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El momento que esperas es ahora.

Compra ese vestido.

Haz la llamada.

Ve a la cita.

Di te quiero.

Cómete ese postre.

Baila bajo la lluvia.

Ríe a carcajadas.

Estrena los zapatos.

Bésale con ansia.

Envía ese mensaje.

Canta la canción.

Lee hasta dormirte.

Sueña hasta que se cumpla.

Porque el momento siempre es ahora.

1

No sabes nada, Cayetana Hernández

Cayetana

«Cincuenta y seis, cincuenta y siete, cincuenta y ocho, cincuenta y nueve…».

Dejé que el estridente pitido del despertador del móvil sonara el equivalente a un nanosegundo antes de arrearle —delicadamente, claro, que todavía lo estaba pagando—para hacerlo callar. No había pegado ojo, esa era la verdad, pero levantarme antes de que fuera la hora, por bien despierta que me encontrara, no constaba en los férreos artículos que regían mi constitución.

Aparté el nórdico y en el proceso de estirar el brazo toqué zona blanda. Mohín de disgusto. La cabeza trabajando a toda velocidad en busca de una explicación… ¡Ah, sí! Mierda. Ese tío. Seguía aquí. ¿Por qué? Con la pernocta tampoco comulgaba… Pero, claro, habíamos hecho nuestra esa popular letra de Sabina y nos habían dado las doce y la una, y las dos, y las tres…

Y estaba yo al borde del ataque de histeria al ver que tenía que empezar mi día y no lo hacía como más me gustaba: a mi bola.

Habría que ponerle remedio con carácter inmediato.

—Eh. Eh, tú. Fuera. Tienes que irte.

No entendí lo que masculló, aunque por el contexto bien podría haber sido cualquier cosa. Qué hora es, dónde están mis pantalones… o lo que fuera. Giré medio cuerpo y me aparté el flequillo de los ojos para verlo bien. Me notaba la boca pastosa y el cuerpo raro, como revuelto. Con esa sensación de incomodidad extraña que te dice a voces en el oído que necesitas comer, ducharte y quemar las bragas que has llevado puestas toda la noche. «Alma sucia», lo llamaba yo.

—Tío, en serio. Levanta y pírate.

Salí de la cama de un salto, me metí en los primeros pantalones que encontré y me eché un suéter por encima. Así, sin sujetador, camiseta ni nada. Ya habría tiempo para eso. Removí el desastre hasta dar con la ropa del susodicho y empecé a lanzársela cual jugador de béisbol profesional. Los gayumbos le impactaron en plena cara; la hebilla del cinturón, que colgaba inerte de los vaqueros, en el hombro.

—¡Au! Cayetana, joder… Me has hecho daño.

—Razón de más para que te vistas y te vayas ofendido de mi casa.

A poder ser, a la velocidad de la luz y sin mirar atrás.

Con el ceño fruncido y una barba de dos días desaliñada, mi amante bandido empezó a vestirse, echándome miraditas desconcertadas y medio mosqueadas que yo pretendí que no me afectaran.

A ver… Voy a dar una pincelada breve de la situación. Pero no entraré en detalles.

Me había ido a Barcelona, hacía como un año, huyendo de… porque… Bueno, que me había mudado de una capital a otra, ya está. Compartía piso en Sants con una estirada obsesivo-compulsiva, asustadiza y prácticamente asocial, y me había hecho más o menos a mi nueva realidad en todos los aspectos salvo en lo que respectaba al curro. Mi curro es una mierda.

Trabajo como fotógrafa en un estudio. Tengo un jefe que lo único que sabe de fotografía es que apuntas y disparas. Mi carrera como freelance está prácticamente parada porque tengo unos horarios que rozan el esclavismo, y porque, qué queréis que os diga, después de todo el día haciendo fotos para el dni, retratos reiterativos de embarazos o bodas y álbumes gemelos de comunión, de lo último que me quedan ganas es de callejear con mi Nikon en busca de inspiración. He perdido…, no sé, la chispa, las ganas. Mi toque. Ya no siento placer en hacer de cualquier rincón un instante para el recuerdo. Ya no soy capaz de encontrar el momento.

Supongo que me lo dejé en Madrid, en aquel piso que tanto me gustaba, con una amiga a la que quiero como a una hermana. O en Sevilla, acariciando los bordes fríos de un estetoscopio que se había convertido en la eterna página pendiente de mi vida. Pero no voy a hablaros de eso, de él, porque lo tengo superadísimo. De verdad.

—Joder, tía, ¡no son ni las ocho!

¡Ah, sí! El susodicho. En ese momento estaba poniéndose su reloj de pulsera. Ese que había tenido la desfachatez de dejar en mi mesilla de noche, previo empuje de mis cosas, como si fuéramos colegas de toda la vida, novios o follamigos en plan serio. Lo miré con impaciencia. Joder, normalmente los tíos estaban locos por largarse, ¿por qué narices él no?

—Es que yo entro a trabajar a las nueve. ¿Tú no?

—Hoy voy de tarde. —Pareció nervioso. Al menos un segundo, pero, claro, ¿qué sé yo? Habíamos practicado buena parte del Kamasutra por la noche, pero eso no quería decir que me supiera los detalles de su vida—. Voy directo a casa a darme una ducha y zamparme un desayuno continental.

—Me parece un planazo. No dejes que te distraiga.

Agarré el pomo de la puerta y tiré. Él, con la chaqueta colgada de un brazo, negó con la cabeza, pero se le escapó una sonrisilla.

—Ya veo que el romanticismo no es lo tuyo.

—La cucharita no me va. Soy más de palillos, ya sabes. —Hice un gesto obvio hacia mis rasgos medio orientales: de madre chino-sevillana y padre sevillano entero—. Y como te he dicho, tengo que currar en ese estudio de mierda que me permite pagar este piso de mierda, que comparto con una chica que subrayó en el contrato de alquiler que no podía traer gente a dormir.

Y que como saliera de su cuarto y nos pillara, me iba a caer encima como las plagas de Egipto.

—Venga, Caye, ¿en serio? Como excusa te las he oído mejores. ¿Me vas a decir que llevas un año aquí y la pirada esa no ha pasado la noche con nadie? ¿Nunca?

—Eh. —Lo señalé con el dedo. De repente las ganas de dialogar se me habían atragantado—. Solo yo, que la sufro, puedo llamarla pirada. Tú no.

—Vaya, vaya… Cayetana Hernández, al final vas a tener tu corazoncito y todo.

Lo escolté hasta el salón y, de ahí, a la puta puerta de entrada. Juro que, siendo el espacio compartido tan minúsculo como era, sentí el camino como si fuera una jodida gymkana del Grand Prix del verano.

—No te hagas ilusiones. Soy como Tony Stark.

Me pareció que por fin se iba, pero colocó la mano en el quicio de la puerta y se giró para echarme un último vistazo. Ay, de verdad, ¡qué cansino!

—Quita esa cara de mustia, Lucy Liu. El día todavía puede albergar sorpresas.

—Ya… Pero la noche es oscura y está llena de horrores, sobre todo si no duermes y todavía no te has tomado el café, así que… Ya nos veremos.

Le hice un gesto con la barbilla y empecé a cerrar. En serio. Literalmente. Al final pareció que captaba la indirecta —con esfuerzo, que se ve que el chaval todo lo que tenía de avispado para abrir sujetadores lo acusaba en cuanto a cazar las evidencias al vuelo—, se despidió y yo, por fin, pude echar el cerrojo.

Qué despiste… No os he dicho ni quién es. Ese era Pau. De cuyo apellido no puedo acordarme. Algo catalán, seguro. Trabaja en el mismo estudio que yo, y se encarga de la apasionante tarea de recortar los packs de seis fotos de carné que yo hago, digitalizar las imágenes antiguas que nos traen los clientes o ir cambiando los tipos de marcos horrendos que ofertamos para enmarcar láminas.

¿Cómo acabó un hombre como ese en la cama de una servidora? Pues… porque Barcelona es una ciudad grande y yo… jamás me he sentido más sola. Con mi amiga Nina y mi familia lejos, los primeros meses fueron un poco… caóticos. Fiestas y alcohol para olvidar que no estaba donde quería, y más fiestas y todavía más alcohol para superar que, tras la resaca tocaba recordar que seguía justo en el mismo sitio.

La ciudad era una gozada de cultura, gastronomía y arquitectura, pero el piso no me iba, el curro no me representaba y la gente con la que me relacionaba ni sabía nada de mí ni parecía tener el más mínimo interés en conocerme. Hasta Pau, que, al menos, sabía escuchar.

Nos enrollamos un par de veces, nunca de forma seria, ni mucho menos exclusiva. Yo no tenía el cuerpo para nada por el estilo, pero una tiene sus necesidades y, en ocasiones, ni el mejor vibrador del mercado aderezado con un buen surtido de fotos de Can Yaman es suficiente.

Que hacérmelo con un tío con el que trabajaba era un error ya lo sabía yo; pero no tenía intención de que la situación perdurara en el tiempo, y desde luego, no pensaba volver a meterlo en mi casa. La noche anterior me había cogido desprevenida, porque había en mi marcador más mojitos de fresa de los que mi hígado había podido filtrar. Pau se iba a quedar en algo meramente episódico. O, por lo menos, eso pensaba yo. Pobrecita.

De vuelta al presente que nos ocupa, me tomé un yogur con un buen chorro de leche condensada y, mientras paladeaba tan exótico manjar, mi compañera de piso hizo su aparición.

Pelo rubio largo, pijama random —en serio, cutre, cutre—, las gafas bien subidas por el puente de la nariz y su neceser marrón bien apretado bajo el brazo. El cepillo de dientes lo traía ya en la mano, me figuro que para ahorrar los valiosísimos segundos que habría perdido de sacarlo de su funda dentro del baño. Porque, sí, ella era de esas. De las que guarda todos sus enseres personales en su habitación porque no se fía ni de su sombra para dejar un triste tampón en un baño compartido.

—Buenos días, Cande. —Le sonreí, lamiéndome una gota de leche condensada que se me había pegado a la barbilla—. Has madrugado. ¿Entras más pronto a la gestoría esta semana?

No sabía en qué leches trabajaba.

—Cayetana… —Su tonito hizo que se me atragantara el yogur. Recordé en ese momento que no le gustaban los diminutivos—. He oído a un chico.

Me llevé la mano derecha al pecho y fingí otear el horizonte desde el trozo de encimera en el que estaba sentada, con la mismita cara de alucine que debió de poner el tío que atisbó el iceberg desde lo alto del Titanic.

—¿Un chico? ¿Dónde? ¿Estará vacunado?

Sonreí. Ella no, claro.

—Cayetana… Lo dejé superclaro en el contrato. Nada de visitas para dormir, y mucho menos de ese estilo.

—Normalmente cumplo con tus normas al pie de la letra, Cande, pero…

—Es «Candela». —Apretó más el neceser. Lo sé porque crujió un poco. Réquiem por el tubo de Licor del Polo—. Es el nombre de mi abuela, no me gusta acortarlo.

Tiré el envase del yogur al contenedor de reciclaje y luego me erguí con paciencia. Joder, qué mañanita…

—Perdona, siempre se me olvida. —Sonreí, pero un poco forzadita—. Decía que suelo cumplir con esa norma, pero…

—No me gusta que haya hombres en casa. Ni para dormir ni para estar por aquí. El piso es mío y te alquilo una habitación porque no eres fumadora y no tienes mascotas. Porque pagas el alquiler entre el uno y el cinco del mes y no vas a hacer agujeros en la pared. Pero también, Cayetana, porque prometiste que no habría visitas de ese estilo. ¿Sigues pudiendo cumplir eso?

—Pondré todo mi empeño, Candela.

Asintió y se alejó por el pasillo, vacía de toda pasión y sensualidad. Con su pijama cualquiera y su neceser discreto. Desapercibida. Tan hueca por dentro que la voz le hacía eco.

Me volví a la única parte del piso, mi habitación, donde podía sentirme más o menos cómoda, aunque en ese momento oliera a «visitas de ese estilo». Abrí la ventana y arranqué de la cama el nórdico y las sábanas. Me contorsioné para poder poner una bajera limpia y luego completé el trabajo lanzando las almohadas y cojines sin orden ni concierto.

Me quedé un momento mirando la hilera de lucecitas brillantes que había colgado sobre el cabecero. Había prendido polaroids del cableado. En algunas se veían los rostros sonrientes de los señores quiosqueros, también conocidos como mis padres, a Nina y a mí ataviadas como las Spice Girls con cepillos de pelo a modo de micrófonos y un montón de momentos robados de Madrid fotografiados por mí. Alguno había también de mi nueva residencia, pero yo no había sido justa con Barcelona, en tanto que me había acogido cuando llegaba a ella moribunda y con las alas rotas: su belleza se me escapaba del enfoque, y todo cuanto podía ver de la Ciudad Condal se me antojaba borroso y sin luz propia.

—Un trabajo solo es un trabajo, Cayetana. Un medio para un fin.

Me lo repetí hasta que las palabras se me atragantaron en el paladar, mientras sacaba del armario el pantalón de pinzas azul marino y la camisa abotonada color mantequilla con el pañuelito atado al cuello. Había una chapa con mi nombre y la imagen vectorizada de una réflex en la solapa que me ponía los pelos de punta, pero, con el tiempo, casi era capaz de no mirarla directamente.

Era esperpéntico. Parecía una azafata venida a menos. O la empleada de una cadena de hamburgueserías con ínfulas. Me gusta la ropa. Concretamente, me gusta mi ropa. Tengo un montón, y no pienso dejar el vicio. ¿Por qué no puedo llevarla al lugar donde trabajo? Si pudiera llevar mis vaqueros, o mis botines… Pero no. Ni siquiera nos daban esa libertad. Mamón era así de mal jefe. Perdón, Ramón. El desprecio me confunde. Por lo menos habíamos ganado la batalla de no tener que ponernos falda. Hombres y mujeres —Pau y yo, sin más— lucíamos el mismo atuendo. Salvo que él, en vez de pañuelo al cuello, llevaba corbata. En serio. Una puta corbata para hacer fotos en un estudio de mierda perdido en alguna calle trasera de la estación Barcelona-Sants. Ni os molestéis en buscarlo en Google Maps, que no sale.

Hice tiempo buscando una muda limpia en mi desastre de cajonera y sacando envoltorios vacíos de Mars y Twix de mi bolso de trabajo hasta que oí abrirse la puerta del baño. Imaginé que a Candela le habría tocado lavarse aquel espesísimo pelo suyo, y de ahí la tardanza. O, con suerte, había estado masturbándose en la ducha y ahora encararía el día mucho más relajada.

Como fuera, le fui a la zaga y me encerré antes de que pudiera decidir que le había faltado quitarse los pelos del bigote o algo así. Dejé que la nula presión de agua me mojara entera. Apoyé las manos en los baldosines y me miré los dedos. Llevaba las uñas recortadas y sin pintar. A Mamón tampoco le iban las estridencias. De hecho, al contratarme, me preguntó muy serio si habría un día en particular donde acudiría al trabajo con una diadema en forma de orejas de gato, o llevando alguna mascarilla pintarrajeada cubriéndome la boca; si celebraría el Año Nuevo Chino o si le haría huelga currando más.

Me lie una toalla en el pelo al pisar fuera del plato de ducha y extendí una generosa capa de crema por todos los poros de mi cara. Iba con el tiempo pegado al culo, pero había rituales que una mujer de bien nunca se saltaba, y la hidratación, para mí, era uno de ellos. Además, la genética me había dotado con una melena que se mantenía lisa en cualquier situación, así que el tiempo que muchas malgastaban peleando contra las ondas naturales de sus cabellos yo lo ganaba. Un poco de rímel y brillo suave en los labios era todo mi proceso de maqueado para ir al curro. Me subí las bragas bajo la toalla y salí descalza, esperando que en el tendedero hubiera algún par de calcetines limpios.

—¡Premio! —Los arranqué de la pinza, sin plantearme ni un segundo lo práctico que sería descolgar la ropa, que llevaba seca la friolera de cuatro días, y meterla en mi habitación—. Calentadle los pies a mami.

Metí los dedos agarrotados en esa maravilla de la ingeniería que eran las prendas interiores de algodón. Me había puesto unos de Spiderman, mi pequeño grito de rebeldía ante un uniforme que nos clasificaba a todos como empleados iguales.

Iba a darme la vuelta para proceder a vestirme y emigrar a toda velocidad cuando una Candela ya preparadísima —en serio, ¿cómo lo hacía?— se me puso enfrente.

—¡Hostias, qué susto!

Le vi agarrar el rotulador y acercarse a la pizarra que habíamos colgado de la nevera. Mal rollito. De esa puta pizarra nunca salía nada bueno.

—Te toca la basura esta semana, Cayetana. Y el baño.

—El baño lo hice la pasada.

—Ya, pero yo te cambié el turno de la cocina. Te vuelve a tocar.

Inflé los carrillos. ¿Pillaría abierto algún sex shop de camino al estudio de fotos para invertir en dieciocho centímetros de alivio del estrés que poder regalarle a aquella siesa?

—Pierdes la mitad de toda esa melena «mufásica» al lavarte el pelo, Cande. —Y le puse todo el retintín que me fue posible al diminutivo—. Es un problema del que deberías ocuparte.

—¡A mí no se me cae el pelo!

—No, claro. —Me agarré bien la toalla bajo las axilas. Solo faltaba completar la mañana haciéndome un Sabrina—. Se te precipita de la cabeza porque es incapaz de seguir soportando tus neuras.

Emprendí camino a la habitación. Ella no me siguió, claro. La buena y perfecta Candela. Su palo metido por el orto le impedía cualquier tipo de confrontación. Otro gallo cantaría si el orificio rellenado fuera otro…

—¡Te toca el baño! —me gritó, tirando de la puerta para marcharse a la gestoría a gestar, o en lo que coño trabajara ocho horas diarias—. ¡Estás avisada!

Me vestí lo más deprisa que pude teniendo en cuenta que odiaba cada prenda con todas las fibras de mi ser y luego cogí aire. Algún rincón perdido de mi mente recordó las palabras de Pau, eso de que el día todavía podía albergar sorpresas, y me obligué a creer que era posible. Desde luego, yo pensaba poner muy mucho de mi parte para que así fuera.

Agarré mi porfolio de la mesilla y sonreí al apretarlo entre mis manos. Había estado trabajando en un par de propuestas para Mamón sobre cómo maximizar los recursos y hacer que la jornada fuera un poco menos… estancia en el infierno de los fotógrafos, y hoy, por fin, pensaba enseñársela. Me había empapado del callejero de Barcelona a tal nivel que hasta el padre de Nina, taxista de profesión, se habría sentido orgulloso de mí: lugares apropiados para sesiones al aire libre, alquileres por horas para tiradas temáticas, calles con encanto, zonas ajardinadas y espacios naturales donde recrear fondos nuevos para las fotos. Novedad. Dinamismo. La posibilidad real de que mi toque tras la cámara resurgiera.

Pasé la mano por la mesilla, para eliminar la huella imaginaria del reloj de Pau, y luego centré mi pila de libros sin leer. Él había tenido la osadía de apartarlos para dejar sus cosas, algo que me había incomodado hasta provocarme escalofríos.

Eso no importaba. Era posible que estuviera a punto de dar un pequeño paso para el hombre, pero uno muy grande para no ir a mi trabajo todos los días deseando que una apendicitis de caballo me tirara al suelo.

Me confié, y ese fue mi primer error. Sonreí mientras me calzaba los zapatos más feos jamás creados para los pies de una mujer, y hasta me permití sentir cierto entusiasmo ante lo que se avecinaba. Y ese fue el segundo error. Debí revisar el contenido del porfolio antes de coger el estuche de la Nikon, colgarme el bolso del hombro y salir del piso sin mirar atrás, pero, claro, yo todavía no sabía nada; porque haberlo sabido de antemano nos habría dejado sin historia, y, llegados a este punto, ¿qué gracia tendría eso?

2

La traición lleva zapatos ortopédicos

Cayetana

Me permití la licencia de parar a comprarme un donut relleno y callejear un poco. Paré delante del edificio del Palau Balaña Multicines, aunque me cogía un poco —bastante— mal de la trasera de la estación donde estaba el estudio de fotos. Llamadme irresponsable si queréis, pero aquella mañana en particular tenía yo instalado en el pecho un no sé qué que hacía que mi poca prisa habitual por llegar al curro se hubiera diluido todavía más.

Pese a tener en mi poder el porfolio único, mi tesoro, no terminaba de animarme a cumplir con el ritual metafórico de fichar y ver pasar la mañana y parte del mediodía metida entre aquellas cuatro paredes atestadas de columnas falsas, columpios falsos, arcos de medio punto falsos y, en fin, fotografía falsa, para resumir. Sabía que llegaría el momento en que tendría que hacerlo, y enfaticé esa seguridad sacándome el móvil del bolsillo trasero de los horribles pantalones y abriendo mi aplicación de Amazon.

—Quiero esas botas… —Y acaricié la pantalla, a ver si a fuerza de mirarlas con deseo, como Audrey Hepburn ante el escaparate de Tiffany, el precio disminuía—. Hay que ver a lo que tiene que rebajarse una chica decente por mejorar su fondo de armario de cara al invierno…

Desencajé mi mandíbula a lo serpiente y me metí el resto del donut en la boca. Después, me limpié las manos con un pañuelo de papel y aceleré el paso. Fui construyendo en mi cabeza una suerte de discurso lapidario que haría que Mamón no pudiera por menos que romper en aplausos mientras me dejaba de encargada de la tienda. Sabía lo que quería decirle y que mi propuesta era consistente, así que me armé de valor y, una vez delante de la puerta, tiré de ella con confianza.

Olía a desinfectante. Y un poco a productos químicos, a pesar de que la era digital se había comido el proceso de revelado tradicional hacía ya mucho tiempo. Pasé tras el mostrador para dejar mis cosas, pero, sin ni siquiera haber soltado el bolso, me di cuenta de que la cosa pintaba fea. Primero, porque oí una risa ronca desproporcionada, y allí nadie se reía, porque nadie podía ser feliz haciendo aquel trabajo, y, segundo, porque las sombras que venían del cuartito para empleados eran dos. Y, que yo supiera, esa mañana en particular allí solo pringaba una servidora.

Enarqué una ceja y llamé con los nudillos de modo ceremonial, porque antes de que las dos cabezas tuvieran tiempo de levantarse, yo ya tenía los dos pies dentro de la habitación. Me encontré a mi jefe y a Pau, y no, no estaban en posiciones comprometidas, ni haciéndose mutuamente la prueba de la alcoholemia; eso habría estado hasta bien, teniendo en cuenta lo que vino después.

—Vaya, pero ¡qué ven mis ojos! ¡Si es Cayetana, la mujer para la que los horarios no existen!

Mamón levantó su brazo peludo y regordete y se señaló un reloj que debía de llevar incrustado allí desde su comunión.

—Buenos días, perdón por el retraso. —No me parecía haber llegado muy tarde… en comparación con el resto de los días—. He tenido un pequeño problema con un desvío.

—Llevas un año viviendo aquí, Cayetana, ni siquiera necesitas coger el metro para venir a trabajar; ¿esperas que nos creamos eso?

Lo miré, contrita. El pelo prácticamente le brillaba por su ausencia, y tenía la camisa del uniforme, muy parecida a la nuestra, cubierta de manchurrones. Mamón era un tío desagradable, así, en general, pero no era habitual que se ensañara conmigo. De hecho, tenía momentos donde casi se esforzaba por ser majo, cosa que resultaba todavía más inquietante, pero que, sin duda, era mejor que aquel escarnio público al que me sometía delante de Pau, que se había cruzado de brazos y me hacía señas raras.

—¿Y a ti qué coño te pasa?

Mi comentario, por lo visto, le hizo sonreír.

—Tienes azúcar glasé en las comisuras. —Se tocó las suyas, en un gesto obvio que le hizo parecer un completo imbécil. En serio. Creedme. Lo tenía delante—. Parece que hemos resuelto tu problema con el desvío.

Me erguí, aunque, con mi escasa estatura, eso no impresionó a nadie. Todo aquel hablar en plural me estaba poniendo histérica. Mamón estaba de mal talante y el jodido Pau sin apellido no dejaba de poner sal en la herida. Ese no era el clima en el que yo quería presentar mi nueva idea.

Tomé notal mental de que, igual, llegar tarde y con pruebas incriminatorias encima tampoco había sido mi momento más inteligente, pero las cartas estaban repartidas y era mi turno para lanzar el farol. Iría con todo lo que tenía. Total…, ¿qué podía perder?

—Escucha, Ma… Ramón: me gustaría comentarte un par de cosas.

—¡Estoy hasta aquí, Cayetana, hasta aquí te digo! —Se tocó el nacimiento del pelo, que estaba mucho más atrás de lo normal—. Te contraté a pesar de que no estaba seguro de que la mezcla de culturas fuera a ser algo favorable para mi negocio, te di una oportunidad y tú… ¡tú no te tomas este trabajo en serio!

—Eso no es cierto. —Mentira—. Puede que me haya costado aclimatarme a volver a tener un jefe, pero soy una buena fotógrafa—. Apreté los puños—. Y soy sevillana, nacida y criada en Sevilla. Nuestra cultura es exactamente la misma.

—No sé, Caye… ¿No has dicho tú misma que prefieres los palillos antes que las cucharas? Eso marca una diferencia cultural importante.

La sonrisita petulante de Pau se me clavó como el soniquete molesto de una canción mala. Estaba claro que allí pasaba algo de lo que yo no me había enterado. Para empezar, el muy pazguato llevaba puesto su uniforme, y su turno de trabajo para esa jornada era de tarde. Puede que fuera un lameculos, pero no iba a llegar seis horas antes. Algo se me escapaba, estaba claro.

—Esa es una información que has obtenido fuera del horario laboral, Pau, y, por lo tanto, no estás autorizado para emplearla aquí.

Se encogió de hombros, como si le diera exactamente igual. En ese momento, Mamón le pasó el brazo sobre los hombros, como el Padrino cuando te aceptaba en su despacho el día de la boda de su hija. Vale… La cosa se ponía peor.

—Ahí tienes la primera diferencia entre un buen empleado y otro al que su trabajo no le importa. —Mamón, con las comisuras de la boca llenas de saliva, se sacó un papel doblado del bolsillo y me lo tendió de malos modos—. Mientras tú llegas tarde y lo haces todo de mala gana, Pau acude puntual incluso los días en que entra por la tarde. Y, no contento con eso, mira por el negocio. Aporta ideas, Cayetana. ¿Alguna vez has hecho tú algo por este estudio?

Boqueé. Intenté pensar qué hacer primero, si cerrarle aquella bocaza a mi jefe con hechos tácitos y tangibles, como lo que llevaba dentro del porfolio, o rendirme a la curiosidad de las paridas que Pau podría haber manuscrito deprisa y corriendo para anotarse un tanto. Incapaz de decidirme, intenté lanzarme a por las dos cosas. Fui desdoblando la hoja mientras dejaba mi porfolio sobre la mesita más cercana y empezaba a parlotear, nerviosa.

—Pues mira, Ma… Ramón, es curioso que me acuses de eso porque precisamente tengo aquí…

—¿Qué? ¿Un montón de excusas llenas de azúcar glasé?

—Pau, ¿podrías, respetuosamente, irte a tomar por culo?

—Añadiremos falta de compañerismo y educación a tu interminable lista de cualidades pendientes —dijo Ramón.

—¿Qué? ¡No! ¡Soy buena compañera! De hecho, ¡soy una compañera cojonuda! ¿Quieres hacer el favor de escucharme un momento, Mamón?

—¿Qué has dicho?

Ay, la madre que me parió… Que es una santa y una señora sin mácula, pero qué desastre de hija había traído a este valle de lágrimas… Cogí aire. Bajé los hombros. Me pasé la mano por la cara. Hice todos los movimientos que mi cuerpo fue capaz de gestionar en una media de dos minutos, desesperada como estaba por darle sentido a aquel batido de mierda lleno de grumos. Un símil asqueroso, lo siento.

—Ramón… —Y lo dije lo bastante despacio como para no cometer errores—. He traído una propuesta para mejorar el rendimiento, la calidad y el catálogo de oferta del estudio. He estado trabajando en él mucho tiempo y…

—No me digas… Vaya, pero qué conveniente. —Pau se tocó la barbilla. Todavía no se había afeitado, y era de esos hombres a los que la barba de pocos días sienta fatal—. Nunca te ha gustado este lugar, ni nada de lo que se hace en él. Te quejas día sí día también de tu trabajo ¿y ahora esperas que creamos que quieres mejorarlo?

Me subió la bilis al estómago, pero la controlé.

—No espero nada de ti, imbécil. Estoy hablando con Ramón, que es la persona a la que quiero trasmitir mis ideas.

—¿Ideas, Cayetana? —El susodicho se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano. Se le quedaron las gotas pegadas a los pelillos, como el rocío de la mañana sobre el césped, pero en asqueroso—. ¿Y qué ideas tienes? ¿Gestionar tus propios horarios, aparecer cuando te dé la gana y hacer caso omiso a todo lo que te dicen?

—Pues en realidad… creo que algunas de las reglas que impones son muy restrictivas, y este tendría que ser un entorno donde primaran la creatividad y…

—¡Gilipolleces!

Me cortó en seco, sin más. Su mano gruesa señaló el documento que yo todavía no había terminado de abrir. Me instó a hacerlo, y cuando tuve la hoja y su contenido completamente delante de mis ojos, perdí el poco color de piel que poseía. Si no hubiera sido por el donut de azúcar glasé de la discordia, estoy segura de que habría caído al suelo redonda.

—Pe… pero esto no… no… ¿Qué coño…?

—Eso es un dosier de propuestas debidamente presentado y entregado en mano. Por Pau. —Otra vez, le pasó el brazo por los hombros. Lo zarandeó tan fuerte que el flequillo pulcramente peinado de mi compañero, trepa y ladrón, se salió de su sitio—. En un día donde no tenía por qué venir, por cierto.

—No es nada, Ramón. He trabajado mucho en esto y pensé «¿Por qué esperar?». Lo que es mejor para el estudio es mejor para todos los que trabajamos en él.

Atónita, me incliné sobre la mesa donde había dejado abandonado mi porfolio. Pasé de la diatriba y los halagos masculinos que aquellos dos hombres no paraban de intercambiarse y revolví entre mis papeles, aunque sabía de sobra que no iba a encontrar lo que buscaba. Entre otras cosas, porque lo tenía en la mano, firmado bajo otro nombre.

—Me lo has robado. —Levanté la vista. Pau seguía sonriendo, pero tuvo el tiento de quitarle énfasis a su expresión—. Cuando estuviste en mi casa y dejaste tu puto reloj de mierda en mi mesilla, después de hacerme todas esas preguntas y sonsacarme toda la información posible…, descubriste el trabajo que yo había hecho y te lo apropiaste.

—Cayetana, por favor, ¿qué dices? No hagas el ridículo.

—Este dosier es mío, Ramón. Yo lo escribí. Yo estudié el mercado, la ciudad y las potencialidades del barrio para sacarle mayor partido. Yo iba a entregártelo hoy. Y él…, este… idiota, lo ha hecho pasar por suyo.

—Has llegado tarde, Cayetana. Jamás te has interesado por el trabajo, y nunca has tenido iniciativa para nada más que rezongar sobre lo mucho que detestas servir bajo la batuta de un superior. —Pau se encogió de hombros. Su mano cayó sobre el bíceps de Mamón, que lo miró como al hijo que probablemente nunca había podido concebir—. ¿Esperas que alguien crea que de repente te ha venido la inspiración divina y has hecho algo como esto motu proprio?

—Eres un cretino, Pau. Un ladrón y un aprovechado de mierda que no vale más que para recortar fotos de carné. ¿De verdad crees que va a colar que ha sido idea tuya? No eres capaz ni de quitarle la tapa al objetivo sin que te lo digan antes.

—Y encima mal carácter y continuas faltas de respeto… Cómo me equivoqué contigo, Cayetana.

Le salté encima. Puños en alto y grito de guerra naciendo en lo más profundo de mi garganta. No sé si él reculó o si Mamón se interpuso. No lo recuerdo. Sé que no llegué a darle su merecido, aunque no por falta de ganas. La mirada iracunda de mi jefe me hizo sentir pequeña y desvalida. Gritó que parásemos, que estaba todo dicho y decidido. Por supuesto, yo sabía que aquella era una batalla perdida, y, aun así, no dejé de clamar por mi autoría de aquel dichoso dosier, pero, por supuesto, todo cuanto dije se fue por el desagüe.

—Nunca encajaste aquí, Cayetana, tienes que aceptarlo.

—Pau tiene razón. —Mamón entrelazó sus dedos, gordos como salchichas Oscar Mayer—. Te he priorizado porque parecía que sabías lo que hacías, pero está claro que Pau ha demostrado más iniciativa y un comportamiento que casa mucho mejor con mi forma de manejar las cosas.

—¿Porque los dos meáis de pie?

—¡No te atrevas a acusarme de machista, Cayetana! ¡Esto no tiene nada que ver con que seas una mujer!

Aluciné pepinillos. Airada, recogí mi porfolio de la mesa y el bolso que había lanzado al suelo y los miré a los dos como si fueran los peores bichos del universo.

—Meter el sexo de por medio siempre es un error, chica. —Pau tuvo la desfachatez de sonreírme—. Te dije que el día podía sorprenderte… Ahí tienes un aprendizaje gratuito de mi parte.

—Eres un…

—Bueno, bueno, ya está bien. Cayetana, lo siento, no tengo hueco para dos fotógrafos en mi estudio, y entre Pau y tú, está claro cuál va a ser mi elección. Tengo que despedirte.

—¿Despedirme? —Solté un exabrupto—. ¿Y puede saberse de qué te va a servir Don Ideas Brillantes cuando haya que hacer una sesión? ¡No sabe ni coger la cámara!

—Algo que se arreglará con mucha facilidad con el curso de fotografía que voy a financiarle —dijo Ramón.

Bueno mira, me bajo de la vida. Me precipito de la existencia. Paro el mundo, me ato una soga al tobillo y me lanzo al espacio, a que la cabeza me choque contra los anillos de Saturno.

—Esto es de traca… ¡de traca! —exclamé.

—Sin rencores, Cayetana. Seguro que acabas encontrando algo más acorde a tus… exigencias —dijo Pau.

Iba a pirarme sin más. Lo juro. Pero fue superior a mí. Hay pullas que no se pueden dejar pasar. Y esa fue una.

—Para empezar, me aseguraré de que el próximo tío con el que me acueste no me robe en mi propia casa.

—Vamos… Eso no puedes demostrarlo.

—¡Ja! —Hice una bola de papel con su supuesta propuesta y se la lancé en la cara. Fue un pleno—. Y luego tendré mucho ojo en escoger a uno que no haga cunnilingus tan chapuceros como tú.

—Eres una resentida, Cayetana. Y una mal…

—¡Dilo! ¡Venga, Pau! Termina esa palabra y te juro que me como tus huevos empanados dentro de mi cuenco tibetano. —Hice amago de tirarle el bolso y vi con placer cómo se arrugaba. Cobarde acusica…—. No me van a hacer falta ni palillos.

Salí de la sala de personal y eché un último vistazo a mi alrededor. No iba a echar de menos los grotescos marcos llenos de florituras góticas en tonos que iban desde el azabache hasta el guinda. Ni el mostrador, demasiado alto y desordenado. Ni el cubículo para las fotos de carnet, con la luz artificial impactando de forma directa contra los rostros de quienes acudían, siempre incómodos, para sentarse en el taburete cojo justo ante mi objetivo. Perdón, el objetivo de Pau.

—Hay que ser zoquete… Se va a hundir solo por no ver más allá de sus narices.

—¡Cayetana, espera!

Los pasos de mi exjefe eran como los de un rinoceronte en plena selva. Me salió al paso. Seguía iracundo y algo sonrojado, me figuro que por el esfuerzo que debía de haberle supuesto andar los tres metros que separaban la estancia donde había estado de la entrada de la tienda donde nos encontrábamos ahora.

—¿Se te ha quedado algo en el tintero para decirme?

—Mira, Cayetana, no sé por qué actúas así, haciéndote la ofendida. ¡Ni siquiera te gusta este trabajo!

Bueno, eso era verdad.

—No quiere decir que no lo necesite o que no sea, por mucho, la mejor profesional que tienes aquí. Perdón, tenías. —Me crucé de brazos—. Si has terminado, pasaré a finales de semana a recoger mi finiquito.

—¡Pues no esperes un céntimo más de lo que te mereces!

Con la mano en el asa de la puerta, giré la cabeza para poner los ojos en aquel desagradable señor una vez más. La penúltima, si el tuerto que me había mirado tenía a bien poner su foco de atención en otra parte.

—Mucha suerte con el desastre que se te viene encima, Mamón. Pau no aprendería fotografía ni aunque Cartier-Bresson en persona se ofreciera a enseñarle. Y prepara el talonario, porque ni siquiera tiene cámara propia.

—¿Cómo me has llamado?

Bueno, ya no trabajaba para él, ¿verdad?

—Mamón, que es exactamente como te mereces llamarte.

Salí del estudio. Era plena mañana de un octubre especialmente cálido. Los rayos del sol me impactaron en la coronilla cuando eché a andar, maldiciendo los zapatos ergonómicos y el horroroso uniforme que, mirando el vaso medio lleno, ya no tendría que volver a ponerme.

Me arranqué la chapa con desdén y la lancé a la primera papelera que encontré a mi paso. El ridículo pañuelo del cuello compartió el mismo destino. Me equivoqué al girar en una calle, y tuve que darme la vuelta para desandar mis pasos… antes de caer en que, dado que acababan de despedirme y era horario laboral, no tenía ningún sitio de particular adonde ir.

Me decanté por una visita al Mercat de L’Estació. Saqué un refresco de la máquina y me senté en un banco. En el bolsillo, el móvil me vibró un par de veces, pero al echar un vistazo a las múltiples notificaciones sin revisar, la mente se me distrajo a la imagen de fondo de pantalla. Llevaba sin cambiarla por lo menos ocho meses, ya que era una fotografía mía de la que me sentía especialmente orgullosa. La había hecho en la sierra de Madrid, en una escapada con colegas después de un seminario del que apenas podía recordar nada, salvo que el tercer chupito de tequila habría sido mejor dejarlo dentro de la botella.

Me encantaban la luz, el encuadre y lo que el paisaje me decía. Había visto esa misma zona fotografiada múltiples veces; yo misma había tomado otras instantáneas sin que estas me dijeran más que lo que se atisbaba tras una mirada simple. Roca, vegetación, la acostumbrada puesta de sol y Madrid desde las alturas; tras revisar muchas tomas iguales, quise reinventarme. Retarme a mí misma. Me planté a las cinco de la mañana en la cima y disparé sin casi enfocar. Las nubes algodonosas y el sol a medio camino entre salir o retrasarse unos minutos más, con ese cielo nocturno cediendo a un nuevo día que se adivinaba a lo lejos pero no terminaba de llegar del todo. No era una foto de premio, ni de lejos. Y seguramente, jamás se vendería, pero la había colgado en mi página de fotógrafa freelance y después me la había agenciado, porque mirarla me recordaba que podía hacer cosas diferentes. Que mirar distinto donde todos veían igual era algo con lo que yo había nacido.

Esa imagen gritaba mientras guardaba silencio. Era… el momento decisivo. Y supongo que allí sentada, sin trabajo ni expectativas aparentes, eso fue exactamente lo que supuso para mí: el momento decisivo. La certeza de que todo estaba a punto de cambiar. Más me valía pisar firme. Y eso me sirvió como excusa para entrar en mi aplicación de Amazon y dar el clic a las botas. Ya vería el mes que viene cómo me apañaba. Por el momento, disfruté del refresco y entré en el mercado para zamparme una ración de pan tumaca con jamón.

Las mejores decisiones se toman con el estómago lleno. De toda la vida.