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Remedio en el mal




Traducción de

J. L. Arántegui

Ant Machado Libros

www.machadolibros.com

Jean Starobinski

Remedio en el mal

Crítica y legitimación del artificio

en la era de las luces

La balsa de la Medusa

La balsa de la Medusa, 108


Colección dirigida por

Valeriano Bozal



Título original: Le remède dans le mal. Critique et légitimation de l'artifice à l'âge des Lumières

© Éditions Gallimard, 1989

© de la presente edición, Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)
editorial@machadolibros.com


ISBN: 978-84-9114-330-7

Índice

Prefacio

I. La palabra civilización

II. De la lisonja

III. Exilio, sátira y tiranía: las Cartas Persas

IV. La escopeta de dos tiros de Voltaire

V. Remedio en el mal: el pensamiento de Rousseau

VI. Fábula y mitología en los siglos XVII y XVIII

A guisa de epílogo: «Me es tan odioso como las puertas del Hades...»

Referencias bibliográficas






Para J. B. Pontalis

Prefacio

Me propongo aquí examinar, mediante una serie de ejemplos que hubieran podido multiplicarse, el lenguaje y argumentos empleados durante los siglos XVII y XVIII en la crítica de conductas encubiertas y «convenciones sociales». No se espere pues una investigación sistemática ni una historia completa. He pretendido escuchar las palabras y analizar los estilos. Se hacía preciso proceder mediante una serie de calas. Diderot hubiese tenido que figurar entre los autores examinados en este ensayo. Me he visto llevado a consagrarle un volumen completo, destinado a una próxima publicación.

Buscando remedio en el mal mismo: la expresión es de Rousseau, en el libro primero de las Confesiones. Se halla de nuevo en Baudelaire. Uno de los narradores que trae a escena el poema en prosa Portraits de maîtresses cuenta las escabrosas circunstancias en que le dio el «despido» a una amante idealista y sabihonda «que siempre quería hacer del hombre»: «Dios... puso el remedio en el mal». Acaso en este texto irónico y misógino pretendiera Baudelaire parodiar a Rousseau, como ya hiciera en algunas otras ocasiones. Lo cierto es que «hallar remedio en el mal» es expresión proverbial que ha atravesado siglos. No he pretendido aquí evocar todos sus usos.

Espero se haga ver que los estudios aquí reunidos delinean un trayecto y mantienen entre sí lazos suficientemente obvios para hacer inútil cualquier otro prólogo.

I

La palabra civilización

I


Los jalones principales en la historia de la palabra civilización se conocen hoy con suficiente aproximación1.

En francés, civil (s. XIII) y civilité (s. XIV) [civilidad] se justifican fácilmente por sus antecesores latinos. Civiliser está atestiguado en fecha más tardía. En el XVI se encuentra en dos acepciones:

1. Conducir a la civilidad, volver civiles y suaves los modales y maneras de los individuos.

Montaigne: «En manera alguna eran los del reino de Méjico más civiles [civilisez] ni artizados que las demás naciones de allá».

2. En jurisprudencia: convertir en civil una causa criminal2.

Esta segunda acepción sobrevivirá al menos hasta fines del siglo XVIII (Littré la señala utilizada «antaño»). Es la que da pie al substantivo civilización [civilisation], que el Dictionnaire universel de 1734 (Trévoux) define de la siguiente manera: «Término de jurisprudencia. Es un acto de justicia, un juicio que convierte en civil un proceso criminal. La civilización se efectúa convirtiendo la instrucción del sumario en expediente administrativo o por otros procedimientos». ¿Nadería? Menos de lo que cabría suponer. La formación del significante es un elemento importante en un neologismo. La aparición algo más tardía de la misma palabra en el sentido moderno del término no constituirá tanto un neologismo léxico como la entrada en escena de un significado competidor y pronto triunfante. La acepción jurídica de civilización desaparecerá ya en el Dictionnaire de l’Academie de 17983.

El primer diccionario que registra la palabra civilización en su sentido «moderno» es el Dictionnaire universel (Trévoux) de 1771.

Transcribo el artículo:

1. Término de jurisprudencia (sigue la definición de 1743).

2. El Amigo de los hombres emplea la palabra por sociabilidad4. Véase esa palabra. La religión es sin disputa el freno primero y más útil de la humanidad; es el recurso principal de civilización. Predica y nos recuerda sin tregua la confraternidad, dulcificar nuestro corazón.

En 1798 el Dictionnaire de l’Academie, 5.ª edición, será más preciso: «Acción de civilizar o estado de quien está civilizado». Pero ya en 1795 se halla lo siguiente en L. Snetlage (Nouveau Dictionnaire français contenant de nouvelles créations du peuple français [Gotinga, 1795]):

«Esta palabra, que estuvo en uso únicamente en la práctica forense, se emplea para expresar la acción de civilizar o la tendencia de un pueblo a pulir o más bien corregir sus modales y usanzas, trayendo a la sociedad civil una moralidad luminosa, activa, amante y abundante en buenas obras. (Hoy, cada ciudadano de Europa ha partido a esa lucha final de civilización. Civilización de los modales).»

Como señala J. Moras, la palabra civilización conoció tal auge durante el período revolucionario que resultaba fácil atribuir al espíritu de la revolución un neologismo que era anterior5. Con todo, es verdad que la palabra civilización podía ser adoptada y difundida tanto más fácilmente por cuanto el período revolucionario vio formarse, según M. Frey, numerosos substantivos acabados en -ción a partir de verbos en -izar: centralización, democratización, federalización, fraternización, municipalización, nacionalización, panteonización, utilización...6. Y civilización se impone en tal grado que en 1801 Sébastien Mercier ya no lo cuenta como neologismo7. De modo que la palabra dejó muy pronto de parecer nueva.



II


Nada parece invalidar hoy lo que adelantaban J. Moras y luego E. Benveniste: parece ser Mirabeau, en 1756, quien primero utiliza en Francia el término civilización en ese sentido no jurídico que rápidamente había de hacer fortuna, con el que aparece empleado en L’Ami des hommes (pp.136, 176, 237)8. Cuando Littré atribuye tal paternidad a Turgot, que según él había creado la palabra en un fragmento de su Discours sur l’histoire universelle de 1751, se deja coger en la trampa de Dupont de Nemours, anotador y editor libérrimo de las obras de Turgot (1811)9.

Los autores del Trévoux no escogieron su ejemplo al azar. En él hallaban un argumento bienvenido en su lucha contra la filosofía de las Luces y los enciclopedistas. Lejos de verse destituida en beneficio de las «virtudes sociales» o la «moral natural», la religión es considerada por Mirabeau como principal resorte de civilización, asimilada a su vez a sociabilidad. La palabra civilización aparece pues con ocasión de un elogio de la religión, poder de represión («freno»), reunión fraternal («confraternidad») y dulcificación al mismo tiempo.

En torno a 1775 Diderot redacta para la Histoire des deux Indes del abate Raynal unas consideraciones sobre Rusia en que reaparece la palabra civilización en varias ocasiones: «La manumisión, o lo que es igual con otro nombre10, es una obra larga y difícil»11.

Comienza a barruntarse que en fecha posterior la civilización podrá tornarse en sustituto laico de la religión, en una parousía de la razón.



III


La palabra civilización pudo ser adoptada tanto más rápidamente por cuanto constituye un vocablo sintético para un concepto preexistente, previamente formulado de maneras múltiples y variadas: dulcificación de los modales, educación de los espíritus, desarrollo de la cortesía, cultivo de artes y ciencias, auge del comercio y la industria, adquisición de lujo y comodidades materiales. Usado para individuos, pueblos, y aun la humanidad entera, designa primero el proceso que hace de ellos civilizados (término preexistente), y luego, el resultado acumulativo de ese proceso. Es un concepto unificador.

No causará extrañeza que tras imponerse por su poder de síntesis el término haya constituido enseguida objeto de reflexiones analíticas: desde fines del XVIII, incontables escritos se esforzarán por discernir condiciones y constituyentes – materiales y morales– de la civilización. Uno de los más importantes entre tales análisis sigue siendo el de Guizot (1828): «Dos hechos comprende ese hecho mayor; subsiste con dos condiciones, y se revela en dos síntomas: desarrollo de la actividad social y de la actividad individual, progreso de la sociedad y de la humanidad. Por doquiera que la condición externa del hombre se amplía, vivifica y mejora, por doquiera que la naturaleza íntima del hombre se muestra con grandeza y esplendor, en ambos signos, y a menudo pese a la profunda imperfección del estado social, el género humano aplaude y proclama la civilización»12.

La palabra civilización, que designa un proceso, sobreviene en la historia de las ideas a la vez que la acepción moderna de progreso. Civilización y progreso son términos destinados a mantener los más estrechos lazos. Mas aunque puedan emplearse de manera vaga y global, esos términos no tardan en llamar a una reflexión genética preocupada por distinguir momentos sucesivos: es importante determinar con precisión las etapas del proceso civilizador, los estadios del progreso de las sociedades. La historia y la reflexión histórica, empíricas o meras conjeturas, se ponen al trabajo para alcanzar un «cuadro del progreso del espíritu humano», una representación de la marcha de la civilización a través de diversos estados sucesivos de perfección.

Muy bien decía Benveniste: «De la barbarie original a la condición presente del hombre en sociedad se descubría una gradación universal, un lento proceso de educación y refinamiento, o por decirlo todo, un progreso constante en el orden de aquello que civilidad, término estático, no bastaba ya a expresar, y a lo que era preciso llamar civilización para definir juntamente su sentido y su continuidad. No era solamente una visión histórica de la sociedad; era también una interpretación optimista y resueltamente ajena a lo teológico lo que se afirmaba, a menudo sin saberlo los mismos que la proclamaban»13.

Influido por las lecciones que Adam Smith dio en 1752, Ferguson parece haber sido en Inglaterra el primero en emplear la palabra civilización; él es también quien expuso con más claridad la teoría de los cuatro estadios de organización de las sociedades humanas, en función de su actividad económica y sus modos de subsistencia: salvajes (que viven de recolección y caza), pastores nómadas, agricultores sedentarios, y naciones industriales y comerciales. Millar seguirá su ejemplo14. Sin recurrir a la palabra civilización, Rousseau y Goguet proponen un mismo modelo evolutivo que les permite establecer correlaciones entre modo de subsistencia y estructura de poder. Como se ha visto, Diderot contempla la historia de la civilización como historia de la libertad en marcha. Más tarde Condorcet distinguirá como se sabe nueve épocas a partir del origen de las primeras poblaciones hasta la república francesa, reservando la décima para los «futuros progresos del espíritu humano». Aún más tarde, Comte formulará su «ley de los tres estados»15.

Lo que importa no es recordar las diferentes teorías o filosofías de la historia, sino subrayar el hecho de que, al llamar civilización al proceso fundamental de la historia, y designar con igual nombre el estado final resultante, se está proponiendo un término que contrasta a modo de antinomia con un estado supuestamente primero (naturaleza, salvajismo, barbarie). Ello incita al espíritu a imaginar vías, causas y mecanismos del trayecto realizado a través de las edades. El sufijo de acción en -ción obliga a pensar un agente: puede éste confundirse con la acción misma, que de este modo se vuelve autónoma; puede remitir a un factor determinante (la religión, dice Mirabeau; la perfectibilidad, dice Rousseau; las Luces, dirán otros); puede también hacerse plural, repartirse en factores múltiples escalonados en el tiempo; a juicio de Ferguson, como al de Rousseau, por otra parte, no sostiene el proceso de civilización ningún designio consciente y constante, sino que se construye a través de las consecuencias imprevistas de conflictos, trabajos e innovaciones puntuales, con el concurso de «circunstancias» que los hombres no dominan sino imperfectamente. Cuanto en la historia ha advenido, dice Ferguson, es «con certeza resultado de acción humana, mas no ejecución de designio humano alguno»16.



IV


¿Será la civilización un ininterrumpido proceso colectivo en que la humanidad se ha comprometido desde sus orígenes? ¿Consistirá su sola variación en seguir un ritmo ora lento, ora rápido, conforme a lugares y épocas? Al leer la prolífica producción del marqués de Mirabeau no se llega a fijar un empleo unívoco del término. En L’Ami des hommes (1756- 1757, p. 176) da a entender que, al no ser la civilización un proceso universal y lineal, no constituye sino una corta fase de apogeo en la vida de los pueblos: evoca así «el ciclo natural de la barbarie a la decadencia pasando por la civilización y la riqueza». La historia conlleva, según esto, ciclos cuyas etapas han recorrido en su totalidad ciertas naciones, dejando tras de sí grandes ejemplos. Dirigiéndose al rey en el comienzo de su Théorie de l’impôt (1760, p. 99), invoca en idéntico sentido «el ejemplo de cuantos imperios han precedido al vuestro y recorrido el círculo de la civilización»...

Por otra parte, Mirabeau no se priva de emplear la palabra civilización para designar ya no un proceso, sino un estado de cultura y abastecimiento material: «Las riquezas mobiliarias de una nación no dependen sólo de su civilización, sino además de la de sus vecinos» (Ephémérides du citoyen, 1767, V, p. 112).

Como se ve, ya desde los escritos de su primer usuario la palabra civilización es apta para encontrar una acepción plural. Si designa un proceso, éste se produce reiteradamente en el curso de las edades, para dar lugar cada vez a una ineluctable decadencia. Si designa un estado más o menos estable, puede diferir de nación a nación. Hay civilizaciones.

Sin duda la historia de la Antigüedad es aquí tácita proveedora de modelos. Roma es ejemplo mayor de imperio que ha recorrido «el círculo de la civilización». A través de Herodoto, o de Polibio, Plutarco, Tácito y Amiano Marcelino, se ha aprendido a comparar griegos y persas, griegos y romanos, romanos y bárbaros.

Se advierte desde sus mismos comienzos que el sentido de esa palabra podrá bifurcarse en una acepción plural, etnológica, relativista, aun manteniendo a título de generalidad unas cuantas implicaciones que hagan de ella un imperativo unitario y asignen sentido único a la «marcha» del entero género humano.



V


Antes de que tome forma y se difunda la palabra civilización ya se dispone de toda una crítica del lujo, el refinamiento de las maneras, la cortesía17 hipócrita y la corrupción provocada por la cultura de las artes y las ciencias. Y de Montaigne a Rousseau, pasando por La Hontan y algún que otro viajero al Nuevo Mundo, no resulta favorable al civilizado su comparación con el salvaje (así sea caníbal). De ahí el cuidado con que el marqués de Mirabeau distingue verdadera de falsa civilización, tan pronto en el orden de los hechos que se consideran como en el orden de los valores atribuidos al término. En el manuscrito titulado L’Ami des femmes, ou Traité de la civilisation (fecha verosímil, 1768) insiste Mirabeau en el criterio moral que acredita a la auténtica civilización, en ausencia del cual todo el código de buenas maneras y la suma entera del saber no son sino máscara:

A este respecto me admira hasta qué extremo nuestra búsqueda de lo rebuscado, errónea en cualquier asunto, lo es en lo concerniente a qué considerar civilización. Si le preguntara a la mayoría de las gentes en qué consiste a su parecer la civilización, se me respondería que la civilización de un pueblo es la dulcificación de sus modales, y la urbanidad, cortesía y conocimientos difundidos de manera que se guarden las apariencias y tengan cabida leyes relativas a los detalles: todo lo cual se me figura sólo máscara de la virtud y no su rostro; y nada hace la civilización por la sociedad si no le proporciona el fondo y la forma de la virtud: es del seno de sociedades atemperadas por todos los ingredientes que se acaban de citar de donde ha nacido la corrupción de la humanidad18.

Así pues, apenas escrita, la palabra civilización pasa a considerarse posible objeto de malentendido. Otro texto de Mirabeau habla de «falsa civilización»19; y en otro lugar llega hasta anular la oposición entre bárbaro y civilizado al denunciar «la barbarie de nuestras civilizaciones»20. Examinemos un instante este último ejemplo: el valor dinámico del sufijo de acción (-ción) ha desaparecido; la palabra ya no designa mudanza, sino estado, y uno que no se merece su nombre. El plural da a entender que las diferentes naciones de la Europa contemporánea tienen sendas civilizaciones propias, pero tales que en lugar de abolir la violencia de las sociedades primitivas perpetúan su brutalidad tras apariencias engañosas. En lugar de barbarie a cara descubierta ejercen las civilizaciones contemporáneas una violencia disimulada.

Como se ve, la palabra civilización no es en modo alguno término unívoco en su inventor francés. El concepto es innovador en su forma, pero de entrada no se le considera incompatible con la autoridad espiritual tradicional (la religión); al contrario, de ella procede; es designación de un proceso de perfeccionamiento de las relaciones sociales y los recursos materiales, y a título de tal proclama un «valor», define lo que se llamará un «ideal», y se conjuga con el imperativo de virtud y razón. Pero en la misma pluma adopta también una función puramente descriptiva y neutra: designa el conjunto de instituciones y técnicas que los grandes imperios han tenido en el momento de su apogeo, y perdido tras su decadencia. Se admite que diversas sociedades hayan podido diferir en su estructura sin desmerecer por ello en el concepto general de civilización. Por último, el término se aplica a la realidad contemporánea con todo lo que conlleva de irregularidades e injusticias. En esta última acepción es la civilización blanco al que apunta la reflexión crítica, mientras que en la primera su carácter ideal hacía de ella concepto normativo que permite discriminar y juzgar acerca de incivilizados, bárbaros o menos civilizados. La crítica se ejerce por tanto en dos direcciones: crítica que apunta contra la civilización, crítica formulada en nombre de la civilización.



VI


Civilización forma parte de esa familia de conceptos a partir de los cuales puede nombrarse uno opuesto, o que nacen con el fin de constituirse en contrarios de otro.

«Griego» y «bárbaro» son nociones emparejadas. «Sin griego, no hay bárbaro», escribe François Hartog21. Es preciso que existan comunidades dotadas de verdadero lenguaje para que otros pueblos sean tenidos por «mudos», gentes que no saben hablar (bárbaros).

Es preciso que existan ciudades, y ciudadanos, para calificar al rústico y la rusticidad de tales por oposición al urbanus y la urbanitas. Y hay que ser habitante de una ciudad para jactarse de una civilidad superior o para añorar en versos melodiosos y sumamente estudiados la dicha pastoral y el arcádico sosiego.

Las maneras del campesino (villanus) son villanía frente a los usos de corte (cortesía).

Aún es abiertamente legible el descrédito del mundo rural en las definiciones que de la civilidad dan los diccionarios de la época clásica:

Furetière, Dictionnaire, (1694):

«Civilidad: manera honesta, dulce y pulida de obrar y decir en reunión. Se ha de tratar a todo el mundo con civilidad. Se enseña a los niños la civilidad infantil. Sólo campesinos y gentes groseras carecen de civilidad.

Civilizar: volver civil y pulido, tratable y cortés. La predicación del Evangelio ha civilizado a los pueblos bárbaros más salvajes. Los campesinos no son civilizados como los burgueses22.

La época clásica pudo incluso producir églogas sin renunciar a la reprobación de la grosería rústica. Oigamos a Fontenelle:

La poesía pastoril no tiene grandes encantos si es tan grosera como el natural o sólo versa justamente sobre las cosas del campo. Oír hablar de ovejas y cabras, de los cuidados que hay que tener con esas bestias, no tiene de suyo nada placentero; lo que complace es la idea de la tranquilidad ligada a la vida de quienes se ocupan de ovejas y cabras...

Por ser la vida pastoril la más perezosa de todas es la más propia para servir de fundamento a esas gratas representaciones. Labradores, segadores, vendimiadores o cazadores están bien lejos de ser personajes tan convenientes a la égloga como los pastores; una prueba más de que lo grato de la égloga no está unido a las cosas rústicas, mas a lo que hay de sosegado en la vida del campo23.

El término que ha sido objeto de valoración positiva –«el placer sosegado»– viene ligado al arte, el artificio, el esfuerzo. «Lo grato» es producto de lo que Fontanelle llama «espíritu cultivado». Requiere «espíritus en disposición de elevarse sobre las acuciantes necesidades de la vida, y pulidos por un prolongado trato de sociedad»24. Conlleva pues parte de ficción, que como tal podrán otros contraponer desfavorablemente a la verdad o la naturaleza. Ello podrá llevar a rehabilitar el término antónimo, que se verá atribuido lo contrario de la doblez, es decir, la plenitud. A fines del siglo se rehabilitará la «grosería rústica» y se hará burla de las gratas menudencias tan caras a Fontenelle. Diderot se atreverá a declarar que «La poesía quiere algo enorme, bárbaro y salvaje»25.

Otra estrategia consiste en introducir, junto a un término tenido primero en alta estima, y luego por cómplice de la doblez enmascarada (la civilidad), un segundo término limpio de toda sospecha, que podrá sustituir con ventaja al primero, en adelante depreciado. El segundo se verá atribuido un rango de mayor autenticidad. Así ocurrirá con pulidez [politesse, esmero], al principio prácticamente sinónimo de civilidad, y preferido luego por lexicógrafos y moralistas hasta verse alcanzado a su vez por la sospecha26.

El artículo civilidad [civilité] del Trévoux de 1752 acumula los ejemplos: son contradictorios, y buen número de ellos establecen los atributos peyorativos:

La civilidad es cierta jerga que los hombres han establecido para esconder los malos sentimientos que tienen unos para con otros (Saint-Evremond).

La civilidad no es otra cosa que un comercio continuo de mentiras ingeniosas para engañarse mutuamente (Fléchier). La civilidad es un deseo de obtener unas cuantas y ser tenido por pulido [poli] en ciertas ocasiones (La Rochefoucauld).

Muy a menudo la civilidad son sólo ganas de pasar por pulido y miedo a ser mirado como hombre salvaje y grosero (M. Esprit).


El relativo descrédito de la civilidad hace deseable algún otro concepto de mejor ley. Bajo la mirada del especialista, la aparente sinonimia debe ceder el sitio a un reparto de valores, a la atribución de un rango moral diferenciado. Beauzée precisa:

Ser pulido es más que ser civil. El hombre pulido es necesariamente civil; pero el hombre simplemente civil no por eso es ya pulido: la pulidez supone la civilidad, pero añade algo27.

La relación de civilidad y pulidez se vuelve análoga a la de dentro y fuera, apariencia y realidad.

La civilidad es respecto a los hombres lo que el culto público respecto a Dios, testimonio exterior y sensible de sentimientos internos y escondidos; por eso mismo es cosa preciosa; pues afectar las trazas exteriores de la benevolencia es confesar que la benevolencia debería hallarse en el interior.

La pulidez añade a la civilidad lo que la devoción al ejercicio del culto público, los signos de una humanidad más afectuosa, más preocupada por los demás, más rebuscada28.

Ello no impide mantener la oposición con los individuos rústicos y groseros. Un simple desplazamiento terminológico les concede la civilidad pero les niega la capacidad de ser pulidos:

Un hombre del pueblo, un simple campesino incluso, pueden ser civiles : sólo el hombre de mundo puede ser pulido.

La civilidad no es en absoluto incompatible con una mala educación; la pulidez por el contrario supone una educación excelente, al menos en muchos aspectos.

La civilidad demasiado ceremoniosa resulta asimismo fatigosa e inútil; la afectación la vuelve sospechosa de falsía, y las personas de luces la han desterrado por entero. La pulidez está exenta de tal exceso; cuanto más pulido, más amable se es...29.

De todas formas la ventaja moral de la pulidez, aunque proclamada bien alto, no está a su vez a prueba de todo. La pulidez puede pasar a su vez al rango de máscara. En más de una ocasión se la hallará sospechosa. Beauzée prosigue:

(...) Pero también puede acaecer, y así es demasiado a menudo, que esa pulidez tan amable sea sólo el arte de prescindir de las demás virtudes sociales, que falsamente afecta imitar30.

Si la civilidad es sólo expresión exterior de pulidez, si no es más que su artificiosa imitadora, a su vez puede la pulidez percibirse como arte engañador, imitador de virtudes ausentes. Se puede poner pleito a la pulidez en los mismos términos usados con la civilidad. Ya La Bruyère escribía: «La pulidez no siempre inspira bondad, equidad, complacencia y gratitud; al menos ofrece sus apariencias, y hace que el hombre parezca por fuera como debería ser interiormente» (De la societé, 32)... No es necesario multiplicar los ejemplos. El modelo de la descalificación es siempre el mismo: consiste en reducir a tenue apariencia –a rostro simulado31– la virtud que hubiera debido impregnar de punta a cabo al individuo, el grupo, la sociedad entera. Reducidas a apariencia superficial, pulidez y civilidad dejan el campo libre, en el interior, en profundidad, a sus contrarios: malevolencia, maleficencia, en una palabra, la violencia que en realidad nunca renunció a él. Así van las cosas, al menos a la luz de la antorcha de la crítica dispuesta a ir levantando por donde pueda la contradicción de ser y parecer, de la cara oculta y la máscara provechosa. Dondequiera que inspeccione, el pensamiento acusador levanta alguna inautenticidad. Así, en el plano de la substancia moral la mirada exigente ve habitualmente producirse una inversión completa entre «civilizado» y «salvaje». Es Voltaire quien mejor expresa tal inversión cuando hace decir a su indio hurón en el momento en que acaba de ser encerrado en la Bastilla: «Mis compatriotas de América nunca me hubieran tratado con la barbarie que ahora sufro; no tienen idea de algo así. Se les llama salvajes; lo que son es gente de bien grosera; y los hombres de este país, canallas refinados» (L’Ingenu, cap. X): los adjetivos (groseros, refinados) expresan el accidente, la apariencia, acoplados a substantivos que definen la realidad subyacente (gentes de bien, canallas) radicalmente diferentes de los calificativos ilusorios con que se han disfrazado.



VII


Poli [polido], policé [político], son palabras fonéticamente muy cercanas32. Los autores franceses de los siglos XVII y XVIII juegan con su similitud, y a veces las tratan como permutables. Con todo, son raros los que ignoran la diferencia entre sus etimologías: para una, el latín polire, la acción de pulir; los términos griegos polis, politeia, las palabras francesas politie, police [política, policía], para la otra. Ahora bien, la atracción entre ambas no es sólo fonética; también es semántica. Abramos el Dictionnaire de Richelet (1680). ¿Qué es pulir? Seis son los usos que presenta:

1. Limpiar. Volver más bello, limpio y pulido. Aequare, adaequare. Pulir mármol [...].

2. Término de pulidor. Es dar lustre a lunas de espejo, hacerlas más relucientes [...] Polire.

3. Término de cuchillero y amolador. Pasar por la amoladera. Pulir una navaja. Pulir un cuchillo.

4. Figurado: Civilizar, hacer más civil, galano y honesto. Ad urbanitatem informare.

5. Figurado: Se dice referido al discurso y el estilo. Limare, politius ornare, excolere (Pulir un discurso. Pulir su estilo [...] Es hacerlo más exacto y trabajado [chatié, esmerado].

6. Figurado: Pulirse uno mismo. Es hacerse más perfecto.

Por asociación de las imágenes «literales» de reluciente y de liso con la idea de perfección, el gesto manual del pulimento (expolitio, exornatio) establece en el plano figurado la equivalencia de pulir y civilizar. Entre los hombres como entre los objetos, civilizar será en tal caso suprimir toda aspereza y desigualdad «grosera», borrar toda rudeza, eliminar cuanto pudiera dar lugar a roce, obrar de suerte que los contactos sean fluidos y suaves. Lima y piedra de pulir33 son los instrumentos que figuradamente aseguran la transformación de grosería y rusticidad en civilidad, urbanidad y cultura. (No es azar que introduzca la palabra «cultura». En el Dictionnaire de l’Académie de 1694 se lee en el verbo pulir: «Se dice figuradamente de cuanto sirve para cultivar, adornar, suavizar espíritu y modales, y hacer más apto para el ordinario comercio del mundo»). Trabajo de escultor (en cuanto al acabado de formas y volúmenes), de cuchillero (en cuanto al afilado, la finura y lo cortante), de espejero (en cuanto a limpidez y reflexión). Pulir, dicen otros diccionarios más precisos que Richelet acerca del sentido literal, es «volver un cuerpo unido en toda su superficie, quitar toda irregularidad, quitar las partículas que hacen áspera su superficie; volver claro, reluciente a fuerza de frotar [...] particularmente, se dice de las cosas duras» (Trévoux). Poco le falta para que pulir se vuelva en sentido figurado esclarecer, sacar lustre, ilustrar, en el sentido de la filosofía de las luces. El tratamiento que ataca el granulado de cosas e individuos tampoco está exento a su vez de cierta violencia ¿No es estar pulido un estilo, según Richelet, estar muy trabajado [chatié, lit. castigado]? La cosa no se alcanza sin esfuerzo: de la palabra pulidor pone como ejemplo el mismo Richelet «el pulidor pasa fatigas». Con todo, el gasto de energía necesaria para producir el pulido y la pulidez se compensa con largueza en sentido inverso merced a la economía resultante de suavizarse modales y maneras. En adelante las relaciones humanas están reguladas por un código simbólico en que los signos tienen valor de actos.

Por complicadas, por absorbentes que puedan ser las obligaciones de la pulidez, comprometen los intereses de los individuos en el juego de las palabras y ya no en el de las manos, salvo que una palabra sentida como ofensa dé lugar al retorno de la violencia –en donde, pese al código que regula incluso el combate, puede uno de los contendientes dejar la vida–. Un mentís da ocasión a un duelo. Al menos el combate civilizado (recuerdo de los tiempos en que la civilidad se llamaba también cortesía) tiene lugar tras los pulidos cumplidos habituales «en el campo del honor». No es riña ni batalla confusa. Pero la verdad de la muerte violenta viene a acusar a la hipocresía de una pulidez que quiere que la afrenta se lave con sangre. Y no faltan en los siglos XVII y XVIII protestas contra la barbarie de los duelos.

Los ejemplos de sentido figurado ofrecidos por un diccionario del XVIII (que recoge la definición de pulir como civilizar) oscilan, preciso es reconocerlo, entre la idea de la dificultad del pulir y la del efecto obtenido, de suavidad y mediante ella. Préstese atención a la serie de agentes a los que en este caso se estima capaces de pulir a los individuos:

No se alcanza tan fácilmente la meta de pulir a los bárbaros, de ordenarles en una forma de sociedad civil y humana. Los pueblos del Norte eran antaño fieros; el tiempo y las letras les han pulido y vuelto sabios. Se dice también que la Corte pule mucho al provinciano [...].

Al arte cumple pulir lo que naturaleza tiene de rudo en exceso. La conversación de las damas pule al joven, le hace más galano y delicado (Trévoux).

Si hay aquí un inventario de agentes «civilizadores» (el tiempo, las letras, la corte, el arte, la conversación de las damas), también se tiene en este artículo toda una lista de candidatos al pulimento: bárbaros, provincianos, jóvenes, en una palabra, la naturaleza «fiera» y «grosera» hasta que el arte la tome a su cargo para perfeccionarla, es decir alterarla en un proceso de dulcificación, ornato y educación. No carece de importancia que se ponga en pie de equivalencia a todo lo que es susceptible de llegar a ser pulido (y político): bárbaros, salvajes, provincianos (a fortiori, campesinos) y jóvenes (a fortiori, niños) se ofrecen como otros tantos paradigmas permutables. Cuando se mira a la perfección del hombre pulido, el bárbaro es una especie de niño, y el niño, una especie de bárbaro. A quien pone el acento en el peligro de la barbarie no le ha de resultar difícil discernirla entre nosotros, en las gentes de lejanas provincias, en los niños dejados a su albedrío, por doquiera que el pulimento educativo no haya podido intervenir; a quien pone su confianza en los poderes de la educación, correspondientemente, no le supondrá ninguna dificultad considerar a los salvajes como niños que un paciente y benévolo pulido volverá semejantes a nosotros. Y si por el contrario se recusa la hipocresía y memez de las convenciones pulidas, los argumentos de la retórica «primitivista» servirán para celebrar juntamente al «buen salvaje», la población rural o el genio espontáneo de la infancia. La palabra pulir implica mudanza, acción progresiva, de ahí su equivalencia con civilizar. Simplemente, le falta un sustantivo de acción (al ser pulidez [politesse] nombre de cualidad y no de acción, y aplicarse pulimento [polissage] sólo en sentido literal), mientras que civilización en cambio podrá designar también el proceso transformador.

Pulir es civilizar a los individuos, sus maneras, su lenguaje. Tanto el sentido propio como el figurado pueden llevar a la idea de orden colectivo, leyes e instituciones que aseguren la suavidad del comercio entre humanos. Toma ahí el relevo el verbo policer [volver político], que atañe a reuniones de individuos, a naciones:

Hacer leyes, reglamentos de policía para mantener la tranquilidad pública. Legibus informare, instituere (Trévoux).

Por acción del antónimo común (que es barbarie) se alinea la palabra police [policía] junto a civilidad, pulidez y civilización:

Police [Policía (1)]: Leyes, orden y conducta a observar para la subsistencia y mantenimiento de estados y sociedades.

Politia [Condición política, policía]: En general es opuesto a barbarie. Los salvajes de América no tenían leyes ni policía cuando se hizo el descubrimiento (Trévoux).

Unidos por un antónimo común, fonéticamente vecinos, diferentes por etimología, poli y policé [«polido» y «político», «polideza y pulidez»], pueden ir parejos en un diccionario de sinónimos [«policía (I, II y III)»], o lo que es igual, dar lugar a finas discriminaciones semánticas. Se verá así reproducirse entre polido y político las mismas consideraciones que repartían los méritos respectivos de civilidad y pulidez. Interviene aquí otra relación entre valores: al oponer civilidad y pulidez, Beauzée hacía recaer la sospecha de inautenticidad en primer lugar sobre la civilidad; en la oposición entre pulido y político, la desconfianza y la imputación de «falso» y externo quedan vinculadas a pulido, que no tiene la solidez institucional de político; en Beauzée se lee:

Pulido, político

Ambos términos, relativos por igual a los deberes recíprocos de los individuos en sociedad, son sinónimos en virtud de esa idea común: pero las accesorias establecen gran diferencia entre ellos.

Pulido no supone más que signos externos de benevolencia; signos equívocos siempre, y a menudo por desgracia contradictorios con los actos: político supone leyes que constatan los deberes recíprocos de la común benevolencia, y un poder autorizado para mantener la ejecución de las leyes34.

A falta de poder remitirse a la pulidez de los individuos, tanto menos fiable por cuanto todo «refinamiento» anuncia cercana la corrupción y pérdida de la primitiva veracidad, hay que preferir las disposiciones legales y estructuras sociopolíticas aseguradas por una buena policía y respetadas por los ciudadanos.

La coincidencia perfecta de leyes y modales constituiría, cierto, la mejor garantía de felicidad y estabilidad. Pero si los modales de un pueblo pulido ya están corrompidos, ¿es aún hora de reforzar las leyes que hacen de él un pueblo político? En Duclos puede leerse esta alerta de los peligros que amenazan la cohesión social, es decir la policía:

Los pueblos pulidos no son los más virtuosos. Modales simples y severos se hallan sólo entre aquellos a quienes la razón y la equidad han hecho políticos y aún no han abusado del ingenio para corromperlos. Los pueblos políticos valen más que los pulidos. Entre los bárbaros las leyes deben conformar los modales: entre los pueblos políticos, los modales perfeccionan las leyes, y a veces las suplen; una falsa pulidez las hace olvidar35.

En otro capítulo de su obra, Duclos (que aún no emplea la palabra civilización) subordina claramente la pulidez, ornato del comercio entre individuos, a las virtudes sociales, que hacen prevalecer las obligaciones dictadas por el interés general. La verdadera pulidez se puede reducir según él a otros sentimientos; de suyo no es más que arte de imitación, parodia estética de las exigencias éticas de la razón; en ciertas condiciones, la pulidez se torna superflua; el interés bien entendido y la simple humanidad ocuparán su puesto:

No se debe añorar (...) los tiempos groseros en que el hombre, movido sólo por su interés, lo buscaba siempre en perjuicio de otros, llevado por un instinto feroz. Grosería y rudeza no excluyen fraude ni artificio, pues que se advierten en los animales menos domésticos.

Sólo tornándose políticos han aprendido los hombres a conciliar su interés particular con el común, y comprendido que en virtud de ese acuerdo cada quien saca de la sociedad más de lo que puede poner.

Débense pues los hombres consideración, puesto que se deben todos reconocimiento. Débense recíprocamente una pulidez digna de ellos, hecha para seres pensantes y variada por obra de los diferentes sentimientos que deben inspirarla [...].

El más infortunado efecto de la pulidez al uso es enseñar el arte de prescindir de las virtudes que imita. Que se nos imbuya con la educación humanidad y un talante benefactor, y tendremos pulidez, o ni siquiera la necesitaremos.

Si no tenemos la que en gentilezas se anuncia, tendremos la que anuncia al hombre honesto y al ciudadano; y no tendremos necesidad de recurrir a la falsía36.

Rechazando juntamente la naturaleza salvaje y la «pulidez al uso», Duclos pone el acento en cualidades cuyo predicamento irá en ascenso en el espíritu de los círculos prerrevolucionarios: humanidad, talante benefactor, civismo.

Son precisamente esos valores los que en el lenguaje revolucionario se asociarán a la palabra civilización. Formarán parte de la serie de sus connotaciones persistentes. Al menos así es en los teóricos del progreso, en un Volney o un Condorcet. Siguiendo a J.Moras, hay que dejar constancia de que esa palabra civilización no figura casi nunca en los textos de combate de Mirabeu (hijo), Danton, Robespierre, Marat, Desmoulins o Saint-Just, que prefieren invocar a la patria y el pueblo, apelan a los grandes valores cívicos –libertad, igualdad, virtud– y celebran los progresos decisivos de la revolución mediante metáforas de la luz.

Conviene señalar especialmente que gracias a los valores a ella asociados, gracias a su alianza con la idea de perfectibilidad y progreso, la palabra civilización no vendrá a designar sólo un proceso complejo de refinamiento de modales, organización social, dotación técnica y aumento de conocimientos, sino que se cargará de un aura sagrada que la hará apta así para reforzar los valores religiosos tradicionales como para suplantarlos. La observación que se impone (y que la historia de la palabra civilización nos ayuda a formular), es que desde el momento en que una idea gana autoridad sagrada, y en consecuencia ejerce un poder movilizador, no tarda en suscitar conflicto entre grupos políticos o escuelas rivales de pensamiento que se pretenden sus representantes y defensores, y a tal título reivindican el monopolio de su propagación.

Un término cargado de carácter sacro hace de su antónimo algo demoníaco. Si no designa ya un hecho sometido a juicio sino un valor incontrovertible, la palabra civilización entra en el arsenal verbal del elogio o la acusación. Ya no es cuestión de valorar defectos o méritos de la civilización. Es ella la que se convierte en el criterio por excelencia: se emitirá juicio en nombre de la civilización. Es preciso tomar partido por ella, abrazar su causa. Se convierte en motivo de exaltación para cuantos responden a su llamado; o a la inversa, en fundamento de condenación: cuanto no sea civilización, cuanto se le resista o amenace ofrecerá aspecto de monstruo y mal absoluto. En el ardor de la elocuencia se hace admisible reclamar el sacrificio supremo en nombre de la civilización. Quiere decir ello que el servicio o la defensa de la civilización podrán legitimar, llegado el caso, el recurso a la violencia. Si no pueden ser educados ni convertidos, el incivilizado y el bárbaro no pueden permanecer en disposición de causar daño, y deben ser apartados de tal estado.

Citemos sólo un ejemplo, ilustrativo sobre todos: atañe a lo fundado de la colonización.

Tal como se expresa en el Esquisse (1794) de Condorcet, el pensamiento de las Luces condena la conquista colonial, y sobre todo el proselitismo de las misiones cristianas de ultramar. Los epítetos reservados tradicionalmente para los bárbaros («sanguinarios», «tiránicos», «estúpidos») se aplican a los colonizadores, a los misioneros, a quienes en el viejo continente siguen atados a las antiguas «supersticiones». Pero aparece una tarea nueva: educar, emancipar, civilizar. Lo sagrado de la civilización toma el relevo de lo sagrado de la religión. Aun así, el texto de Condorcet muestra a las claras que el objetivo último es el mismo: la reducción y desaparición de las otras culturas en el seno de la catolicidad de las Luces toma el relevo de la empresa misionera que había intentado reunir a la humanidad entera bajo la bandera de Cristo.

Vale la pena aquí citar por extenso:

Repasen la historia de nuestras empresas, de nuestros establecimientos en África o Asia, y verán nuestros monopolios comerciales, nuestras traiciones, nuestro sanguinario desprecio de los hombres de otro color o creencia, la insolencia de nuestras usurpaciones, el extravagante proselitismo o las intrigas de nuestros sacerdotes destruyendo el sentimiento de respeto y benevolencia que la superioridad de nuestras luces y las ventajas de nuestro comercio habían logrado al principio.

Pero sin duda se acerca el momento en que dejemos de mostrarles solamente corruptores y tiranos y nos volvamos para ellos instrumentos útiles o generosos libertadores.

Dedicados a un comercio libre, demasiado ilustrados acerca de sus propios derechos para burlarse de los de otros pueblos, los europeos respetarán entonces esa independencia hasta ahora violada con tanta audacia (...) Se verá cómo a esos monjes, que no llevaban a esos pueblos sino afrentosas supersticiones y les hacían revolverse al amenazarles con una nueva dominación, les suceden hombres ocupados en difundir en esas naciones las verdades útiles para su bienestar, en iluminarles así acerca de sus intereses como de sus derechos. El celo de la verdad es también una pasión, y debe llevar sus esfuerzos a las lejanas comarcas cuando no vea ya a su alrededor más prejuicios groseros que combatir ni vergonzosos errores que disipar.

Esos vastos países le ofrecerán, aquí, pueblos numerosos que no parecen aguardar para civilizarse sino recibir de nosotros los medios y hallar en los europeos hermanos para volverse amigos y discípulos suyos; allá, naciones sometidas a déspotas sagrados o estúpidos conquistadores que después de tantos siglos claman por libertadores; en otras partes, poblaciones casi salvajes que la dureza del clima aparta de las dulzuras de una civilización perfeccionada, al tiempo que repele igualmente a quienes quisieran darles a conocer sus ventajas; o bien, hordas conquistadoras que no conocen más ley que la fuerza ni otro oficio que el bandidaje. Los progresos de estas dos últimas clases de pueblos serán lentos, y más tormentosos; y aun puede ser que, reducidos a menor número, a medida que se vean rechazados por las naciones civilizadas acaben por desaparecer o perderse en su seno.

(...) Llegará así el momento en que el sol no alumbre ya sobre la tierra sino hombres libres, que no reconozcan otro dueño que su razón; en que tiranos y esclavos, los sacerdotes y sus instrumentos estúpidos o hipócritas, no existan ya sino en la historia y en los teatros (...)37.

Condorcet retoma, pero invierte, la argumentación que ya adelantara Gibbon en beneficio de una teoría más atemperada del progreso de las costumbres: según este último, si es que los pueblos bárbaros de Asia habían de llegar alguna vez a demostrarse de nuevo superiores a los europeos se verían obligados a adoptar para ello nuestro arte militar, nuestra industria, y por consiguiente, a entrar en la civilización38. Como acabamos de ver, Condorcet prefiere imaginar a la civilización repeliendo pueblos salvajes y nómadas hasta su extinción física o cultural: la imagen de expansión de las Luces permanece en él como modelo dinámico aun tras la condena de las conquistas territoriales.

Como la civilización es juntamente proceso y valor sagrado, y luz en expansión, se hace necesario saber dónde se halla en ese preciso momento su extremo más avanzado, o de preferirse la metáfora de la irradiación, en qué punto está situado su foco. El lenguaje postrevolucionario se veía en el deber de identificar los valores sagrados de la revolución con los de la civilización, y por consiguiente, de reivindicar para Francia, el país de la revolución, el privilegio de ser adelantada (o faro) de la civilización.

Ya Condorcet afirma tal papel nacional. Todavía más será éste un tópico de la retórica napoleónica.

¡Soldados! Vais a emprender una conquista cuyos efectos sobre la civilización y el comercio en el mundo son incalculables39.

A lo largo de todo el siglo XIX puede seguirse el rastro de este tema, a la vez nacional y ligado al recuerdo de la revolución del 89. La substitución de la religión por la civilización, de la Iglesia por Francia y su pueblo, aparece claramente afirmada en toda una serie de textos. En 1830 escribe Laurent d’Ardèche:

Noble pueblo de Francia, tú sigues siendo el elegido, el más caro a Dios entre todas las naciones; pues si tus reyes no son ya primogénitos de la Iglesia [...] no has dejado tú de ser primogénito de la civilización40.

En 1831, Michelet reivindica para Francia el «pontificado de la nueva civilización»41. Victor Hugo más que ningún otro se afana en consagrar la palabra civilización, al tiempo que atribuye a Francia el papel de sumo sacerdote:

El pueblo francés ha sido el misionero de la civilización en Europa42.

Y es en uno de los discursos de Victor Hugo posteriores al exilio donde puede leerse la expresión más cumplida de ese acaparamiento nacional de la civilización, epifanía de lo sagrado en la era moderna:

Puede decirse que en nuestro siglo hay dos escuelas. Ambas condensan y resumen sendas corrientes enfrentadas que arrastran a la civilización en sentidos opuestos, una hacia el porvenir, la otra, al pasado; la primera de esas escuelas se llama París, la otra, Roma.

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