Me llamo Sebastián Balbuena, tengo once años y en estos momentos un león gigantesco corre detrás de mí.

Me está persiguiendo.

No es un león cualquiera.

Es un león africano muy famoso que tiene nombre y todo: se llama «el Emperador».

Por lo visto, se lo pusieron después de devorar a más de cien gladiadores.

Está a punto de abalanzarse sobre mí y hacerme pedazos.

El león lleva unas empuñaduras de oro en las patas, y una melena muy larga.

Mientras me persigue, abre mucho la boca y gruñe, mostrando unos enormes colmillos.

Yo corro con toda mi alma, intentando que no me alcance.

Miles de personas gritan y se ríen a mi alrededor.

–¡Bravo!

–¡Corre, corre!

–¡Venga, extranjero!

Estoy dando vueltas en mitad de un circo romano muy grande que se llama Circo Augusto.

Para el que no lo sepa, un circo romano es como un estadio rectangular con gradas. Con un muro con columnas en el centro y con un enorme foso de arena. Allí dentro, los antiguos romanos celebraban carreras de caballos, peleas de gladiadores y otros espectáculos.

Espectáculos como, por ejemplo, uno de sus favoritos: leones contra humanos.

Es un espectáculo muy sencillo.

Como su propio nombre indica, consiste en que un grupo de personas tiene que luchar contra auténticos leones.

Los sueltan a todos juntos en mitad del circo, y que cada uno se apañe como pueda.

Tienen que pelear hasta que uno de los dos bandos acaba con los del otro. Normalmente ganan los leones, y parece que a los espectadores les encanta.

A mí no me parece muy buena idea, la verdad.

Esta tarde soy una de esas personas que tienen que enfrentarse con los leones.

Me ajusto las gafas y sigo corriendo con todas mis fuerzas.

El Emperador me pisa los talones.

Puedo sentir su aliento muy cerca de mí.

El público corea su nombre, animándole:

–¡Emperador! ¡Emperador! ¡Emperador!

Si me alcanza, podría devorarme de un solo bocado. Tiene una mandíbula gigantesca.

Estoy agotado de tanto correr.

Ya no puedo más.

Veo algo delante de mí, es un objeto metálico: un escudo tirado sobre la arena.

El león gruñe, está a punto de alcanzarme.

Me tiro desesperado al suelo, hacia el enorme escudo.

Lo levanto con las dos manos y me doy la vuelta, tapándome con él.

En ese preciso instante, el león se abalanza sobre mí, con sus garras y sus colmillos afilados...

Yo me giro.

¡Y el Emperador se estrella contra el escudo que acabo de levantar!

Cae rebotado, dándose un tremendo golpetazo.

Yo tiemblo debajo del escudo, pero aguanto.

La gente, en las gradas, se pone en pie y aplauden enfervorecidos.

Están entusiasmados.

Ha sido una buena maniobra, lo reconozco.

Pero mi alegría dura poco.

En unos segundos, el temible Emperador se pone en pie. Sacude su cabeza. Se recupera del golpe y se prepara para atacarme de nuevo.

Clava sus ojos fieros en mí. No parece tener muy buenas intenciones.

Quizá pueda defenderme otra vez con el escudo.

Pero no lo veo muy claro.

El león abre la boca y pega un tremendo gruñido que hace retumbar las paredes de piedra.

¡ARRRRRGGGGGGGGGGG!

Creo que no he estado tan asustado en toda mi vida.

Trago saliva, tiro el escudo y hago lo único que se me ocurre en una situación así: echar a correr.

Los gritos y las risas de los espectadores van en aumento.

Saben que el final está cerca.

Pueden oler la sangre.

Trato de huir a duras penas.

El Emperador me alcanza en cuatro zancadas y pasa volando por encima de mí.

Se da la vuelta y me corta el paso.

Me detengo delante de él.

Nos miramos.

Se hace el silencio más absoluto en el circo.

Miles de personas nos contemplan esperando que el león me pegue un zarpazo, o un mordisco, o lo que sea.

Ahora sí que no tengo escapatoria.

En ese momento, en medio del silencio, un ruido llama la atención del Emperador.

Es un sonido que conozco muy bien.

¿Será posible?

¡Es mi teléfono móvil!

Alguien me está llamando.

El león se queda desconcertado. Nunca ha oído algo parecido. Al igual que los miles de espectadores. En el Imperio romano, por supuesto, no existían los teléfonos, y mucho menos los móviles.

Yo introduzco muy lentamente la mano en mi túnica.

Y saco mi teléfono Sephorosa 9.0.

Increíble.

¡Está sonando!

Allí en medio.

Miro la pantalla y veo un número desconocido.

Tras dejarlo sonar varios tonos, por fin contesto.

–¿Hola?

–¿Sebas? ¿Se puede saber dónde te has metido?

–Pero ¿quién es? –pregunto.

–Que quién soy... ¿Es que no me reconoces? Soy tu profesor de matemáticas del colegio, y tu tutor también: el señor Anselmo... Llevas tres meses desaparecido y sin contestar las llamadas... ¿Te parece bonito?

–Buenas tardes, señor Anselmo –digo–. Es que me pilla un poco ocupado ahora mismo.

–¡No se te ocurra colgarme! –exclama él–. Habrase visto: no vienes al colegio y desapareces sin dar explicaciones. Esto no va a quedar así, jovencito.

Me doy cuenta de que los miles de personas que están en las gradas del Circo Augusto me miran, escuchando la conversación con los ojos muy abiertos.

Incluso el Emperador parece atónito ante el teléfono móvil.

–Perdón –trato de explicar–. Es mi profesor de matemáticas... Lo voy a poner en manos libres para que podáis oírle mejor...

Activo el sistema de manos libres.

–Diga algo, señor Anselmo...

–¿Pero qué quieres que diga? ¿A qué estás jugando, si se puede saber?

Al escuchar la voz que sale del teléfono, un murmullo de asombro recorre la grada.

El león da un paso hacia mí.

Otro paso más.

Yo me quedo muy quieto, sin mover ni un músculo.

Puedo escuchar al señor Anselmo al otro lado de la línea.

–Sebastián Balbuena, ¿sigues ahí? ¡No se te habrá ocurrido colgarme! ¿Pero qué ruidos son esos...?

Voy a contestar al señor Anselmo, pero el león pega un nuevo rugido. Creo que está a punto de devorarme.

Decido no hacer ni decir absolutamente nada.

El Emperador abre su enorme boca.

Se acerca mucho.

Y de un bocado...

¡Engulle el teléfono móvil!

Un «oooooooooooooooooh» recorre la grada.

Pero la cosa no acaba ahí.

El león abre de nuevo la boca.

Y de su interior sale una voz:

–¡No te lo voy a volver a repetir, Sebas! ¡Contesta ahora mismo!

Antes de continuar, será mejor que explique cómo he llegado hasta aquí.

Yo no vivo en la época del Imperio romano.

Ni voy al Circo Augusto todas las tardes, ni nada parecido.

En realidad, yo soy de un barrio de Madrid que se llama Moratalaz.

Lo que pasa es que...

Voy a decirlo directamente.

He viajado en el tiempo.

Ya sé que puede sonar un poco raro.

Pero es la verdad.

Yo mismo todavía no lo entiendo muy bien.

Fue un día en que estaba haciendo la compra con mi padre, mis hermanos y mis vecinas en el supermercado más grande del barrio, que se llama Dos Torres. Salíamos con unas bicicletas nuevas, recién compradas, y de pronto... ZAS.

Empezó una tormenta con rayos y truenos.

Todo ocurrió muy deprisa, y sin saber cómo, entramos en un agujero negro y caímos al vacío.

En pocos segundos aparecimos en Black Rock, un poblado del lejano Oeste, donde vivimos un montón de aventuras.

Poco después cayó otra tormenta y viajamos a un reino de la Edad Media, donde unos dragones casi acaban con nosotros.

Ya lo sé, es algo increíble que no tiene lógica. Pero es la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.

Todo esto que nos ha ocurrido de los viajes en el tiempo y el espacio está relacionado con las tormentas eléctricas y los rayos. Pero aún no sé muy bien cómo ni por qué.

El caso es que mi padre, mi hermano Santi, mi hermana Susana, mi vecina Mari Carmen, su hija María y yo mismo vamos dando saltos en el tiempo, apareciendo en distintos lugares y épocas.

Espero que tarde o temprano podamos volver a casa.

Echo de menos muchas cosas.

Hace unos días, intentando encontrar el camino de regreso, volvimos a meternos debajo de otra tormenta y... ZAS.

ZAS significa otro agujero negro.

Esta vez íbamos todos a caballo.

Bueno, todos menos mi hermana Susana, que iba subida en un avestruz. Ya sé que tampoco es una cosa muy normal que una niña vaya en un avestruz, pero es que nada de lo que nos ocurre últimamente es muy normal.

Íbamos los seis galopando, bajo el cielo negro cubierto de nubes, persiguiendo una tormenta, cuando de pronto cayó un rayo muy cerca.

Todo se iluminó.

El suelo desapareció bajo nuestros pies.

Entramos en una especie de vacío sin fondo.

Caímos.

Caímos.

Y caímos...

Hasta que de pronto...

Aparecimos en mitad de un valle enorme a plena luz del sol.

A nuestro alrededor solo se veía la tierra desértica y unas colinas.

–¿Dónde estamos? –preguntó Mari Carmen.

–Hummmmmmm –respondió mi padre, oteando el horizonte–. Yo diría que... a juzgar por el color del cielo... y por esta tierra tan seca... creo que... podríamos estar en cualquier sitio, la verdad.

María y yo estábamos subidos en un gran caballo blanco. Ella iba agarrada a mi cintura, y yo sujetaba las riendas con la mano.

Ahora que había aprendido a montar, me parecía lo mejor del mundo. Cuando volviera a Moratalaz, si es que regresábamos algún día, a lo mejor podría enseñar a mis compañeros del colegio. Aunque, bien pensado, en Moratalaz no hay muchos caballos precisamente.

–¿A qué época hemos viajado esta vez? –preguntó Susana, agarrada al cuello del avestruz.

–¡Mirad! –exclamó mi padre señalando un pájaro que volaba por encima de nuestras cabezas con las alas extendidas–. ¡Es precioso! ¡Qué alas tan grandes, y qué pico tan hermoso y tan rojo, y qué... qué... qué cerca está...!

En un abrir y cerrar de ojos, el pájaro se echó encima de mi padre, que se protegió con las dos manos.

–¡Socorro! ¡Me está atacando un pajarraco! –gritó.

–Venga, Sebastián, no exageres –dijo Mari Carmen–. Seguro que solo quiere jugar. Pajarillo, ven aquí, bonito...

Dicho y hecho.

Aquella ave se abalanzó ahora sobre Mari Carmen, abriendo sus alas y enseñando dos patas con garras bien afiladas.

–¡Aaaaaaaaaaaaah! ¡Me está atacando! –gritó ella.

Del susto, se cayó del caballo.

–¿Estás bien? –preguntó mi padre alarmado, bajando a ayudarla–. Si es que no te puedes fiar de las apariencias...

El pájaro levantó de nuevo el vuelo.

Entonces, la tierra comenzó a temblar.

Era un ruido terrible.

Todo se movía.

–¿Es un terremoto? –preguntó María.

–¿Un huracán?

–¿Otro agujero negro?

Nada de eso.

Eran...

¡Seis mil soldados romanos caminando al mismo tiempo!

¡Una legión romana al completo, con sus escudos, sus cascos y sus lanzas!

Aparecieron sobre la colina, amenazantes.

Avanzaban en formación dando pasos firmes, todos a una.

PLAM.

PLAM.

PLAM.

A cada paso, el suelo temblaba.

Se acercaban directos hacia nosotros, que no nos atrevíamos a movernos.

Detrás de ellos, sobre un gran caballo negro, surgió el que parecía ser el jefe: un hombre con una especie de armadura de placas de acero y un casco con enormes plumas rojas. Tenía una nariz aguileña descomunal, parecía que incluso te podría atacar con ella.

Una docena de jinetes fuertemente armados le escoltaban. Uno de ellos, que tenía una gran barba negra, gritó:

–¡Paso a la legión romana! ¡Arrodillaos ante el insigne cónsul Flavio Pío Galba Casio Septimio Vitelio, también conocido como «el Halcón de Roma»!

Nos miramos sin saber muy bien cómo reaccionar.

–¿Qué hacemos? –pregunté en voz baja–. ¿Nos arrodillamos?

–Yo no me pienso arrodillar ante el napias –dijo mi hermana pequeña–, por muchos soldados y muchos nombres que tenga.

Sin dejar de avanzar hacia nosotros, el cónsul levantó el brazo, y el ave que había atacado a mi padre un segundo antes fue directa a posarse allí, sobre su muñequera de cuero negro. Al ver juntos al pájaro y al cónsul, era evidente que tenían un gran parecido.

Ahora entendí que aquella ave era un halcón.

Los miles de soldados seguían aproximándose a paso firme.

PLAM.

PLAM.

PLAM.

El soldado de la barba sacó su espada y volvió a gritar:

–¡Arrodillaos ante el Halcón de Roma, o preparaos a morir!

Mi padre nos dijo:

–Hala, todos de rodillas, que al final la liamos.

–Ay, Sebastián. Yo creo que con esto de los viajes en el tiempo vamos de mal en peor –se lamentó Mari Carmen.

Los dos se pusieron de rodillas.

Mi hermano Santi murmuró algo y, a regañadientes, también se agachó.

–Pues venga, al suelo –dijo María, bajando del caballo–. Qué remedio.

En un momento, todos se pusieron de rodillas.

Todos menos yo.

Hasta mi hermana Susana se inclinó.

–¿Pero tú no decías que no te ibas a arrodillar? –pregunté.

–A ver, ha sido un pronto –se excusó–. Pero si hay que elegir entre ponerse de rodillas o morir, la cosa está clara.

Yo era el único que permanecía subido al caballo.

–Sebas, no es el momento de hacerte el valiente –me dijo mi padre, nervioso–. Baja aquí ahora mismo.

–Que no es eso –protesté–. Es que se me ha enganchado el pie.

Era la verdad.

No tenía ninguna intención de desobedecer a los romanos, y no me importaba lo más mínimo ponerme de rodillas delante del cónsul.

¡Pero es que no podía hacerlo!

Mi pie se había quedado enganchado en la correa del caballo y no era capaz de bajar.

Al que nunca le haya pasado, a lo mejor se cree que no es para tanto. Pero no es tan sencillo bajar de un caballo enorme con un pie enganchado en la brida, o como se llame.

Los miles de soldados estaban ya muy cerca. Los teníamos prácticamente encima.

Se detuvieron todos al mismo tiempo, a pocos metros de nosotros. En perfecta formación. Sonaron unas trompetas. Y, de inmediato, varias columnas de soldados se abrieron, dando paso a los jinetes.

Al frente de todos ellos iba el cónsul, con el halcón sobre su brazalete.

Mi padre, de rodillas, dijo:

–Ave, señor Halcón. Somos los Balbuena de Moratalaz, y unas vecinas.

El cónsul nos miró sorprendido, como si fuésemos unos bichos raros.

A su lado, el soldado barbudo gruñó.

–¡Arrodillaos todos! –exclamó–. ¡Estáis ante el cónsul Flavio Pío Galba Casio Septimio Vitelio! ¡Y ante la poderosa Legión del Halcón, invencible en doscientas veintidós batallas! ¡De rodillas he dicho!

La verdad es que imponían aquellos jinetes y los miles de soldados que los acompañaban.

–Perdón –murmuré–. Yo me pondría de rodillas, pero es que se me ha enganchado el pie.

–¿Cómo osas desafiar el poder de los dioses y del Halcón de Roma? –preguntó el soldado, con la espada desenvainada en la mano.

–¡Si yo no desafío nada! –me defendí–. Es la correa esta, que no va...

–¡Silencio! –bramó–. ¡O te atravesaré con mi espada!

Entonces el cónsul le hizo un gesto con la cabeza, o más bien con la enorme nariz.

–Vamos, vamos, Cayo –dijo altivo–, no te pongas así. Solamente es un niño asustado.

Luego me miró directamente y añadió:

–No se lo tengas en cuenta, muchacho. Aquí donde le ves, Cayo es un centurión muy bravo, pero le pierden los modales.

–No pasa nada –respondí–. Le prometo que me pondría de rodillas ahora mismo si pudiera.

–Ya te pondrás, no te preocupes –dijo él–. No estropeemos ahora un hermoso día de caza.

–Ah, qué bien –dije–. ¿Y qué están cazando ustedes? ¿Perdices, conejos...?

Al oírme, todos los soldados comenzaron a reírse a la vez.

Por lo que se ve, aquellos hombres lo hacían todo al mismo tiempo: caminar, detenerse, reírse.

El cónsul movió de nuevo la nariz y las risas cesaron de golpe.

–Nada de eso, pequeño –dijo–. Estamos cazando... ¡esclavos!