ÍNDICE

 

El gran escape

Portadilla

 

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

14

15

16

17

18

19

20

Créditos

Contenido

 

Edición digital

El gran escape

Coordinación editorial: Valeria Moreno Medal
Conversión a epub: Capture, SA de CV (México)

© del texto: Santiago Roncagliolo, 2013
autor representado por Silvia Bastos, S. L.
Agencia literaria www.silviabastos.com
© de las ilustraciones: Juan José Colsa

Primera edición digital en México, 2020
D.R. © SM de Ediciones, SA de CV, 2014
Magdalena 211, Col. Del Valle
03100, Ciudad de México
Teléfono: (55) 1087 8400

ISBN 978-607-243-861-3
ISBN 978-968-779-176-0 de la colección El Barco de Vapor

1. Literatura peruana 2. Amistad – Literatura infantil 3. Libertad – Literatura infantil
Dewey 863 R63

Miembro de la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana
Registro número 2830

Prohibida la reproducción total o parcial de este libro, su tratamiento informático, o la transmisión por cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

La marca El Barco de Vapor® es propiedad de Fundación Santa María.

Roncagliolo, Santiago

El gran escape / Santiago Roncagliolo ; ilustraciones de Juan José Colsa. – México : Ediciones SM, 2020 El Barco de Vapor. Naranja

ISBN : 978-607-243-861-3

1. Literatura peruana. 2. Amistad – Literatura infantil. 3. Libertad – Litera-tura infantil

Dewey 863 R63

A Tío Chato y Tío Pere,

mis hermanos de Barcelona

bolita1

HUGO EL CANGURO VIVÍA EN UN ZOOLÓGICO. Bueno, no exactamente en un zoológico: en una reserva. Era un lugar muy grande y sin jaulas, donde los animales podían caminar por todas partes. Las plantas y los árboles eran como los de la sabana africana. Todo estaba tan bien hecho que los animales creían vivir en medio del África. Los rinocerontes, las cebras, las jirafas pensaban que ahí habían crecido, ellos y sus padres y sus abuelos. Incluso Hugo se lo creía. Y eso que en África no hay canguros.

Por las noches, todos se reunían alrededor del Capitán Krupp, el viejo león, y escuchaban sus aventuras. El Capitán estaba ahí desde mucho antes que cualquiera de ellos. Y aunque era ya muy mayor, aún narraba sus historias con una energía que hechizaba a su auditorio. Por ejemplo, decía:

pg8

—Un día, hace ya muchos años, llegaron a la sabana los humanos.

—¿Los “enanos”? —preguntaba uno de los avestruces, que estaba medio sordo.

—No. Ha dicho “los rumanos” —respondía el otro avestruz, que estaba igual de sordo pero siempre creía tener la razón.

—¡Silencio! —gruñía el jabalí, que siempre andaba de mal humor.

—¡Tú cállate, cochino!

—¿A quién le has dicho cochino, plumero con patas?

El león guardaba silencio mientras los demás discutían. Y cuando al fin se callaban, se aclaraba la garganta y continuaba con su historia:

—Los humanos que digo eran muy malos, y querían comerse a todas nuestras crías...

Entonces, todos dejaban escapar un rumor de miedo, aunque en realidad, ahí nadie tenía crías. Y el león, satisfecho por la acogida de su historia, terminaba:

—Pero llegué yo, y les dije: “¡Alto ahí! Quien se mete con mis animales, se mete conmigo”. Y me enfrenté a ellos con ardor y sin piedad, hasta que se rindieron. Desde entonces, son nuestros esclavos. Nos traen comida todos los días. Nos curan cuando nos enfermamos. Y siguen considerándome el rey de la sabana.

—¡Sí! —decía el avestruz—. Yo también quiero bananas.

Pero ya nadie lo oía, porque todo el mundo estaba aplaudiendo y coreando:

—¡Ca-pi-tán! ¡Ca-pi-tán!

El león respondía a los aplausos con rugidos de orgullo y poder.

Como todos los demás, Hugo el canguro disfrutaba de estas historias. Hugo jamás se había metido en una pelea, pero le gustaba pensar que él también era muy valiente y jugar a las luchas. Mientras escuchaba al Capitán, soñaba con que él mismo derrotaba a los humanos, a los buitres y a todos los enemigos que el león mencionaba. Y frecuentemente se perdía por el campo, presa de su imaginación, dando golpes al aire, como si estuviese luchando.

Una noche, después de una de esas historias, Hugo fue mucho más lejos. El león había contado cómo expulsó de su territorio a una cobra, y Hugo se revolcó por el suelo peleando con miles de serpientes de su imaginación. Corrió de un lado a otro, jugando a que lo perseguían, y se escabulló entre las plantas más alejadas, gritando:

—¡Tomen, tomen y tomen! Las derrotaré, las venceré y también les ganaré, malditas serpientes, no saben con quién se han metido; soy el terror de las...

Cuando terminó de jugar y decidió volver a su guarida, se había perdido. No sabía qué camino tomar, ni veía a los demás animales por ninguna parte. Pasó toda la noche caminando sin saber a dónde, asustado por los insectos nocturnos y por la oscuridad. Hasta que se dio de bruces contra algo muy duro y plano.

Trató de rodear esa cosa plana, pero por mucho que caminó, no llegó al final. Después de un par de horas intentándolo, al fin salió el sol y pudo ver qué era. Era un muro enorme, que él jamás había visto antes. Y era más grande que cualquier otra cosa que hubiese visto. Se extendía por ambos lados hasta donde alcanzaba la vista. Al fin, Hugo comprendió por qué no había llegado al final. ¡Porque no lo había!

Aunque le gustaba jugar a ser valiente, Hugo salió despavorido de ahí, temiendo que esa cosa enorme estuviese viva. Y no se detuvo en todo el día, hasta encontrar el camino de regreso.

bolita2

EN LA PUERTA DE LA RESERVA había un cartel para los visitantes:

PROHIBIDO BAJAR DEL AUTO
PROHIBIDO BAJAR LAS VENTANILLAS
RECUERDE QUE LOS ANIMALES ESTÁN SUELTOS

Los visitantes debían cumplir estas reglas rigurosamente. Pero podían detenerse en el camino para admirar a los rinocerontes, que se revolcaban en el barro, o a los chimpancés, que tenían unos árboles altos y secos para trepar y jugar. O a cualquier otro animal.

Los animales, por su parte, pensaban que los autos eran animales como ellos: fieras de colores que rugían salvajemente, y que venían a invadirlos. Nunca se acercaban a ellos.

Los autos solían detenerse para ver al Capitán Krupp, que se pasaba el día tumbado en sus rocas. El Capitán vivía con cinco leonas que lo atendían y le hacían masajes. Aun así, cuando algún automóvil se detenía frente a él, se levantaba y rugía furiosamente para ahuyentarlo. La verdad, el Capitán ya tenía su edad, y sus rugidos sonaban a toses secas, como si tuviera un resfriado monumental. Pero después de verlo, los autos seguían su camino. Por eso, todos los animales creían que, de verdad, el Capitán atemorizaba a sus terribles invasores.

Una mañana, Hugo despertó con el motor de un auto sonando muy cerca de él, más cerca de lo habitual. Parecía estarle respirando encima. Era un jeep azul que, rompiendo las reglas, se había apartado del camino principal. Ya se sabe que la gente, cuando ve animales en cautiverio, quiere que ellos hagan gracias, como si fuesen payasos contratados. Pero Hugo no lo sabía. El solo veía un monstruo azul que se le echaba encima. Y cuando el jeep tocó claxon para saludarlo, creyó que se trataba de un feroz alarido.

Alarmado, Hugo hizo lo que hacen los canguros: saltar. Como alma que lleva el diablo, se echó al camino para escapar de su perseguidor. El conductor del automóvil pensó que Hugo estaba jugando, y aceleró tras él. Ahora sí, nuestro canguro estaba aterrorizado. Escapaba dando brincos entre los matorrales y los arbustos, pero la bestia azul no se separaba de él. Al contrario, parecía acercarse cada vez más, sin dejar de gritar con el claxon.

Finalmente, Hugo quedó atrapado en un callejón sin salida: entre una colina y un riachuelo. El auto lo tenía cercado. Hugo se dio la vuelta, con la intención de resistir peleando. Apretó los dientes para que no castañetearan y mostró los puños. Advirtió:

—Ven aquí si te atreves, monstruo. ¡Pero te advierto que te daré una buena lección!

Pero el supuesto monstruo no hizo nada. Ni siquiera dio más claxonazos. Tan solo se quedó ahí, ronroneando con su motor.

—¿Qué pasa? Te doy miedo, ¿verdad? ¿Te asusto? Y eso que aún no has probado mis golpes. Te sacudiré, te daré una paliza, te pegaré tan fuerte que te... te...

Hasta entones, Hugo había pensado que los ojos del monstruo eran los dos terroríficos faros que llevaba en la parte delantera. Pero ahora que podía mirarlo con atención, descubrió que más arriba, tras el cristal, había otros tres pares de ojos, mucho más pequeños. Los de un padre, una madre y un niño humanos. Y que ellos, en vez de mirarlo con amenazas, le sonreían y lo saludaban con la mano.

El canguro no bajó la guardia, por si todo era una trampa. Siguió enseñando los dientes. Eso sí, bajó el tono. Poco a poco, fue hablando como un ganador:

pg16

—¿Qué? ¿No vas a venir? Bueno, tampoco pasa nada. Comprendo que mi físico te imponga respeto. Nadie lo diría, pero aquí donde me ves, soy cinturón marrón en taekwondo, y tercer dan en...

Pero un nuevo rugido, más fuerte que todos los demás, le dio tanto miedo que volvió a darse la vuelta y a estrellarse contra la colina. Intentó escalarla, pero ni siquiera trepó unos centímetros. Cerró los ojos y suplicó:

—¡Está bien, lo siento! No quise molestarte. ¡Me rindo, me rindo, me rindo! Pero por favor, no me com... noooooooo...

Nada ocurrió. Cuando volvió a abrir los ojos, el auto había retrocedido y se alejaba en dirección al camino principal. En el parabrisas de atrás, ahora, solo el niño estaba asomado, y le hacía adiós a Hugo con la mano:

—Eeeeeh —reaccionó el canguro desconcertado—... Bueno, sí, adiós. Vuelve cuando quieras. Ya seguiremos conversando.

Luego miró a todas partes, para asegurarse de que ninguno de los demás animales lo había visto morirse de miedo. Qué bochorno.

bolita3

ESA MISMA NOCHE