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Benito Pérez Galdós

Episodios nacionales IV
O’Donnell

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9007-313-1.

ISBN ebook: 978-84-9007-229-5.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

La obra 7

I 9

II 14

III 20

IV 25

V 31

VI 36

VII 41

VIII 47

IX 52

X 57

XI 63

XII 69

XIII 73

XIV 80

XV 86

XVI 92

XVII 98

XVIII 104

XIX 109

XX 116

XXI 121

XXII 128

XXIII 136

XXIV 142

XXV 150

XXVI 156

XXVII 163

XXVIII 171

XXIX 177

XXX 183

XXXI 187

XXXII 193

Libros a la carta 203

Brevísima presentación

La obra

O’Donnell es la quinta novela de la cuarta serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós.

El autor nos describe la intención del libro en las primeras líneas: «Fue O’Donnell una época, como lo fueron antes y después Espartero y Prim, y como éstos, sus ideas crearon diversos hechos públicos, y sus actos engendraron infinidad de manifestaciones particulares, que amasadas y conglomeradas adquieren en la sucesión de los días carácter de unidad histórica. O’Donnell es uno de estos que acotan muchedumbres, poniendo su marca de hierro a grandes manadas de hombres.»

Esta gran novela de Galdós tiene un arranque soberbio en el que se relatan los últimos movimientos de la Revolución de 1854 (narrada en el anterior episodio), centrándose en la figura de Francisco Chico, jefe de la policía de Madrid. Pero por encima de todo destaca el retrato que se hace de la nueva clase burguesa. Y no con tintes positivos precisamente.

Ante esta precaria y difícil situación política en que ha quedado España, sirven de contrapunto en este episodio los vaivenes de Teresa Villaescusa, frívola muchacha perteneciente a la clase media madrileña cuyos vicios y virtudes reflejan los del propio país. Galdós desliza aquí un común denominador de esta cuarta serie de los Episodios Nacionales, tras tantos años convulsos: la necesidad fundamental de «comer», de «tener dinero para comer y para vivir...» Como se dice en la novela: «¡Comer, comer! De esto se trataba, y toda nuestra política no era más que la conjugación de este sustancial verbo.»

I

El nombre de O’Donnell al frente de este libro significa el coto de tiempo que corresponde a los hechos y personas aquí representados. Solemos designar las cosas históricas, o con el mote de su propia síntesis psicológica, o con la divisa de su abolengo, esto es, el nombre de quien trajo el estado social y político que a tales personas y cosas dio fisonomía y color. Fue O’Donnell una época, como lo fueron antes y después Espartero y Prim, y como estos, sus ideas crearon diversos hechos públicos, y sus actos engendraron infinidad de manifestaciones particulares, que amasadas y conglomeradas adquieren en la sucesión de los días carácter de unidad histórica. O’Donnell es uno de estos que acotan muchedumbres, poniendo su marca de hierro a grandes manadas de hombres... y no entendáis por esto las masas populares, que rebaños hay de gente de levita, con fabuloso número de cabezas, obedientes al rabadán que los conduce a los prados de abundante hierba. O’Donnell es el rótulo de uno de los libros más extensos en que escribió sus apuntes del pasado siglo la esclarecida jamona doña Clío de Apolo, señora de circunstancias que se pasa la vida escudriñando las ajenas, para sacar de entre el montón de verdades que no pueden decirse, las poquitas que resisten el aire libre, y con ellas conjeturas razonables y mentiras de adobado rostro. Lleva Clío consigo, en un gran puchero, el colorete de la verosimilitud, y con pincel o brocha va dando sus toques allí donde son necesarios.

Pues cuenta esta buena señora que el día 23 de julio de aquel año (aún estamos en el 54) salía de la cerería de Paredes, calle de Toledo, el enfático patricio don Mariano Centurión ostentando con ufanía el sombrero de copa que estrenaba: era una prenda reluciente, de las dimensiones más atrevidas en altura y extensión de alas que la moda permitía, y en el pensamiento del buen señor tomaba su persona, con tan airoso chapitel, una dignidad extraordinaria y una representación pública que atraía las miradas y el respeto de las gentes. A dos pasos de la cerería se tropezaron y reconocieron Centurión y un ciudadano importante, Telesforo del Portillo, que también estrenaba sombrero, si bien aquel cilindro no era tan augusto como el otro, sino artículo de ocasión adquirido en el Rastro y sometido a un planchado enérgico. Se saludaron, y Centurión entabló un vivo diálogo con su amigo, conocido entre el vulgo por el apodo de Sebo. No ha transmitido la Historia los términos precisos de la conversación, limitándose a consignar que ambos patricios se habían encontrado en lastimosa divergencia en aquellas revueltas, por figurar don Mariano en la Junta de salvación, armamento y defensa que funcionó en la casa del señor Sevillano, y Sebo, en la que se denominó Junta del cuartel del Sur. La primera se componía de hombres templados y de peso; en la segunda entraron los jóvenes levantiscos y la turbamulta demagógica.

Según dijeron los dos respetables ciudadanos, las trapisondas entre ambas asambleas dilataron más de lo preciso las anheladas paces entre pueblo y tropa, y dieron tiempo a que asomara su hocico espeluznante el monstruo de la anarquía. Pero al fin, la salud pública se impuso, y las Juntas llegaron a una positiva concordia, gracias al patriotismo del Trono, que se inclinó del lado de la Libertad llamando a Espartero. Sostuvo Centurión que ya teníamos Gobierno liberal en principio, y que era cuestión de días el determinar qué hombres habían de formarlo. Sebo los designó sin recelo de equivocarse, nombrando las figuras más culminantes del elemento progresista. Espartero y O’Donnell entrarían en el nuevo Gobierno, y los hombres civiles serían los que más sufrieron en los once años, y probaron su entereza política con largos ayunos. Aseguró don Mariano que su colocación en Estado dependía de que ocupase aquella poltrona el señor Luján, y que si le daban a escoger, tomaría la plaza de jefe en la Sección de Obra pía de Jerusalén, que ya disfrutó por pocos días en otra época. Sebo se daba por empleado en Penales, si ponían en Gobernación a don Manolo Becerra o a don Ángel de los Ríos. Esto era dudoso, según Centurión, porque si bien ambos jóvenes descollaban por sus talentos y acendrado patriotismo, no tenían el peso y madurez convenientes para gobernar.

Sobre si eran aptos o no los tales, discutían Portillo y don Mariano, cuando atrajo su atención un gran tumulto y escandaloso ruido de gente que por la calle abajo venía. Ya estaba próxima la delantera de la que parecía procesión, y el centro de ella, algo que descollaba sobre la multitud como figuras del Santo Entierro conducidas en hombros, desembocaba por el arco de la Plaza mayor. Antes de que los dos patricios se dieran cuenta de lo que aquello era, rodearon a Sebo unas hembras (no sé si tres o cuatro) con toda la traza de mozas del partido, desgarradotas, peinadas con extremado artificio, alguna de ellas reluciente de pintura en el marchito rostro. «Véanle, véanle —dijeron—. Desde la Plazuela de los Mostenses lo train... El Chico es el que viene en andas, y el Cano a pie... Que los afusilen, que les den garrote... que paguen las que han hecho.» Y Centurión, con grave acento, arrimándose a la pared por no ser visto de la canalla delantera, pronunció estas sesudas palabras: «¡Justicia del pueblo, mala justicia!... ¿Y don Evaristo no se ha enterado de esta barbaridad?... Decid, grandes púas, ¿vosotras habéis venido con esta procesión infernal? ¿Pasasteis por Gobernación? ¿No estaba allí don Evaristo? ¿Cómo habéis recorrido medio Madrid, o Madrid entero, sin que algunos patriotas honrados os cortaran el paso, ralea vil?

—Cállese la boca, don Marianote —dijo la más bonita de ellas, la menos ajada—, que pueden oírle, y corre peligro de que le chafen el baúl nuevo.

—Rafaela Hermosilla —replicó Centurión alardeando de entereza—, un patriota honrado, un hombre de principios, no teme las coces de la plebe indocta... Pero arrimémonos a esta puerta para no dar lugar a cuestiones, o metámonos en la cerería de Paredes, que será lo más seguro... Sebo... ¿dónde se ha ido Sebo

Llamado por su amigo, se retiró también al arrimo de las casas el ex-policía, seguido de otra de las pájaras. Lívido y tembloroso, no podía disimular el terror que la plebeya justicia le causaba, y era en verdad espectáculo que el más animoso no podía presenciar sin miedo y compasión grandes. Detrás de la caterva que rompía marcha gritando, iban dos hombres montados en jamelgos: vestían blusa de dril y cubrían su cabeza con chambergo ladeado sobre una oreja, esgrimiendo sendos chafarotes o sables. Seguíales un bigardón con un palo, del que pendía un retrato al óleo, sin marco, acribillado ya de los golpes que por el camino, en las paradas de la procesión, le daban con sus sables los dos jinetes, en demostración de justicia popular. Al portador del retrato seguía otro gandul con trazas de matarife, en mangas de camisa, esta manchada de sangre, llevando una pértiga de la cual pendía muerto y sin plumas un gallo colgado por el pescuezo. Tras este iba un hombre a pie, empujado más que conducido por un grupo de bárbaros, también con aspecto de matachines. Seguían las angarillas cargadas por cuatro, de lo más soez entre tan soez patulea; las angarillas sostenían un colchón, en el cual iba el infeliz Chico sentado, de medio cuerpo abajo cubierto con las propias sábanas de su cama, de medio cuerpo arriba con un camisón blanco, en la cabeza un gorro colorado puntiagudo, que le daba aspecto de figura burlesca. Con un abanico se daba aire, pasándolo a menudo de una mano a otra, y miraba con rostro sereno a la multitud que le escarnecía, al gentío que en balcones y puertas se asomaba curioso y espantado. Arrimándose a las angarillas todo lo que podía, iba la mujer de Chico con una taza en la mano, revolviendo con un palo el contenido de ella, que según decían era chocolate. Parecía loca: su rostro echaba fuego; su cabeza recién peinada y con alta peineta, conservaba la disposición de las matas de pelo armadas artísticamente. Digo que parecía loca, porque el menear el palo dentro de la taza vacía era como un movimiento instintivo, inconsciente, efecto de la máquina muscular disparada y sin gobierno. Enrojeciendo más a cada grito, decía: «¡Nacionales, no le matéis! ¡No le matéis, nacionales!»

Pasó todo este bestial aparato de venganza y muerte, que observaron desde la cerería don Mariano y Telesforo, las dos muchachas de mal vivir y don Gabino Paredes con su hijo Ezequiel. Rafaela Hermosilla, que había visto el asalto de la casa de Chico, lo contó de esta manera: «Lleguemos; íbamos con idea de arrastrarle, que es la muerte que merece... El pillo del Cano nos dijo: Atrás, populacho; y no había acabado de decirlo, cuando Perico el lañador le echó mano al pescuezo, y yo y otras le arañamos toda la cara. Daba risa... Después le amarraron bien amarradico con cordeles que prestó un mozo de cuerda... y entremos; subimos dando patadas y gritos, y nos desparramemos por las salas llenas de muebles y cuadros... “A quemarlo todo”. Esta fue la voz. ¡Qué risa! Pero Alonso Pintado soltó cuatro tacos, gritando: Pena de muerte al ladrón... Salió esa gran tarasca llorando, acabadita de peinar, ¡qué risa!... ¡Y cómo chillaba la muy escandalosa! Que su marido estaba enfermo en cama con la podagra, y que le había pedido el chocolate... “Señoras y caballeros —nos dijo Alonso Pintado subido en una silla—, venimos a hacer justicia, no a faltar a naide. Al ladrón busquemos, no a las riquezas que robó... No toquéis a estos faralanes y cornucopios... Por el tirano de los pobres venimos. Justicia en él, señoras y caballeros; pero sin alborotar, para que no digan...”. Yo, me lo pueden creer... No alboroté, ni cogí nada de lo que hay en aquellas cámaras tan lujosas, donde el gachó va metiendo lo que rapiña... Pues Alonso Pintado, Matacandiles, Pucheta, la Rosa y la Pelos, don Jeremías, Chanflas, Meneos, la Bastiana y otras y otros de que no me acuerdo, empujaron puertas, rompieron fechaduras y se colaron hasta la alcoba en donde estaba acostado el Chico... No le valió a su mujer decir que estaba imposibilitado, y que le iba a llevar el chocolate. ¡Qué risa!... “Espérense; no le maten... Me ha pedido el chocolate... Está en ayunas... Se muere... Se morirá solo... Matarle, no”. Esto decía la tía Panderetona, que no es mujer de él por la Iglesia, sino arrimada, como una, pongo el caso, ¡qué risa!... Total: que en vilo le levantaron, con colchón y todo, y de una escalera hicieron las angarillas... Pepe Meneos trajo un gallo, le retorció el pescuezo, y desplumándolo delante del Chico, le echaba las plumas, diciéndole, dice: “Lo que hago con este gallo haremos contigo, so ladronazo”. ¡Qué risa! Luego salió la procesión que habéis visto... Pues venía con muchismo orden, como se dice... Pucheta mandaba, que es hombre que sabe del orden y tal...»

Oyendo estas referencias, Centurión tenía un nudo en su garganta, y no acertaba ni a protestar contra el salvajismo del pueblo. «¡Ignominia, barbarie! —exclamaba dando palmadas en el mostrador—. La Libertad no es eso, cojondrios, no es eso.» Y Sebo, que en su consternación se había calado el sombrero nuevo hasta las orejas, habló así: «Dime, Rafa, ¿iba Pucheta en el entierro? Porque yo no he podido distinguir caras, del gran susto y sobrecogimiento que me entró al ver lo que vi. Al tiempo que se me aflojaba el vientre, se me nublaba la vista.

—Pues sí que iba —dijo Centurión—. El jinete de la derecha, el que vimos por la parte de acá, era Pucheta, con blusa de dril y un plumacho en el sombrero. ¡En qué manos está la Libertad, cojondrios! Y al lado de Pucheta, a la parte de adentro, iba la Generosa Hermosilla, hermana de esta buena pieza...

—Mi hermana —dijo Rafa— no se separa de Pucheta: es la que le mete en la cabeza el orden... ¡Qué risa con ella! A todas horas le canta la lección: “Pucheta, orden... Ándate con orden, hijo”. Mi hermana iba al lado de él, terciado el manto, muy bien peinadita, con un pompón en la peineta...

—Tu hermana y tú —afirmó Centurión furioso—, sois unas solemnes castañas pilongas, que después de llevar a los hombres al vicio, les predicáis el orden. ¡Vaya un escarnio! Orden vosotras, que nunca supisteis con qué se come eso. ¿Qué principios tenéis ni qué dogmas profesáis para saber lo que es el orden? ¡Idos al infierno con cien mil pares de cojondrios! Tu hermana Jenara y tú, Rafa maldita, habéis escandalizado en todo Madrid, después de escandalizar en las calles del Humilladero, Irlandeses y Mediodía Grande... A vuestro honrado padre, el bueno de Hermosilla, le pusisteis a punto de morir de vergüenza... No os quitaréis nunca de encima el apodo de las Zorreras, que os aplicaron por ser hijas de un fabricante de zorros, que también hace plumeros... Vete, vete; sigue los pasos de tu hermana, al lado de Pucheta, de Meneos, o de otro de esos matarifes que deshonran la Libertad... No te entretengas aquí, entre gentes honradas y hombres de principios... Corre, y verás cómo ahorcan o fusilan o despachurran al desgraciado Chico.»

II

Echose a reír la moza con el airado discurso de Centurión, y llegándose al dueño de la cerería, don Gabino Paredes, que arrobado la contemplaba, los codos en el mostrador, el rostro en las palmas de las manos, le dijo: «¿Verdad, Gabinico, que tú no me echas de tu casa?» Y el cerero, revolviendo algo en su boca, completamente desdentada, le contestó: «Ni yo ni el amigo Centurión te arrojamos de esta humilde tienda. Ha sido un decir, rica: no te enfades... Y para que veas que me acuerdo de ti, toma este caramelito...» Cuando los sacaba del hondo bolsillo de su chaqueta, alargó Centurión la mano diciendo: «Deme otro a mí, don Gabino, que del berrinche que he cogido con esta tragedia, se me ha secado la boca.» Hizo el cerero ronda de caramelos, dando la mayor parte a Rafa y a su compañera, que con Sebo platicaba, y chuparon todos, refrescando sus secos paladares. La segunda pájara, de apodo Jumos, mujerona en el ocaso de la juventud, con restos manidos de un gallardo tipo de majeza, tomó la palabra en contra del señor de Centurión, desarrollando sus argumentos con razones no mal concertadas: «Pues si el pueblo no hace la justiciada en ese capataz de los guindillas, ¿quién la hará?... ¡contra con Dios! ¿El Gobierno nuevo que venga le había de castigar? Y vostedes los patriotas nuevos, ¿qué serían más que lameplatos del Chico? Hala con él, y reviéntenle para que no haga más maldades... Él comía con el Gobierno, comía con el ladronicio... ¿Que robaban a vostedes el reloj? Pues para recobrarlo, no tenían más que abocarse con don Francisco, que devolvía la prenda por un tanto más cuanto, según el por qué de la persona... Alhajas muchas pasaron de sus dueños a los ladrones, y de los ladrones a sus dueños, todo con su porsupuesto, menos cuando las alhajas le gustaban a Chico, que tan fresco se quedaba con ellas. De sus ganancias prestaba dinero, a seis reales por duro al mes, mediando el portero Mendas y uno de la calle de la Palma, con trazas de clérigo, que le llaman don Galo, y también el Chato de Pinto, por ser de Pinto mismamente...

—Invenciones de la plebe —dijo Centurión menos fiero que antes—; malquerencia de los que Chico perseguía por revoltosos.

—Algo habrá de eso —observó en tonos de templanza el gran Sebo—, sin que deje de ser verdad lo que cuenta esta Jumos. Testigos hay de que el pobre don Francisco no jugaba con limpieza.

—Jugaba con cartas señaladas —afirmó la mujerona—, y era el primer puerco del mundo. El Gobierno le pagaba para defender a cada hijo de vecino, y él ¿qué hacía? cobrar el barato al vecino y al Gobierno y al Sulsucorda. A todos engañaba, y no era fiel más que con la Cristina y su marido, el de Tarancón, porque estos, cuando los ministros estaban hartos de Chico y querían darle la puntera, sacaban la cara por él... Como que Chico era el hombre de confianza de los Muñoces, y el que estaba al quite por si venían cornadas... que el pueblo hacía por ellos, ¡vaya!

—Exageraciones, mujer —dijo Centurión—, y desvaríos de la pasión popular... Algún día se hará la luz, y la Historia pondrá la verdad en su punto.

—Historias ya tenemos —prosiguió la Jumos—: pídaselas a don José de Zaragoza y a don Melchor Ordóñez, que por saber bien de historia han querido limpiarle el comedero a don Francisco Chico. Pero no podían, que la Cristina le echaba un capote, y Chico tan fresco, se reía, se reía, con aquella cara de sayón... Pues el muy marrajo, para dar gusto al Gobierno, se cebaba en los que caían en su mano, por mor del conspirar y de la política. El que era masón y andaba en algún enredo para echar proclamas o escribir contra la reina, ya podía encomendarse a Dios. A nadie metía en la cárcel sin darle antes un pie de paliza para hacerle confesar la verdad, o mentiras a gusto de él, con las que se abría camino para prender a otros, y abarrotar la cárcel... A un primo mío, Simón Angosto, zapatero en un portal de la calle de la Lechuga, que los lunes solía ponerse a medios pelos y cantaba coplas en la calle, con música del izno de Espartero y letra que él sacaba de su cabeza, le cogió una noche saliendo de la casa de Tepa, y tal le pusieron el cuerpo de cardenales, que gomitó el alma a los dos días.

—No fue así, Pepa Jumos, no fue así —dijo Sebo gravemente, poniendo en su acento todo el respeto a la verdad histórica—. A Simón Angosto se le hicieron los cardenales y se le aplicó de firme el vergajo, porque anduvo en aquellas trapisondas... bien me acuerdo... Cuando mataron a Fulgosio... Se le encontró una carta con garabatos masónicos y razones en cifra que parecían... Así como un conato de atentado contra Narváez...

—Para conatos tú, reladronazo —replicó la mala mujer, roja de ira—. ¿Qué es conato?

—Es intento de delito, delito frustrado...

—Me fustro yo en ti y en el conato de tu madre. Sales a la defensa de Chico, porque tú eras de los del vergajo, que deslomaban al infeliz que cogían. Tal eres tú como el otro, que ahora paga sus conatas y fustratas... y con él te debíamos llevar.

—Yo no estoy con él, ni estuve —dijo Telesforo palideciendo—. Pepa Jumos, mira lo que hablas: ten en cuenta que yo, si cumplí mi deber en la Seguridad, luego me dio asco de aquel oficio, y me pasé al partido de los señores generales de Vicálvaro, que nos han traído la Libertad, verbigracia, la Justicia.

—Justicia contra ti, arrastrao —dijo Rafaela Hermosilla, terciando en la conversación—. Ándate con tiento, Sebito, y no pintes el diablo en la pared, que como te huela el pueblo, hará contigo un conato.

—El amigo Telesforo —indicó Centurión extendiendo una mano protectora sobre el renegado de la Policía—, es hombre de principios, que jamás atropelló al pueblo soberano. Si alguna vez impuso castigos, fue mirando por el Ornato Público, que llamamos también Policía Urbana.»

Saltó al oír esto la Jumos con briosa protesta, diciendo: «¡Buenas ornatas públicas nos dé Dios! Lo que hacía este tuno era bailarle el agua a don Francisco Chico, y andar siempre agarrado a los faldones de su levosa... Y esto no me lo ha contado nadie, sino que lo han visto estos ojos, porque yo, aunque no soy vieja, ni lo quiera Dios, he visto mucho mundo, y pillería mucha; tanto, que de ver canalladas sin fin, cada lunes y cada martes, paréceme que soy vieja, lo cual que no lo soy, sino que lo viejo es el mundo y las malas partidas que se ven en él... Pues el día aquel, ya van para seis años, en que el pobre zapatero de la calle de Toledo le tiró un ladrillo a don Francisco Chico, desde el primer piso bajando del cielo, yo estaba en la acera de enfrente hablando con mi comadre la Venancia, que tenía cacharrería donde hoy están los talabarteros... Pues como allí estaba una servidora, todo lo vi, y nadie me lo cuenta... Y digo que el ladrillo no fue ladrillo, sino un pedazo de cascote, y que no le cayó a don Francisco en la canoa, como dijeron y mintieron, sino que se espolvoró en el aire, y solo unas motas fueron a dar en el hombro del Chico, y otras salpicaron al que le acompañaba, que era el señor de Sebo, aquí presente. Atrévase a decirme que esto no es verdad... Se calla y rezonga, como los perros... Un perro fue entonces. ¿Quién subió como un cohete a la casa de donde tiraron las mundicias? ¿Quién bajó enseguida trayendo al zapaterín cogido por el pescuezo? ¿Quién...?

—Cierto que fui yo... No puedo negarlo —dijo Sebo con trémula voz—. Pero como ha declarado el señor Centurión, lo hice por Ornato Público, o por Policía y Buen Gobierno, que era el Ramo en que yo servía entonces. Y dice el bando de 1839, en su art. 5.º: «Los que arrojen a la calle basuras, cascos de loza o ceniza de braseros, pagarán cuarenta reales de multa, sin perjuicio de las penas en que incurran en el caso de causar daños a los transeúntes...»

—¿Y por qué bando fusilasteis al zapaterito...?

—Eso no es cuenta mía, ni tuve nada que ver. ¿Que el hombre fuera masón, y guardara papeles que le comprometían, y una estampa indecente de Fernando VII con orejas de burro... Es acaso culpa mía?

—¿Y de que por eso le fusilaran —agregó Centurión—, es culpa de nadie... Más que del sicario de Narváez?

—Sobre pintarle al Rey orejas que no eran las suyas —dijo Sebo defendiéndose con timidez—, el susodicho dibujó un letrero saliendo de la boca de Narizotas, que a la letra decía: «Marchemos, y yo el primero, por la senda borrical de la reacción.»

El cerero don Gabino Paredes cortó con su desentonada voz la disputa histórica, sosteniendo que ninguno de los señores presentes tenía culpa de las barbaridades del 48. Todo ello se hizo para guarecernos de las revoluciones y tempestades que venían de Francia, de Italia y de Hungría, y cerrarle la puerta al maldito Socialismo. No se entendían las graves razones del buen Paredes, porque, deshabitada absolutamente de huesos su boca, el aire conductor de la voz hacía dentro de aquella caverna extraños pitidos, gorjeos y cambios de tono, que quitaban a las palabras su verdadero sentido, o las dejaban escapar con silbos desapacibles. Más claramente habló Centurión, despachando a las dos pajarracas con estas desahogadas expresiones: «Seguid vuestro camino, tú, Zorrera, y tú, Jumos, y no alternéis con hombres de principios, que os compadecen, pero no os escuchan. Id a ver cómo mata el pueblo a esos desgraciados, y si llegáis a tiempo, sed piadosas, ya que no podéis ser honradas, y decid al pueblo que no envilezca su patriotismo con el asesinato. Influye tú, Rafa, con tu hermana la otra Zorrera, para que a su vez interceda con ese Pucheta condenado, a ver si el hombre se ablanda, y evita ese crimen de leso Pueblo... Vosotras, zorreras, a quienes debo llamar, para daros más categoría, plumeros, que algo más vale el plumero que el zorro, y si lo dudáis preguntádselo a vuestro padre; vosotras, digo, y tú, Jumos, id hacia abajo en seguimiento de la chusma, y haced una buena obra. Sois lo que sois; pero no malas de mal corazón... Creo que me entendéis... El diablo que lleváis dentro vuélvase compasivo, o escóndase para que un ángel se meta en vosotras por un ratito no más. Salvad a esos infelices, y después seguid escandalizando por el mundo; practicad la liviandad pública, hasta que os llegue la hora del arrepentimiento... Idos, dejadnos en paz.»

Risas desvergonzadas provocó en ambas cortesanas del pueblo el agrio sermoncillo de Centurión, endulzado por cariños del cerero, que rasgando toda su boca hasta las orejas, y ahuecándola y haciendo buches con las palabras, decía: «Zorrerita, no te vendas tan cara. Ven mañana y te daré almendras de Alcalá.» Presente estaba Ezequiel Paredes, arrimado a su padre, y el pobre chico miraba con encandilados ojos a las dos culebronas, sin expresar horror del infamante oficio de las tales. «Zequilete —dijo la Pepa Jumos acariciando con sus dedos ensortijados la barbilla del mancebo—, ¡qué callado estás!... Ven con nosotras, cara e cielo.» De estas confianzas protestó don Gabino cogiendo al chico por un brazo: «No, no; dejadle, que es todavía una criatura. No os entiende...

—Sois libros que el pobrecito no sabe leer —dijo Centurión.

—Deletrea —indicó Sebo jovial—; pero más vale que no pase del a b c. En fin, idos al matadero y no volváis por aquí.

—Lo que sentimos —declaró la Jumos— es no llevarte por delante, para que los fusiles hagan boca con tu cabeza pindonguera.» Y la otra: «Con Dios, abuelo y Zequiel... Don Mariano, conservarse... Sebo, no ande hoy por esta calle, no sea que lo derritan.»

Diciendo esto la Zorrera, se oyeron tiros lejanos. Don Gabino se santiguó; Centurión soltó un terno; se echaron a la calle despavoridas las del partido, ansiosas de alcanzar algo de la función, y Sebo humilló su cabeza y encogió su cuerpo como si quisiese meterse debajo del mostrador. En esto pasaba por la calle tropel de gente con aspecto medroso. Salió Ezequiel a la puerta, y oyó decir: «En la Fuentecilla les han despachado.» Oyéndolo, redobló Centurión sus apóstrofes declamatorios, y proclamó la supremacía de los principios sobre las pasiones. Sebo callaba, y como su amigo le propusiera emprender la retirada hacia los barrios del centro, se fue derecho a la trastienda murmurando con ahilada voz: «También yo principios... hombre de principios... hombre de bien... ¿Pero cómo salgo a la calle?... ¡Me ven, se fijan en mí...! Amigo Paredes, escóndame en su casa hasta la noche...» Esto dijo acariciando el sombrero, que en la mano llevaba, e internándose por el pasillo. Tras él, Centurión trataba de aliviarle el miedo: «No hay cuidado, Telesforo... Yendo conmigo, podrá usted salir... Mi persona es la mejor fianza...

—¡Fíese usted de fianzas!... ¿Fianzas contra el pueblo? ¡Ni de la Virgen!... Aquí me quedo.»

Retirose don Mariano, dejándole al cuidado de Ezequiel y de Tomás, el encargado de la cerería, pues don Gabino, completamente chocho ya del agobio de sus años, no hacía más que acopiar caramelos para obsequio de toda mujer que entraba en la tienda por cirios, agraciándola con su sonrisa lela, sin distinguir señoras de sirvientas, ni honradas de públicas, que para él todo ser con faldas, salvo los curas, era lo mismo. Cuando a don Mariano en la puerta despedía, vieron pasar al general San Miguel, con su séquito de militares y patriotas, a trote largo calle abajo. «A buenas horas, mangas verdes», dijo Centurión; y don Gabino daba toda la cuerda de sonrisa a su boca sin dientes, persignándose como cuando habían oído los tiros. Entraron luego dos señoras, hija y madre, ambas muy guapas, a comprar cerillos y mariposas, y como venían asustadas del tumulto de la calle, no se detuvieron más que el tiempo preciso para su negocio, y tomar los caramelos con que las obsequió baboso y risueño el bueno de don Gabino. Este las despidió enjuagándose la boca con palabras que ellas no entendieron, haciendo la señal de la cruz y besándose los dedos. «Angelote —dijo a Ezequiel apenas se quedaron solos—, ¿cuándo aprenderás a no ser huraño con las señoras? A tu edad yo no las dejaba salir de la tienda sin decirles alguna palabra fina y con aquel... Eres un ganso, y en cuanto ves a una mujer, se te alarga el hocico, te pones colorado y no sabes decir más que mu, mu, como un buey que no ha salido de la dehesa... ¡Y que no son poco lindas la madre y la hija!... No sabría uno con cuál quedarse si le dieran una de las dos... La madre es hija de un señor de Pez que tuvo la contrata de conducción de caudales. Casó con el coronel Villaescusa, que ahora irá para general... Conozco bien a esta familia... El coronel y su hermana Mercedes, casada con Leovigildo Rodríguez, son primos carnales de nuestro amigo Centurión, que acaba de salir de aquí... Pues la niña es una flor... ¿no te parece que es una flor?... Se llama Teresita. Ya viste con qué ojos tan tiernos me miraba, y qué cuchufletas tan graciosas me decía, ji, ji, ji... Y tú, grandísimo pavo, te quedaste lelo como un poste cuando la madre te pasó los dedos por la cara y te dijo: «Zequiel, qué guapín eres.»

III

No vuelve a mentar Clío a nuestro buen Centurión hasta la página en que nos cuenta la entrada de Espartero en Madrid, por la Puerta de Alcalá, entre un gentío loco de entusiasmo, que le bendecía, le aclamaba y le llevaba medio en vilo con coche y todo. A pie iba Centurión junto a la rueda trasera, puesta la mano en la plegada capota, dando al viento, con toda la violencia de su voz estentórea, los gloriosos nombres de Luchana, Peñacerrada y Guardamino, emprendiéndola luego con la Libertad, la Soberanía del Pueblo y otras invocaciones infalibles para enardecer a las multitudes. El caudillo de los patriotas, cuando los vaivenes del océano de personas detenían el coche en que navegaba, se ponía en pie, sacaba y esgrimía la espada vencedora, y soltando aquella voz tonante, sugestiva, de brutal elocuencia, con que tantas veces arrastró soldados y plebe, lanzaba conceptos de una oquedad retumbante, como los ecos del trueno, con los cuales a la turbamulta enloquecía y la llevaba hasta el delirio... Reaparece luego Centurión cuando Espartero y O’Donnell se dieron el célebre abrazo en el balcón de la casa donde fue a vivir el primero, plazuela del conde de Miranda. Detrás de los dos generales invictos se veía, entre otros paniaguados, la imagen escueta de Centurión, derramando de sus ojos la ternura, de sus labios una alegría filial, dando a entender que allí estaba él para defender a su ídolo de cualquier asechanza. Cuenta la Musa que el buen señor se constituyó en mosca de don Baldomero, acosándole sin piedad a todas horas, hasta que su pegajosa insistencia logró del caudillo el anhelado nombramiento en la Obra Pía de Jerusalén.

Daba gusto ver la Gaceta de aquellos días, como risueña matrona, alta de pechos, exuberante de sangre y de leche, repartiendo mercedes, destinos, recompensas, que eran el pan, la honra y la alegría para todos los españoles, o para una parte de tan gran familia. Capitanes generales, dos; tenientes generales, siete, y por este estilo avances de carrera en todas las jerarquías militares, sin exceptuar a los soldados rasos, aliviados de dos años de servicio. ¡Pues en lo civil no digamos! La Gaceta, con ser tan frescachona y de libras, no podía con el gran cuerno de Amaltea que llevaba en sus hombros, del cual iba sacando credenciales y arrojándolas sobre innumerables pretendientes, que se alzaban sobre las puntas de los pies y alargaban los brazos para alcanzar más pronto la felicidad. La Gaceta reía, reía siempre, y a todos consolaba, orgullosa de su papel de Providencia en aquella venturosa ocasión. Y no era menor su gozo cuando prometía bienaventuranzas sin fin para el país en general, anunciando proyectos, y enseñando las longanizas con que debían ser atados los perros en los años futuros. La Gaceta tenía rasgos de locura en su semblante iluminado por un gozo parecido a la embriaguez. Diríase que había bebido más de la cuenta en los festines revolucionarios, o que padecía el delirio de grandezas, dolencia muy extendida en los pueblos dados al ensueño, y que fácilmente se transmite de las almas a las letras de molde.

Era de ver en aquella temporadita el súbito nacimiento de innumerables personas a la vida elegante o del bien vestir. Se dice que nacían, porque al mudar de la noche a la mañana sus levitas astrosas y sus anticuados pantalones por prendas nuevecitas, creyérase que salían de la nada. La ropa cambiaba los seres, y resultaba que eran tan nuevos como las vestiduras los hombres vestidos. El cesante soltaba sus andrajos, y mientras hacían negocio los sastres y sombreros, acopiaban los mercaderes del Rastro género viejo en mediano uso. Y a su vez, pasaban otros de empleados a cesantes por ley de turno revolucionario, que no pacífico. Alguna vez había de tocar el ayuno a los orgullosos moderados, aunque fuera menester arrancarles de las mesas con cuchillo, como a las lapas de la roca.

El observador indiferente a estas mudanzas entreteníase viendo pasar regocijados seres desde la región oscura a la luminosa, entonando canciones anacreónticas o epitalámicas, y sombras que iban silenciosas desde la claridad a las tinieblas. Al gran Sebo le veíamos salir de su casa después de comer, bien apañadito de ropa, llevando entre dos dedos de la mano derecha un puro escogido de cuatro cuartos, que fumaba despacio, procurando que no se le cayera la ceniza, y a su oficina de Gobernación se encaminaba, saludando con benévola gravedad a los amigos que le salían al paso. Poco trecho recorría Centurión desde su casa de la calle de los Autores hasta Palacio, bajando por la Almudena y atravesando el arco de la Armería, sin encontrar amigos o comilitones que en tan desamparado lugar le saliesen al encuentro para pedirle noticias de la cosa pública. Mejor era así, pues se había impuesto absoluta discreción... Atento a la dignidad más que a vanas pompas, limitose, en la cuestión indumentaria, a lo preciso y estrictamente decoroso, y pensó en mejorar de vivienda, cambiando el mísero cuarto de la Cava de San Miguel por una holgada habitación en la calle de los Autores, casa vieja, pero de anchura y espacio alegre, con vista espléndida al Campo del Moro. Allí se instaló por gusto suyo y principalmente por el de su mujer, que como andaluza hipaba por las casas grandes bañadas de aire y luz. El primer cuidado de la mudanza fue la conducción de tiestos. Los dos balcones de la Cava de San Miguel remedaban los pensiles de Babilonia; diversidad de plantas en macetas, cajones y pucheros, entretenían a doña Celia, que tal era el nombre de la señora, ocupándole horas de la mañana y de la tarde en diversas faenas de jardinería y horticultura. Los cuatro balcones de la calle de los Autores, abiertos al Oeste, dieron amplitud y mayor campo a su dulce manía, y lanzándose a la arboricultura, con el primer dinero que le dio Centurión para estos esparcimientos compró una higuera, un aromo y un manzano, que con la arbustería formaban, a las horas de calor, una deliciosa espesura de regalada sombra.

En su nueva casa, visitado de pocos y buenos amigos, veía Centurión pasar la Historia, no sin tropiezos y vaivenes en su marcha, a veces precipitada, a veces lenta; vio la salida de la reina Cristina, de tapujo, pues los demagogos querían, si no matarla, darle una pita horrorosa, homenaje a su impopularidad; vio cómo se establecía la Milicia Nacional, de lo que sacaron fabulosas ganancias los fabricantes y almacenistas de paños por la enorme confección de uniformes; vio y leyó el Manifiesto que hubo de largar Cristina desde Portugal, quejándose de que la Nación la había tratado como a una mala suegra, y augurando calamidades sin fin; vio entrar en España huésped tan molesto como el cólera morbo; asistió a la apertura de las nuevas Cortes, que eran, para no perder la costumbre, Constituyentes y todo; vio a Pacheco salir del Ministerio de Estado, sustituyéndole don Claudio Antón de Luzuriaga, lo que no le supo mal, por ser este un buen amigo que le estimaba de veras; y lamentó, en fin, los motines con que el loco año 54 se despedía, desórdenes provocados en unos pueblos por la inquieta Milicia, en otros por ella reprimidos.

A medida que prosperaban los árboles en los balcones de doña Celia, Centurión se iba sintiendo más inclinado al orden, y más deseoso de la estabilidad política, tomando en esto ejemplo del reino vegetal y de la Madre Naturaleza, que con lenta obra arraiga las plantas, protege la savia y asegura flores y frutos. La moderación se posesionaba de su alma, y garantida por el empleo la vida física, se sentía lleno de la dulce y fácil paciencia, que es la virtud de los hartos. Quería que todos los españoles fuesen lo mismo, y renegaba de los motines, no viendo en ellos más que una insana comezón, conatos de nacional suicidio. ¡Cuánto mejor y más práctico que estuviéramos tranquilos los españoles, disfrutando de las libertades conquistadas, y esperando en calma la Constitución nueva que iban a darnos los conspicuos!... Pensando en esto todo el día, por las noches solía tener el hombre pesadillas angustiosas; soñaba que Espartero y O’Donnell se tiraban al fin los trastos a la cabeza, como decían los profetas callejeros, y venía el temido rompimiento. Con imaginario peso sobre el buche y tórax, don Mariano no podía respirar. Era una barra de plomo, y la barra de plomo era la espada de Lucena, vencedora de la de Luchana. O’Donnell triunfante reía como un diablo de los infiernos irlandeses, con glacial cinismo, entreteniéndose en limpiar los comederos de todos los esparteristas habidos y por haber. Despertaba el hombre sobresaltado, clamando: «¡Ay, que me ahogo!... ¡Quítate... O’Donnell!...» Y aun despierto persistía la sensación de horrible pesadumbre sobre el pecho. A los gritos del buen señor se despabilaba doña Celia, y sacudiendo a su esposo por el brazo de este que tenía más próximo, le decía: «Mariano, ¿qué es eso?... ¿El dolor en el vacío... la opresión en el pecho?

—Sí, mujer... Es este O’Donnell...

—¿Qué O’Donnell?

—La opresión, hija. La llamo así porque... ya te lo expliqué la otra noche... Dame friegas... Aquí... la opresión se me va pasando, pero el miedo no... Veo la gran calamidad del Reino, el rifirrafe entre estos dos caballeros. El uno tira para la Libertad, el otro para el Orden... Adiós, revolución bendita; adiós, principios; adiós, España... Y todo para que vuelva el perro moderantismo... El atizador de estas discordias... por la cuenta que le tiene... Vaya, no friegues más. Duérmete, pobrecilla.

—Cuando me despertaron tus ayes —dijo doña Celia requiriendo el rebozo—, soñaba yo que uno de mis jacintos echaba un tallo muy largo, muy largo...

—¡Muy largo! —murmuró don Mariano cerrando los ojos y arrugando su faz—. Ese largo es O’Donnell.

—¿Sueñas otra vez?

—No sueño... pienso.

—No pienses... Oye, Mariano: treinta y dos capullos tiene mi rosal pitiminí... y ya han echado la primera flor los ranúnculos de Irlanda.

—¡Irlanda... O’Donnell!

—¿Qué tiene que ver?... Duerme... yo también... Me levantaré temprano para limpiar los rosales, sembrar más extrañas, y recortar el garzoto blanco.

—Blanco es O’Donnell... El hombre blanco y frío... Duerme, Celia. Yo no puedo dormir... Pronto amanece. Oigo cantar gallos... Su grito dice: «¡O’Donnell!...»