Créditos

La isla del fin del mundo


V.1: marzo de 2020

Título original: The Island at the End of Everything


© Kiran Millwood Hargrave, 2017

© de la traducción, Claudia Casanova, 2018

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020

Todos los derechos reservados.

La edición original en inglés de La isla del fin del mundo ha sido publicada por The Chicken House, 2 Palmer Street, Frome, Somerset, BA11 1DS en 2017.


Diseño de cubierta: © Helen Crawford-White, 2017
Corrección: Francisco Solano


Publicado por Ático de los Libros

C/ Aragó, n.º 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@aticodeloslibros.com

www.aticodeloslibros.com


ISBN: 978-84-17743-78-9

THEMA: YF

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

LA ISLA DEL FIN DEL MUNDO

Kiran Millwood Hargrave

Traducción de Claudia Casanova
1

Sobre la autora

3

Kiran Millwood Hargrave es una poeta y novelista británica. Es graduada en Literatura Inglesa, Artes Dramáticas y Magisterio por la Universidad de Cambridge y realizó el máster de Escritura Creativa de la Universidad de Oxford en 2014. Nació en Londres en 1990 y su debut, La chica de tinta y estrellas, ha ganado los prestigiosos premios Waterstones Children’s Book y el British Book of the Year, y se ha convertido en un best seller internacional que ha vendido más de cien mil ejemplares en Reino Unido y se ha publicado en una quincena de países. La isla del fin del mundo es su segunda novela, finalista del Costa Children’s Book Award y del Blue Peter Award.

La isla del fin del mundo

Una novela de aventuras, valentía y amistad


Amihan y su madre viven juntas en Culión, una isla donde algunos de sus habitantes, incluida su madre, tienen la lepra. Ami adora su hogar, con sus mares infinitos y sus bosques llenos de pájaros. Pero la llegada del cruel representante del gobierno, el señor Zamora, cambia su mundo para siempre. Una nueva ley obliga a los habitantes que no están enfermos a abandonar la isla, que se convertirá en una colonia de leprosos. Separada de su madre, Ami está desesperada por regresar a su lado. Solo encontrará esperanza, afecto y ayuda en una extraña niña del orfanato al que la han enviado, Mari, que hará todo lo posible por reunir a su amiga Ami con su madre. El viaje de ambas es una preciosa e inolvidable historia de amistad, esperanza y amor.



Finalista del Costa Children's Book Award


Finalista del Blue Peter Award



«Esta segunda novela confirma a Kiran Millwood Hargrave como una de las novelistas más originales y potentes del momento.»

The Guardian


«Una historia emocionante y conmovedora sobre una niña y su descubrimiento de la pérdida, la amistad y el amor en tiempos desesperados.»

Kirkus Reviews


«Kiran Millwood Hargrave posee el envidiable don de contar aventuras con un estilo narrativo lírico y cautivador.»

The Bookseller

Contenido


Portada

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Página de créditos

Sobre este libro

Glosario


Isla de Culión, 1906

Un visitante

La reunión

Artículo XV

La prueba

Los resultados

El coleccionista

El barco

La casa de las mariposas

La partida

La huida

El orfanato

Los huérfanos

El primer día

La carta

La eclosión

Lecciones de mariposa

La jarra de matar

El fuego

El secreto

El paso

El bosque

Los caballos

El jardín

El fin

Treinta años más tarde

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Nota de la autora

Agradecimientos

Sobre la autora


Gracias por comprar este ebook. Esperamos que disfrute de la lectura.


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Para mi marido


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Agradecimientos


A mi familia, que me trajo palabras amables y alimentos mientras permanecía sentada en la mesa de mis abuelos en Norfolk, tecleando frenéticamente esta historia, mi segunda novela, mientras seguían llegando los mensajes al buzón de mi correo rechazando la primera. Gracias por no parpadear mientras sonreía maníaca y os explicaba durante la cena que los temas del libro eran «la lepra y las mariposas». Gracias especialmente a mi madre, Andrea, que leyó al menos cinco versiones y se contuvo para no reírse demasiado de mis faltas de ortografía.

A mis amigos y mi familia en todo el mundo que convirtieron La chica de tinta y estrellas en un éxito de ventas y preguntaron enseguida cuándo saldría el siguiente libro. Estoy profundamente agradecida. Espero que lo disfrutarais, ¡especialmente tú, Sabine!

A mis primeros lectores: Andrea Millwood Hargrave, los Escritores Sin Reglas, Sarvat Hasin, Daisy Johnson, Joe Brady, Janis Cauthery, Tom de Freston, Claire Donnelly, Hazel de staybookish.net y Louise Gornall.

A la comunidad, tanto online como presencial, que ha apoyado mi tarea como escritora y mi primer libro, y que me ha animado a escribir esta segunda novela: Malorie Blackman, Fiona Noble, Abi Elphinstone, Claire Legran, Lucy Lapinski, Emma Carroll, Lucy Saxon, Carrie Hope Fletcher, Anna James, Katherine Webber, Pie Corbett, Mathew Tobin, Steph Elliot, Stevie Finegan, Sally (The Dark Dictator), Mariyam Khan, Mariam Khan y tantos otros más (¡vosotros sabéis quiénes sois!). A mis lectores y a los libreros que han hecho que este último año sea el mejor año de mi vida a pesar del Brexit, etc., en especial a James, Rebecca, Alex y Paul, de Blackwells; a Zoe, Dani y Rachel, de Waterstones Oxford; y a Florentyna.

A Melinda Salisbury, que me llevó a ver las mariposas.

A Chicken House y a todos los que están a bordo de ese barco: Elinor, Kesia, Esther, Laura M., Laura S., Jazz, Rachel H, y a mis editores: Barry Cunningham y Rachel Leyshon. A Rachel Hickman y a Helen Crawford-White por haber realizado otro precioso diseño. A mis colegas escritores de Chicken House: M. G. Leonard, Maz Evans, Lucy Strange, James Nicol, Ally Sherrick, Natasha Farrant, Sophia Bennett, Louise Gornall y Catherine Doyle; vuestros libros me han dado una oportunidad de escapar y ser feliz y me han brindado una gran inspiración.

A Maya y Mary Alice, mis compinches (y catadoras de vino).

A Oscar, Noodle y Luna. No he perdido la cabeza por completo; soy consciente de que los gatos no saben leer (¿o estoy equivocada?), pero este libro no existiría si algún que otro ronroneo vuestro sobre mi regazo.

A Sarvat, Daisy, Laura y Jessie; del mismo modo, sin nuestras salidas de escritoras, este libro no existiría. Todavía me provoca cierta tristeza que ninguna de vosotras ronronease en mi regazo.

A todo el mundo de Janklow & Nesbit, tanto en Reino Unido como en Estados Unidos. En especial a Hellie, por haberme guiado durante todo el proceso y por ser alguien en quien puedo confiar; y a Kirby, por responder todos y cada uno de los correos que he escrito en estado de neurosis.

Por último, como siempre, gracias a Tom, quien me inspiró a crear un personaje que ve el mundo de una forma ligeramente distinta. Gracias por leer todas las palabras de este libro en alto para mí y por poner las voces de los personajes. Tengo muchas ganas de vivir las aventuras que nos depara el futuro junto a ti, mi marido, y mi mejor amigo para toda la eternidad.






El mundo no perecerá por falta de maravillas, sino por no saber maravillarnos ante ellas.

J. B. S. Haldane

Glosario



Nanay: Madre

Ama: Padre

Lolo: Abuelo

Gumamela: Hibisco, flor muy común en Filipinas

Tadhana: Destino

Takipsilim: Crepúsculo

Habilin: Algo que se entrega a alguien para que lo guarde

Lihim: Secreto

Diwata: Espíritus guardianes, generalmente de la naturaleza

Pitaya: Fruta de dragón

Pahimakas: El último adiós


Isla de Culión, Filipinas, 1906



Hay lugares a los que no querrías ir.

Incluso si te dijera que tenemos océanos claros y azules como cielos de verano, llenos de tortugas y delfines o colinas cubiertas de bosques repletos de pájaros que cantan en el aire espeso y cálido. Aunque supieras lo hermosa que es la tranquilidad aquí, limpia y fresca como el sonido de una campana de cristal. Pero nadie viene hasta aquí porque lo desee.

Mi nanay me contó que fue así como la trajeron, pero también dice que siempre pasa igual y que no importa quién seas o de dónde vengas.

Desde tu casa viajas a caballo o a pie y luego en barco. Los hombres que empujan la barca se tapan la nariz y la boca con paños empapados en hierbas para no respirar el mismo aire que tú. No te ayudarán a subir al barco, aunque te duela la cabeza y lleves dos semanas con dolor de piernas hasta que prácticamente dejes de sentirlas. Quizá tropieces con ellos y entonces se apartarán. Dejarán que ruedes por el suelo e incluso que caigas al mar antes que tocarte. Así que te sientas y te aferras al hatillo de objetos, lo que has traído de tu casa, lo que has podido salvar antes de que la quemaran. Ropa, una muñeca, algunos libros, cartas de tu madre.

De alguna manera, siempre cae el crepúsculo cuando te acercas.

La isla cambia: de ser un punto oscuro se convierte en un paraíso verde en el horizonte. En lo alto de un acantilado coronado por una cruz que se inclina hacia el mar, hay un campo de flores blancas que cuelga extrañamente. Hasta que no te acercas no te das cuenta de que tiene la forma de un águila, y cuando estás más cerca comprendes que está hecha de piedras. Entonces tu corazón se endurece en tu pecho, como si los pétalos se convirtieran en guijarros. Nanay dice que todos los que viven en las islas cercanas conocen el significado del Águila Blanca, incluso en los lugares más remotos de nuestro mar. Quiere decir: aléjate. No te acerques aquí a menos que no tengas otro remedio.

El día se va oscureciendo cuando llegas al puerto, al bajar de la barca. Las estrellas empiezan a desplegar sus pequeñas lucecitas. Alguien vendrá. Lo entienden.

Los hombres que te han acompañado se van al instante, aunque estén cansados. No te han dirigido la palabra ni una sola vez durante los días o las horas que has pasado a su lado. El ruido de los remos se apaga en la distancia y solo se oyen las olas lamiendo la playa. Cuando regresen, quemarán la barca, igual que hicieron con tu casa.

Miras a la persona que ha venido a recibirte. Has cambiado, como las flores convertidas en piedras y el día en la noche. Ahora siempre serás más oscura, más pesada. Estarás marcada. Señalada.

Nanay dice que en el exterior, nuestro hogar tiene muchos nombres. La isla de los muertos vivientes. La isla sin retorno. La isla del fin del mundo.

Estás en Culión, donde los océanos son azules y claros como los cielos de verano. Culión, donde las tortugas cavan sus nidos en las playas y los árboles rebosan de fruta.

Culión, la isla de los leprosos.

Bienvenida a casa.

Un visitante


Yo tengo más suerte que la mayoría. Nací aquí, así que nunca he tenido que sufrir los insultos de la gente o alguien escupiéndote por la calle. Mi nanay ya estaba embarazada de mí cuando vinieron a buscarla, aunque no lo supo hasta que se bajó del barco. Un mes después de abandonar su casa, sintió unas mariposas en el estómago, como si fueran alas. Era yo creciendo en su vientre.

Nanay fue una de las primeras en llegar. La trajeron incluso antes que el águila. De hecho, ayudó a construirla, cuando yo aún era pequeña y revoloteaba a su alrededor o colgaba de su espalda bien atada. Cuando arrancaron de la playa los pedazos de coral teñido por el sol solo eran piedras; ahora se han convertido en un pájaro.

Se lo digo a nanay cuando tiene miedo, lo cual sucede a menudo, aunque intenta ocultarlo. «¿Ves?», le digo. «Ese pájaro de piedra de color de hueso también es hermoso». Lo que quiero decir es que incluso ahora que su cuerpo la está abandonando, ahora que se ha quedado chupada hasta los huesos, sigue siendo hermosa. Nanay replica: «Pero el significado de ese pájaro no es tan bonito, ¿verdad? Es el símbolo del Departamento de Salud. Significa que somos una isla maldita. Una isla de enfermedad».

A veces me gustaría que no lo viera todo tan triste de entrada.

Me he dado cuenta de que los adultos a menudo ven el lado malo de las cosas con más rapidez que los demás. En la escuela, las lecciones de la hermana Clara están llenas de pecado y de demonios; no hablan de amor y de amabilidad, como en las clases de la hermana Margaritte, aunque las dos imparten las enseñanzas de Dios y de la Iglesia. La hermana Margaritte es la monja más importante de la isla y la más buena también, así que prefiero escucharla a ella antes que a la hermana Clara.

Nanay tiene otros dioses, más pequeños, que guarda en el alféizar de la ventana o debajo de su almohada. No le gusta que vaya a la iglesia, pero las monjas insisten. Además, me gusta la hermana Margaritte. Tiene la boca ancha y las uñas más limpias que he visto jamás. «Tienes una carita muy seria», me comentó un día después de la misa, pero no lo dijo de una forma desagradable. Nanay dice que si aprieto tanto los ojos me saldrán arrugas, pero no puedo evitarlo: lo hago cuando reflexiono.

Ahora arrugo la cara, pero es por el sol. He encontrado un claro entre los árboles que hay al borde de nuestro jardín, y allí me he acuclillado para que mi cuerpo disfrute del frescor de la sombra y poder girar la cara hacia el azul del cielo. Es el domingo-día-del-descanso, así que no tengo que ir a la escuela y no hay misa hasta dentro de una hora.

Trato de observar a las mariposas. Hace tres veranos que nanay y yo plantamos semillas de flores en el terreno salvaje que hay al lado del horno, pero aún no han florecido. Nanay dice que la tierra no debe de ser fértil, que por eso no crecen las plantas que les gustan a las mariposas. Aún no he visto ninguna en el pueblo, pero estoy segura de que siempre están revoloteando a mi alrededor, igual que tu sombra desaparece cuando te giras para cazarla. Así que procuro mantenerme muy quieta, siempre que me acuerdo.

—¡Amihan!

—Estoy fuera, nanay.

Nanay parece cansada y la piel alrededor de sus ojos está tirante. Acaba de pronunciar mi nombre completo y el paño azul le cubre la cara, lo que significa que tenemos un visitante. No es una buena noticia, pero la verdad es que casi no tiene nariz. Cuando respira es como si el aire tuviera ganchos. Estar «Tocado» significa cosas distintas para cada cual. Para algunas personas es tener manchas de tinta rosa en las piernas y brazos. Para otras son moratones en la piel, como si hubieran caído en un montón de hojas venenosas o les hubieran picado un montón de avispas furiosas. Para nanay es la nariz y los dedos hinchados y el dolor, claro. Aunque es buena ocultándolo.

—La hermana Clara ha venido a vernos. Límpiate las rodillas y ven —dice.

Me sacudo la tierra de los pantalones y la sigo al interior de la casa. Hace calor en la habitación y nanay ha colocado vasijas con agua bajo las ventanas para refrescar el ambiente. La hermana Clara está de pie frente a la puerta abierta y no entra ni siquiera cuando llego yo. El doctor Tomas les dijo a todos que nadie se convierte en Tocado por respirar el mismo aire, pero parece que la hermana Clara no lo cree, porque jamás se acerca a mi nanay ni a los demás. Tampoco se acerca a mí, aunque yo estoy Limpia. Quizá no le gustan los niños, lo cual sería raro en una monja, especialmente si es maestra.

—Hola, hermana Clara —digo, porque así nos han enseñado, con una voz casi cantarina.

—Amihan —responde la hermana Clara. Lo dice como saludo, pero suena monocorde.

—¿Ha pasado algo, hermana? ¿Ha hecho algo malo? —pregunta nanay a través del paño—. ¿Qué ha sido esta vez? ¿Correr en la escuela, reírse en la iglesia?

—Hay una reunión en la iglesia esta tarde. La misa será más corta por eso —dice la hermana Clara, escueta—. Es de asistencia obligada.

—¿Algo más?

La hermana Clara sacude la cabeza y se va, casi maldiciéndonos:

—Dios os bendiga.

Nanay cierra la puerta de golpe tras ella con su vara.

—Que Dios la bendiga a usted.

¡Nanay!

Está sudando. Se quita el paño de la cara, lo cuelga en el pomo y se deja caer en el sillón.

—Lo siento, Ami. Esa mujer… —se contiene. Quiere decir algo, pero no se atreve, y cuando habla dice cuidadosamente—: No me gusta.

—¿Qué te pondrás para ir a la iglesia? —pregunto, tratando de distraerla.

Cuando la gente la trata como acaba de hacer la hermana Clara, como si fuera algo que vadear, sin mirarla a la cara, se enfada.

—Lo mismo que la última vez, supongo.

Eso fue hace mucho tiempo, cuando las monjas empezaron a trabajar aquí. De eso hace casi la mitad del tiempo que estoy viva. Ayudo a nanay a levantarse y cojea hasta la habitación para cambiarse, refunfuñando. Está tan enfadada que ni me atrevo a ofrecerle mi ayuda para abrocharle los botones.

Yo también me cambio; me pongo mi vestido azul. Nanay se pone su segundo mejor vestido. Creo que es su manera de demostrar lo que piensa de la Iglesia.

—Podríamos buscar más semillas de flores —digo para romper el silencio—. Y sembrarlas de nuevo en el jardín de las mariposas.

—No voy a perder más tiempo en eso. No vino ninguna mariposa el verano pasado, Ami —dice nanay—. No creo que Culión les guste.

Nos quedamos sentadas en silencio, yo con mi mejor vestido y nanay con su segundo mejor vestido, y esperamos hasta que llega la hora de salir.

La reunión


La iglesia es el edificio más bonito de la isla. Me gusta porque dentro siempre hace fresco, incluso ahora que el sol cae a plomo y calienta la arena hasta convertirla en carbón ardiendo en la playa, al pie de las rocas. Las paredes resplandecen blancas como el centro de un coral. Contemplar sus paredes brillantes como una llama en lo alto de la colina hace que el último tramo, más empinado, sea más llevadero, aunque fue bastante difícil para nanay la última vez.

Nos sentamos detrás de Capuno y Bondoc, que viven un poco más abajo de nuestra calle. Nanay no ha dicho amén ni una sola vez y tampoco se ha quedado de pie donde tenía que hacerlo, aunque quizá sea porque le duelen las piernas después de la escalada. Los otros niños de la escuela están sentados al fondo, apiñados en un grupo, como hacen después de clase. Las chicas inclinan sus cabezas y se ponen a murmurar cuando entramos. Sé que piensan que soy rara porque no me quedo a jugar después de clase, pero nanay me necesita para que la ayude en casa. Deslizo mi mano hacia la suya y la aprieto con fuerza. Ella es todas las amigas que necesito, aunque a veces me gustaría que las demás niñas no se pusieran a cuchichear al verme.

El padre Fernan está a punto de empezar la parte final de su sermón. Esta semana habla de la templanza y creo que eso quiere decir que no hay que beber alcohol, porque entristece a Dios cuando cantas muy alto por la calle. Espero que Bondoc preste atención; aunque su nombre significa montaña y tiene el aspecto de una montaña, cuando canta lo hace como una cabra estrangulada.

Capuno y Bondoc son dos hermanos. Capuno está Tocado y Bondoc no, pero aun así vino con su hermano a Culión. Capuno es tan pequeño como Bondoc es grande, pero posee una energía tranquila, como una corriente subterránea. Son dos de los hombres más buenos que conozco, aunque canten en plena calle porque no tienen suficiente templanza.

—Así que recordad. La próxima vez que paséis frente a la taberna —entona el padre Fernan— saludad al dueño y levantad las manos hacia Dios. Ahora, recemos.

Me dispongo a inclinar la cabeza, pero nanay suelta mi mano y se cruza de brazos. Las hermanas no se fijan porque a todos nos dicen que bajemos la mirada para hablar con Dios, aunque al parecer Él está por encima de nuestras cabezas, arriba en el cielo. El padre Fernan nos persigna y hay un silencio. Todo el mundo se pregunta qué viene ahora. El padre Fernan transforma su sombría expresión y esboza una sonrisa, lo que hace que la gente se relaje un poco y empiece a murmurar con su vecino de al lado. Nanay también relaja sus brazos. Me fijo en que se ha clavado las uñas en el brazo y se ha dejado marcas en la piel. La hermana Clara está sentada al lado del púlpito. La hermana Margaritte coloca otras tres sillas y luego se sienta en una de ellas.

Se oyen unos pasos avanzando por el pasillo y un hombre al que no he visto nunca avanza con el doctor Tomas, cuya expresión es muy solemne. El extraño lleva un traje de lino de color pálido y sostiene dos planchas de madera. Camina como una marioneta, levantando mucho los pies. El desconocido se instala en una de las sillas, muy rígido y estirado. Todos miramos expectantes al padre Fernan.

—Gracias por venir hoy —empieza, como si acabáramos de llegar—. Estamos aquí para hablar de unos cambios importantes que van a producirse en el pueblo. Serán cambios que al principio nos parecerán un poco extraños, pero debemos recordar el plan de Dios y confiar en Él.

La hermana Clara asiente gravemente, pero la ancha boca de la hermana Margaritte está muy cerrada, como si fuera un sobre sellado, y el doctor Tomas tiene aspecto apenado. Su rostro está encogido como un caramelo masticado.

—Al lado del doctor Tomas veréis a nuestro invitado especial, el señor Zamora. —Todas las cabezas se giran hacia él—. El señor Zamora trabaja para el gobierno en Manila. Y va a contaros lo que han pensado para el futuro de nuestra isla.

El extraño se despliega de la silla como un papel. Es tan alto y tan delgado que parece una mangosta con las patas erguidas. Las manos le cuelgan de las muñecas cuando da un paso adelante y se quita el sombrero, que no debería haberse dejado puesto dentro del recinto.

—Pacientes y familiares —dice, y ya sé que la cosa no irá bien. Ningún habitante de la isla piensa en los Tocados como pacientes, excepto quizá la hermana Clara—. Gracias por recibirme. He disfrutado mucho del servicio.

Tiene la voz grave y baja, lo cual no encaja demasiado con su aspecto delgaducho, y los labios hinchados como los de un pescado. Nanay está tensa a mi lado y, frente a mí, Bondoc se reclina contra el respaldo de madera y se cruza de brazos.

—El padre Fernan tiene razón. He venido a comunicaros unos cambios muy importantes, pero no os ha dicho que también son emocionantes. El gobierno tiene un plan increíble para Culión: vamos a avanzar hacia la Ilustración. —Cada sílaba de la palabra viene acompañada de un golpe en la palma de su mano—. Se está avanzando en la lucha contra la enfermedad que muchos sufrís aquí. Con todo el respeto hacia el doctor Tomas, los métodos que se emplean para el tratamiento de la enfermedad han evolucionado mucho fuera de la colonia. Ahora ya sabemos que la transmite ciertas bacterias y seguro que el doctor Tomas os ha indicado que la limpieza es esencial. Calculamos que, dentro de la esperanza de vida de vuestros hijos, será posible encontrar una cura para la lepra.

Hay una exclamación colectiva y nanay parpadea, sobresaltada. Nunca utilizamos esa palabra aquí. Me pican las palmas de la mano. De repente hace un calor asfixiante en la iglesia.

—Pero, hasta ese día, debemos llevar a cabo unos cambios. Es imperativo prevenir el contagio de la enfermedad. El gobierno ha sido informado de que muchos de vosotros esperáis hijos. Sé que el padre Fernan y las monjas os habrán aconsejado que la abstinencia es la mejor opción, pero ¿qué sucederá con los bebés que nazcan libres de la enfermedad? ¿Acaso ellos también deben vivir como leprosos?

Ahora ha encontrado su ritmo y se pasea frente al público con sus piernas delgadas como agujas, agitando las manos. Mientras tanto, la gente ya no escucha en silencio. Susurran furiosos y el ruido se eleva como gotas de agua salpicando brasas ardiendo. Nanay me aprieta la mano con fuerza.

—¡Nosotros nos negamos! —continúa el señor Zamora, como si las oleadas de susurros fueran aplausos—. ¡Vamos a salvar a los inocentes de Culión y vamos a darles una vida mejor! ¿Acaso no es lo que todos los padres querrían para sus hijos? ¿Un futuro, una vida mejor? A partir de ahora, facilitaremos esa oportunidad mediante un proceso de segregación.

Repentinamente, se vuelve hacia las dos planchas de madera reclinadas contra su silla, y las levanta, una en cada mano. En una pone «Sano» y en la otra «Leproso».

Bondoc se pone en pie, con más aspecto de montaña que nunca. Está temblando cuando agarra la mano de Capuno y se lo lleva pasillo arriba, a un pie del señor Zamora. Me parece que va a golpearlo, pero se queda quieto, con los puños apretados.

—¿Qué significa esto? —dice, furioso.

La hermana Margaritte también se ha puesto en pie y va hacia él, hablando suavemente. El señor Zamora dibuja una sonrisa con sus labios de pez.

—Estaba a punto de explicarlo —dice.

—Pues hágalo. Y escoja mejores palabras que las que ha empleado —dice Bondoc, permitiendo que la hermana Margaritte lo acompañe de nuevo hacia el banco en primera fila.

—Por favor, se trata de nuestro invitado… —dice el padre Fernan, pero el señor Zamora levanta la mano igual que la hermana Clara cuando estamos en clase e inclina la cabeza como si dijera por supuesto. Vuelve a mostrar los carteles de madera.

—«Sano», es decir, limpio. «Leproso», enfermo —dice.

—Sabemos leer —murmura Capuno.

—Colocaremos estos carteles en la isla. Los que estén sanos deberán permanecer en las zonas habilitadas para ellos. Los que estén enfermos tendrán que quedarse en sus recintos.

—Pero ¿y las familias? —dice nanay, soltando mi mano y poniéndose en pie tan rápidamente como Bondoc, aunque ella no se acerca al señor Zamora.

—¿Cómo?

—¿Qué pasa con las familias?

—No la oigo —dice. Pero sí la oye. Todos lo sabemos.

Nanay también lo sabe, pero al cabo de un instante se quita el paño que envuelve su cabeza. Cuando hace falta es muy valiente. La hermana Clara aparta la vista con disgusto, pero el señor Zamora se la queda mirando, y es mucho peor.

—He dicho: ¿qué pasa con las familias? Yo he tenido descendencia. Mi hija, que está sana y limpia, vive conmigo, con su obviamente sucia y enferma madre. Ha vivido conmigo toda su vida. Y, a pesar de eso, sigue sana, a pesar de todos los intentos de mi enfermedad por contagiarla. ¿Qué propone en estos casos?

Su voz es un reto, su lengua la punta de la espada.

El señor Zamora se humedece los labios.

—Es lo que iba a abordar, antes de que me interrumpiera.

Nanay inspira profundamente disponiéndose a replicar, pero el padre Fernan se pone en pie y abre las manos, como cuando demuestra que Dios abre Su corazón hacia su rebaño.

—Por favor, hija. Deja que nuestro invitado termine.

Es una traición. Lo siento así, y lo sé con tanta seguridad como el sudor que empapa mis manos. Nos está traicionando. Nanay se hunde en el asiento y no vuelve a tocar mi mano, así que soy yo quien aprieta su muñeca, para demostrarle lo orgullosa que estoy de ella.

—Se trata de un intento de reducir la propagación del Mycobacterium leprae —dice el señor Zamora, haciéndose el importante—. Esa es la enfermedad que la ha dejado sin nariz. ¿Su hija es la niña que está sentada a su lado? —No espera a que responda y prosigue—. ¿Cómo se sentiría si terminara con el mismo aspecto que usted?

Alguien debería decir algo, pero mi voz ha quedado atrapada en mi garganta. La hermana Margaritte hace un movimiento involuntario y el padre Fernan levanta la mano en su dirección igual que hizo el señor Zamora con él, y el extraño sigue paseándose por el estrado.

—No lo hacemos por placer, ¡claro que no! Este lugar es un agujero financiero para el presupuesto del gobierno, pero os hemos dado un buen hogar.

—¡Llevamos años aquí! —grita Bondoc—. En algunos casos, generaciones. No nos habéis dado nada…

El señor Zamora lo interrumpe y prosigue, haciendo caso omiso:

—Vamos a implantar la segregación para salvar a los inocentes. —No entiendo por qué sigue utilizando esa palabra—. Daremos a la gente sana un futuro. Me han nombrado responsable de unas instalaciones en la isla de Corón…

Corón es la isla vecina. Se puede ver desde Culión, sobre las colinas del este, si el día está despejado, algo que sucede a menudo. Pero es una manchita baja, como si un dedo grasiento hubiera rozado el distante cristal del horizonte. Está demasiado lejos para que un habitante de Culión salude a uno de Corón con la mano, y este lo vea.

—¿Instalaciones? —interrumpe la hermana Margaritte—. ¿Como un asilo?

—Un orfanato —dice el señor Zamora.

—Pero estos niños tienen padres —dice la hermana, con voz temblorosa. Nanay me agarra la mano—. Sus padres no han muerto.

—Pero están enfermos, hermana. Y viven en lo que será la colonia de leprosos más grande del mundo en menos de tres años, si nuestras proyecciones son correctas. Voy a liderar el programa piloto de Corón, donde dirigiré un orfanato para dar una mejor calidad de vida a los niños de Culión. Vivirán con otros niños sanos, lejos de la enfermedad y de la muerte. Cuando crezcan, podrán trabajar en el continente, en Manila y más allá. La enfermedad desaparecerá…

—Quiere decir que nosotros desapareceremos, ¿verdad, señor Zamora? —La voz de Capuno es suave, pero el reto de su voz detiene al hombre del traje en seco. Mira a Capuno y su silencio es peor que si asintiera. Todos los asistentes se sobresaltan cuando prosigue.

—El plan de segregación tiene todo el apoyo del gobierno. El padre Fernan también nos ha dado su bendición, y esta mañana el doctor Tomas ha firmado el acuerdo que ya habían adoptado más de setenta expertos mundiales de América, India, China y España.

El cura y el médico miran al suelo mientras el señor Zamora saca un sobre del bolsillo superior de su chaqueta, blandiendo lo que imagino que es el acuerdo. El doctor Tomas lo ha firmado y el padre Fernan ha dado su bendición. Un montón de expertos de más allá de los mares también están de acuerdo. Todo el mundo está en nuestra contra.

—Todos creen que esta es la mejor… no, la única solución posible. En los próximos días llegarán refuerzos del gobierno para garantizar que todo se desarrolle sin incidentes. Las hermanas, casa por casa, calle por calle, acompañarán a las familias al hospital para someterse a un examen médico. Es el principio de una nueva era.

Es el fin. Nadie abre la boca ni cuestiona al señor Zamora. Los pedazos de madera están apoyados contra el estrado, frente al púlpito.

«Sano». «Leproso».

Se me ha olvidado cómo se respira.

Artículo XV


A la mañana siguiente han brotado postes de bambú al final de cada calle. De cada uno de ellos cuelga un pedazo de madera, y en él, una nota escrita. Al principio de la nota hay un mapa de la isla de Culión con círculos rojos que muestran dónde están las áreas para sanos y para leprosos. Todos los carteles dicen lo mismo, una y otra vez. Me llevo uno y se lo muestro a nanay. Hoy le duele el pie y por eso no puede salir de la cama y verlo por sí misma.

ARTÍCULO XV, CAPÍTULO 37

DEL CÓDIGO ADMINISTRATIVO

Segregación de personas con lepra


I. Todas las personas de la isla de Culión deben someterse a una inspección médica para determinar la presencia o ausencia de lepra.

II. En el caso de que se certifique que la persona es leprosa quedará marcada para segregación dentro de las áreas designadas a tal efecto en el pueblo de Culión con prohibición terminante de entrar en las áreas habilitadas para las personas sanas.

III. Si un adulto mayor de dieciocho años no tiene lepra, el director de Sanidad autoriza a esa persona a permanecer en el pueblo de Culión dentro de las áreas habilitadas para los sanos. Bajo supervisión autorizada podrán realizarse visitas a las áreas de leprosos.

IV. Si un niño menor de dieciocho años no padece lepra, pasará a estar al cuidado del director de Sanidad o de su representante autorizado. En este caso, será trasladado al orfanato de Corón.

Hay más reglas, pero dejo de leer después del punto IV, porque me dice todo lo que necesito saber. Soy menor de dieciocho años, así que estoy obligada a ir a Corón. Al pie de cada cartel está escrito en letras rojas: