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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Colleen Collins

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Huida hacia el deseo, n.º 1014 - septiembre 2019

Título original: She’S Got Mail!

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-431-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

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Capítulo Uno

 

 

 

 

 

La madre de Rosalind Myers siempre decía que Rosie, como la llamaba todo el mundo, llegaría tarde incluso a su propio funeral.

Rosie trató de evitar tan mórbido pensamiento y tomó la curva a toda velocidad.

No habría problema. Gracias a la plaza de aparcamiento que había alquilado, lograría llegar a tiempo a trabajar aquella mañana de junio.

Se comió las migas que le quedaban del desayuno, consistente en un bollo que había devorado entre la avenida Michigan y la calle State, y miró el reloj de plástico que llevaba en el salpicadero. Ya pasaban un par de minutos de las ocho.

Quizás debía apresurarse un poco. A las ocho y cuarto ya estaría con el bolígrafo en la mano insertando comas, eso como muy tarde.

De pronto, un bache hizo que los bajos del coche sonaran sospechosamente. Escuchó atentamente por si algo se había desprendido. Nada. Por suerte, no estaba dañado, lo cual agradecía, pues no estaba en situación de gastar ni un centavo en la reparación de su coche.

Continuó en dirección al elegantísimo edificio Loop. Detrás estaba su plaza de aparcamiento, un pequeño hogar lejos de su hogar.

«Hogar». Dentro de ella algo se removió y pensó en su lugar natal, la granja de Colby, Kansas, donde había vivido toda la vida antes de trasladarse a Chicago hacía siete meses. A través del parabrisas observó el cielo sucio de la ciudad y se preguntó en qué punto del camino el aire puro de Kansas se transformaba en aquello, en qué momento, los campos de trigo se convertían en calles llenas de coches.

Entró en el aparcamiento y se dirigió directa hacia su sitio.

Frenazo.

¡Alguien había aparcado en su plaza!

Parpadeó, agarró el volante con fuerza, sorprendida aún de no haberse estampado contra el BMW negro que le había usurpado su aparcamiento. Todavía temblorosa por el susto del frenazo y furiosa con el intruso, echó marcha atrás, detuvo el coche y salió.

Metió los pies de lleno en el charco de agua sucia que había en el suelo. Parte del lodo le salpicó las medias y la falda. Iba a llegar tarde y Teresa no se iba a creer su excusa por muy cierta que fuera. Tendría que aparcar varias manzanas más abajo y, definitivamente, se habría pasado en mucho la hora de entrada.

Miró al BMW y se aproximó a él para observarlo con más detenimiento. Sobre el asiento había un libro de leyes.

Tenía que ser alguien del mismo edificio que el suyo. La revista Hombre, para la que ella trabajaba, ocupaba los dos primeros pisos. En el tercero, había un corredor de bolsa, una economista y, si no recordaba más, un abogado.

–¡Te tengo! –pensó, orgullosa de su deducción.

Iba a llegar realmente tarde, porque encontrar un sitio donde aparcar era prácticamente imposible. Pero, además, se iba a tomar unos minutos más para hacerle una pequeña visita al abogado de la tercera planta.

Sonó una estridente bocina detrás de ella.

Rosie se volvió y vio un pequeño camión detrás de su coche. Un brazo peludo y lleno de tatuajes se agitó impaciente por la ventanilla.

–¡Señorita! ¿Ese coche es suyo? –dijo el conductor, con una voz aún más velluda que su brazo.

Los hombres eran incapaces de arreglárselas cuando se les presentaba el más mínimo inconveniente.

–Sí –respondió ella, con esa actitud que solía usar en su adolescencia cuando su hermano mayor se ponía chulo con ella. Adoptar la personalidad de una diosa griega le daría fuerza.

Claro que Rosie era mucho mejor en el arte de correr que en el de pelear, así que se decidió por Artemisa, se metió a toda prisa en el coche y arrancó, levantando un impertinente dedo corazón para despedirse del camionero que aguardaba detrás.

 

 

–Buenos días –una mano llena de uñas de color naranja precedió a una cabeza con labios también naranja, que se asomaba tímidamente por la puerta de la oficina de Benjamin Taylor.

Ben agarró la taza de café y dio un buen sorbo, para poder enfrentrarse a la mujer que estaba a punto de entrar en su oficina: su ex esposa, Meredith.

Llevaba nuevo pintalabios y nuevas uñas, señal casi inequívoca de una ruptura con su último novio, Dexter-no-sé-qué-más.

Y Meredith no hacía sino repetir lo que siempre hacía: recurrir a su ex esposo, el que siempre estaba allí cuando lo necesitaba.

–¿No me dices buenos días? –preguntó ella con un puchero.

–Buenos días –farfulló él, somnoliento, mientras pensaba, «por favor, que no se le ocurra depositar ningún beso en parte alguna de mi fisonomía con esos repugnantes labios».

–Eso está mejor –dijo ella.

Por fin, el resto de Meredith hizo acto de presencia en la oficina. Iba vestida con un quimono naranja, verde y azul de satén, que no tenía mucho sentido. Aquel era el típico cambio de imagen que ella adoptaba cuando la dejaba algún novio.

Meredith señaló la esquina del despacho.

–He visto una lámpara increíble, que iría perfecta ahí.

Ben se tensó. Siempre ocurría lo mismo. Cuando se sentía abandonada, la tomaba con su oficina. Meredith era decoradora de interiores y tenía suficiente dinero como para malgastarlo en cosas así. Pero su afán por redecorar la oficina la llevaba a iniciar trabajos que siempre dejaba a medias en cuanto aparecía un nuevo amante.

–Deja la lámpara que hay donde está –dijo Ben.

Ella parpadeó compungida.

–De acuerdo, la lámpara se queda donde está –volvió a parpadear–. Nunca me habías hablado en ese tono.

Miró a Meredith y recordó que aquella mujer tenía el corazón partido y que debía tratarla bien.

–Todavía no he ingerido suficiente café.

–¿Te gusta mi pelo? –preguntó ella directamente.

Ya había empezado a echar de menos la pregunta. Trató de no mirarla con demasiado desconcierto.

–¿Qué es eso que llevas en la cabeza?

–Palillos. Palillos chinos.

¿Palillos de comer?

–Es muy… sofisticado –dijo él. Aquel extraño moño parecía un nido para pájaros, pero sabía que eso, mejor, no se lo debía decir.

Notó las sombras oscuras que rodeaban sus ojos y se compadeció de ella. A pesar del tumultuoso divorcio que habían tenido y de que solo recurría a él cuando tenía una decepción amorosa, Ben no podía herirla. Estaba claro que Meredith estaba de luto.

–Sí, claro, tu pelo está… bien –le dijo.

–¿Bien? ¿Eso es todo lo que se te ocurre?

–Bueno… está bien y está marrón.

Por suerte o por desgracia, en aquel instante se oyó en la habitación otra voz femenina.

–¡Meredith! –era Heather, que se lanzó como una loca a abrazar a Meredith–. ¡Cambio de imagen! Estás estupenda.

Meredith sonrió, sin duda complacida por la inesperada avalancha de cumplidos.

–Gracias. Tenía ganas de probar algo nuevo.

Heather la miró con compasión.

–Has roto con Dexter, ¿verdad?

Meredith hizo otro puchero. Los labios le temblaron y, por fin, se lanzó a llorar en brazos de Heather.

Heather miraba a Ben inquisitorialmente.

–¿No tienes nada que decir? –le preguntó.

–Sí, que has llegado tarde.

Ella lo miró con impaciencia.

–No a mí, sino a ella.

–Su pelo está bien y está marrón, pero siguen siendo casi las nueve y llegas tarde.

Heather juró entre dientes, mientras oía que Meredith decía algo sobre Dexter.

Ben miró a las dos y pensó que tenía ex mujeres suficientes como para poner un museo. A sus treinta y seis años ya no estaba para tener ninguna más. Prefería la compañía masculina. Donde estuviera una noche en la bolera, tomando cerveza, que se quitara todo. Aunque debía reconocer que él prefería el vino y el ajedrez, un pasatiempo que había compartido en el pasado con su amigo Matt, antes de que se enamorara y se marchara a California.

Desde entonces, lo más cerca que había estado Ben de una conversación entre hombres había sido a través de la revista Hombre, en su columna «Un hombre de verdad responde a preguntas de verdad». Allí se respondía a todo tipo de preguntas masculinas.

Cuando no tenía clientes en el despacho, mataba el tiempo leyendo aquella revista, que le pedía a Heather que escondiera en cuanto alguien entraba. No le parecía que diera buena imagen.

Heather, que todavía estaba consolando a Meredith, lo devolvió al presente.

–¡Está herida!

Él se encogió de hombros.

–Yo también. La vida es así.

Hacía dos años que había conocido a Heather en una tienda. El chico que la atendía estaba fascinado con su aspecto de muñeca de playa y no estaba dispuesto a atender a nadie más en tanto pudiera atenderla a ella. Ben se estaba empezando a impacientar, cuando ella se volvió y lo miró con aquellos enormes y radiantes ojos azules. Algo irracional lo poseyó.

Al mes de aquel encuentro, ya estaban comprometidos y ella trabajaba como recepcionista para él. Pero la muñeca de playa resultó ser, en realidad, una princesa de hielo, con lo que, seis meses después, cancelaron el compromiso. Cuando rompieron, ella se buscó otro apartamento, pero ante la dificultad de encontrar otro trabajo, él le dijo que se podía quedar. Después de todo, conocía a los clientes y hacía bien su trabajo.

Lo que nunca se había imaginado era que sus dos «ex mujeres» acabarían fundiéndose en una «super ex».

–Dile algo –insistió Heather.

¡Era un abogado, no un consejero sentimental!

Pero su talón de Aquiles era el corazón. No podía soportar ver sufrir a nadie, y menos aún a una mujer.

–Lo siento, pero, ¿qué se le va a hacer?

Meredith se volvió hacia él como si acabara de ver a un asesino.

–¿Que qué se le va a hacer? –ladró como un perro.

Heather se volvió hacia él con aire acusador.

–¿Cómo puedes ser tan insensible y hacer un comentario así?

Meredith estaba en su papel favorito: compadecerse de sí misma.

–Está claro que nunca te he importado nada, ni ahora, ni cuando estábamos casados.

Estaba mirando los rostros encendidos de las dos mujeres que habían tomado por asalto su oficina, cuando apareció una tercera cara, con forma de corazón y un montón de rizos cortos en la cabeza. Uno de ellos le caía peligrosamente sobre la frente, dándole un aire de chica buena que podía llegar a ser muy mala.

–¿Es usted Benjamin Taylor, P.C.? –preguntó la nueva con su cara de chica mala puesta–. ¿Tiene usted un BMW negro?

–¿Le ha pasado algo a mi coche? –se levantó de la silla.

–No, pero casi me estrello contra él –se acercó con la barbilla bien alta–. Me ha robado mi sitio de aparcamiento.

Meredith y Heather miraron a la furiosa mujer, y, como por ósmosis, pusieron el mismo gesto a la vez. ¿Qué les ocurría a las mujeres? Si una iba al baño, todas las demás la acompañaban. Si una te odiaba, todas las demás también.

Ben ni siquiera se había terminado la taza de café y ya tenía en su despacho a tres mujeres furiosas. A una de ellas, además, no la había visto en su vida.

Aquel prometía ser otro glorioso día en la vida de Benjamin Taylor.

–¿Por qué no discutimos esto con un poco de calma?

–¿Por qué iba a hacerlo?

–¡No hablaba contigo, Heather! Me dirigía a nuestra invitada –miró a su ex prometida con una de esas miradas asesinas que ella sabía interpretar rápidamente.

Sin decir más, Heather salió del despacho.

Ben se acercó a la puerta y se disculpó ante Meredith.

–Siento lo que he dicho. ¿Por qué no miras a ver qué puedes hacer con ese sofá? Seguro que se te ocurre algo para que quede mejor –después de todo, se te ocurre un minuto de paz valía la pena el sacrificio de un sofá.

Meredith gimió ligeramente y salió de allí.

Ben se volvió hacia la mujer con aire de chica buena y de chica mala al mismo tiempo.

La miró de arriba abajo. Llevaba una falda marrón y unas medias, ambas cosas manchadas de lodo. Se preguntó qué le habría pasado.

–Por favor, póngase cómoda, señorita….

–Rosie Myers.

De modo que era señorita y no señora. No era que a él le importara mucho lo que fuera. Quizá le intrigaba lo del rizo sobre la frente.

La mujer miraba de un lado a otro la habitación, como si temiera algo.

–No es más que la oficina de un abogado, no una cámara de tortura. Por favor, siéntese.

Ella lo miró con desagrado, y un claro mensaje de «no tiene ninguna gracia» en los ojos. Después, se aproximó a una de las sillas.

–¿Quiere un café?

Rosie se sentó.

–Daría cualquier cosa por una taza.

–¡Heather! ¿Puedes preparar unos cafés?

–¡Todavía estoy ayudando a Meredith! –respondió ella en tono cortante.

¿A qué la estaba ayudando? ¿A colocarse uno de esos palillos de comida china que llevaba en la cabeza? Miró de nuevo a Rosie.

–¿Azúcar, leche?

–Tres cucharadas de azúcar y mucha leche.

–Eso es una leche merengada, no un café –murmuró Ben y se dirigió hacia la pequeña cocina.

Rosie se acomodó en la silla y observó con detenimiento el santuario del usurpador de sitios de aparcamiento.

Ya llegaba tarde a trabajar, así que otros diez minutos más no tenían ninguna importancia. Odiaba decepcionar así a Teresa, quien detestaba que la gente llegara tarde e, inmediatamente, los ponía en período de prueba.

Rosie no estaba para períodos de prueba, después de todo lo acontecido aquella mañana. Necesitaba un poco más de tiempo para poder negociar lo del aparcamiento con aquel abogado.

Y, teniendo en cuenta a lo que se tendría que enfrentar, también necesitaba desesperadamente una taza de café.

Miró la habitación de arriba abajo. Estaba claro que el decorador había tenido una crisis imaginativa cuando estaba decorando aquello.

En una de la paredes había un montón de imágenes de campos de trigo, y Rosie no pudo evitar sentir nostalgia.

En otra pared, había un motón de cosas de cobre, plumas, piedras, etc…

–Aquí está su café –le dijo él, y le dio la humeante taza.

Se sentó en su silla.

Había en él algo jovial, amable y simpático que le agradaba mucho a Rosie. No llevaba el típico traje de ejecutivo, sino unos sencillos pantalones con un jersey de rombos azules que hacían juego con sus ojos. Quizás su oficina carecía de estilo, pero él no. Y, aunque ella trataba de ignorarlo, era un hombre muy sexy.

–Gracias –dijo ella al recibir el café. Habría preferido que la voz no se le quebrara. Se dio cuenta de que no era solo la voz lo que tenía que controlar, sino su cuerpo.

Desvió su atención rápidamente al dibujo de la taza. Era James Dean, con un cigarrillo en la boca, en la típica pose de Rebelde sin causa.

Él se percató de que ella le prestaba una especial atención al dibujo.

–Mi decoradora las compró para mí –le dijo–. Para mis invitados, prefiero usar mi juego de porcelana, pero la recepcionista se las ha llevado a casa porque tenía una cena.