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Publicado por:

Publicaciones Faro de Gracia

P.O. Box 1043

Graham, NC 27253

www.farodegracia.org

ISBN: 978-1-629461-38-0

© Traducción al español por Publicaciones Faro de Gracia, Copyright 2016. Todos los Derechos Reservados.

Traducción realizada por Giancarlo Montemayor.

El diseño de la portada fue realizado por Joe Hearn y Joshua Vandgrift, de Relative Creative.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada en un sistema de recuperación de datos o transmitida en cualquier forma o por cualquier medio – electrónico, mecánico, fotocopiado, grabación o cualquier otro – excepto por breves citas en revistas impresas, sin permiso previo del editor.

© Las citas bíblicas son tomadas de la Versión Reina-Valera © 1960 Sociedades Bíblicas en América Latina. © renovada 1988, Sociedades Bíblicas Unidas. Utilizado con permiso. Todos los derechos reservados.

Impresa en Colombia, primera edición, 2016

Contenido

Introducción

Capítulo 1­ — No Hay Condenación

Capítulo 2La Seguridad del Creyente

Capítulo 3Sufrimientos Compensados

Capítulo 4El Dador Supremo

Capítulo 5El Dios que Nos Recuerda

Capítulo 6Probado por Fuego

Capítulo 7La Disciplina Divina

Capítulo 8La Disciplina Divina

Capítulo 9La Herencia de Dios

Capítulo 10Dios Asegura Su Herencia

Capítulo 11El Lamento

Capítulo 12Hambre y Sed

Capítulo 13Limpios de Corazón

Capítulo 14Las Bienaventuranzas y Cristo

Capítulo 15La Tribulación y la Gloria

Capítulo 16El Contentamiento

Capítulo 17Estimada es la Muerte

Introducción

El trabajo al que el siervo de Cristo ha sido llamado es multifacético. No solamente debe predicar el evangelio a los perdidos, alimentar a la grey de Dios con ciencia y con inteligencia (Jeremías 3:15), y quitar las piedras de tropiezo de en medio del camino (Isaías 57:14), sino que también es instado a “Clama a voz en cuello, no te detengas; alza tu voz como trompeta, y anuncia a mi pueblo su rebelión” (Isaías 58:1 y cf. 1 Timoteo 4:2). Aun otra parte importante de su comisión se describe en, “Consolaos, consolaos, pueblo mío, dice vuestro Dios” (Isaías 40:1). ¡Qué título tan honroso: “pueblo mío”! ¡Qué relación tan reafirmante: “vuestro Dios”! ¡Qué labor tan placentera: “consolar”! Existe una razón contenida en tres partes por la cual se repite dos veces este mandamiento a consolar.

Primero, porque algunas veces las almas de los creyentes se rehúsan a ser consoladas (Salmo 77:2), de tal forma que la consolación debe ser repetida. Segundo, para acentuar esta labor de manera más enfática en el corazón del predicador, como para que no sea tacaño a la hora de dar aliento. Tercero, para asegurarnos cuán deseoso de corazón está Dios mismo en que Su pueblo esté con buen ánimo (Filipenses 4:4). Dios tiene un pueblo, objeto de su favor especial, una compañía a los que ha tomado para tener una relación íntima consigo mismo de tal manera que los llama “pueblo mío”. Muy a menudo ellos se sienten desconsolados debido a sus inmundicias, las tentaciones de Satanás, el trato cruel del mundo o el pobre estado de la causa de Cristo en la tierra. El “Dios de toda consolación” (2 Corintios 1:3) es muy tierno hacia ellos, y es Su voluntad revelada que Sus siervos venden al corazón roto y derramen bálsamo de Galaad en sus heridas. ¡Qué causa tenemos aquí para exclamar “¿Qué Dios como tú?”! (Miqueas 7:18), quien ha provisto el consuelo de aquellos que anteriormente fueron rebeldes contra Su gobierno y transgresores de Sus leyes.

Los temas de este pequeño libro se han impreso en algunas ocasiones en nuestra revista mensual durante los últimos treinta años. Anteriormente fueron sermones que predicamos hace mucho tiempo en los Estados Unidos de América y en Australia. En algunas partes se encuentran expresiones (especialmente en donde se habla de profecía) que ya no usamos hoy; pero debido a que al Señor le ha agradado usarlos en su forma original con no pocas de Sus personas angustiadas, no las hemos editado. Que Dios se agrade de brindar paz por medio de estos temas a las almas afligidas hoy, y que la gloria sea únicamente para Él.

—A.W. Pink, 1952

Capítulo 1

No Hay Condenación

“Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús.” — Romanos 8:1

“Pues, ninguna condenación hay.” El capítulo ocho de la epístola a los Romanos concluye la primera sección de esa maravillosa carta. Su primera palabra en el griego es “pues” o “por lo tanto” se puede apreciar de dos maneras. Primero, esta palabra conecta con todo lo que se ha dicho desde el capítulo 3, versículo 21. Aquí se deduce una conclusión de toda la discusión anterior, una conclusión que fue, de hecho, la gran conclusión hacia la que el apóstol ha estado apuntando durante todo su argumento. Debido a que Cristo ha sido hecho “propiciación por medio de la fe en su sangre” (3:25); ya que Él fue “entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (4:25); debido a que por la obediencia de Uno los muchos (los creyentes de todas las edades) son “constituidos justos”, y esto legalmente, (5:19); ya que los creyentes han “muerto (judicialmente) al pecado” (6:2); debido a que ellos han “muerto” al poder condenatorio de la ley (7:4), no hay “ahora pues, ninguna condenación”.

Pero no solamente debe verse el “ahora pues” como una conclusión obtenida debido a toda la exposición anterior, sino que también debe ser considerada en relación con lo que inmediatamente precede. En la segunda parte de Romanos 7, el apóstol había descrito el conflicto doloroso y sin fin que se lleva a cabo entre las naturalezas antagónicas en aquel que ha nacido de nuevo, con una ilustración que hace referencia a sus propias luchas personales como cristiano. Habiéndose retratado con una pluma maestra (él mismo sentado para el cuadro) las luchas espirituales del hijo de Dios, el apóstol ahora procede a dirigir la atención a la consolación Divina para dicha condición tan angustiante y humillante. La transición del tono desalentador del séptimo capítulo al lenguaje victorioso del octavo parece llamativo y abrupto, sin embargo, es muy lógico y natural. Si es cierto que a los santos de Dios les pertenece el conflicto del pecado y de la muerte, bajo cuyos efectos ellos se lamentan, es igualmente cierto que su liberación de la maldición y de la condenación correspondiente es una victoria en la que ellos se regocijan. Se señala, entonces, un contraste muy sorprendente.

En la segunda parte de Romanos 7, el apóstol trata sobre el poder del pecado, el cual opera en los creyentes mientras están en el mundo; en los primeros versículos del capítulo ocho, él habla de la culpa del pecado de la cual son completamente liberados en el momento en que se unen a su Salvador por la fe. De tal forma que en Romanos 7:24 el apóstol pregunta, “¿quién me librará?” del poder del pecado, pero en Romanos 8:2 dice, “Jesús me ha librado”, es decir, me ha hecho libre de la culpa del pecado. “(No hay) pues, ninguna condenación.” No se trata aquí de que nuestro corazón nos condene (como en 1 Juan 3:21), ni que nosotros no encontremos nada que sea digno de ser condenado; por el contrario, se trata del hecho aún más bendito de que Dios no condena a aquel que ha confiado en Cristo para salvar su alma. Debemos distinguir con exactitud entre verdad subjetiva y verdad objetiva; entre lo que es judicial y aquello que es basado en la experiencia; de otra manera, fracasaremos en obtener de las Escrituras, como en el pasaje que tenemos delante de nosotros, el consuelo y la paz que están diseñadas a transmitir. No ha condenación para aquellos que están en Cristo Jesús. “En Cristo” es la posición del creyente delante de Dios, no su condición en la carne. “En Adán” yo fui condenado (Romanos 5:12); pero “en Cristo” significa ser libre por siempre de toda la condenación. “Pues, ninguna condenación hay.” El calificativo “ahora” implica que hubo un tiempo cuando los cristianos, antes de que creyeran, estuvieron bajo condenación. Esto fue antes de que ellos murieran con Cristo, murieran judicialmente (Gálatas 2:20) a la pena de la justa ley de Dios. Este “ahora”, entonces, hace una distinción entre dos estados o condiciones. Por naturaleza nosotros estábamos “bajo (la sentencia de) la ley”, sin embargo, ahora los creyentes están bajo “la gracia” (Romanos 6:14). Por naturaleza éramos “hijos de ira” (Efesios 2:2), pero ahora nosotros somos “aceptados en el Amado” (Efesios 1:6). Bajo el primer pacto estábamos “en Adán” (1 Corintios 15:22), pero ahora estamos “en Cristo” (Romanos 8:1). Como creyentes en Cristo tenemos vida eterna, y debido a ello nosotros “no vendremos a condenación”.

“Condenación” es una palabra de mucha importancia, y entre más la entendamos más apreciaremos la gracia maravillosa que nos ha liberado de ese poder. Dentro de las salas de los juzgados civiles se usa un término que penetra, cual música para difuntos, en el oído de un crimina convicto y llena los espectadores con tristeza y terror. Sin embargo, en el juzgado de la Justicia Divina esa palabra es investida de significado y contenido infinitamente más solemne y sublime. A ese Juzgado que cada uno de los miembros de la raza caída de Adán está citado. “Concebido en pecado, moldeado en iniquidad” cada uno entra en este mundo bajo arresto: como un criminal acusado, un rebelde esposado. ¿Cómo, pues, se supone que tal persona sea capaz de escapar a la ejecución de una sentencia tan temida? Solo había una manera, y era por medio de quitar de nosotros aquello que demandaba la sentencia, es decir el pecado. Sea quitada la culpa y entonces “no habrá condenación”. ¿Ha sido removida, queremos decir, removida del pecador que cree? Permitamos que las Escrituras respondan: “ Cuanto está lejos el oriente del occidente, Hizo alejar de nosotros nuestras rebeliones” (Salmo 103:12). “Yo, yo soy el que borro tus rebeliones por amor de mí mismo, y no me acordaré de tus pecados” (Isaías 43:25). “Echaste tras tus espaldas todos mis pecados” (Isaías 38:17). “Y nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones” (Hebreos 10:17).

Pero, ¿cómo puede la culpa ser quitada? Únicamente por medio de ser transferida. La santidad Divina no la puede ignorar; pero la gracia Divina pudo y la ha transferido. Los pecados de los pecadores fueron transferidos a Cristo: “Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Isaías 53:6). “Por nosotros lo hizo pecado” (2 Corintios 5:21). “(No hay) pues, ninguna condenación”. El “no” o “ninguna” son enfáticos. Eso significa que no hay condenación en absoluto. No existe condenación de la ley, ni por culpa de la corrupción interior, ni debido a que Satanás pueda levantar cargos en mi contra; no hay ninguna de ninguna fuente ni debido a ninguna causa en lo absoluto. “Ninguna condenación” significa que es absolutamente imposible; que nunca lo habrá. No hay condenación porque no hay acusación (ver Romanos 8:33), y no puede haber acusación porque no hay pecado que inculpar. “Pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús.”

Cuando trató del conflicto entre las dos naturalezas dentro del creyente que tenía el apóstol, en el capítulo anterior, había hablado de sí mismo en su propia persona para mostrar que aún los logros más altos en la gracia no excluyen de la batalla interior que allí describe. Pero aquí en Romanos 8:1 el apóstol cambia el número. Él no dice, “no hay condenación para mí”, sino “para los que están en Cristo Jesús”. Esto fue muy clemente de parte del Espíritu Santo. Si aquí hubiera hablado el apóstol en singular, podríamos haber concluido que dicha excepción bendita estaba preparada adecuadamente para este siervo honrado de Dios, quien disfrutaba de tan maravillosos privilegios; pero que no podría aplicarse a nosotros. El Espíritu de Dios, por lo tanto, movió al apóstol a emplear el plural aquí, para mostrar que la frase “ninguna condenación” es cierta para todos los que están en Cristo Jesús.

“Pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús”. Estar en Cristo Jesús es estar plenamente identificado con Él en el juicio final y en los asuntos de Dios; y también significa ser uno con Él por medio de la unificación vital por la fe. La inmunidad de la condenación no depende de ninguna manera en nuestro “andar”, sino solamente en nuestro estar “en Cristo”. “El creyente está en Cristo así como Noé cuando estaba encerrado dentro del arca con los cielos oscureciéndose sobre él, y las aguas subiendo abajo de él, pero sin una sola gota del diluvio penetrando en esa embarcación, ni un estruendo de esa tormenta perturbando la serenidad de su espíritu. El creyente está en Cristo como Jacob cuando estaba en la túnica del primogénito cuando Isaac le besó y le bendijo. Él está en Cristo como el pobre homicida cuando estaba dentro de la ciudad de refugio siendo perseguido por el vengador de la sangre, quien no podía atraparlo y matarlo” (Dr. Winslow, 1857). Y debido a que él está “en Cristo” no hay, pues, ninguna condenación para él. ¡Aleluya!