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Ángel de Saavedra. Duque de Rivas

Breve reseña de la historia
del reino
de las Dos Sicilias

Créditos

ISBN rústica: 978-84-96290-90-7.

ISBN ebook: 978-84-9897-132-3.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

La vida 7

I 9

II 12

III 16

IV 27

V 33

VI 35

VII 40

VIII 44

IX 48

X 54

XI 62

XII 70

XIII 78

XIV 84

XV 90

XVI 91

Libros a la carta 93

Brevísima presentación

La vida

Duque de Rivas, Ángel Saavedra (Córdoba, 1791-Madrid, 1865). España.

Luchó contra los franceses en la guerra de independencia y más tarde contra el absolutismo de Fernando VII, por lo que tuvo que exiliarse a Malta en 1823. Durante su exilio leyó obras de William Shakespeare, Walter Scott y Lord Byron y se adscribió a la corriente romántica con los poemas El desterrado y El sueño del proscrito (1824), y El faro de Malta (1828).

Regresó a España tras la muerte de Fernando VII heredando títulos y fortuna. Fue, además, embajador en Nápoles y Francia. Una de sus obras más importantes es El moro expósito.

I

Al escribir una breve reseña histórica del reino de las Dos Sicilias, deberíamos ceñir nuestro trabajo al período de tiempo transcurrido desde que, emancipados los antiguos reinos de Nápoles y de Sicilia de toda dependencia y dominación extranjera, formaron un solo y estable cuerpo de nación, un Estado independiente, una monarquía compacta, que, existiendo con vida propia, empezó a figurar y a tener importancia entre las potencias europeas. Pero como los acontecimientos humanos son una cadena no interrumpida, cuyos eslabones, enlazados con el curso de los tiempos, forman un todo en que hay grande armonía, por ser unos y después otros siempre el resultado de los que los preceden; y habiendo, sin duda, preparado la emancipación del reino de las Dos Sicilias, bajo el cetro de un príncipe español, la larga dominación de España por más de dos siglos en aquellos países, daremos una rápida ojeada a su historia general, para entrar tal vez con más acierto en el trabajo que nos proponemos.

Grecia, aquella nación privilegiada a quien confió la Providencia la civilización del género humano, se extendió desde su infancia, grande y emprendedora, en colonias y establecimientos por el mediodía de Italia, ilustrando y civilizando aquel país predilecto de la Naturaleza, que tomó desde luego el nombre de Magna Grecia. Fundaron, pues, los griegos en el continente a Sibaris, Locros, Reggio, Posidonia y Cumas; y en la isla, a Messana, Catana, Siracusa, Agrigento, Panormo y otras, que produjeron guerreros ilustres y filósofos esclarecidos, y de las cuales muchas son hoy ciudades florecientes e importantísimas.

Pronto Roma, destinada a ser la señora del universo, tomó posesión de las tierras situadas al sur de Italia, al mismo tiempo que Cartago, dueña de los mares, ocupó a Sicilia. Pero los romanos, extendiendo sus conquistas por los ásperos montes de Calabria, pasaron el estrecho y arrojaron de aquella isla a los cartagineses, haciendo de aquellos países sus más importantes provincias, que les produjeron soldados valerosísimos, capitanes y escritores de primera marca, inmensas riquezas y todo género de delicias, con su clima benigno y apacible y con su feracísimo terreno. En él levantaron los romanos grandes y poderosas ciudades, cuyas magníficas ruinas y la extensión de sus circos y anfiteatros manifiestan lo crecido y rico de sus poblaciones; como los restos de sus quintas, termas y jardines recuerdan que los patricios, y cónsules, y emperadores buscaban en aquellas privilegiadas tierras el descanso de sus fatigas, y la salud, y el reposo que les negaban la bulliciosa Roma y sus estériles campiñas.

Provincias romanas Nápoles y Sicilia, corrieron, como era natural, las varias vicisitudes de su dominadora; y dividido el poder de ésta en dos imperios, y debilitados ambos con el peso de la tiranía y con la depravación de costumbres, presentaron a los bárbaros ancho campo para sus devastadoras irrupciones.

Los érulos, capitaneados por Odoacro, dieron la primera arremetida al imperio de Occidente; y luego los godos se apoderaron de toda Italia, desde los Alpes hasta Reggio, y fueron señores absolutos de ella hasta que el emperador de Oriente, Justiniano, envió a Belisario y a Narcés con poderoso ejército a quitarles la presa. Consiguiéronlo después de una guerra encarnizada, que duró dieciocho años, ganando en las faldas del Vesubio una reñida batalla, en que murieron los príncipes godos Totila y Teia. La dominación bárbara no había alterado la organización de la parte meridional de Italia; pero al caer en el dominio del imperio de Oriente padeció un completo trastorno, dividiéndola en distintas provincias, cuyos supremos gobernadores tomaron el título de duques, dependientes del exarcado de Rávena, representante del emperador.

Sicilia, entre tanto, fue invadida por los vándalos, mandados por el feroz Genserico; pero las victorias de Belisario la libertaron de su durísima tiranía.

Narcés, potentísimo en Italia, como su restaurador, se indispuso con la corte de Constantinopla; y por venganza de sus ofensas, excitó a los longobardos, habitantes de Panomia, a invadir Italia. Verificáronlo luego, mandados por su rey Alboino, y se apoderaron de casi toda, dejando a los griegos algunas posesiones. Y fueron los establecedores del sistema feudal en aquellos países.

Antes que los longobardos se enseñorearan del territorio de Nápoles, la isla de Sicilia fue presa de los sarracenos después de vigorosísima defensa; y ganó mucho bajo su dominación aquella isla, desarrollando de un modo notable su agricultura, su navegación y su comercio.

Entrado el siglo VIII, ocupó el trono de Francia Carlomagno, y lo llamó en su ayuda el pontífice, que, en lucha con los iconoclastas, se veía muy apretado por los bárbaros, poseedores de casi toda Italia. Acudió a su amparo y defensa el famosísimo monarca francés, que logró pronto la completa destrucción de los longobardos, arrojándolos a los Alpes. En premio de lo cual, y en agradecimiento a las grandes donaciones que hizo a la Iglesia Carlomagno, le dio el Padre Santo la investidura de emperador de Occidente, desapareciendo con esto del todo la dependencia de Constantinopla, aún representada por el impotente y caduco exarcado de Rávena.

Repuestos los longobardos al pie de los Alpes, atormentaron pronto a Italia con sus continuas correrías, mientras que los griegos, hacían en sus costas continuos desembarcos y que el ducado de Benevento era teatro de encarnizadísima guerra. Desorden general de que, aprovechándose los sarracenos, señores de Sicilia, pasaron el estrecho y se hicieron dueños de algunas ciudades de Puglia y de Calabria, esparciendo el terror en aquellas costas.

II

A fines del siglo IX, los normandos, habitadores de las riberas del Báltico, después de ejercer la piratería en los mares y playas del Norte, entraron tierra adentro con tan buena fortuna, que llegaron a invadir a Francia, logrando afirmarse en su territorio. Pues Carlos el Simple, que no supo combatirlos y escarmentarlos, les concedió las tierras que forman la provincia llamada Normandía. Allí se establecieron y consolidaron, se afirmaron en el Cristianismo y adquirieron mayor consistencia y más estable poderío.

Establecidos así los normandos, no renunciaron a sus instintos guerreros, a su necesidad de movimiento; y mientras guerreaban con sus vecinos, se extendían también por Italia, ya como mercaderes, ya como peregrinos, que iban a los santos lugares. Acaeció que unos cuarenta de ellos, el año 1016, llegaron reunidos a Salerno, de vuelta de Oriente, en el punto mismo en que los sarracenos embestían la ciudad. Desanimados los habitantes, iban a entregarse a los invasores; pero, animados y capitaneados por los peregrinos, se defendieron valerosamente y rechazaron a sus enemigos con espantosa carnicería. Prosiguieron enseguida su viaje los huéspedes, ricamente recompensados, y ofreciendo volver en mayor número siempre que necesitasen de su ayuda aquellas ciudades italianas.

Veintidós años después, tres hijos de Tancredo de Altavilla, señor de Normandía, excitados por los elogios que del clima y fertilidad de Italia hacían los peregrinos, marcharon a ella, llegaron al territorio napolitano con buen golpe de aventureros y entraron al servicio de los príncipes de Capua y de Salerno. Llamábanse estos tres hermanos Guillermo, Dragón y Umfredo. Y reconocida su valentía y pericia militar, fueron solicitados, para servir a sus discordias, por varios duques y príncipes de la tierra, y últimamente por los griegos, que aún conservaban con gran trabajo algunos establecimientos en Puglia, para que les ayudasen a reconquistar Sicilia. Concertáronse y pasaron a aquella isla, consiguiendo importantísimas victorias. Pero como los griegos no les cumpliesen luego lo pactado, y hasta los afrentasen, desconociendo sus servicios, retiráronse muy desabridos de aquella empresa. Y no queriendo ya someterse a la condición dura de mercenarios, resolvieron guerrear por cuenta propia. Y cayendo sobre Puglia, para vengarse de los griegos, los arrojaron de ella y se tituló conde de aquel territorio el primogénito de los Altavillas, Guillermo, apodado Brazo de Hierro (1046). Muerto éste, y asesinado Dragón por los alevosos griegos, tomó el supremo mando Umfredo, vengó completamente a su hermano y extendió notablemente sus conquistas.

El poder y engrandecimiento de aquellos advenedizos empezó a despertar recelos en el pontífice, cuya importancia política y cuyo dominio territorial eran ya muy grandes en Italia; y trató de sujetarlos, valiéndose de las armas espirituales y temporales. Mas habiendo logrado los normandos apoderarse, o por fuerza o por astucia, de la persona del papa, lo trataron con tal sumisión y tanta reverencia, que se lo hicieron suyo; y consiguió Umfredo que le concediera la investidura de señor no solo de Puglia, sino también de Calabria, de Sicilia y de cuantas tierras conquistara. Acontecimiento notable, que al mismo tiempo que legitimó, según las doctrinas de entonces, la dominación normanda, dio al pontífice romano derecho de alta soberanía sobre los príncipes que gobernaran aquellos países.

Roberto Guiscardo y Rugerio, otros dos hijos de Tancredo Altavilla, llegaron con nuevas tropas de aventureros a acalorar la empresa del hermano y de sus compatriotas. Y éstos fueron los verdaderos fundadores de los reinos de Nápoles y de Sicilia, que luego unas veces se reunieron y otras se separaron.

Muerto Umfredo, quedó Guiscardo con el señorío de Nápoles, y Rugerio conquistó en poco tiempo la isla de Sicilia y se estableció en ella, tomando ambos la investidura, dada con mucho gusto por el papa, que miraba con afición a los normandos, tanto por su amor a la religión, cuanto por sus larguezas con la Iglesia romana. Añadió Roberto a sus señoríos los principados de Salerno y de Amalfi; y queriendo hacer lo mismo con el de Benevento, desistió de ello, por no ofender al papa, a ruegos del abad de Montecasino. Y a poco defendió el trono pontifical de los ataques del emperador, que llegaron hasta el punto de poner cerco a Roma.

Rugerio, en tanto, era, con título de conde, soberano de Sicilia, y a su muerte, acaecida el año de 1101, dejó el poder supremo a su hijo, del mismo nombre. Roberto Guiscardo falleció a poco, y disputaron la herencia sus dos hijos, Boemundo y Rugerio; la obtuvo éste por pocos días, y la dejó a su hijo Guillermo, quien murió sin sucesión. Entonces Rugerio el de Sicilia, como heredero, se presentó a reclamar el dominio de Nápoles. Se le opuso el papa, ayudado por muchos de los barones, y ambos partidos apelaron a las armas. Pero Rugerio, tan entendido guerrero como sagaz político, evitó todo encuentro y se manejó tan diestramente, que al cabo consiguió la investidura y la posesión de aquellos Estados. Pero toda su ambición era el título de rey. Y cuando, poco después, se dividió la Iglesia entre Inocencio y Anacleto, declarado luego antipapa, éste, por tener a Rugerio de su parte, le dio lo que apetecía; y lo coronó, por mano de un legado, en la catedral de Palermo, como rey de Sicilia y de todos los dominios de Roberto Guiscardo.

Asegurado luego Inocencio en el trono pontificio, llamó al emperador Lotario para combatir al que osaba llamarse rey de Sicilia. Este corrió a la defensa de su derecho, y lo hizo tan bien, que logró apoderarse del papa y obligarlo a que lo reconociese e invistiese no solo como rey de Sicilia, sino como rey también de Puglia y de Calabria, el año 1159. Fue un excelente soberano; como guerrero, extendió notablemente sus dominios, y llevó sus armas y bajeles a las costas africanas y a las de Grecia para vengar en aquéllas las invasiones sarracenas, en éstas los ultrajes hechos a un embajador suyo por el emperador de Oriente. Como legislador, aún se admiran las leyes que promulgó, arreglando la hacienda pública y la administración de justicia, e inhibiendo de su ejercicio a los barones. Como protector de las artes útiles y de la ilustración, aprovechó diestramente los prisioneros que trajo de la expedición de Oriente para introducir en sus Estados el cultivo y las manufacturas de la seda, luego tan célebres y productivas en aquellos países. Dio gran empuje al monasterio de Montecasino, y fundó la célebre Escuela de Medicina de Salerno; y Palermo y Nápoles se vieron engrandecidas y adornadas con públicos y magníficos monumentos, que aún recuerdan su reinado. Murió este rey el año 1154, dejando un hijo y una hija. Aquél, llamado Guillermo, heredó los reinos de Nápoles y de Sicilia; ésta, llamada Constanza, casó con Enrique, príncipe de Suavia, y en ella recayó muy pronto la corona de aquella isla con la extinción de la línea masculina de los normandos.

Gobernó doce años Guillermo desacertadamente, y adquiriéndose con justicia el renombre del Malo. A su muerte le sucedió su hijo, del mismo nombre, dejando, con razón, muy diferente fama. Como valeroso guerrero socorrió al papa, atacado por el emperador Barbarroja en 1168; volvió a sujetar a los sarracenos de Sicilia, auxilió oportunamente al emperador de Oriente, Alejos Commeno, y defendió a los cristianos de Palestina, oprimidos por el Saladino. Y como ilustrado soberano, arregló la administración, fomentó la agricultura y el comercio, premió a los sabios y construyó grandes edificios, entre otros el magnífico templo de Monreale, en Palermo, destinándolo para panteón de los reyes de Sicilia. No tuvo sucesión de una hermana del rey de Inglaterra, con quien estuvo casado, y dejó al morir, en 1189, la corona a su hermana Constanza, casada, como dejamos dicho, con Enrique de Suavia, hijo del emperador Barbarroja.

No contentó a los barones este cambio de dinastía, declararon nula la disposición del difunto y proclamaron rey a Tancredo, conde de Lecca, hijo natural de Rugerio; el cual, recibiendo la investidura del pontífice romano, defendió por tres años consecutivos su corona de los ataques de Enrique de Suavia, que, aunque promovido al trono imperial, no desistió de los derechos que le transmitía su mujer. Murió Tancredo durante la lucha. Sucedióle su hijo Guillermo, que, menos feliz que el padre, cayó en manos del feroz Enrique, y tuvo un desastrado fin. Con lo que completamente, y sin estorbo, vinieron a la casa de Suavia los reinos de Nápoles y de Sicilia el año 1194.

III

Dueño absoluto de ellos Enrique, emperador, ejerció el poder con crueldad tan inaudita, y ejecutó tan atroces venganzas con los partidarios de Tancredo, que, creyéndose mal seguro en Sicilia, determinó una expedición a Palestina, y murió en San Juan de Acre, dejando tutora de su hijo Federico, sucesor suyo en Nápoles y Sicilia, a su viuda, Constanza. Un año solo sobrevivió esta princesa a su esposo, y dejó encomendado el rey niño al arzobispo de Palermo, al obispo de Capua y al abad de Monreale. También el Padre Santo se declaró defensor y protector de Federico, hasta que, harto de luchar con tanto pretendiente a aquellas coronas, lo declaró mayor de edad a la de trece años, en 1208.

Filipo, hermano de Enrique, ocupó el trono imperial, jurando que no incomodaría a su sobrino en la posesión de sus reinos. Pero como faltase al juramento, fue excomulgado por el papa, y perdiendo a poco la diadema, recayó el imperio por unánime elección en el mismo Federico, rey de Nápoles y de Sicilia.

Al coronarlo el papa le exigió que fuese a hacer la guerra a Palestina, y lo casó con una hija de Juan de Brena, que tenía derecho a la corona de Jerusalén, usurpada por el Saladino; matrimonio por el cual conservan aún los reyes de Nápoles y de Sicilia el título pomposo de «reyes de Jerusalén». Retardó Federico su expedición a la Tierra Santa, por lo que fue excomulgado, y con este apremio la verificó. Pero tuvo muy pronto que abandonarla y que volver en defensa de sus Estados, a quienes el papa movió cruda guerra. Hízolo con tenacidad y buena fortuna, y dejó al morir las dos coronas a su primogénito, Conrado, que estaba en Alemania, y a Manfredo, príncipe de Taranto, el gobierno, con título de vicario, hasta la llegada del nuevo rey. Fue Federico de gran ánimo, aunque vengativo y cruel; protegió las ciencias y las artes, sobre todo la poesía, y fundó en Nápoles una universidad, la segunda que tuvo Italia, habiendo sido la primera la antiquísima de Bolonia.