Universidad de Guadalajara



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Rector General



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Vicerrector Ejecutivo



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Secretario General



Dr. Aristarco Regalado Pinedo

Rector del Centro Universitario de los Lagos



Dr. Francisco Javier González Vallejo

Secretario Académico



Dra. Rebeca Vanesa García Corzo

Directora de División de Estudios de la Cultura Regional



Mtra. Yamile F. Arrieta Rodríguez

Jefa de la Unidad Editorial



Primera edición, 2019.



© Juan Carlos Rivera Quintana



ISBN 978-607-547-597-4



D. R. © Universidad de Guadalajara



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Se editó para publicación digital en septiembre  de 2020.

«(...) después de la catástrofe/ viene la vuelta de nuestros muertos/ después de la oscuridad, la luz flamante. /Salgamos desde el cero/otra vez, renovados, al infinito.»

JUAN JOSÉ SAER, EN: «El culto del cargo».



«Cómo se llaman, cómo se llamaban/ los que ardieron allí gloriosamente a través de la niebla de esta vida/ hasta dejar en la pared helada tan solo el hueso limpio de su ida/ bajo la ciega luz indiferente.»

ELISEO ALBERTO, EN: «Informe contra mí mismo».

Capítulo I: Yaya, como si fuera una herida abierta






Me acabo de echar por encima las cenizas de mi madre, en un ritual sagrado. O quizás demoníaco. Recién esparcí ese polvillo ocre y amarillento proveniente de sus huesos, su cerebro y hasta de sus pulmones enfermos y corazón abatido, cremado a novecientos ochenta grados centígrados, en un horno fúnebre, que más bien me recordó la entrada al peor círculo del Infierno. Tiré sus restos —que saqué de una impersonal urna de tierra cocida, entregada en el cementerio del barrio— sobre mis hombros, mi espalda y hasta los esparcí sobre mi cabeza intentando —como si se pudiera— mantener eterna su estirpe, sus genes de gladiadora incansable, de rebelde y disconforme de toda la vida. Después abrí la ducha y dejé que el agua corriera tranquilamente sobre mi cuerpo desnudo y la porcelana de la bañera se cubrió de ese polvo mortecino, que sólo dejan los difuntos.

No usé jabón, no quería otra cosa que revivir aquel olor de violetas frescas que desprendía su cuerpo cuando era sano y alegre, sus ojos huracanados, su boca perfecta, su pelo enrulado y castaño oscuro, su cuello largo y delgado, sus manos batalladoras y delicadas como de pianista concertista, sus caderas firmes y sus sudores frescos. Pero sólo percibí un vaho a hollín chamuscado, a leño centenario, a desconsuelo, a expiración incinerada… a finitud.

Concluí mi liturgia y me detuve en el cuarto a mirar su retrato sobre la mesa de luz, donde se la ve con su falda de rosas rojas y su blusa negra ajustada, con apenas 22 años y recién llegada a La Habana, con aquellos zapatitos chatos de baile, forrados de raso negro, los mismos que llevaba a las fiestas de las orquestas populares para sacarle chispas al salón y concentrar sobre sí todas las miradas de la noche. Desde entonces, nunca tomó en serio los absurdos prejuicios raciales, de la época, y bailaba toda la noche con el negro más hermoso de la fiesta, porque se daba el gusto de seleccionar el más gozador y rumbero, y llegaba a querer imitar, incluso, el ritmo y la sandunga de la negra solariega de La Habana, cosa por demás casi imposible para una guajirita blanconaza, de Pinar del Río.

Bien sé yo que mi madre, Visitación Olay —más conocida por Yaya, como si se hablara de una herida abierta— nunca fue una mujer común, ni siquiera en el vientre de su progenitora. Se contaba siempre que cuando Aparecida, mi abuela, tenía más de cuatro meses de embarazo ya le sentía llorar en sus entrañas y hasta hubo momentos en que juró que eso que traía adentro le susurraba lo que debía y no debía hacer:

—Esta será una chiquilla muy juiciosa, decía con orgullo maternal, mi abuela.

Durante aquel embarazo, Aparecida Domínguez nunca sintió predilección por las guayabas verdes, ni los mangos tiernos y mucho menos por los limones con sal. Sus mayores antojos consistieron en largas visitas a sus amistades y conversaciones hasta altas horas de la madrugada. Con ella no valía poner escobas detrás de las puertas, ni echar cenizas a la entrada de las casas en señal de espanta-gente. Por ello, cuando la niña nació fue bautizada por la comadrona como Visitación, en alusión a la manía de su madre que era comentada en todo el pueblo. Aparecida consintió en mantener ese nombre en pago a los buenos servicios de la partera, pero siempre dijo, en señal de desacuerdo, que más que un nombre parecía un nombrete y por eso quizás familiarmente le apodó Yaya a la recién nacida.

Aparecida no era primeriza, ya sabía lo que era traer hijos al mundo. Visitación iba a ser la tercera criatura, de una zaga donde estaban ya Magaly (apodada desde siempre Puchero, por sus llantitos continuos); Rosa María y Soledad, la última en llegar. No se podía hacer otra cosa que tener hijos, en medio de aquel latifundio, apodado “La Razabal”, en un páramo, llamado La Grifa, en la provincia de Pinar del Río, en la puntita más occidental de la isla de Cuba, un pedazo de tierra colorada, rodeado de mar y diente de perro, de temperaturas calcinantes, atmósfera casi enrarecida y mucha humedad en la madrugada, donde ni luz eléctrica existía y para alumbrarse había que prender una “chismosa” de luz brillante… un sitio perdido allá donde el Diablo dio las cuatro voces y nadie las escuchó nunca.

La tarde del 24 de junio de 1934, Aparecida comenzó a sentir fuertes dolores en la barriga y algunas contracciones en el bajo vientre y pensó que ya faltaba poco. Días antes, mientras paseaba por el inmenso naranjal, ubicado en el patio de la casa con techo de guano, le pareció que se orinaba, pero se tocó el pantalón interior y se dio cuenta que eran puras ilusiones; después sólo sintió unos feroces puntapiés en la barriga picuda y presintió que el parto no iba a ser fácil, como los otros. “Esta niña que está por llegar —porque ya presentía el sexo por la configuración de su abultado y puntiagudo estómago— no será dócil, viene abriéndose camino a las patadas y los codazos, muchos dolores de cabeza me va a dar”, se dijo con cierto dejo vaticinador.

La madrugada del 25 de junio, en que nació Visitación, su madre se incorporó de la cama y algo raro intuyó, había tenido una premonición o soñado, no sabía bien, que traería al mundo a una chiquilla trigueña, de ojos color caramelo-relámpago y piel de nácar, tan morocha y bien plantada que parecía una amazona o una pistolera irremediable. Esto la despertó sobresaltada y pegó un quejido, que se escuchó en toda la casona tipo chalet, de madera machihembrada, edificada sobre pilotes de caguairán y otros troncos cimarrones del bosque. El alarido despertó e incomodó a Armando Olay, su concubino y mi abuelo, un pinareño medio bruto y cascarrabias, proveniente de las vegas de Vueltarriba y Vueltabajo del Valle de Viñales, propenso a comer demasiado y con gran talento para la organización y las cuentas domésticas, que comenzó como cortador de cañas y terminó entre los más avezados sembradores del mejor tabaco pinareño. Había comprado aquel pedazo de tierra, que consideraba una mina de oro, con un dinero que le había dejado de herencia su padre gallego, del retiro, que España ofreció por la participación militar en la Segunda Guerra de Independencia, de 1895, contra los mambises cubanos.

Aparecida era una guajira isleña, natural de Las Catalinas, Guane, Pinar del Río —hija de un turco comerciante y una cubana pinareña, con cara de resignación, ancestros españoles (canarios) y fama de tener ciertos poderes de adivinadora con las barajas de las copas y los bastos. Desde que cumplió los 18 años y se hizo toda una señorita, llamaba la atención por su aire desenvuelto en las casas donde se desempeñaba como empleada doméstica, su locuacidad, unos ojazos color tizón encendido y aquellas piernas larguísimas que parecían no tener fin, que serían la codicia de los viejos propietarios gallegos de feudos occidentales, que soñaban con tenerla entre sus brazos, aunque más no fuera una noche, hasta que el guajiro Armando la conquistó con flores blancas y pequeñas notas de amor, encargadas al letrista del pueblo, por el módico precio de cuarenta centavos.

Después de aquel alarido, Aparecida se paró de la cama y descubrió que había roto la fuente y todo el colchón se había empapado; caminó en silencio para no malhumorar a Armando hasta un cuartito al final de la cocina, donde se estaba quedando por esos días la partera del batey, a la espera de que alumbrara a la criatura, como había hecho otras veces. Entonces, sobrevinieron los dolores de parto y gritó cansinamente, pues ya se sintió manchada de sangre las piernas.

La comadrona sólo atinó a llevarla a la sala, donde el viejo reloj de pared lanzaba dos campanazos secos, en la madrugada, y a acomodarla en un gastado sofá de madera y pajilla, pues ya venía saliendo una cabeza muy grande entre las entrañas. Afuera llovía copiosamente… tronaba con furia. Cuando pudo palanquear a la criatura, con las manos y unos pedazos de sábanas viejas, que ya tenía preparadas, y tiró del cuello para facilitar el trabajo de parto, una bebé, de 8 libras de peso, berreó y se proyectó hacia el exterior —en tremolina— cual una bala de grueso calibre, como diciendo llegué a este mundo. La partera trozó el cordón umbilical y comenzó a limpiar a la chiquilla. Se la mostró a la madre, quien aún sentía como si las tripas le estuvieran saliendo para afuera. Aparecida la miró con dulzura, como sólo saben hacerlo las madres generosas y comprobó que era una hembra sana. Le llamó la atención que seguía pataleando y no dejaba de llorar intentando asirse a los brazos de la comadrona, como una forma de aferrarse a la vida. La partera, en ese momento, lanzó una frase premonitoria, que voló por la habitación como ánima en busca de cobija:

—Señora, esta es más cabezona, que las otras, de seguro será muy inteligente, pero llegó para quedarse y hacer de las suyas porque no quiere soltarme ni a palos.

Visitación Olay creció fuerte y saludable entre calderas tiznadas por el carbón, de una típica cocina de campo de Remates de Guane, en la región más occidental de la isla, cercana a los olores del puerco asado en parrilla, el arroz con leche y cáscara de limón y la harina con frijoles negros. Y aunque siempre fue una niña sociable y muy dada a hacer amigos; todos los días, por problemas de la defensa de su nombre, debía vérselas a los puños o a los empujones con algunos compañeros de clase.

En una de sus peleas más memorables le dio un tirón a una negrita marimacho y le arrancó el arete y parte del lóbulo de la oreja iz-

quierda. Cuando le reprocharon tal conducta, en la escuela del pueblo, contestó drásticamente queriéndole poner fin a los dimes y diretes:

—Ya le crecerá de nuevo el pedazo que le arranqué a esa macha fea, pues las orejas de los negros tienen las mismas propiedades que las colas de las lagartijas, sentenció sabiondamente y con ínfulas de bióloga graduada.

En otra ocasión, se subió encima de una mata de ciruela, que estaba al borde del camino, a la salida de la escuela y esperó a que pasaran dos chiquillos de tercer grado, a quien ella les tenía ojerizas por el mismo asuntito de las burlas con su nombre y les meó las cabezas y las libretas de clase. No satisfecha con el desquite les gritó:

—A partir de ahora yo seguiré siendo Visitación Olay y ustedes serán los meados comemierdas de la escuela, y se lanzó desde lo alto de la rama del ciruelo, dispuesta a la pelea.

Los muchachos no pudieron darle su merecido porque era tan fuerte el olor a orine que emanaba de sus cabezas que temieron les durara toda la vida. Por ello corrieron a bañarse en el río y a untarse aguacate maduro y miel de abejas para borrar los efluvios amoniacales que salieron de la vejiga de mi madre.

Por toda esa niñez de burla y violencia en que se vio envuelta sin quererlo, creció añorando los momentos de soledad cuando daba riendas sueltas a su imaginación y se tejía historias en las que regresaba victoriosa de peleas con animales inexistentes o era capaz de conducir a puerto seguro un barco a punto de zozobrar por las embestidas de un mar fuerza cuatro para cinco.

Sus padres siempre miraban con algunas sospechas las largas peroratas de la niña frente al espejo cuando conversaba con sus muñequitas hechas de tuza de maíz y con los fantasmas de los antepasados que no conoció y rememoraba pasajes olvidados por todos de la vida de aquellos.

Yaya, como le llamaba la madre, para achicarle y endulzarle el nombre, tiene algunas tuercas sueltas en la cabeza, solía decir Aparecida.

—Esta niña tiene predilección por los espejos y eso no me gusta. De seguro será puta o bruja, mascullaba el padre con el tabaco recién torcido por sus propias manos…puro que colocaba entre las comisuras de los labios.

Aunque habían más hermanas en la casa, y mucho más atractivas que ella, Visitación tenía un no sé qué en los ojos; cierto brillo místico en la mirada oscura que resultaba como un imán para los hombres. Por ello cuando cumplió doce años y ya la punta de los pezones intentaban salírsele por las blusas del colegio tuvo su primer romance con Armindo, el hijo del capataz, de la finca “La Razabal”.

El muchachón tenía veintiuno y cuando la veía venir por la vega de tabaco con aquellos vestiditos de piqué claros y casi transparentes por las diarias lavadas y con sus sandalias negras, caminando como la paloma por entre la tierra colorada, comenzaba a ponerse violáceo, el cuerpo le alcanzaba temperaturas elevadas y sentía un cosquilleo detrás de la nuca y entre las piernas que le hacían perder la compostura en un instante. Su nerviosismo era tal que se ponía tartamudo y sólo atinaba a mirarle bobaliconamente y con cara de chivo degollado. Ella se reía feliz de aquello y cada día ganaba mayores poderes sobre aquel jovenzuelo, nacido en buena cuna.

A Visitación no le interesaba tanto el romance, ni tampoco el dinero de esa familia, como la posibilidad de tener acceso a la biblioteca paterna del enamorado. Allí conoció por primera vez de las aventuras exóticas de Alejandro Dumas, de la fantasía pegada a una nube de Saint Exupery y del hechizo poderoso de los hermanos Grimm. Por aquellas lecturas llegó a conocer, como la palma de su mano, la historia del reinado de Luis XIII, en Francia, los avatares tragicómicos del conde de la Feré, de Du Vallon, de los caballeros de Herblay y D’ Artagnan; los desconocidos parajes de Egipto, y el amor sin fronteras de Edmundo Dantes y Mercedes de Villefort.

Un buen día, Visitación no tuvo mejor idea que empezar a cambiar caricias de su enamorado por libros, con el interés de hacerse de su propia colección. En la medida en que estos escarceos resultaban más íntimos lograba conseguir los ejemplares más valiosos. Así, por ejemplo, una edición ilustrada de principios de siglo XX de “El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha”, de Don Miguel de Cervantes y Saavedra, le costó la primera succión en el clítoris que conoció. Recuerda que el lugar le estuvo ardiendo durante tres días pues Armindo era muy penoso, pero no tenía un pelo de ingenuo y ya conocía muy bien, por las idas al prostíbulo del pueblito y sus “amoríos” con algunas cabras del establo, qué hacer para ponerle a mil los sentidos y otros lugares del cuerpo. Cierto día cambió su primera penetración anal por la colección completa de las novelas de Honoré de Balzac y las de Fiodor Dostoievski. En aquel momento le exigió al mozo enamorado la obra de dos autores clásicos pues sabía cuánto estaba dando a cambio y conocía, por conversaciones entre sus hermanas, escuchadas en la escogida de tabaco, lo doloroso que era entregar la virginidad de una parte tan delicada como aquella. Aunque, contrario a muchas predicciones, aquel roce fuerte y transgresivo entre sus nalgas no le dolió tanto como el día en que decidió —en la arboleda que plantaron sus abuelos— entregar su rosado e intacto himen a otro mocetón ansioso e inexperto, que hizo de éste un amasijo de dolores y sangre.

Para Visitación Olay ya no había marcha atrás y leía cuanto catálogo caía en sus manos y periódicos llegaban a Vueltabajo buscando las novedades literarias y tener una mayor información de la vida. Ese afán de curiosidad, de abrir puertas y penetrar en mundos desconocidos del saber le fue construyendo una mirada propia y distanciando intelectualmente, a su vez, de la familia, sobre todo de las hermanas cuya única aspiración consistía en casarse con un guajiro trabajador y mandón y tener un rancho, repleto de hijos. Pero ella se decía que no podía tener un destino tan triste como ese, que podía aspirar o al menos intentar cambiar ese azar irremediable.

Pero sus sueños siempre tuvieron una meta: “La Habana, la placa”, como le gustaba decir en alusión a las calles asfaltadas de la capital que sólo conocía por algunas fotos que le mostró, en una oportunidad su padrino Artemio Arrechabala. Fue a él a quien le pidió, en cierta oportunidad, que le buscara una carta de recomendación para trabajar de institutriz en la ciudad y poder salir de la tierra colorada: “Yo no nací para esto, padrino. Lo mío es tener independencia, trabajar de lo que sea, poder comprarme un par de zapatos decentes y una nevera donde pueda tener limonada bien fría en el verano, leer buenos libros a la luz de una lámpara eléctrica y no de una “chismosa” de kerosén que me acaba los pulmones, bailar en un bonito salón y pasear por un céntrico parque de la ciudad”, le dijo con absoluta convicción.

No tuvo que esperar mucho tiempo. A los tres meses y después de un largo viaje en un tren lechero, llegó a la ciudad. En la cartera llevaba una carta de recomendación para trabajar en la mansión del Licenciado Valdés Figueres, dueño del único Instituto Meteorológico de la isla y una de las figuras más maltratadas por la opinión pública de la capital por sus continuas pifias meteorológicas. Fue este “experto” quien predijo por la radio que el ciclón de 1946 pasaría a 90 kilómetros de la capital y no había terminado su errático pronóstico meteorológico cuando la antena de la famosa estación de televisión CMQ empezó a moverse y terminó por caer en plena calle de El Vedado. A los veinte minutos el huracán, con rachas de 180 kilómetros por hora, hacía un lazo en toda La Habana y dejaba a más de dos mil familias sin techo y al amparo de Dios.

cuasi

Muchas veces, delante del espejo del cuarto, decía eufórica: “¡Algo bueno me tenía que tocar en la vida, coño!” Y corría oronda y sonriente a bañarse con flores blancas, mejorana, abrecaminos, vencedor y otras hierbas para el mal de ojo y las malas mentes. Pero, como todo en la vida es finito, una noche llegó, sin previo aviso, a casa de José María, el mulato hecho a mano —como ella le apodaba— y sin tocar a la puerta se asomó por la ventana y cuál no sería su sorpresa y decepción: el tipo estaba, en una pose bastante comprometedora con otro negro hermoso y lanzaba unos bufidos que nunca le escuchó ni en los mejores momentos de sus enfrentamientos carnales. A Visitación no le molestó tanto que el tipo fuera maricón como que gritara más satisfecho por lo que le hacía otro que por lo que hizo con ella y sintió unos celos enfermizos, que le duraron casi cinco años.

A partir de este momento, se impuso —aunque sabía que faltaría a su promesa— olvidarse del sexo y consagrarse a tiempo completo a mejorarle la vida a los necesitados. “Yo soy como la madre Domitila de los pobres”, decía con una sonrisa amarga a flor de labios para darse terapia ella misma, recordando una Santa milagrera, de Marianao. “De seguro, cuando muera muchos escribirán al Vaticano pidiendo mi canonización y el Sumo Pontífice me pondrá en un altar para siempre, rezará por la paz de mi alma en el paraíso y hará hasta imprimir unas estampitas con mi efigie”. Después mascullaba, entre dientes: ¡Santa Visitación Olay, sin pecado concebida! y pegaba una carcajada más cercana al demonio que a los ángeles celestiales.



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Creo sentir todavía el golpeteo acompasado del enfisema en su espalda, que parecía el ronquido de un águila desesperada, y el esfuerzo con que, en los últimos tres años de su vida, respiraba mi madre. Sus pulmones minados por el crecimiento acelerado de muchas células enfermas ya no dejaban entrar y salir el aire limpio y se asfixiaban en medio de una escaramuza perdida por seguir cumpliendo sus funciones capitales. El alquitrán y el asbesto de los cigarrillos que se llevó a su boca, durante tantos años, habían hecho de ese órgano vital una argamasa casi impenetrable y necrosada a punto de tener que recibir oxígeno cinco veces al día por sus ahogos irremediables. Pero Visitación —conocida por Yaya, como si fuera una herida abierta— se lo tomaba con tranquilidad y paciencia. Solía decir que era otra prueba que le ponía delante la vida y se sentaba en la escalera a tomar el aire tropical del mediodía olvidándose de sus ahogos y cuando alguien le preguntaba qué le pasaba respondía socarronamente:

—Son calenturas menopaúsicas, a mi edad ya comienzan esos rubores malsanos que te recorren desde la punta del dedo gordo del pie hasta el último pelo de la cabeza… es que la máquina comienza a desgastarse, y se reía con malicia a sabiendas de cuál era verdaderamente el mal incurable, que le aquejaba: un cáncer de pulmones que acabaría por romperle el corazón ineluctablemente.