© de la obra: Iria G. Parente y Selene M. Pascual, 2019

© del mapa y los detalles que acompañan el texto: Lehanan Aida y

Alejandra Hg, 2019

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

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www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: marzo de 2020

Edición Digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-17834-43-2

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

A todas las personas que luchan por sus sueños, por seguir adelante, por la libertad, por la justicia. Por el futuro. Y, sobre todo, a todas las personas que, de alguna manera, ya vivís en Marabilia.

barco

REINOS DE CRISTAL

nadim

Lynne

—Bienvenida a casa, mi reina.

Las palabras con las que Arthmael me recibe de nuevo en Silfos, en su abrazo, me hacen sentir tan feliz como asustada. Sin embargo, el primer sentimiento gana al segundo cuando nuestros labios se reencuentran, como tantas otras veces durante los diez años que hemos estado separados. Diez años tan largos, tan llenos de despedidas y añoranza, que habían convertido un momento como este en algo extraño e impensable, una quimera que quizá no estaba destinada a suceder jamás.

Pero ha sucedido. He vuelto a Silfos después de haber dejado este reino y todo lo que conocía en él durante demasiado tiempo. He vuelto al castillo, donde una vez su rey recién coronado me pidió que me casara con él y me prometió esperarme durante una eternidad si era necesario.

No ha sido una eternidad, aunque lo ha parecido.

Arthmael da una vuelta sobre sí mismo conmigo en brazos, lo que nos arranca otra risa. Sólo después de eso me permite volver a posar los pies en el suelo, pero ni siquiera entonces sus manos se alejan de mi cintura. Yo tampoco hago ademán de separarme, aunque me esfuerzo por tener más entereza de la que él muestra.

—Todavía no me han coronado como para que digas tan alegremente que soy tu reina. De hecho, no lo repetiría muy alto: creo que los guardias ya se han quedado suficientemente conmocionados al ver cómo te has lanzado hacia mí como para además enterarse así de que Silfos por fin va a tener una soberana.

Echo un vistazo por encima de mi hombro a los soldados apostados en los distintos lados del patio de armas. Algunos se dan cuenta de que tanto su rey como yo les miramos y deciden apartar la vista a sus botas o al cielo, pero soy consciente de que ya deben de estar preguntándose quién es esa muchacha de la trenza que ha aparecido de la nada y desde cuándo tiene una relación tan estrecha con su rey. Trato de no pensar en que el rumor correrá por el palacio, y quizá más allá, en cuanto dejen sus puestos.

Por el contrario, a Arthmael nunca le ha importado ser el centro de atención, así que no me sorprende que él tan sólo se ría. Es imposible no sentirme contagiada por su despreocupación y su felicidad. Supongo que le he hecho esperar demasiado y no va a dejar que, ahora que estoy aquí, alguien le quite ni un segundo de mi presencia.

—Que miren —dice. Después se inclina hacia mí para bajar la voz y susurrar en mi oído—: Que se fijen bien en la reina que he elegido, tenga o no una corona sobre sus cabellos. Que hablen si quieren, porque ya no tenemos que escondernos más.

Como si quisiera dejar claro que no le va a permitir a nuestra relación ni un segundo más de secretismo, toma mi rostro entre sus dedos y me besa en un gesto fugaz al que ni siquiera me da tiempo a responder. Entonces su mano coge la mía, presionando su boca contra mis nudillos un segundo antes de tirar de mí hacia la entrada del castillo.

—Ven. Creo que tienes que contarme muchas cosas.

Mis ojos vuelven a los guardias para fijarme en cómo nos siguen con la mirada antes de comenzar a murmurar. Supongo que voy a tener que acostumbrarme a la exposición, pero no es una idea que me haga demasiada gracia, así que dirijo de nuevo la vista hacia Arth-mael mientras entramos en el vestíbulo.

—¿Crees que yo tengo que contarte cosas a ti? Más bien debería ser al revés. Voy a tener que ponerme al día si realmente quieres una reina y no sólo a una mercader con un aro de metal en la cabeza.

Que es exactamente lo que mucha gente verá, cuando no a una simple plebeya, por más que sea una gran mercader. Es otra de las cosas en las que trato de no pensar, quizá porque si lo hubiera pensado demasiado jamás habría vuelto.

A Arthmael, por supuesto, eso no le podría importar menos. Nunca lo hizo y tampoco va a pararse a pensar en ello ahora, por eso su sonrisa y el brillo de sus ojos, de niño emocionado más que de adulto con mil responsabilidades a sus espaldas, no pierden ni un ápice de su fuerza.

—Hablas como si no hubiese pasado los últimos diez años de mi vida diciéndote cómo es ser rey. O como si no tuvieras una lista de mejoras para el reino oculta en la manga de tu camisa. De hecho, estoy seguro de que has pasado las últimas lunas entre libros de historia y sabes recitar los nombres de mis antepasados mejor que yo.

Está equivocado. No me he pasado los últimos meses haciendo tal cosa, eso es ridículo.

He necesitado al menos un par de años.

—Si no fuera así —digo con una sonrisa divertida—, Jacques nunca me aceptaría.

La mención a su eficiente hermanastro le arranca un resoplido.

—Te aseguro que Jacques te querrá a ti más que a mí en cuanto vea cómo trabajas.

—¿Quién te dice que no lo hago ya?

Los dos levantamos la vista. Jacques, precisamente, está bajando las escaleras principales con la calma que lo caracteriza, tan distinta de la energía con la que Arthmael realiza cada movimiento. No ha cambiado demasiado en estos diez años que llevo sin verlo, más allá del simple paso del tiempo, aunque parece más feliz que la última vez, cuando una mujer le rompió el corazón al revelarse como una traidora que lo había usado cuando él habría dado su vida por ella. Su hijo, el príncipe Brydon, va de su mano y nos mira a todos con ojos llenos de una creciente curiosidad. Supongo que ha sido el pequeño el que ha informado de mi presencia a su padre y por eso este no parece sorprendido. Cuando él y Brydon se presentan ante nosotros, el príncipe hace una elegante inclinación de cabeza ante mí.

—Lynne.

—Jacques —le saludo a su vez—. Sé que me he hecho de rogar un poco, pero por fin vengo a prestarte ayuda con el niño. Y no me refiero a Brydon, evidentemente.

Brydon ladea la cabeza, inocente, pero a Arthmael se le borra la sonrisa cuando entiende la burla.

—¿Os vais a compinchar contra mí? Porque, si es así, este palacio se queda pequeño para todos.

—¿Conoces a la aventurera, papá?

Brydon me mira como si fuera un descubrimiento apasionante. Parece que haberle dado unos caramelos de Nryan cuando he solicitado ver al rey ha sido suficiente para ganarme la fama de viajera de tierras lejanas.

—Es una vieja amiga de la familia —le informa su padre. Supongo que es una manera de decirlo.

—¿Y va a ser tu reina, tío Arthy? —pregunta, casi conteniendo la respiración.

Arthmael parece tener la misma edad que el niño cuando se acuclilla ante él.

—No creo que encuentre una más guapa, ¿tú qué piensas?

Pongo los ojos en blanco, aunque intento con todas mis fuerzas no ruborizarme ante el estudio al que me somete el más pequeño. Jacques se ríe.

—Entonces, ¿es definitivo? ¿He de enviar mensajeros a todos los reinos para anunciar el compromiso?

La pregunta me pilla un poco por sorpresa. Soy consciente de que el anuncio es algo que deberá hacerse en algún momento, pero apenas he traspasado la puerta de entrada. Trago saliva, sintiendo un repentino nudo en el estómago que trato con todas mis fuerzas de anular.

—Es…, es definitivo, aunque lo de los mensajeros… Quiero decir, ¿tiene que anunciarse por todo lo grande? ¿Y tan pronto? No es como si nos fuéramos a casar mañana… —Por un segundo dudo y miro a Arthmael—. No nos vamos a casar mañana, ¿verdad?

Él se ríe. Creo que no entiende que lo pregunto casi en serio.

—Claro que no. Pero es normal que se haga saber a toda Marabilia que hay una futura reina.

—Es mejor hacerlo antes de que se haga público por otro lado —apoya Jacques—. Es una mera formalidad. Podemos esperar si no te sientes cómoda.

Arthmael parece salir de algún tipo de nube en ese momento, cuando parpadea.

—¿Por qué no se iba a sentir cómoda? —Se fija en mí mientras se pone en pie de nuevo—. ¿Te molesta que se anuncie?

—No —me apresuro a responder—. No, claro que no. No me molesta. Es sólo… —Dudo. Mis dedos juegan con las puntas de mi trenza—. Acabo de llegar. No quiero que sea precipitado.

—¿Precipitado? Llevamos prometidos diez años.

Tiene razón. Y aun así…

—Eso nadie lo sabe —musito—. No es lo mismo una promesa entre nosotros que un anuncio público a todo el continente.

—Pero es…

—No debí sacarlo a relucir —ataja Jacques, sin querer ser fuente de incomodidad. Una parte de mí se lo agradece—. Quizá sí que sea precipitado, y de todos modos la gente habla incluso sin motivos para ello. Esperaremos unos días. ¿Debería enseñarle a Lynne su cuarto?

Eso nos distrae tanto a Arthmael como a mí. Él es quien frunce el ceño.

—Lynne duerme conmigo…

Estoy dispuesta a apoyarlo, a decir que no he vuelto para pasar las noches en otro dormitorio, cuando Jacques carraspea.

—Eso que dará que hablar a la gente, Arthmael, y con razones.

Hago un mohín. Supongo que tiene razón. Si los soldados ya comentan nuestro reencuentro en el patio de armas, al resto de personal de palacio no le pasará desapercibido que compartamos cama. No queremos empezar esto con más escándalos, porque un rey contrayendo matrimonio con alguien que no tiene ni el más mínimo rastro de sangre noble en sus venas ya será más que suficiente.

Siento otro pequeño nudo en el estómago, pero me obligo a deshacerlo cuando tomo aire.

—Adina venía detrás de mí con mis cosas. Cuanto antes sepa cuál será mi cuarto, antes podré empezar a acomodarme.

Jacques asiente, pese a que Arthmael me mira como si hubiera cometido una traición imperdonable al acceder a la recomendación de su hermano. Dejo que el príncipe y su hijo se adelanten antes de coger sus dedos para hacer que se incline y acerco mis labios a su oído.

—Tendré mi cuarto, pero nada impide al rey pasearse por las habitaciones de su palacio a las horas que se le antojen…

La sonrisa regresa a su boca. Es tan sencillo como eso. Al fin y al cabo, ahora nos tenemos a unos pasos de distancia y no a varios océanos.

Arthmael tira de mí y yo lo sigo.

Empieza una nueva vida.

nadim

Arthmael

Hay una leyenda en Silfos que habla de que, una vez, un príncipe del reino se enamoró de una hechicera. Probablemente no la conocía mucho más allá de haberla visto en el mercado, por lo que insinúa la historia, pero el príncipe se quedó prendado y empezó a proclamar por los rincones que la amaba y que nunca dejaría de hacerlo ni aunque la Muerte se lo llevase.

Un día, un mendigo se acercó a él y le preguntó cómo se llamaba su amada. El príncipe no supo responder, así que dijo simplemente que los nombres no eran más que palabras y que sus sentimientos estaban mucho más allá de eso. El pordiosero le preguntó entonces si reconocería a su amada entre todas las doncellas del reino e, hinchándose con la soberbia de la juventud, el enamorado le aseguró que solamente necesitaría que sus ojos se encontraran para reconocer a la mujer que le había robado el corazón, incluso si ella tomase otra forma con su magia.

Cuando era pequeño, no me sorprendí cuando mi madre me contó que el mendigo resultó ser en realidad la hechicera, que se había cansado de oírlo clamar su amor y quería darle una lección. Ahora, años después de escuchar por primera vez el cuento, me pregunto si una hechicera podría transformarse en Lynne y tratar de engañarme, si sería posible que fuera otra persona la que estuviese sentada en el alféizar, con la noche a sus espaldas, pasándose el cepillo por los cabellos.

Cuando alza la mirada, no me atrevo a decir que reconocería esos ojos entre un mar de otros idénticos, pero cuando sonríe sé que lo que produce en mí, el calor en el pecho y el corazón acelerado, es un sentimiento que sólo ella puede provocarme.

—Realmente estás aquí —murmuro tras cerrar la puerta con cuidado. Y no es hasta entonces, hasta que ella enarca las cejas y la diversión brilla en sus ojos, que me doy cuenta de que una parte de mí se negaba a creer que la mujer a la que quiero había vuelto.

La comprensión de que no es un sueño, de que es tan real como todo lo demás en este cuarto, hace que me piquen las yemas de los dedos por la necesidad de tocarla. Puede que haya pasado la tarde a su lado, con Jacques y un más que encantado Brydon que le ha hecho mil preguntas sobre sus aventuras, pero siento que no había podido estar con ella de verdad hasta ahora.

Lynne no dice nada mientras me acerco. Mientras me siento a su lado y alzo mi mano. Los rizos que enmarcan su rostro. La curva de su mejilla. El pequeño arco invertido que corona su labio superior. Me fijo en cada detalle bajo la tenue luz de la habitación, estudiando en silencio el rostro que tantas veces he visto a lo largo de los años, consciente de los pequeños cambios desde el día que la conocí en un oscuro callejón. Entonces ninguno de los dos éramos quienes estamos aquí, ahora, mirándonos. Ella estaba demasiado lejos de mi alcance, llena de secretos y misterio, y de un dolor que no había pedido; yo creía tener el poder sobre todo el mundo cuando no lo tenía ni sobre mí mismo.

—¿Qué ocurre?

Por lo general, me considero un hombre elocuente, pero esta vez las palabras no me salen como deberían. Hay el más leve temblor en mi voz:

—Que estás aquí —repito.

Lynne ríe. Sé que piensa que soy un bobo. Puede que lo sea. Arthmael I el Embobado. Estoy seguro de que eso divertiría a los nobles de Silfos.

—Y ya no voy a irme a ninguna parte —me asegura al tiempo que ladea la cabeza hacia mi mano, como si pretendiese convencerme de que es real.

—¿Significa eso que te gusta el castillo?

—¿Alguna vez ha importado cómo sea el lugar en el que estemos?

Hay muchas cosas que no importan cuando estamos juntos. Me gustaría decir que nada importa cuando se sienta a mi lado o me coge la mano, pero no soy idiota. Los problemas no desaparecen simplemente porque una persona camine junto a ti.

—No, pero quiero que estés cómoda. Quiero… que te guste este lugar. Que te guste la gente que vive y trabaja aquí. Quiero que seas feliz.

Casi siento vergüenza cuando su expresión risueña se transforma en ternura. Cuando pasa las piernas sobre mi regazo. Apoyo los dedos en su espalda cuando Lynne me rodea los hombros con un brazo.

—Voy a necesitar un tiempo para acostumbrarme, Arthmael. Llevo diez años viviendo en habitaciones de posada siempre que no estoy en el Sueño. Todo será nuevo para mí. —Un titubeo—. Por eso también creo que… es demasiado pronto para anunciarle el compromiso a toda Marabilia. ¿Lo entiendes?

No parece segura de mi respuesta. Creo que ni siquiera yo lo estoy. Sé que es difícil. Sé que son muchas cosas nuevas, muchos cambios.

—¿Tienes miedo?

La pregunta escapa de mis labios sin pensar. Mis dedos se aferran un poco más a ella cuando se tensa. La chica de hielo que conocí todavía está ahí, asustada de admitir cómo se siente a veces. ¿O es sólo mi impresión?

Apartamos los ojos, aunque creo que es por razones diferentes.

Siento la tentación de pedirle perdón, de decirle que está bien, pero ella se me adelanta:

—Nadie puede quitarme ya todo lo que he conseguido —dice con el ceño fruncido, su expresión dura de pronto. No se me escapa que en realidad no responde directamente a mi pregunta—. Pero no soy tan estúpida como para pensar que mi presencia aquí gustará a todo el mundo. Y necesitamos estar preparados para lo que pueda venir. Así que tenemos que medir muy bien nuestras acciones. Y eso implica anunciar el compromiso cuando sea el momento.

Su fría lógica me ata los pies al suelo.

—Sé que no va a ser fácil, Lynne —concedo—. Pero esto, nosotros, siempre ha merecido la pena. Incluso si no le gusta a todo el mundo, tenemos derecho a elegir sobre nuestras vidas.

—Quién me iba a decir hace diez años que algún día llegaría a oír al egocéntrico príncipe de Silfos hablar así —bromea tras un momento de silencio para terminar de romper la tensión—. Parece que has madurado bastante.

—Sólo intento impresionar a la mujer que me gusta. No tengas demasiadas esperanzas.

Su risa choca contra mis labios cuando acerca el rostro para besarme. Su cuerpo se relaja al sentir mi abrazo y estrechamos la distancia que nos separa hasta que no queda más que el susurro de nuestra ropa entre nosotros.

Es ella la que decide cuándo mi boca deja la suya. Su sabor, incluso cuando se aparta, permanece sobre mi lengua. Nuestros ojos se encuentran al tiempo que lo hace el suspiro que se nos escapa de los labios, aunque sus dedos me desconcentran un poco cuando empieza a jugar con los bordes de mi casaca.

—En unos días me habré asentado —me promete—. En unos días habré asimilado lo que está pasando. Y entonces lo anunciaremos. Dejará de ser un secreto o un rumor.

De alguna manera, sus titubeos, la forma de pronunciar cada palabra, me responde a la pregunta que no ha tenido contestación en voz alta: Lynne está asustada. La conversación que hemos tenido me lo grita, y yo me siento un poco culpable por lo que pueda haber sentido al llegar, besándola en el patio o diciéndole a Jacques que dormiría conmigo.

Son muchos cambios, para ella más que para mí, y no tengo derecho a pedirle más de lo que ofrece. No. No quiero pedirle más. Todo será a su ritmo. Todo irá bien.

Esperaría otros diez años por ella si hiciera falta.

—Los días que necesites. El tiempo que necesites.

Sus manos van a las mías. Nuestros dedos se hacen hueco entre los del otro. Creo que me va a besar cuando se echa hacia delante de nuevo, pero sólo apoya su frente contra la mía. Lynne cierra los ojos. Yo sólo puedo observar, embrujado, la sombra de sus pestañas sobre su piel. Sus cabellos me hacen cosquillas en las mejillas.

—Y Arthmael…

Durante un instante, me olvido de responder. Le coloco un cúmulo de rizos tras la oreja con cuidado y ella abre los ojos de nuevo.

—¿Sí?

Su mano en mi mejilla, rozándome la sombra de la barba.

—Por difíciles que se puedan poner las cosas, no dejaré que nada ni nadie nos vuelva a separar —me promete—. Ni por todo el oro de Marabilia.

nadim

Hazan

Cada vez que pongo los pies en el Taller es como la primera vez que lo vi, cuando por fin estuvo acabado. Hace casi siete años, tenía un aspecto muy similar al que todavía conserva, aunque parecía mucho más nuevo: por aquel entonces, las superficies de las mesas estaban impolutas y la gente que iba a participar durante aquellos primeros meses en nuestro proyecto entró por la puerta con los ojos llenos de curiosidad y esperanza. Supongo que yo también me debía de ver así, más joven incluso de lo que era dentro de mi nueva túnica de trabajo, casi un niño en comparación con la figura altiva y segura de Ariadne, que entró delante de mí pisando fuerte y haciéndose dueña de toda la sala. Recuerdo cómo miró alrededor mientras yo contenía la respiración y daba su visto bueno con un asentimiento. Recuerdo los nervios de los primeros días, el no saber muy bien qué hacer, el sentirme diminuto en un papel para el que no estaba preparado. Un papel que no había sabido que quería tener hasta hacía poco tiempo.

A día de hoy, una parte de mí se sigue resistiendo a creer que he crecido. Sigo siendo el Hazan de diecisiete años para algunas cosas, sin rumbo fijo, sin las certezas que muchos esperan de un hombre adulto.

Pero no he vuelto a tener dudas sobre el sitio al que pertenezco.

Me apoyo en la balaustrada, desde la que puedo contemplar la extensión de nuestro pequeño Taller, donde los trabajadores se mueven como hormigas atareadas de aquí para allá. En el aire flota el sonido del constante tintineo del metal y el burbujeo de pociones y mezclas alquímicas. Pese a que los aromas deberían chocar, a que no debería predominar ninguno en especial, sigue oliendo a la Torre: a piedra y libros viejos y magia, aunque ese no es un perfume fácil de describir. Hace un calor que nos mantiene las mejillas encendidas a la mayoría y, sin embargo, no me importa, porque he aprendido a relacionar esas sensaciones con el progreso. Con los avances que hacemos aquí.

Un golpecito en la cabeza me saca de mi ensimismamiento. Aunque no me hace daño, me toco los cabellos y me giro a tiempo de ver a Ariadne separarse un paso. Lleva una carta en la mano y tiene una ceja enarcada, con una pregunta en los ojos y una reprimenda en la punta de la lengua:

—Quizá deberíamos buscarnos un encargado para el Taller que no se pase medio día mirando a la nada.

Hago un mohín, pero mis ojos siguen con curiosidad la mano que sostiene el pergamino, tan diferente del papel que los Talleres han empezado a fabricar y que hemos presentado como una alternativa mucho más barata para todo el mundo.

—¿Qué es eso? —pregunto, ignorando su toque de atención. Sé que está de broma. En el fondo, cree que trabajo bien y me tiene en bastante estima, aunque no es algo que Ariadne me diría a la cara. Pero Clarence me lo recuerda por ella.

—Es para ti —dice, leyendo la pulcra caligrafía con la que alguien ha escrito mi nombre. La reconozco al instante: me parece ver la mano de Lynne en las marcas apretadas que deletrean mi nombre.

Pero cuando me echo hacia delante con intención de cogerla, Ariadne levanta el brazo y pone mi objetivo fuera del alcance. Es más alta que yo, casi tanto como Clarence, y parece muy orgullosa de verme desde arriba.

—No sé si debería. Estabas demasiado distraído hace un momento, así que no sé si podrás concentrarte en la lectura…

—¡Sólo me tomaba un descanso! —protesto—. ¡No seas cruel!

Ariadne adopta una expresión inocente que no me resulta muy convincente, sobre todo cuando lanza la carta al aire y esta empieza a trazar el rumbo errático de una mariposa.

—¿Cruel? ¿Yo?

Gruño en respuesta, intentando cazar el objeto que aletea a mi alrededor. La más leve de las sonrisas ha aparecido en los labios de mi compañera, que me observa con obvia diversión.

Hasta que el vuelo se detiene de repente y se alza una última vez antes de caer sobre la palma abierta de Clarence. La sonrisa de Ari cambia a una mueca de resignación y ambos nos fijamos en la figura vestida de negro que se apoya contra el arco en la piedra que separa al Taller del resto de la Torre.

—Pensaba que esto era el Taller, donde sus dos encargados adultos se esfuerzan por sacar adelante grandes avances para Marabilia, pero aparentemente me he topado con una de las clases de los aprendices más jóvenes.

Pese a que su intervención tiene tono de profesor exasperado, reconozco el brillo en sus ojos y la sonrisa que tironea de sus labios.

—¡Ha sido Ariadne! —me quejo.

Como si fuera uno de los alumnos de la Torre, me acerco a él en busca de protección… y de la carta. Al poner mi mano sobre ella, Clarence no se resiste a dármela, aunque sí que se inclina sobre mi rostro y me pide un beso (que yo le regalo de buena gana) antes de entregarme mi correspondencia.

—Deberíamos buscarle pareja —le susurro, puede que con un poco de maldad— para que tenga a alguien nuevo a quien molestar.

Ariadne se aparta la melena rubia que cae en cascada sobre el hombro para dejarme claro que me ha oído.

—No ha nacido la persona que esté a mi altura.

Clarence ríe, pero no responde y se acerca para echar al menos un vistazo a la misiva. Se lo pongo más fácil apoyándome contra él y alzando un poco la hoja.

—¿Es de Lynne? —pregunta.

Yo no respondo de inmediato. Las letras toman una forma extraña en mi cabeza. Durante unos minutos, repaso las líneas con cuidado, intentando no saltarme nada por la emoción. Pero es más fácil decirlo que hacerlo: una parte de mí quiere acabar antes y termino por ponerme más nervioso de lo que quiero admitir.

«He vuelto a Silfos después de diez años —ha escrito—. Quería que te enterases antes de que se haga oficial, cosa que ocurrirá en unos días».

Clarence me sujeta contra su cuerpo con un poco más de fuerza.

—¿Y bien? —insiste.

Su aliento tan cercano me hace estremecer. Pero eso es también todo lo que necesito para volver a la realidad. Para que las piezas terminen de encajar en mi cabeza y formen la imagen perfecta que llevo años deseando ver.

—¡Se van a casar! ¡Van a anunciar su compromiso de verdad!

Me giro hacia mis acompañantes.

—Arthmael no debe de caber en sí de gozo —sonríe Clarence.

—Lo que quieres decir es que ese pobre idiota no se cree su suerte —replica Ari, que ha cruzado los brazos sobre el pecho y tiene las cejas alzadas—. Y estoy completamente de acuerdo.

—Eso es muy injusto —le reprocho, mirándola—. Arthmael es una buena persona, tanto como Lynne. Por eso se merecen el uno al otro y juntos forman el equipo perfecto. ¡Es amor verdadero! Serán un matrimonio feliz y los reyes que Silfos necesita.

Ariadne sabe que no puede negarlo. Ha visto sus auras, como yo. Ha comprobado que tienen los bordes dorados y que se buscan siempre como si estuvieran abrazándose. Aunque hace mucho que no pasan juntos por aquí, un vistazo hace siete años fue suficiente para que a los presentes se nos quedara la imagen bien guardada en la cabeza.

—Lo que tú digas. Me vuelvo al trabajo: al contrario que otros, yo tengo mucho que hacer.

Como si ya hubiera terminado con su misión aquí (según Clarence, su objetivo suele ser molestar al mayor número de personas en el menor tiempo posible), la nigromante se gira sobre sus talones y se aleja, probablemente para pasar el resto de la tarde en el Taller.

—Algún día ella sabrá lo que es el amor verdadero —murmura Clarence, que la sigue con la vista hasta que desaparece escaleras abajo—. Y, oh, entonces todos nos reiremos.

Me río entre dientes, pero no me burlo de ella. De alguna manera, la idea de Ariadne enamorada de alguien me parece enternecedora, aunque tampoco estoy seguro de poder imaginármela comportándose de un modo muy diferente a como haría normalmente…

—Deberías ir —suelta Clarence, y yo le miro con una pregunta en los ojos. Él hace un gesto con la cabeza hacia el arco de entrada y todo lo que hay más allá—. A ver a Lynne y Arthmael, quiero decir. Estoy seguro de que te gustaría felicitarlos en persona, ¿verdad?

Asiento, sin dudas. Él, por supuesto, me conoce mejor que nadie. Sabe que considero a Lynne poco menos que una hermana mayor y que, pese a no vernos tan a menudo como querría, la admiro muchísimo. Y, por primera vez en una eternidad, ahora tiene un hogar fijo. El Sueño de Piedra era una buena casa para ella, pero a mí me resultaba un poco frustrante no saber cuándo le llegarían mis cartas o cuánto tardaría en volver a pasarse por Idyll para que pudiera ir a esperarla en el puerto y robarle unos minutos de su tiempo. Ahora está en tierra firme y, sí, deseo verla y abrazarlos a ella y a Arthmael.

—Supongo que el director de la Torre está demasiado ocupado para venir conmigo, ¿no es cierto?

Clarence sonríe con ternura al verme dudar sobre si marcharme.

—¿Cuánto tiempo llevas esperando reunirnos los tres, como cuando os conocisteis? —pregunta, aunque sabe perfectamente la respuesta—. Además, a quien necesitan es a ti.

—Dudo que me necesiten —protesto.

—Bueno, no van a salir de aventuras por Marabilia, pero tal vez precisamente por eso es posible que al menos uno de los dos esté más atemorizado; Lynne no parece de las que se sienten cómodas en espacios cerrados y con muchos ojos sobre ella, ¿no crees? Seguro que agradece una mano amiga en estos momentos.

Supongo que tiene razón. Sería normal que Lynne se sintiese cohibida, especialmente en el castillo. Aunque es una de las personas más valientes que conozco, hay ocasiones en las que me da la sensación de que hay ambientes en los que no se siente cómoda, y la nobleza nunca ha sido Elemento de su devoción. Al fin y al cabo, hubo una época de su vida, antes de que llamara la atención con su fortuna y su negocio, en la que la miraban por encima del hombro. Y no me cabe duda de que muchos, incluso con una corona en la cabeza, seguirán haciéndolo ahora.

—Lo cierto es que estoy un poco preocupado —murmuro—. Los reyes no se casan con mujeres sin título. Así que puede que algunos estén encantados por la novedad y otros…

No acabo la frase. Tampoco hace falta. Clarence asiente. Ha sustituido la sonrisa por la preocupación y ambos nos quedamos en silencio, mirando al Taller. El vestido negro de Ariadne destaca entre las túnicas marrones mientras se pasea de mesa en mesa, supervisando el trabajo de todos. Siempre suele tener un consejo para cada persona.

Finalmente, cuando estoy a punto de decir que yo también debería volver abajo, Clarence me coge la mano. La textura de sus dedos enguantados me hace cosquillas en la palma.

—Intentaré librarme de todas las tareas que pueda mientras estés fuera —me asegura mientras acaricia mi dorso con su pulgar—. Así podría permitirme unos días libres si necesitas acompañante para alguna boda.

Me giro hacia él para estudiar su sonrisa. Como el Taller a nuestros pies, durante estos años me he dado cuenta de que Clarence hace del mundo un lugar mejor. Siempre está trabajando y llevando a cabo ideas que pueden ayudar a los estudiantes de la Torre, e incluso a personas que están mucho más allá de sus muros. Siempre se preocupa por los demás, empezando por mí y por Ari, que somos tan parte de su familia como sus tíos.

Cuando me apoyo en las puntas de los pies para alcanzar sus labios, él me acepta sin dudar.

nadim

Nadim

—¡Larga vida al capitán Nadim!

Aunque yo pongo los ojos en blanco, mis compañeros no parecen dispuestos a asumir que una celebración por la capitanía del Sueño de Justicia no es lo que me hace sentir más cómodo en el mundo. Todos levantan las botellas que han abierto mientras yo rezo a las estrellas para que esto acabe rápido. Rick ni siquiera me permite estar de brazos cruzados cuando me da un golpe en la espalda que podría haberme tirado al suelo y me hace trastabillar.

—Si Adina se entera de que estáis de celebración, no importará que ahora se encargue del Sueño de Piedra: volverá aquí para haceros pasar por la tabla a todos y cada uno de vosotros. Es un insulto hacia ella.

Collen ríe, sentado sobre la baranda, mientras acepta la botella que le pasa Rick para levantarla hacia mí.

—Tú siempre fuiste el capitán del Justicia.

Frunzo el ceño y abro la boca, pero Rick se me adelanta al adivinar qué voy a decir:

—Ya, ya. Jared lo era. Pero precisamente Jared sería el que más estaría celebrando ahora, así que ni se te ocurra replicar.

Cierro los labios. Siento la tentación de mirar alrededor para buscar a mi amigo y comprobar si tiene una botella de ron en la mano, y pronto empezará a jalear o cantar alguna canción de taberna que se burle de todo el mundo. Casi me parece sentir su brazo sobre mis hombros para dar-me apoyo, pero también reprenderme. «Disfruta un poco, amargado».

Pero Jared hace mucho tiempo que ya no está con nosotros, ni tampoco conmigo. Su fantasma todavía se pasa por el barco para asegurarse de que su tripulación está bien, para criticar algo o burlarse de mí cuando cree que estoy siendo un idiota, como ahora mismo. Su presencia, sin embargo, ha terminado por disolverse casi por completo y muchas de las veces que viene ya no es ni siquiera una figura corpórea, sólo una voz de pocas palabras.

Sé que Rick, como de costumbre, tiene razón. Él estaría celebrando. De paso, también estaría amonestándome por pensar en su ausencia, en vez de aceptar el honor de ser nombrado capitán. Intentar alejarme de mis pensamientos sobre las personas que ya no estaban conmigo siempre fue su especialidad. Sabía cuándo mi mente flotaba a la deriva y hablaba con espíritus hechos de culpa y melancolía.

—Además, eres probablemente el único que quiere el puesto.

La simpleza de Sabir me hace volver un poco a la realidad, así como el ruido de su botella al brindar con la de Tayeb.

—Y Adina, ya que la mencionas, estará celebrando ser la capitana del Sueño de Piedra —interviene Harren, pasando un plato a rebosar de comida.

—De hecho, yo estoy convencido de que por lo único que debe sentirse insultada es porque su relevo sea un hombre y no la princesa —apoya Gavin, encogiéndose de hombros. Owain parece estar de acuerdo cuando asiente, justo a su lado.

Todos volvemos la mirada hacia la interpelada. Kay, sentada junto a Collen, toma la botella que él le ofrece y levanta las cejas, aunque sus ojos ambarinos parecen divertidos ante la posibilidad de tomar el mando. Se fija en mí, con un reto más propio de pirata que de princesa que hace que quiera enfrentarme a ella y al mismo tiempo besarle los labios, esos que curva en una media sonrisa.

—A lo mejor todavía puedo luchar por el puesto con un duelo. Aunque pensé que habíamos llegado a la conclusión de que el barco debe mantenerse a flote, y yo no puedo garantizar que eso vaya a ser así bajo mi mando.

Encuentro un poco irónico que diga eso, aunque no lo menciono. No conozco a persona más capaz de mantener algo a flote que Kay de Dahes. A mí me ayudó a dejar de hundirme en las aguas más picadas que nadie pueda imaginar.

—La princesa tiene que ocuparse de otros asuntos —declara Collen con su energía y despreocupación habituales. Su mano aprieta el hombro de su compañera con confianza—. ¿Te has dado cuenta? Ya tienes oficialmente un barco para ir contra tu padre cuando quieras. Seguro que Nadim lo pone a tu servicio.

—Eso le encantaría a Jared —confirmo—. Casi puedo escucharle decir que por fin el barco se usaría para lo que se debe en vez de para llevar mercancía de un lado para otro.

—No creo que comerciar con el Taller sea exactamente declararle la guerra —masculla Tayeb.

—No todas las guerras son con armas —interviene Kay, quitándole importancia al asunto con una mano—. Algunas son más… sutiles. Pero no debéis preocuparos. Dejadme lo de la política a mí.

No digo nada, aunque sé que en realidad Kay no está tan tranquila como se esfuerza en aparentar. A veces la veo mirar al horizonte mientras nos alejamos de Marabilia, probablemente preguntándose cuándo regresará al castillo en el que creció, si es que alguna vez sucede, y tendrá el lugar que le corresponde. Hay noches en las que me confiesa que comienza a dudar de que haya una manera de sacar a su padre del trono sin un enfrentamiento bélico. No hace mucho que, en sueños, han empezado a perseguirla imágenes de una guerra que no quiere que llegue, pero que una parte de ella ha comenzado a percibir como inevitable.

Sabe que la cuestión de su subida al trono puede ser un enfrentamiento civil, armado o no, y eso es lo que siempre deseó evitar cuando quiso que se reconociesen sus derechos.

A veces, cuando pierde la esperanza de que haya una manera correcta de conseguir volver a casa y que se la corone como soberana, se abraza a mí y me besa con el abandono de quien no quiere pensar en nada nunca más. En muchas de esas ocasiones, hay una rabia silenciosa, palpitante y sutil en la manera en la que sus manos tiran de mi ropa o su cuerpo busca el mío, y yo no puedo evitar preguntarme si toda esa rabia que mantiene bajo la piel estallará en algún momento contra su padre en forma de violencia.

No dudo que pueda matarlo.

También sé que no quiere hacerlo.

—A este paso morirá de viejo antes de que consigas el trono, princesa —insiste Sabir, y yo le lanzo una mirada de advertencia.

—O conseguirá un hijo varón —reafirma Tayeb, demostrando que se puede ignorar a un capitán.

Kay se mantiene un segundo en silencio en el que puedo ver todos sus miedos desfilar a su alrededor. Al final, antes incluso de que yo pueda cortar la conversación, ella misma lo hace:

—¿No estábamos celebrando? —dice como si nada, bajándose de la baranda de un salto.

No pierdo la oportunidad:

—Sí, y no tengo problema en beber algo, pero yo preferiría celebrar otra cosa.

—Eres un aguafiestas, Nadim —me acusa Collen. Sé que es su manera de apoyar el cambio de tema.

Rick lo busca aprovechando que se ha bajado de la baranda, como Kay, y se abraza a él rodeando su cintura desde atrás, apoyando su cabeza sobre la de su pareja.

—No es como si fuera una sorpresa que Nadim es la persona más dramática de este barco. —Entrecierro los ojos y él sonríe como si nada—. Quiero decir, ¡claro que podemos celebrar otras cosas! ¡Será por motivos para celebrar! Por ejemplo, podemos celebrar por la jefa, que se casa.

—Bueno, en teoría —susurra agorero Tayeb, mientras mira su botella como si esta pudiera decirle si al final Lynne contraerá matrimonio o no—. ¿Alguien quiere apostar que huye antes?

—Lynne no va a huir… —replica Collen. Como nadie dice nada, al final mira a Kay—. No huirá, ¿verdad?

—A lo mejor quien huye es él —sugiere Gavin—. Arthmael de Silfos es un vividor.

Kay resopla.

—Nadie va a huir. Se quieren de verdad. Lo suyo es… lo más parecido a un cuento que he oído nunca, así que tiene que acabar bien, como todos los cuentos.

—Mira lo que has hecho, Nadim —me acusa Sabir, fingiéndose escandalizado—. La has convertido en una romántica.

Las mejillas de la princesa se encienden y eso es suficiente para que a mí se me escape una sonrisa.

—¡No soy…!

—Cuidado con cómo sigues esa frase —la interrumpo—. No acepto mentirosas en mi barco.

Hay una risa general cuando Kay enrojece un poco más. Me pasan una botella y yo accedo a darle un trago, brindando a su salud con un poco de burla.

—Seguro que como mínimo tú estarás invitada al enlace, princesa —dice Rick—. Si hay ramo, igual lo coges…

Para un sorbo de alcohol que decido beber, casi me atraganto con la sugerencia. Kay ha perdido cualquier indicio de color normal en su rostro.

—No soy Ivy de Dione, yo no voy a casarme.

—Creo que es una indirecta —apunta Sabir con una risita, mirándome—. Quiere que se lo pidas tú.

—¿Quieres que mi primera orden como capitán sea hacerte caminar por la tabla, Sabir? Porque, si es así, vas por buen camino.

La carcajada sale de toda la tripulación y yo me permito relajarme al fin. Me parece percibir también la de Jared, uniéndose a nosotros como si jamás se hubiera ido.

—¿Por la jefa, entonces? —sugiero, levantando yo mismo la botella. No me siento cómodo todavía celebrando mi nuevo puesto, pero quiero sentir que lo que dice Rick es cierto y tenemos mucho por lo que festejar.

Nadie se queja. Las botellas se alzan casi tanto como las sonrisas.

—¡Por la jefa!

nadim

Ivy

Alcanzo el sobre que me ofrecen en la bandeja de plata y mis dedos pasan por el escudo de Silfos justo antes de romperlo.

—Creía que habíamos acordado que nadie se traería trabajo a la mesa del desayuno, Ivy.

Miro a mi prima por encima del borde de la carta. Cordelia me observa con una sonrisa en la boca, aunque su tono haya sido de amonestación. Por supuesto, ella es la primera en decirme que trabajo mucho y tratar de poner unos límites, aunque me resulta difícil seguirlos, sobre todo cuando siempre hay tanto que hacer: ser reina —la primera reina con derecho propio de Marabilia— no es sencillo, pero no puedo quitarme la corona cuando se oculta el sol y dejar a un lado mis responsabilidades. De hecho, en ocasiones siento que tengo que esforzarme el doble que cualquier otro rey; que cualquier error que cometa será visto por todos, que cada acción será estudiada y que cada momento de flaqueza será usado contra mí. A veces, de noche, cuando todo el mundo duerme y parece que sólo Fausto y yo estamos despiertos en el castillo, le susurro miedos como ese a media voz, incapaz de confesárselos a ninguna otra persona.

Pronunciarlos los trae un poco más cerca, los hace un poco más tangibles, pero él nunca deja que se queden en la habitación: los echa del cuarto, con sus certezas y su cariño, pese a que volverán a estar con nosotros en cuanto amanezca un nuevo día. Y aun así, a pesar de las dudas, de las sombras y la inquietud, una parte de mí sabe que he hecho lo correcto. Que estoy haciendo historia. Que he llegado al punto en el que deseaba estar. Y que formo parte de algo. De un cambio. De un sueño.

—Sólo será un momento —digo justo antes de volver los ojos a la nota.

La carta no es más que eso, apenas unas líneas escuetas, un comunicado escrito con la pulcra caligrafía de un escriba en el mismo tono escarlata que el sello que la cerraba. Si bien va dirigida a mí, a su majestad Ivy de Dione, apuesto a que habrá al menos una carta para cada nación de Marabilia con el mismo contenido: el anuncio de que el rey Arthmael de Silfos se ha comprometido oficialmente con la dama Lynne, mercader y navegante, aunque sin títulos ni tierras.

Algo debe de cambiar en mi expresión, porque la mano cálida de Fausto se apoya de pronto sobre mi brazo y lo noto inclinarse hacia mí.

—¿Ivy? ¿Qué ocurre?

—¿Le ha pasado algo al rey? —pregunta Cordelia también, antes de inclinarse desde el otro lado, en un intento de atisbar algo del contenido de la página.

Dejo que ambos lean y se den cuenta de que no, de que la corona de Silfos sigue sobre la misma cabeza, por la firma que pone punto y final al anuncio, haciéndolo oficial.

—¿Qué me estoy perdiendo?

Samira entra en el comedor, vestida con su uniforme de la guardia. Su capa azul ondea tras ella a cada paso que da, como si no pudiese seguirle el ritmo, incluso si mi cuñada parece cansada después del turno de noche. Sin embargo, se acerca con decisión al vernos pendientes del mensaje.

—Arthmael de Silfos ha anunciado su compromiso —le informa mi prima tras recibir un beso.

Samira se sienta junto a ella y empieza a devorar el desayuno a su alcance, como si no hubiera comido en dos días.

—¿Compromiso? —Traga con dificultad, pero sonríe de medio lado, como si encontrara algo especialmente divertido en la idea del rey unido de por vida a otra persona—. ¿Se casa? ¿Con…?

Le paso la carta. La mano de Fausto ha descendido por mi brazo hasta mis propios dedos, con los que juega distraído. Sé que algo está dando vueltas dentro de su cabeza.

—Lo que me sorprende es que hayan tardado tanto —digo en un intento de sacarlo de su concentración—. Estoy segura de que el rey estaba dispuesto a gritarlo a los cuatro vientos desde hace años.

Samira suspira con obvia exageración.

—Ahí va mi primer amor —se queja antes de lanzarse a por una hogaza de pan de la cesta ante ella.

Cordelia ríe ante su exagerado mohín de disgusto. Aunque no lo digo, me hace muy feliz verlas así. Me hace pensar que todo está en su sitio, que este castillo es menos la prisión que me parecía hace algunos años y más un hogar cada día que pasa. Al fin y al cabo, estoy rodeada de personas maravillosas. De personas a las que quiero. De personas con las que y por las que merece la pena luchar. Como ellas. Como Fausto, a quien observo, silencioso y calculador, pero también amable y cariñoso.

—¿En qué piensas? —le susurro.

—En ese compromiso —me confiesa—. En que va a ser difícil para ellos. No todo el mundo va a aceptar la unión de un rey y una muchacha sin sangre noble. La clase, al fin y al cabo, es una cuestión tan… peliaguda como la nacionalidad. Dependiendo de qué zonas hablemos, puede que incluso lo sea más.

Miro mi plato vacío. El rechazo a un compromiso no es algo nuevo para nosotros. Tuvimos que sufrirlo y, aun a día de hoy, hay quien pone en duda mi elección, pues son muchos los que consideran que una reina debe elegir a su esposo entre los hombres de su propio país.

Incluso si la reina no querría estar casada con ningún otro.

—Hay algo más —adivino cuando leo en su rostro la inquietud.

—Política.

—Lynne no tiene nada que ver con la política —interviene Samira.

—Pero el matrimonio de un rey es también un asunto de estado —concede Cordelia—. Y cualquier matrimonio noble puede convertirse en un movimiento político. A pequeña o gran escala, dependiendo del poder que tengan las familias que forjan la alianza.

A nadie se le pasa por alto el tinte amargo de su voz, pero no nos atrevemos a decir nada. Ella también sabe lo que es ser utilizada, incluso si se niega a mencionar el nombre de su difunto marido, y sé que preferiría hacer como si jamás hubiera existido. Yo también preferiría olvidar que alguien quiso hacerle daño una vez. Que hubo una persona que intentó hacerse con mi corona a través de ella.

Que casi lo consiguió y, en el intento, la destrozó a ella.

—Conozco al menos un par de reyes a los que este enlace no les va a gustar —murmuro al tiempo que siento cómo mi felicidad por Lynne y Arthmael se desvanece—. Ella es poderosa, con una gran fortuna. Y él es un gobernante de Marabilia. Considerarán el enlace… un peligro.

—Pero solamente es una boda. Son dos personas que se quieren. —A Samira parece escapársele que no vivimos en un cuento. Que nada termina con un «y vivieron felices para siempre»—. Eso no traerá conflictos con otros países.

—Así lo ves tú, Samira —concede Fausto—. Así podemos verlo todos nosotros, que los conocemos. Pero eso no es lo que otros pensarán. No te quepa duda de que el resto de reinos sacarán sus propias conclusiones y adoptarán una postura con respecto a esta unión. —Fausto alarga la mano y toma la hoja con el anuncio oficial—. Rita de Sienna estará haciendo una fiesta en este mismo instante, porque es un buen símbolo: una mujer que nadie sabe bien de dónde ha salido y que ha llegado a ser la mejor comerciante, y ahora de repente va a reinar sobre Silfos, junto a un hombre que ya ha demostrado que está del lado del avance.

Todas asentimos. Arthmael no sólo se ha mostrado amigable con Dione y mi causa, sino que también ha demostrado apoyar abiertamente a Kay de Dahes, quien muchas esperamos que se convierta, en un futuro no muy lejano, en otra legítima reina.

—En cambio, Geraint de Dahes lo último que querrá será ver al reino vecino sumar poder. Y, oh, Silfos lo hará, porque Lynne tiene contacto con todos los Talleres, y en especial con el de Dahes. Un Taller, de hecho, que a Geraint le encantaría que fuera solamente suyo. Con los contactos de Lynne, Silfos tendrá lo que necesite cuando lo necesite, se volverá aún más rico y poderoso. Y eso podría considerarse una amenaza.

—Hace no tanto se discutía sobre el control de los Talleres —aporto, no sin cierta inquietud. Cordelia tiene los labios fruncidos y Samira ha dejado de devorar su desayuno y parece afectada. No la culpo: yo también sé que es una situación muy complicada y me asusta pensar hacia dónde se dirige toda Marabilia—. Geraint dijo que quería tener poder sobre el de Dahes. Que había que mantenerlos atados y las coronas debían tener derecho a hacerlo. Muchos pensamos que era egoísta. Y, ahora, otros tantos pensarán que Arthmael va detrás de lo mismo.

—¡Pero es ridículo! —se queja Samira—. Silfos nunca ha buscado lucrarse.

Eso lo sabemos las personas sentadas a esta mesa, pero no todo el mundo va a ofrecerle a un rey el beneficio de la duda.

—Que se supiera, Dahes tampoco había tenido secretos en diecinueve años, y de repente le apareció una princesa de la nada. —El mohín de Samira ante la lógica de su hermano me deja muy claro lo que piensa de su razonamiento. Él, por su parte, vuelve a tomar mi mano; sus ojos siguen fijos en los de su hermana—. Ese descubrimiento hizo que, para muchos, se abriera una brecha de confianza. De acuerdo con ella, cada reino responderá como crea conveniente a la noticia: celebrándola, protegiéndose o, las estrellas no lo quieran, atacando.

Hay un silencio ominoso que se arrastra como un escalofrío por la habitación. Al menos, hasta que Samira se mueve incómoda sobre los cojines de su silla. Aunque titubea, sus ojos verdes se posan sobre los míos. Sé que le apena la situación porque Lynne y Arthmael le caen bien. Incluso cree que hacen buena pareja.

—¿Y cuál será la respuesta de Dione?

—En Dione no les damos la espalda a nuestros amigos, Samira. —Mi sonrisa nace sin pensar al mirar a mi esposo. Al recordar nuestra boda en los jardines de palacio el otoño pasado, a la que acudió Lynne y, por supuesto, el rey de Silfos—. Como hizo Silfos cuando nosotros contrajimos matrimonio, el reino celebrará esta unión.

nadim

Arelies