¿Cómo puedo saber de ti?

Sé que estás, pero no sé cómo.

Sé qué haces, pero no sé qué.

Sé que vives, pero no sé cómo.

Sé que sales, pero no sé a dónde.

Sé que ríes, pero no sé de qué.

Sé que sueñas, por no sé con qué.

Sé que lloras, pero no sé por qué.

Sé que sientes, pero no sé cómo.

Sé que amas, pero no sé a quién.

Sé que odias, pero no sé por qué.

Sé que hablas, pero no sé con quién.

Sé que vives, sientes, amas, lloras, ríes, sueñas, pero no conmigo.

¿Cómo puedo saber de ti? ¡Muero por saber!

ÍNDICE

Prólogo

Roma, 1999


PRIMERA PARTE

Tiempo

Niños

Manuel

Alex

Tres

Silvia

Invitación

Cita

Aventura

Verano, 1993

Volver

Adiós

Letras

Volando

Cómo irme sin mirar atrás

Cambio

Papá

Boda

Apuestas

Una caja de chocolates y un sobre blanco

Abre bien los ojos, no te dejes impresionar


SEGUNDA PARTE

Milenio

Verano, 2000

Yo soy la misma

Ahora vivo aquí

Ultimátum

Muerte

Sapienza

Una gran oportunidad

Roma, 2005

Sky is the limit

Sin palabras

Destino

Nosotros

Ya no te conozco

Tequila y perfume

Cena

Solos

El vacío de su departamento

Avión a Berlín


TERCERA PARTE

Promesa

España

Historias

Regreso, 2007

Despedida

Suerte

Decidió llamarla Alexis

Por ser feliz

Lo único perdurable

Las cartas sobre la mesa


CUARTA PARTE

Rutina

Revelación

Jorge

Alexis

PRÓLOGO

No llevaba ni tres horas allí. Traté de sacar el boleto de tren que, según yo, estaba en el bolsillo derecho de mi chamarra. Temblé cuando no lo encontré. Exploré un poco más; ahí estaba el maldito, burlándose de mí, al igual que el destino. Quise romperlo, pero me contuve; poco me faltó. Quería irme cuanto antes. Seguí corriendo y sentí como si el fuego persiguiera mi paso, impidiéndome volver la vista hacia ese destino que me había arrebatado el individuo que estaba con ella. Manuel no me había dicho nada sobre él… ¿Sabría algo?

Caminé por esas mugrosas calles empedradas. “Cualquiera tiene un día malo”, pensé. La neblina cubría el paisaje, corría un viento helado y una lluvia seca me molestaba la vista mientras me movía a toda velocidad de regreso a la estación. No quería que me viera. ¿Cómo explicarle que había atravesado medio planeta para verla? Me sentía solo y muy lejos de mi casa; traté de pasar por la garganta ese trago amargo. Pero, ¿cómo? Tantas ilusiones y planes. Es lo malo de los viajes largos; mucho tiempo para pensar, imaginar y revivir.

De verdad, mi mamá y sus malas ideas. ¿Qué necesidad había de exponerme a romper mi corazón? ¿Cómo no había imaginado que algo así podría suceder? Qué inocencia la mía. Debía olvidarme de una vez y para siempre de ella, dejarla ir.

Pero ahí estaba, en Oxford, persiguiendo a alguien que, por lo visto, se había olvidado de mí. Me fui con la firme idea de huir de ella y de todos. No quería saber de nadie.

Al regresar a Londres no me quedaría más alternativa que llamar a mi padre y confesarle lo que me había pasado. Me tragaría el orgullo y soportaría el “te lo dije” que perforaría mis oídos y quemaría mi alma. Aun así, sabía que sin su apoyo no podría llegar a ningún lado más que a su casa, con la cola entre las patas.

Venía el fin del milenio. En uno de esos días se acabaría el mundo y con él, mi sufrimiento. Esa idea me perturbó aún más; me vinieron a la cabeza varias reflexiones: la primera, y más grave, fue que no viviría ni treinta años. La segunda, que no tendría un hijo. La tercera, y más dolorosa, que ya nunca más estaría con ella. Luego se me ocurrió una última y trágica posibilidad perdida: no escribiría un libro. Ahora sí le daría gusto a la gente que nunca había creído que lo haría, y el que encabezaba ese grupo era precisamente al primero y al único que tenía que llamar.

Deambulé como fantasma, esperando que mi tren saliera. En mi cabeza, las ideas flotaban tratando de cobrar sentido todas al mismo tiempo para convertirse en una sola: fracaso. Así, los minutos eran horas y las horas, días. Miré hacia todos los lados; no había nadie. Me estremecí.

Llegué a Londres y salí huyendo de la estación con un único destino: el aeropuerto. De ahí llamaría.

Estuve parado frente al teléfono más de una hora sin el valor de hacerlo, golpeado, melancólico, con mucho miedo y, sobre todas las cosas, sin ganas de oír su voz autoritaria y tajante.

Ya lo había escuchado antes en ocasiones similares; y, en ese momento de melancolía, estaba seguro de que yo no sería muy receptivo. Además, un rompimiento con mi padre sería catastrófico; perdería esa base sólida llamada hogar.

Mi vida había sufrido un giro completo: lo que en casa me motivaba a vivir estaba en Oxford, pero ahora, estando allí, temía perder lo que tenía en casa. Algo bueno tendría que sacar de la estaca clavada en mi pecho.

Por primera vez en mi vida experimenté la verdadera indecisión, y esta vez no se trataba de trivialidades. ¿Qué camino tomaría? ¿Derecha o izquierda? Uno era la seguridad, mi casa y el cobijo familiar… pero el otro podría ser del doble de la apuesta que acababa de perder. Recuperar o seguir perdiendo. Todo aquello que por un lado me pesaba, por el otro era sumamente ligero. No llevaba bagaje, pesas o compromisos. Nada me detenía. Esa resortera inmensa que me jalaba de regreso se desvaneció; las cadenas resguardadas con candados se abrieron. Y así, súbitamente, el agua que me ahogaba se absorbió.

Era libre.

Aún conservaba el dinero y mi boleto de regreso; cambié mi destino. Empezaría de cero, lejos de ella y de todos.

ROMA, 1999

A mí.



Seguramente cuando esta carta llegue a su destino, el sentimiento de hastío que me impulsa a escribirla sea un recuerdo muy lejano y pequeño. Quiero pensar que todo pasará. Cabe la esperanza de que, al recibirla y leerla, yo haya adquirido forma y figura, un rostro claro y decidido. Que haya logrado encontrar mi mirada perdida y la dirección de mis pasos. Quiero ser muy claro: por si ya no lo recuerdas, estoy perdido y muy solo.

Tengo la ilusión de que no lo estaré siempre. Espero no defraudarte. Eres lo único que tengo… Espero también que la madurez te permita ser más estable, no tener tantas dudas y, por encima de todo, saber algunas de las respuestas a lo que ahora me pregunto. ¡No son muchas dudas! Pocas y muy puntuales, espero que las recuerdes.

Por favor no te desesperes si llegado el tiempo aún no lo logramos. Sigue adelante, y si esta te sirve, no dudes en escribir otra igual.

Te dejo por ahora; tengo que salir a buscar, estoy en un lugar nuevo. ¿Qué me espera? No lo sé. Pero tú ya lo sabrás.


Por siempre, yo.

Jorge.





PRIMERA PARTE

TIEMPO

—Detente un momento, tengo que recuperar el aliento, un poco de aire. Vamos a sentarnos; sí, aquí en la banqueta, no me importa. No puedo dar un paso más. Estoy agotado. Su entierro se llevó parte de mí. Tómame del brazo.

»Sólo era una pequeña molestia esporádica, qué rápido pasó a ser mortal. ¿Qué voy a hacer sin ella después de todos estos años? ¿Sabías que no toda su vida estuvo conmigo? Creo que nunca te lo he contado. Fue hace tanto... Entonces éramos unos niños, teníamos apenas 15 años. Joven e intrépido aguantaba lo que fuera, nunca me cansaba. Tenía una sensación de libertad en las venas, directa e intensa.

»¿Qué voy hacer solo y a mi edad? Aprovecha tu vida, ama intensamente y por ninguna circunstancia dejes ir lo que más quieres, aférrate como si de ello pendieras para no caer a un precipicio.

—Si quieres vamos a otro lugar, ahí me platicas.

—No, aquí estamos bien… Hay algo con las banquetas que me hace hablar. Además, no me recupero tan rápido.

—Hay tiempo.

—Espero que el mío sea suficiente.

ABRE BIEN LOS OJOS, NO TE DEJES IMPRESIONAR

Después de despedirse esa mañana, cada uno tomó su camino. Peter giró a la izquierda, hacia el hospital, en donde le esperaba una larga jornada de prácticas. Silvia giró a la derecha, donde cruzó la calle y se quedó observando la cafetería en donde acababa de estar sentada, en donde acababa de cambiar su vida.

Las personas caminaban evitando un parche de algo rojo que se había embarrado en el piso empedrado, entre las pisadas y la humedad de la brisa helada. Silvia se fijó más de cerca: eran varios pétalos de rosa; se desplegaban por toda la acera y se habían hecho añicos bajo las suelas de los transeúntes. Algo se le clavó en el corazón, pero no era una persona supersticiosa, entonces continuó su camino.

Regresó de sus clases y esperó a que en México fuera una hora decente para llamar. Calculó que fueran las ocho y media de la mañana para así poder encontrar a su papá también. Contestó su madre.

—Bueno, ¡bueeeeno! ¿Quién habla?

—Hola, mamita. Habla Silvia. ¿Cómo están?

—¡Mi hijita, qué milagro! ¿Cómo estás? Qué bueno que nos llamas, ya te íbamos a marcar porque te queremos platicar algo muy importante, verás…

—Mamá, ahora más tarde me cuentas —interrumpió Silvia—. Déjame hablar a mí primero, creo que es más importante lo que yo te voy a contar. ¡Uy!, no sé ni por dónde empezar.

Su madre guardó silencio, cosa que no era habitual, luego habló cautelosamente.

—Pues por el principio, hija. Ya lo sabes, anda, habla que estas largas distancias salen carísimas.

—Pues… verás… hace ya varios meses conocí a Peter. Es estudiante de medicina… bueno, más bien ya está terminando y va a ser cardiólogo; y hemos estado saliendo juntos desde hace unos meses… es realmente muy bueno. Su mamá es como una amiga más para mí, porque además es muy joven. Ya te contaré esa historia, pero es una mujer muy importante aquí en Inglaterra, trabaja para el primer ministro y se ha ocupado mucho de mí… me quiere ya como a una hija más… Bueno, la cosa es que Peter y yo vamos ya un poco más serios. No sé cómo te caiga esta noticia, mamá, pero él se va a Berlín a trabajar en el mejor hospital de cardiología. Aplicó y lo seleccionaron de entre miles de estudiantes de todo el mundo y me invitó a irme con él.

—¡¿Qué?! ¡¿Qué?! ¡¿Qué?! ¡¿Qué?! —respondió su madre en estado de shock— Espérame tantito, deja poner a tu padre al teléfono porque creo que no te entendí nada. Nunca nos contaste de este tal Peter, o como se llame. Ni de su madre tan joven, o sea, ¿qué? ¿Yo ya estoy vieja? ¿O qué? Creo que mejor te me regresas a México ya, no me está gustando nada que estés allá y por lo visto no nada más has estado estudiando.

Tomás ya tenía el otro teléfono en la oreja y ambos estaban escuchando el relato de su hija. Silvia volvió a contarle a su papá todo, pero ya con más calma. Lo que menos quería era que la obligaran a regresar, o peor, que tomaran un avión, fueran por ella y la devolvieran agarrada de las orejas. Eso sí que echaría a perder sus planes. Tenía que convencerlos de que no era una decisión repentina, sino de que la suya era una relación moderna y sólida que pretendía subir un escalón más.

—¿Sabes, papá? Él me ha insistido mucho en que quiere conocerlos. Es muy serio, muy al estilo inglés. Todo tiene que estar bien, en orden y en tiempo; además es muy formal y me trata muy bien, realmente estoy muy… enamorada.

—¡Ay, Silvia! ¿Qué puedo decirte? Nunca te he obligado a nada, pero… —Para Tomás, en ese momento, no había palabras de ternura que pudiera decirle a su hija. Como era la más pequeña de su casa, no estaba en posición de imponerle nada que la alejara de ellos. Sabía y confiaba en el juicio de Silva más que en el de cualquiera de sus demás hijas.

—¿Estás loco, o qué, Tomás? —interrumpió su mamá— Te me vienes de inmediato a México, Silvia, o te juro que me tomo el primer avión y te traigo.

Tal y como Silvia lo había sospechado.

—¡Cálmate, mujer! ¡Cálmate! Deja que termine de hablar Silvia. Lleva ya algunos años allá y siempre ha sido muy independiente. Además, confío plenamente en su juicio.

—Pero, Tomás, ¿y qué va a pasar con...?

Pero el padre de Silvia no interrumpió sus palabras esta vez.

—Hija, abre bien los ojos, no te dejes impresionar por el primer inglés que se te cruce en el camino. Te pregunto, hija: ¿estás segura de que este muchacho es lo que quieres?

—Sí, papá —Palabras que retumbaron en la bocina del teléfono con la seguridad más contundente que un padre pueda experimentar.

—Vete entonces a Berlín, hija, te deseo lo mejor, pero eso sí, queremos conocer a este tal Peter. ¿Tiene familia? ¿Podría hablar con su padre?

Silvia les dijo que no, que Peter no tenía más que a su mamá. Las cosas iban bien y no quería entrar en nada que pudiera hacer que su padre cambiara de opinión.

—¿Mamá? Tú me ibas a decir algo importante, ¿no? —Silvia trató de retomar la conversación con su mamá.

—Olvídalo, hija, lo que te iba a contar ahora sí ya no tiene ninguna importancia.

Silvia no indagó más. Aunque sintió mucha curiosidad, quería cortar la comunicación lo antes posible, pues ya tenía el permiso y, más importante todavía, la bendición de su padre y, muy forzada, la de su madre. Así que se despidió.





SEGUNDA PARTE

AVIÓN A BERLÍN

El taxi la esperaba para llevarla al aeropuerto. Antes de salir decidió dar una última revisada y estar segura de que no dejaba nada. Casi por llegar a la puerta abrió el closet de visitas y ahí estaba colgado su abrigo, solo y abandonado. No había sido objeto de su atención desde la noche en que se había peleado con Jorge.

Estaba esperándola, paciente y fiel, con la esperanza de ser parte de la comitiva de cosas pertenecientes a ella. Se lo colgó en el brazo y sin mirar atrás cerró la puerta de ese departamento por última vez.

No le fue fácil abordar el avión a Berlín; había pagado un precio muy alto por ese boleto, más de lo que imaginaba. Había permutado al amor de su vida por una estabilidad que creía tener aún, sin ninguna garantía. No se sentía bien, le daba vueltas la cabeza. Fue un viaje muy largo.

Horas después ya estaba en Berlín.

Su llegada fue especial. Peter la esperaba en el aeropuerto. Al salir, lo vio de repente.

“¿Cómo supo?”, pensó, ella había planeado llegar al hospital para sorprenderlo.

Como siempre, el buen inglés había hecho lo correcto al adelantarse, lo que la hizo estremecer y sentir ganas de abrazarlo. Dejó sus maletas arrumadas a medio pasillo y con un salto estuvo encima de él. Acabaron ambos en el suelo, tirados sin soltarse, hasta que un policía les sugirió que mejor se buscaran un hotel y dejaran de estorbar el paso de cientos de viajeros. Obedecieron de inmediato como un par de niños regañados por la maestra, tímidamente fueron por las maletas y caminaron cabizbajos hacia al estacionamiento. Aunque la idea del hotel no le sonó mal a Peter; le urgía estar con ella y era más cercano a su casa. Pero se aguantó las ganas por un rato más y al llegar al departamento, para sorpresa de Silvia, había una botella de vino y dos copas esperando en la recámara. Las cosas no iban mal.

“Todo está impecable”, pensó al caminar al baño después de hacer el amor. Se quedó un buen rato viéndose fijamente en el espejo, movió su cabeza en señal de desaprobación. Estaba incómoda y se sentía muy culpable de su comportamiento en Nueva York. No quería confesarse, aunque sabía que era la única forma de acabar con ese sentimiento de culpa. Tenía miedo.

Cuando despertó, Peter ya no estaba. Sus obligaciones en el hospital lo habían requerido desde la madrugada. Silvia dormía tan profundamente por el cansancio del viaje, que no lo había escuchado cuando se había ido. Al levantarse sintió que todo le daba vueltas. Se sentía feliz de estar de regreso en casa, de usar su baño y dormir en su cama. Pasó más tiempo de lo normal entre el agua caliente de la regadera; pensaba en lo que había dejado atrás, le dolía la mentira y sentía miedo de las consecuencias que aquello podría tener algún día. Sabía que era imposible enterrarlo en lo más profundo de su alma y sus memorias. Le quedaba claro que saldría a la luz y que no podía engañar a Peter por siempre. Era cuestión de tiempo, y mientras miraba sus dedos húmedos y arrugados decidió que aplazaría la verdad lo más que pudiera. Si había regresado era para intentarlo de nuevo y en definitiva. Se convenció de su decisión cuando abrió el cajón de su tocador y encontró una nota escrita en tinta roja con el dibujo, bastante mal hecho, de un corazón:


Dinner Tonight? See you at Biscotti 8 p.m. Please, don´t be late.

Love, Peter.


Pasó su primer día en Berlín sola. Decidió no buscar a Carol todavía y más aún después de la nota que le había dejado Peter. Algo le decía que Carol podría saber algo al respecto y prefirió que fuera una sorpresa. Estaba segura de que Peter aún la amaba.

Después de desayunar salió a caminar, extrañaba sus paseos junto al río y esa combinación de colores entre verde, agua y cielo. Decidió ir a ver a Peter al hospital y sorprenderlo en su hora de comida. Llegó un poco después, sólo tomaron un café y se despidieron con la promesa de verse en la noche.

Silvia llegó al lugar unos minutos antes, Peter ya la esperaba. Les gustaba mucho ese restaurante y lo frecuentaban a menudo. Peter había elegido una mesa al fondo y un poco escondida para su gusto. Lo vio elegantemente vestido y con una botella de champaña helándose a su lado. Caminó lentamente hacia él, con miedo, como quien sabe que llegará a una puerta que no quiere cruzar. Esa mesa le significaba el borde de un abismo sin fondo. No se detuvo, respiró hondo hasta llegar.

La cena comenzó de lo más normal. Se preguntó mil veces por qué tanta nota y formalidad. Peter, como de costumbre, habló de su trabajo, y ella de sus meses en Nueva York. Al terminar de cenar, Peter interrumpió la plática trivial para justificar su distanciamiento de las últimas semanas. Se disculpó mil veces por no haber podido ir a su inauguración. Había practicado su primer trasplante de corazón en esos días y no podía dejar a su paciente. Para Peter era tan importante ese evento como para Silvia la inauguración. Le suplicó que lo entendiera.

—Fueron meses muy difíciles sin ti; imposibles. Silvia, no quiero perderte nunca, por lo que te pido formalmente que nos unamos para toda la vida. Casémonos y sellemos este amor y vida que tenemos juntos, quiero que seamos una familia.

Silvia se quedó helada, no supo qué decir. Algo le decía que debía aceptar. Era su decisión segura, una que había tomado hacía tiempo cuando lo había seguido a Berlín en lugar de regresar a México.

—Sabes lo mucho que te amo —Continuó Peter al ver su asombro.

—Sí, Peter… Yo también te amo.

Él tomó de su saco una pequeña caja roja. En ella había un hermoso anillo con un diamante. Se paró del asiento, le tomó la mano y le puso el anillo donde, según él, debía haber estado hacía meses.

Pasaron dos semanas desde el compromiso hasta que Silvia notó la ausencia de su periodo. Acostumbraba ser muy regular, y lo primero que hizo fue comprar una prueba de embarazo que le devolvió un resultado positivo. Destruyó la prueba y la tiró a la basura. No debía saberlo nadie, tendría que pasar un poco más de tiempo.





TERCERA PARTE

LAS CARTAS SOBRE LA MESA

Su relación con Peter era buena, seguían haciendo largas caminatas en las que intercambiaban miles de palabras. Eran buenos amigos, aunque la llama de la pasión había bajado. Ella se lo atribuía a la maternidad y a las interminables jornadas de trabajo de Peter. Siempre llegaba cansado. Su vida sexual se había limitado de vez en cuando, a muy de vez en cuando, y nada más no sentía que Peter la deseara como antes. No sabía qué pasaba, incluso le preguntó a sus hermanas si, cuando habían tenido sus hijos, sus esposos habían pasado por alguna situación como la de Peter. No le gustó la respuesta de dos de las tres, y la tercera había subido más de 50 kilos por una preeclampsia, así que al parecer había motivos. Le dio más tiempo al asunto, esperando que las aguas tomaran su nivel. Tenía que hacer funcionar esa relación; la estabilidad que buscaba estaba ahí, pero algo no se sentía bien. No era ninguna tonta para no ver que a su regreso ni Peter ni Carol estaban como antes, y si su sospecha era cierta, algo había pasado entre ellos. Tal vez no era un tema sexual, pero algún tipo de nexo existía. No descartó que hubieran sido amantes, lo que no le preocupó tanto; lo que le parecía más grave era que esa relación trascendiera y le robara la atención de Peter.

Pasaron varias semanas en las que no quiso mencionar las sospechas que tenía. Si eran falsas, de seguro habría un buen conflicto tan sólo por mencionarlo, pero ¿y si fueran ciertas? Se lo preguntaba a cada rato y siempre llegaba a la conclusión de que no había manera de ganar si se atrevía a preguntar.

Los observó mucho, más que nada cuando convivían los tres. Buscaba miradas, reacciones o cualquier indicio de que ellos se entendían, sabía que con un cruce de miradas bastaría para saberlo. Realmente nunca vio algo que valiera la pena, además, ¿quién era ella para juzgarlos? Su comportamiento no había sido de lo mejor, todo lo contrario. Peter realmente no sabía lo cerca que había estado de perderla.

Los días pasaban y las cosas seguían igual. No era infeliz, pero tampoco había llegado al nivel de felicidad que había visualizado al decidir su futuro en Nueva York. Su historia de amor se enfriaba cada día, encaminándose a una simple buena amistad. Se tenían mucha confianza y las palabras entre los dos seguían fluyendo, así que decidió hablar con él de sus sentimientos y, si la conversación se daba, de una vez confesaría esa culpa que la confrontaba cada vez que se veía en el espejo.

Cada gesto que hacía Peter hacia Alexis y hacia ella, se sentía peor. Él no se merecía vivir en el engaño ni tampoco a lado de una simple amiga, tenía derecho a elegir. Decidió poner las cartas sobre la mesa y hablar, como siempre y como nunca más lo haría, seguramente. Silvia había apostado y había perdido, pues esta no era la vida por la que se había decidido. La consolaba el hecho de que aún no fuera tarde y podrían rehacer su vida en caso de que el rompimiento fuera inminente.

Su mente giraba cual trompo en pleno vuelo, la taladraban las ideas y las inquietudes. Nunca había estado tan insegura de algo. Por un lado, se sentía cobijada, pero por otro estaba totalmente desnuda y vulnerable.

Lo que más le importaba ahora era su hija. Cualquier decisión ya afectaba a ambas. Los meses pasaban y el tiempo se reduciría, y entre más grande fuera Alexis cuando supiera la verdad, más doloroso sería. Le comenzó un pánico al futuro, a lo incierto, a Peter, a Alexis. Los quería, eso no estaba en duda, pero la inquietaba que, si no hacía algo pronto, ellos no la querrían a ella. Nadie quiere a los mentirosos; lo sabía porque su padre se lo había inculcado a lo largo de su infancia. Se avergonzaba de haber caído bajo esa categoría.

¿Cómo lo haría y dónde? Decidió no hacerlo cuando salían a caminar con Alexis; era mejor propiciar una plática más formal, en un café o incluso en un restaurante. No temía alguna escena, Peter era lo más ecuánime que podría esperar. Aunque esta ocasión y el tema podrían hacer que saliera una fase de él que ella no conocía.

Le mandó un mensaje de texto a su radiolocalizador, invitándolo a cenar al día siguiente.


Pete, dinner tomorrow? Let’s go to some place nice to chat… 9 p.m. at Biscotti?


Peter respondió sin demora.


Biscotti sounds great! Feeling Italian too, it’s a date!


La cita ya estaba agendada, ahora tendría que escoger bien sus palabras. Sabía que Peter no era ningún tonto. Cabía la posibilidad de que él sintiera que sólo era una salida a cenar como cualquier otra. “Okey… empiezo con lo frío de la relación y de ahí me sigo… ojalá él coincida, y ya veo si le confieso lo de Nueva York. ¿Y Alexis? No sé”, pensó todo el día, tratando de organizar bien sus ideas.

El día de la cita, se estaba arreglando cuando escuchó el timbre, y con Alexis en brazos corrió a abrir la puerta, era Carol. Silvia le había pedido que cuidara a Alexis esa noche, a lo que había accedido con gusto.

Esa noche tomó su abrigo y salió camino al restaurante italiano a confrontar a Peter. Nunca imaginó que refugiar sus manos del frío haría que tuviera que enfrentarse también a la vida que hubiera podido tener.

En la bolsa del abrigo encontró un papel escrito con miles de palabras de una escritura que se veía desordenada. Entonces recordó esa noche en la que el profesor Tirso Lorenzetti la había alcanzado a la salida del hotel en Nueva York.

No pudo caminar más, tuvo que sentarse a leer con calma lo que allí se le revelaba. Repasó las palabras varias veces. Lo primero que sintió fue coraje, o al menos así tradujo el dolor de estómago.

Lo odió por no haberla enfrentado esa tarde en Oxford, por haberla dejado para decidir su vida sin la opción de elegirlo a él, por no haber sido directo y creer que el silencio hacía su labor; por darle su espacio y aún por respetarla. Y sobre todo por huir de allí.

Después, ese coraje cambió a incertidumbre, cuando la abordaron varias preguntas de las cuales no obtendría nunca respuestas. Recordó las palabras de su padre: hubiera es para los tontos; con el chaleco de “mentirosa” tenía, no quería también el de “tonta”.

Sin embargo, no pudo evitar preguntarse, de haberlo visto allí, ¿se hubiera ido a Berlín? Volvió a odiarlo por mentiroso y hasta la palabra “cobarde” pasó por su mente. Se refería al padre de su hija. ¡No podía odiarlo! Ni le guardaba ningún rencor; lo quería y con la carta impregnada de sus lágrimas, de algo estuvo segura: lo amaba.

Poco a poco reconstruyó en su memoria esos pequeños detalles que tanto había añorado en los últimos años. Recordó esos pétalos tirados y embarrados en la calle en Oxford. Volvió el sentimiento de aquel día, la incertidumbre se adueñaba de ella otra vez. Pero ahora, a diferencia del pasado, creía saber más.

Había estado retardando lo inevitable, esa ruptura tan anunciada en una relación que nunca logró calentarse que era fría por naturaleza. Resultó que lo que había creído que eran casualidades, habían regido su destino; se dio cuenta de que todo había tenido un sentido que ella había ignorado. Esos pétalos en el suelo, esa carta en su abrigo y esa noche en Nueva York. Alexis, su hija, era la prueba de todo aquello.

Parada en medio del frío, miró la puerta del restaurante en donde Peter la esperaba. Llenó sus pulmones de aire gélido y deseó salir corriendo. Pero no se iría sin cerrar esta puerta. Pensó en Jorge, sintió prisa por estar junto a él otra vez.





CUARTA PARTE

NIÑOS

Tenía la vida por delante y muchos amigos, entre ellos Manuel y Alejandro. La vida nos había unido y nos había hecho inseparables. Recorríamos las calles, salíamos en nuestras bicicletas, platicábamos, nos reíamos todo el tiempo y jamás nos aburríamos.

Vivíamos en la misma colonia y nos reuníamos después de clases, siempre a la misma hora. Recuerdo que bajábamos por la avenida principal hasta llegar a la miscelánea, comprábamos todo lo que veíamos, por lo general pura basura. Hicimos millonaria a la señora que vendía los helicópteros que, al tirar de una cuerda, dizque volaban. Luego pasábamos horas sentados en la banqueta, platicando, soñando. Era una época en la que no avisábamos a dónde íbamos, sino que tan sólo gritábamos un “adiós”. Jugábamos en la calle sin que nadie nos cuidara. Éramos libres. Nos pasábamos las tardes viendo videos musicales en la televisión, añorando la ropa y los zapatos que los artistas usaban. No llegaban ni la moda ni las películas tan rápido; tardaban meses, y tener un dulce americano significaba tanto, que era más para guardarlo que para comérselo.

¡Qué año! Terminaba la década en la que habíamos crecido. Empezábamos a darnos cuenta de lo que pasaba en el mundo y entendimos palabras nuevas como “crisis”, “devaluación” y “quiebra”. Vimos dormir tranquilos a nuestros padres para amanecer y darse cuenta de que lo habían perdido todo. Bolsas de valores sucumbían y la moneda perdía su valor. Mi casa fue una de las afectadas, allí también cambió mi vida. Vi el semblante de mi papá esa mañana, cuando el noticiero vespertino mostraba un sinfín de números que desfilaban velozmente por la parte de abajo en la pantalla de la televisión.

Nos urgía ser mayores de edad o al menos parecerlo. No como ahora, que los mayores pretenden ser niños. Cuando era pequeño me prohibían tomar café porque me decían que me saldrían bigotes, y eso precisamente hizo que nos hiciéramos adictos al café, que en esa época era diferente; sólo había café americano, café con azúcar y café con crema. Y bueno, el bigote finalmente salió.

Nosotros sólo queríamos salir de noche, aunque la hora de llegada a casa fuera a las once, de modo que el cine de ocho a diez era la opción más intrépida. Obvio, no había tantos cines, así que íbamos al Plaza; una sala enorme que proyectaba sólo una película durante semanas. Junto al Plaza había una zona de videojuegos, que era el lugar en donde todo pasaba. Allí armábamos planes para ir a trasnochar a las discotecas, aunque nunca nos dieran permiso.

De cualquier forma, ninguno tenía coche. Imaginábamos cuál sería el primero que compraríamos y también a quién subiríamos en él para dar un paseo; quién sería nuestra novia. Soñábamos con escoger a la afortunada entre el repertorio de amigas de la escuela. Desde la más hasta la menos popular, todas tenían la posibilidad de ser la primera afortunada. Con las ventanas abajo y la música a todo volumen, presumiríamos ambas cosas pasando por la calle de moda, tal vez nos bajaríamos y seríamos admirados.

A falta de transporte, rentábamos películas. Caminábamos por los pasillos del centro de rentas y nos tardábamos más en decidir que lo que duraba la cinta. Lo más intrépido que hacíamos era ver la portada de alguna Playboy en el puesto de revistas: nunca me atreví a hojearlas y, además, las envolvían con un plástico tan grueso que, en caso de contingencia nuclear, estoy seguro de que serían lo único que se mantendría intacto. De todas maneras, engañar al puestero para abrirlas a escondidas era mucho riesgo.

Vivíamos en un mundo menos comunicado, pero hablábamos más. Entre señales, recados y correo; el teléfono era de uso exclusivo de madres y hermanas. Había sólo una línea por casa, lo que hacía imposible para nosotros usarla.

MANUEL

Manuel era mi mejor amigo. Un gran tipo de tez morena, pelo negro y ojos verdes. Un verdadero galán con encanto de príncipe europeo. Siempre pensé que él estaba en el lugar equivocado, como si en lugar de haber nacido en la cuna de una familia de clase media, hubiera sido arrebatado de alguna monarquía. Así era él: donde se paraba se hacía amar. Hablaba y la gente lo escuchaba. Dejaba huella con las mujeres; sólo le bastaba extender la mano y sacaba a bailar a la que quisiera, lo que era bueno para Alejandro, mi otro mejor amigo, y para mí, porque siempre estaban allí las amigas; ahí es donde entrábamos al quite.

Manuel era el más alto de los tres, lo que lo dejaba en una mejor posición para engañar al cadenero de la discoteca de moda con su verbo y seguridad, haciendo que nos dejara entrar. Muchas veces Manuel nos dejaba y atravesaba la puerta sin mirar atrás; al día siguiente nos lo contaba todo sobre ese mundo nocturno que para nosotros era místico; donde sucedían eventos de categoría suprema, de esos que cambian la vida de las personas; donde conocías a la mujer de tu vida o solamente tenías una aventura.

Alex y yo nos conformábamos con las tardeadas; las discotecas que sí abrían en la tarde y en donde dejaban entrar chaparros de quince años, no desarrollados, sin labia y sin una identificación falsa. De hecho, nunca falsificamos una, recuerdo las palabras de mi padre citando la ley: “la falsificación de documentos ofíciales se castiga con cinco años de cárcel”. “¡En la madre!”, pensaba yo, “perderme de mis quince a mis veinte en el bote, ni pensarlo”. Sabíamos que esos iban a ser nuestros mejores años, así que, entre tardeadas con refresco, siendo pubertos en vía de desarrollo, hicimos lo mejor que pudimos y nos dedicamos a conquistar a todas las que se dejaran. El que lograba sacar a bailar una chica era el gallo de esa noche, y ni hablar del que le plantara un beso; ese se convertía en el rey del fin de semana.


Manuel tenía grandes ambiciones. Su casa y cuna le quedaban chicas y quería conquistar el mundo. Era muy bueno para los números y era el que nos ayudaba en los exámenes de matemáticas. Manuel lo tenía todo desde niño. Su vida era una receta donde los ingredientes se habían combinado en su medida exacta; ni más ni menos. Fue un ser humano completo en todos los sentidos; el orgullo de sus padres y de sus cinco hermanas, el rey de su casa y de la mía.

Mis papás también lo amaban y se sentían tranquilos cuando yo estaba con él. Manuel siempre aparentaba ser un adulto lleno de madurez. Su integridad rebasó todas las fronteras posibles; fue muy amado y querido por todos. En especial por mí, porque además de mi amigo era mi guía; sabía qué pasaba por mi mente y anticipaba cualquier locura que yo estaba a punto de cometer. Si alguien me conocía en este mundo, ese era él. No habíamos nacido de la misma madre ni nos unían lazos de sangre, pero nos dolía lo mismo.


Su casa solía ser un verdadero circo; con cinco hermanas entre la adultez y la adolescencia, era un deleite ver el desfile de pretendientes. Parte de nuestra diversión era molestarlos, burlarnos de ellos haciéndolos sentir incómodos. Los primerizos eran el blanco perfecto; aprovechábamos su vergüenza para hacerlos sentir miserables. Manuel provocaba que derramaran el agua de jamaica en la mesa o que se mancharan de comida en las piernas… cosas así, y sólo por divertirnos, sin imaginar que algún día podríamos estar en una situación similar. Aun así, no nos importaba y lo hacíamos cuantas veces podíamos. Pasé casi toda mi adolescencia en esa casa, ya fuera a la hora de la comida o de la cena; me tomaban en cuenta como parte de ella.

Sobre todos los atributos que Manuel me presentaba, había uno mucho más importante: su hermana Silvia.

ALEX

Alejandro, a diferencia de Manuel, sufría mucho en la escuela; simplemente no se le daba, y con la presión de su mamá para que sacara buenas calificaciones, el pobre la pasaba mal. Por lo mismo terminaba tomando malas decisiones que lo metían en más problemas.

Una vez se le olvidó estudiar para un examen y sabía cómo le iba a ir si reprobaba, así que optó por tratar de conseguir una copia y, obvio, fue así como se ganó una expulsión. Nos dolió mucho que lo expulsaran, pero ni con todos los superpoderes de Manuel, que era el presidente del consejo estudiantil y el amor platónico de la directora, se pudo salvar.


Alejandro era el hijo único de un matrimonio que se había interrumpido con la muerte del papá; la vida se le había acabado tras un accidente en una desafortunada noche en la que un borracho a toda velocidad se había estampado contra él. Su muerte había sido instantánea, cuando Alex aún no había nacido. Según María, la mamá de Alejandro, era todo un caballero y tenía un futuro brillante. Quince años después, ella lo seguía queriendo y no lo olvidaba. Nos podía entretener toda la tarde mostrándonos fotos de Ezequiel, que así se llamaba, y siempre decía que Alejandro tenía su mirada. Por ende, ella veía a diario a su marido en los ojos de su hijo.

No me imagino lo que fue la infancia de Alex sin su padre, pero María hizo un buen trabajo: se encargó de que a Alejandro no le faltara nada para su buen desarrollo, ni sentimental ni económico, y se convirtió en un hombre íntegro en todos los aspectos gracias a su mamá.

Y aunque en la escuela fuera un burrazo, esa expulsión afortunada le cambió la vida. El cambio de escuela lo enfocó y lo plantó en el piso.

Porque a Alex le encantaba soñar; decía siempre que quería ser astronauta cuando creciera, y no era como todos los demás, que soñábamos con ir a la luna cuando teníamos cinco años; él lo seguía deseando hasta los 18. Luego se dio cuenta de que, para empezar, el álgebra no se le daba y de que si salía de la órbita terrestre, jamás lograría descifrar su regreso; entonces desistió de la idea.


Alejandro tenía la receta perfecta para hacerte reír. El azul brillante de sus ojos entonaba con su peinado siempre relamido y lleno de goma. Su carisma se veía a kilómetros. Era un valemadrista, como decían, no le importaba nada. Para cualquier problema que enfrentaba, él tenía el comentario perfecto. Sabía tomar lo mejor de cada persona y procesarlo en su carácter, ¿será que el crecer sin papá hace eso? En su casa era en la que más tiempo pasábamos; su mamá nos trataba muy bien y, entre el café y las botanas, era un lugar muy agradable.