac.[13]

Así llegamos a Málaga.

Era el instante más oportuno para saber el nombre de aquella singularísima señora.

Al despedirme de ella en la Administración, le dije cómo se llamaba, la casa donde iba a parar y mis señas en Madrid.

Ella me contestó con un tono que nunca olvidaré:

—Doy a usted mil gracias por las amables atenciones que le he merecido durante el viaje, y le suplico que me dispense si le oculto mi nombre, en vez de darle uno fingido, que es con el que aparezco en la hoja.

—¡Ah! —respondí—. ¡Luego nunca volveremos a vernos!

—¡Nunca!..., lo cual no debe pesarle.

Dicho esto, la joven sonrió sin alegría, tendióme una mano con exquisita gracia, y murmuró:

—Pida usted a Dios por mí.

Yo estreché su mano linda y delicada, y terminé con un saludo aquella escena, que empezaba a hacerme mucho daño.

En esto llegó un elegante coche al parador.

Un lacayo con librea[14] negra avisó a la desconocida.

Subió ella al carruaje; saludóme de nuevo, y desapareció por la Puerta del Mar.[15]

 

 

* * *

 

Dos meses después volví a encontrarla.

Sepamos dónde.