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Para mi familia y mis amigos, por haberme perdonado las ausencias y la distracción mientras vivía y respiraba la historia de Aidan y Nora, y también por alentarme a seguir mis sueños. Al igual que Nora, me doy cuenta de lo importante que es tener apoyo, y lo agradezco cada día.

 

PRÓLOGO

Edimburgo, Escocia

Octubre de 2015

Mi mejor amiga me dijo una vez: “Una pensaría que el cuerpo humano no puede procesar más tristeza después de sufrir tantas penas. Pero el corazón tiene una fastidiosa capacidad de aguante”.

Como ella fue una de las personas más valientes que conocí, sus palabras se quedaron conmigo mientras crecía. Y descubrí que tenía razón. El corazón de la mayoría de las personas está preparado para soportar pérdidas y penas.

Sin embargo, nadie me habló nunca de la culpa y el remordimiento, y de cómo pueden aferrarse a ti por mucho tiempo después de una pérdida.

No quería sentirme de esa forma. Nadie quiere. Así que fingí que no me pasaba y me entregué por completo al trabajo. Aunque no a mi trabajo como vendedora en una bonita tienda de ropa de la Ciudad vieja. Ese solo servía para pagar las cuentas. Apenas. Y esa era la razón por la que se me hacía tarde después de haber hecho horas extras. Aceptaba todas las horas extras que me dieran… salvo que se interpusieran con mi otro trabajo.

Que no era un simple trabajo. Era mucho más que eso.

–Nora, ¿puedes ayudar a una clienta? –la cabeza de Leah apareció en el marco de la puerta, y miró dentro del armario al que llamábamos sala de empleados–. ¿A dónde vas?

–Recuerda que hoy termino a las doce. Son y cinco –expliqué colgándome la mochila y pasando a su lado a las apuradas.

–Pero Amy no llegó todavía.

–Lo siento. Tengo que ir al hospital.

–¿Eh? ¿Qué pasó? –preguntó, con los ojos como platos.

La vida pasó.

–Eh, disculpen… –dijo una chica que estaba frente al mostrador, molesta–. ¿Me pueden ayudar, por favor?

Leah se volvió hacia la clienta y aproveché para escaparme de la tienda sin tener que dar explicaciones. Sabía que mi jefa probablemente se arrepentía de haberme contratado. Había empleado a dos estadounidenses: a Amy y a mí. Solamente una de nosotras estaba a la altura de la reputación estadounidense de ser extrovertidos y amistosos.

Adivinen quién.

No es que no sea buena en mi trabajo, o que no sea amistosa. Simplemente no comparto mi vida privada con personas que no conozco. En cambio a Amy y a Leah les parece bien contarse todo, desde cuál es su color preferido hasta la capacidad de sus parejas de darles un orgasmo el viernes por la noche.

A medida que subía la colina y me apuraba a caminar por el viejo empedrado de la Royal Mile, mi ansiedad aumentaba. Era una estupidez porque los niños estarían allí cuando yo llegara, pero odiaba llegar tarde. Desde que había empezado a visitarlos hacía unas semanas, jamás me había retrasado. Y además, tenía que cambiarme de ropa en cuanto llegara, antes de que me vieran.

A Edimburgo la llaman “la ciudad ventosa” y hoy, que se comportaba como si sus fuerzas estuvieran en mi contra, estaba a la altura de su apodo. Caminé contra la helada resistencia del viento. Fantaseé con la idea de que la ciudad estaba tratando de decirme algo. ¿Pensaría en este día en el futuro y desearía haber prestado atención y haber dado media vuelta? Últimamente, pensaba muchas estupideces por el estilo. Vivía en mi cabeza.

Pero había un día de la semana en que no.

Hoy no.

Hoy era para ellos.

Caminé muy rápido y la caminata de veinte minutos duró quince. Habría tardado aún menos si no hubiera sido por el maldito viento. Casi me patino cuando frené para entrar a la sala. Las enfermeras alzaron la vista sorprendidas cuando aparecí allí sudando y sin aliento.

–¡Ey! –resoplé.

Jan y Trish sonrieron.

–No sabíamos si ibas a venir hoy –dijo Jan.

–Solo enferma o muerta –y les devolví la sonrisa.

Se rio y salió del puesto de enfermeras.

–Están todos en la sala común.

–¿Dónde puedo cambiarme antes de que me vean?

–No les importará –sacudió la cabeza, divertida.

–Ya lo sé –me encogí de hombros.

–Alison está con los demás, así que su baño privado está libre –con un gesto me indicó el pasillo opuesto a la sala común.

–Gracias. Dos minutos –prometí.

–Ya están ahí. Los dos.

Aliviada, asentí y me apuré a entrar en el baño de la habitación privada de Aly, y di un portazo.

Me quité el suéter y los vaqueros. Empecé a sentir mariposas en el estómago, como siempre antes de pasar tiempo con ellos. Y era por ellos.

En serio.

–De verdad –me dije enojada.

Me puse las calzas verdes, y estaba a punto de abotonarme la camisa cuando la puerta del baño se abrió de golpe.

Me quedé sin aliento y paralizada cuando alcé la vista y me encontré con sus ojos.

Era tan alto y tan anchos sus hombros que bloqueaba la puerta casi por completo.

Traté de abrir la boca para preguntarle qué pensaba que estaba haciendo, pero las palabras se me atragantaron cuando su mirada recorrió desde mis ojos hasta los labios, y más abajo. Me examinó larga y detenidamente de la cabeza a los pies, y de vuelta hacia arriba. Se detuvo un momento ante el sujetador que asomaba por la camisa abierta. Sus ojos ardían de deseo cuando se reencontraron con los míos.

Tenía una expresión decidida.

Una combinación de miedo, excitación y nerviosismo me atravesó y me desperté por fin de mi parálisis cuando él entró en el baño y trabó la puerta.

–¿Qué estás haciendo? –balbuceé mientras retrocedía hacia la pared.

Con la mirada risueña, se movió lentamente hacia mí, como un depredador.

–Pienso que Peter Pan nunca lució tan sexy.

Desafortunadamente, tengo debilidad por el acento escocés.

Claramente, o no hubiera terminado aquí, tan lejos de casa.

Sin embargo, estaba empezando a reconocer que en realidad tenía debilidad por él.

–No –alcé la mano para detenerlo, pero sujetó mi mano y la apretó contra su pecho. Mi mano era muy pequeña en comparación. Un estremecimiento me recorrió la espalda y los pechos. Se me detuvo la respiración cuando se acercó más hasta que casi no quedó espacio entre nosotros. Era tan alto que yo tenía que dejar caer la cabeza hacia atrás para poder mirarlo a los ojos.

Ardían. Ardían de deseo por mí como jamás lo habían hecho los ojos de ningún otro hombre.

¿Cómo resistirme a eso?

Y, sin embargo, sabía que tenía que hacerlo.

–Deberías irte –dije frunciendo el ceño.

A modo de respuesta, apretó todo su cuerpo contra el mío, y me recorrió una oleada de calor. La excitación me estremeció la parte baja del abdomen. Sentí un hormigueo entre las piernas. Se me endurecieron los pezones.

Molesta con mi cuerpo y con él, lo empujé, pero fue como tratar de empujar una pared de cemento.

–Esto es totalmente inadecuado –protesté.

Me tomó las manos para detener mi empujón y, con amabilidad y firmeza, me las sujetó por encima de la cabeza. Mi torso se alzó hacia él, y jadeé cuando mis pechos se levantaron.

Con los ojos oscurecidos con picardía y determinación, inclinó su cabeza hacia mí.

–No –dije odiando el tono de mi voz–. No jugaré contigo a los cavernícolas.

–Qué pena –se lamentó crispando los labios–. ¿Sueles privarte seguido de lo que deseas?

–No, pero pienso con la cabeza, no con la vagina.

Se rio y su aliento cálido acarició mis labios.

Amaba hacerlo reír. Me encantaba el sonido, y me estremecía de placer al oírlo. Y me di cuenta de que no solo me traicionaba el cuerpo, sino también el corazón.

Como si hubiera visto ese pensamiento en mi mirada, me soltó una de las manos para colocarme los dedos fríos contra el pecho, sobre el corazón. Jadeé ante la embriagadora sensación de ser tocada de forma tan íntima.

–¿Has considerado pensar alguna vez con esto? –me preguntó.

–Por lo que sé, mi pecho izquierdo no es un gran pensador.

–Sabes lo que quiero decir, Pixie –sonrió.

–No me llames así.

–Pensé que éramos amigos –dijo con una expresión pensativa.

–Éramos. Hasta que me empujaste contra la pared de un baño.

–Gracias por recordármelo –volvió a tomarme la mano y a empujarla contra la pared junto a la otra. Notó el destello de ira en mis ojos–. Si estuvieras enojada de verdad, te resistirías.

–Sería inútil. Eres gigante –me sonrojé.

–Te dejaría ir. Sabes que sí. Lo odiaría. Pero te dejaría ir… si no quisieras esto.

Nos miramos en silencio. Su rostro estaba casi pegado al mío. Podía ver cómo brillaban las motas doradas en sus ojos verdes.

En ese momento, me olvidé de dónde estaba. De quién era. Y de qué era lo mejor para él.

Y no me di cuenta de que estaba resistiéndome hasta que él me lo hizo notar.

–¿Por qué te resistes si lo deseas?

¿Por qué me estaba resistiendo a esto?

–¿Nora?

Cerré los ojos para apartarme de él y poder recordar por qué lo hacía.

–Porque…

Posó su boca sobre la mía, callándome. La sorpresa se transformó en instinto. Le devolví el beso buscando su lengua con la mía, luchando para liberar las muñecas de su agarre pero no para escaparme, sino para envolverlo en un abrazo. Para pasarle los dedos por el pelo.

El calor me inundó como si estuviera cubierta de gasolina y él hubiera encendido un fuego a mis pies. Como un relámpago que cayó y me hizo estallar en llamas.

Demasiado caliente. Demasiada necesidad. Demasiado todo.

Quería arrancarme la ropa.

Quería arrancarle la ropa.

Y entonces él se apartó para contemplarme, triunfante.

Si hubiera sido otro, si hubiera sucedido en otro momento, le habría dicho que era un engreído.

Pero de pronto recordé por qué no debíamos estar haciendo esto.

Mi expresión le hizo aflojar el agarre, y bajé las muñecas. Pero no se apartó.

Esperó con las manos descansando con delicadeza sobre mis hombros estrechos.

Algo en su mirada derrumbó mis defensas. Me invadió la ternura y me encontré acariciándole la mejilla. Sentía cómo su barba incipiente me pinchaba la piel. La tristeza apagó el incendio.

–Ella se ha ido –le susurré con dulzura–. Ni yo puedo distraerte de eso.

Una angustia insoportable y sombría peleaba con el deseo en sus ojos y, lentamente, llevó las manos hacia mi cintura. Con un tirón suave me atrajo hacia sí y me dejé caer contra su pecho.

Me destrozó el alma cuando susurró atormentado:

–Pero puedes intentarlo.

uno

Donovan, Indiana

Julio de 2011

Una parte de mí no quería irse a casa. Me quedaba en la nariz el olor de la comida rápida, y me preocupaba pensar que, con el paso del tiempo, no podría quitármelo de la piel, del pelo. Pero, a pesar de eso, no quería irme a casa.

–Que tenga un buen día –despedí a mi último cliente mientras le entregaba su hamburguesa y sus patatas fritas.

Me aparté del mostrador y Molly me miró. Estaba en la máquina de bebidas llenando un vaso gigante con soda.

–¿Por qué acepté hacer horas extras? –preguntó, con una mueca.

Quería decirle que la cubriría, pero en vez de eso sonreí.

–Porque estás ahorrando para comprarle a Laurie esa porquería de auto –le recordé.

–Ah, sí. Soñando en grande.

–Más que yo. Yo sigo andando con estas –me reí señalando mis piernas.

–Sí, y ese trasero sigue desafiando la gravedad por eso.

–¿Desafía la gravedad? –me di vuelta para mirarlo–. ¿De verdad? Y yo que pensaba que no tenía uno.

–Ah, sí –sonrió Molly–. Tienes un trasero. Es bonito como el resto de ti. Es un dulce traserito en forma de corazón.

–Le estás prestando demasiada atención.

–Es comparación y contraste –afirmó, señalando su trasero–. El tuyo cabría en una de mis nalgas.

–Eh… ¿podría darme mi pedido?

Ambas dirigimos la mirada hacia su cliente, un huraño estudiante universitario de primer año que nos miraba como si hubiéramos salido de una tubería.

–Nos vemos mañana –le dije a Molly, pero antes de irme, me incliné hacia atrás y le grité–. Ah, y yo mataría por tener tu trasero. Y tus pechos, para que sepas.

Mi amiga me miró feliz, y yo me dirigí hacia el vestuario en la parte trasera del edificio, esperando haberle alegrado un poco el día. Molly era bonita a su manera, pero se preocupaba demasiado por su peso.

Busqué mis cosas e intenté quitarme de encima la culpa que me daba el deseo de quedarme sirviendo patatas fritas en lugar de volver a casa. Eso decía mucho. Acerca de mí o de mi vida, no estaba segura. Ni siquiera sabía si había diferencia.

Trabajar medio tiempo en un local de comida rápida no era lo que había soñado hacer después de terminar el secundario. Sin embargo, sabía que era lo que me tocaba. Mientras los demás planeaban ir a la universidad o viajar, yo era de las pocas que no podía hacer ninguna de esas cosas. Dieciocho años y atrapada.

Molly era mi mejor amiga. Me consiguió el empleo porque trabajaba allí los fines de semana desde hacía dos años. Ahora trabajaba a tiempo completo. Aunque bromeaba al respecto, ella no era ambiciosa. No sé si no tenía interés, o si era perezosa o qué. Solo sabía que mi amiga odiaba estudiar. Parecía satisfecha con trabajar en un local de comida rápida y vivir con sus padres. Ella nunca había pensado acerca del futuro. Vivía en el presente.

Yo, en cambio, pensaba en el futuro todo el tiempo.

Me gustaba estudiar.

No estaba satisfecha.

Me invadió una sensación de claustrofobia, pero la hice a un lado. A veces sentía que tenía cincuenta personas sobre el pecho burlándose de mí. Ignoré la sensación y tomé mi bolso.

Hora de irme a casa.

Me despedí de Molly mientras me dirigía a la entrada. Me estremecí cuando descubrí a Stacey Dewitte sentada con un grupo de amigos en una mesa cerca de la puerta. Entrecerró los ojos al verme y yo aparté la mirada. Mi vecina era unos años más joven que yo, y en una época lejana había creído que era alguien que no soy. No sé quién estaba más decepcionada por encontrarme trabajando en un local de comidas rápidas: Stacey o yo.

Necesitaba que el día se terminara. Abrí la puerta y salí, sin notar a los dos tipos que estaban jugando a pelearse afuera.

Hasta que uno empujó al otro y me golpeó con tanta fuerza que me hizo caer ruidosamente del otro lado del sendero polvoriento.

Me sorprendió tanto encontrarme tirada en el suelo que me llevó un rato sentir el dolor en la rodilla izquierda y el ardor en las palmas de la mano.

De pronto se oyó mucho ruido alrededor mío.

–Ay, mierda, lo siento tanto.

–¿Estás bien, muchacha?

–Déjame darte una mano.

–No te molestes. Yo la levantaré, imbécil.

Una mano fuerte me tomó del brazo, y me levantó con delicadeza. Alcé la vista hacia el tipo que me había levantado y me quedé quieta en el lugar, no solo porque me sostenía, sino también por la preocupación genuina que aparecía en sus ojos oscuros. No parecía ser mucho mayor que yo: era alto, delgado y enérgico.

–Aquí tienes tu bolso. Perdón por eso.

El tipo que lo acompañaba me lo devolvió.

Entendí sus palabras, pero me confundía su manera de hablar, su acento extranjero.

–¿Qué? –balbuceé.

–Habla bien. No te entiende –el tipo que me sostenía del brazo le dio un codazo a su amigo y volvió la vista hacia mí–. ¿Estás bien?

Pronunció las palabras cuidadosamente, con lentitud y claridad. Aparté su brazo suavemente.

–Lo sentimos mucho.

–Entendí. No se preocupen. Un raspón en la rodilla no me matará.

Hizo una mueca y bajó la vista hacia mi rodilla. Tenía los pantalones de trabajo cubiertos de polvo y suciedad.

–Maldición.

Cuando alzó la vista, me di cuenta de que iba a pedirme perdón de nuevo.

–No te preocupes –sonreí–. En serio, estoy bien.

Me devolvió la sonrisa. Era bonita y torcida.

–Jim –extendió la mano–. Jim McAlister.

–¿Eres escocés? –pregunté, encantada ante la idea mientras le daba un apretón.

–Sí –respondió su amigo ofreciéndome la mano–. Roddy Livingston.

–Soy Nora O’Brien.

–¿Descendiente de irlandeses? –los ojos de Jim brillaban con entusiasmo–. Sabes, eres de las pocas personas que hemos conocido en Estados Unidos que han adivinado de dónde somos. Nos han dicho…

–Irlandeses –enumera Roddy–. Ingleses. Y no nos olvidemos, suecos. Ese fue mi favorito.

–Pido disculpas en representación de mis compatriotas –bromeé–. Espero no haberlos ofendido demasiado.

–Para nada –sonrió Jim–. ¿Cómo supiste que éramos escoceses?

–Una suposición afortunada –confesé–. No solemos recibir muchas personas de Europa en este pequeño pueblo.

–Estamos recorriendo el país en auto –explicó Roddy. Tenía una abundante cabellera ondulada y pelirroja. Era más alto que yo (como la mayoría de la gente) pero más bajo que su amigo.

Roddy era de estatura mediana pero fornido, y Jim era alto y con la contextura física de un nadador. Tenía la piel bronceada, el pelo oscuro, ojos castaño oscuro, pestañas pesadas y abundantes.

Y me miró con intensidad todo el rato mientras su amigo me explicaba por dónde habían pasado. Me sonrojé ante el examen de Jim ya que nunca nadie me había mirado con tanta atención, y menos un apuesto escocés.

–De hecho –interrumpió Jim a su amigo cuando dijo que se iban al día siguiente–, estaba pensando que podríamos quedarnos un poquito más.

Dirigió sus palabras a mí con una sonrisa tierna e infantil.

¿Estaba coqueteando conmigo?

–Ah, ¿sí? –resopló Roddy–. ¿Cinco minutos después de haberse conocido?

–Sí.

La idea de que un extranjero retrasara su partida de Donovan para poder verme de nuevo, cuando apenas habíamos intercambiado unas pocas palabras, me hizo sonreír de oreja a oreja. Era absurdo, arriesgado, y apelaba a mi romanticismo secreto. Rompía completamente con mi vida monótona y rutinaria. Supongo que por eso dejé de lado toda precaución.

–¿Han ido al lago?

–No. ¿Estás ofreciendo llevarme? –la cara de Jim se iluminó.

–A los dos –me reí recordándole que tenía un amigo–. ¿Les gusta pescar?

–A mí sí –de pronto, Roddy parecía mucho más feliz ante la idea de quedarse.

–A mí no. Pero si estás allí, no importa nada más.

Encantada, me sonrojé. Dio un paso hacia mí y me sobresalté. Él también pareció sorprenderse, como si el movimiento se hubiera escapado de su control.

–Maldición. Para sentirme de más todo el rato, no voy –exclamó Roddy, molesto.

La expresión de Jim se nubló, pero antes de que pudiera decir algo que causara una discusión, intervine.

–Tú me empujaste –le recordé a Roddy–. Me debes una.

–Está bien –suspiró, pero una de las esquinas de su boca se curvó hacia arriba.

–Tengo que irme a casa –dije a regañadientes dando un paso atrás.

Jim siguió mis movimientos, y me sentí un poco como un ciervo atrapado bajo su mirada. Realmente me observaba muy fijo. De pronto, no sabía si estar entusiasmada o preocupada.

–¿Dónde nos encontramos?

No entraba a trabajar hasta el mediodía del día siguiente. Tendría que mentirles a mis padres y decirles que no había tenido otra opción más que aceptar horas extras.

–Aquí. A las nueve de la mañana.

–¿Nueve de la mañana? No sé…

Jim puso la mano sobre la boca de su amigo y me sonrío.

–A las nueve está bien. Nos vemos entonces, Nora O’Brien.

Dije que sí con la cabeza y me di vuelta. Me hormigueaba la piel del cuello. Sentí su mirada sobre mí durante toda mi caminata al sur por la avenida Main, que atravesaba el centro de Donovan y tenía una extensión de más de seis kilómetros. Estaba dividida en norte y sur. La mayoría de los negocios estaban al norte, desde la Clínica Veterinaria Foster en el extremo norte más allá de la escuela primaria y la secundaria. Había muchos negocios pequeños: el mercado Wilson, el bufete de abogados Montgomery e hijos, la pizzería, las cadenas comerciales conocidas como la estación de servicio, el pequeño edificio rojo y blanco donde yo trabajaba, y así. La avenida Main Sur era mayormente residencial.

Caminé hacia el sur por Main Norte y luego doblé hacia Sullivan Oeste donde vivía en una casa de un piso y dos dormitorios que intentaba mantener lo mejor posible. Me llevó quince minutos llegar caminando desde el restaurante de comida rápida, y suspiré al acercarme porque el césped del jardín estaba demasiado alto. Nuestra casa era la más pequeña del barrio. La mayoría tenía dos pisos y porches bonitos. Nosotros no teníamos porche. Vivíamos en una caja rectangular gris claro con un techo gris oscuro. Tenía lindos postigos blancos sobre las ventanas pequeñas que pintaba todos los años.

Aunque Donovan era un pueblo donde todas las construcciones tenían mucho espacio para respirar y mucha luz, nuestra casa era bastante oscura debido al enorme árbol en el jardín delantero. Bloqueaba casi toda la luz que trataba de llegar a la ventana de mi dormitorio.

–Llegas tarde –suspiró mamá profundamente pasando a mi lado en cuanto entré a la casa. La miré tomar su abrigo del perchero de la pared con tanta fuerza que lo arrancó. Suspiró de nuevo y me miró–. Pensé que ibas a arreglar eso.

–Lo haré esta noche –prometí y me quité los zapatos.

–Ya comió, y está mirando el juego –se puso el abrigo y bajó la voz–. Está de pésimo humor.

–Entiendo.

¿Cuándo no estaba de pésimo humor?

–Hay sobras en la heladera para ti.

–Mañana tengo que hacer horas extras –dije antes de que se fuera.

–Pensé que no ibas a hacer más horas extras… Te necesitamos aquí –se quejó tensa.

–Y necesitamos mi trabajo. Si no hago horas extras, conseguirán a alguien que las pueda hacer –mentí por primera vez. Un dolor me atravesó el pecho por el engaño. Pero ese dolor no podía competir con las ganas de irme de aquí con un chico que me miraba como si yo fuera especial.

–Jesús –escupió mamá–. Ya tengo dos trabajos, Nora. Sabes que no tengo tiempo para estar aquí.

Me mordí el labio y me sonrojé. Me sentí horrible.

Pero, egoístamente, no lo suficiente.

–Está bien. Le pediremos a Dawn que pase cada tanto a ver cómo está –Dawn era nuestra vecina, una mamá de tiempo completo que era amable con nosotros–. ¿Terminas a las seis?

Asentí.

–Yo no hago horas extras, esta semana así que mañana termino a las dos.

–¿Y esta noche?

Mamá trabajaba en la barra de Al’s cinco noches a la semana y como camarera medio tiempo en Geena’s cinco días a la semana.

–Llegaré a casa a la una y media.

Papá solía ponerse molesto cuando mamá llegaba a casa. Eso significaba que probablemente ella no podría dormir hasta las tres de la mañana, y a las siete tenía que estar arriba de nuevo para empezar el turno en el restaurante a las ocho de la mañana.

No tenía por qué ser así. Yo podría haber trabajado a tiempo completo durante el día mientras ella trabajaba a la noche, o al revés, y podría haber funcionado. Pero mamá tampoco quería estar aquí. Siempre trabajó muchísimo.

La observé partir y recordé cuánto solía dolerme.

Ya no dolía tanto. De hecho, me preocupaba darme cuenta de que empezaba a serme indiferente.

–¿Eres tú, niña? –gritó papá.

Lo encontré en la sala de estar, en la silla de ruedas ubicada frente a la televisión. Tenía los ojos clavados en la pantalla, y no alzó la vista en ningún momento, ni siquiera para quejarse.

–Llegaste tarde.

–Lo sé. Perdón. ¿Necesitas algo?

–¿Necesito algo? –se burló con una mueca–. Hace rato que Dios decidió que necesito menos que el jodido resto de la gente.

Suspiré mentalmente. Lo escuchaba decir lo mismo una y otra vez desde que tenía once años. Bajé la vista hacia su pierna izquierda. O lo que quedaba de ella. Hacía siete años, había sido amputada desde la rodilla.

–¿Bebida?

–Tengo –me miró irritado–. Te aviso si necesito algo.

En otras palabras, desaparece.

Encantada.

Encontré los restos de pasta que mamá me había dejado en la nevera y los eché en un plato. No los iba a calentar. Me quedé mirando la puerta de la cocina, que dejé abierta por si me llamaba.

Antes de que todo se fuera al demonio, papá jamás me gritaba. Ahora siempre está gritando por algo.

Sorprendentemente, no me llamó, y pude comer mi pasta fría en paz. Cuanto terminé de lavar los platos sucios que mamá había dejado para mí, busqué las herramientas y coloqué el perchero en otra parte del pasillo. Cubrí el agujero anterior con masilla.

Después de darme una ducha, le alcancé otra cerveza a papá.

–La última por hoy –le advertí. El médico nos había dicho que no debía tomar más de dos cada veinticuatro horas.

–Si quiero otra cerveza –exclamó mirándome con odio–, me tomaré la jodida cerveza. No tengo nada. Me quedo aquí sentado pudriéndome, mirándote tu jodida cara de nada, mirando el trasero de tu madre saliendo muchas más veces que entrando, y quieres quitarme el único placer que tengo en la vida. Me tomaré una jodida… ¡no te atrevas a irte, niña!

Cuando le daba la rabieta, no se podía hacer nada. A veces, cuando me hablaba así, me daban ganas de interrumpirlo a los gritos. Aunque pudiera gritar durante cinco minutos seguidos, nunca igualaría a la cantidad de veces que había sentido la saliva de ese hombre en mis mejillas.

Dejé la puerta del dormitorio entreabierta por si me volvía a llamar. El volumen de la televisión subió más. Mucho más. Pero aún no lo suficiente como para volver y pedirle que lo bajara.

Ya tenía experiencia en hacer como si él no existiera, así que me entregué a mi santuario. Mi dormitorio era pequeño. No había mucho: una cama, un escritorio y un armario para la poca ropa que tenía. Había algunos libros, no demasiados. La mayor parte de los que leía era de la biblioteca.

La mayoría.

No todos, como los que tenía escondidos en mi habitación.

Me agaché y extraje la caja de zapatos vieja que tenía debajo de la cama, y la coloqué con delicadeza sobre el edredón. Disfruté mientras la abría, como si fuera un cofre con objetos preciosos. Me inundó una sensación de calma al contemplar mi tesoro escondido. Tenía un montón de libros usados de obras de teatro y poesía, libros que había comprado en línea y escondido para que mamá no descubriera en qué “desperdiciaba” mi dinero.

No me parecía un desperdicio. Todo lo contrario.

Extraje una pila de volúmenes, y acaricié la portada de Las brujas de Salem. Debajo estaban Fausto y Romeo y Julieta. Más abajo, Noche de reyes, Otelo, Hamlet y Macbeth. Tenía debilidad por Shakespeare. Hacía que los sentimientos más ordinarios, los pensamientos más comunes, sonaran grandiosos. Aún mejor, hablaba de las emociones más complejas y oscuras de un modo que era hermoso y apasionante. Moría de ganas por ver alguna producción de una de sus obras.

Moría de ganas por estar en la producción de una de sus obras.

Nadie sabía eso. Ni siquiera Molly. Nadie conocía mis sueños locos de ser una actriz de teatro. Se reirían de mí. Y con razón. Cuando era niña, había formado parte de un grupo de teatro amateur, pero tuve que dejarlo cuando papá ya no pudo ocuparse de sí mismo. Esa había sido toda mi experiencia sobre un escenario. Lo amaba. Amaba desvanecerme en la vida de otra persona, en otro universo, y contar historias que cautivaran a la audiencia. Y el aplauso final. Clap, clap. Era como un abrazo gigante que reemplazaba todos los abrazos que mi mamá se había olvidado de darme.

Me dejé caer en la cama regañándome por ese pensamiento. Mamá no era una mala persona. Se ocupaba de que yo tuviera un techo, comida en el estómago, zapatos en los pies. No tenía mucho tiempo para darme. Trabajaba duro. Esa era la vida de mamá. No debería enojarme con ella por eso.

El rugido de la multitud en el juego que papá estaba viendo me asustó.

En cuanto a él… No sé si lo que sentía era ira.

Tal vez era resentimiento.

Me odiaba por eso. Lo sabía. A veces pensaba que yo no era una buena persona.

Guardé todo de vuelta en la caja, la cerré y traté de olvidarme del dolor en el pecho y la sensación espantosa que tenía desde hacía ya un largo tiempo. Para ayudarme, tomé un libro que había pedido prestado de la biblioteca y me puse cómoda.

Por un rato, me perdí en la historia de un mundo diferente y de una chica que estaba en una cárcel que hacía que la mía pareciera un lugar de vacaciones. Finalmente, eché un vistazo al reloj y de mala gana dejé a un lado el libro.

Fui a la sala de estar y encontré a papá con la cabeza caída, dormido. Cuando apagué la televisión, alzó la cabeza de golpe y miró alrededor, desorientado. Cuando estaba así, semidormido y confundido, parecía muy vulnerable. Me ponía triste recordar cómo era antes.

Jamás había necesitado a nadie antes de tener la silla de ruedas. Por eso estaba enojado todo el tiempo. Odiaba ser dependiente.

–Ey, papá –le toqué con suavidad el hombro y me miró parpadeando–. Hora de ir a la cama.

Papá asintió y me hice a un lado. Caminé lentamente detrás de él, y lo seguí a su dormitorio. Mamá siempre lo ayudaba a cambiarse los pantalones de dormir para que yo no tuviera que hacerlo. Papá se quitó la camisa y se dejó puesta la camiseta. En una época, sus hombros habían sido anchos con bíceps fuertes por trabajar en la construcción. Pero habían perdido mucha definición con el paso de los años.

Aún tenía la fuerza suficiente como para ayudarme a acostarlo en la cama.

–¿Suficiente abrigo, papá?

–Sí.

–Buenas noches, entonces.

–Nora –me tomó de la mano y sentí que el alma se me iba a los pies, porque sabía lo que venía–. Lo siento.

–Ya sé, papá.

–Me enfado tanto y no quiero ser malo contigo, pequeña –me rogó con la mirada triste–. Ya sabes que eres lo mejor que tu mamá y yo hicimos, ¿verdad?

Se me llenaron los ojos de lágrimas y se me cerró la garganta.

–Lo sé –susurré.

–¿De verdad lo sabes? –me aferró la mano con más fuerza–. Te quiero, pequeña.

–Yo también te quiero, papá –logré murmurar luchando contra el ardor de la nariz.

Odiaba las noches en las que me recordaba lo que había perdido.

La vida sería mucho más fácil si no tuviera recuerdos de un papá que me había dado todo el cariño que mi mamá no me daba. Me daba besos y abrazos por cualquier motivo, y me hablaba de sus geniales planes para mi futuro. Iba a ir a la universidad. Iba a conquistar el mundo.

Y luego todo cambió.

Desde que tengo memoria, él trabajaba durísimo, una de las razones por las cuales no entendía por qué mamá trabajaba tanto. Papá tenía la empresa de construcción más importante del condado. Tenía muchos empleados, y vivíamos en una casa grande y hermosa que él había construido en las afueras de Donovan. Pero tenía diabetes. Y a medida que la empresa se volvía más exitosa, papá se estresaba cada vez más. Dejó de cuidarse con la comida y el alcohol hasta que, finalmente, tuvo gangrena en la pierna y no quedó otra opción que amputársela por debajo de la rodilla. Yo tenía once años. Solo era una niña.

El negocio de papá comenzó a decaer y Kyle Trent le compró la empresa por monedas, y la volvió a convertir en un éxito. Los Trents incluso compraron nuestra antigua casa. Asumí que estaba totalmente hipotecada porque no obtuvimos mucho dinero por ella, por lo que tenía entendido.

Mamá empezó a trabajar más. Me encontré convertida en cuidadora de papá. No era una tarea fácil, pero era mi papá. Su vida era difícil, y también la de mamá, así que hice lo posible para ayudar. Empecé a estar cansada seguido y a no tener tanto tiempo como antes para estudiar. Sin embargo, estaba decidida a mantener mis buenas calificaciones. Incluso cuando papá cambió y destrozó mis planes para el futuro. Me dejó bien claro que la universidad ya no era una opción para mí. Me recordé que de todos modos podía ir a un instituto terciario.

Algún día.

Si tenía tiempo.

Ahogué mis sollozos contra la almohada, y me aferré con fuerza al edredón. Lloré por mi futuro. Papá había pasado los primeros once años de mi vida construyendo algo increíble. Pero, más que nada, lloraba por él. Hice duelo por el héroe que me había secado las lágrimas con sus besos, que me había quitado el miedo con sus abrazos y que me trataba como si yo fuera lo más importante en su vida.

Cuando era pequeña, tener un padre amoroso era un hecho, era como debían ser las cosas. Y cuando de pronto lo perdí, y lo reemplazó alguien más amargado, triste y vulnerable, sentí que me había quedado sin mi ancla, que me iría flotando hacia el cielo sin protección contra las tormentas venideras.

No puedo explicar el miedo que da eso. A veces, pienso que sería mejor no haber tenido nunca nada.

Porque no lo extrañaría tanto.

Estremeciéndome de dolor, me abracé fuerte e intenté calmarme.

Pensé en el chico que había conocido hoy y en que me había mirado como si yo fuera especial.

Como papá me miraba los días en los que se asomaba el hombre que había sido.

Poco a poco, dejé de temblar y la culpa por haberle mentido a mamá se fue con los temblores. Necesitaba un día distinto. Un día para respirar hondo y en libertad. Un día, nada más. Un recuerdo para acompañarme en los momentos en los que respirar se me hiciera más difícil.