Para Darío,

ya en el instituto.

1

El curso ya había dicho adiós. El verano se extendía ante nosotros como una alfombra roja. Hacía calor y las piscinas municipales ya habían abierto sus puertas.

Mientras cenábamos, mi hermano nos anunció que se iba a poner a trabajar. Mamá parpadeó dos veces y se le quedó la boca abierta. Papá alzó las cejas y se le escurrió la crema de calabacín por la cuchara. Yo seguí como si nada, como si lo dicho por mi hermano fuese lo más normal del mundo.

–¿Puedes repetir? –acertó a decir papá.

–He dicho que voy a ponerme a trabajar.

–Pero... pero... –mamá fue incapaz de añadir algo más.

A mí la noticia me pareció sorprendente, pero más asombroso hubiese sido que mi hermano hubiera dicho que tenía la intención de irse a vivir con los esquimales.

–¿Vas a abandonar los estudios? –le pregunté.

–No, no, para nada. De tener que abandonar algo te abandonaría a ti –dijo, pasándose de la raya.

–¡Qué gracioso!

–Chicos, chicos, haya paz –intervino mamá.

–Me quiero comprar una bicicleta. He pensado que, como tengo todo el verano libre, podría trabajar hasta conseguir la pasta necesaria. Me vendrá bien el curso que viene. La facultad pilla un poco lejos y, con la bici, en quince o veinte minutos podría estar allí.

–¿Y de qué vas a trabajar? –le pregunté.

–A ver si lo adivinas, listo –me retó.

–¿De pinche de cocina, de lavaplatos, de lavacoches, de repartidor de publicidad, de pizzero, de obrero de la construcción...? –dije de un tirón.

–Frío, frío.

–¿De ministro de Asuntos Exteriores?

–No seas tonto. De paseador de perros –dijo con aires de príncipe. Y si hubiese tenido un diente de oro, hubiese relucido como una estrella.

–¿Paseador de perros? ¿Eso es un trabajo? ¿Pagan por pasear perros? –preguntó mamá, justo a las 21:33 de una noche calurosa del mes de junio.

–Un momento –resopló papá, dejando la cuchara sobre el plato, mirando fijamente a mi hermano–. Si no he entendido mal, tienes la intención de pasear perros para comprarte una bi­cicleta.

Mi hermano afirmó con la cabeza.

–¿Y de dónde vas a sacar los perros? –preguntó.

–Eso es lo más sencillo. En este bloque, que yo sepa, hay una decena de vecinos que tienen uno. Además, pondré carteles en los portales de las casas, en los semáforos... Ya tengo pensado qué voy a escribir: «PASEO PERROS. AMPLIA EXPERIENCIA».

–¿Amplia experiencia? Pero si tú no sabes diferenciar un perro de una zarigüeya.

–Ya lo has dicho tú. Podría pasear uno, dos o tres a la vez. Un paseo por el parque o por la orilla del Canal Imperial. Media hora, una hora de paseo...

–¿Y no hace falta licencia para eso? –preguntó mamá.

–No, no creo que haga falta nada.

–¿Y si se te escapa algún perro? –pregunté.

–¡Cómo se me va a escapar!

–Tiene razón tu hermano. Igual es necesario hacer un contrato con los clientes.

–¡Qué contratos ni qué ocho cuartos! Pongo un anuncio, la gente me llama y yo paseo al perro. Cobro y a la hucha. Cuando tenga el dinero suficiente, me compro la bici y a correr.

–Y a correr en bici –señalé.

–En bici, sí. No sé qué tiene de raro.

–¿Así de fácil? –preguntó mamá–. Las cosas no son tan sencillas como piensas.

–Tan fácil como eso. Si cobro a diez euros por paseo...

–Pero ¿quién te va a pagar diez euros por pasear a un chucho? –dijo papá.

–Bueno, pues igual cobro algo menos. No lo sé.

Papá torció la cabeza. Había algo que no le terminaba de convencer en todo aquello. Su vista se clavó en un punto de la pared.

–No sé qué decirte. Tendremos que hablarlo entre tu madre y yo –sentenció papá.

–¿Hablar de qué? No hay nada de que hablar. Estoy en mi derecho de ponerme a trabajar. El mes que viene cumpliré la mayoría de edad. Quiero sacarme algo de dinero.

–Sí, es curioso. Ya eres mayor de edad. Cómo pasa el tiempo –dijo mamá enigmáticamente.

No sé por qué pensé que esa noche mi hermano había dejado de ser el hijo perfecto.

2

Adecía el cartel que escribió mi hermano en el ordenador. Lo imprimió, lo recortó y, horas más tarde, lo pegamos en postes de semáforos y de farolas, en troncos de árboles, en tablones de anuncios de supermercados y en cien mil sitios más. También estaba su teléfono, claro. El objetivo: llegar al cliente.

–¿Por qué no pones el precio? –le pregunté.

–Estaría muy feo. El precio se discute con el dueño del perro, cara a cara.

–¿A cara de perro? –pregunté.

–A cara de perro, sí.

–¿Y cobrarás la misma cantidad si paseas a un perro grande que a uno pequeño?

–Buena pregunta.

–Desde luego, no es lo mismo pasear a un malamute de Alaska que a un perro salchicha –argumenté.

–Tienes razón, pero las tarifas no pueden cambiar según la raza. Tengo que fijar un precio único. De momento voy a cobrar diez euros.

–¡Diez euros! Me parece un poco caro. Si tuviera que pagar ese dinero, no te llamaría.

–Claro, tú que eres un tacaño. Pero hay mucha gente que sí los paga, estoy seguro. Además, es una cifra exacta. No hay que andar dando cambios.

–Visto así...

Y sonó el teléfono de mi hermano. Levantó las cejas casi hasta el techo, me guiñó un ojo e hizo un gesto para que cerrase la boca.

–Joaquín, paseador de perros, dígame –dijo de un tirón, sin mirar el número reflejado.

Para su desgracia, quien llamaba no era ningún cliente: era nuestra madre, que llegaba tarde a casa. Un coche había chocado contra el autobús urbano.

–No ha habido heridos de casualidad. La policía ha cortado la calle y está tomando declaración a todos los viajeros. Ahora los bomberos están intentando excarcelar al conductor del coche.

¿Por qué no vais preparando vosotros la comida? Podéis poner a cocer unos espaguetis. No tardaré mucho tiempo en llegar a casa.

–Vale –dijo mi hermano dando por acabada la llamada, tirándose del pulpejo de la oreja.

Pero no había pasado ni un segundo cuando el teléfono volvió a sonar.

–¿Qué pasa ahora? –preguntó mi hermano, pensando que era nuestra madre quien estaba al otro lado de la línea.

–Tengo la impresión de que me he equivocado de número. Disculpa –dijo una voz anónima–. Marcaba el número de un paseador de perros...

–Oh, perdone usted, señor... Sí, soy yo, Joaquín, paseador de perros, dígame –dijo mi hermano con la voz más amable que pudo poner.

–Tengo un samoyedo macho y voy a estar fuera unos días. Me gustaría que lo paseases por las tardes, cuando ya se haya puesto el sol. Es un perro de buen tamaño, muy bueno y obediente. Tiene mucha vitalidad y necesita hacer ejercicio todos los días. ¿Cuál es tu tarifa por paseo, si se puede saber?

Mi hermano escuchaba atento.

–Un samoyedo, dice...

–Sí, un samoyedo muy inteligente.

–¿Cómo de inteligente?