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Mercedes Santa Cruz y Montalvo
Condesa de Merlin

Viaje a La Habana
Prólogo de Gertrudis Gómez de Avellaneda

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9007-003-1.

ISBN ebook: 978-84-9007-004-8.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

Apuntes biográficos de la señora condesa de Merlin 7

Carta I. El espectáculo del mar. La proximidad a la patria 17

Las velas y el vapor. Matanzas, Puerto Escondido, Santa Cruz. Jaruco. La fuerza vieja. El Morro 17

Día 5 de... A las cuatro de la tarde 17

Día 6 a las ocho de la tarde, a la vista de Cuba 18

Día 7 al amanecer 18

Día 7 a las ocho de la mañana 19

Al mediodía 21

Carta II. La cárcel de Tacón. La Habana 23

Aspecto de la ciudad. Santa Clara. Movimiento y fisonomía del puerto. Las calles y las casas 23

El 7 a mediodía 23

El mismo día por la noche 28

Carta III. Interior de la familia 31

Lujo en la mesa. Comida de los criollos. Mi tío el conde de Montalvo. Una fiesta en el campo. Las mujeres y los regalos. Los caminos. El sol de los troncos. La noche en La Habana. El derecho de asilo. Los asesinatos. José María y Pedro Pablo. Los yerros y los bandidos. Las calles por la noche. Paseo de Tacón 31

11 de julio, Habana 31

12 de julio 35

Carta IV. Una ilusión 45

Melomanía de los negros. Aptitud de los habaneros para las artes. Los dos teatros 45

Miércoles en la noche 45

Carta V. De la sociedad habanera 49

Comerciantes y propietarios. La usura. Los monumentos de historia. El Templete. La ciudad vieja y la nueva. La rada. Fiesta de una guarnición. Carácter habanero 49

El domingo a las once de la noche 49

Carta VI. Los guajiros 55

Carta VII. La vida en La Habana 69

Escena nocturna. La muerte. El lujo de los entierros. Los negros de duelo. El cementerio. El obispo Espada. La misa. La catedral. Ensayo de arquitectura indígena. La virgen. Sepulcro de Cristóbal Colón. Santa Helena y Cuba 69

Habana 16 de junio 69

Carta VIII. Las dos veladas 81

Mi pariente el observador. El velorio. El zacateca. Los calzones del muerto. Don Saturio. Velar el mondongo. El lechón. El matador. El zapateado. Costumbres del pueblo, y costumbres rústicas. El desayuno en la finca 81

Habana 18 de junio 81

Carta IX. Costumbres íntimas 91

Las Pascuas 91

Carta X. Un día en La Habana 127

Mediodía. La una. Las seis. La noche. Los quitrines y las volantas 127

Libros a la carta 135

Brevísima presentación

Apuntes biográficos de la señora condesa de Merlin

En medio de las varias causas que se reúnen para impedir que los hijos de Cuba, dotados en general de una viva y brillante imaginación, hayan podido aclimatar, por decirlo así, la literatura en su suelo, puede vanagloriarse de presentar a la Europa un nombre ilustre, que brilla ventajosamente colocado entre los más distinguidos de los escritores contemporáneos.

Las obras de la señora condesa de Merlin, si bien las vemos con disgusto destinadas a enriquecer la literatura francesa, son timbres honoríficos para el país que la vio nacer, y cuyo Sol encendió aquella lozana imaginación, que aunque entibiada algún tanto bajo un cielo extranjero, todavía lanza destellos refulgentes, que sirven a su patria de magnífica aureola.

Desgracia es de Cuba que no florezcan en su suelo muchos de los aventajados ingenios que sabe producir. Heredia vivió y murió desterrado, y apenas llegaron furtivamente a sus compatriotas los inspirados tonos de su lira. La señora Merlin escribe en un país extranjero y en una lengua extranjera, como si favoreciesen diferentes circunstancias la fatalidad que despoja a la reina de las Antillas de sus más esclarecidos hijos.

Sin embargo, aquellas glorias trasplantadas a extrañas regiones no son por cierto inútiles a la patria: no son por cierto ingratas al cielo privilegiado que les dio la vida.

El poeta proscrito cantó en el continente mexicano a la rica perla de sus mares, y entre los tronantes raudales del Niágara resonaron melancólicamente recuerdos tiernísimos del perdido Almendares. La escritora traza a las orillas del Sena cuadros deliciosos de su hermosa patria: en ella piensa, con ella se envanece, a ella consagra los más dulces sentimientos de su corazón, y los rasgos más bellos de su pluma, haciendo envidiar a la Europa el país que produce tan hermoso talento, y el talento que puede pintar tan hermoso país.

La autora de estas líneas, que no intenta disimular su ardiente afecto a éste, ni las vivas simpatías que le inspira aquél, se propone compendiar en algunas páginas las noticias que de sí misma ha dado en sus memorias la distinguida criolla, complaciéndose en tributarla este ligero homenaje, que no menos la debe como amante de la literatura que como apasionada compatriota.

La señora doña Mercedes de Santa Cruz, hoy condesa de Merlin, nació en la ciudad de La Habana hacia los años de 1794 a 1796. Precisados sus padres, los señores condes de Jaruco, a emprender un viaje a Europa a causa de sus intereses, confiaron la niña, que estaba aún en edad muy tierna, a los afectuosos cuidados de su bisabuela, anciana respetable, a quien consagra en sus memorias los más tiernos recuerdos.

Al lado de aquella dama vivió feliz y adorada hasta la edad de nueve años, época en que volvió a La Habana el conde de Jaruco, y en que su hija experimentó los primeros sinsabores de su vida. Había sido hasta entonces tan entrañablemente querida por cuantas personas la cercaban, gozando de tan absoluta libertad, y aún podemos decir de tan acatado imperio, que a pesar de sus pocos años, veíanse desenvuelto su carácter noble, resuelto, con aquel espíritu de independencia que no es cualidad demasiado excepcional entre las hijas de Cuba, pero sí siempre temible para la propia ventura en las mujeres de todos los países.

La señora Merlin reconoce, en varios pasajes de su primera obra literaria, la necesidad de una perfecta armonía entre la educación y la posición social a que está destinado el individuo; y cuando nos pinta su carácter natural desarrollado sin ningún género de contradicción, impetuoso, indómito, confiado y generoso, pensamos con tristeza en lo mucho que la habrá costado acomodarse a los deberes sociales de la mujer, y ajustar su alma a la medida estrecha del código que los prescribe. Acaso por efecto de esta prevención nos conmueven dolorosamente algunas páginas de sus memorias, en las que la autora habla de su país, de su infancia, de su corazón; y donde al través del exacto raciocinio de un espíritu elevado, esclarecido y modificado por el conocimiento de la vida y de los hombres, pensamos ver chispear las centellas de una imaginación de los Trópicos, revelando los instintos atrevidos de un alma ardiente como aquel cielo, valiente y vigorosa como aquella naturaleza, tempestuosa e indómita como aquellos huracanes.

Sin embargo, el estilo de la señora Merlin es en lo general templado, fácil, elegante y gracioso. Se encuentra en sus escritos un juicio exacto y una admirable armonía de ideas. Grandes modificaciones, como ella misma confiesa, han experimentado el talento y el carácter de la persona que nos ocupa; y si no han sido ventajosas a su originalidad como escritora, creemos que lo debieron ser útiles en su destino de mujer. Poco después del arribo del conde de Jaruco a su país natal, las influencias de una señora de la familia, alcanzaron que la niña Mercedes entrase de pensionista en el convento de Santa Clara, como único medio que podía, en la opinión de la religiosa dama, destruir los malos efectos de una primera educación libre en demasía, y en muchos puntos descuidada.

La metódica vida del claustro fue en breve insoportable para la nueva pensionista, bien que en un principio la hubiese aceptado sin repugnancia; y habiéndose negado su padre a las reiteradas súplicas que le dirigió para que la permitiese volver a su lado, concibió la atrevida resolución de fugarse del convento.

«Abracé, dice en sus memorias, la firme determinación de huir de aquel encierro, aunque no alcanzaba todavía los medios. El poder de la voluntad es inmenso, y cuando ella ejerce su imperio absoluto, un impulso desconocido hasta entonces nos asegura la eficacia y el poder de nuestras fuerzas.»

En efecto, auxiliada por una joven religiosa, interesante personaje que ocupa en sus memorias un episodio lleno de sentimiento, logró escaparse del convento, y volver a la casa de su indulgente mamita, que este afectuoso nombre daba a su bisabuela. Merced a la extremada cólera de la abadesa, que rehusó recibirla [por] segunda vez, se vio libre del disgusto de volver a Santa Clara; pero no gozó la dicha de permanecer con la excelente anciana a quien tanto amaba, pues siempre dirigido por los consejos de la señora que motivó su primera separación, colocóla el conde cerca de la marquesa de Castelflor su tía, en cuya casa permaneció hasta la proximidad de aquella época en que resolvió su padre regresar a España, donde había dejado a su esposa. Nada de particular contiene este tiempo de su vida que pasó con su tía: en sus memorias refiere algunos pormenores interesantes, pero de poca importancia, en los que no nos permite detenernos la naturaleza de nuestro escrito, destinado solamente a dar algunas noticias de nuestra célebre compatriota a aquellos lectores de su última obra, que no hayan tenido la satisfacción de conocer las primeras.

Poco antes de abandonar [por] segunda vez su patria, llevó el conde a su hija junto a sí, y volvió a gozar de una libertad completa, hasta que llegó el día señalado para la partida.

Bellísimas y tiernas son las líneas en que la señora Merlin nos indica sus emociones en aquel día solemne.

«Alejándome de mi país, dice, dejaba todo cuanto amaba y a todos aquellos de quienes era querida. En una edad en que los hábitos tienen todavía tan escasas raíces, ya sentía mi alma lo muy doloroso que es tender una línea divisoria entre los afectos pasados y los futuros. El corazón me decía que las personas queridas que dejaba no serían en adelante el origen de mis más vivaces impresiones, y que mi felicidad iba a depender de un nuevo círculo que me juzgaría con la severidad de la indiferencia.» ¡Venturoso, ha dicho el cisne de Cuba, venturoso aquel que no conoce otro Sol que el de su patria! Nada, en efecto, es tan amargo como la expatriación, y siempre hemos pensado como la gran escritora que juzgaba los viajes uno de los más tristes placeres de la vida.

¿Qué pedirá el extranjero a aquella nueva sociedad, a la que llega sin ser llamado, y en la que nada encuentra que le recuerde una felicidad pasada, ni le presagie un placer futuro? ¿Cómo vivirá el corazón en aquella atmósfera sin amor?

Existencia sin comienzo, espectáculo sin interés, detrás de sí unos días que nada tienen que ver con lo presente, delante otros que no encuentran apoyo en el pasado, los recuerdos y las esperanzas divididos por un abismo, tal es la suerte del desterrado.

Hay aún en aquellos males que puede causarnos la injusticia de los compatriotas algo de consolador: podemos quejarnos y perdonarlos; pero ¿con qué derecho nos quejaríamos de los que no tienen respecto a nosotros ningún deber, ningún vínculo? ¿A qué lloraríamos si nuestras lágrimas no pudieran conmover? ¿Qué valdría nuestro perdón si no le concediese el afecto sino el desprecio o la impotencia del odio?

Así como en las familias hay lazos de unión entre los que comenzaron la vida bajo un mismo cielo: hay simpatías que en vano se quisieran destruir: hay unos mismos hábitos, y con corta diferencia una misma manera de ver y de sentir. Es fácil hacerse comprender por aquellos de quienes es uno largo tiempo conocido; pero el extranjero necesita explicarse. Faltan la ternura que adivina y la costumbre que enseña. El extranjero es interpretado antes de ser conocido.

Estos inconvenientes ajenos a la vida del expatriado, son mayores todavía en las personas que, como aquella que nos ocupa, están dotadas de un carácter y de un talento extraordinario; porque tales seres son ya por su naturaleza extranjeros entre la multitud, y llevan consigo una sentencia de aislamiento y un sello de desventura.

Madama Merlin ha tenido empero la fortuna de que la condujese la suerte a una nación generosa e ilustrada, a la que con orgullo y emoción llama su patria adoptiva, y donde ha alcanzado su mérito la justicia que debía esperar.

Siempre que hemos leído la descripción que hace de su primera navegación de América a Europa, hemos experimentado una emoción que no será común a todos los lectores, porque no todos podrán conocer el sentimiento y la verdad que encierran aquellas páginas. Pero ¡ay! nosotros también hemos surcado aquellos mares: nosotros hemos visto el nublado cielo de las Bermudas, y hemos oído bramar los inconstantes vientos de las Azores. Como la célebre escritora hemos abandonado la tierra de nuestra cuna; hemos emprendido uno de aquellos viajes solemnes, cuyos primeros pasos recibe el Océano; y lleno el corazón de emociones de juventud, y rica la imaginación con tesoros de entusiasmo, hemos contemplado la terrible hermosura de las tempestades, y la augusta monotonía de la calma en medio de dos infinitos.

Todas las impresiones que pinta la autora nos son conocidas: todos aquellos placeres, todos aquellos pesares los hemos experimentado. Desembarcando en Cádiz, recorrió la señora Merlin la mayor parte de la Andalucía antes de reunirse a su madre que residía en Madrid.

«Encontré, dice, muy pobre aquel bello país, comparándole con el mío.

¡Cuan pequeños me parecían sus tristes olivos recordando los gigantescos árboles de nuestros campos!»

Es una página hechicera aquella en que habla de sí misma, tal cual era en aquella época, y del efecto que causaba en los que la velan por primera vez.

«A los once años, dice, tenía toda mi estatura, y aunque muy delgada, estaba ya tan formada como pudiera a los dieciocho. Mi tez criolla, mis ojos negros y vivos, mis largos y espesos cabellos me daban un aspecto semi-salvaje, que estaba en perfecta armonía con mis disposiciones morales. Viva y apasionada hasta el exceso, no sospechaba siquiera la necesidad de reprimir ninguna de mis sensaciones, y mucho menos la de ocultarlas. Franca y confiada por naturaleza, y no habiendo sido nunca contrariada, me era desconocido el arte del disimulo, y tenía tanto horror a la mentira como al mayor de los crímenes. De una independencia de carácter indómita para con los extraños, era débil con las personas queridas, y pasaba todo un día llorando si la menor sombra de descontento oscurecía la frente de mi padre. Estas predisposiciones de una naturaleza vigorosa, no modificadas por la educación, antes bien enérgicamente desenvueltas con el libre ejercicio, prestaban a mi humor rápidas, y violentas desigualdades, tan pronto de una alegría bulliciosa como de una melancolía profunda; y a veces, como para sentir la vida en todo su poder, experimentaba al mismo tiempo entrambas impresiones.»

La casa de la condesa de Jaruco era por entonces una de aquellas en que se encontraba mejor sociedad. Los hombres más distinguidos se reunían en ella, y, según dice la señora Merlin, allí se conocían antes que en ninguna parte los bellos versos de Melendez, Arriaza y Quintana. Pero no obstante las ventajas de una sociedad tan selecta, estaba triste y decaída la joven americana. Diríase que como Chactas echaba de menos sus bosques y sus ríos, y lloraba por la chuza de sus padres. Contribuía mucho a prolongar aquella situación de su espíritu la tierna desconfianza que concibió del cariño de su madre. Creíase menos querida que sus hermanos, y tan sensible como orgullosa, devoraba sus celos en el secreto de su corazón. Uníanse a dichas causas el constante estudio a que hubo de dedicarse para reparar el descuido de su primera educación, y no tardó en sentir su salud notablemente alterada. Algunas semanas pasadas en el campo la restituyeron su lozanía, y de vuelta a Madrid se consagró casi exclusivamente a la música y a la lectura.

Experimentó algún tiempo después la desgracia de perder a su padre, y habiendo resuelto la viuda llevar personalmente a su hijo a un colegio de París, Mercedes y su hermana fueron confiadas a una parienta hasta la vuelta de la condesa.

Por entonces conoció al hombre que designa en sus preciosas memorias como objeto de sus primeras ilusiones. Hallábase en la edad en que con todo el candor y la inocencia de la infancia empiezan a sentirse las nuevas facultades de la vida: edad peligrosa que envuelve al juicio entre los brillantes engaños de una loca fantasía.

Mercedes, como la mayor parte de las mujeres en aquella edad, creyó amar a un hombre porque amaba al amor, y cuando regresó su madre, su enlace con el joven marqués de ... fue tratado y decidido.

Su alegría por aquella resolución no fue sin embargo larga: calmóse su primera exaltación a medida que conocía mejor al hombre que creyó ligeramente dueño de su alma, y se iban disipando con rapidez las lisonjeras esperanzas y los brillantes sueños de ventura que en aquella unión había fundado.

Obtuvo pues de su bondadosa madre la anulación del compromiso, y bien que aquel primer desengaño la hiciese una impresión que turbó por algún tiempo la serenidad de su vida, jamás volvió a escuchar ninguna de las ardientes solicitudes del despedido amante.

Poco después de estos acontecimientos ocurrieron los memorables de la invasión francesa, de los cuales habla en su memoria madama Merlin con bastante extensión, y salvo algunas ligeras inexactitudes, su relato es sumamente interesante por la imparcialidad y rectitud de juicio que se encuentra en la apreciación de los hechos. Los vínculos de parentesco y amistad que ligaban a la condesa de Jaruco con el general O’Farrill, comprometido a favor del gobierno francés, la hicieron temer ser comprendida en las persecuciones que desde la capitulación de Dupont sufrían en Madrid las personas designadas con el nombre de afrancesadas, y pasó con sus hijas a Vitoria, donde permaneció hasta la vuelta de José Bonaparte a la metrópoli de España. Presentada a la corte con sus hijas, y distinguida bien presto por el particular afecto del nuevo rey, fueron reemplazados los antiguos amigos que formaban su tertulia por los personajes franceses que rodeaban a José, entre los cuales se contaba el general Merlin.

Por entonces dio la hermosa criolla los primeros anuncios de sus talentos literarios con la composición de algunas poesías del género festivo; pero distrajéronla de su nueva afición los preparativos de su casamiento, que por voluntad del rey se celebró sin tardanza.

Aunque no fuese el amor quien formó aquel enlace, la joven Santa Cruz se prestó a él sin repugnancia, y en sus memorias tributa los más férvidos elogios al noble carácter y excelente corazón del general Merlin. Dos acontecimientos igualmente memorables para la nueva esposa, aunque muy contrarios en sus efectos, se verificaron un año después: fue el uno la muerte de su madre y el otro el nacimiento de una hija. El placer de la maternidad pudo solamente templar el acerbo dolor de la irreparable pérdida que había padecido; pero nuevos disgustos vinieron en breve a acibarar las delicias de su nuevo estado.

Evacuaron los franceses la Península, y el señor Merlin no pudo resolverse a dejar en el país que abandonaba a una esposa adorada y a la tierna hija, que fue condenada a articular sus primeros acentos en una lengua extranjera.

Desde su establecimiento en París tuvo la ilustre criolla la ventajosa aceptación que merecía por sus distinguidas prendas, y su casa fue bien pronto el centro de la más brillante sociedad.

Sus dulces y elegantes modales, el encanto de su amena y variada conversación, su agradable y expresiva figura, y su admirable talento para la música, eran circunstancias que debían forzosamente hacer muy codiciado el honor de ser admitido en su selecta tertulia; pero a las cualidades brillantes une la señora Merlin las más raras y estimables del corazón y del carácter, siendo estas las que más encomian todos los que han tenido la dicha de tratarla.

Antes de la primera publicación de una parte de sus memorias, gozaba la celebridad debida a una voz privilegiada y a su exquisito gusto para el canto; pero luego que aparecieron aquellas preciosas páginas su nombre adquirió mayor brillo, y una nueva flor se enlazó a su corona de artista.

Vieron la luz pública primeramente los doce años primeros de su vida y el interesante episodio de Sor Inés; más tarde publicáronse completas las Memorias de una criolla que obtuvieron la más lisonjera aceptación, y posteriormente aparecieron madama Malibran, un folleto sobre la esclavitud de la raza africana en la isla de Cuba, y el Viaje a La Habana, que es sin duda alguna la más notable de sus obras, y la que con mayor orgullo y placer debe recibirse en su patria. La autora ha viajado también por diversos países de Europa; pero no ha llegado a nuestra noticia que dichos viajes inspirasen ninguna obra literaria a la ilustre criolla, que parece no recibe inspiración sino con los recuerdos o la vista de su país hermoso.

Sin tener el placer de conocerla personalmente, poseemos la ventaja de haber oído, con particular complacencia, a algunos de sus más apasionados amigos; y sabemos que su conversación no tiene menos encantos que sus escritos, y que reúne al celebrado esprit de una parisién, aquella gracia picante de las españolas y aun un poco de la agradable negligencia y penetrante dulzura de las cubanas.

Nada diremos de sus obras que el público ha juzgado, y que nosotros pudiéramos relatar de memoria: tanto nos hemos recreado leyendo repetidas veces aquellos cuadros de delicadas medias tintas; aquellos pormenores llenos de interés, que deben su principal mérito a la naturalidad y gracias del estilo.

Si no hay en las obras de nuestra compatriota creaciones estupendas, contrastes maravillosos, poseen la ventaja de que no dejan en el alma ni terror, ni desaliento. Si no hacen vibrar, hasta romperse, las fibras del corazón; si no fascinan al juicio, ni exaltan la imaginación, hablan al sentimiento; simpatizan con la razón; agradan siempre; muchas veces conmueven, y algunas cautivan poderosamente el ánimo. ¿Qué se puede pedir al escritor que nos da un libro que después de leído veinte veces todavía se abre sin fastidio? No terminaremos sin dar las gracias a aquellos a quienes debemos la esmerada traducción de la apreciable obra a cuyo frente ponemos nuestros apuntes biográficos, y felicitamos al mismo tiempo a nuestra cara patria, a nuestra bella Cuba, por la gloria que le cabe en contar entre sus hijos a la señora condesa de Merlin; a la que tributamos este leve testimonio de admiración y aprecio, congratulándonos de que sirvan estas líneas de introducción o prólogo a la mejor de sus bellas producciones.

Gertrudis Gómez de Avellaneda