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Arreglándome
la vida

Mirelle Nathalie Aranguren

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Primera edición: febrero de 2020

© Mirelle Nathalie Aranguren, 2020

© Letras Raras Ediciones, S. L. U., 2020

© Stefano Tinti y Andrew Lozovyi, fotografías originales de la portada, 2020

LES Editorial pertenece a Letras Raras Ediciones, S. L. U.

www.leseditorial.com

info@leseditorial.com

eISBN: 978-84-17829-13-1

IBIC: FA

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Este libro se lo dedico a las tres personas
que cada día me demuestran
que me quieren y que creen en mí.
Gracias.
A mi madre, por enseñarme a no rendirme.
A mi padre, por enseñarme a no renunciar
a lo que se quiere.
A Ylva, por pedirme que escribiese
una historia como esta y por apoyarme
durante todo el proceso
.

Contenido

Primera parte

Recuerdo

Viernes

Sábado

El supermercado

Helados

El viaje

Segunda parte

Edu

Pulse

Autora

Primera parte

Recuerdo

Aquí y ahora,
viviendo,
que para eso hemos venido.

Mi primer recuerdo tuyo será siempre tu perfil, recostado en el umbral de mi habitación, jugando con el sombrero, mientras me hacías alguna pregunta o compartías conmigo alguna reflexión no solicitada. No ha desaparecido la sensación de alegría que me producía verte, el impulso de correr a tus brazos. No fue la primera vez que te vi, porque ese momento nunca ha existido, siempre has estado ahí, eres parte de lo que daba por hecho en la infancia. No es mi recuerdo favorito de ti, hay tantos llenos de risas, de complicidad, de felicidad. No sabría escoger.

Lo que tampoco logro olvidar es tu rostro mientras me cerrabas la puerta de tu piso en las narices. Tus comentarios de advertencia, de vergüenza, por ser como somos, a la vez que me echabas a la calle. Me dolió, pero reencontrarnos de esta manera es peor.

No quiero que mi último recuerdo tuyo sea tu imagen sin vida en una cama de hospital. Ponte bien, por favor. Hacemos borrón y cuenta nueva. No importa nada más ahora mismo.

El tiempo no existe y, sin embargo,
lo medimos todo en sus muchas partes.
Nos encanta usarlo para justificar,
y así no tener que aceptar
que, a veces,
nada tiene sentido.

Viernes

Poco a poco, las sillas de la oficina comenzaron a vaciarse, no eran las cinco todavía. Les deseé un feliz fin de semana a quienes me esperaban para terminar la jornada tomando una cerveza en el centro. Dije que no podía acompañarlos, que tenía una idea que desarrollar, pero que no quería ver a nadie más a esas horas en la oficina; a disfrutar de esta noche de viernes, ordené. Fui hasta la sala de conferencias, desconecté los auriculares del portátil, la música fluía por la habitación, sobre la mesa descansaba mi taza de café. Ahora solo me quedaba concentrarme, trabajar un rato sin interrupciones. A poner este proyecto en marcha para poder sacármelo de la cabeza hasta el lunes, me dije. Era viernes, el móvil me lo recordaba con sugerencias automatizadas de lo que hacían mis contactos. Le di la vuelta, la pantalla hacia la mesa, sin volumen. Una alternativa ingenua cuando lo que te distrae está en tu cabeza. Trabajé un rato, rocé el flow1, al menos estaban listas las bases para la campaña. Cogí el móvil. En lugar de ir a ligar a un bar, opté por hacerlo online. Llevaba tiempo con esa app, me parecía que ya no quedaban perfiles interesantes a los que no les hubiese echado un vistazo. Tenía un mensaje nuevo de la chica con la que había quedado al día siguiente. Me envió un enlace. No lo abrí. Seguí ojeando ese mar de rostros. Me encontré a una empleada, la contratamos hace poco. No sabía que le gustaban las chicas. Me sorprendía no haberme enterado. ¿Por qué no habrá dicho nada todavía?, me pregunté y me di cuenta de que necesitaba dejarme de tonterías y centrarme en lo mío. Me puse a trabajar un rato más, pero no me duró mucho la concentración, ¿habrá de verdad alguien que a día de hoy en Madrid viva su sexualidad en secreto en la edad adulta? Me quedé viendo su foto, no me había dado cuenta de lo guapa que era. La pantalla entró en reposo, transformándose en un espejo. No hay nada que me quite la concentración con más efectividad que mirarme a los ojos, verme la cara, es difícil no dejarse llevar por la memoria. No recordaba haber dicho que me gustaban las chicas en mi primer trabajo. Tampoco sé si se me notaba.

1. El estado de flow (o flujo) es el estado mental operativo en el cual una persona está completamente inmersa en la actividad que ejecuta.

Sábado

No corrí las cortinas al acostarme, quería que la luz me diese en la cara, que no me dejase dormir de más. No suelo poner alarma los sábados, es parte de mi ritual, tener tiempo para despertarme de forma natural, poco a poco. Me gusta quedarme entre las sábanas, con el cuerpo desnudo, sintiendo su textura, y mi libertad. Aquella mañana me di cuenta de que era mi forma de escucharme, de tener tiempo a solas conmigo misma, mi cuerpo, mis pensamientos, mi ser.

Me estiré, cogí el móvil, un poco de música para animar el día, pero comentada. Me gustan los programas de radio en que se ponen a contar chorradas, me recuerdan a las conversaciones que mi madre y mi padre solían tener en la cocina mientras yo jugaba, comía, o los buscaba cansada anhelando un abrazo. Las cosas que una echa de menos. Al levantarme, seguí mi rutina de siempre, aunque parecía que el tiempo transcurría a la mitad de su velocidad, permitiéndome contemplar mis acciones, oír mis pensamientos. Era una sensación constante de déjà vu, paramnesia, de todo eso que haces sin darte casi ni cuenta, lo cotidiano parecía extraordinario en su familiaridad. Las voces de la radio, los comentarios, la previsión del tiempo. Mis pasos, el peso de mi cuerpo sobre mis pies. Mi reflejo.

Lo que más temo de la vida
es mirarme a los ojos y no reconocerme.
No encontrar sueños
ni ilusiones.
No ver más que una rutina sin sentido,
una vida que transcurre
sin ser vivida.

Cuando me levanto por las mañanas, voy al baño a mirarme al espejo, a los ojos. Fue un consejo de un amigo. Bueno, no fue un consejo y ya no somos amigos. Él es mi primo, yo lo veía hacerlo al entrar o salir de casa. Se quedaba mirándose al espejo, en la entrada, como desafiándose, sujetándose la mirada, luchando por no bajarla, por no dejar que su reflejo le ganase. Cuando se daba cuenta de que lo estaba viendo, se ponía un poco nervioso, pero siempre acababa sonriéndome. A veces, se me acercaba, me daba un abrazo. En una ocasión, me dijo que crecer era peligroso, que tuviese cuidado. ¿Qué pasa cuando una crece?, le pregunté asustada. Me dijo que nada, que no pasaba nada, que solo era un mal día para él. Estoy exagerando, dijo para tranquilizarse a él mismo más que a mí. Otras veces iba más allá. Mantén la inocencia, mantén la ingenuidad, me decía. Nunca entendí por qué me dio ese consejo, la ingenuidad no trae nada bueno, te engañan o terminas engañándote a ti misma para no tener que aceptar la decepción.

En otra ocasión, llegué a preguntarle por qué se miraba así. Se giró, me dijo que le gustaría saber por qué era como era. A mi rostro confundido, le contestó que no se sentía orgulloso de sus sentimientos, que le daba vergüenza ser quien era. Me asustó, se dio cuenta, pero creo que no sabía cómo darme tranquilidad, porque en el fondo él tenía aún más miedo que yo.

Le respondí con un abrazo infantil, con todas mis fuerzas, y largo, duró todo el tiempo que él necesitaba para salir del trance. Edu, eres el primo más guay, más listo, más divertido de todo el mundo, le dije, mientras le acariciaba la mano, seguía consolándolo para que volviese a ser el de siempre, para que dejase de darme miedo. Es terrorífico tener que sujetar a un adulto que se ha desmoronado, fue algo nuevo para mí. Aquel día, en cuanto vi a mi madre, me le lancé encima. Necesitaba sentir su protección. ¿Qué pasa, Cris?, me preguntó sorprendida. Me asusta ver a Edu triste, fue el principio de mi respuesta. Mi madre me explicó que Edu no era un adulto, que era joven, que estaba creciendo, y que esa es una experiencia confusa.

Hace tiempo que no hablo con Edu. Nuestras vidas cogieron rumbos distintos, siempre fuimos muy diferentes, Eduardo y yo.

Era sábado, hacía un día precioso. Esa mañana me puse a desayunar con calma, mirando a través de la ventana, con el móvil al otro lado de la habitación. No, no somos tan diferentes, por eso él me duele y, probablemente, yo le duela a él. La familia. ¿Se puede odiar y amar al mismo tiempo? A veces detestamos lo que más queremos, diría mi padre, siempre intentando tomar en serio mis comentarios filosóficos.

Me volví a mirar al espejo justo antes de salir de casa, tengo uno de cuerpo entero cerca de la puerta, para no salir con pintas raras. El pantalón tenía que estar limpio, sin pelusilla, la camisa, planchada. Suelo seleccionar y preparar mi ropa la noche anterior, mientras organizo mis prioridades. Son las ventajas de no tener a nadie por arriba en la jerarquía, ni en lo personal ni en lo profesional, tienes que responder ante ti misma, lo que siempre se me ha dado mejor que tener que seguir las reglas impuestas por otras personas. No por subversiva, sino porque no siempre entiendo las normas implícitas. Pongo mis reglas y las sigo a rajatabla.

Me gusta que los zapatos se vean como nuevos si son de vestir. Los domingos por la noche me siento a pulirlos y pienso en mi infancia, cuando Eduardo venía a visitarnos. Solía ir los domingos por la tarde, no tenía hora fija, eso me gustaba, creaba el efecto sorpresa. Cuánta ilusión me hacía. Siempre iba impoluto, con sombrero y un cigarrillo sin encender porque mi madre no le dejaba fumar dentro de casa. Me fascinaba la cigarrera plateada que cargaba consigo. Él vivía en otra época, un galán de los años veinte o treinta, pero con el alma hippie, siempre hablando de justicia y lucha. ¿Cómo no iba a querer ser como él? Se entretenía dejando que sus dedos jugasen con ese estuche plateado mientras hablaba con mi madre y mi padre.

Mi mamá es su tía, pero parecía su hermana mayor. Eduardo siempre iba a llevarle noticias o en busca de consejo, el trío se sentaba en la mesa de la cocina, porque mi padre no se podía quedar fuera, es muy curioso. El ruido del agua llenando los vasos, de las patas de las sillas arrastrándose sobre el suelo, de sus voces. A Eduardo se le perdía la mirada con facilidad, solía quedarse callado después de haber dicho lo que había ido a contar. Yo veía su perfil desde las escaleras que dan al segundo piso. Mi padre se apoyaba en la encimera mientras comía queso, aceitunas o lo que hubiesen puesto para picar. Mi madre se sentaba casi siempre frente a Edu, mirándolo mientras le daba su opinión, consejo u orden; a esa edad, yo no entendía la diferencia. Eduardo se sentaba cabizbajo, con sus rizos oscuros flotando por la inercia de los movimientos de su cabeza, y la cigarrera en las manos. Le gustaba vestirse de negro, con camisas de color claro, como una estrella del blues. Tarde o temprano se daba cuenta de que yo estaba allí, observándoles, me sonreía, me guiñaba el ojo. Esa era la señal, podía correr a abrazarle, a quedarme con las personas adultas en la mesa. Dependiendo de si les había dado tiempo o no de acabar la conversación, la seguían en clave. No sé si tenían un código predeterminado o si lo improvisaban, pero sí sabía que no querían que me enterase, por eso me acostumbré a darles tiempo y espacio. De sus brazos corría a los de mi madre o de mi padre, quien estuviese más cerca; entre cosquillas, los oía hablar sobre decisiones, cómo tomarlas y cuándo, de riesgo y arrepentimiento. Del tiempo, de la edad. Me daba mucha curiosidad crecer, la vida parecía tan emocionante, el mundo de verdad, ir a la universidad, vivir por mi cuenta. Fascinante.

Ahora echo de menos la infancia. Tener siempre los brazos de alguien mayor que tú, que te quiere, te cuida, que se hace cargo de todo cuando te has cansado y ya solo quieres poner el mundo en pausa. Quiero volver a la cocina de la casa de mi niñez, a jugar debajo de la mesa mientras hablan en clave para protegerme.

En aquella cocina vi a Edu expresar un mundo de sentimientos, era donde se desahogaba, y donde yo descubría poco a poco todas las cosas que se te escapan de niña, todo el universo que me esperaba en el futuro. Me hacía sentir muy segura oírlos hablar, reír, enfadarse con la vida, con la sociedad, mientras yo jugaba a que me hacía mayor, con trabajo, con ropa de adulta, con libertad. No sabía yo entonces que nunca iba a ser tan libre como cuando usaba la imaginación a diario y le llamaba jugar. Muchas veces acababa sentándome debajo de la mesa con el juguete de turno. Para ser libre tienes que sentirte protegida.

Me sentía tan afortunada de tener una familia, esas personas que dedican tiempo a escucharse, a darse consejos, a confesar sus errores, sus miedos, a compartir sus preocupaciones. Esos momentos me llevaron a idealizar a esas tres personas, a esperar que tuviesen siempre todas las respuestas, que supiesen cosas como cuál es la verdad o qué es lo correcto.

A veces, me gustaría volver a esa edad, a esa cocina, a sentir esa seguridad. Quizás aprendería a verlos con otros ojos, con más amor y menos exigencias. No, el tiempo no se puede echar atrás, las decepciones no se pueden borrar del corazón en un instante de iluminación divina. Lleva tiempo aceptar una desilusión porque tenías tu confianza puesta sobre esa idea, te apoyabas en esa realidad que acabó siendo ficción, y te caíste de golpe.

Si todas las personas fuésemos siempre niñas, no habría nadie con más experiencia que nos diese amor, seguridad, y un hogar donde hay tiempo y espacio para jugar. Hasta que llega un día que no queda otra opción que cruzar una línea invisible, aceptar que la infancia se ha acabado, y entender que incluso las personas que amas se equivocan, que las personas que idealizas son humanas, que no lo saben todo, ni tú tampoco.

Un juego de niñas,
con disfraces.

Un juego que se puede poner en pausa.
Y volver a empezar.

Recuerdo una vez que mi madre se quedó muy preocupada tras su visita. Edu lleva meses viniendo a decirnos algo que no nos acaba de contar, comienzo a preocuparme, Agus, le dijo a mi padre, estaban en el salón, acabábamos de ver marchar a Edu en su primer coche. Me había llevado un modelo en miniatura, un juguete, repliqué a mi primo con plastilina para que pudiese conducir los dos vehículos. Yo jugaba con el cochecito, mi madre le hablaba a mi padre y él la abrazaba mientras le decía que seguro que era la edad. Las cosas son muy complicadas cuando se es joven, ¿ya no te acuerdas?, le dijo con una sonrisa, pero mi madre seguía muy seria. Es algo más, pero no me lo cuenta, eso es lo que más me preocupa.

Recuerdo que en ese momento se me ocurrió cómo solucionar el problema, ¿por qué no se lo preguntas, mamá? Ella me miró con una sonrisa de esas que solo genera la parte más dulce de la ingenuidad humana. Claro que yo tenía razón, lo que no tenía era conocimiento, ignoraba que la gente no siempre contesta a lo que se le pregunta, y que si lo hace, no hay garantía de que esté diciendo la verdad.

Me volví a mirar al espejo, cogí las llaves del coche. Era sábado, el calendario indicaba que había que hacer la compra semanal. Tenía la lista en el móvil, dinero en la tarjeta y sed de rutina. Todo en orden. Mi rostro reflejaba control como el de Edu durante aquellos años de su vida.

Me asusta pensar que si aquel día
no me hubiese levantado con el pie izquierdo,
nunca te hubiese encontrado.

Llámalo destino, casualidad,
capricho de la vida,
me da igual.
El hecho es que tú estuviste allí
ese día, a esa hora.
Y yo también.

El supermercado

Estaba oliendo las naranjas, en el supermercado. Naranjas, azahares, sol de verano. Qué rápido pasa el tiempo, qué pronto se pierde la infancia dichosa, eterna, llena de lo que será. Las naranjas estaban de oferta, no las había apuntado en la lista, pero siempre es bueno tener algo de fruta en casa. Era sábado por la mañana, siempre voy antes de comer. Con dos naranjas en las manos, me acordé de esa novela que tengo pendiente leer, ¿cómo se llamaba la autora? ¿Winterson? Tengo que pulir mi inglés, por cierto. Y el naranjo de La mujer habitada, poesía hecha novela. Fui en dirección contraria al resto de las personas que también estaban haciendo su compra semanal. Llegué a la sección de libros. Tampoco lo tenía apuntado en la lista, pero también es bueno tener literatura en casa. Vitamina C y empatía, me venían bien las dos cosas ese día. Además, así ganaba puntos en mi reto de flexibilidad. No me es fácil ser espontánea. Dependo de listas, no solo para la compra, así que era muy positivo que pudiese cambiar el orden de mi trayecto en el supermercado y, casi sin darle vueltas, comprar cosas que no estaban apuntadas.

Recorrí visualmente el mar de libros. Me gustan las portadas con rostros, con ojos que te devuelven la mirada, con bocas que te quieren contar una historia. Me apetecían libros nuevos, pero música de antes, de aquella época adolescente, de tiempo que creía muerto, pero que fueron de las horas más productivas que he tenido. Tiempo para sueños, metas, para pensar en la vida, minutos que sobraban incluso después de haber realizado todas las actividades pendientes. Se me estaban yendo los tiempos, y se me fueron del todo cuando vi su rostro.

La vi a lo lejos, parpadeé, volví a los quince años, a aquella vez que fuimos al cine. Fue improvisado. Me envió un SMS, preguntándome si quería acompañarla. Te recojo en media hora. No hablamos casi nada durante el trayecto. Yo me decía que éramos dos personas calladas, pero la verdad es que me gustaba estar a su lado sin tener que decir nada. Poder sentir todas esas sensaciones que llenaban mi cuerpo al tenerla cerca, los nervios que se me atragantaban en la garganta, el cosquilleo que me erizaba la piel al sentir su compañía. Su voz. A esa edad no me atrevía a mirarla a los ojos, porque me daba miedo que supiese lo mucho que me gustaba. La conozco desde antes de la pubertad, es dos años mayor que yo, se notaba mucho cuando yo solo tenía once o doce, me llevaba un mundo. Me intimidaba su mirada.

Ahora me parece un lujo llegar a conocer a alguien que me ponga, ya no solo las piernas, sino el cuerpo entero como un flan. Con el tiempo he aprendido a relativizarlo todo, hasta el punto de que ya no hay casi nada que me produzca esas emociones en las que el mundo se acaba en una explosión volcánica con un tsunami detrás.

Íbamos en el coche de su padre, quien nos dejaría en el centro de camino a algún otro destino que no recuerdo. De vez en cuando, él hacía algún comentario, yo contestaba las preguntas que se dirigían a mí sin hacerle demasiado caso, él seguía hablando solo, aunque no lo supiese. Daniela me empujó para ver si reaccionaba, su sonrisa me esperaba al final de la reacción. Le contestaba a su padre con cansancio, con superioridad adolescente.

Parpadeé de nuevo. Venga ya, ¿cómo va a ser ella?, no puede ser. Se había dado la vuelta, estaba de espaldas a mí. En un impulso imaginario, soñé que le ponía la mano en el hombro, se giraba y ¡bum! Ahí estaba esa mirada. La tengo en Instagram, mi padre es amigo de su padre. Podría llamarla, preguntarle si sigue por tierras extranjeras. No sé en qué trabaja ni si tiene pareja o está casada. Podría tener descendencia y todo a estas alturas. Debería llamarla, pero no lo voy a hacer, no tenemos contacto, no tengo un porqué.

¿Dónde está? Estaba allí, junto a aquellos libros, ya no está. Se fue. Desapareció. Como cuando comenzó la universidad y no coincidimos más porque ella se había mudado al campus, y porque me hacía sentir del tamaño de una mariquita en manos de un gorila. Suspiré. Mis talones querían girar ciento ochenta grados, pero llegaron solo a noventa. ¡Bum! Ahí estaba esa mirada.

El tiempo se detuvo. Volví a aquella tarde. Nos bajamos del coche de su padre, era principios de junio, un día caluroso, se sentía en la piel. No era día para ir al cine. Un helado. ¿Nos tomamos uno antes de ir a ver la peli?, me preguntó, asentí sin decir nada. La seguí, cruzamos la calle. Sabía a qué cafetería se dirigía. Me puse a pensar en cómo era posible que no nos hubiésemos visto antes en aquel lugar, cualquiera de las tardes en las que yo iba justamente allí con las compañeras de clase. Con lo pequeña que es esta ciudad, pensé.

La casualidad nunca antes había estado de nuestro lado, pero la vida es larga en su brevedad, a veces da la vuelta, te regresa a un punto pasado, y allí te está esperando una oportunidad.

—Cris, eres tú, ¿a que sí? No has cambiado, pero a la vez estás irreconocible. —Me dio un abrazo, fue mutuo, tardé unos segundos, pero el abrazo fue largo, así que me dio tiempo a salir de la ensoñación y abrazarla. Olía rico. Casi diría que recordaba su olor, pero probablemente no sea cierto. Tenía el pelo un poco más largo que antes. Lo solía llevar muy corto. Entró en la adolescencia antes que yo, se le notaba mucho en la importancia que le daba a su look, además de que hablaba de cosas que mi mente infantil aún no procesaba. Seguro que pensaba que yo tenía algún tipo de retraso.

—Unos kilos y centímetros de más, eso es lo que te despista —dije mientras el abrazo llegaba a su fin. Me sorprendió mi voz, sonaba segura, tranquila, como si hablase con ella todos los días o como si ella no fuese la chica en la que más de una vez pensé al masturbarme.

—No, no, nada de centímetros de más, yo no he crecido desde la última vez que te vi, y tú tampoco. —Se puso a mi lado, hombro con hombro. Según ella seguía habiendo la misma diferencia—. ¿Ves como tengo razón? Qué increíble verte. Aquí. Nunca compro libros en grandes superficies —dijo mientras me frotaba el brazo como si fuese la lámpara de Aladino.

—¿Hace mucho que regresaste? Creía que estabas fuera —le pregunté, descubriéndome, sin ocultar que le preguntaba a mi padre por ella, que él me contaba lo que su amigo le decía. Siguen teniendo contacto, mi padre sigue yendo a visitar al de Daniela, pero yo ya no lo acompaño y ella ya no vive allí.

—Solo estuve fuera un par de años, luego me establecí en Barcelona, pero ahora estoy aquí. ¿Hace mucho que te viniste a Madrid?

Se me hacía muy raro tenerla tan cerca, de adulta. En mi mente, ella pertenecía al pasado, a otra parte de mí, la que fue, de la que solo quedan recuerdos. Era sábado, pero seguro que se notaba lo mucho que había trabajado durante la semana, y la cana que me había salido hacía un tiempo.

Ella me conoció antes de que mi personalidad se terminase de formar, me vio ser una persona insegura, callada, tímida. Vulnerable. Sin experiencia, transparente, infantil. Tenía mi punto travieso, como todas las niñas, pero no creo que se lo mostrase nunca. Me enmudecía, al principio no sabía por qué, pensaba que el silencio era negativo, que no encajábamos. Acompañaba a mi padre cuando iba a visitar al suyo, ella bajaba las escaleras de su habitación al salón, nos saludaba, me invitaba a que la siguiese. Nunca a jugar. Ella siempre fue una niña grande que lee revistas de adolescentes, que se viste como cantantes y artistas. Yo todavía jugaba en esa época. A veces, se pintaba las uñas mientras veíamos la tele en la galería, me preguntaba por el colegio y cosas por el estilo, no recuerdo sobre qué hablábamos, si voy a ser sincera.

Inmersa en mis pensamientos, le sonreí, pero se me olvidó contestarle, lo que llevó la conversación a un abrupto final. Le dije que iba a seguir haciendo mi compra, al mirar hacia abajo, me di cuenta de que me había dejado el carrito en la sección de frutería.

—Fue bonito verte, un poco surrealista, la verdad —dijo sonriendo. Me miraba como si no quisiese dejarme ir.

—Sí, muy surrealista.

—Deberíamos quedar, charlar un rato. ¿Hace cuántos años que no nos vemos? —propuso ella.

—Muchos, el tiempo pasa muy rápido.

—Pero hay cosas que nunca cambian. ¿Te apetece tomar algo más tarde?

—¿Esta tarde? —dije después de parpadear. Tenía ganas de girarme a ver si encontraba la cámara escondida, a ver si empezaba a reírse la gente a mi alrededor. No era una broma. Daniela quería quedar ese mismo día. Pensé en invitarla a casa, pero creo que me gustaba la idea de tratarnos un poco de extrañas. Así, si la invito algún día a mi piso, que sea por nuestra propia relación, no por la de nuestros padres, pensé.

Nos despedimos con otro abrazo apretado y largo. Ahí estaba la prueba de que nos conocíamos desde antes, desde la infancia. Es un cariño especial, porque no importa en lo que esa persona se haya convertido, sabes que fue una niña pequeña con un montón de cosas por aprender, con la facilidad para reírse de sí misma. Sí, ya sé que justo a ella no la conozco desde tan pequeña, pero, la verdad, es que no recuerdo la primera vez que la vi. Solo aquel primer momento en que al verla me entraron esas benditas mariposas en el estómago de las que todo el mundo habla. Quizás haya sido aquel día cuando ya se hacía de noche, era finales de mayo, caminábamos hacia su casa, no sé dónde habíamos estado. Una vecina suya, unos años mayor que nosotras, nos detuvo, charlamos un rato. Bueno, hablaron ellas, la vecina hizo alguna broma que no entendí. Daniela le contestó con sarcasmo, se giró, me miró, y así fue como me enamoré de ella. Yo debía de tener unos once o doce años, aunque fue tiempo después cuando entendí que era eso lo que había pasado.

Me pidió el número de móvil. Nos vemos esta noche, dijo ella mientras yo me alejaba con pasos de ballet, ligeros y rápidos, hacia la frutería. Mi móvil, que es muy inteligente, pero poco oportuno, se encargó de recordarme que yo ya tenía planes para tomar una copa con otra persona. Una cita. Con una chica que había conocido por internet. Aunque quizás conocer no sea el verbo adecuado, solo habíamos intercambiado mensajes durante unos días, recomendaciones de música, literatura, cine, cosas por el estilo. Es mi primer filtro, me gustan las chicas con conocimiento y curiosidad, pero la verdad es que no tenía muchas ilusiones, porque conocer gente virtualmente no me ha traído buenos resultados, no sé por qué lo hago.

No me fue difícil coger el teléfono y cancelar la cita, por mi experiencia con las relaciones virtuales y porque se trataba de Daniela. Lo dudé solo un par de segundos, antes del último clic. Nunca se sabe, ¿y si fuera ella? No, la vida no es una canción. La vida es lo que tienes delante de las narices. Además, tenía ganas de charlar con Daniela, como si llevase tiempo esperando ese momento.