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Primera edición.

La constelación de los dragones.

© 2019, Maribel Abad Abad.

© Onyx Editorial

www.onyxeditorial.com

 

© Ilustración de portada: Ariadna Guillem (Miss Arilicious).

© Composición portada: Munyx Design.

© Maquetación: Munyx Design.

© Corrección: Arantxa Comes.

© Ilustración mapa: Munyx Design.

 

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito del autor.

 

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ÍNDICE

 

 

Prólogo

UNA TARDE CORRIENTE

Magia y castigo

Una aventura peligrosa

Las piedras

La Liga por el Cambio

Sol y luna

Las Islas

Inami

Empieza la búsqueda

El primer entrenamiento

El profesor Brugan

Lak

Lo más imposible

La primera misión

El cambiaformas

Conversación inesperada

El equinoccio de otoño

Zinia

Meteoritos

Que viene la reina y te llevará

Rausus

El balcón oculto

Siala

La víspera del año nuevo

El dragón negro

Una acampada arriesgada

Más de una criatura monstruosa

Los Troncos de Yule

Un atípico hijo de la luna

De monstruos y engaños

Aguas de Fuhltis

Una conexión eléctrica

Eslabones

de los Dragones

Un día anecdótico

Influencias estelares

El principio de las hostilidades

La serpiente y el dragón

La guardiana

El dragón blanco

Derkestar y Eilade

Cuestión de identidad


 

 

 

 

 

Prólogo

 

 

 

 

L

a historia que os voy a contar es el perfecto ejemplo de que cualquier narración puede contener mentiras fantásticas, la mayoría inventadas, o bien por sus protagonistas, o bien por un narrador que quiere convertir a sus personajes en leyenda. Esto no significa que durante mi relato yo os vaya a engañar, pero tampoco os garantizo lo contrario; puede que os describa paisajes que no he visto y lugares donde no he estado como si los conociera al detalle, e incluso quizá mi objetividad se vea afectada por alguna preferencia hacia este o aquel personaje. Pero debo empezar mi historia por el principio, y para situar a los foráneos que queráis escucharme, señalaré que todo sucedió en un mundo llamado Arcálie.

Arcálie es una tierra que sufre de grandes contradicciones; se trata de un lugar donde cualquier cosa puede ocurrir en cualquier momento o existir como una verdad indiscutible, donde se compra sin dar nada a cambio, donde se viaja sin transporte y donde no se hace el mal, ya que es mágicamente imposible. Pero, puesto que en Arcálie puede suceder de todo, aquí reside la más importante de sus contradicciones. Males y paradojas aparte, en ella reina un equilibrio tranquilo guardado por sus millones de estrellas; estrellas celosas de sus secretos, estrellas orgullosas de su propia historia. Ojos guardianes dispuestos a abandonar sus tronos en el firmamento en caso de ser llamadas a caminar por la tierra que vigilan.

En tiempos de paz, sin embargo, en Arcálie no pensamos en estas vigías más que para alzar la vista hacia ellas y deleitarnos con su luz en las noches claras.

Noches como la que he elegido para abrir nuestra historia.

Entre todas las estrellas, una luna menguante colgaba sobre los Arcálenos que se reunían junto al arroyo Fuhltis. El agua lanzaba destellos de plata en su carrera a través del Bosque de las Hechiceras, donde el bautismo de los niños nacidos durante las últimas trece lunas estaba a punto de comenzar.

La Alta Hechicera se arrodilló junto a un cantarín salto de agua para iniciar la visualización del poder de todas las criaturas a las que daría nombre aquella noche. De piel y cabellos dorados, propios de los Arcálenos puros, Gwendelan Hagtess era la encarnación de toda la magia de Arcálie, y así había sido desde que la vida eclosionara varias edades atrás. La Alta Hechicera se encargaba de dotar de energía a todos los seres vivos y no había un solo poder en Arcálie que ella no dominase, exceptuando el de su guardia personal, cuyos poderes provenían de las estrellas y eran únicos.

Sus dos guardianes se hallaban alejados varios metros del círculo de familias y, como ya he dicho, ambos eran seres tan excepcionales como ella. También dorados, de procedencia Arcálena pura, los dones que poseían habían sido otorgados a sus estirpes por los Grandes Dragones cuando estos descendieron del firmamento dos edades antes. Y, aquella noche, bajo la sonrisa de un hilo de luna, la Guardia Dragón custodiaba que ninguna alimaña se sintiese atraída por el aroma a inocencia que emanaba de aquellos niños plácidamente dormidos y a punto de recibir un nombre; y con él, su poder.

Eilade, el heredero masculino del poder del dragón, había ocupado su cargo de guardián dos lunas atrás a pesar de su corto entrenamiento, pues la muerte de su padre había llegado de manera inesperada. Le seguía como una sombra la hija de su compañera Modron. La niña solo contaba con doce primaveras, pero ya cumplía gustosa con su entrenamiento, si bien, como se veía por su forma de pegarse a Eilade, quedaba claro que ella prefería entrenar con él en lugar de con su madre. Su nombre era Derkestar y, a pesar de su corta edad, ya había logrado una conversión completa durante una sesión. Eilade todavía reía cuando recordaba el acontecimiento, y es que jamás había visto un dragón tan insignificante. Ni siquiera los dragones de verdad, nacidos allá en la lejana cordillera del Monte Parnattel, eran tan pequeños al nacer como Derkestar al convertirse en, supuestamente, tan grandiosa criatura.

En aquel momento, la chica intentaba que su piel se llenase de escamas, como la de Eilade y la de su madre aquella noche y durante las misiones. Si lo conseguía, todos los presentes, sin excepción, sabrían que ella también estaba vigilando, que ya la habían aceptado en la guardia de la Alta Hechicera.

Cerró los ojos e hizo un gran esfuerzo por concentrarse. Debía tener cuidado y controlar la transformación, limitarla a la apariencia de su piel; de lo contrario, acabaría convertida en dragón y todos se asustarían. Sería un absoluto desastre que uno de los bebés se echara a llorar por su culpa.

Abrió los ojos. Un montón de chiribitas le hicieron perder el equilibrio por un momento. Cuando se acostumbró a la luz plateada del bosque, se observó las manos, pero estas seguían siendo lisas, del mismo color dorado que el resto de Arcálenos puros. Vaya desilusión, ella se habría conformado con que las escamas se hubiesen, al menos, dibujado en su piel. Compuso un gesto de fastidio, y entonces oyó una risita susurrada junto a ella.

Eilade la había estado observando todo el tiempo.

—No te preocupes —le dijo—. Todo el mundo sabe quién eres. Te respetan, aunque no vayas cubierta de escamas durante las misiones.

—¿Seguro? —respondió Derkestar con un gesto de desconfianza.

—¿Quieres darles una garantía de quién eres? —le preguntó Eilade.

Se desanudó una de sus muñequeras de piel negra y sopló una pequeña llama anaranjada sobre ella; el cuero pareció volverse incandescente por un segundo, pero no ardió. Después, ante la mirada atónita de Derkestar, Eilade se la puso a la chica con cuidado. Tuvo que apretarla bien, las muñecas de ella eran todavía demasiado delgadas.

—Si llevas una parte de mi uniforme, todos sabrán que yo te he reconocido formalmente como mi futura compañera.

—¿Ah, sí? —preguntó Derkestar, toda ojos.

Eilade asintió mientras Modron escondía una sonrisa, pero Derkestar no se dio cuenta del gesto de su madre.

—Además, al haberle insuflado mi aliento de fuego, he creado un vínculo mágico contigo: siempre que me necesites, sopla sobre ella y yo lo sentiré. Entonces sabré que me estás buscando.

Derkestar observó extasiada la muñequera. Alguien había bordado artísticamente una «E» en rojo: Eilade. Y, por efecto del fuego, unas pequeñas escamas se habían dibujado en ella; naranja llama sobre piel negra. La chica sentía que se pondría a dar saltos de alegría; ahora tenía comunicación directa con él.

Ambos se sonrieron. Después Eilade dio media vuelta y siguió con su deber. Fue entonces, al alejarse un par de pasos de Derkestar, cuando la chica se dio cuenta de algo extraño: un guijarro que había estado segundos antes a los pies del chico había empezado a susurrar un nombre, un nombre que no era el suyo, pero aun así parecía que la llamaba; lo cual no tenía mucho sentido, pues ella había encontrado su piedra mágica hacía lunas. Intrigada, la recogió y la observó. No tenía nada especial, aparte del hecho de que, con sus susurros, parecía estar contándole un secreto que ella no llegaba a entender. Con un encogimiento de hombros, se la guardó en un bolsillo de su capa. Ya le habían enseñado que en Arcálie todo era posible y todo significaba algo, así que era mejor no ignorar aquello.

Modron, mientras tanto, se había dedicado a lanzarles sonrisas maternales. Igual que las otras madres reunidas junto al arroyo, también ella llevaba en brazos a una niña que recibiría un nombre aquella noche, lo cual no le impedía cumplir con su obligación de guardiana.

—A este paso, pondréis la magia a prueba siendo los primeros guardianes de la historia en pasar juntos por el Jardín de Ga’ard.

Eilade carraspeó y volvió la vista al cielo para disimular su turbación mientras Derkestar soltaba una risita desvergonzada. Desde luego, aquello supondría una prueba de fuego para la magia que flotaba sobre las dos estirpes de guardianes, quienes siempre habían mantenido separadas ambas líneas por motivos más que evidentes: una línea era esencialmente femenina, mientras que la otra era masculina, y nunca un primogénito de ninguna de ellas había pertenecido a un género que no fuese el esperado. No parecía imposible en absoluto que una generación se uniese, pero, al mismo tiempo, a Eilade esto le suscitaba una serie de preguntas embarazosas sobre su descendencia y las futuras generaciones de guardianes. Y eso sin tener en cuenta que Derkestar no era más que una niña para él.

¿Que cómo sé todas estas cosas? Os diré, por una parte, que todo lo que os voy a contar son escenas que he presenciado yo mismo, muchas a hurtadillas, y que además sé lo que piensa todo el mundo gracias a mi condición de Eskei; aunque esto no signifique todavía nada para vosotros. También hay anécdotas que me contaron sus propios protagonistas después, cuando todo había terminado, si es que podemos llamarlo terminar.

Mientras tanto, la Alta Hechicera se había puesto en pie. El ritual iba a comenzar. Eilade y Modron tomaron posiciones y adoptaron una actitud vigilante, y Derkestar imitó a su futuro compañero. La Alta Hechicera se dirigió a las familias allí presentes:

—Las aguas de Fuhltis son reveladoras. Todos los Arcálenos, desde que el agua empezó a correr por nuestra tierra, han encontrado algo importante en ella, comenzando por su nombre. —Hizo una pausa—. Vosotros seréis los primeros —le dijo con su voz etérea a una pareja que compartía unos rasgos finos y pálidos y unos cabellos plateados. Una pareja de Eskei, cuyos poderes procedían de la luna—. Vuestra niña es la que, a pesar de haber nacido hace apenas quince noches, me muestra con más claridad qué poder elegirá llegado el momento.

La tomó en sus brazos y la pequeña abrió unos rasgados ojos azules hacia ella. Al introducirla bajo la corriente que saltaba sobre las rocas, un rayo de plata las iluminó. Gwendelan, la Alta Hechicera, dejó que el agua bañase el pálido cuerpecito de la recién nacida y volvió a ponerse en pie. Durante unos minutos solo observó a la niña Eskei. Nadie, excepto los guardianes de Gwendelan, pudo captar el mensaje que le estaba transmitiendo sobre el significado de su nombre y las características de su futuro poder; mensaje que la niña volvería a escuchar el día que encontrase su piedra mágica, la que la acompañaría para siempre y ayudaría a canalizar bien todo su potencial.

—Debéis llamarla Naiatri —dijo Gwendelan poco después a ambos padres.

Les devolvió a su niña y se dirigió hacia una pareja de piel marrón como la corteza de las aroccas que se erigían hacia el cielo. Pertenecían a la raza de los Fáe y su poder provenía de la misma tierra y todo lo que crecía de ella. La mujer estaba embarazada de nuevo y parecía fatigada y consternada.

—Estás deseando marcharte, ¿verdad? —le dijo Gwendelan. Tomó al niño en brazos y, tras repetir el mismo proceso que con la niña Eskei, la Alta Hechicera lo devolvió a su madre—. Debéis llamarlo Austur. Y por esta niña de aquí y su futuro, no os preocupéis. —Tocó la tripa de la madre y cerró los ojos—. Lo que parece romperse por un lado, se puede enmendar por otro. La magia siempre encuentra su camino.

Tras este breve inciso, Gwendelan prosiguió con las siguientes familias. Niños y niñas de las tres razas: Arcálenos dorados como el sol, Fáe tostados como la tierra y Eskei pálidos como la luna, pasaron por las aguas de Fuhltis y recibieron sus nombres; palabras de la lengua antigua que definían sus poderes. Tras bautizar a un niño llamado Alleas y a una niña llamada Azasha, le tocó el turno a la última pareja: dos Fáe que llevaban un niño en brazos y una niña en el vientre de la madre. En este caso, la mujer parecía resplandecer. Gwendelan le sonrió cuando le devolvió a su hijo.

—Su nombre será Finthan y tendrá un poder que yo no poseo. Como decía, la magia siempre encuentra su camino.

Ambos padres miraron sorprendidos a Gwendelan, pero esta no les dijo nada más.

Tras lanzar una mirada de curiosidad al niño y a la abultada tripa de la madre, dirigió sus ojos dorado Arcáleno hacia su guardiana, Modron.

—Y ahora veamos qué sorpresa guardas tú en tu regazo —le dijo.

Sonaba prometedor. Me incliné hacia delante en la rama sobre la que me hallaba, pero Eilade dirigió unos ojos de alerta en mi dirección. Tuve que marcharme sin descubrir qué sorpresa guardaba la niña.

 

 

 

UNA TARDE CORRIENTE

 

 

 

 

 

 

S

eis inviernos pasaron. El último se deshizo en una primavera plagada de aromas y culminó en un verano exuberante a principios de la luna caliente. Las estaciones se habían sucedido en un ciclo inagotable de nacimiento, crecimiento, muerte y renovación. En aquella época, antes de que todo se agotara, la naturaleza seguía su curso y la vida no se había cansado de ser.

Uno de aquellos días regresé para observar a nuestra joven rareza. Os extrañará que os relate anécdotas de la infancia de Finthan, si no es en esta etapa cuando su poder se manifestaba con todas sus fuerzas. Considero, visto todo, que estos pequeños detalles se irán acumulando a lo largo de las lunas y algunos iluminarán el futuro, pero otros lo oscurecerán. No sobra con que la criatura naciera con un poder que nadie le podía enseñar a controlar, pues solo lo poseía él, sino que este, además, atraería hacia el niño todo tipo de amistades verdaderas, pero también conveniencias; odios injustificados pero justificados a su vez. Y, lo peor de todo, atraería dos poderes que le seguirían a lo largo de las edades y, prestad atención, uno entraba en la categoría de amistad verdadera y el otro en la de odio visceral. Si justificado o no, eso es otra historia.

Mientras tanto, ajeno a todo, un Finthan Fideri que estaba a punto de cumplir siete otoños correteaba una tarde entre los melocotoneros buscando un escondite donde su amiga Azasha Adere no pudiese encontrarle. Como todos los Fáe, Finthan tenía una piel que podía fundirse con la corteza de cualquier árbol, y, aunque Azasha también era una Fáe, a ella tales sutilezas se le escapaban. Desde el tronco que escogió, dos veces su envergadura, el pequeño Finthan asomó la cabeza y percibió que su mejor amigo, Alleas Noscelli, había hecho lo propio escondiéndose tras un melocotonero cercano. A la que no veía por ninguna parte era a Naiatri Vera, a pesar de que, por su condición de Eskei, con la piel y los cabellos tan pálidos, resultaba la más fácil de ver en la mayoría de ocasiones.

Oyó una risita clara, y al mirar hacia arriba la localizó. Una mancha plateada y azul entre las ramas verdes y los frutos rojizos.

—¡Naia! —llamó—. Estás haciendo trampa, la condición era jugar solo en el suelo.

—Estoy intentando alcanzar ese melocotón —respondió esta—. Pero está muy lejos.

—Baja. Yo te buscaré uno que sea más fácil de coger.

Porque eso hacía Finthan: se le daba muy bien encontrar lo que quería, y en aquel momento lo iba a utilizar para evitar que Naiatri se hiciese daño. Los Arcálenos no solo saltamos a las copas de los árboles con la facilidad con que caminamos por el suelo, sino que también vivimos en ellos. Sin embargo, a los niños los prevenimos contra trepar demasiado alto, pues sus habilidades no están todavía desarrolladas y una caída podría ser fatal. Los mayores, por el contrario, nos mantenemos sobre las más estrechas ramas como si nuestros pies se pegasen a la madera.

Con parte de esta agilidad, Naiatri saltó del árbol y observó a Finthan mientras este clavaba sus enormes ojos castaños en el melocotonero que tenían justo delante. Poco después, este la cogió de la mano y miró a su alrededor con cautela.

—No te preocupes. Hace mucho rato que Azasha no nos está buscando —dijo Naiatri—. Se está peleando con sus hermanos.

—¿Con los tres? —se asustó Finthan.

—No, solo con Silwid y con Deatrap.

—Ah, menos mal —respondió Finthan con mucha lógica—. Ven.

La condujo al árbol que tenían delante y se sentaron en el suelo con total despreocupación. Finthan miró la tierra a su alrededor.

—Tiene que estar por aquí —balbuceó.

Se concentró en la imagen de los melocotones asomando entre las hojas y le pareció que unas ramas caídas se agitaban en su dirección; las removió con el pie. Al hacerlas rodar, descubrió que una de ellas tenía un melocotón maduro. Naiatri se inclinó y lo arrancó.

—Gracias —susurró.

Se apoyaron contra el melocotonero y dejaron pasar los minutos mientras Naiatri mordisqueaba el algodonoso fruto.

—¿No deberíamos avisar a Alleas de que Azasha ya no está jugando? —dijo ella. Finthan no respondió. Lo cierto era que no quería.

—¿Y por qué no? —preguntó Naiatri.

—¡Oye! ¡Deja mis pensamientos en paz! —exclamó Finthan, azorado.

Naiatri le observó en silencio mientras terminaba de comerse el melocotón, tras lo cual escarbó en la tierra y enterró el hueso en ella.

—¿Estaba dulce? —le preguntó Finthan.

Ella asintió. El jugo todavía brillaba en sus labios.

—Y un poco ácido también —respondió.

Finthan lamentó que ya se lo hubiese acabado. Le hubiese gustado probarlo. Naiatri se pasó la lengua por el labio superior, pensativa.

—Mira, prueba.

Se puso de rodillas, se inclinó y pegó sus labios a los de él. Un segundo después, se separaron y se quedaron mirándose. Finthan enrojeció, ante lo cual Naiatri volvió a sentarse y se apresuró a esconder la cara entre las rodillas de modo que no se le viese la sonrisa. Con el rostro medio oculto y ojos interrogantes, le observó.

No pude evitar sonreír. Yo ya sabía que aquello se quedaría grabado para siempre en la memoria de Finthan. Le vi asentir mientras fingía que no pasaba nada.

—Tenemos que llevarnos un montón —dijo—. Los que hay en Títhame no saben tan bien.

—Pues vamos a decírselo a tu madre —respondió Naiatri.

Se pusieron en pie y se dirigieron al árbol en el que se escondía Alleas.

—Azasha ya no está jugando —le anunció Naiatri.

Alleas se separó del melocotonero con el que se había fundido con tanto éxito a pesar de la túnica turquesa. Finthan siempre le preguntaba a su madre por qué Alleas no llevaba casublas verdes o marrones como él y como todos los Fáe, pues creía que las de su amigo no servían para camuflarse. Su madre respondía que a cada uno le iban bien unos colores, y que no todo en la vida era esconderse. Además, Alleas también llevaba el color verde en algunas ocasiones. Y después añadía que el azul y el verde eran los colores de la tranquilidad, por eso a Alleas le sentaban tan bien. El caso era que a Finthan le parecía que su mejor amigo no era un Fáe típico: demasiado tranquilo, demasiado suave. Mientras, en general, los Fáe asemejaban cortezas de árbol por su dureza y estoicismo, Alleas de árbol tenía que hundía las raíces en la tierra de la que nacía, y nada más.

Finthan sonrió, seguro de que Azasha habría encontrado a su amigo antes que a él; Alleas los miró con curiosidad.

—¿Y qué está haciendo esa loca? —preguntó.

—Naia dice que pelearse con Deatrap y Silwid.

Alleas puso los ojos en blanco y los siguió en dirección al claro donde estaban pasando la tarde con todos sus hermanos y la madre de Finthan. Bueno, con la madre de Finthan y la de Austur.

Austur Duval era un niño del que se suponía que todos eran amigos, pero no era así. Sencillamente, no podía ser. Como decía siempre el padre de Finthan y Finthan repetía a su vez: si alguien tenía un problema con los Eskei, el problema no era de los Eskei. Y el caso era que Austur Duval intentaba muy a menudo que Naiatri se metiera en líos en la escuela, y no le importaba pregonar después que lo hacía porque ella era una paliducha leementes.

Cuando los tres pequeños llegaron al claro, encontraron a Azasha enfurruñada y apoyada sobre el tronco de un melocotonero cercano; su expresión conteniendo lo que podía llegar a ser una mirada letal algún día. Una reacción exagerada, fuese cual fuese el motivo, teniendo en cuenta que los que habían tenido que pasarse la tarde curándose las heridas eran sus dos hermanos.

—¿Por qué te enfadas si has ganado? —le preguntó Finthan.

—¡Se enfada porque sabe que es cierto! —chilló Deatrap, el más cercano en edad a ellos, cuyo ojo derecho no parecía querer curarse de lo que debía haber sido un buen golpe, a pesar de la autocuración de los Fáe—. Cuando Silwid y yo crezcamos, no nos podrá, igual que no puede con Anthash.

Azasha no solo era más rápida que todos sus amigos juntos, también era muchísimo más fuerte. Tan solo el más mayor de sus tres hermanos, Anthash, podía con ella, aunque más que poder con ella, se trataba de mantenerla a raya sin más. Y, aun así, era una proeza que ninguno de los pequeños sabían cómo lograba. Puesto que en aquel momento el chico debía de estar explorando los alrededores, no pudo impedir que Azasha saltase hacia Deatrap.

—¡Repite eso, sabandija! —retó a su hermano con el puño alzado.

Entre las risitas contenidas de sus amigos, que no querían convertirse en su próxima víctima, Alleas se acercó a ella y puso una manita sobre su hombro. Nadie reaccionó ni dijo nada durante unos segundos. Solo observaron divertidos cómo Azasha clavaba sus ojos oscuros en él, y, segundos después, con mucha calma, bajaba el puño y se retiraba unos alocados rizos negros de los ojos.

—Vale, ya está, ¿qué quieres, que me duerma?

El pequeño se apartó de ella, satisfecho. Era una suerte que Alleas fuese, según su piedra, el Pacificador, porque la piedra de Azasha había dicho que ella era la Asesina, y aquello había ayudado a todos a comprender por qué de vez en cuando reaccionaba con aquella furia. Finthan todavía no entendía aquel poder, pues él ya sabía que a todo el que hacía algún mal mayor, sobre todo matar, la magia de Arcálie lo condenaba al Castigo Primigenio, es decir: lo convertía en un monstruo; exponía a plena vista la falta que había cometido. Por suerte, existían en Arcálie grupos de Ojeadores, como el de sus padres, que daban caza a todas estas monstruosidades que vagaban por su mundo.

—Elima —dijo entonces Naiatri con voz melosa a la madre de Finthan, que regresaba de pasear con la de Austur—, tenemos que llevarnos melocotones, están muy ricos.

—No hemos venido aquí para ponernos a coger melocotones —respondió Elima Fideri.

Finthan suspiró, desilusionado, y se sentó sobre una piedra. Entonces oyó a Naiatri lanzar un quejido. Levantó la cabeza, asustado, y la vio frotándose la frente mientras miraba a Elima Fideri con gesto dolido.

—¡Pero eso es mentira! —dijo.

Elima Fideri dejó una bolsa repleta de aquellos jugosos frutos en el suelo y corrió a abrazar a Naiatri.

—Lo siento, cielo, no sabía que las mentiras te dolieran tanto.

—¡Estos Eskei! —rio Shari Duval—. ¡No se les puede esconder nada!

Y a Naiatri menos, pues su poder como Eskei era el de la Conocedora de la Verdad. Entonces se oyó un resoplido de indignación, y Austur Duval, su no amigo, apareció entre dos árboles.

—¡Pues yo no quiero que los Eskei sepan lo que pienso! —gritó—. ¡Que se vaya de aquí esa paliducha!

Ambas madres se miraron, y Finthan y Azasha le pusieron mala cara.

—Hijo, ¿dónde estabas? —le preguntó su madre atrayéndole hacia ella. A Finthan le pareció muy mal que intentase cambiar de tema, pero hizo lo que su madre le decía siempre: callarse porque los Duval eran muy sensibles con los Eskei—. Siempre vas solo por ahí, ¿por qué no juegas con ellos?

—¿Y por qué tengo que hacerlo? Ella no solo no juega, sino que no habla con nadie. —Señaló con un dedo insolente hacia un árbol bajo el cual una niña de cabellos castaños buscaba flores.

Se trataba de Glimgar, la hermana pequeña de Finthan. Este se puso en pie de un salto.

—¿Y qué pasa? —gritó—. ¡Déjala en paz!

—Finthan —le advirtió su madre mientras Shari Duval agarraba a su hijo.

—¡Pues que tu hermana es una rarita que no habla! —respondió Austur.

—Al menos ella no habla porque no quiere. Tú no hablas porque no tienes con quien, porque donde tú estás, se va el sol.

—¡Finthan! —exclamó su madre, esta vez enfadada de verdad.

Pero Austur puso una cara de enfado muy evidente, rojo profundo, y demostró que Finthan tenía razón, pues sobre la cabeza de este apareció de pronto un cúmulo de nubes grises y una granizada empezó a caerle con fuerza. Su madre intentó apartarle del objetivo, pero él fue más rápido. Antes de que le atrapasen, corrió hacia la bolsa de melocotones que su madre había dejado en el suelo, agarró uno y lo lanzó contra Austur. Le acertó en toda la frente. Animado por su puntería, se agachó para proveerse de más munición. Su madre le alzó en volandas para impedirle iniciar una lluvia de melocotones, y Shari Duval hizo lo propio con Austur. Todas las nubes se desvanecieron excepto una, que siguió lanzando piedras. Mientras, ambos niños pataleaban.

—Lo siento, hijo, pero Finthan gana. Sabes perfectamente que lo que has hecho es trampa. Si no aprendes a hacer las cosas bien, él será el jefe del grupo.

Finthan dejó de dar patadas, feliz con su victoria, y Austur también, en shock por lo que acababa de oír. Ambas madres los dejaron en el suelo. Incluso la nube dejó de lanzar granizo por un momento.

—¡De eso nada! —exclamó Azasha con una sonrisa mellada—. ¡La jefa seré yo, que soy la más fuerte!

Agarró varios melocotones de la bolsa y lanzó uno tras otro contra Austur a una velocidad imposible. Sus rizos saltaban como muelles alrededor de su rostro.

—Está loca —suspiró Alleas mientras Finthan corría con alegría hacia ella para unirse a la lucha.

Shari Duval se apresuró hacia la más pequeña de sus tres hijos, que gateaba peligrosamente cerca de la línea de fuego. Tanto Elima Fideri como la nube gris perseguían incansablemente a Finthan, quien no tenía más remedio que huir mientras lanzaba melocotones a lo loco.

En una de las ocasiones en que se detuvo a por munición, notó que alguien le cogía del brazo: Glimgar se había acercado para poner una mano sobre él. Enseguida, la piel morena de Finthan emitió un brillo blanquecino y centelleó como si estuviese hecha de diamantes. Esta capa reluciente se fue separando de él hasta que formó una segunda piel a su alrededor. Las pelotas de granizo empezaron a rebotar sobre el escudo luminoso, y pronto la nube gris de Austur, desalentada por no alcanzar a su objetivo, desapareció. Finthan y Azasha rieron por lo bajo, todavía con las manos cargadas de artillería pesada, y Shari Duval se dirigió a su hijo mayor mientras sostenía a la bebé en brazos y su hija mediana los miraba a todos con sus ojos azules entornados.

—Estamos hartos de decírtelo: uno no utiliza su poder para pelearse con sus semejantes porque…

—Porque los demás no se pueden defender de la misma manera —bufó Austur mirando al suelo—. ¡Pero ellos me han atacado tirándome fruta!

—Y eso es algo que podrías haber hecho tú también —respondió su madre—. Finthan conoce las reglas del juego, y gana sin hacer trampas. Tú le has lanzado una granizada, pero él no ha buscado, por ejemplo, tus puntos débiles. Y Azasha no ha lanzado siquiera con toda su fuerza, de lo contrario, te habría roto todos los huesos. Es hora de que aprendas y te unas si quieres ser Ojeador con ellos.

Austur observó a su madre con el ceño fruncido y, de pronto, Finthan, Azasha, Alleas y Naiatri le miraron también con intensidad, con un único pensamiento rondándoles por la cabeza: Austur no. Ellos querían ser Ojeadores, cazadores de monstruos. Era el trabajo más emocionante del mundo y todos tenían el instinto, ya que tanto sus padres como sus madres lo tenían, pero no querían a Austur ni remotamente cerca. El problema era que un grupo solo podía estar compuesto por cinco miembros, de lo contrario, carecerían de la Pentafuerza, algo que, aunque ellos no tenían ni idea de en qué consistía, sabían que les hacía invencibles y que era esencial contra determinadas criaturas.

Cualquiera con el instinto del Ojeador, siempre y cuando hubiera recibido el entrenamiento adecuado, podía ejercer en el futuro cualquiera de las profesiones calificadas como peligrosas: buscadores de reliquias, exploradores del subsuelo (como sus madres), exploradores de portales no naturales, marineros… Así, mientras sus madres se habían desviado del camino de la caza de monstruos para seguir el del rescate de las gemas más escondidas bajo el suelo, sus padres sí habían tomado esa senda y habían formado el grupo perfecto. Se decía que la Pentafuerza funcionaba mejor cuanto más unidos estaban, y ellos ya se habían forjado un nombre en todo Arcálie. Se entiende pues que, si los pequeños aceptaban a Austur, no tendrían un grupo unido, pero sin él jamás tendrían uno completo. Al menos, no según los deseos de sus padres, que, cuando miraban a sus hijos, ya veían en ellos al segundo grupo en la historia de Arcálie formado por los apellidos Fideri, Vera, Noscelli, Adere y Duval.

—No le agobies con eso del grupo ahora, Shari —dijo la madre de Finthan, quien, a pesar de toda la amistad que unía a las cinco familias en una, sabía muy bien por qué su hijo rechazaba al otro niño. Se acercó a ella, preocupada—. ¿Está bien la pequeña? ¿Le han dado?

Mientras ellas examinaban al bebé de los Duval, Austur se acercó a Finthan y Glimgar.

—¿Y se puede saber cómo haces esto, rarita sin voz? —preguntó—. Yo también necesitaba protección. Eran dos contra uno, ¿sabes?

—Sí que tengo voz —afirmó Glimgar.

Pero Austur solo lanzó un bufido despectivo al tiempo que adelantaba un dedo hacia el escudo protector que Glimgar había puesto sobre Finthan. En cuanto lo tocó, se produjo un destello blanco, un zumbido y Austur voló varios metros hacia atrás. La ettin contra la que chocó emitió lo que a Finthan le pareció un gruñido como los que él emitía cuando le despertaban bruscamente, y soltó una lluvia de hojas que enterró a Austur casi entero.

Shari Duval lanzó un grito y se apresuró hacia su hijo mientras la madre de Finthan y sus amigos corrían hacia Glimgar.

—¿Cómo has hecho eso? —le preguntó su madre, angustiada.

Todos la observaban. No eran miradas acusatorias, pero la niña agitó la cabeza y dos gruesas lágrimas empezaron a asomar en sus raros ojos color miel. Naiatri se plantó frente a ella y ambas se miraron un largo rato.

—Yo te creo —le dijo al fin Naiatri con mucha determinación—. Mira, que todos lo vean bien. Tus escudos no son malos.

Y se acercó a Finthan, y también adelantó una mano para tocarle. Antes de que pudiesen detenerla, le había cogido de la mano. Al no suceder nada, se oyó un suspiro de alivio que Finthan no entendió. Él había tocado en incontables ocasiones los escudos de su hermana y nunca le había ocurrido nada. No le parecía lógico que Austur hubiese acabado accidentado, pero lo que sí le parecía era que la luz blanca que irradiaba con él hacía que Naiatri estuviese más bonita de lo que estaba a menudo. Esta le miró y sonrió. Finthan enrojeció por segunda vez aquel día.

—No ha pasado nada, no ha pasado nada —oyeron a Shari Duval—. La pequeña ha protegido con demasiado celo a su hermano mayor, ¿verdad?

Glimgar agitó la cabeza.

—Dice que es la magia del escudo, que no lo hace ella —explicó Naiatri—. Es que los mayores no os enteráis de nada.

Todos lanzaron risitas débiles. Austur ya se ponía en pie con la ayuda de su madre; su mano convertida en una enorme herida que regresaba a su aspecto normal muy poco a poco. La autosanación de los Fáe. De haber sido un Eskei o un Arcáleno puro, habría tenido esa cicatriz para toda la vida.

—No tiene su piedra mágica todavía, ¿verdad? —preguntó Shari Duval midiendo a Glimgar con una mirada de desconfianza.

—No, todavía no —respondió Elima Fideri—. Y Finthan tampoco.

—Como Gwendelan os dijo que eran especiales… —presionó ella.

—Por favor, Shari, somos gemólogas. Ya sabes que las piedras más raras son también las más difíciles de encontrar.

La madre de Austur asintió con la cabeza, y observó a ambos niños Fideri.

—Tendremos que esperar para conocer el nombre de esos poderes que ni la Alta Hechicera tiene —dijo.

Así fue como descubrí que el poder de Finthan había atraído a otro poder único que, con tal de estar cerca de él, se había posado en su hermana.

 

 

Magia y castigo

 

 

 

 

 

 

E

l sol se había deslizado hacia abajo hasta casi desaparecer tras la línea del horizonte, y sus últimos rayos, los más naranjas en un último intento por perdurar, alargaban las sombras de los melocotoneros. Ambas madres y los doce niños se prepararon para emprender la marcha hacia Títhame, la ciudad del Consejo de Arcálie. El bosque donde ellos vivían.

—A ver, Finthan y Glimgar están aquí —organizaba Elima Fideri—, Naia también, Alleas… ¿Y tu hermano?

Karel Noscelli, el hermano mayor de Alleas, apareció entre los melocotoneros con Silwid y Anthash, los hermanos mediano y mayor de Azasha. Los tres reían y se hacían bromas entre ellos. Solo a Deatrap, el menor de los tres chicos Adere, parecía durarle el enfado con Azasha, aunque nadie se dio cuenta hasta que intervino Shari Duval.

—¡Deatrap! —gritó.

El chico escondió las manos tras la espalda y una salamandra de fuego, todavía demasiado pequeña para ser peligrosa, salió huyendo de allí.

—¿Me ibas a poner eso en el pelo, aranoso? —le preguntó Azasha, una mano lista para, como ella solía decir, empezar a acariciar a quien se prestara.

—¡Azasha, no digas esas cosas! —la amonestó la madre de Austur.

—¿Por qué? ¿Es que sabes lo que le he dicho? —Sonrió con inocencia.

Shari Duval pareció confusa durante un segundo, pero enseguida se repuso y empezó a contar para estar segura de que no se dejaban a nadie: dos Fideri, una Vera, dos Nocelli, tres Duval, contando con el bebé, y cuatro Adere; los cuatro de cabellos oscuros y alocados, de ademanes rápidos y con expresiones que mezclaban salvajismo con imprevisibilidad.

—Bien, ya estamos todos —dijo Elima Fideri—. Vamos.

Después de un par de minutos de marcha, llegaron a una colina. En realidad, no parecía una colina en absoluto, pues era mucho más baja. Todo el grupo no habría cabido de pie en ella. Repleta de vegetación en la base y pelada por arriba, más bien parecía una cabeza gigante medio calva, pero de todos los medios de transporte, los portales naturales, los que se escondían en estas colinas mágicas, eran los únicos que jamás habían dado problemas. Los portales no naturales, es decir, los creados por los Arcálenos mismos, eran otra cosa: los vórtices daban vueltas y vueltas hasta que conseguían marear a los viajeros. Además, se decía que existía uno que no funcionaba, que se quedaba atascado parpadeando durante horas, con los retrasos que ello conllevaba. Por otra parte, los portales de bruma solo conducían a un único lugar, y había cientos por Arcálie aún sin explorar; los crease quien los crease, no había dejado constancia de su destino. De ahí que, si uno quería viajar seguro, lo mejor era de colina en colina. Siempre se podía elegir por dónde se deseaba salir y se llegaba allí sin interferencias. Una vez en la cima, Elima Fideri se arrodilló, pegó el oído al suelo y, tras unos segundos escuchando, declaró:

—¡Estupendo! Parece que hoy no hay demasiado tráfico. —Y llamó con los nudillos tres veces.

—¿Quién va? —preguntó una voz ronca.

—Elima Fideri y Shari Duval —respondió—. Con doce niños.

—¿Doce niños? —La voz del otro lado sonó malhumorada—. ¿Y a dónde van?

—A Títhame —respondió Shari Duval.

—Pasen rápido, a los quince segundos se cerrará el portal.

—Muy bien —respondió Elima Fideri—. Adelante.

Ante sus ojos se materializó una puerta de madera con un picaporte redondo de bronce, muy manoseado.

La madre de Austur abrió la puerta. Más allá, todo lo que se veía era una luz lechosa. Familia tras familia, fueron cruzando: primero los Duval, después Naiatri, tras ella Alleas y su hermano, después los hermanos Adere, y por último ellos, los tres Fideri. En cuanto Finthan cruzó al otro lado de aquella barrera de luz blanca impulsado por su madre, la puerta se cerró golpeándole la espalda.

—¡Ay! —exclamó.

—Gracias —le dijo su madre al portero apostado al otro lado de la puerta; un duende viejo, desdentado y deforme.

—Bienvenidos a Títhame de Arcálie —respondió.

La ciudad se extendía ante sus ojos; un tupido bosque de los árboles más altos que existían en Arcálie: ettins. No solo crecían rectas hasta que tocaban el cielo, sino hasta que se perdían en él. Las cinco familias se encontraban sobre una colina algo más grande que la de la pradera donde habían pasado la tarde, aunque con la misma cima totalmente pelada como si la hierba tuviese prohibido crecer allí. Era lo que diferenciaba las colinas-portal de las comunes.

A sus pies comenzaba un camino de tierra que llevaba al impenetrable bosque que tenían delante. Como siempre que Finthan se encontraba ante las murallas de su ciudad, se sintió impresionado por la facilidad con la que aquellos árboles impedían vislumbrar el horizonte.

Bajaron la colina y se alejaron por el camino.

La muralla de vegetación era algo que siempre asombraba a todo el que tomaba aquella vía hacia Títhame por primera vez. Pero resultaba más sorprendente todavía la perfección con la que encajaban unos troncos con otros para no dejar un solo resquicio por el que colarse. Para deleite de los viajeros, a lo largo de estos había una serie de pequeñas casas de madera que hacían las veces de garita. En las más bajas se podía ver gente apostada, vigilando el camino que conducía a la ciudad. Una vigilancia impuesta por la necesidad una edad antes.

—¿Sabéis que en la segunda dimensión no tienen árboles tan altos como nuestras ettins? —les aleccionó Elima Fideri—. Ni siquiera alcanzan las miles de lunas que pueden llegar a vivir estas.

—¿Y cuánto miden las ettins de la segunda dimensión? —preguntó Naiatri.

—Cientos de metros menos que estas, te lo aseguro. Los melocotoneros no sobrepasan los ocho metros.

—¡No puede ser! —exclamó Azasha, muerta de risa.

Llegaron ante la muralla y se encontraron con que los sólidos troncos les cortaban el paso. Ya era casi de noche y las puertas se habían cerrado.

—¿Y bien? —preguntó la madre de Austur mirándolos con una sonrisa—. ¿Qué tenéis que hacer?

Todos los niños, menos sus propios hijos, gritaron de entusiasmo y corrieron para llamar tres veces con los nudillos en el gigantesco tronco ante el que se encontraban. El resultado, obviamente, fue un montón de golpetazos que no se acercaban a los tres originales ni intentándolo.

Aun así, un portón enorme se materializó sobre la madera y se abrió sin interrogatorios. Los pequeños entraron en la ciudad dando saltos, ni se les ocurría que ya estaba oscureciendo e iban a intentar hacerles ir a la cama.

Ante ellos se extendía una larga avenida bordeada de ettins que culminaba en una altísima montaña, donde se erigía el Consejo de Arcálie. Todas las tiendas, hogares y edificios de cualquier tipo se hallaban en las copas de los árboles, o acopladas con plataformas alrededor de los troncos. Y así era por todo su mundo.

—Y los terrenales de la segunda dimensión —prosiguió Azasha agarrando a la madre de Finthan del bajo de la casubla—, ¿es verdad que no tienen poderes? ¿Y es verdad que tienen unas feas orejas redondas?

—Verdad —respondió esta con vehemencia—. Y lo de sus orejas da igual, pero lo de que no tengan poderes es lo que hace que los Ojeadores tengan que estar pasando a la segunda dimensión a cada suspiro. No saben defenderse de los monstruos.

—¡Qué aburrimiento de terrenales! —respondió Azasha—. ¿Y por qué hay que ir a protegerlos?

—Porque ellos no se convierten en monstruos, hagan lo que hagan —siguió explicando Elima Fideri—. Aunque nosotros odiemos la segunda dimensión, a nuestras alimañas les pirra pasearse por allí y atacar a los terrenales. Por eso Arcálie tiene que acudir en su ayuda cuando se nos escapa alguna. Es un engorro, porque después hay que borrarle la memoria a todo el que haya visto a los Ojeadores y al monstruo en cuestión. Esa es la razón por la que la mayoría rechaza las misiones fuera de Arcálie: siempre queda algún cabo suelto, alguien que ha escapado de la limpieza de recuerdos y que después anda hablando de hombros lobo y seres de orejas picudas.

Los rojos y naranjas ya se convertían en los azules y plateados del anochecer cuando Finthan, Glimgar y su madre terminaron de acompañar a todo el mundo a sus árboles. Y para cuando los padres de Finthan salían de su habitación después de arroparle, el cielo tras la ventana ya estaba totalmente oscuro.

—Mamá, ¿por qué los terrenales no se convierten en monstruos si hacen cosas muy malas? —preguntó cuando solo quedaba un resquicio de luz del pasillo.

La rendija se hizo más amplia conforme la puerta volvía a abrirse. Ambos padres Fideri se miraban, divertidos. De su madre había sacado aquello tan raro como preciado entre los Fáe, la impasibilidad, mientras que de su padre sacaría aquellos rasgos que se endurecerían en la mandíbula y los pómulos cuando creciese. Se acercaron a su cama y se sentaron junto a él.

—Los terrenales no tienen magia, Finthan, por eso tampoco sufren el Castigo Primigenio. Los castigos los aplican ellos mismos —dijo su padre.

—¿Como cuando nos castigáis a nosotros por escupir o poner caras?

—Sí, más o menos.

—Pues el otro día me castigasteis a mí por perder el unicornio de juguete de Glimgar, cuando lo que había hecho era encontrarlo. ¿Cómo saben ellos que no se equivocan?

—Eso nosotros no lo sabemos, no somos especialistas en terrenales —dijo su madre—. Puedes preguntarle a Azasha, su abuelo estuvo mucho tiempo perdido en la segunda dimensión y cuando regresó contaba historias muy divertidas, pero también terribles, sobre ellos.

—Azasha ya me ha contado cosas —dijo, no muy conforme—. Y dice que a veces las personas malas quedan sin castigo porque nadie sabe quiénes son. Pensaba que era una mentira suya. Es como cuando Mysna nos pega y nadie se lo cree, y los padres de Naiatri no quieren leerle la mente y ella se va a su casa sonriendo.

—Si lo convertimos en un problema de nuestro mundo, es como si un monstruo es tan terrible que nadie consigue atraparlo, y este sigue suelto matando hasta que alguien lo caza —dijo su padre.

—Pero cuando los terrenales atrapan a alguien, ¿están tan seguros como nosotros de que es culpable? ¿De verdad lo de conseguir esconder su monstruosidad no es magia?

—Qué más te da cómo hacen las cosas, Finthan —suspiró su padre—. El caso es que aquí nuestra magia es justa. Si alguien hace algo terrible, no lo podrá esconder porque se convertirá en el ser monstruoso que lleva dentro, y eso es lo único que te debe importar.

Finthan, por fin, asintió con la cabeza y permitió que sus padres salieran de su dormitorio. En cuanto se quedó solo, salió de la cama y corrió hacia la ventana. Con sumo cuidado, se sentó en el alféizar y apoyó los pies en la rama situada ante él. El cielo estaba negro, tan negro como para no poder verlo escondido detrás de todas las estrellas. Con la vista buscó su estrella favorita, la que siempre parecía que respondía si le hablaba y le hacía las preguntas adecuadas. Allí estaba, acompañada de otras doce, formando lo que a él le gustaba ver como una efe mayúscula, como si intentasen escribir su nombre.

—Magia —susurró.

¿Pero cuándo sería él capaz de hacerla de verdad? Todos sus amigos habían encontrado sus piedras y tenían un poder ya muy claro; incluso Glimgar, que tampoco tenía la suya, podía hacer aquella luz blanca protectora, pero él... Nadie sabía lo que hacía él, de no ser por su extrañísima habilidad para encontrar cosas que nadie sabía dónde estaban. Si seguía así, no conseguiría llegar a Ojeador nunca.

—A lo mejor un día soy capaz de encontrar mi poder si lo busco bien —le dijo a la estrella que tan bien sabía escucharle.

Esta parpadeó y por un momento su luz se deshizo en rayos plateados. Finthan sonrió y se fue a la cama, seguro de que aquella estrella le había dicho que su poder estaba en alguna parte y acudiría pronto a él.

 

 

 

Una aventura peligrosa

 

 

 

 

 

 

D

espués de aquel día, permanecí cerca de los chicos tanto como me fue posible. El verano se deslizó con la pereza de un calor soporífero hacia un otoño suave que doró las hojas de las ettins sobre sus cabezas. La noche de Capsela se acercaba, y los pequeños planeaban emocionados el acontecimiento. Por todo Arcálie se celebraría la llegada del año nuevo encendiendo hogueras mágicas que habían de servir como puerta de entrada a los espíritus de sus familiares fallecidos.

A ninguno de los cuatro amigos le importaba lo más mínimo los mensajes que pudieran dejarles sus antepasados. Me explico: aquellos fantasmas eran figuras de humo, y lo que les interesaba a ellos era jugar a traspasarlas. Había habido una excepción, justo trece lunas atrás, cuando el abuelo de Azasha se presentó en el lugar para hacerles una visita y la niña lloró durante horas hasta que se quedó dormida.

—Yo también le echaría de menos —le había soplado Alleas a Finthan a instancias de los demás—. Fue él quien le enseñó todas esas palabrotas que se sabe y nadie entiende.

Pero en el presente, ajenos a la perspectiva de que una visita de la misma naturaleza pudiese tocarle a cualquiera de ellos, habían planeado cómo escabullirse fuera de las murallas y merodear por los bosques del exterior, aquellos que se extendían entre Títhame y las Montañas de los Castigados. Algo totalmente prohibido por sus padres, quienes querían vigilarlos en todo momento. Quién sabe lo que puede haber merodeando por esas montañas, decían. Y era obvio que no querían que sus hijos terminasen siendo las víctimas despedazadas que levantasen la alarma de que un nuevo monstruo amenazaba las vidas de los habitantes de Títhame. Siempre era mejor alertar a los Ojeadores gracias a avistamientos de criaturas y no a descubrimientos de cadáveres mutilados. Pero otra obviedad era que esto, a los niños, ni se les ocurría. Os lo digo yo: pude sondear sus pensamientos y ni rastro de preocupación en ningún rincón de sus alegres cerebros. La emoción de escaparse, de deambular por un lugar peligroso en noche de fantasmas y de, tal vez, hallar algún tesoro repleto de objetos y armas mágicas, era más fuerte que la razón.

El plan ya estaba trazado. En noches mágicas como aquella, se eliminaban todas las barreras: no solo los velos entre mundos desaparecían, sino que las puertas de la ciudad permanecían abiertas para todos aquellos adultos que quisieran salir a celebrarlo al exterior. Así que solo tenían que procurar que nadie los viera.