A mi sobrina Valeria,

que acaba de comenzar la aventura
de su propia historia.

 

 

 

 

 

 

ODÍN:

[...]

Ay de aquel a quien mi furia alcance.

Su orgullo se convertirá en dolor.

Así pues, te aconsejo

que no me provoques.

Recuerda lo que te he ordenado:

Siegmund debe morir.

Sea esa la labor de la Valquiria.

RICHARD WAGNER,

Die Walküre, acto II, escena 2.ª

Esto va a acabar mal.

Rubén detiene sus movimientos, no se reconoce en el espejo del diminuto cuarto de baño de la habitación. Su reflejo le devuelve la imagen de un rostro tenso, sin afeitar, con unos ojos que se hunden bajo mechones de cabello apelmazado por el sudor. Parece enfermo, hace dos días que apenas duerme. Se enfrenta a su propia mirada en el cristal y solo ve la expresión asustada de un desconocido.

Soy yo, se insiste.

Tengo que largarme de aquí o terminaré como Marta.

Y Marta está muerta.

Rubén procura contener el nerviosismo. No se lo puede permitir. Aparta la vista del espejo y la pasea sobre la cama donde descansa su móvil, junto al portátil encendido que muestra su muro de Facebook con el último estado que ha publicado minutos antes:

 

Los errores se pagan.

 

Unas palabras que nadie sabrá interpretar.

Encima de una manta, la pantalla del teléfono comienza a emitir un destello rojizo que parpadea en medio de la penumbra del dormitorio. Crea sombras fugitivas que se asoman al ritmo de la vibración. Con cada fogonazo se insinúan los carteles de la pared, las zapatillas por el suelo, la mesilla, el armario abierto en cuyo interior se intuyen pantalones y jerséis amontonados. Objetos que a continuación, con la recobrada negrura, pierden sus contornos.

Buena metáfora, se dice Rubén. A mi alrededor la oscuridad siempre vuelve. Siempre.

El resplandor de su teléfono no descubre nada nuevo. Ahí sigue todo, en su misma posición: el armario, los carteles de películas, las zapatillas. Un poco más allá, la silla colonizada por una pila de ropa sucia de la que cuelga un calcetín. Ingredientes de un escenario que ha acompañado a Rubén durante cada jornada universitaria desde que comenzó el primer curso.

Un escenario que ahora, en plena noche, ha decidido abandonar.

Rubén tiene que desaparecer. La residencia universitaria no le protegerá. No del peligro que le acecha esa noche.

Se acabó el juego.

Rubén ignora la alarma intermitente, se esfuerza por fingir que no se ha activado y continúa con los preparativos de su equipaje. Lo mete todo en una mochila. Cada minuto cuenta. Ha preferido no encender ninguna luz y ahora se mueve en silencio, casi a tientas, aprovechando el resplandor nocturno procedente de la ventana.

Pero el guiño luminoso del móvil, que no cesa, marca una cuenta atrás. Rubén alcanza la cama en dos zancadas y se inclina sobre su teléfono. La aplicación del juego permanece activa; su señal de geolocalización, que lleva cinco minutos incordiando, le advierte con su parpadeo rojo de que Jugador3 ha entrado en su área de seguridad. Se mueve cerca, tal como confirma el mapa de Valkiria.

Viene a por mí.

Rubén presiente que, esta vez, su propia persona constituye el objetivo de la misión de ese adversario. Tiene que serlo. La geolocalización de Valkiria, intencionadamente poco precisa, es suficiente para confirmar que alguien se acerca. Alguien que mantiene activa la aplicación del juego.

Muy sospechoso.

Rubén se aparta de la cama para otear el panorama, con discreción, a través de la ventana de su dormitorio. Desde ese punto queda a la vista buena parte del recinto universitario, apenas iluminado por farolas de luz blanquecina, que dan al conjunto un aspecto tétrico. Muy oportuno, piensa él. Una escenografía perfecta.

Perfecta para una trampa.

Ante sus ojos no se distingue ni un alma, aunque sabe que alguien se mueve por las inmediaciones.

Rubén hace cálculos: Jugador3 podría estar cada vez más cerca, aunque la aplicación de Valkiria no permita un seguimiento tan minucioso.

La alarma persiste. Rubén entrecierra los ojos, intenta agudizar la vista desde su posición. Aguarda en la oscuridad, tras el cristal, como un francotirador. En un radio de unos doscientos metros desde su dormitorio quedan el extremo más próximo del campo de fútbol, los edificios del rectorado y la biblioteca, otra residencia de estudiantes, el parque y la cafetería. En cualquier caso, obstáculos que favorecen un recorrido invisible hasta la puerta principal de la residencia donde él se encuentra.

¿Y si está dentro?

Rubén traga saliva. Cabe que el misterioso visitante haya accedido ya a la residencia, y en ese caso la señal de Valkiria sería la misma: el parpadeo.

Jugador3 podría estar en el pasillo de los dormitorios. Al otro lado de la puerta de su habitación, incluso. Aguardando para cumplir la nueva misión.

Pero no. Rubén procura serenarse mientras vuelve junto a la cama; no ha transcurrido el tiempo suficiente desde que saltara la alarma. En cinco minutos, Jugador3 no ha podido recorrer el área de seguridad y superar el acceso a la residencia, cerrado a esas horas salvo para los huéspedes.

Todavía dispone de tiempo para huir.

O eso espera... siempre y cuando el intruso no esté alojado en su misma residencia.

Todo es posible.

Rubén cierra la mochila sin hacer ruido. Sus pupilas examinan ahora el paisaje doméstico que se extiende a su alrededor. La sensación de urgencia late en cada rincón: las mantas revueltas, el botellín de agua tumbado sobre la mesilla, una lata vacía, papeles por el suelo. Son los rastros que dejará con su precipitada marcha.

Lo importante es no dejar ningún indicio que delate su próximo destino, o lo localizarán. Quienquiera que esté detrás de Valkiria lo encontrará si comete el más mínimo error. Y entonces no le concederán una segunda oportunidad.

–El concierto ha terminado.

Unai acaba de interpretar con su violín una melodía suave. Todavía con el instrumento apoyado en el hombro, contempla el arco que sostiene su mano derecha. Le gusta improvisar, descubrir, dejarse llevar por la intuición. Cada movimiento despierta nuevas notas, construye un verso distinto en su mente. El violín forma parte de su vida, una pasión que comparte con uno de sus personajes literarios favoritos, Sherlock Holmes.

–Ha sido genial –Vega le estampa un beso rápido en unos labios que conoce bien. Los dos están sentados sobre la cama–. Hoy estás especialmente guapo, además. Me va a costar mucho irme a mi habitación esta noche.

Tampoco le apetece dormir sola. Una reciente tragedia en la universidad la ha afectado mucho, y lo último que quiere ahora es enfrentarse a su habitación vacía. Bastante soledad se respira ya esos días.

–Conoces las normas de la residencia –Unai deposita con delicadeza el instrumento en su estuche–. No me obligues a ser un chico malo.

Ha soltado una risilla maliciosa. Su tono, demasiado débil, indica que tampoco le parece tan mal cometer esa infracción.

–Ya las estoy incumpliendo. ¿Te has fijado en qué hora es?

Unai asiente con la mirada dirigida hacia la noche, que se distingue más allá de la ventana del dormitorio. Se ha hecho muy tarde, el campus duerme.

–Así que hoy estoy muy bueno... –repite, instándola a continuar con el cumplido.

Sus pupilas vuelven a centrarse en ella, quiere jugar. Vega se reacomoda sobre el colchón. Sus hombros y sus piernas se rozan.

–Tampoco te lo creas tanto.

–Pero lo has dicho con asombro. ¿Eso quiere decir que normalmente no te lo parezco?

Llevan cuatro meses saliendo. Se conocieron el primer día del nuevo curso en la universidad –ella estudia segundo de Filología; él, segundo de Arquitectura–, aunque por entonces Vega todavía estaba con Rubén, un carismático alumno de tercero en la facultad de Derecho. Los tres se llevan bien ahora, aunque en un principio resultó incómodo compartir espacios y compañías. La ruptura no tuvo nada que ver con la aparición de Unai, como siempre le recuerda ella; la relación ya estaba herida para cuando empezaron a sentirse atraídos el uno por el otro.

Vega contempla a su novio con una sonrisa: Unai Bengoa es delgado, de estatura media. Aunque ella prefiere los chicos altos –como Rubén–, su chico ofrece a cambio unas facciones suaves que atrajeron su atención desde el primer momento: ojos de un gris lánguido tras sus gafas de pasta oscura que le dan un aire intelectual, el cabello largo sorprendentemente rubio y una piel fina, muy blanca, con un leve asomo de barba, que permite adivinar el contorno de sus pómulos. Es una piel que contrasta con esos labios gruesos que Vega no se cansaría nunca de besar.

–Venga, sonríe –le pide ella de repente.

Unai obedece mostrando la blancura de sus dientes.

–¿Por qué?

–Cuando sonríes se te cierran mucho los ojos, pareces oriental. Todavía estás más guapo.

Vega le aparta los mechones de pelo que le caen sobre los ojos y vuelve a besarlo, esta vez en el cuello. Sabe que es una zona muy sensible de Unai. Nota cómo al chico se le eriza la piel.

–¡Oye, que Compu puede aparecer en cualquier momento!

Vega descarta esa posibilidad con un gesto.

–Esta noche no vendrá: me ha dicho que tiene examen mañana.

Compu, que en realidad se llama Sergio Villar, es uno de los mejores amigos de ambos. Vega lo conoce desde el colegio, aunque ahora estudian carreras distintas.

–Es verdad –coincide él–. Si no ha llamado a la puerta a las once en punto, nuestra hora tradicional para la reuniones nocturnas, es que no viene.

–Entonces...

Vega sonríe con malicia. Comienza la siguiente maniobra de aproximación, pero cuando está a punto de volver a juntar su boca con la de él, suenan unos rítmicos golpes en la puerta, sello inconfundible de los nudillos de Compu. Ella y Unai separan sus rostros justo a tiempo, aunque por la mueca molesta que adopta el recién llegado, es obvio que se ha percatado de lo que interrumpe con su llegada. La posibilidad de pillarlos en plena faena no le hace ninguna gracia y tampoco lo disimula. Solo le falta gruñir.

–Hola, chicos –saluda, fingiendo que no se ha dado cuenta de nada–. Lamento este imperdonable retraso.

Por el tono tranquilo que emplea, Compu no tiene intención de retirarse para dejarles algo de intimidad.

–¿Pero no me habías dicho que tenías que estudiar? –pregunta Vega.

Compu suspira.

–Me ha dado por pensar en lo de Marta –responde–. Así no hay manera. No me quito de la cabeza su muerte.

Unai, que se ha quedado aguardando el roce de los labios de su chica, asiente.

–Es un asunto feo.

Vega observa a Compu –alto, moreno y tan flaco que parece que se le vayan a descoyuntar los huesos cuando gesticula–, que se acaba de sentar en la única silla de la habitación. Se alojan en la misma residencia, tal como acordaron incluso antes de terminar el bachillerato. El apodo de Compu viene de «compulsivo», pues se trata de un chico extremadamente riguroso con el orden y la puntualidad. Jamás improvisa. En su habitación, siempre impecable (la ropa de cama sin una arruga, las zapatillas alineadas en el suelo, los libros bien colocados en las estanterías), no hay un solo elemento que no ocupe su lugar, y nunca, bajo ningún concepto, incumple sus planificaciones. Estudiante de Derecho, es fiel a sus amistades y a sus aficiones: la lectura, los vídeos de algunos youtubers y el dibujo hiperrealista. En poco tiempo, Compu se ha hecho buen amigo de Unai, a quien conoció a través de Vega.

–¿No os parece mal que la rutina en el campus se haya reanudado tan pronto?

La memoria de los tres recupera la imagen de Marta, una alumna de primer curso en la facultad de Farmacia de esa universidad, víctima mortal de un accidente dos días atrás.

Unai comienza a limpiar sus gafas de pasta con un pañuelo de papel que ha cogido de la mesilla.

–Todo sigue igual que siempre –confirma Compu–, cuarenta y ocho horas después de que una estudiante se haya tirado por la ventana de su habitación. Nada se detiene, ¿no? La universidad está de luto, pero todo continúa como si nada.

–Yo tampoco lo entiendo –añade Vega.

–Marta es un número más en un campus de catorce mil alumnos –explica Unai–. Salvo ella, los demás hemos de seguir y eso es lo que cuenta, por duro que suene. La maquinaria universitaria no se detiene por la muerte de una alumna.

Unai, el hombre práctico. Vega admira su capacidad para sintetizarlo todo, para procesar la realidad de un solo vistazo y extraer sus conclusiones. Unai asimila la esencia de las cosas desprendiéndose de lo superfluo y obtiene, a cambio, un diagnóstico razonablemente fiable que le permite acertar en sus estrategias. Es realista y rentabiliza su tiempo y sus preocupaciones. Como él mismo suele decir, no malgasta sus energías en inquietudes inútiles. Aunque también sabe ser, cuando la situación lo requiere, atento y considerado, algo poco habitual en chicos de su edad.

A Vega le fascina ese pack... y lo bien «envuelto» que está en su cuerpo tan proporcionado.

–Aun así, no debería importarnos tan poco lo que ha sucedido –se queja ella–. ¡Ha muerto una compañera!

Unai le acaricia una mejilla.

–Siempre tan sensible, Vega. No serías tú si no estuviéramos manteniendo esta conversación.

–Eso no me consuela.

–Pero es lo que hay. Va todo tan rápido que no hay tiempo para la compasión, supongo. La muerte de Marta impresiona, como la de cualquier persona joven. Pero su presencia en esta universidad es... historia. Siento ser tan franco.

Vega menea la cabeza, se niega a aceptar esas palabras que la deprimen.

–Qué poco cuesta desaparecer de la vida de los demás, ¿no?

–Creo que Rubén tuvo algo con ella no hace mucho –comenta Compu–. Quizá por eso ha estado muy raro desde que se supo la noticia.

¿Rubén con Marta? Vega ignoraba ese dato tan íntimo, aunque no le sorprende que él se lo haya ocultado. La comunicación con un ex requiere cierta consideración. Ella no habría querido saber algo así, desde luego. Estar poco informada sobre las andanzas sentimentales de alguien con quien has mantenido una relación es lo más saludable.

–Eso explica que no se le haya visto el pelo últimamente –añade Compu con indiferencia –. ¿Tú has coincidido con él estos días?

Se ha dirigido a Unai, que responde al momento:

–Muy poco. A lo mejor está de exámenes, como tú. No conozco el calendario de los de tercero de Derecho. Pero, vamos, a Rubén sí ha debido de afectarle la muerte de Marta: lo noté serio y tenía mala cara.

Vega asiente.

–Tal vez no se portó bien con ella y ahora se arrepiente. Con su adicción a los videojuegos, es fácil que pasara de Marta en algún momento sensible. No sería la primera vez.

Ella misma vivió un par de ocasiones así mientras fueron novios, un recuerdo que no le apetece rescatar.

–Ni idea –concluye Unai.

–De todos modos, sigue siendo muy pobre la reacción en la universidad.

–Marta no era amiga nuestra –insiste Unai–, solo una compañera. Para la mayor parte de la gente en este campus, se trata de una desconocida.

Cierto. El único contacto que Vega ha tenido con ella desde que empezó el curso ha sido durante una fiesta en casa de un amigo, meses atrás. Vega recuerda muy bien esa noche; el alcohol los había arrastrado a juegos provocadores y muchas risas. Lo que daría ahora por otra fiesta así.

–Eso da igual –responde Vega–. La tragedia es la misma. Ella tendría sus sueños, sus planes. Como cualquiera de nosotros. ¡Debería afectarnos mucho más que alguien de nuestra edad decida matarse!

Unai se encoge de hombros, la expresión de su rostro es de resignación.

–Te lo repito –sentencia–: la vida de una estudiante no vale lo suficiente como para interrumpir el ritmo de la comunidad universitaria. Un funeral en la capilla, el mensaje estándar del rector y una silla vacía en algún aula del pabellón de Farmacia hasta que termine el curso. Fin.

Compu, que ha permanecido en silencio, consulta ahora su reloj.

–Con vosotros aún me va a costar más centrarme para el último repaso del examen –se queja–. ¡Si lo sé, no saco este tema! Os dejo, voy a ver si tras este descanso consigo que me cunda. ¡Nos vemos mañana!

Unai y Vega le desean suerte mientras su amigo abandona la habitación. Vega, que se ha levantado de la cama, da unos pasos hasta situarse ante la ventana de la habitación. Su gesto indica que no está dispuesta a abandonar la conversación:

–Así que una silla vacía en Farmacia... Te olvidas de un ingrediente más.

–¿Cuál?

–Una familia destrozada que abandona el campus para siempre, casi por la puerta de atrás, llevándose las pertenencias de su hija muerta.

Unai suelta un silbido.

–Impresionante. Tienes una forma muy literaria de ver las cosas.

–Eso no me lo pone más fácil.

–Pero sí más interesante. Oye –añade–, ¿por qué has dicho lo de la puerta de atrás?

–¿No te parece que el suicidio sigue considerándose, en el fondo, algo vergonzoso? A veces da la impresión de que a algunas familias que lo han vivido de cerca les preocupan los rumores. No es solo una cuestión de dolor...

Unai se rasca el mentón.

–Creo que si procuran ocultarlo es por la culpabilidad que sienten, ¿no?

–El suicidio se vive como un fracaso. Tanto de quien ha muerto como de quienes estaban cerca y no supieron ver cómo esa persona se aproximaba al abismo. Un error sin consuelo posible –concluye Vega.

–Salvo el tiempo.

Vega duda de que el tiempo ayude a cicatrizar un daño así. Quizá con el transcurso de los años la herida deja de sangrar, pero no de doler. Uno no se cura de una amputación, simplemente aprende a vivir con ella.

–Un suicidio no es culpa de nadie.

Vega proyecta ahora su aliento contra el cristal hasta que el vaho tamiza la visión del exterior. Es como si la niebla hubiera invadido por un instante el recinto universitario; le gusta esa imagen: se imagina envuelta por la bruma, la caricia de la humedad sobre su rostro y la sensación de avanzar por un mundo de fronteras difusas. La realidad marca unos límites demasiado nítidos, amenaza los sueños. A lo mejor por eso hay gente que ve como única escapatoria la muerte, piensa.

–Me gustaría ser menos sensible.

–Todo lo vives con intensidad, y eso desgasta. Yo te quiero así... aunque no siempre pueda seguirte.

Unai es incapaz de ver la vida como ella, aunque se esfuerza por atender a esos detalles que nunca había sido capaz de percibir hasta que ha empezado a salir con Vega. Y ella lo sabe.

–Te quiero mucho, Unai. Gracias por estar siempre ahí y por aguantar mis neuras.

Ahora es él quien se levanta de la cama. Llega hasta Vega y la abraza por la espalda.

–Las neuras forman parte de tu encanto –le guiña un ojo–. Gracias a ti por hacerme mejor.

Los dos se quedan callados unos minutos. Imaginan a Marta meses atrás, joven, vital, comenzando con ilusión una etapa universitaria que acabaría demasiado pronto. Quién habría predicho un desenlace tan dramático. Visualizan ahora la habitación de la chica en la tercera planta de su residencia, las flores que habrán depositado sus compañeros junto a la puerta, la atmósfera fría en su interior. Recrean las paredes desnudas del dormitorio –tras la inspección de la policía, el personal de limpieza se habrá apresurado a borrar toda huella de la última inquilina–, incluso la ventana desde la que Marta se precipitó al vacío en plena madrugada.

–Me pregunto quién tendrá el valor de ocupar esa habitación –dice Unai– y si a ese estudiante le dirán lo que ha ocurrido allí.

–Lo dudo. Se tendrá que enterar más adelante, cuando ya sea tarde para pedir un cambio.

–Estoy de acuerdo. La residencia no querrá conservar una habitación maldita. Les interesa pasar página cuanto antes.

Vega supone que no debe de ser sencillo dormir en un lugar donde todavía aletea el aura de la muerte. Ella se vería incapaz de pegar ojo en esas circunstancias.

Rubén espera. La alerta sigue parpadeando en la pantalla de su móvil, lo que confirma que Jugador3 continúa dentro de su área de seguridad. Lo imagina cada vez más cerca, avanzando en medio de la noche con el semblante frío de un cazarrecompensas.

Porque eso es lo que somos en Valkiria.

–Tiene activo su perfil de jugador para localizarme... –susurra para sí mismo–. Por eso se arriesga a delatarse. Tiene que llegar hasta mí y para eso necesita mantener activa la aplicación de Valkiria. Al menos hasta que esté lo suficientemente cerca como para identificarme.

En cuanto sepa quién soy, no tendré escapatoria.

Rubén se pregunta si el máster del juego permitirá a su adversario una geolocalización más rigurosa que la suya. Intuye que sí, que le habrá otorgado ese privilegio, ya que es él quien decide las misiones de cada uno.

Le va a conducir hasta mí. Eso me coloca en inferioridad de condiciones; yo no puedo controlar su avance.

Rubén se desentiende ahora del aviso, tiene que concentrarse en su próxima maniobra. Apoya su mano en el pomo de la puerta de la habitación. Con la mochila a la espalda, aguarda mientras estudia los sonidos que proceden del otro lado. Ha llegado el momento de abandonar su pequeño refugio, un refugio que está a punto de convertirse en una ratonera. Dirige una última mirada al que ha sido su dormitorio durante esos tres cursos en la universidad; la urgencia no le va a permitir una despedida más digna que ese desorden de bultos y ropas.

Todo se convierte en un lastre cuando se trata de huir.

Escucha. Solo percibe el zumbido del silencio más allá de la puerta. Es la una de la madrugada; imagina el pasillo vacío de la residencia. Aun así, siempre existe el riesgo de cruzarse con alguien...

–Cualquiera puede ser Jugador3 –murmura, pensando en los mil alumnos alojados en el campus, o en el resto, ya que cualquiera de ellos ha podido regresar al recinto universitario esa noche–. Si tuviera delante de las narices a mi enemigo, no lo reconocería. No debo fiarme de nadie.

Le sudan las manos. Ahora gira la cabeza hacia la ventana, valorando una última ocurrencia, aunque el recuerdo del trágico final de Marta le hace desecharla. Su dormitorio se encuentra en la segunda planta de la residencia, demasiada altura como para intentar una fuga por esa vía.

Tiene que salir al pasillo. Es inevitable, el juego va a comenzar de nuevo. Solo necesita un poco de suerte.

Su mano sigue aferrada al pomo de la puerta como si aguardara unas instrucciones que no terminan de concretarse. Rubén sabe que ha llegado el momento de quedar al descubierto. La suerte está echada y cada minuto aumenta el riesgo de un encuentro peligroso.

Hazlo por Marta, procura animarse. Sálvate.

 

# # #

 

–Dicen que ni siquiera gritó cuando caía –susurra Vega–. Qué escena tan triste. Marta tenía toda la vida por delante...

Un rasgo de Vega que sedujo a Unai desde que se conocieron es su sensibilidad. Esa delicadeza, su empatía, le atrapó. Siempre comprometida con mil causas, Vega asumía su responsabilidad como ciudadana del mundo. No se limitaba a ser una estudiante más. «No actuar te hace cómplice», solía repetir. Y él quiso serlo de ella: le pidió salir a las pocas semanas. Vega tampoco dudó. Él aportaba sentido común, su optimismo a prueba de bomba y un apoyo sin fisuras.

–Marta ya no existe –recuerda Unai con suavidad–. Esa es la cuestión. Por muy doloroso que sea para su familia. Marta es un recuerdo y los demás seguimos aquí. Fuera cual fuese su problema, ella decidió huir, rendirse.

Vega se gira hacia Unai. Ha dejado la noche a su espalda, tras el cristal.

–¿El suicidio te parece una huida?

Unai baja la mirada.

–No me lo preguntes así. Haces que suene terrible... No sé si Marta estaba enferma y por eso hizo lo que hizo. Lo único que digo es que el suicidio es una solución demasiado fácil y egoísta que provoca sufrimiento en otros. Quien afronta sus problemas no se mata, simplemente. ¿Por qué no recurrió a sus amigos, a su familia? Siempre hay alguien que puede ayudarte.

Vega se muerde el labio inferior. Su atención ha regresado al paisaje exterior.

–Quizá siempre haya alguien –coincide–. Pero no siempre eres capaz de verlo.

Vega procura imaginar la soledad, la desesperación que experimenta quien decide acabar con su vida.

–En eso te doy la razón.

–Es triste lo poco que importamos –Vega no deja de contemplar el panorama oscuro del campus, especialmente solitario esa noche. Desde su posición alcanza a ver la silueta de la residencia donde se aloja su ex, Rubén–. Supongo que si uno decide quitarse la vida con dieciocho años, aspira a provocar al menos algún tipo de reacción general... Pero está claro que el mundo no cambia con tu ausencia.

–Los suicidios se tapan para evitar el fenómeno de imitación, ya sabes. Y a la universidad tampoco le interesa que una noticia así se haga pública. Perjudica su imagen. En unos días, nadie hablará de Marta, y mucho menos habrá más declaraciones oficiales desde el rectorado. Simplemente, se olvidará que ella pasó por esta universidad. Ni siquiera incluirán su foto en la orla de la promoción cuando sus compañeros terminen la carrera.

–La versión oficial es que Marta se cayó por la ventana –recuerda Vega–. Pero nadie se lo cree. ¿Un accidente? La policía ha confirmado que se trata de un suicidio.

–Pues claro –Unai señala la repisa junto a ellos–. Para caerse desde una de estas ventanas, uno tiene que esforzarse. Ella lo quiso así.

–¿Y no dejó ni siquiera una carta de despedida?

Vega hubiera necesitado explicarse en una situación tan extrema, despedirse, dirigir al menos unas líneas a su familia y amigos que permitieran ahorrar remordimientos futuros. No concibe que alguien que toma la determinación de marcharse para siempre no tenga nada que decir, aunque solo sea una disculpa por no ser lo suficientemente fuerte, por provocar ese daño tan inmenso.

–Ni idea –Unai se rasca el mentón–. Ese detalle no ha trascendido, aunque ella sí se preocupó de restaurar su móvil para no dejar ni una pista sobre qué la llevó a hacer algo así. Es extraño ese pudor casi póstumo. ¿Para qué molestarse?

–Tal vez sufría una depresión... –Vega insiste en su intento de comprender, de justificar.

–¿Depresión? Por lo que dicen, Marta era una chica alegre, sin problemas académicos ni personales. Solo durante los últimos días se la vio más tensa y empeoró su aspecto.

–Algo la preocupaba...

–Sea lo que fuese, se lo llevó a la tumba. Ni siquiera en su perfil de Facebook da una impresión de tristeza. Sus últimos estados son muy normales.

–¿Has cotilleado su muro? Yo me metí en su Twitter –reconoce Vega– cuando se supo lo del presunto accidente. Esa chica solía publicar muchos tweets, pero durante los dos últimos días no publicó nada. Eso tampoco es normal. ¿A qué viene de repente tanto silencio?

–Está claro que algo tuvo que pasarle poco antes de su muerte. Un cambio de comportamiento tan repentino que acaba en suicidio...

–Algo muy reciente que complicó su vida.

Unai se encoge de hombros por segunda vez.

–Tal vez solo parecía feliz. Todos tenemos secretos.

A Vega le intriga esa afirmación tan rotunda:

–¿Tú los tienes conmigo?

En ese momento, el móvil de Unai emite un zumbido.

–Perdona.

Unai se separa de su novia para llegar hasta el teléfono, que está cargándose sobre la mesilla.

–¿Un mensaje a la una de la mañana? –pregunta Vega–. ¿Es de Compu?

–Es un enlace a un vídeo –responde él–. Seguro que se trata de alguna guarrada que me envía Pedro, aunque no me la manda desde su móvil...

Pedro Ginés es un compañero que estudia Comunicación Audiovisual. Le encanta bromear y hablar sobre todo tipo de prácticas sexuales, incluso hay quien afirma que le gustaría rodar un cortometraje porno como práctica para su carrera.

Unai ha pulsado sobre el enlace y empieza a verlo. Le bastan dos segundos para asimilar las primeras imágenes, a pesar de que la mente le impulsa a fingir que no reconoce el escenario ni los perfiles de sus protagonistas.

No, Pedro no ha podido mandar algo así.

Unai palidece, con los ojos muy abiertos. Se niega a creer lo que acaban de enviarle, a identificar ese inconfundible espacio que cubre ahora su pantalla y a anticiparse a lo que está a punto de ocurrir entre las dos personas que entran en el plano de la cámara que grabó la escena. Porque lo sabe. Él es una de esas dos personas que aparecen en el vídeo. Por eso conoce perfectamente lo que va a salir en la pantalla y no quiere verlo.

Joder.

Ese material no debería existir. Pero existe... y alguien con muy mala intención se lo acaba de mandar.

Unai tiene que evitar a toda costa que las imágenes sigan mostrándose. Duda sobre si entrará el sonido en algún momento, lo que agravaría la situación. Vega, ajena a la ansiedad de su novio, aguarda junto a la ventana.

Él reacciona con agilidad. Siempre ha sido un tipo eficaz, resolutivo. Uno de sus dedos detiene el vídeo de inmediato, Unai se apresura a salir de la aplicación para evitar riesgos. Ya ha visto suficiente. Es entonces cuando se percata de que ha estado conteniendo la respiración, y recupera el aliento. Alza la vista de su teléfono y se encuentra con la expresión inquieta de Vega.

–¿Pasa algo? Te ha cambiado la cara.

Unai lleva un minuto buscando una coartada que construir. Es consciente de que resulta inútil aparentar naturalidad cuando su reacción ha sido tan visible. Vega no es nada tonta, y a él ese envío le ha pillado tan fuera de juego...

Unai se lleva una mano al vientre.

–Me encuentro mal –dice–. Ya me pasó ayer, es como si de pronto se me revolviera el estómago. Necesito ir al baño.

–Pero...

Vega le mira sorprendida. El comportamiento de su chico resulta demasiado extraño incluso para alguien tan confiado como ella.

–Tranquila, se me pasará.

Unai se encierra en el baño sin esperar más respuestas.

–¿Necesitas... necesitas algo? –la voz de Vega sigue sonando poco convencida.

–No, gracias. De verdad.

Unai nota un nuevo zumbido procedente de su móvil. Es un nuevo SMS, del mismo remitente desconocido que le ha enviado el vídeo. Se asusta.

Alguien está jugando con él.

Vega camina en silencio por el campus, cerca ya de su residencia. Lo hace sin prisa, el frío nocturno la ayuda a pensar. Nadie a la vista. Avanza por los senderos de tierra que atraviesan las zonas de césped, ha dejado atrás el campo de fútbol y la biblioteca donde suele ir a estudiar.

El recinto universitario abarca un terreno rectangular muy amplio, surcado en su zona central por una avenida a la que dan las principales facultades –todas con un diseño moderno de fachada gris que recuerda bloques de hormigón– y las oficinas del rectorado. Bocacalles más estrechas se van abriendo a ambos lados del bulevar principal, y es en ellas donde se levantan los edificios que alojan a los estudiantes. En paralelo a la avenida serpentean los caminos que cruzan las zonas verdes conectando instalaciones deportivas y otras zonas comunes, rutas que ella prefiere para recorrer el campus.

Vega se sube el cuello de la cazadora y ahora, inclinada para soportar mejor cada ráfaga de viento, lanza una última ojeada a la construcción que va quedando a su derecha. La conoce muy bien. Allí, entre las agitadas siluetas oscuras de los árboles, se alza el edificio en el que vive Rubén durante el curso: la residencia Leonardo da Vinci. Una mole gris de cuatro pisos y paredes lisas donde resalta el aluminio blanco de las ventanas, todas idénticas. Detrás de cada una, protegido en su habitáculo, un joven estudiante sueña con su futuro.

–Algo que ya no puede hacer Marta –murmura Vega sin detenerse–. ¿De verdad no encontró otra solución?

Sus ojos se deslizan por una de las fachadas laterales del edificio, se detienen en la tercera ventana del segundo piso con la precisión de quien conoce muy bien lo que busca. Su memoria retorna al pasado. La negrura de ese cristal le informa de que Rubén duerme. Vega rememora sin nostalgia cuántas veces se alejó pendiente de ese punto, tras despedirse de Rubén cualquier noche. Cuántas veces le llamaba con el móvil si distinguía un resplandor de luz tras las cortinas de su habitación, al volver de clase cada tarde de invierno. Lo imagina frente al monitor de su ordenador, inmerso en esos videojuegos que tanto le gustan y que lo mantenían despierto hasta altas horas de la madrugada. No echa de menos esa relación, ya no.

Vega se ha parado por fin. Se resiste a alejarse de ese edificio que no ha vuelto a visitar desde que lo dejó con Rubén. Quieta allí, en plena noche, se dedica a repasar el inesperado final del día.

Apenas hace unos minutos que se ha ofrecido para dormir con Unai. No es bueno dormir solo si uno no se encuentra bien, le ha dicho acariciándole sus cabellos rubios. Le ha tomado la temperatura, pero no tenía fiebre, a pesar de su palidez. ¿Y si necesitas algo?, ha vuelto a insistirle. Sigues con mala cara... ¿Y dices que ayer te ocurrió lo mismo? Tendrás que ir al médico...

Pero Unai ha preferido quedarse solo; con delicadeza, ha rechazado su propuesta. Muchas gracias, pero así descansaremos mejor los dos, ha respondido con voz suave. No me encuentro tan mal y tú tienes mañana clase a primera hora. Te prometo que te compensaré, estaré al cien por cien, hoy prefiero quedarme solo. Necesito dormir.

Y la ha besado con esos labios que sabían como siempre.

Vega ha accedido, qué remedio. No obstante, cuando ya estaba en el umbral de la puerta de la habitación, con su cazadora en la mano, se ha girado hacia él:

–¿Tú tienes secretos conmigo, Unai? ¿Hay algo que no sepa de ti?

Él ha dudado un instante, ha bajado la mirada.

–Te quiero mucho, Vega. Pero nunca conocemos del todo a una persona, ¿no? A eso me refería. Sería muy aburrido. No imagines nada raro. A mí me gusta seguir descubriendo cosas nuevas de ti.

Vega no ha sabido qué responder; tiene la impresión de que descubrir aspectos desconocidos de otra persona entraña riesgos, y ella no quiere perder lo que tiene. Nunca ha tenido alma de exploradora. Sin añadir nada, se ha despedido una última vez de su chico y ha salido de la habitación. Unai se ha asomado desde la puerta para contemplarla mientras se alejaba por el corredor hasta que, al llegar ella al recodo que comunica con las escaleras, se han perdido mutuamente de vista. Vega todavía ha alcanzado a escuchar, conforme descendía los peldaños hacia la planta baja, el sonido de la puerta del dormitorio de Unai al cerrarse.

–Y ahora estoy aquí, quieta como una estatua –piensa en voz alta–. Pasando frío frente a la ventana de la habitación de mi ex.

Nunca se sabe cómo puede terminar una noche.

Vega se dispone a reanudar el camino hacia su residencia cuando un chasquido en las proximidades la obliga a interrumpir su movimiento.

¿Qué ha sido eso?

Dirige su atención hacia el ruido, lo que la lleva a inspeccionar una zona oscura alejada de las farolas, junto a la fachada trasera de la residencia donde se aloja Rubén. Cuando sus ojos se acostumbran a la falta de luz, cree distinguir allí, entre los árboles, una sombra de contornos más definidos. Ahora esa especie de silueta, esa presencia que intuye en la penumbra, aguarda inmóvil, pero Vega juraría que se ha desplazado hace unos segundos.

¿Hay alguien ahí, o se trata de un efecto óptico producido por la tenue iluminación? Quizá su imaginación le esté jugando una mala pasada.

O tal vez no.

Se adelanta un paso hacia la zona oscura y de pronto es consciente de la situación en la que se encuentra: sola en plena noche, no hay testigos. Y continúa notando como si una sombra en las inmediaciones la estuviese observando, atenta a cada uno de sus movimientos.

Se siente vigilada.

Alguien que se esconde en medio de la oscuridad no suele albergar buenas intenciones, piensa, experimentando una inseguridad que la obliga a detenerse. ¿Qué estoy haciendo? Será mejor que me vaya si no me quiero meter en un lío.

Con lentitud, Vega comienza a retroceder. Ya no le interesa averiguar qué ha provocado ese movimiento ni los ruidos; a fin de cuentas, tampoco ha visto nada realmente sospechoso. Mientras se aleja, se lleva una mano hasta el bolsillo del pantalón donde guarda su móvil; se prepara por si tiene que hacer una llamada de emergencia.

En apenas unos minutos, la noche le está mostrando un aspecto desconocido.

Otro chasquido llega hasta ella, pero Vega logra reprimir la curiosidad y no se da la vuelta. Prefiere ignorar, no convertirse en una presencia incómoda para alguien. Acelera el paso, nunca le ha parecido tan larga la distancia que la separa de su residencia.

Tampoco ella debería estar allí tan tarde. Un tercer sonido confirma que todavía se encuentra demasiado cerca del sector donde algo está ocurriendo. Vega no ha visto nada en realidad, pero un sexto sentido la impulsa súbitamente a echar a correr. No mires atrás, se insiste. No mires atrás.

Solo en su habitación, Unai repasa hasta el final el vídeo de origen desconocido: junto a la otra protagonista, se ve a sí mismo seguir con movimientos torpes el ritmo de una música que la grabación no recoge, mientras exhibe el gesto estúpido –no lleva sus habituales gafas de pasta– que siempre se le pone cuando bebe demasiado. Está borracho.

Unai se sienta en la cama, atónito, sin despegar los ojos de las imágenes. Qué vergüenza. El móvil parece quemarle entre los dedos, pero destruir el archivo no eliminará ese material que alguien, inexplicablemente, ha conseguido. En silencio contempla –a pantalla completa, casi recreándose– su figura apoyada en una pared de azulejos verdes entre dos lavabos, los urinarios al fondo y las puertas blancas de los retretes frente a ellos. Sí, no hay duda: la localización de la grabación es el baño de chicos del Lombok, el local donde se celebró una reciente fiesta universitaria. Ella es Laura, una atractiva estudiante de Periodismo a quien conoció esa noche. Unai recuerda lo mareado que se sentía esa noche y cómo retumbaba la música allí dentro –sonaba un tema de Katy Perry, cree–; la canción se oía perfectamente a pesar de que ella había cerrado la puerta del baño.

–No puede ser que alguien haya grabado esto... –murmura él, envuelto en una dolorosa mezcla de remordimiento y miedo a las consecuencias–. Es imposible...

Pero la pantalla del móvil no miente. Muestra ahora cómo Unai baila con Laura, cada vez más juntos. Es ella la que se mueve en plan sensual, la que insiste en acercar su cuerpo al de Unai, la que adopta una expresión traviesa mientras juega en medio del baile. Unai se deja conducir, está demasiado ebrio para llevar la iniciativa. En el fondo no es él, aunque una afilada duda se abre paso en su mente, ya herida por la culpabilidad: ¿se aprecia esa atenuante en las imágenes?

¿Apreciará Vega, si llega a ver el vídeo, que él no era dueño de sus actos?

Pero me presto al juego, piensa Unai con desesperación. Eso es lo que importa. Participo, mis manos recorren su cuerpo, la acaricio.

En el vídeo se buscan. No estaba tan borracho.

O sí, yo qué sé.

Ni él es capaz de definir su estado de aquella noche. Esas horas permanecen dentro de su memoria envueltas en una nebulosa que no ha tenido ningún interés en despejar. Lo había olvidado todo, simplemente. Ni siquiera ha vuelto a ver a la chica desde entonces. Tampoco la ha buscado.

Ahora alguien, por algún oscuro motivo, le obliga a enfrentarse a ello. El problema es que hay mucho en juego. Unai no quiere perder a Vega, siente algo muy auténtico por ella y ese error arruinará la confianza que los mantiene unidos.

Unai se desespera mientras recupera la atención en el vídeo. No está dispuesto a renunciar a su chica. No por un tropiezo así.

Se imagina lo que ocurrirá si ella llega a enterarse. La excusa del alcohol es demasiado fácil y su implicación en los hechos queda tan patente en las imágenes... Se le ve disfrutar, sonreír, bailar. No da la impresión de verse obligado a nada. Lo curioso es que él no suele emborracharse nunca hasta ese punto... Apenas recuerda lo que sucedió después. No tarda en asistir en su pantalla del móvil a un beso lo suficientemente intenso como para que se niegue a seguir mirando, convertido en un involuntario voyeur de sí mismo.

Qué dolor.

–¡Mierda! –grita, lanzando el teléfono contra el colchón–. ¿Cómo pude...?

No entiende nada. Todo lo que rodea la fiesta en el Lombok continúa flotando en su cabeza como los restos de un naufragio. Sus recuerdos están salpicados de vacíos para los que no tiene una respuesta. Es un enigma, no consigue ordenar las piezas en su mente por mucho que lo intenta. Por primera vez, lo analiza todo en conjunto y se da cuenta de que ni bebe tanto ni jamás se le habría ocurrido traicionar a Vega ni, por supuesto, se le suelen aproximar chicas como Laura. ¿Y todo ocurrió la misma noche?

Ese cúmulo de circunstancias resulta, sencillamente, inverosímil. Y solo ahora se percata de ello.

Para colmo, ¿cómo es posible que alguien estuviera preparado para grabar la escena en los baños? ¿Acaso esa persona estaba esperando a que algo así sucediera? ¿Y cómo lo hizo?

Unai no sabe si se está volviendo paranoico o si, por el contrario, se enfrenta a un plan muy bien urdido. A una trampa.

Un plan que no ha empezado esa noche, sino semanas atrás.

Todo es tan absurdo... Pero el hecho de que le hayan enviado ese material le lleva a pensar mal, a desconfiar. Incluso el haberlo recibido justo cuando estaba con Vega le hace sospechar que quien está detrás de ese turbio asunto ha buscado intencionadamente el momento más inoportuno para intensificar el efecto de la amenaza.

Y lo ha conseguido.

–Capto tu aviso –murmura Unai–. Si hubieras querido, habrías acabado con mi relación esta misma noche.

Es una perversa muestra de poder que ha conseguido su propósito: intimidarlo.

Unai tiene miedo y ni siquiera sabe a qué se enfrenta.

Vuelve a leer los SMS anónimos que le ha mandado minutos antes el mismo remitente del vídeo:

 

Si no quieres más sorpresas, descárgate la aplicación Valkiria:

http://zpd923pds43ts72a.onion

 

Un poco más abajo ha recibido el dibujo de una cebolla, lo que le desconcierta aún más. ¿Debe interpretar de algún modo ese elemento? Después, las palabras continúan:

 

Es un juego secreto. Tendrás q competir con otros comps.
Si ganas, destruiré el vídeo. No puedes contárselo a nadie.

Tienes 2 h para activar la aplic. Si en ese tiempo no lo haces,
enviaré el vídeo a Vega Ibáñez para que sepa lo que hiciste.

 

Valkiria. Unai nunca ha oído hablar de ese juego. ¿De qué se trata? ¿Y por qué hay alguien con un interés tan enfermizo en que él participe? ¡Le están sometiendo a un chantaje!

¿Qué pretenden?

¿Han organizado esa maniobra tan retorcida solo para lograr que se apunte a un videojuego? ¿Eso es todo? A Unai se le ocurren otras formas menos drásticas de convencerle.

Repasa por enésima vez los mensajes y escribe en Google el número tan largo desde el que se los han enviado, para intentar rastrear su origen. Nada. Su atención se detiene ahora en la dirección que se le facilita. ¿Adónde conducirá? Unai ha sido incapaz de reunir la valentía suficiente para comprobarlo, no se atreve. Intuye que se enfrenta a algo mucho más serio que una broma o una novatada entre estudiantes. Por eso tiene que actuar con cautela, medir cada paso al menos hasta controlar un poco el panorama que se abre ante él.

Necesita orientarse.

Si hay alguien lo suficientemente calculador como para tenderle esa trampa, él debe responder con la misma prudencia. Sin precipitarse. No quiere hacer daño a Vega y cualquier error lo pagará ella. Lo pagarán los dos.

Qué ironía; en ese instante, Unai la necesita más que nunca, su compañía y su inteligencia. Pero no puede contar con ella.

Qué jugada maestra la de su adversario: de un solo movimiento, la ha apartado como aliada suya y al mismo tiempo la utiliza para la extorsión.

Brillante.

Unai suspira. Cada detalle le habla de un perfil enemigo que no improvisa. Alguien lleva tiempo preparando esa emboscada. Se pregunta quién puede odiarle tanto... y por qué mantiene tan oculta esa aplicación de Valkiria.

La persona que me ha enviado esto habrá comprobado que ya he visto el vídeo, deduce. Espera mi reacción. Seguro que se está divirtiendo, el muy...

Unai consulta la hora en el móvil. Desde que ha recibido los mensajes han transcurrido cuarenta minutos, así que dispone de una hora y veinte antes de que el chantajista materialice su amenaza.

Se enfrenta a una cuenta atrás de ochenta minutos.

¿Qué debe hacer?

Está a punto de acudir a la habitación de Compu, pero finalmente decide mandar un wasap a Rubén Prades, el ex de Vega y auténtico maestro en todo lo relativo a videojuegos; si hay alguien en el campus que pueda conocer Valkiria, es él.

Le escribe un texto breve, no hay tiempo para rodeos. Antes de pulsar la tecla de «enviar», Unai se levanta de la cama y llega hasta la ventana de su dormitorio. Fuera, el campus universitario ofrece un aspecto de serenidad: farolas encendidas, senderos vacíos entre la hierba y las masas grises de las construcciones salpicadas de algunas luces. Nadie a la vista, calma y silencio. Sin embargo, Unai no se deja engañar; está comprobando –sin sutilezas– que un entorno tan pacífico también puede servir de refugio a mentes perversas.

–Porque ese cabrón tiene que estar alojado en alguna de las residencias del campus –murmura–. Está aquí, cerca. Solo así se explica que conozca tan bien mis horarios. Me ha estado espiando. Me controla.

En realidad, Unai ni siquiera está en condiciones de concretar el sexo del responsable del vídeo. Quizá se trate de una compañera. Atisba luces encendidas en otros edificios y piensa si alguien, al mismo tiempo, lo observará a él desde algún rincón invisible. Unai es ahora mismo un buen blanco, una silueta recortada contra la luz del interior de su dormitorio.

Desde fuera se me tiene que ver muy bien.

Envía el mensaje a Rubén. Quedan setenta minutos.

 

# # #

 

Vega cierra la puerta de su dormitorio y se queda quieta, con la espalda apoyada en ella, procurando recuperar la respiración. ¡Por fin en casa! Qué trayecto tan horrible, piensa. En ningún momento ha dejado de sentirse espiada, como si desde cada rincón en sombras hubiese pares de ojos que la vigilaban, atentos al menor descuido que cometiera. ¿Qué es lo que ocurre esa noche? ¿Por qué todo se ha vuelto tan extraño de repente, empezando por la actitud de Unai?

¿Y qué es lo que le ocurre a ella, que se ha dejado llevar por un miedo irracional, exagerado, solo por culpa de unos simples ruidos que ha podido provocar un gato?