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Mientras en la casa se ultiman los preparativos, un hombre se demora en bajar a la fiesta. Hoy cumple setenta años, y los recuerdos le impiden moverse. El ardid familiar es enviar a un nieto para que lo rescate de sí mismo, pero, como tantas veces en esos casos, sucede lo contrario. Los recuerdos no se disiparán, pero hablar con ese niño los ordena.

El hombre, José, hilvana su historia. Surge un personaje importante y olvidado: Urbino, un cartero que robaba cartas para atrapar el alma humana. Lugo aparece otro aún mayor: el legendario ícono de la Resistencia, el heredero.

José lo había tratado durante un año inolvidable; él no era más que un joven inquieto, John William Cooke un mito de la política que estaba cerca de la muerte. Además de la amistad, los ligó un secreto: una carta que Cooke le escribió a Perón y que está perdida desde entonces.

Perdida quizá no sea la palabra indicada. Mejor decir que aún no ha visto la luz… quizá sea el momento de hacerla pública.

Con una prosa emotiva, que liga la lucha y la militancia a la memoria y los anhelos, en La última carta, Daniel Sorín recupera el personaje único de John William Cooke.

Para Luca, por su alegría de arrabal.

De tu país ya no se vuelve
ni con el yuyo verde
del perdón.

Homero Expósito

Tarde de preparativos

1

Debo reconocer, al fin, que el secreto me desgasta. Quieto en los extramuros de la memoria, me ha corroído en silencio durante cuarenta años.

En eso pensé la última hora.

Ocupado en el burdel de mi entendimiento confirmé, inmediatamente antes de escuchar el estruendo, que mi mirada ha sido inquieta, pero ligera e insustancial. Y mis juicios, tan arduamente construidos con regla y compás, no me parecen ahora más firmes que las arenas movedizas ni más resistentes que una telaraña. En el mejor de los casos, un laberinto a menudo vano e infructuoso.

Después de una larga hora meditando en mi empeño, en la futilidad de todo engaño, llegué a la certeza de no haber entendido mejor que el más obstinado de los ignorantes y, por primera vez, intuyo, sospecho, que ha llegado el momento del exorcismo.

Hasta que me sustrajo lo imprevisto. Lejano, estridente, inesperado, el sonido me sobresaltó. Desalojado con violencia del ensimismamiento o de la modorra, despertado por lo súbito, observo hacia la puerta, agudizo el oído y espero atento. La vida diaria con su sonrisa burlona suspende mis devaneos: abajo se ha roto un plato.

2

Trajinan preparativos de fiesta. Ya no se escuchan los ruidos de la última limpieza y los aromas de las salsas han escapado por los ventanales abiertos; todo está siendo aprontado, el reloj de la tía Carmencita fue puesto en hora y pronto se encenderán las luces de la sala y del patio.

Escucho música. Así como lo propio de la casa de mi abuela eran los rastros en el aire de sus comidas transoceánicas, y en la de mis padres era ley su silenciosa penumbra de persianas caídas, así, la esencia de esta casa ha sido la música. Distingo cuerdas, intuyo recuerdos conservados con avaricia.

Supongo el mantel blanco esperando sobre la mesa; pronto Urquel será guardado, el pobre cada vez gusta menos de la energía indomable de los niños. Esta noche estarán todos, le he pedido a Ruth que no me llame hasta último momento. Años atrás, ya me hubiera requerido para calmar a este, ayudarla a hacer alguna cosa o recordarle cierta nadería. Sé bien que no son los años los que me liberan de manera tan benéfica, mis deseos no se han transformado en ley mosaica ni en edicto inexcusable. Tales avatares colmarían mi ego, pero no, lo que obra de manera tan asombrosa es una rara alquimia entre lo amado y lo innecesario.

Hubo un tiempo en el que, además de querido, yo era cardinal, forzoso, ineludible. Un jefe de jauría propietario de los dones varoniles del mando, de ciertos conocimientos y algunas habilidades; la última palabra, un juez ecuánime de ociosos pleitos hogareños.

Ayudó a este menester —el de renunciar a ser jefe de jauría— que dejaron de necesitar mi ayuda y se me desvaneció la ilusión de ser irreemplazable.

Está bien, así debe ser.

Aunque me sorprendió, nunca deseé lo contrario, de manera que no me ofende ni molesta.

Mi actual paradero suburbano no me provoca desasosiego. Ya no habito el centro de las decisiones y hace unos años que soy apenas un parecer, que sobre mis espaldas no recae el peso de gravosas conclusiones ni de fallos imperiosos. Ya no hay sentencias, ni juicios, ni premuras. Que no corro, que no tengo que llegar a lugar alguno. El vórtice está cada vez más lejos de mí, soy apenas un deslizar suave ocasionalmente interrumpido por el malestar de alguna enfermedad inoportuna.

En fin, ya no estoy en el centro. Ya no soy el centro.

Hace un tiempo descubrí que este proceso no tiene marcha atrás. Llegará el momento en que mi opinión solo sea oída por dulzura o piedad, en que no será tenida en cuenta ni sopesada.

Y sé, también, que ese albur es la mejor alternativa. Un desteñirse con lentitud, un hacerse transparente.

Aunque nada de esto le he dicho, de alguna manera Ruth intuye lo que pienso y se enoja, o entra en pánico. No soporta verme mirar la nada por la ventana, perdido en mi propia marisma. Y quiere protegerme, su instinto maternal y su amor de mujer, esa fidelidad que no admite conjugarse en pasado, inunda sus ojos de lágrimas. Entonces, para sacarme de las garras del diablo o de la vejez, me propone salidas fastidiosas o, como es el caso de esta noche, bulliciosos festejos.

Hoy cumplo años, aunque tengo una aceptable salud, mi futuro es razonablemente escaso. El presente se ha ensanchado hasta ocupar casi todo.

3

En el fondo debo ser vulgar: me ha dado la afición por los balances.

Tanto en el debe tanto en el haber.

En el debe los sueños, los deseos, las metas y las utopías.

¡No, las utopías no!, eso sería cínico.

Sigo: en el haber lo conseguido, lo encontrado, inventado o descubierto.

—José, ¿no te vas a cambiar?

Es Ruth, la próxima vez dirá “son las nueve, papá”, para minutos después urgir: “José, ¿vas a tardar mucho?” y después: “¡Te estamos esperando!”.

Pero hay tiempo, es apenas la primera llamada, mis hijos aun no llegaron.

Hace unas noches tuve un sueño. Me vi, tendría unos nueve años, de noche y dormido. El rostro cortado por una mueca de horror, los músculos tensos y la boca abierta, presta para el grito. Mi sueño se introdujo en el sueño de ese chico y reviví la turbadora pesadilla que me había acompañado infinitas noches en mi infancia. Yo miraba hacia abajo y veía delante de mis pies no el piso sino un imposible cielo gris, después se levantaba viento, las nubes se despejaban, y descubría con horror que estaba al borde de un precipicio.

Territorio sombrío el de la infancia, todo tinieblas y abismos. La primera vez que soñé ese sueño aterrador fue la noche de mi tercer insuficiente. Todavía hoy se me eriza la piel con su presencia.

4

La señora fue convocada de urgencia. Mi mamá dijo que había que llamarla antes de que fuese demasiado tarde. Aún podemos evitar que repita, afirmó. Fue tan conmovedor escuchar la palabra temida, que se me quedó grabada en algún rincón de la memoria. Escondida, la palabra esperó para salir como un vampiro a la luz de la luna. Fue la noche de la pesadilla.

A la mañana siguiente, mi mente, todavía asustada, escapó por una tangente.

Y reí. Reí a carcajadas.

—¿Por qué reís, José?

Aquel era el cuarto año que yo iba a la escuela. Había ingresado cuando tenía seis, pensé contando con los dedos: seis, siete, ocho, nueve... ¡Y no estaba en cuarto sino en tercero! ¡Y no había repetido!

La sinrazón se explicaba porque, contra toda evidencia de la más elemental aritmética, el primer grado, dividido por la mitad, se trajinaba durante dos años, a los que todos llamaban “primero inferior” y “primero superior”. Nadie descifró jamás las esotéricas razones que han inspirado tal dislate matemático.

Lo que mis padres no entendían era cómo me animaba, tan tranquilo, a decir que era lo mismo repetir que aprobar. Sentía —aunque no encontré las palabras para decirlo— que los números no eran más que un disfraz, una astuta falsificación. Mamá se tomó la cabeza con las manos y gritó, mi viejo se quedó mirándome, tan silencioso como perplejo. Ninguno de los dos sabía que aún latía en mí el pavor absoluto, que la noche anterior había estado delante del abismo. No sabían tampoco que mi risa era un escape. Lo mejor que podía hacer. Porque la locura, al fin de cuentas, consiste en no poder escapar, en un infinito caminar en círculos.

Después apareció ella.

• • •

La señora tenía los labios pintados de rojo. Y uñas esmaltadas y anillos en los dedos y muchísimas pulseras, finas y doradas, que tintineaban cuando movía la mano izquierda. La señora, su nombre se me ha perdido en el otoño de la desmemoria, venía a casa los martes y los viernes a las seis de la tarde en punto.

Ella llegaba y revisaba mi cuaderno. Mientras corregía el trabajo que me había encomendado la clase anterior, consumía con exasperante lentitud las dos medialunas calientes con jamón y queso que mi mamá le dejaba en un platito, arriba de una servilleta de papel. Su mano, rojo y dorado, candor de pulseras entrechocando, levantaba la medialuna y mordía separando apenas un pedacito. El queso derretido se estiraba, pero ella, eficiente para esos menesteres, lo cortaba con elegancia; tenía, debo reconocer, una habilidad insuperable.

Todavía recuerdo ese suplicio. El aroma inundando la habitación y provocando en mí súbitos cambios en el estómago, en la boca y en el ánimo. Mientras ella comía de manera aristócrata, mis tripas maldecían la crueldad con plebeyo encono; y mi mente, presa de la más rústica ansiedad animal, se negaba a procesar lo que mi maestra, tan voluntariosa como monótona, trataba de explicarme. Para mi ira proletaria, la señora siempre dejaba algo, porque en el país de mi infancia no era de gente bien demostrar hambre.

Tenía nueve años y era mal alumno. Un pésimo alumno. Por indolencia, por decisión, por el barullo agudo y oculto, desordenado e indómito del que estaba prisionera mi mente. Claro que la señora no había tomado debida nota de eso. Más aun, no tenía noticias de que tales cosas pudieran existir en la cabeza de un infante.

Convencida de que su misión era ayudarme a entrar en el magno mundo del conocimiento, reincidía con constancia insuperable en las tablas de multiplicar, en las reglas ortográficas y en el uso correcto de la ve y la be. La aritmética vaya y pase, pero la escritura era inasible para mí. Pronunciaba con exageración didáctica: “la bbbbbe labial y la vvvvve labiodental”, después de lo cual hacía silencio y, con una mirada cómplice, inclinando su generoso cuerpo hacia mí, como una gracia conferida al inferior, mientras sugería una sonrisa en sus labios húmedos, agregaba, por si no la hubiese entendido, “la be larga y la ve corta, Josecito”.

Nadie supo de esa noche en que estuve al borde de la muerte. Nadie supo que, frente al abismo, en un final acto de inteligencia y coraje, levanté mi pie derecho y, con la respiración y el alma suspendidas, lo apoyé de punta atrás, treinta centímetros atrás. Mis mayores no se enteraron de mis noches, ni yo de los monstruos que acecharían, años después, el sueño de mis hijos. Hay en esta ignorancia, seguramente, más que la mezquina imposibilidad de las almas.

5

Escucho ruidos, pasos en el piso de madera, tintinear de llaves y voces. Y mi nombre repetido. Se alejan, ahora son menos que un susurro que ya no puedo distinguir. La puerta del patio que se abre y los chicos y una pelota y Urquel ladrando desde su exilio.

Ya son las ocho.

• • •

Después de tres insuficientes y al borde de la calamidad, gracias a la aristócrata señora de labios rojos, llegó el primer suficiente. La familia festejó el acontecimiento con una salida, tomamos helado y fuimos al cine, esa noche pasaban La doctora quiere tangos. No tuve suerte.

Según anoticiaba el afiche, trabajaban Mirtha Legrand y Marianito Mores. A ella la ilustración no la favorecía, aparecía de corta y hermosa melena rubia, pero tenía en su boca un gesto desagradable, un rictus altanero, y un mentón desproporcionado, enorme en aquel rostro de facciones suaves y ángulos redondeados. Por el contrario, “Marianito” estaba mejorado, el saco cruzado marrón ampliaba sus hombros y una sonrisa varonil en sus labios cerrados le daba aires de mundo. Lástima las manos, también lucían desquiciadamente grandes.

A los nueve años Legrand y Mores eran insoportables. Aburrido hasta los tuétanos, miraba de reojo a mis hermanos mayores buscando complicidad. Nada. A Blanca la película parecía encantarle, aunque no creo que por “Marianito” ni por la Legrand y menos por el tango, sino por el amor. O sea, por nada, pensaba yo. Pobrecita mi dulce Blanca, siempre ha sido una romántica incurable.

Con Néstor la cosa no venía mejor, resultaba imposible saber qué le parecía la película porque, sencillamente, estaba en trance. Enamorado de la Legrand, ni pestañaba, permanecía quieto, extasiado, observando a su damisela con ojos bovinos. Un estúpido, un verdadero opa.

Cuatro años después me llegó a mí el turno de estar atrapado por el despertar huracanado de las fuerzas hormonales, también con ojos bovinos y alma pendiente me enamoré de una mujer que habitaba la pantalla. Fue en ese mismo cine de barrio que la descubrí, la película se llamaba La mujer de las camelias, trabajaba un tal Carlos Thompson y ella, mi amada Zully Moreno.

6

—Abuelo, ¿puedo pasar?

¿Habrá sido Ruth o mi hija?

—Pasá nomás.

Lo mandaron porque saben que no podré negarme.

La puerta se va abriendo con lentitud, yo levanto mi vaso con whisky y lo saludo, tiene, como siempre, los ojos brillantes, intacto su hambre por descubrir. Está grande. Recuerdo cuando nació y recuerdo también la noche feroz en que lo internaron en la clínica. Tan pequeño, tan frágil. Tengo presente cuando tenía un año y se aferraba al volante del auto estacionado, y la primera bicicleta y la primera hazaña. Siempre con la sonrisa subida a sus ojos.

¿Cuando la perderá? Porque vivamos como vivamos la terminamos perdiendo. ¿Cuándo dejarán de brillarle los ojos y la mirada, limitada por el cálculo, el miedo o el pudor, renunciará a ser cristalina?

—Me dijeron que no podía subir —dice.

Se sienta frente a mí y espera. Tiene algo que preguntarme, lo sé, y yo también espero. No tengo apuro.

Además, a la gente hay que darle tiempo.

7

Después conocí a la otra, más joven y más bella que la señora. Tenía manos de finos y largos dedos y uñas anchas siempre sin pintura. Había algo exquisito y sutilmente varonil en sus manos, un dejo, apenas una chispa que contrastaba, o quizás subrayaba, lo femenino de su cabello recogido sobre la nuca. Y los ojos marrones y profundos, y los dientes blancos y la comisura de sus labios y el aliento frutal.

Yo la observaba de perfil. Amaba el suave costado perfumado de su cuello, los hombros redondeados y la loma descendente que terminaba en el centro de mis deseos.

Asistí heroico, con puntualidad e interés impar, a sus clases de matemáticas. Recuerdo la blusa marrón subiendo y bajando al ritmo de su respiración reposada. Mientras atareaba ejercicios, mi mirada solía perderse en su escote, apenas un instante, menos de un segundo, una nada. No podía aspirar a aquel tesoro y lo sabía.

No sé si fue por sus innegables atributos femeninos, si porque iba a su casa ya comido o porque cierta vez la oí cantar en francés, armoniosa lengua que siempre resultó subyugante a mis oídos, no sé si fue por todo eso digo, lo cierto es que Julia lograba que sus palabras penetrasen en mi mente impermeable y virgen.

La amé. La amé como podía hacerlo, a la manera de mis escasos años: sin resto, sin reparos, sin malla de contención; con la fuerza y la convicción de lo épico, de lo que no tiene futuro.

No podía imaginar en ella el mal aliento y los ojos hinchados que acompañan, aunque más no sea esporádicamente, el amanecer de los adultos.

Julia encendió la primera llama de pasión en mi alma aterida. Y me descubrió una alquimia maravillosa: el amor conjuraba mis monstruos, mis abismos y mis oscuridades. Aprendí, con piel ardiente y falta de aire, lo que años después me confirmarían con estudiadas palabras, el amor es un sucedáneo de la muerte, un reemplazo, el amor es lo único capaz de sustituirla. Cuando amamos no morimos, pero no vivimos enamorados.

Julia logró dibujar los trazos indelebles, sintéticos y sinuosos, que identificarían de allí en más al cuerpo de mujer en mi memoria sexual. Julia, con su geometría y los ángulos agudos, con las canciones en francés y sus pequeñas orejas apenas saliendo entre los cabellos castaños, con su boca enorme de finos labios, con grandes ojos marrones, la piel mate, las manos fuertes, la mirada invencible que sostenía hasta el final y esa manera dulzona y maternal de hablar, me enseñó, después de mi madre y por ende sin culpa, el arcano sedoso y prístino de la femineidad. Lo que es de verdad, antes de que la vulgaridad del macho intentara cegarme.

Trazos, signos, movimientos, notas, silencios, sonidos y aromas que solo volví a encontrar, aunque por separado, aquí y allá, en mujeres que no lograrían concebir su erótica sinfonía.

También entre las damas que trataron de enriquecer mi razonamiento con la cultura apetecida, y reclamada a veces insistentemente desde los boletines, estuvo Hilda Parga, maestra para quien la educación, como para algunos viejos actores, era voce, voce e ancora voce.

Hilda negaba mi incapacidad de aprender, más aun, estaba convencida de que escondía cierta facilidad para hacerlo si me venía en ganas. Pero nunca me venía en ganas, razón por la cual me consideraba un inapetente cultural, una especie de hornero holgazán, un ser inhóspito de voluntad adelgazada, y eso la ponía de un humor de perros.

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¿Y para qué tal desmesura?

¡Para repasar! La maldita tenía la insana manía de repasar todo el programa en el último mes de clases. Estaba loca, la Parga estaba loca de remate.

Voluntad y talento suelen distanciarse lastimosamente en algunas pobres criaturas. Hoy, tantos años después, atesoro al mismo tiempo desdén y admiración por aquella mujer sin dones ni talentos, pero que albergaba una terca pasión por cumplir su cometido.