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Benito Pérez Galdós

Episodios nacionales III
Los Ayacuchos

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9007-299-8.

ISBN ebook: 978-84-9007-215-8.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 9

La obra 9

I 11

II 16

III 21

IV 29

V 35

VI 38

VII 44

VIII 49

IX 53

X 57

XI 64

XII 69

XIII 74

XIV 79

XV 83

XVI 89

XVII 96

XVIII 102

XIX 106

XX 112

XXI 115

XXII 120

XXIII 125

XXIV 127

XXV 129

XXVI 138

XXVII 144

XXVIII 149

XXIX 152

XXX 158

XXXI 163

XXXII 169

XXXIII 174

XXXIV 178

XXXV 180

XXXVI 184

XXXVII 187

XXXVIII 192

Libros a la carta 195

Brevísima presentación

La obra

Los Ayacuchos es la novena novela de la tercera serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós.

En esta obra, Galdós vuelve de nuevo a la estructura epistolar que ya ha utilizado en otras novelas anteriores. Estamos en los años 1841-1843, y Fernando Calpena, protagonista de buena parte de las anteriores novelas de esta tercera serie, emprende la búsqueda desesperada de su amigo Santiago Ibero, a quien ya habíamos conocido en la anterior novela Montes de Oca, desde Madrid a Barcelona.

Los Ayacuchos fue el sobrenombre que recibieron algunos de los militares que participaron en la batalla de Ayacucho (Perú, 1824) y que a su vuelta a España tuvieron un papel importante en la política patria durante el reinado de Isabel II. Concretamente, el ayacucho por excelencia fue el general Baldomero Espartero, duque de la Victoria, pieza fundamental en la victoria frente a los carlistas y posterior regente, tras la breve renuncia de la madre de Isabel, la reina María Cristina.

El motivo de la búsqueda de Calpena es el encargo que Demetria, ya por fin su prometida, le hace como condición indispensable para poderse casar.

Y todo ello con el trasfondo de la revuelta de Barcelona contra la política librecambista del regente Espartero, revuelta que será ahogada con el bombardeo de la ciudad desde Montjuïc, ordenado por el capitán general Van Halen.

La novela acabará felizmente con la doble boda de Fernando y su amigo Santiago con Demetria y su hermana pequeña, Gracia, respectivamente.

I

In diebus illis (octubre de 1841) había en Madrid dos niñas muy monas, tiernas, vivarachas, amables y amadas, huérfanas de padre, de madre poco menos, porque ésta andaba como proscripta en tierras de extranjis, con marido nuevo y nueva prole, y aunque se desvivía por volver, empleando en ello las sutilezas de su despejado entendimiento, no acertaba con las llaves de la puerta de España. Vivía la parejita graciosa en una casa tan grande, que era como un mediano pueblo: no se podía ir de un extremo a otro de ella sin cansarse; y dar la vuelta grande, recorriendo salas por los cuatro costados del edificio, era una viajata en toda regla. Subiendo de los profundos sótanos a los altos desvanes, se podían admirar regiones y costumbres diferentes en capas sobrepuestas, distintos estados de sociedad que encajaban unos sobre otros como las bandejas de un baúl mundo. En la bandeja central, prisioneras en estuches, vivían las dos perlas, apenas visibles en la inmensidad de su albergue.

La magnitud de éste daba a las niñas idea vaga de la grandeza de su familia, que era, como puede suponerse, de las más linajudas, y así lo pensaban, pues si en el albor de sus inteligencias creían que todas las casas del pueblo eran como la suya, no tardaron en comprender que la de ellas era, con gran diferencia, mucho mayor que todas, y más bonita por dentro y por fuera. A falta de padres, rodeábalas muchedumbre de personajes vistosos, de damas bien emperifolladas, de hombres muy graves con toda la ropa bordada de oro, y no se podían contar las tropas lindísimas que fuera y dentro de la mole palatina se congregaban día y noche para custodiar a las nenas, por donde venían éstas en conocimiento del valor y mérito de sus personitas, y adquirían el sentido de la realeza. Los primeros destellos de la razón llevaron a sus entendimientos la idea de que en derredor suyo existía mucha, mucha gente que las amaba. Y por ellas se trabó años atrás una espantosa guerra: ¡como que había también regular porción de gente que no las quería nada! Su natural viveza y la intensidad de vida histórica que las rodeaba fueron parte a que se despabilaran pronto; todo lo entendían, y apoderada de sus cerebros la idea de Nación, participaron de las tristezas y alegrías de ésta. Con las primeras oraciones aprendieron los himnos que en loor de ellas cantaban los pueblos. «Me parece —dijo la hermanita menor a la mayor, después de oír cantata o recitación de poesías—, que eso de soles de inocencia lo dicen por nosotras.» Y la mayor: «Claro que con nosotras va todo eso. Lo de augustos ángeles lo dicen por las dos, y lo de iris de paz por mí sola... porque a ti no te llaman iris...»

La historia de España durmió con ellas en las doradas cunas, y tomaba, para penetrar mejor en el entendimiento y adherirse a la voluntad de las regias niñas, la forma y ademanes tiesos de las lindas muñecas con que jugaban. Aprendieron a leer más pronto que otras criaturas de su misma edad, y deletrearon los emblemas liberales, interpretándolos como el mimo que todo un pueblo les daba, o como el cariñoso arrullo para que se durmiesen. Tuvieron por coco al faccioso, uno a quien llamaban Pretendiente, y como a libertadores paladines de cuentos de hadas vieron a Córdova y Espartero, a León y O’Donnell, caballeros fantásticos que corrían por los aires montados en hipogrifos, y volvían trayendo sartas de cabezas facciosas. Nunca llegaron a creer que su causa se perdía, pues en las horas de desaliento oían coros populares en que se ensalzaba la virtud del nombre de Isabel, mágico emblema que levantaba las piedras contra la Pretensión, y abría los abismos en que se hundía el monstruo rebelde. Se criaban y crecían en medio de una atmósfera poética, compuesta de marciales cánticos, y en su infantil imaginación veían adornados de rosas y claveles los fusiles de la tropa. Lloraban de gozo cuando veían a las multitudes acercarse a la casa grande cantando al paso de la marcha, y si la muchedumbre era de chiquillos, cosa frecuente, no era menor su alegría. La Milicia Nacional no les agradaba menos que la tropa, pues si ésta sobresalía por su marcialidad, aquélla daba los vivas con un ardor que hacía mucha gracia. De los enredos políticos, subidas y bajadas de ministros, no se enteraban, porque de estas cosas no les decían una palabra los palaciegos. Conocían a Mendizábal por sus largas levitas, al duque de Frías por su peluca, a Toreno por su elegancia, a Montes de Oca por sus bonitos ojos, a Calatrava por sus blancas patillas, y no podían hacer mayores distinciones. Los motines y disturbios ruidosos, desde el de La Granja en 1836 hasta el de Barcelona en 1840, solo fueron para las niñas rumores ininteligibles, en que no fijaban su voluble atención. La historia viva no hizo impresión en ellas hasta los sucesos de Valencia, que hubieron de tomar en su mente color muy vivo por causa de la partida de la reina mamá. Era la primera vez que la lección histórica les dolía, y con el dolor se les quedó presente. No entendían por qué se embarcaba su madre, dejándolas aquí, y al ver llorar a toda la gente de Palacio, eran un mar de lágrimas. La princesa no tenía consuelo. Isabelita, que ya cumplía diez años y era muy precoz, comprendió mejor que su hermana la grave mudanza, y charlando las dos sobre ello, le decía: «No seas tonta; no es para que llores tanto. Yo también lloro, ya lo ves. Pero me hago cargo de que cuando mamá nos deja es porque así debe ser. Ya volverá. Espartero también nos quiere mucho; ya lo sabemos. Mamá nos deja encargadas a Espartero y a la Milicia Nacional, que es muy buena, pero muy buena.»

Viéronse victoreadas con mayor estrépito que nunca en su viaje de Valencia a Madrid, y en la capital los milicianos hicieron locuras, igualando en sus demostraciones de entusiasmo a Espartero y a las niñas. Entraron de nuevo en la casona grande, y no pasó mucho tiempo sin que se manifestara un cambio de costumbres y renovaciones del personal. Muchas damas salieron, entraron otras, y hasta en la baja servidumbre vieron las pequeñuelas sustitución de unas caras por otras. De aquí sobrevino cierta relajación en los estudios, lo que a ellas no les causó gran enfado, porque estudiando poco tenían más tiempo para jugar. Pudieron enterarse entonces de lo que eran periódicos, que habían visto más de una vez en manos de damas y gentileshombres, sin lograr que se les permitiese leerlos. Algunos llegaron al fin a poder de las niñas, y los leían, sin encontrar en lo más sustancial de ellos nada que las divirtiera, pues aquel continuo tratar de si venían o no venían las Cortes, maldito lo que les interesaba. ¿Qué eran las Cortes y por qué se hablaba tanto de ellas? Isabelita empezó a comprender que no eran cosa de juego, y que había dado y aún darían mucha guerra. En la historia de España que su maestro les iba enseñando a sorbitos, no se decía claramente lo que las Cortes significaban: de las antiguas se hacía mención; pero a la vista saltaba que aquellas Cortes eran de otro costal. La institución moderna que con aquel nombre designaban los periódicos, escribiendo acerca de ello interminables parrafadas, continuaba nebulosa para las regias alumnas, porque el librito de Historia no decía nada de elecciones, ni de diputados que pedían la palabra, ni de la razón y objeto de aquel diluvio de retórica; no traía más que hazañas de caballeros, los hechos gloriosos de los reyes, guerras sin fin por pedazos gordos y a veces por piltrafas de reinos, y los casamientos de estos príncipes con aquellas princesas, de donde venían paces, cuando no guerras más encarnizadas.

Llegaron por fin días en que Isabelita, bastante inteligente para saber medir los vacíos de su instrucción, y ansiando acortar el inmenso campo de lo que ignoraba, dirigía preguntas mil a las personas de su elevada servidumbre: «Y estas Cortes, ¿qué harán ahora? ¿Van a poner otra Regencia? ¿Qué es eso de la una y la trina? Y de Espartero, ¿qué? ¿Gobernará trinando, como gobernaba mamá, hasta que yo sea grande y pueda gobernar sola?

Rodaron los días hasta que en uno de ellos vieron las niñas que era aclamado el duque de la Victoria, y que andaban por Madrid milicianos y pueblos con músicas, cantando los himnos de costumbre. Menos mal si siempre se destacaba entre la gritería el mágico nombre de Isabel. Luego se presentó Espartero en Palacio, de gran uniforme; rodeábanle sin fin de personajes de la milicia y de lo civil, relucientes de bordados y cruces, y entre ellos, muchos de casaca negra, que debían de ser los de las Cortes. Vestidas las nenas de ceremonia, Espartero les besó la mano, y sonaron vivas. ¡Cómo las querían todos! Había venido Isabel al mundo con buena estrella: benéficas hadas rodearon su cuna y después su dorada camita de niña mayor. ¡Feliz ella, destinada a ser reina de tal pueblo, y feliz el pueblo que se encontraba con aquel iris de paz después de tantas cerrazones y tempestades!

Pasado algún tiempo, que las regias señoritas no podían precisar, se personó en Palacio un señor viejo, alto, amarillo, con unas patillucas cortas, el mirar tierno y bondadoso, el vestir sencillísimo y casi desaliñado, sin ninguna cruz ni cintajo ni galón. Era don Agustín Argüelles, elegido por las Cortes tutor de las hijitas de Fernando VII. ¡Y que no había visto poco mundo aquel buen señor! condenado a muerte por el padre, al cabo de los años mil las Cortes le nombraban padre legal de las huérfanas. ¡Qué vueltas daba el mundo! En pocos años celebró cuartas nupcias el déspota; le nacían dos hijas; reñía con su hermano; reventaba después, aligerando de su opresor peso el territorio nacional; renacían las Cortes odiadas por el Rey; surgía una espantosa guerra por los derechos de las dos ramas; vencía el fuero de las hembras; muerto el oscurantismo, lucía el iris con los claros nombres de Libertad e Isabel, y el que mejor había personificado la resistencia del pueblo a las maldades y perfidias del monstruo, entraba en Palacio investido de la más alta autoridad sobre las criaturas que representaban el principio monárquico. Sorprendió a éstas la extremada sencillez de su tutor, que más que personaje de campanillas parecía un maestro de escuela; pero éste no tardó en cautivarlas con su habla persuasiva, dulce, algo parecida al sonsonete de los buenos predicadores. Decía cosas muy bonitas, enalteciendo la virtud, el respeto a la ley, el amor de la patria y la unión feliz del Trono y la Libertad. Su palabra, educada en la tribuna y más diestra en la argumentación de sentimiento que en la dialéctica, iba tomando, con el decaer de los años, un tonillo plañidero; su voz temblaba, y a poquito que extremase la intención oratoria se le humedecían los ojos. Naturalmente, las Reales criaturas, cuya sensibilidad se excitaba grandemente con el ejemplo de aquel santo varón, concluían por echarse a llorar siempre que Don Agustín a la virtud las exhortaba con su tono patético y la bien medida cadencia de su fraseo parlamentario, hábilmente construido para producir la emoción. Y no podían dudar que le querían: él se hacía querer por su bondad simplísima y por el aire un tanto sacerdotal que le daban sus años, sus austeras costumbres, su dulzura y modestia, signos evidentes de su falta de ambición. Caracteres hay refractarios al disimulo, y que en sus fisonomías llevan el verídico retrato del alma; a esta clase de personas pertenecía don Agustín Argüelles, del cual sus enemigos pudieron decir cuanto se les antojó, pero a una le señalaron todos como ejemplo de un desinterés ascético, que ni antes ni después tuvo imitadores, y que fue su culminante virtud en la época de la tutoría y en el breve tiempo transcurrido entre ésta y su muerte. Baste decir, para pintarle de un rasgo solo, que habiéndole señalado las Cortes sueldo decoroso para el cargo de tutor de la reina y princesa de Asturias, él lo redujo a la cantidad precisa para vivir como había vivido siempre, con limitadas necesidades y ausencia de todo lujo. Se asustó cuando le dijeron que el estipendio anual que disfrutaría no podía ser inferior al del intendente de Palacio, y todo turbado se señaló la mitad, y aún le parecía mucho. Cobraría, pues, la babilónica cifra de noventa mil reales.

Pero si no le seducían las riquezas, su ánimo no podía librarse de la vanagloria tribunicia, ni su orgullo podía satisfacerse con otros lauros que los ganados en las Cortes. No en balde había visto nacer el Sistema, figurando en nuestras asambleas deliberantes desde la gloriosa aurora del 12, pasando por los torneos admirables del Trienio, renaciendo en el Estatuto después de la emigración, y en las tumultuosas Cortes de la Regencia. Había llegado a ser el patriarca parlamentario, y no sabía vivir fuera del templo y sacristía de aquella religión. En las postrimerías de su laboriosa existencia, su apego a la vida del Parlamento era tal, que se consideraba hombre perdido si le obligaban a cambiar por la tutoría la grata rutina de oír y pronunciar discursos. Aceptó el honroso cargo con la condición precisa de seguir presidiendo las Cortes. No quería sueldos, honores ni cruces: no quería más que hablar. Por su elocuencia, que en los albores del Régimen arrebataba, le llamaron Divino. La posteridad ha dejado prescribir aquel mote, fundado en vanas retóricas, y le ha puesto marca mejor: la de su honradez, que ciertamente en tales tiempos y lugares no parecía humana.

II

Estaba de Dios que las pobres niñas vieran cada día nuevas caras en su mansión regia, pues a poco de ser declaradas pupilas del orador asturiano, hicieron conocimiento con Doña Juana de Vega, condesa de Mina, señora gallega, notoria por sus virtudes y grande ilustración. Designada para el cargo de aya de la reina y princesa, resistió con protestas vehementes la aceptación, temerosa de ahogarse en la atmósfera palatina. Pero al fin, los primates del partido lograron convencerla, y con su entrada en Palacio se alborotó el gallinero, como suele decirse; que en lo grande como en lo chico, las mismas causas traen iguales efectos. Marquesas y condesas de la antigua servidumbre se conjuraron para presentar sus dimisiones in solidum, con lo que creían poner al Gobierno en un grave conflicto. Bien se vio en ello una intriga de los retrógrados, que se tenían por irremplazables en el mangoneo de Palacio, y por depositarios exclusivos de la influencia en la voluntad, no formada todavía, de la reina niña. No les salió el juego tan terrorífico como esperaban: aceptadas fueron las dimisiones, y todo se redujo a buscar por Madrid damas que sustituyesen a las antiguas. Saludable política era ésta, y el despejo de la atmósfera debía facilitar la educación nacional de las niñas; pero a éstas no les hizo gracia el cambio de personal, porque tenían muy arraigadas sus afecciones, y el paso de las viejas a las nuevas les costaba no pocas lágrimas. Con palabra grotesca decía un grave personaje coetáneo, buena cabeza, lengua detestable, que ya se irían jaciendo. En efecto, se jacían a las nuevas amistades y cariños con la fácil adaptación de la infancia; y para que no extrañaran demasiado el cambio de escena, Argüelles repuso a no pocas personas de la servidumbre moderada, alejando de Palacio a las que se conceptuaban más peligrosas.

Casi al mismo tiempo que la condesa de Mina entró en funciones la nueva camarera mayor, marquesa de Bélgida, y poco después, don Manuel José Quintana, nombrado ayo y director de estudios. La primera impresión de las niñas no fue la mejor, porque le encontraron muy feo; pero no tardaron en congraciarse con él y en hacerse sus amiguitas. El gran poeta se pasaba insensiblemente las horas departiendo con las regias chiquillas, atento al examen de sus caracteres y a las cualidades o defectos que en ellas apuntaban. En ambas halló bien manifiesta la sensibilidad: en Isabel particularmente, la nobleza del corazón y los arranques gallardos y generosos; en Luisa Fernanda, mayor reserva en la manifestación de los mismos sentimientos, como si les impusiera el freno de la razón; en Isabel, suma espontaneidad, franqueza grande, que llegaba hasta la fácil confesión de sus yerros cuando los cometía; en Luisita, mayor capacidad para asimilarse el convencionalismo social. Pensó que en la crianza de Isabel, nuestra reina constitucional, era forzoso desarrollar mayor reflexión a expensas de la espontaneidad generosa; infundirle el sentimiento claro de las funciones neutrales y del criterio sintético del Rey en el flamante Sistema; hacerle sentir vivamente la justicia, la equidad y la tolerancia de todas las opiniones, sin abrazarse con ninguna. Esto pensaba, y esto emprendería con paciencia y entusiasmo, si le dejaban. Necesitaba para ello tiempo y facultades amplísimas. Si contribuyó a la implantación del Régimen en la esfera representativa y popular, tendría la gloria de completar la maravillosa maquinaria, dotándola de su rueda más importante: el Rey. Materiales excelentes le deparaba Dios para su obra.

¿Era esto una ilusión de poeta? El que amaestrado había su espíritu, con supremo arte, en la fabricación de robustos versos pindáricos u horacianos, bien podía equivocarse soñando con el artificio de una organización política del más puro abolengo inglés. Mientras Quintana, en su ruda labor poética, forjaba el yunque y retorcía las voces y cláusulas del Romancero para componer odas, que eran el asombro de los académicos y que el pueblo no entendía ni gozaba, en otras manifestaciones literarias de la época, no menos lucidas, podía observarse que la lengua se rebelaba contra la esclavitud, rompía las cadenas pindáricas, y se volvía con gozosos brincos al Romancero, así como se escapaba del potro inquisitorial de la tragedia clásica para refugiarse en las amenas regiones del drama español y caballeresco. Pues si esto pasaba en literatura, bien podía la política reservarnos sorpresa igual en los desenvolvimientos futuros del Sistema; esto es, que la materia, o más bien los materiales, se rebelaban, se escabullían, no querían servir. Si era forzoso vivir a la moderna, ¿por qué los caballeros de 1812 y de 1820, en vez de estudiar la reforma en la emigración, no la estudiaban en el terruño patrio?

No le pasaban por las mientes estos recelos al bueno de don Manuel José Quintana, empapado, como padre de la criatura, en las ideas llamadas doceañistas, y entreveía un porvenir político venturoso. La Providencia nos había dado una cría de Rey en la cual resplandecían todas las cualidades de la raza española, y no era floja ventaja que la cría estuviera en poder de la Nación desde su edad temprana, coyuntura feliz para que la misma Nación a su gusto la moldeara, sin maléficos influjos de otros principillos ni de palaciegos del ominoso régimen.

Si algo había en la Reinita que le desagradaba, era ciertamente de un orden secundario: resabios, desenvolturas infantiles fáciles de corregir. En cambio, encantábale su escaso apego a las grandezas de pura vanidad, su gusto de la vida popular, la simpatía con que miraba a los humildes, a los pobres, a los que vivían de un honrado trabajo. Al propio tiempo, su amor al pueblo despertaba en ella el gusto de toda manifestación artística del genio español en las bajas esferas de la canción y del baile; y aunque estos pueriles entusiasmos debían corregirse o templarse, eran hermosos como síntoma y merecían un cultivo inteligente. Luego vendría la dignidad real a moderar el excesivo gusto de las cosas plebeyas, y la completa educación artística le enseñaría ideales más elevados que las malagueñas, el vito y la cachucha... En fin, que estábamos de enhorabuena: poseíamos una tierna plantita de soberana, y la Nación no tenía que hacer más que poner a su lado buenos jardineros para criarla lozana y dirigirla derecha.

No era tiempo aún de enseñar a la reina la teoría y práctica del mecanismo constitucional. Su inteligencia no estaba preparada para conocimientos tan sutiles; antes había que perfeccionarla en los estudios elementales, y aleccionarla en la historia general, pues la española no bastaba ciertamente para el caso, como escuela de la arbitrariedad y del absolutismo. En tanto que esta grave enseñanza se disponía, era forzoso atender a la instrucción primaria, que don Manuel José encontró en las niñas muy débil, por el abandono y mala dirección de los años pasados. Lo primero que hizo fue organizar, de acuerdo con la condesa de Mina, un plan de lecciones y un método de trabajos que permitieran ganar el tiempo perdido por las regias educandas. Verdad que éstas no eran un modelo de subordinación; a lo mejor se pronunciaban no solo contra el nuevo plan de estudios, sino contra los maestros fastidiosos y prolijos que les puso Quintana, y no había en Palacio quien osara someterlas a rigurosa disciplina. La etiqueta y la enseñanza no andaban muy acordes, y tanto la autoridad del tutor como la del ayo se detenían balbucientes en los límites del respeto que las nietas de cien reyes les imponía. La condesa de Mina era la mejor domadora; pero en casos de rebelión declarada no tenía más remedio que doblegarse y dejar a las chiquillas que hicieran lo que les daba la gana. Valíase Quintana de los arbitrios más ingeniosos para hacer estudiar a unas criaturas contra cuya desaplicación no cabían castigos ni severidades; las entretenía con amenos discursos, con ejemplos, apólogos y parábolas que sacaba de su cabeza, y hacía que se enfadaba, y se ponía muy afligido, como si le ocurriese una desgracia. Algo conseguía con esto, porque las chicuelas eran de buena índole; pero no se las podía llevar más allá de su propio gusto, y cuando estallaba el pronunciamiento con todos los caracteres de brutalidad y de insolencia de esta enfermedad nacional, ¿quién era el guapo que intentaba restablecer el orden?

Y mientras el cantor de la imprenta pasaba estas fatigas, el divino Argüelles padecía crueles tormentos por la endiablada cuestión del personal palatino, que resultaba la más grave que a un estadista pudiera ofrecerse. Loco le traían los empleados salientes y los entrantes, y en un solo día recibió el buen señor cartas, peticiones, memoriales y anónimos con que se podría cargar un carro. Los servidores despedidos ponían el grito en el cielo, declarándose víctimas de una clasificación injusta, pues no eran moderados ni cosa tal. Aseguraban que los de la cáscara amarga, los más afectos a Cristina y al oscurantismo, habían conseguido, con hipócritas manejos, quedarse dentro, y a los buenos y leales se les había quitado el garbanzo. A este rebullicio se unían los clamores de la gente nueva, que solicitaba puestos en Palacio, alegando lo conveniente que sería para las instituciones una servidumbre exclusivamente reclutada entre las filas del Progreso. Decía don Agustín que manejar todos los Ministerios y conducir bajo una sola rienda todo el personal administrativo de España era tarea más fácil que gobernar la casa del Rey.

Siempre que visitaba a las nenas exhortábalas al estudio, pidiéndoles, casi con lágrimas en los ojos, que fuesen aplicaditas. España esperaba de ellas días gloriosos, y para corresponder a la idolatría de la Nación era preciso que se esmeraran en la escritura y tuvieran mucho cuidado con la ortografía... ¿Qué cosa más fea que una reina ignorante de dónde se ponen las haches y dónde no? Pues la Aritmética también les era necesaria, pues aunque las testas coronadas no tienen que andar en enredos de cuentas, deben saber cómo las hacen los intendentes, para no dejarse engañar. De la Gramática, ¿qué había de decirles, sino que en ella verían la imagen hablada de la Nación? Sin una buena sintaxis no puede un soberano ordenar los discursos que tiene que echar a los embajadores de otros monarcas, ni poner bien una carta sobre negocios de Estado. ¿Qué dirán los reyes y emperadores de Europa si reciben carta de la reina de España con una mala construcción y un giro defectuoso? En cuanto a la Historia, estudiándola entablaban las niñas mental conocimiento con personas de su propia familia: sus abuelos y tatarabuelos. ¿Qué trabajo les costaba aprenderse de memoria todo el catálogo de reyes, y los nombres de las principales batallas, de los hechos culminantes y gloriosos descubrimientos? Nada más bonito, nada más ameno podían encontrar en letras de molde. Para los chicuelos de Juan Particular se escribían los cuentos comunes, inocente literatura de la infancia. Para las niñas de la Nación se había escrito el más bonito de los cuentos: la historia de España.

Lo mismo Quintana que don Agustín concluían sus cariñosos sermones diciéndole a Isabel que su nombre glorioso la obligaba a emular las virtudes y el talento de la otra Isabel, a quien apellidaron Católica. Todos, hasta los criados, le decían lo mismo. Con ello estaba conforme la hija de Fernando y Cristina, y por su parte procuraría dejar bien puesto el nombre. Preguntaba qué tendría que hacer para dar a su reinado los esplendores del de Isabel I, y nadie le daba respuesta clara... ¡Toma! Pues si los grandes no lo sabían, ella, tan chiquita, ¿cómo había de saberlo?... El cuento era que tenía que hacer algo, algo que llevase la fama de su reinado a los siglos venideros, para que todas las gentes dijesen: «¡Isabel II, ah!...» Pero si no se le presentaban ocasiones de descubrir otras Américas y de conquistar otras Granadas, ¿qué haría? Pues dar muchas limosnas para que no hubiera pobres en el Reino... Dinero no había de faltarle, corazón le sobraba... Pues ¡viva Isabel II!

III

Día tras día, llegaron los de octubre del 41. Respondiendo a voces internas (que en un corazón de once años no faltan cositas que vocear), Isabel se decía: «Tengo que fijarme en todo lo que sucede, para ir viendo, para ir conociendo... Porque a lo mejor, aquí andan a tiros y se revoluciona toda la gente sin que una se entere de nada. ¿Qué es lo que quieren? ¿Por qué andan a la greña unos y otros? Es preciso que yo lo sepa y que tenga mucho cuidado con lo que ocurre. No se me pasará nada, y estaré con mucho ojo para que no puedan engañarme. A los malos habrá que castigarlos, y premiar a los buenos.» Esto lo pensaba en la tarde del 7 de octubre, paseando con su hermanita por lo reservado del Retiro. De regreso a Palacio les dieron de cenar, y luego emplearon un rato en la lección de música, bajo la dirección de la profesora doña Rosario Weiss, que aún no desempeñaba la plaza en propiedad. El maldito solfeo era un aburrimiento para las niñas, y la maestra tenía que desplegar toda su bondad y dulzura para contener la insubordinación que a menudo se manifestaba con síntomas alarmantes. Al fin transigían, compensando la aridez del solfeo con las canciones fáciles, aprendidas de memoria, al piano, música de Iradier, de Basili, de Cuyás o de la misma Weiss, quien empleaba esta enseñanza como prolegómenos del pomposo canto italiano.

Bueno, Señor. Acabáronse las lecciones, y las niñas se acostaron y como ángeles se durmieron, sin advertir que bajo sus almohaditas sonaban mugidos de volcán. Quizás el historiador esté en lo cierto indicando el hecho de que la viva imaginación de Isabel no permitió a ésta un sueño sosegado. Por la tarde había pensado en la necesidad de observar los acontecimientos, en averiguar el porqué de las revoluciones, calentándose los cascos más de la cuenta con este discurrir cosas impropias de su edad. Fue, pues, muy lógico que turbaran su sueño sin interrumpirlo sonidos lejanos o próximos de tiros y zambombazos; como también pudo suceder que en sueños oyese rumor de batalla real, no soñada, no lejos de su dormitorio. Lo que no tiene duda es que al despertar de nada se acordaba. Sorprendidas y aterradas quedáronse las dos niñas cuando la condesa de Mina entró en el dormitorio y les dijo que aquella noche había ocurrido en Palacio un suceso muy grave: nada menos que una batalla en la escalera, entre unos locos que querían entrar y subir, y los alabarderos que supieron cumplir y cortarles el paso. No podía Doña Juana de Vega empequeñecer y desvirtuar la página histórica reduciéndola a las proporciones de un cuento de niños, y a las curiosas preguntas de la reina y la princesa contestó que los tales locos eran generales... ¿Quiénes? Precisamente los más nombrados, los héroes de la última guerra, los Conchas, León, Pezuela... y tras ellos, coroneles, oficiales, alguna tropa... Pero no creyeran las niñas que el intento de éstos era matarlas o hacerles daño material, no: el ciego designio que les había impulsado a tan grande atropello no era otro que coger a la reina y a su hermanita y llevárselas con muchísimo respeto a donde pudieran proclamar caducada la ley que felizmente nos regía, y establecer nueva Regencia. ¡Locos, locos rematados! Pero en el pecado llevaban la penitencia, porque el plan se les deshizo desde que quisieron ponerlo en ejecución, y antes de amanecer ya habían huido todos, escondiéndose cada cual donde pudo. No acababan las niñas de creer que era historia y no cuento lo que oían. La historia nace casi siempre así, adoptando formas de locura o de pueril conseja. Una de las dos hizo observaciones acerca del suceso, mostrando incredulidad, y la otra (no se sabe cuál) quitaba importancia al asunto: «Vaya, que no se enojará poco mamá cuando lo sepa. Se pondrá furiosa.»

Isabel, que aprendiendo iba ya la asimilación de las ideas y las sentía pasar con murmullo grave en torno de su cabecita coronada, expresó con toda formalidad esta opinión: «¿No será todo eso intriga de la Inglaterra?»

Sonrió la condesa ante la ingenuidad y candor de sus discípulas, y añadió que no era la Inglaterra la que andaba en aquel fregado. «Más bien la Francia...» Dio luego explicaciones de lo sucedido. Mientras la tropa y los alabarderos andaban a tiros en la escalera, toda la baja y alta servidumbre se puso en pie, previniéndose para cualquier eventualidad, y los monteros de Espinosa permanecían en la antecámara, decididos a perecer antes que consentir el paso de los sublevados hacia las regias habitaciones. Hubo un momento de desconfianza, de ansiedad, de pánico, pero fue de corta duración; y cuando vieron que la Milicia Nacional rodeaba el Palacio y que no venían nuevas tropas sediciosas a reforzar a las que peleaban en la escalera, ya no dudaron de que la locura sería castigada. Quiso Isabel que la llevasen a la escalera para ver los estragos de la batalla, los cristales rotos, los agujeros que en la pared habían hecho los balazos, las manchas de sangre... pero la condesa no lo permitió. Pronto advirtieron las hermanitas que todo estaba trastornado en Palacio, y que las caras no eran aquel día muy risueñas. En algunas se veía el estupor, en otras el miedo, en muy pocas la confianza. Lo único bueno para las nenas de la Nación en aquel día triste fue que no había clase. Naturalmente, con tan desusados trastornos políticos, ¿quién pensaba en dar lecciones? Lo peor era que no habría tampoco paseo. Se entretendrían con las muñecas, o mirando desde los balcones la tropa que pasaba, la gente que a Palacio acudía, militares que entraban y salían a cada instante; atisbando también el ir y venir de palaciegos por la galería interior, o al través de los luengos pasillos y de la interminable serie de salas, saletas y salones.

A los diferentes conocimientos de las niñas habíase anticipado con singular precocidad el de la etiqueta, y cuando no conocían la Gramática ni la Geografía, y apenas sabían leer y escribir, érales familiar la ciencia de los uniformes, y distinguían admirablemente el carácter oficial de cada sujeto por los galones del casacón que vestía. Del personal de Palacio ningún individuo se les despintaba, en la vastísima escala que desde los servidores mercenarios más humildes asciende hasta los próceres más empingorotados. Muchos nombres sabían, y a falta de ellos aplicaban motes, fundados en las observaciones que de fachas y rostros hacían continuamente, así como de la delgadez o gordura de pantorrillas revestidas de medias rojas, negras o de color de carne. El cambio político que arrojó de Palacio a una gran parte de la servidumbre rancia, llenó los huecos con gente nueva, recomendada por liberales, con lo que se quería renovar la atmósfera y meter en la morada de los Reyes el espíritu del siglo. A muchos de los nuevos tardaron las niñas en conocerles por sus nombres, y más cómodo que aprenderlos era para ellas sustituirlos con remoquetes de su propia inventiva y de significación pintoresca, los cuales se adaptaban fácilmente al tipo a quien eran aplicados. Había un sumiller que para las niñas era el bonito, y un gentilhombre a quien conocían por el patizambo. Con algunos personajes que por razón de su proximidad a las reales personitas las trataban con relativa confianza, subsistió la travesura de los apodos después de conocidos los hombres, y en este caso se hallaba el gentilhombre don Mariano Díaz de Centurión, a quien pusieron el mote de Don Chepe, que habían aprendido en unos versos andaluces de Rubí o de Andueza. Hallábase entonces muy en boga el género andaluz, escenas de mujerío, guapezas de contrabandistas, amores y navajazos, con ceceo y habla macarena. Las niñas sabían de memoria trozos de esta literatura, y en ella encontraron el Chepe, que aplicaron a una persona ceceosa, dicharachera y un poquito cargada de espaldas. El día de que se viene hablando, 8 de octubre, jugaban Isabel y Luisa con sus amiguitas en la estancia interior que da a la galería, cuando vieron pasar por ésta al señor de Centurión. Isabel, que estaba pegando en la vidriera unos muñecos de papel recortado, obra de la niña de Álava, vio al cortesano y le llamó repiqueteando con los deditos en el cristal. Al propio tiempo, Luisa, antes que las dos azafatas de servicio pudieran impedirlo, abrió la otra ventana y gritó: «Chepe, Chepe...»

Aproximose el gentilhombre a la reja, y la primera que le habló fue Isabelita, agraciándole con estas cariñosas palabras: «No te incomodarás si te llamamos Don Chepe. Es una broma.»

—Vuestra Majestad —replicó Centurión doblándose por el espinazo— puede llamarme como guste, y con cualquier nombre que me aplique me tendré por muy honrado.

—¡Qué fino eres, y qué lengua tan graciosa la tuya! Bien sabes que te estimamos. Oye una cosa: la condesa no quiere que salgamos de paseo. ¿Por qué no influyes para que nos deje ir siquiera a la Casa de Campo?

—Don Chepe —dijo Luisa Fernanda sacando sus dos manecitas por la reja—, no seas malo y haz que nos lleven de paseo. Estamos muy aburridas.

—Permítame Vuestra Majestad, permítame Vuestra Alteza que llame su atención sobre la inconveniencia de pasear esta tarde —declaró el cortesano, cuyo ceceo se omite por no molé—. En todo Madrid es grande la inquietud por los gravísimos sucesos de anoche. A la penetración, al buen sentido de Vuestra Majestad y de Vuestra Alteza, no se ocultará que la prudencia nos aconseja no proponer la salida de las reales personas... y menos hacia la Casa de Campo, donde, según la voz pública, se han ocultado más de cuatro pillos, de los que anoche quisieron dar a la patria un día de luto. Tomadas por retenes de tropa están todas las entradas y salidas de la real posesión, y como los ilussos, por no darles otro nombre, que se esconden en aquellos matorrales han de hacer alguna barbaridad en el último rapto de su locura y desesperación, no es prudente andar por allí. Hace un ratito creímos oír tiros hacia aquella parte.

—¡Qué miedo! Tienes razón. Mejor será que nos vayamos al Retiro.

—La más vulgar prudencia nos aconseja que tampoco vayan Su Majestad y Alteza del lado del Retiro, no porque se estime peligroso, pues Madrid no anhela más que aclamar a su querida reina, sino por otras razones. La primera es que el tiempo no es bueno: el cariz del cielo nos anuncia que nos mojaremos pronto. La segunda es que el serenísimo Regente vendrá esta tarde a visitar a Su Majestad y Alteza.

—¿Viene Espartero? Pues nos alegramos mucho.

—Ello será, según oí, después de las cinco, cuando termine el Consejo de los señores ministros. En tanto, si las señoras se aburren, yo les traeré otro romance andaluz, muy bonito...

—Ya hemos leído el de los guapos de Triana. Es precioso. ¡Cómo se parecen a ti en el modo de hablar!

—Los que se parecen —dijo Luisa Fernanda—, son el Curriyo y Media-Oreja, cuando se van al Perché y tiran de las navajas...

—Traeré a las señoras la Feria de Mayrena, descripción en el gusto clásico y castizo, sin perjuicio de la gracia andaluza. Voy por ella.

—Aguárdate un poco, y cuéntanos más cosas de lo de anoche.

—Si Vuestra Majestad me lo permite, le diré que no soy yo el llamado a referir a la reina de las Españas los vergonzosos, los criminales sucesos de que fue teatro anoche el Alcázar de nuestros Reyes. No hay en todita la Historia ejemplo de un atentado semejante. Repito que a mí no me incumbe relatarlo a Vuestra Majestad... Y con la licencia de mi reina, me retiraré, pues no es bien que estemos pelando la pava en esta reja...

—No, no, Don Chepe; no te vayas —dijo Luisita agarrándose con fuerza a los hierros para columpiarse.

—Tenga cuidado Vuestra Alteza... Adiós. Si me dan permiso...

—¡No hay permiso!

¿Qué ez ezto, Zeñó, qué ez ezto?

exclama saliendo Chepe.

Y después dice:

... Zus mersees

han mojao la palabra...

Ez que onde yo la mojo

ni er Papa mezmo ze mete.

—¡Qué feliz retentiva la de Vuestra Majestad y Alteza!... Voy a traerles el otro romance. Y no se descuiden las señoras, que el Regente viene... Pronto las llamarán para vestirlas.

—¿Y tú no nos acompañas, querido Chepe?

—No estoy de servicio... Aprovecho la tarde en escribir a mi familia y amigos.

—¿Y qué les cuentas? Dínoslo...

—¿Les hablas de nosotras?

—Naturalmente. Hablo de la felicidad que Dios ha concedido a España y del glorioso reinado que se aproxima...

—Dios te oiga, Don Chepe —dijo Isabel—. ¡Y no te has acordado de traerme el retrato que me prometiste de Isabel la Católica! El de mi libro de Historia es muy feo, y no da idea de aquella gran reina.

—Pues el mío es muy guapo, y ahora mismo lo traeré... Ea, no más.

—Adiós. ¡Viva Don Chepe!

Iglesia, Mar o Casa Realzambras peladuras de pava,

Lo infructuoso de las gestiones de Marianito en Madrid, y las miserias y desaires que aquí sufrió, le llevaron mansamente a un cambio radical de las ideas que trajo de Andalucía; y habiendo salido de allá con pelo moderado berrendo en absolutista, efectuó la muda tomando la pinta liberal, por ser liberales las únicas personas que le dieron socorro y le mataron el hambre. Su cruel destino empezó a marcar la mudanza favorable en los días del famoso pronunciamiento llamado de septiembre. Un individuo de la Junta le dio un destinillo para que viviera, y González Brabo, a quien había caído muy en gracia, le presentó a personas que le tomaron bajo su protección. Una ilustre dama, cuyo nombre no hace al caso, le recomendó con eficaz empeño a cierto personaje, muy ligado con el duque de la Victoria; y cuando este volvió de Valencia presidiendo el Gobierno-Regencia, fue don Mariano sorprendido con el nombramiento de Gentilhombre del Interior en la Casa Real, con servicio en la Cámara, cerca de las reales personas. Vio el cielo abierto Centurión y se tuvo por el más feliz de los mortales, dando por bien empleados sus anteriores desdichas y humillaciones. Diósele aposento en los altos de Palacio; su trabajo era fácil y de pura ceremonia; veíase entre personas de alta categoría, y soñaba con mayores grandezas y honores, llegando hasta el atrevido ensueño de procurarse un bodorrio con viuda rica, aunque no fuese noble. La nobleza, fuera del aparato externo, representativo de un papel en el mundo, le importaba un comino. Buscaría, pues, con el cebo de su nombre y alcurnia, una consorte rica, a la cual no habría de hacer ascos porque perteneciese a la clase de carniceros o trajinantes enriquecidos. Los tiempos habían cambiado: la libertad y las ideas revolucionarias hacían mangas y capirotes de las antiguas jerarquías, y se estaba formando una sociedad nueva, una flamante aristocracia, cuyo blasón era una onza de oro sobre dos mundos de plata y el lema in utroque invicta.

Como se ha dicho, don Mariano Centurión, apenas llegado a su aposento, bajó sin tardanza para llevar a las niñas lo que les había prometido. Satisfecho del cumplimiento de su deber, libre de servicio aquella tarde, y no teniendo que dar solemnidad con su persona al acto de la visita del Regente, volviose arriba, y despojado de sus galas empezó a tirar de pluma, trazando una carta no breve con esmerado estilo y letra correctísima. No era la primera que a su buen amigo y favorecedor dirigía, ni había de ser la última.