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ficha del libro

FEDERICA CAGNONI Y

ROBERTA MILANESE

 

CAMBIAR EL PASADO

 

Superar las experiencias traumáticas

con la terapia estratégica

 

Traducción: Jordi Bargalló

 

 

Herder

Índice

Portadilla

Créditos

 

Introducción

Capítulo 1. Permanecer atrapados en el pasado: el trastorno por estrés postraumático

     Érase una vez el trauma

     El trastorno por estrés postraumático: un diagnóstico descriptivo

     Criterios diagnósticos para el trastorno por estrés postraumático

     Tratar de borrar lo imborrable: cuando las coping reactions disfuncionales se convierten en el problema

Capítulo 2. Archivar el pasado: el tratamiento estratégico del trastorno por estrés postraumático

     Introducción

     Accidentes

     Catástrofes

     Violaciones

     Agresiones

     … Y errores humanos… fatales

Capítulo 3. La ausencia inequívoca genera la presencia continua: el luto

Capítulo 4. Trastorno desbloqueado… trauma revelado

Capítulo 5. El trastorno por estrés postraumático: enfoques y comparación

     1. Los tratamientos de tipo cognitivo-conductual

     2. Los tratamientos de tipo cognitivo

     3. EMDR (Eye Movement Desensitization and Reprocessing)

     4. La terapia psicofarmacológica

     5. Los resultados de nuestra investigación-intervención

Epílogo

Bibliografía

Bibliografía sobre TEPT

Notas

 

INTRODUCCIÓN

 

Michela lo miraba con expresión seria y no contestó, porque nada podía contestar. Tampoco dio muestras de haber comprendido, pero sus ojos se avivaron un instante, y durante el resto de su vida Mattia pensaría que aquéllos eran los ojos del miedo.

P. GIORDANO, La soledad de los números primos

Te levantas una mañana, convencido de que tienes por delante una de tantas jornadas de trabajo, a veces pesadas, a veces solamente aburridas. O bien, eres feliz, porque sabes que vas a hacer algo programado desde hace tiempo o vas a ver a alguien con quien te sientes bien. En fin, que todo parece estar bajo control.

Sin embargo, tres horas después nada es como antes. Puede que haya habido un accidente de coche en el que ha muerto alguien a quien amabas, un incendio puede haber destruido cuanto tenías, o alguien puede haberte agredido de manera violenta e inesperada.

Desde ese momento en adelante habrá en tu vida un «antes» y un «después». «Antes» de que ocurriera este acontecimiento probablemente creías que el mundo era justo y que todo tenía un significado.

«Después», de golpe, sientes que ya no ejerces el control sobre tu vida y lo que sucede a tu alrededor. Te sientes vulnerable y tu mundo ya no es seguro. Es difícil darle un sentido a lo que vendrá: el sentido de la vida que estaba presente a penas unos instantes antes ya no existe, ya nada es justo ni equitativo.

Catástrofes naturales, desastres e infortunios son parte ineludible de la condición humana. Los medios de comunicación informan a diario de noticias de incendios, inundaciones, terremotos, guerras, limpiezas étnicas, torturas, estupro, agresiones con objeto de robo, accidentes mortales, atracos y actos de terrorismo.

A veces, la sola escucha de estas noticias puede llevar a sentimientos de angustia y miedo. No hay, por tanto, que asombrarse si ser testigos o protagonistas de uno de estos sucesos pueda fijarse en la mente hasta el punto de no abandonarla jamás.

En estos casos, la reacción lleva a sentirse cada vez más tensos, «alertados», trastornados, ya sea durante el día o durante el sueño, por imágenes, pensamientos y flashbacks relacionados con la experiencia traumática hasta convertirnos literalmente en prisioneros del trauma.

Nos hallamos frente a una patología mucho más grave e incapacitante que una reacción fisiológica al acontecimiento estresante, llamada trastorno por estrés postraumático.

Si de hecho cada uno de nosotros está equipado «por naturaleza» para reaccionar a un estrés extremo –con reacciones de momentáneo aturdimiento, a veces de apatía, miedo o depresión– la persona afectada por este tipo de trastorno está continuamente atormentada por el recuerdo del trauma vivido, por un pasado que continúa inundando y sumergiendo el presente en el miedo, el dolor y la rabia, impidiéndole proseguir su camino hacia el futuro.

Como escribió un veterano de la guerra de Vietnam, «la guerra ha terminado para la historia, pero nunca lo ha hecho para mí» (Marbly, 1987, p. 193).

Una intervención terapéutica que quiera ser eficaz y eficiente en la cura de este tipo de trastorno, por lo tanto, ha de permitir a la persona volver a apropiarse lo más rápidamente posible de la «temporalidad» de su vida. Esto, claro está, no se lleva a cabo suprimiendo un pasado que no puede ser suprimido, sino ayudándola a colocar el pasado en el pasado, archivando los recuerdos traumáticos y reactivando de este modo la capacidad de vivir el propio presente y proyectar el propio futuro. La tarea del terapeuta es ayudar al paciente a que vuelvan a aflorar y despertar los recursos adormecidos a causa del trauma para retomar las riendas de su propia vida.

Desde este punto de vista, el tratamiento del trastorno por estrés postraumático es realmente un buen ejemplo de cómo el terapeuta estratégico debe concentrarse en hacer resurgir lo que se ha definido como la «resiliencia» de la persona.

En física, la resiliencia es la capacidad de un material de resistir a un impacto imprevisto sin romperse y es importante para prever cómo se comporta un material cuando es sometido a fuerzas aplicadas de forma brusca como, precisamente, un trauma. La palabra «resiliencia» ha sido, por tanto, adoptada en el ámbito de la psicología para indicar la capacidad humana de reaccionar a sucesos traumáticos (Short, Casula, 2004).

Como veremos en los próximos capítulos, al afrontar el trastorno por estrés postraumático el terapeuta estratégico se concentra justo en permitir que la persona haga surgir sus propios recursos bloqueados; no quita ni añade nada: sencillamente, interviene para desbloquear la resiliencia natural con la que los seres humanos están dotados y permitirles proseguir con su propia vida, a menudo, más fuertes que antes. Citando a Hemingway: «El mundo nos despedaza a todos, pero sólo unos pocos se hacen más fuertes allí donde han sido despedazados».

Con este libro nos proponemos fundamentalmente dos objetivos.

Ante todo presentar el protocolo de tratamiento puesto a punto en el Centro de Terapia Estratégica de Arezzo en los últimos cinco años; protocolo que ha demostrado elevados niveles de eficacia y eficiencia en la cura del trastorno por estrés postraumático. De forma paralela, este texto nos permite desmontar una difundida creencia, aquella según la cual la terapia estratégica se ocupa solamente del presente sin prestar atención al pasado que cada paciente lleva detrás de sí, a veces con mucho esfuerzo.

El hecho de que la terapia estratégica se haya propuesto siempre como una terapia breve, orientada al «aquí y ahora» de la persona sin prever una larga y tortuosa búsqueda de las hipotéticas causas que desencadenan un trastorno, en efecto, ha sido a menudo erróneo, una especie de «negación», por parte de este modelo, de la importancia que la historia individual tiene sobre nuestro presente. El terapeuta estratégico no desconoce la evidencia por la que cada uno de nosotros es fruto de su propia historia y de su propio pasado; sencillamente evita interpretar este pasado y asignarle un significado que a menudo permanece desconocido incluso para quien lo ha vivido. Así como, en la mayoría de los casos, no tiene necesidad de regresar al pasado para trabajar sobre el problema que la persona sufre en el presente, sino que prefiere concentrar su atención en lo que la persona hace «aquí y ahora» para intentar resolver aquel problema (es decir, sobre las «soluciones intentadas», un constructo clave de la terapia estratégica).

Sin embargo, cuando el pasado «es» el problema del presente, cuando penetra continuamente en lo cotidiano, como si fuese una sombra de la que no se puede separar y que tampoco se puede olvidar, entonces el trabajo del terapeuta estratégico se dirige al pasado, o mejor dicho, a su «reposicionamiento».

 

CAPÍTULO 1

PERMANECER ATRAPADOS EN EL PASADO: EL TRASTORNO POR ESTRÉS POSTRAUMÁTICO

 

Nada fija una cosa con tanta intensidad en la memoria

como el deseo de olvidarla.

MICHEL DE MONTAIGNE

ÉRASE UNA VEZ EL TRAUMA

Todos nosotros hemos utilizado, con mayor o menor seriedad, la palabra «trauma», quizás únicamente con referencia a una experiencia dolorosa. Esto porque, con toda probabilidad, diciéndolo en palabras de Lucrecio: «En realidad, aquellos tormentos que se atribuyen al infierno más oscuro, están todos en esta vida». En el curso del tiempo se han dado muchas y variadas definiciones del concepto de trauma.

La palabra griega «trauma» significa «herida», y este significado se mantiene en todas las principales definiciones que pueden encontrarse en los diccionarios más conocidos. El Vocabulario della lingua italiana Zanichelli, en efecto, habla de «lesión determinada por una causa violenta, también en el campo psíquico»; para el Grande dizionario Garzanti della lingua italiana, el trauma sería una «lesión determinada por la acción violenta de agentes externos» y el trauma psíquico una «emoción que incide profundamente en la personalidad del sujeto».1

Parece, por lo tanto, que siempre se haga referencia a una laceración debida a un fuerte impacto a nivel físico o psíquico. Un impacto que da la impresión de abrir un surco profundo, una separación entre el «antes» y el «después», como si fuera imposible volver a crear un continuum en la propia existencia. No es casualidad, de hecho, que casi todas las víctimas de experiencias extremadamente dolorosas repitan la misma frase: «No somos ni volveremos a ser nunca los mismos».

La historia del concepto de trauma psíquico ha de considerarse tan antigua como la violencia, las guerras y el afán destructor del hombre, antigua como el dolor y el sufrimiento más atroz. El hecho de que sólo en el último siglo nos hayamos ocupado de él desde el punto de vista clínico no significa que no haya habido, también en la historia más remota, claros ejemplos de traumas con las consecuencias psicopatológicas que se derivan.

Por citar algunos ejemplos, ya en 1572 Carlos IX de Francia empezó a presentar claros signos parecidos a los de un síndrome de estrés postraumático tras la famosa matanza de San Bartolomé. El filósofo francés Blaise Pascal, después de un incidente ocurrido en el Sena durante el cual estuvo a punto de precipitarse en el río junto con sus caballos, presentó en los años siguientes una clara forma de este trastorno con pesadillas continuas, insomnio y flashbacks en relación con el vacío que se había impreso en su mente. Parece, incluso, que uno de sus aforismos más famosos, «La naturaleza tiene miedo del vacío», es consecuencia de esta experiencia traumática.

A partir del 1500 se asistió a un notable incremento de patologías psiquiátricas entre los soldados, que se definían como «afectados por el síndrome del país lejano». Ya en esta definición encontramos la confirmación de que cada época histórica interpreta un cuadro sintomatológico en función de su propia cultura y mentalidad: en aquel tiempo la bellaquería y la escasa virilidad aparecían como las causas que desencadenaban este tipo de trastornos.

El impacto psicológico de la guerra es conocido desde siempre por los médicos. Jacob Mendes da Costa, en 1871, al estudiar a los convalecientes de la guerra civil americana que se quejaban de dolores en el pecho en ausencia de enfermedades cardíacas, acuñó la definición de «corazón irritable», que fue modificada por «corazón del soldado» o «shock de granada» después de la Primera Guerra Mundial, para describir los efectos psicológicos causados por la explosión de granadas de artillería (Kinzie, Goetz, 1996).

El término «neurosis de guerra» se introdujo después del conflicto ruso-japonés de 1904 y apunta a un cuadro clínico compuesto por parálisis y bloqueo de las emociones. De «neurosis de combate», en cambio, se empezó a hablar tras la Segunda Guerra Mundial, para indicar los trastornos emocionales que mostraban los convalecientes. En realidad, hasta los años setenta la corriente de pensamiento más difundida creía que este tipo de trastorno se expresaba solamente en personalidades frágiles, predispuestas a desarrollar la neurosis en virtud de supuestos traumas infantiles. La guerra no hacía más que sacar a la superficie algo que estaba presente desde siempre en la persona. Siguiendo esta senda, muchos expertos creían que una personalidad normal podía estar sometida a cualquier tipo de estrés de guerra sin que se derivara ningún problema. Desde este punto de vista, el dolor expresado por los convalecientes no era considerado más que una manifestación de su debilidad o anormalidad.

En 1968, en plena guerra de Vietnam, el trauma de guerra se consideraba tan raro que la Asociación Psiquiatrica Americana eliminó de su manual de diagnóstico toda alusión a los trastornos de estrés (Solomon, 1995). Sin embargo, fue precisamente después de aquel atroz conflicto cuando un número de soldados claramente mayor al de las guerras precedentes empezó a manifestar graves síntomas de un síndrome que se define por esto como Post-Vietnam Syndrome. Se estimó que cerca del 25% de los convalecientes del Vietnam, al regresar a su patria, desarrollaron todos aquellos síntomas psicopatológicos que hoy encontramos en el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM) bajo el nombre de trastorno por estrés postraumático (TEPT).

Hicieron falta, sin embargo, otros doce años para que, en 1980, la Asociación Psiquiatrica Americana introdujese en el DSM-III (American Psychiatric Association, 1980) el síndrome de estrés postraumático, retomando y modificando la «vieja» definición de Gross Stress Reaction que estaba presente en la primera versión, y permitiendo de este modo diagnosticar este trastorno a casi un millón de convalecientes (Kulka et al., 1990). Esto se hizo posible gracias, precisamente, a la presión de los lobbies de veteranos del Vietnam que necesitaban de este reconocimiento para poder obtener el reembolso del dinero gastado en las terapias psiquiátricas y psicológicas por parte de las compañías privadas de seguros, las cuales, en ausencia de una clasificación nosográfica precisa, se negaban a devolverlo.

En la primera definición diagnóstica del TEPT, una variedad de experiencias traumáticas se consideraban situaciones estresantes sólo si podían definirse «fuera del campo de la experiencia humana habitual». Dos categorías de problemas acompañaban esta definición (Taylor, 2006).

Ante todo presuponía que un estresor podía definirse objetivamente como traumático sin tener en cuenta la interpretación personal de los sucesos. En segundo lugar, investigaciones epidemiológicas han demostrado que esta casuística de situaciones «fuera del campo de la normalidad» (estupros, incidentes, calamidades naturales, etcétera) son, en realidad y por desgracia, muy comunes tanto en los países orientales como en los occidentales.

A la luz de estos problemas, en la edición siguiente del DSM (1994) la definición del TEPT fue revisada de modo que los acontecimientos no tenían que ser forzosamente «excepcionales» e incluía, en cambio, en la definición de experiencia traumática la reacción de la persona y otras variables relativas a la valoración de la situación.

Más adelante veremos en detalle la actual clasificación psiquiátrica de este trastorno.

Sin embargo, no sólo han sido las guerras las que han contribuido a la evolución del concepto de trauma.

El término railway brain se utiliza, por ejemplo, para describir un síndrome (parecido al TEPT) que aparecía en personas víctimas de graves accidentes ferroviarios inicialmente diagnosticados como lesionados cerebrales. Esto no debería sorprender si se considera que desde siempre, en el mundo occidental, las explicaciones de tipo médico-biológico han prevalecido sobre las de tipo puramente psíquico.

El concepto de «trauma psíquico» lo propuso por primera vez el psiquiatra alemán H. Oppenheim (1892) que habló de «neurosis traumática», seguido por Kraepelin (1896) que introdujo el de «neurosis del miedo».

P. Janet en 1899 describió de manera detallada muchos casos de neurosis traumáticas y propuso, por vez primera, una explicación en términos de «disgregación psíquica» después de violencia, abusos sexuales, terrores, etcétera.

En 1896 Sigmund Freud ya había definido el trauma como «una excitación del sistema nervioso central, que éste no ha conseguido liquidar suficientemente mediante una reacción motriz». A través del estudio de los síntomas histéricos en las mujeres, Freud explicaba el trauma como una energía no «digerida» por el sistema neurológico y convertida, por lo tanto, en síntoma a nivel físico y psíquico. En un primer momento fueron definidos por Freud sólo traumas de naturaleza sexual; solamente después de darse cuenta de que muchos recuerdos traumáticos que explicaban sus pacientes «histéricas» no habían sucedido realmente, Freud abandonó su rígida teoría de la seducción e introdujo nuevos conceptos y variables capaces de modificar la percepción del acontecimiento traumático (por ejemplo, el de fantasía).

Cada escuela de pensamiento dará a continuación una interpretación y definición propia del concepto de trauma, desde el momento en que cada enfoque teórico utiliza su propia teoría como lente deformante para analizar y explicar los sucesos.

Comprobaremos, por lo tanto, que se define el trauma como «ruptura del vínculo con el mundo», o «negación de todo aquello que tiene un valor y se convierte, pues, en percepción de la nada», o bien, para los que apoyan la teoría del apego, como «separación de las personas significativas».

Más allá de todas las explicaciones dadas por el fundador del psicoanálisis y de cuantos se han inspirado en sus teorías, hay que atribuirle, sin duda, un gran mérito: el de haber percibido y descrito desde el comienzo una de las características principales de este «suceso» o, utilizando sus palabras, lo «repentino» e «imprevisible» que no «permiten medidas defensivas». Y añade: «Cada uno sabe que tiene que morir, pero nadie lo cree verdaderamente»; el traumatismo llevaría a la mente la idea (o una imagen mental) de que esto puede suceder. El punto de vista de Freud aparece como evolucionado, en una época en que a los soldados atormentados por atroces pesadillas nocturnas y alucinaciones visuales a menudo se les definía como «¡agotados!».

Continuando con el análisis de la evolución histórica de este concepto tan básico en el estudio del desarrollo psíquico, se asiste en la actualidad a la tendencia a integrar cada vez más los diversos puntos de vista en un concepto omnicomprensivo de trauma.

Esta operación, movida por objetivos «económicos», resulta, sin embargo, muy poco eficiente en el campo clínico porque corre el riesgo de crear un enorme concepto descriptivo en el que todo puede definirse como traumático.

Otro aspecto emergente es la tendencia por parte de muchos a utilizar, como si fueran sinónimos, las palabras «trauma» y «estrés». El mismo DSM-IV habla de trastorno por estrés postraumático precisamente por tener en cuenta al mismo tiempo ambos aspectos.

El término «estrés», del latín strictus (literalmente «apretado», «comprimido»), apareció por primera vez en el ámbito de la psiquiatría militar y fue utilizado por el endocrinólogo H. Selye para indicar una reacción inespecífica del organismo (definida a continuación como síndrome general de adaptación) en relación con agentes externos de naturaleza variada (física, química, biológica o emocional).

Selye llegó a dicha consideración a través de un curioso episodio de serendipity (o descubrimiento casual) durante la observación en unos experimentos de laboratorio. En efecto, notó que los ratones a los que se había inoculado extractos de ovario presentaban las mismas lesiones a nivel somático que los ratones a los que se había suministrado una solución fisiológica. La hipótesis fue precisamente que el daño somático no era producido por la sustancia específica sino por la reacción de alarma generada por la situación experimental. A esta fase de alarma se le añadieron después la de resistencia (durante la cual el organismo se defiende) y la de agotamiento de los diversos sistemas implicados (en el caso en que la de resistencia haya durado demasiado).

Por lo que concierne a las características del estrés, Selye (1936) fue el primero en identificar dos tipos diferentes del mismo, llamados por él respectivamente distress (estrés negativo) y eustress (o estrés positivo).

El distress se sufre cuando estímulos estresantes, o sea, capaces de aumentar las secreciones hormonales, instauran un deterioro progresivo que conduce a la caída de las defensas psicofísicas. En este caso las condiciones de estrés, y por tanto de activación del organismo, permanecen también en ausencia de acontecimientos estresantes, o el organismo reacciona de manera desproporcionada a estímulos de leve entidad. El eustress, en cambio, se observa cuando uno o más estímulos, aunque sean de naturaleza distinta, ejercitan la capacidad psicofísica individual de adaptación. El eustress es una forma de energía utilizada para poder alcanzar más fácilmente un objetivo; se trata, por tanto, de un estrés positivo, que desarrolla un rol adaptativo importante en la vida de la persona.

H. Wiener cree que ya en la teoría de la evolución de Darwin estaba presente el concepto de estrés entendido como las «amenazas a la integridad y a la supervivencia del organismo que derivan del ambiente físico y social y determinan presiones selectivas». Ya en esta definición encontramos una profunda distinción entre el concepto de trauma y el de estrés: una cantidad adecuada de estrés puede, en efecto, presentar aspectos necesarios para la evolución, a diferencia de un trauma.

Bajo tal óptica, el estrés no se entendería siempre, por tanto, como una respuesta patológica, sino que podría ser fisiológicamente útil, ya que permite al organismo adaptarse a las más diversas condiciones.

Según Pancheri (1992), por ejemplo, un acontecimiento definible como «estresante» induce dos tipos de respuesta, una biológica y otra conductual, y ambas pueden llevar a daños tanto reversibles como irreversibles a nivel somático y psíquico, de acuerdo con su duración en el tiempo, intensidad y previsibilidad.

Los mismos sucesos, siempre dependiendo de estas variables, podrían sin embargo conducir a una adaptación evolutiva dentro del organismo.

Ya en 1963 M. Khan, al hablar de «trauma acumulativo», describió cómo acontecimientos en apariencia no traumáticos podrían generar un efecto patógeno al estructurarse en la personalidad del individuo en virtud de una acción repetida y estresante; así como Kohut (1978) sostenía que situaciones «brutalmente traumáticas» podían dejar una impronta menos significativa respecto a una atmósfera crónica dominante a la que estuviera sometida la persona.

También el DSM, al establecer qué puede ser definido como estresante, ha dado una clasificación propia que ha cambiado con el tiempo.

No queremos extendernos más allá en ilustrar la vasta panorámica propuesta en la bibliografía sobre las diferentes clasificaciones ligadas al concepto de estrés y de trauma, pero antes de entrar con profundidad en el tema de nuestro modo de proceder y operar en el campo clínico, creemos que será útil presentar ante todo el diagnóstico más reciente del TEPT (introducido en el DSM-IV-TR) que nos proporciona una panorámica descriptiva de este trastorno y de sus manifestaciones sintomáticas características.

EL TRASTORNO POR ESTRÉS POSTRAUMÁTICO: UN DIAGNÓSTICO DESCRIPTIVO

El planteamiento actual del DSM-IV-TR (cuarta versión revisada del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales de la American Psychiatric Association, 2000) y del ICD-10 (Clasificación internacional de las enfermedades, sección de trastornos del comportamiento, décima versión de la Organización Mundial de la Salud, 2003) ha buscado clasificar los trastornos psicopatológicos causados por acontecimientos externos en tres categorías principales.

Los criterios que determinan esta subdivisión son fundamentalmente tres: tipología objetiva de suceso; significado y gravedad de la respuesta de la persona; duración temporal de las consecuencias.

De este modo se han determinado tres tipos diferentes de trastornos: los trastornos adaptativos, el trastorno por estrés agudo y el trastorno por estrés postraumático.

 

1.  Trastornos adaptativos (TA): Son trastornos considerados clínicamente significativos, pero en general de leve o moderada gravedad, con síntomas, principalmente, de tipo depresivo y ansiedad en respuesta a un suceso emocionalmente significativo con el que están en relación causal suficientemente definida.

2.  Trastorno agudo de estrés (TAE): Es una manifestación psicopatológica aguda consecuente, dentro de un breve arco de tiempo, a la exposición a un acontecimiento muy grave.

3.  Trastorno por estrés postraumático (TEPT): Es una manifestación psicopatológica de consistente gravedad, a menudo a largo plazo, con síntomas en evidente relación con la exposición a un suceso traumático.

 

El TEPT puede aparecer después de la exposición a acontecimientos estresantes que comportan una gravedad objetiva extrema, con amenaza para la vida o la integridad física propia o de los demás.

Muchas experiencias traumáticas y dramáticas pueden definirse como acontecimientos estresantes. Se incluyen experiencias directas, como sucesos de los que se ha sido testigo, así como el simple tener conocimiento de eventos que han ocurrido a otros.

El DSM-IV-TR mantiene la idea de que el suceso estresante tiene que implicar una experiencia de muerte (real o amenazante) o de daño grave, si bien otros investigadores dan una definición más abierta, que incluye también incidentes no catastróficos (McNally, 2003; Avina, O’Donohue, 2002; Weaver, 2001).

Los acontecimientos traumáticos vividos directamente incluyen conflictos militares, agresiones personales violentas (violencia sexual, ataque físico, robo, atraco), secuestro, ser tomado como rehén, ataque terrorista, tortura, encarcelación como prisionero de guerra o en campos de concentración, desastres naturales o provocados, accidentes automovilísticos graves o recibir un diagnóstico de enfermedad que amenace la propia vida. Para los niños, los sucesos traumáticos desde el punto de vista sexual pueden incluir las experiencias sexuales inapropiadas desde el punto de vista del desarrollo, sin violencia, o lesiones reales o amenazadoras.

Los acontecimientos vividos en calidad de testigo incluyen la observación de heridas graves o la muerte no natural de otra persona debida a una agresión violenta, incidente, guerra o calamidad natural, o el encontrarse inesperadamente frente a un cadáver o las partes de un cuerpo.

Los acontecimientos vividos por otros, pero de los que se tiene conocimiento, incluyen agresiones personales violentas, incidentes graves o lesiones graves sufridas por un miembro de la familia o un amigo íntimo; el tener conocimiento de la muertes imprevista, inesperada, de un miembro de la familia o un amigo íntimo, o enterarse de una enfermedad que amenace la vida de un hijo. El trastorno puede resultar particularmente grave y prolongado cuando el suceso estresante es ideado por el hombre (por ejemplo, tortura, secuestro) y la probabilidad de desarrollar este trastorno puede aumentar proporcionalmente a la intensidad y a la proximidad física del factor estresante.

Los principales trastornos, que acusan la mayor parte de los pacientes, son resumidos en la llamada «tríada sintomatológica»: intrusiones, evitación, hipervigilancia (véase la tabla 1). Entre los síntomas, en particular, se pueden encontrar:

 

 Flashbacks: La persona presenta recuerdos recurrentes e intrusivos del suceso, que se muestran a la conciencia «repitiendo» el recuerdo del acontecimiento. En raros casos la persona vive estados disociativos que duran unos pocos segundos en diferentes horas, o también días, durante los cuales se reviven partes de lo ocurrido y la persona se comporta como si estuviera viviendo el acontecimiento en aquel instante.

 

 Pesadillas que pueden hacer revivir la experiencia traumática durante el sueño de forma muy real.

 

 Embotamiento (Numbing): Un estado de conciencia parecido al aturdimiento y la confusión. Normalmente, tras el acontecimiento traumático, comienza una reducción de la reactividad hacia el mundo exterior, a lo que se refiere como «parálisis psíquica» o «anestesia emocional». La persona puede sufrir una marcada reducción del interés o de la participación en actividades anteriormente agradables o sentirse distanciada y extraña frente a otras personas o tener una fuerte reducción de la capacidad de experimentar emociones. Puede sentir que sus perspectivas futuras son limitadas (por ejemplo, no esperar cargar una carrera, casarse, tener hijos o una esperanza de vida normal).

 

 Evitación: La persona se esfuerza de forma voluntaria en evitar pensamientos, sentimientos o conversaciones que de cualquier modo la reconduzcan a la experiencia traumática (también indirectamente o sólo simbólicamente).

 

 Aumento del arousal (Hyperarousal), caracterizado por insomnio, irritabilidad, ansiedad, agresividad y tensiones generalizadas. A menudo se manifiesta un intenso malestar psicológico o reactividad fisiológica cuando la persona está expuesta a acontecimientos que se asemejan o simbolizan un aspecto del hecho traumático (por ejemplo, aniversario del suceso traumático, volver a pasar por la calle donde se sufrió violencia; clima frío o con nieve para los supervivientes de los campos de prisioneros en climas fríos, etcétera).2

 

En algunos casos, la persona afectada busca «alivio» (aunque en realidad empeora su situación) abusando del alcohol, drogas o fármacos y/o psicofármacos; a menudo experimenta una culpabilidad por lo que ha sucedido o por cómo se ha comportado (o por no haber podido evitar el hecho), sentimientos de culpa que, a menudo, son exagerados e incongruentes con el desarrollo real de los hechos y de las responsabilidades objetivas.

Las reacciones emocionales típicas de quien sufre un trastorno de este tipo son una gran angustia, miedo, horror y sensación de impotencia. Curiosamente, el DSM-IV-TR ha limitado la reacción emocional de la persona sólo al miedo, pasando por alto la reacción de dolor que, como veremos, parece ser, en cambio, una dimensión realmente presente en la mayor parte de los trastornos de este tipo.

Como ya se ha anticipado, no toda la sintomatología que se manifiesta en personas expuestas a un suceso estresante externo ha de atribuirse necesariamente a un trastorno por estrés postraumático. Desde un punto de vista diagnóstico clásico, en efecto, se habla de trastorno agudo de estrés (y no TEPT) si el cuadro sintomatológico se manifiesta dentro de las cuatro semanas del suceso traumático y si se resuelve dentro de dicho período de cuatro semanas.

Se hace una segunda distinción entre el TEPT y los trastornos adaptativos. En este caso es la intensidad del acontecimiento estresante la que marca la diferencia. En el TEPT el suceso ha de tener una naturaleza «extrema» (poner en peligro la propia vida), mientras que en el trastorno adaptativo el hecho estresante puede ser de cualquier nivel de gravedad (por ejemplo, un abandono amoroso o un despido inesperado).

Finalmente, es importante distinguir los pensamientos intrusivos recurrentes en el TEPT (como recuerdos, imágenes, pensamientos auténticos o percepciones) de los típicos del trastorno obsesivo-compulsivo, que se viven como inapropiados y no guardan relación con la experiencia de un suceso traumático.

CRITERIOS DIAGNÓSTICOS PARA EL TRASTORNO POR ESTRÉS POSTRAUMÁTICO

Tabla 1

(DSM-IV-TR, American Psychiatric Association, 2000)

A.  La persona ha estado expuesta a un acontecimiento traumático en el que han existido las características siguientes:

1)  La persona ha experimentado, presenciado o le han explicado uno (o más) acontecimientos caracterizados por muertes o amenazas para su integridad física o la de los demás.

2)  La persona ha respondido con un temor, una desesperanza o un horror intensos. Nota: En los niños estas respuestas pueden expresarse en comportamientos desestructurados o agitados.

 

B. El acontecimiento traumático es reexperimentado persistentemente a través de una (o más) de las siguientes formas:

1)  Recuerdos del acontecimiento recurrentes e intrusivos que provocan malestar y en los que se incluyen imágenes, pensamientos o percepciones. Nota: En los niños esto puede expresarse en juegos repetitivos donde aparecen temas o aspectos característicos del trauma.

2)  Sueños de carácter recurrente sobre el acontecimiento, que producen malestar. Nota: En los niños puede haber sueños terroríficos de contenido irreconocible.

3)  El individuo actúa o tiene la sensación de que el acontecimiento traumático está ocurriendo (se incluye la sensación de estar reviviendo la experiencia, ilusiones, alucinaciones y episodios disociativos de flashback, incluso los que aparecen al despertarse o en estado de intoxicación). Nota: Los niños pueden reescenificar el acontecimiento traumático específico.

4)  Malestar psicológico intenso al exponerse a estímulos internos o externos que simbolizan o recuerdan un aspecto del acontecimiento traumático.

5)  Respuestas fisiológicas al exponerse a estímulos internos o externos que simbolizan o recuerdan un aspecto del acontecimiento traumático.

 

C.  Evitación persistente de estímulos asociados al trauma y embotamiento de la reactividad general del individuo (ausente antes del trauma), como indican tres (o más) de los siguientes síntomas:

1)  Esfuerzos para evitar pensamientos, sentimientos o conversaciones sobre el suceso traumático.

2)  Esfuerzos para evitar actividades, lugares o personas que motivan recuerdos del trauma.

3)  Incapacidad para recordar un aspecto importante del trauma.

4)  Reducción acusada del interés o la participación en actividades significativas.

5)  Sensación de desapego o enajenación frente a los demás.

6)  Restricción de la vida afectiva (por ejemplo, incapacidad para experimentar sentimientos amorosos).

7)  Sensación de un futuro limitado (por ejemplo, no espera obtener un empleo, ni casarse ni formar una familia o, en definitiva, no tener la esperanza de una vida normal).

 

D.  Síntomas persistentes de aumento de la activación (arousal) (ausentes antes del trauma), como indican dos (o más) de los siguientes síntomas:

1)  Dificultades para conciliar o mantener el sueño.

2)  Irritabilidad o ataques de ira.

3)  Dificultades para concentrarse.

4)  Hipervigilancia.

5)  Respuestas exageradas de sobresalto.

 

E.  Estas alteraciones (síntomas de los criterios B, C y D) se prolongan más de un mes.

 

F.  Estas alteraciones provocan malestar clínico significativo o deterioro social, laboral o de otras áreas importantes de la actividad del individuo.

 

Especificar si:

Agudo: si los síntomas duran menos de tres meses.

Crónico: si los síntomas duran tres meses o más.

De inicio demorado: entre el acontecimiento traumático y el inicio de los síntomas han pasado como mínimo seis meses.