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Primera edición en Nocturna: noviembre de 2019

Edición Digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-17834-41-8

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EL JARDÍN DE HIERRO

Prólogo

La ira de un amor perdido

Desde un callejón frío y envuelto en sombras, dos mujeres observaban las esbeltas y feroces murallas que cercaban la residencia de la familia real de Myrendul. El castillo estaba bien protegido; adentrarse en él era una tarea harto compleja para cualquier ser humano.

Pero ellas no eran humanas.

El viento helado de finales de noviembre les besó la piel y agitó sus cabellos. Las hadas se ajustaron las túnicas y se aseguraron de que sus alas permanecían ocultas y debidamente plegadas bajo la pesada tela.

—Emberia —murmuró una de ellas—, ¿de verdad quieres hacerlo? Piensa que no habrá vuelta atrás…

—Lo he pensado mucho, Yilda —repuso la aludida sin apartar su mirada violeta del alcázar—. Está decidido.

—Nuestra reina no estará contenta.

—Me da igual. No me importa lo que haya dicho ni lo que vaya a decirme cuando regrese.

—No se trata de lo que diga, sino de lo que haga —susurró la otra—. El destierro será su primera opción.

Emberia alzó una ceja y miró un momento a su amiga.

—Yilda, puedes marcharte si quieres. No estás obligada a participar en esto.

El hada pareció vacilar.

—No —repuso al fin—, me quedo. Somos amigas. Estaré aquí cuando decidas entrar y estaré aquí cuando quieras salir.

Emberia sonrió y sintió una esquirla de calor en su corazón ennegrecido. Cuando en la corte iridiscente se habían enterado de lo sucedido, todas sus compañeras le habían dado la espalda o habían empezado a mirarla con recelo.

Todas menos Yilda.

Le cogió la mano y se la apretó con fuerza.

—Gracias.

Su amiga sonrió.

—Bueno, ¿cuándo quieres hacerlo?

—Ahora. La ceremonia del nombramiento ha terminado hace un buen rato y ya habrá dado comienzo la celebración. Con suerte, pillaré al rey desprevenido. Ese malnacido se arrepentirá de lo que hizo.

—Es una pena que su bebé sea varón. Maldecir a una princesa siempre es más cómodo.

—De vez en cuando viene bien romper con la tradición, querida. —Suspiró—. En fin, vamos allá.

Emberia se elevó unos centímetros del suelo, hizo un amplio ademán con el brazo y se desvaneció en el aire.

El servicio del castillo había decorado el salón del trono a conciencia para que los invitados de su majestad gozaran de una espléndida fiesta. Tras el bautizo del primogénito del rey, los nobles y aristócratas más importantes del reino se habían reunido para disfrutar de la compañía, la comida y el vino.

El bebé por el que todos estaban allí descansaba en una cuna junto a un altar coronado por dos tronos en los que se hallaban sus padres, que presenciaban cómo todos elogiaban y juraban lealtad al pequeño. En tiempos pasados, también las criaturas mágicas más poderosas e inteligentes acudían a la ciudad para presentar sus respetos al heredero. Eso había cambiado, aunque nadie parecía añorar las viejas costumbres. Pese a la notable pero deseada ausencia de las hadas, el rey Saveiro y su esposa Genoveva no cabían en sí de gozo.

Esa felicidad duraría poco.

Las puertas del gran salón se abrieron de repente y una brisa fantasmal recorrió cada rincón, agitando cabellos, cortinas y vestidos, apagando algunas de las muchas velas sostenidas por los candelabros que los criados habían encendido para dotar de luz a aquella mañana nublada.

En el umbral, ataviada con un vestido negro y con sus majestuosas alas moradas extendidas, un hada acaparó la atención de todos.

Su ondulada cabellera negra enmarcaba un rostro bello y gélido.

—Lamento haber interrumpido —empezó con una voz clara y musical—, pero por nada del mundo habría querido perderme la celebración.

Los invitados permanecieron callados, observando a la recién llegada con desconfianza.

El rey Saveiro dio un paso al frente.

—Las criaturas de tu calaña no son bien recibidas aquí.

—¿De mi calaña? ¿Os referís a las hadas, majestad?

—Sabes bien que sí.

—Oh, e imagino que cualquiera que contravenga esa norma obtiene un castigo, ¿no? Como le sucedió a Roldán Miraspil. ¿Podéis recordarme qué fue lo que hizo?

La tensión podía cortarse con un cuchillo. El rey entornó los ojos con astucia. Luego despegó los labios. No le tembló la voz.

—Fue sentenciado a morir y posteriormente ejecutado por confabular con un hada, no sólo teniendo trato cordial con ella, sino desposándola y dejándola encinta. Todo a mis espaldas y siendo plenamente consciente de cuál es la ley.

—Vaya, cuánta rebeldía —comentó Emberia, y avanzó despacio por el pasillo formado por la ausencia de gente—. Debía de querer mucho a esa esposa suya…

—Dímelo tú. ¿Has venido a vengarte?

Los ojos de ella relampaguearon.

—Justo, majestad. He venido a vengarme.

La guardia real, que se había acercado a la intrusa en cuanto había hecho su aparición, avanzó ferozmente hacia ella. Hasta el momento, y frente a la actitud pasiva y cautelosa del rey, no habían actuado, pero la amenaza que la criatura había proferido era suficiente. Sin embargo, no pudieron hacer gran cosa. Con un amplio y grácil movimiento de su brazo, Emberia hizo que una fuerza invisible lanzara a los guardias hacia las paredes, alejándolos de ella y dejando a casi todos inconscientes o magullados.

—No seáis necio, majestad.

—¡Adelante, mátame si es lo que quieres! Pero te lo advierto: después de esto se iniciará una sangrienta guerra entre nuestros pueblos y el mío empezará por quemar vuestro preciado bosque. ¿Es lo que quieres?

Emberia profirió una carcajada vacía.

—Por supuesto que no, no seáis absurdo. Hoy no correrá la sangre. Ese no es mi estilo ni el de ninguna de mis congéneres. No. Me vengaré a la vieja usanza.

El hada chasqueó los dedos y la luz fue extinguiéndose, hasta que sólo un leve resplandor purpúreo la iluminaba tanto a ella como a la cuna del príncipe, a la que se acercó poco a poco.

—¡No! —bramó la reina mientras avanzaba rauda hacia su pequeño—. ¡Mi hijo no!

—¡Atrás! —la detuvo Emberia, paralizándola con la mirada.

Entonces los demás asistentes se dieron cuenta de que no podían moverse. Sus articulaciones estaban tensas y congeladas. La impotencia les envolvió, pues ninguno podía luchar contra las artes mágicas de aquella intrusa.

Emberia contempló al bebé un instante. Algo chispeó en su pecho… ¿Compasión? Fuera lo que fuera, no duró demasiado. Apagó esa llama tan pronto como se había encendido.

—El joven príncipe posee grandes cualidades que irá desarrollando con el tiempo. Será inteligente, apuesto, valiente. Tiene todo lo que hace falta para que la suerte y la vida le sonrían. Pero aquí y ahora, y como muestra de amor a aquel a quien el padre de esta criatura arrebató la vida, yo maldigo a este niño. ¡Le maldigo con la licantropía! —Se oyeron exclamaciones ahogadas—. Sí. Cada noche de luna, será esclavo de una horrible naturaleza que a partir de hoy formará parte de él tanto como cualquier otro rasgo de su persona. Se adueñará de su alma un ser salvaje e irracional, y así será hasta el fin de sus días, a menos que sus padres sean capaces de encontrar la última prímula del año, la que no se ha visto marchita o encogida por el otoño y que sólo las nieves del invierno lograrán destruir. Si dais con ella antes de que cuajen los hielos y la escarcha, vuestro bebé se librará del maleficio. Si no, convivirá con él para siempre.

Al acabar de recitar la maldición y sus condiciones, Emberia se evaporó en el aire, con su voz todavía retumbando en los oídos de los invitados. La luz regresó al salón, así como la movilidad de los presentes.

—¡No! —gritó la reina, y corrió hacia su retoño para envolverle entre sus brazos.

El niño no había proferido ni un solo berrido, pero ahora, percibiendo la tensión y el nerviosismo tanto de sus padres como de los demás, prorrumpió en un agudo e incesante llanto.

Su majestad reaccionó con presteza:

—¡Dad la alarma! ¡Que absolutamente todos mis súbditos comiencen la búsqueda de esa flor! Preparad una partida de exploración con los mejores hombres y que mis guerreros más diestros se aseguren de que esa condenada bruja no llegue al bosque. No andará muy lejos. ¡Vamos!

Todo el mundo empezó a moverse por el castillo, pensando única y exclusivamente en cumplir las órdenes de su rey.

—Esposo —susurró Genoveva cuando ya nadie les escuchaba—, el otoño llegó hace meses y, desde que las hadas nos retiraron su favor, pocas plantas o flores sobreviven a la llegada del frío.

—Ya sabes cómo funciona esto. Tradicionalmente las maldiciones deben conjurarse con una manera válida de anularlas. Si existe alguna posibilidad de salvar a nuestro pequeño, la aprovecharemos.

—Es muy difícil —sollozó la mujer.

—Tenemos que intentarlo —dijo él antes de besarle con devoción los nudillos y marcharse del salón.

Emberia se materializó junto a su amiga. Tenía el pulso acelerado, el corazón desbocado.

—¿Cómo ha ido? —preguntó Yilda, intrigada—. ¿Estás bien?

—Algo fatigada. He tenido que emplear todas mis fuerzas para lanzar la maldición. Tendremos que esperar unos minutos y después marcharnos de aquí sin que nos vean.

Un grupo de hombres armados y enfundados en una armadura pasaron por su lado a un ritmo veloz. Ellas se ocultaron aún más entre las sombras del angosto callejón, ajustándose las túnicas que ocultaban su figura y, más importante todavía, sus alas.

—Parece que el rey ya se ha puesto en marcha —comentó Yilda en voz baja.

—Da igual. Haga lo que haga, no logrará salvar a su hijo. —Hizo una pausa—. Vamos, es hora de salir de aquí.

Anduvieron por las calles de la ciudad con cautela. Escondidas bajo aquellas gruesas ropas marrones, pocas personas posaban su mirada en ellas. Era importante que su rostro permaneciera oculto, ya que el semblante de un hada superaba en belleza al de cualquier humano y eso siempre llamaba la atención.

Caminaban con firmeza, procurando no despertar sospechas en los ciudadanos que, conscientes de que algo terrible había sucedido, miraban de soslayo a todo aquel que tenían a su alrededor, inquietos ante la posibilidad de que la forajida de la que se hablaba estuviera cerca.

—¡Están cerrando las puertas de la muralla! —exclamó Yilda, preocupada.

En cualquier otra situación, ambas podrían haber recurrido a sus habilidades mágicas para desaparecer y materializarse al otro lado, pero Emberia estaba exhausta después de toda la magia que había empleado. Necesitaba reponer fuerzas. Y aunque su amiga no tenía ningún tipo de impedimento, no podría teletransportarse sin más y aparecer de la nada en medio del camino que había al otro lado. Los guardias de las almenas suponían una amenaza demasiado grande.

Sólo había una alternativa.

—No podemos quedarnos aquí todo el día —repuso Emberia—. En cuanto descubran que no hemos abandonado la ciudad, comenzará la caza de brujas. Y si dan conmigo, me obligarán a revertir el hechizo. No lo haría, claro está, aunque prefiero ahorrarme el mal trago. Además, tengo que volver a casa. Es peligroso, pero tengo que intentarlo por mi hija…

—Emberia —cortó Yilda—, lo sé. No tienes que darme explicaciones. Cuéntame qué tienes en mente y te ayudaré.

—No. Es mejor que tomemos caminos diferentes. Quédate aquí hasta que yo haya huido. Sobrevolaré la muralla y automáticamente todas las miradas estarán puestas en mí. Aprovecha ese momento para escapar sin que nadie te vea.

—Ni de broma. ¿Crees que después de haber llegado tan lejos voy a abandonarte?

—No seas necia, Yilda. ¡Pueden matarnos!

—Bueno, la alternativa de regresar a casa no me tienta demasiado. Lo que hemos hecho no está permitido, y la reina nos creerá merecedoras de un castigo.

—Tú no has hecho nada; se lo haré saber.

—Te he ayudado.

Emberia ahogó un suspiro.

—¿Te arrepientes de haberlo hecho?

Los ojos rosados de Yilda brillaron con intensidad.

—No.

En ese instante, oyeron el atronador sonido de las puertas al cerrarse.

—Está bien, vete —accedió Yilda—. Haz lo que tengas que hacer y ten mucho cuidado. Te espero fuera.

Emberia asintió y se fundieron en un efusivo pero breve abrazo antes de separarse, un gesto poco habitual entre las de su raza.

El hada echó un vistazo a su alrededor y advirtió una escalinata de piedra que daba acceso a la parte alta de las almenas. Se armó de valor y caminó hacia allí.

Un guardia custodiaba el primer peldaño.

—Disculpad —dijo ella con el tono más amable que fue capaz de fingir—, tengo información valiosa sobre la mujer a la que el rey está buscando.

El hombre la miró con desconfianza. Observaba las prendas holgadas como si intuyera que su función era esconder algo.

—Podéis acompañarme si lo deseáis.

—No será necesario. Dime a mí lo que sea que sepas y lárgate.

Emberia reprimió la ira que empezaba a subirle por la garganta. Era una reacción impropia de un ser como ella, pero últimamente había ido aprendiendo a dar rienda suelta a sus emociones más rebeldes.

Tenía que subir a las almenas. Prefería hacerlo pasando inadvertida, pero tarde o temprano acabarían dando con ella. Así que resultaba absurdo retrasar lo inevitable. Le dio un fuerte empujón al guardia y corrió escaleras arriba. Algunos hombres armados fijaron la vista en ella y se pusieron en posición de ataque, advertidos por los gritos del guardia al que Emberia había apartado de mala manera.

Dos soldados iban hacia ella con la espada en la mano.

El hada supo lo que tenía que hacer. Oteó el horizonte y a lo lejos, flanqueado por montañas, vio su hogar, una mancha verde en la distancia: el bosque de Álandor.

Se quitó la túnica y desplegó sus brillantes alas moradas.

—¡Es ella! —gritaron algunos.

Emberia se dejó caer al vacío. Planeó y esquivó varias flechas, pero pronto fueron demasiadas. Un aluvión de saetas se cernía sobre ella, y entonces un campo de fuerza detuvo su trayectoria, protegiendo así al hada, que aterrizó de forma aparatosa. Se giró mientras se incorporaba y vio a Yilda con las manos extendidas, manteniendo en pie el escudo que había alzado junto a ellas.

Su amiga había cruzado la muralla y, tal y como le había prometido, la había esperado.

—¡Vámonos! —instó.

El campo de fuerza permanecería en el aire durante unos segundos más, tiempo que ellas aprovecharían para huir. Agitaban sus alas como lo haría un gorrión y la velocidad que habían alcanzado era considerablemente alta.

Quizá lo lograsen.

Bajo una nieve incipiente, volaron sobre las llanuras que cercaban la ciudad en dirección al oeste, hacia su bosque.

Pronto oyeron los cascos de los caballos de su majestad a sus espaldas. Ninguna miró. En cuanto llegaran a un terreno donde la vegetación tuviera más presencia, conseguirían despistarles. Eran hadas, después de todo. La naturaleza siempre estaba de su parte.

Pero eso no llegó a ocurrir.

El silbido de una flecha la puso sobre aviso, pero no lo suficientemente pronto como para poder evitar su mordisco.

Emberia notó la punta atravesándole y quemándole la carne de la pierna, y luego otra destrozando sus alas. Un alarido de dolor escapó de sus labios. Cayó al suelo con estrépito.

—¡Emberia! —vociferó Yilda con horror.

Apenas podía moverse.

—Son de hierro —musitó Emberia—. La punta de las flechas es de hierro.

Yilda miró las heridas y comprobó que, en efecto, la piel del hada estaba chamuscada, cauterizada a causa de aquel infame material que para ellas era tan mortífero. Alzó la vista y contempló una hilera de caballería acercándose. En unos segundos las alcanzaría.

Emberia sabía que estaba condenada. La flecha que tenía incrustada en su espalda acabaría con su vida.

En el caso de que el rey llegara antes, la haría su prisionera y la sometería a torturas mucho peores. Eso no le entusiasmaba en absoluto. Cogió un pequeño frasco que llevaba sujeto al cinto y se lo acercó a los labios.

—Yilda —dijo con un hilo de voz—, cuida de Elvia. Y gracias.

—¡Emberia! ¡No!

Bebió y cayó al suelo. La luz de sus pupilas titiló hasta que fue apagándose poco a poco mientras la nieve caía armoniosamente desde el cielo y la sangre de la feérica se derramaba sobre la tierra.

Una última petición brotó de sus labios antes de que la vida le abandonase por completo:

—Vete.

Yilda estaba inmóvil, con los labios entreabiertos y los puños cerrados, pero no tardó en reaccionar y echar a correr con la cara arrasada por las lágrimas.

Unos segundos después, el rey y sus hombres llegaron al lugar donde descansaba el cuerpo de la extraordinaria criatura. Lo contemplaron entre fascinados y perturbados.

Vieron un pequeño recipiente de cristal en su mano derecha.

—Se ha quitado la vida —observó el capitán de la guardia.

El rey Saveiro apretó la mandíbula.

—Ya no importa, desplegaos y encontrad la maldita flor antes de que…

Su majestad enmudeció cuando un brillo dorado le llegó desde el suelo. El cuerpo inmóvil del hada emitía un potente resplandor. Se mantuvo así unos segundos y luego se convirtió en polvo reluciente que impregnó el aire y regó el suelo.

La muerte de un feérico siempre era algo digno de ver. Todos estaban callados, sobrecogidos. Pero el rey reaccionó rápido y recordó que el tiempo corría en su contra. Repitió las órdenes y se aseguró de que todos las cumplían.

Los hombres se dispersaron en acción frenética, desesperados por encontrar el remedio al fatídico destino del príncipe.

Ninguno sospechaba que, no muy lejos de allí, en una de las celdas de los calabozos subterráneos de la ciudadela, una tímida prímula morada había germinado entre las piedras mohosas del suelo. Su semilla había sido la lágrima de un hada atormentada que, estando encinta, había acudido en secreto a visitar a su amado encarcelado y sentenciado a morir por traición.

La flor era fuerte e irreverente, pero se marchitaría en cuanto el hielo del invierno devorara el lugar.

Moriría en la semioscuridad de las celdas, sola y sin que nadie la encontrara.

1

¿Te has vuelto loco?

El rey se moría.

Al menos eso era lo que muchos pensaban. Llevaba enfermo varias semanas, presa de terribles dolores de estómago y desfallecimientos puntuales. Los médicos aseguraban que se trataba de algo que había comido, tal vez carne en mal estado. El jefe de las cocinas ya estaba en los calabozos, como era de esperar.

La reina no podía cuidar de su esposo ni prestarle su apoyo, pues ella estaba peor. Hacía más de una década que se había vuelto loca. No era una locura enérgica ni caótica, sino sosegada. Genoveva pasaba los días y las noches en lo alto de un torreón del castillo, sentada frente a una ventana, contemplando la nada y sin hablar con nadie. Su hermana menor, lady Constanza Lagos, era quien se hacía cargo de ella y quien se ocupaba de sus tareas.

Aquella mañana, la mujer estaba junto a su cuñado, vigilándole, procurando que no le faltara de nada. Tejía tranquilamente mientras ponía en orden los pensamientos y las preocupaciones que se agolpaban en su mente.

Entonces, oyó la voz febril de su rey:

—Constanza —dijo él con un hilo de voz—, estás aquí.

Después de una larga noche de delirios y tos, el rey había recuperado el control de su propio cuerpo.

La mujer lo miró. Si la lucidez de su rey le alivió, nada en su rostro lo indicaba. Su expresión era, como de costumbre, hierática y comedida.

—Estoy aquí.

El rey sonrió tenuemente y recordó una vieja etapa de su vida, cuando él apenas tenía diecisiete años y le prometieron con la hija mayor de un poderoso conde. La pequeña no era tan hermosa y despampanante, pero tenía una forma de moverse, una forma de llenar el ambiente y mirar todo lo que la rodeaba, que resultaba cautivadora. Y allí estaba ahora, con esos mismos ojos inquisitivos, ese porte regio, esa voluntad inquebrantable. El rey nunca la había visto derrumbarse ante nada.

—Creo que no me queda mucho —musitó.

—Tonterías. Os recuperaréis. Habéis pasado por cosas peores.

Saveiro asintió casi imperceptiblemente.

—Mi hijo será un gran rey. Mejor que yo. Aunque eso no es difícil.

La mujer bajó los párpados y contempló a su soberano con una mezcla de interés y reticencia.

—¿Por qué pensáis eso, majestad?

—Mi padre siempre decía que un hombre sabio no es el que no yerra nunca, sino el que es capaz de rectificar cuando sabe que lo ha hecho. Y a mí no me va a dar tiempo.

—Sean cuales sean los errores que creéis haber cometido, Saveiro, tendréis tiempo de solucionarlos más adelante, cuando sanéis.

—Querida, por favor, seamos realistas. No voy a salir de esta —murmuró antes de que un ataque de tos le interrumpiera—. No me quedo tranquilo si no hablamos de algunas cosas con seriedad. Me gustaría poder hacerlo con mi esposa, pero…

La mujer exhaló un largo suspiro.

—Está bien, decidme.

—Asegúrate de que en la coronación se cumplan todas las tradiciones de mi familia.

—Claro.

—Procúrale un buen esposo a Fidelia. Alguien que la respete, un hombre que pueda darle dignidad y que traiga honor a mi apellido.

—Por supuesto.

Constanza esperaba que su cuñado continuara hablando, pero no lo hizo. Sus ojos se perdieron en un océano de recuerdos que sólo él podía ver.

La hermana de la reina carraspeó.

—¿Qué hay de Váldemar?

Saveiro parpadeó un instante, como si la sola mención de su hijo mayor le contrariara.

—Con él puedes hacer lo que creas conveniente. No importa.

Ella se quedó inmóvil, sin pestañear siquiera. La frialdad con la que el monarca hablaba de su hijo era casi despiadada, pero Constanza no se escandalizó. Pese a que ella era una de las poquísimas personas capaces de querer a Váldemar al margen de su desdichada condición, conocía la naturaleza humana lo suficientemente bien como para aceptar que los demás no pudieran hacerlo.

Pero no todo era tan sencillo como tolerar o no hacerlo.

Su hermana quería a su primogénito. Es lo que hacían las madres, ¿no? Amar a sus hijos sin importar las circunstancias. Pero su hijo era un monstruo. Por eso ella había enloquecido. Y el amor que Constanza sentía por su hermana le hacía sufrir. Siempre fue su mayor apoyo, su mejor amiga. Y la había perdido.

Cuando Constanza alzó la vista de nuevo, descubrió que su cuñado se había abandonado al sueño. Quizá no volviera a despertar.

Resignada, contempló el paisaje que se extendía delante, al otro lado de la ventana. Su reino era hermoso, fértil y rico. En el horizonte, al pie de las montañas, se distinguía una pincelada de bosque difuminada en la lejanía.

En los cuidados y magníficos jardines de la residencia real, el menor de los tres hijos de su majestad caminaba distraídamente de un lado a otro. Estaba inquieto. No sólo por la posibilidad de perder a su padre, sino por la perspectiva de convertirse en rey. Sí, porque aunque no era el primogénito, la responsabilidad de la corona recaía sobre él, y así había sido siempre.

—¡Félix! —La voz grave de su hermana le extrajo abruptamente de su ensimismamiento.

Giró sobre sus talones y la vio acercándose a él, con ropas más propias de hombre que de mujer y con el rostro un tanto sucio.

No era la primera vez que se encontraba con algo así y no contaba con que fuera la última.

—¿Has estado cabalgando de nuevo? —inquirió él.

—No, vengo de un baile en el palacio del conde de Baréis —ironizó ella—. ¿A ti qué te parece?

Fidelia era así, espontánea y cáustica. Incluso su gesto era agresivo.

—Ya te he dicho mil veces que no es adecuado que una princesa…

—Dedique su tiempo libre y de ocio a actividades propias de los hombres, lo sé. Y ahora que lo pienso, tú nunca solías preocuparte por esas cosas. ¿No es Váldemar el de los sermones?

—Váldemar no está aquí, y yo también soy tu hermano.

—Hermano pequeño.

—Por menos de dos horas. Pero no sólo eso: en el futuro también seré tu rey.

Fidelia alzó sus tupidas y arqueadas cejas, y el brillo de la comprensión destelló en sus ojos verdosos.

—Oh, ya veo. Crees que padre va a morir y eso te hace pensar en tu ascenso al trono.

—¿Tú no estás preocupada?

El rostro de la princesa se ensombreció. Cuando su padre enfermó, asumió que se recuperaría en un par de noches, pero pasaron los días y nada cambiaba; al contrario, las cosas iban a peor. Ella había pasado algunas horas a su lado. Lo observaba mientras dormía y se preocupaba cuando empezaba a farfullar cosas que al principio eran inteligibles y luego parecían no tener sentido. Le había puesto paños húmedos en la cabeza para contrarrestar las fiebres, aunque nada de eso servía.

—Claro que sí, pero no creo que lloriquear por las esquinas sirva de nada —contestó mientras deshacía su recogido y permitía que su cabello rubio cayera alrededor de su rostro.

—Ah, ya, es mejor salir a montar a caballo.

—Ayuda a no pensar. Ahora calla y acompáñame.

Félix frunció el ceño.

—¿Adónde?

—Tú ven.

El príncipe siguió a su hermana hasta una esquina de los jardines. Ella se ocultó detrás de unos arbustos y empezó a quitarse la ropa. Félix lo supo porque vio caer a su lado las botas que la joven había llevado puestas.

—Bueno, cuéntame, ¿hay alguna novedad? ¿Han dicho algo los médicos?

—Si hubieras estado aquí, lo sabrías.

—Ah, deja esa faceta paternal a un lado, Félix; no te pega nada. Hasta ahora siempre hemos sido un equipo.

—Pero las cosas cambian, Deli. Ya no somos unos niños.

Entonces la princesa salió de su escondite con un atuendo distinto al que había llevado, un vestido de color rosa, de mangas largas y vaporosas.

—Dieciocho años no son tantos.

Empezaron a caminar.

—Los suficientes como para que ya tengamos que asumir responsabilidades.

—Bah, responsabilidades…

—Tienes suerte de ser el ojito derecho de padre. Cualquier princesa de tu edad estaría casada o comprometida a estas alturas.

—Ya lo sé.

Se hizo el silencio, un silencio que les recordó cuán grave era la situación. Félix no tenía prisa por gobernar, pues sabía que tarde o temprano acabaría haciéndolo. Prefería seguir siendo un príncipe y poder disfrutar de su padre un poco más.

Fidelia, por su parte, estaba mucho más asustada de lo que demostraba. Su padre y ella siempre habían tenido una relación muy estrecha. El rey Saveiro se tornaba dulce y permisivo cuando estaba a su lado. De hecho, por eso Fidelia no se había desposado todavía. El rey no quería perderla de vista tan pronto. Así que, si finalmente moría, no sólo tendría que afrontar el dolor de una pérdida, sino que además tendría que lidiar con los consejeros del rey o con su tía. La condesa Constanza no era tan benevolente, no se podía apelar a sus sentimientos o a su compasión. Era decidida e implacable.

—Entonces, ¿qué dicen los médicos? —insistió la muchacha.

—No saben qué hacer. Han recurrido a todas las técnicas que conocen y nada surte efecto. Maese Lorens me ha dicho que todo lo que podemos hacer ahora es rezar y esperar.

La joven arrugó el entrecejo.

—¿Qué clase de solución es esa?

—Una bastante mediocre.

Fidelia miró a su hermano y distinguió en su expresión un matiz que conocía muy bien. Estaba cavilando.

—¿Se te ocurre algo?

Félix apretó la mandíbula.

—Así es, se me ocurre algo.

—¿Algo que puede ayudar a padre?

—En efecto.

—¿Y a qué esperas para decírmelo?

—Es algo que suscitaría mucha… controversia.

—Adoro la controversia. Dímelo.

—Creo que la ayuda que necesitamos está muy cerca de aquí. En el bosque Maravilla, concretamente.

Fidelia ahogó una exclamación.

—¿Pedirle ayuda a las hadas? ¿Te has vuelto loco?

—¿Y por qué no? Estoy convencido de que ellas pueden salvarle, y no voy a dejar que viejos rencores condenen la salud de nuestro padre.

—Él será el primero que se opondrá a que le curen.

—Por eso habrá que hacerlo cuando esté dormido.

—¿Y qué pasa con tía Constanza?

—Es la vida de su cuñado la que está en juego. Si existe alguna posibilidad de salvarle, debería ser la primera en acceder. Quizá también puedan ayudar a madre.

La princesa suspiró, pensativa. Tenía razón, las hadas poseían habilidades muy útiles, en especial si se trataba de preservar una vida. Pero no siempre estaban dispuestas a ayudar. La historia ya se lo había demostrado.

—¿Y si la corte iridiscente se niega a colaborar? Recuerda que la última vez que nuestra familia les pidió ayuda, su reina nos la denegó. Y nuestro abuelo murió.

—Parece que la historia se repite, desde luego. No importa, tenemos que intentarlo. Iré yo en persona a rogar su ayuda. Me adentraré en el bosque Maravilla y solicitaré hablar con su reina, la cual, por cierto, no es la misma que se negó a sanar a nuestro abuelo.

—Eso podría suponer una diferencia… —asintió ella—. Quiero ir contigo.

—No. La ausencia de ambos sería demasiado llamativa. Debes quedarte en el castillo y hacerle compañía a padre.

—Pero…

—Deli, esto es algo que debo hacer yo.

—Pero, si vamos los dos, la petición resultará más convincente. No corras riesgos, agota todas las opciones. Además, creo que la presencia de una mujer puede inspirarles simpatía.

El joven reflexionó y se dio cuenta de que tal vez su hermana estuviera en lo cierto. Así que, finalmente, cedió.

—¿Qué hay de Váldemar? —continuó la joven—. ¿Se lo decimos?

Félix hizo una mueca.

—No lo sé. Me gustaría mucho contar con su apoyo, pero no estará de acuerdo.

—Tampoco podemos culparle.

—Lo sé, lo sé. Habrá que ser discretos. No nos conviene llamar la atención.

—¿Te refieres a que tenemos que burlar a los guardias, usar ropa especial para pasar inadvertidos y abandonar nuestro hogar sin que nadie se entere de nuestras intenciones?

—Exacto. Es complicado.

Fidelia le pasó un brazo por los hombros al príncipe, luciendo una sonrisa de suficiencia.

—Hermano mío, qué suerte tienes de tenerme.

2

Lealtad castigada

En Álandor, conocido por quienes no vivían allí como el bosque Maravilla, habitaban toda clase de criaturas, algunas con más poder que otras. Uno podía encontrar centauros, duendes, sátiros, gnomos y, en definitiva, seres extraños y con aptitudes mágicas, pero ninguno de ellos era más poderoso que las hadas.

Ellas eran las encargadas de guiar a los demás, de decidir cómo se hacían las cosas y cómo funcionaba su sociedad. Sus habilidades, sus dones, eran superiores a los de cualquier otra criatura de los bosques. Hacía milenios que los feéricos creían firmemente que las hadas eran las elegidas por la Naturaleza para cuidar el mundo.

Álandor era un enorme y frondoso bosque que se extendía en las inmediaciones del reino humano de Myrendul. Al igual que en los territorios vecinos, también allí existía una jerarquía. Sibyl de Primavera era la reina de las hadas, pero su mandato estaba siendo uno de los más infructuosos que los feéricos podían recordar, pues el reino humano al que pertenecían les había prohibido llevar a cabo sus tareas. Cuando el invierno llegaba, las plantas morían, las aguas se helaban, los árboles perdían su vestido, y era natural, pero la primavera siempre se retrasaba, todo porque las hadas no estaban para facilitar la llegada de las flores y el renacer de la tierra.

La mayoría de los reyes de los hombres consideraban imprescindibles sus servicios y se aseguraban de que las relaciones entre humanos y feéricos fueran sólidas, pero el caso de Myrendul y los habitantes de Álandor era distinto. Hacía varias décadas que las cosas se habían enfriado. Entre las hadas podía percibirse la frustración. Sentían que estaban atrapadas en su propio bosque, recluidas.

Una de ellas estaba pensando en esto mientras descansaba tumbada sobre la hierba junto a aquel sauce que conocía tan bien. Aquella no era una zona transitada, lo que satisfacía a la joven, que apreciaba mucho los momentos de soledad. Se incorporó y batió un segundo sus alas azules para desentumecerlas. Dejó que sus piernas colgaran junto al precipicio y contempló la extensión de árboles, colinas y cascadas que tenía a sus pies.

—Es hermoso —dijo una voz a su lado; una femenina proveniente de un árbol.

Ella suspiró con el principio de una sonrisa en sus labios.

—Sí que lo es.

—Te veo más distraída de lo habitual, Elvia.

Ella suspiró.

—Hoy ha vuelto a haber quejas. Un grupo de hadas quiere irse al norte, buscar un nuevo hogar con mejores oportunidades. Dicen que no aguantan más aquí, que su esencia se está marchitando.

Elvia pudo percibir cómo el sauce se estremecía. Se volvió hacia él y encontró un rostro oculto en la corteza, una cara sin color y sin el cuerpo que le correspondía. A pesar de todo, sus rasgos seguían siendo hermosos.

—En el norte hay guerras —apuntó—. Pero supongo que no les importa. La sensación de encierro es algo que las de nuestra especie soportan a duras penas. Yo lo sé mejor que nadie.

Elvia desvió la mirada.

—Yilda —empezó—, ¿te arrepientes alguna vez de haber ayudado a mi madre?

El hada atrapada en el árbol sonrió.

—No. Hubiera sido peor negarle mi ayuda y perder así su amistad. O haber permitido que fuera sola a la ciudad. Porque, como ya sabes, no regresó jamás, y yo me habría pasado la vida entera preguntándome si las cosas hubieran podido ser diferentes si la hubiera acompañado. Eso sí sería una tortura, pero esto, estar atrapada en este árbol… Bueno, tengo unas vistas estupendas.

Elvia esbozó una sonrisa, aunque en el fondo se sentía triste.

—La reina no fue justa contigo. No desobedeciste a nadie, no quebrantaste ninguna ley… Sólo le fuiste leal a una amiga. —Elvia se pasó una mano por su cabello castaño y trató de tranquilizarse. Aquel tema siempre le alteraba.

—Y qué amiga —repuso Yilda en tono soñador—. Siempre la admiré mucho. Pese a ser miembro del Círculo, ella era muy distinta, y yo le inspiraba tanta confianza que me contaba todo lo que le rondaba la mente. Y a mí me gustaba escucharlo porque, aunque no compartía sus inquietudes, lograba transmitírmelas. Sus sentimientos hablaban muy alto.

—¿Qué te contaba?

—Se preguntaba cómo sería que te amaran sin reservas; con ansia y pasión. Y un día, simplemente, lo averiguó. Sólo un humano podía darle aquello y supo que no quería renunciar a eso. Era valiente, Elvia. Muy valiente. Los dos lo eran.

La joven sentía curiosidad por su padre, pero al mismo tiempo le daba miedo preguntar. Era un aspecto de su existencia que despertaba pensamientos y emociones contradictorios.

—Me alegra tenerte para que me hables de estas cosas —confesó.

—Y yo me alegro de que me hagas compañía. En fin, dejemos de dramatizar —prosiguió Yilda—. Cuéntame cómo van las cosas en la corte iridiscente. Entra en detalles.

—Norcia ha vuelto a decirle a su majestad que es demasiado permisiva, que su benevolencia raya la estupidez.

—Norcia siempre tan diplomática. Aunque quizá tenga algo de razón.

—Yo no pienso que Sibyl sea benevolente. No lo fue contigo.

—Pero sí contigo, Elvia. Algo que no podemos decir de las demás.

—Lo sé.

Los sentimientos que Elvia le profesaba a su reina eran discordantes. Por un lado, Sibyl había sentenciado a Yilda a permanecer atrapada en el interior de ese árbol para siempre, todo porque esta quiso ayudar a su madre a vengar la muerte de su amado.

Pero también había sido su mentora, alguien que la había tratado con respeto a pesar de su condición de mestiza. La única que siempre había ignorado la mezcla antinatural de sangre que corría por sus venas. La había ignorado de verdad.

«Tuve que hacerlo —explicó la reina la primera vez que Elvia le preguntó por qué el castigo de Yilda era el que era—. Tuve que hacerlo porque, de lo contrario, el rey Saveiro nos habría presionado para que se la entregáramos y su justicia se habría encargado de darle el merecido que ellos consideraban adecuado. Y créeme, hubiera sido mucho peor que vivir en un árbol».

Las hadas más inconformistas e impetuosas deseaban saber por qué a su soberana le condicionaba tanto lo que pudiera hacer el rey Saveiro. Muchas habían hablado de aquel tema con Sibyl sin ninguna clase de reparo.

«No puedo enfrentarme a los humanos. Desafiarles supondría despertar sus ganas de acabar con nosotras, lo que conduciría a una guerra que no estoy dispuesta a fomentar. Debemos ser pacientes y confiar en que las cosas mejoren por sí solas».

Eso era lo que siempre decía. Sonaba muy razonable, pero la razón no aplaca las llamas del corazón ni sana sus heridas. Las hadas seguían descontentas, frustradas por no poder recorrer el reino a sus anchas. Las que lo habían intentado no regresaban y, si lo hacían, no era en perfectas condiciones.

El rey de los humanos, Saveiro Terrafil, detestaba a los feéricos, en especial a las hadas, y así había sido desde que era sólo un muchacho.

—Me pregunto si la reina Finoa era consciente de las consecuencias cuando decidió dejar morir al rey Adelfo.

—Ninguna lo éramos.

Elvia frunció el ceño.

—Nunca me has contado cómo lo viviste tú.

Yilda reprimió una carcajada.

—Porque hasta ahora no has tenido la necesidad de preguntar. Las nuevas generaciones conocen esa historia desde que tienen uso de razón.

—Cierto. Soy incapaz de recordar la primera vez que me la contaron. Pero me gustaría oír tu versión.

—Fue hace más de treinta años, pero no lo he olvidado. El rey Adelfo se moría. Nunca había llevado una vida demasiado saludable, para ser justos. Comía y bebía sin control y apenas ejercitaba su cuerpo. A diferencia de la mayoría de monarcas, él aborrecía la caza; quizá porque no era muy diestro en ella. Cuando tenía treinta y siete años, su cuerpo no pudo más y cayó terriblemente enfermo, así que nos pidieron ayuda a nosotras.

»Por aquel entonces, la reina de Álandor era Finoa de Verano. A mí me parecía una persona demasiado agria, pero era magnífica a la hora de hacer crecer las flores, suavizar las lluvias o derretir las nieves. Su armonía con la naturaleza parecía mayor que la de cualquiera de nosotras, y por eso era la reina.

»Cuando le pidieron ayuda para salvar al rey, ella estaba ya en el ocaso de su vida y todas lo sabíamos. Los años endurecieron su carácter. Dijo que no podía interponerse en el camino de la naturaleza, que el destino de aquel hombre estaba sellado y ella no era nadie para desafiar esos designios divinos. Así que las hadas nos mantuvimos al margen y el rey falleció.

»Su hijo y heredero, Saveiro, transformó la tristeza en rabia. Proyectó su ira sobre nosotras, y lo primero que hizo cuando se convirtió en rey fue romper las relaciones entre los humanos y la corte iridiscente. A pesar de tener sólo diecisiete años, fue muy contundente y no dio su brazo a torcer. Nos prohibió salir del bosque y entablar cualquier tipo de relación con sus súbditos. De pronto, las hadas nos vimos despojadas de todos los deberes que teníamos para con esta tierra. Recuerdo que una mañana me levanté y pregunté si habían venido hadas nuevas al bosque, hadas de otros reinos, porque me parecía que nuestro hogar estaba más concurrido de lo habitual. Pero no. Lo que ocurría era que las hadas que habitualmente salían al amanecer para recoger el rocío de las plantas estaban allí. Igual que las que cuidaban de las flores o las que ayudaban a animales que se veían en apuros, o las que viajaban hasta las costas para cuidar del mar. Todas estaban allí porque ya no tenían nada que hacer.

»Poco después, Finoa murió y Sibyl asumió el mando. Y hasta hoy.

Sí, la historia era la misma que le habían contado siempre. La historia que explicaba por qué las hadas de Myrendul vivían como vivían.

—¿Por qué crees que Finoa se comportó de aquella manera?

—No lo sé. Tal vez porque consideraba que la muerte es una parte más de la vida y no algo que evitar. Al menos, las personas que la conocieron mejor dicen que fue por eso. Pero ya no importa.

Se hizo el silencio y la brisa acarició la suave tez de Elvia, que miró cómo una bandada de pájaros surcaba los cielos. Hubiera querido unirse a ellos. En ese momento, ante sus ojos y desde el acantilado, apareció un hada de melena corta del color del cielo, con unos ojos lilas cuya tonalidad se repetía en sus alas.

—¡Alanys! —saludó Elvia—, ¿qué ocurre?

Le sorprendía verla allí. Aquel era su santuario, un lugar al que nunca iba nadie más que ella.

—Tienes que venir. Han avistado a los príncipes en la linde del bosque. Parece que pretenden reunirse con nosotras.

Elvia se puso en pie de inmediato.

—¿Cómo? No puede ser.

—¡Que sí! Venga, vamos.

Elvia avanzó unos pasos, aunque se detuvo antes de saltar al vacío. Miró hacia atrás y advirtió que el rostro de Yilda ya no estaba en el tronco.

Se giró hacia su amiga, se dejó caer y desplegó sus alas antes de volar hacia el corazón del bosque.

3

La corte iridiscente

—Esto ha sido una buena idea, ¿verdad?

Caminando por el Bosque Maravilla, los dos hermanos seguían a un hada que les había interceptado al adentrarse en la espesura. Les había preguntado qué querían y, al identificarse y pedir ver a la reina Sibyl, aquella hermosa criatura se había ofrecido a guiarles hasta la corte iridiscente.

—¿Te estás echando atrás? —dijo Fidelia—. Por favor, Félix. Claro que es una buena idea. Tenemos que intentarlo.

—¿Puedo preguntar qué os ha traído por aquí? —interrumpió la feérica—. Quizá si me lo contáis pueda deciros si venir ha sido buena idea o no.

El hada se había presentado como Arlen de Otoño y empleaba un tono algo mordaz.

—Preferimos hablar directamente con la reina, gracias —repuso Fidelia sin dejarse intimidar por la mirada inquisitiva de su guía.

Caminaron durante unos minutos más y los dos hermanos sintieron que se quedaban sin aliento frente a las maravillas que vieron allí: árboles de estructuras enrevesadas pero extrañamente hermosas, flores de colores imposibles, pájaros que cantaban de una manera única e irrepetible, aguas brillantes con destellos coloridos…

También se cruzaron con un centauro y dos duendes, y ambas criaturas lograron dejarlos boquiabiertos. Los guardias de palacio que les acompañaban para garantizar su seguridad eran, normalmente, muy inexpresivos, pero en esa ocasión tampoco pudieron ocultar su asombro.

—Ahí está —anunció Arlen cuando llegaron a una enorme explanada rodeada por los árboles más altos que habían visto jamás—. El Árbol Madre.

Aquel árbol era extraordinario. Su tamaño resultaba impresionante, pues era más grande que cualquier templo o castillo construido por el hombre. En su tronco había docenas de huecos en los que parecía que vivía gente. De sus ramas colgaban hojas que parecían de metal por el reflejo que desprendían. Las había de color rosa, violeta, azul y plateado. ¿Era por eso por lo que a aquel lugar lo llamaban la corte iridiscente?

Pronto descubrirían que no.

Una multitudinaria congregación de hadas les aguardaba, contemplándoles con cautela.

Elvia estaba atenta a todo lo que ocurría. Estudió con atención a los príncipes, con sus facciones semejantes, sus ropas lujosas y su porte regio. ¿Qué pretendían? Todo el mundo ardía en deseos de saberlo, por eso nadie perdía detalle.

La noticia sobre aquella inesperada visita había recorrido el bosque en cuestión de minutos. Duendecillos, centauros, sátiros y otras criaturas residentes en las inmediaciones de la Corte se habían acercado también.

Una mujer apareció ante ellos, y todas las cabezas se inclinaron. La recién llegada tenía el cabello rubio; los ojos, ambarinos, y las alas y el vestido eran dorados. Había un grupo de cuatro hadas en cada flanco, y todas vestían colores distintos. Los colores del arcoíris, excepto una que lucía el plateado. Encararon a los príncipes.

—Arlen —llamó Sibyl—, ¿qué nos traes?

Lo decía como si no supiera quiénes eran los recién llegados, pero la comitiva que les había estado esperando junto al Árbol Madre era tal que resultaba imposible creer que nadie se hubiera enterado de su presencia e identidad antes de que los dos muchachos llegaran allí.

—Félix y Fidelia Terrafil. Hijos del rey Saveiro y, por ende, príncipes de Myrendul.

Un susurro ahogado recorrió las bocas de los presentes.

Arlen se hizo a un lado y Félix avanzó.

—Majestad —dijo, y se arrodilló ante ella—. Pido perdón si mi presencia y la de mi hermana os molestan, pero creí necesario acudir a vos.

Fidelia sonrió. Le gustaba ver cómo su hermano, a pesar de albergar ciertas dudas, conseguía hacerse cargo de la situación con una facilidad que parecía innata.

Sibyl alzó una ceja y se acercó a ellos.

—¿Con qué propósito? —preguntó con amabilidad.

—Necesito vuestra ayuda. Mi padre se está muriendo.

Esta vez, un estallido de comentarios brotó a su alrededor. Ningún miembro de la corte iridiscente estaba al tanto de la salud del rey. Antaño aquella información era algo a lo que accedían rápidamente, pero la inexistente relación entre el pueblo feérico y el humano traía consigo consecuencias como aquella.

—¿Enfermo?

—Así es. Creemos que comió algo en mal estado. Es habitual que los alimentos se malogren en verano.

—Antes no era tan habitual —cortó un hada que no había hablado hasta entonces. Se trataba de una de las ocho acompañantes de la reina—. Antes, cuando las hadas podíamos hacernos cargo de vuestras tierras, no había tantas enfermedades ni páramos yermos. Muchas cosas eran distintas.

Sibyl alzó una mano.

—No estamos discutiendo eso ahora, Kendra —le reprochó su reina—. Proseguid, muchacho.

Félix tragó saliva.

—Quisiéramos que vos le ayudarais. Sabemos que poseéis las habilidades necesarias. Por favor, no le dejéis morir.

—Vaya, parece que la historia se repite —murmuró la soberana de la corte iridiscente tras un breve silencio—. ¿Cuánto hace que está enfermo?

—Bastante —respondió Fidelia, adelantándose a su hermano—, por eso necesitamos que lo hagáis cuanto antes. No le queda mucho.

—¿Os ha enviado alguien?

—No —contestó el príncipe—. La propuesta de pediros ayuda no hubiera gozado de popularidad, majestad.

—Puedo imaginarlo. Entonces, ¿qué sugerís? ¿Que envíe a unas cuantas de mis hadas al castillo para que sanen a vuestro padre? ¿El mismo hombre que prácticamente nos desterró y que siempre nos ha despreciado?

Félix tensó la mandíbula.

—Tendríais la eterna gratitud del futuro rey.

Por el tono agarrotado de su voz, resultaba evidente que la situación era difícil para él. No tenía problemas en pedir ayuda, pero tampoco quería suplicar más de la cuenta.

—¿Y qué me garantiza que cuando mis compañeras vayan a vuestro castillo volverán sin que les ocurra nada? La última vez que un hada pisó vuestro hogar, la mataron por orden del rey.

Elvia, oculta entre la multitud, sintió cómo algunas miradas se posaban ella. Pero estaba acostumbrada a llamar la atención, por lo que eso no le afectó más que el vuelco que le dio el corazón cuando oyó que mencionaban a su madre.

Fidelia, que tenía que esforzarse por mantener las formas, se dejó llevar y respondió: