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1

La audiencia ha decidido…

—Mierda, mierda… ¡Mierda! ¿Y el edredoning? ¿Dónde coño está el edredoning?

La histérica soy yo. Y ya me explico.

Estaba en la sala de cámaras del lugar donde trabajaba. Ese que se suponía que ese día iba a copar los índices de audiencia después de que el plan infalible diseñado por una servidora lo petara en el prime time.

«No está pasando. Me quiero morir».

—Sustituye el hilo musical. Y baja el tono de la iluminación del dormitorio —ordené al regidor, que giró el cuello y se apartó un auricular para mirarme con el ceño fruncido.

—¿Estás de coña?

—¡Venga, joder!

Le vi toquetear su inmenso panel de botones, y, enseguida, las cámaras que conectaban con el apartamento nos devolvieron una imagen un tanto diferente. El youtuber y la influencer de turno estaban sentados con las piernas cruzadas, cada uno en su cama, como dos indios medio lelos a punto de fumarse la pipa de la paz.

«¡Me cago en la leche!».

¿Pero qué tuerto me había mirado a mí?

Uno de ellos se movió y todo mi interior se agitó como respuesta…, pero fue para nada. Una leve variación de posición, un roce inocente en el hombro y continuaron hablando de sus mutuos proyectos profesionales, de su intención de no ser flor de un día… y de no sé cuántas chorradas más que provocarían que los espectadores, sin duda, cambiaran de canal en busca de algún drama médico o culebrón turco en otro canal. De uno que no era el nuestro. De uno del que yo no era responsable en ese momento.

Joder, cuánta presión…

—¿Quieres que dé golpecitos en el cristal, como a las iguanas en el zoo? —El regidor tenía el día graciosillo, por lo visto.

—No me toques los ovarios, Pedrito. —Me tapé media cara con las manos. Si hubiera llevado las uñas largas, me habría arrancado la piel a tiras—. Haz un plano barrido y vuelve. A ver si la cosa espabila.

Trasteó otra vez con su panel de botones. Las cámaras enfocaron entonces el jardín, el entoldado donde nuestros «conejillos de Indias» tenían cierto acercamiento a la realidad, la cocina, el pasillo y diversos interiores antes de regresar al dormitorio, donde María Mendoza, la influencer de moda, se estaba poniendo una sudadera oversize encima del chándal con print animal. Y él andaba con el móvil trucado que les habíamos facilitado a los dos al entrar en el apartamento.

Para mear y no echar gota.

—Esto es un desastre…

Es posible que os estéis preguntando que por qué hago tanto drama de que dos personas hablen de forma normal, y, sobre todo, intuyo que os preguntáis en qué leches trabajo para ganarme la vida que incluya a gente y cámaras… Pues bien, os cuento. Yo, a mis veintiocho años, he cumplido el sueño español. La cima de la felicidad. El nirvana. El santo grial que Harrison Ford acarició con sus varoniles manos en una de sus películas de sombrero y látigo. Yo trabajo en un reality show.

No, no es ese que estáis pensando, pero casi. Me vuelvo a explicar.

Mi jefa de entonces, Lula Rodríguez, era una visionaria. O una tía orgullosa que cometió una gran estupidez: lanzó un farol que no pudo mantener, y no le quedó más remedio que buscarse las castañas sola, porque el lugar de donde se fue, meca de los realities aplaudidos por la audiencia, le cerró las puertas en sus operadas narices.

Por supuesto, cuando ella lo contaba, en el mismo tono que William Wallace en el discurso de Braveheart, lo hacía diferente, pero, para el caso… Buscó el ir más allá demasiado y se salió del tiesto. De todos modos, he aquí que Lula, cargada de entusiasmo y del dinero de su segundo marido, comprara una pequeña cadena de televisión autonómica y financiara su propio programa: Cliché.

—Cuenta con lo mejor de cada casa, lo que todos quieren ver, aunque se empeñen en no admitirlo —me dijo cuando me entrevistó para el puesto que ahora ostento—. Vamos a darle a la audiencia justo lo que desea; nos adaptaremos al mercado y moveremos las fichas, óyeme bien, para conseguirlo. Sin importar lo que haya que retorcer.

Para no alargarme, Cliché —cuyo nombre inicial iba a ser El apartamento, por el lugar donde se desarrolla la…, digamos, acción— hace honor a su nombre. En todo el sentido. Normalmente organizamos un casting de entre dos y cuatro personas que nos sirva para dar morbo y crear tensión en el reducido espacio que tendrán para vivir y los metemos juntos, aderezados con un montón de escenarios y situaciones que los tienten a saltar a la garganta del otro… o a la entrepierna, según el caso.

Contamos con una amplia plantilla de psicólogos, especialistas en conducta humana, sociólogos y demás fauna que, tras examinar detalladamente a los candidatos, los empareja para crear la máxima chispa posible. Por ejemplo, si la cita ideal de María, la influencer, fuera en un jardín botánico, el apartamento tendría un invernadero que recrearía su sueño, de modo que estuviera más dispuesta a dejarse llevar por la situación.

Había gritos, peleas, acusaciones, insultos, falsas alianzas de amistad, cuernos, faltas de la regla, compromisos matrimoniales… De todo y para todos los gustos. Un show de Truman versión siglo xxi.

Mezquino, ¿verdad? Pues la temporada anterior habíamos cerrado como líderes en nuestra franja horaria. Así somos los seres humanos…

Fiché por Cliché porque, harta de ser una periodista en paro o una dependienta que doblaba ropa en una tienda de la calle Princesa, creí que sería el trampolín necesario para lanzar mi carrera. Sí, primero llevaba cafés y suplicaba para que metieran en el apartamento alguna de mis ideas; después, poco a poco, conseguí que me fueran cediendo algunos de los guiones —a ver si os habíais creído que la mitad de lo que veis en este tipo de programas pasa de forma natural, majos— y, por fin, la oportunidad definitiva: escoger a la pareja finalista y montar todo el tinglado.

Vale. Estaba a prueba. ¡Pero, ay, si la superaba…!

Se suponía que, con los perfiles que yo había seleccionado, María y Pujol, el youtuber, nos darían unos picos altos que ríete tú de los concursos de canto tan a la moda. Nosotros no teníamos coachs, ni falta que nos hacían. Con las enrevesadas tramas que se le habían ocurrido a mi cabecita llena de pájaros, aquellos dos iban a protagonizar un romance tórrido a toda cámara que se convertiría en una ruptura dolorosa en las escasas cinco semanas que duraría su periplo por Cliché.

La cosa había empezado prometiendo. A Lula le había gustado la pareja. Profesiones modernillas, algo que nos ayudaría a conectar con los adolescentes que veían este tipo de programas a escondidas entre que salían del instituto y se iban a clases de inglés; cocientes intelectuales… digamos que dentro de la media —para que no aburrieran al resto de colectivo que se sentara delante de la tele— y, lo mejor de todo, bocachanclas. Durante la primera semana Pujol había soltado un par de frescas que habían afilado los dientes de los tertulianos de los programas de sobremesa.

Yo estaba flotando. Lula sonreía. El tío nuevo de los cafés empezaba a hacerme ojitos… Todo parecía perfecto. Cerraríamos temporada como líderes una vez más y entonces yo dejaría la zona de sombras y pediría a mi jefa la oportunidad real que había estado buscando: la redacción.

Me encargaría de la promoción, de las redes, de los contactos…, de todo lo que no fuera revisar imágenes y perder horas con Pedrito en aquella cueva, decidiendo dónde cortar el vídeo o qué parte usar para las promos… En pocas palabras, me alejaría de Cliché como tal, y podría centrarme en algo más… periodístico. Por lo menos, en mis sueños más húmedos, porque la realidad no pintaba nada bien.

—Se han dormido. Paso a cámara nocturna.

—¿Qué? No, espera, ¿qué? ¿Q?

Atónita, vi cómo Pedrito ajustaba la iluminación para que las siluetas oscuras de aquellos dos mamertos fueran más o menos visibles. Ciertamente, estaban metidos bajo el edredón…, pero cada uno usaba el suyo. Y su propia cama. Y no se habían desvestido.

Esa noche cumplíamos el ecuador de la estancia en el apartamento, y, de momento, el interés brillaba por su ausencia. María la influencer y Pujol el youtuber gozaban de la misma tensión sexual que la abuela de Cuéntame y el cura. Ninguna.

Me impulsé hacia adelante como si me hubieran empujado y clavé la vista en la veintena de pantallas a media luz situadas delante. Aquello no podía ser verdad. Era imposible. Según todos los algoritmos y pruebas, esas dos personas tendrían que estar rompiendo el somier a base de empellones de cadera.

—Al directo le quedan veinte minutos, ¿hago otro barrido?

—Déjame pensar, Pedrito.

—Siempre puedo meter un fundido en negro, cambiar la conexión a los estudios y, no sé…, ¿enseñas un pecho y luego decimos que fue un error interno? Como mínimo, ganamos tres días de programas analizándolo. —Se echó a reír, pero entonces me vio la cara y se quedó blanco—. Coño, ¿te lo estás planteando?

—No digas gilipolleces.

Me aparté a un lado, moviéndome como una muñeca de Famosa con aquellos tacones que me estaban matando pero que, a mi parecer, me daban un aire más profesional. Más periodista de verdad, por más lejos que estuviera de serlo.

Enseñar un pecho en el directo de nuestro programa ecuador… ¡Pues claro que le había dado una vuelta! Vale, solo por un segundo, ¿pero no decían que las situaciones desesperadas requerían de medidas desesperadas? Como aquello no retomara el vuelo, se me iba a caer el pelo.

—¿Y si les metemos un aviso de dirección?

—Están dormidos, chata. Se notaría forzado. La audiencia sabría que lo hacemos para presionar la situación.

—Pedrito, nuestro programa se llama Cliché. Aquí forzamos hasta cuando mean. —Saqué la hoja de cálculo en la que había estado añadiendo anotaciones. Necesitaba algo. Cualquier cosa. Lo que fuera.

—¿Una hora de móviles desbloqueados para que puedan usar sus redes sociales?

Pobre Pedrito… Lo sacabas de sus cien botones y se perdía.

—¿Y cómo va a ayudarnos eso a que follen?

—Por lo menos estarán despiertos.

Me golpeé la cabeza con el cuaderno donde había pegado la lista. Allí no había nada útil. No podíamos lanzar ninguno de los retos semanales, meter llamadas ni dejarles el uso de la televisión y de internet sin cortafuegos, porque, aunque todo estuviera preparado en Cliché, llevar la situación hasta ese extremo no era algo a lo que solíamos llegar.

Se suponía que había que poner en bandeja de plata todas las situaciones para favorecer que los participantes nos dieran lo que queríamos, pero María y Pujol habían acompasado su respiración y no se movían. De aquellos fardos no íbamos a sacar nada más por esa noche.

Lo que era, básicamente, mi suicidio laboral.

—Mete una promoción de opciones para la próxima semana. Que dure unos cuantos minutos; añade las explicaciones de cómo escoger entre las posibilidades lo que quieres que enfrenten estos dos imbéciles e incluye los códigos de móvil y teléfono fijo.

—Esta es la cuarta temporada, chata. Quien nos ve ya sabe cómo va.

—Pedrito…, no tengo la noche. Haz lo que te digo. Necesito fumar.

Cabizbaja, mosqueada y herida en mi orgullo, tiré de la puerta de la sala de cámaras y eché a caminar por el pasillo. Mientras en las televisiones de las pocas personas que siguieran viendo Cliché en ese momento salían los cuatro posibles retos a los que someteríamos a María y Pujol en aras del morbo y la buena audiencia, yo agarré mi bolso de la sala de personal, saqué mi paquete de Chester y un mechero y deambulé por el estudio hasta la calle.

Enero tocaba a su fin, y esa mañana Madrid había amanecido a seis grados. Un lujo, teniendo en cuenta que habíamos dado la bienvenida al año bajo cero. El estudio estaba situado a las afueras, donde todo era zona industrial y carreteras que iban, como reza el dicho, de Madrid al cielo. No éramos tan glamurosos como los estudios de San Sebastián de los Reyes…, pero todo se andaría. Porque el salto iba a llegar, ¿verdad? Dedicar tiempo y esfuerzo a aquella manipulación por la audiencia debía ser recompensado. Algún día, pronto, mi nombre sería más que un borrón insignificante y rápido que surcaba una pantalla oscura cuando ya no había nadie que pudiera leerlo.

O siempre podía volver y suplicarle a mi jefe de la tienda de la calle Princesa otra oportunidad. Si algo había aprendido en Cliché, pensé mientras exhalaba el humo del cigarro y lo veía perderse en la inmensidad de la noche, era a fingir. Podría hasta provocar que me brillaran los ojos mientras doblaba prendas de ropa que mi sueldo jamás me dejaría comprar.

—Esto es una puta mierda enorme, joder…

Sí, en momentos de desesperación era muy malhablada.

Me arrebujé bien en el abrigo y, con la mano derecha temblorosa, di una honda calada. Me quedé mirando el filtro del cigarro, donde se había marcado una leve sombra de carmín. No tenía ni idea de qué demonios se suponía que debía hacer ahora, y la opción de enseñar un pecho en directo empezaba hasta a seducirme. Porque cualquier cosa sería mejor que volver a la sala de cámaras y confesarle a Pedrito que no sabía por dónde tirar.

Consulté el reloj de pulsera. Debían de haber pasado el corte para anuncios largo. Quedarían unos cinco o seis minutos antes de que llegara el remate final. Después de que los protagonistas se hubieran dormido en el directo, necesitaba un final fuerte, algo que levantara la moral a la cadena, a la audiencia, a mi jefa… y, sobre todo, a mí. ¿Cómo iba a enfrentar la jornada siguiente sin material? Los programas de tertulias se retroalimentaban de nuestras sobras, de nuestros vídeos y los mejores momentos de la noche, y yo no era una experta en shares de televisión, pero dudaba mucho de que ver a dos personas dormir —y encima Pujol roncaba, joder— les diera para mucho en sus respectivos programas.

Así las cosas, necesitábamos un bombazo para rematar. Algo que nos cambiara el mal sabor de boca. Como, por ejemplo, a María levantándose y metiéndose a hurtadillas en la cama de Pujol, y después… ¡fundido en negro! Eso sería la leche. Y me salvaría el culo.

Pero no lo veía probable.

—¡Ay, mierda!

Me quité de un manotazo la ceniza que me había caído en la mano y apagué los restos del cigarro en la papelera que tenía al lado. Hacía tanto frío que, más que taconear, parecía que estaba probando algún paso cutre de claqué. Me abrí el chaquetón lo justo para mirar el móvil y me saltaron un montón de globos de notificaciones sobre mi fondo de pantalla.

Algunos mensajes eran de mi madre, reconocibles porque dividía una oración simple en un montón de envíos de palabras sueltas. Ella juraba no ver programas como el mío, y todavía no he recuperado la capacidad auditiva completa de la lata que me dio cuando se enteró de que había firmado por un reality. Pero, eso sí, luego no le toques a Mercedes Milá.

Doble rasero materno, no puedes luchar contra él. Mi madre juraba que veía el programa solo para apoyarme, pero la jodía estaba más puesta en todo lo que pasaba dentro del apartamento de Cliché que Pedrito. Y eso que él era el regidor y llevaba las cámaras.

Los otros mensajes eran de Caye, mi mejor amiga y confidente.

Os iré hablando de ella en el transcurso de la historia. De momento solo os diré que es mi máximo apoyo en la vida en general. Podría querer atracar un banco con una careta de Dalí, pintar un cuadro o escribir la secuela del Quijote y Caye lo vería bien. No se ha inventado la cosa que le agrie el carácter.

Salvo mi hermano Jesús. Pero a eso ya llegaremos.

Tenía un par de llamadas perdidas suyas y varios whatsapps con mil exclamaciones que decían cosas como: «No entres en Twitter. Ni en Facebook», así que, como suele pasar cuando nos topamos con un accidente de coche en plena autovía, la vista siempre se nos desvía al desastre. De modo que entré en mis redes sociales, y la lluvia de comentarios no se hizo esperar.

—La hostia…

Y sí, no era para menos.

Allí quieta, bajo la mortecina luz de dos farolas, con las piernas temblando, aunque ya no sabía si por el frío que me recorría la espalda o por los nefastos augurios que leía en forma de tuits, me quedé sin aliento lo que pudieron ser unos segundos… o quince días. Qué sé yo. La puerta del estudio me sacó del ensimismamiento cuando se abrió de repente y reveló la diminuta pero coqueta figura de Esther, secretaria personal de Lula y no fumadora, de modo que no estaba allí para pedirme un Chester, eso seguro.

Aquello no podía ser bueno.

—¿Nina? Te esperamos dentro.

Ah, sí. Ese es mi nombre, por cierto. Creo que no nos habíamos presentado todavía. Soy Nina Carvajal. Y estoy bien jodida.

2

Crónica de una muerte llena de anuncios

A la hora de afrontar un problema, existen dos tipos de personas: los que se sobreponen, los que ven las pérdidas como ganancias y se enfrentan a las cosas con positivismo, y luego… Luego estaba yo.

Nina Carvajal, con la cabeza gacha, los morros apretados y andar mohíno y desganado, arrastrando los pies —y aquellos condenados zapatos— de vuelta a la sala de cámaras, con el mismo ánimo que un condenado subiría las escaleras al patíbulo, alargando el momento de forma miserable, rogando por unas últimas palabras a las que agarrarme como si de un clavo ardiendo se tratara. Lo que fuera por retrasar lo inevitable, pues sabía bien que, una vez la soga me apretara el cuello, solo quedaría agonía, asfixia y sufrimiento antes de una muerte lenta y vergonzosa.

Profesionalmente hablando, claro, aunque a mí en ese momento no me lo parecía.

Seguí a Esther, que se bamboleaba de forma elegante sobre sus tacones, y ella me dedicó un gesto aciago al abrir la puerta que daba a la oscura habitación donde Pedrito era rey. Le miré de reojo, y me percaté enseguida de que ya no llevaba puestos los auriculares. De hecho, toda la habitación desprendía un tufillo a chorizo de Cantimpalo más que sospechoso, y el crujir del papel Albal me confirmó lo que sospechaba: Pedrito estaba dándole a la cena, lo que significaba…

—Por mi reloj faltan siete minutos para que termine la emisión en directo. —La voz no era mía. Esther ahogó un sonido. Pedrito masticó y tragó—. ¿Qué pasa?

—Nos han cortado por anuncios, Nina.

—¿Perdón?

—Los índices habían caído… He metido el tema de las votaciones, pero, aun así, la cosa no remontaba. La cadena ha tomado cartas en el asunto y ha enchufado publicidad de otros programas y series.

Me quedé atónita mirando las pantallas. Algunas lucían un fundido en negro que decía mucho sobre lo que me deparaba a mí en el futuro, otras mostraban escenas de próximos estrenos, entremezclados con comerciales de los productos más diversos.

Nos habían cortado el programa ecuador de Cliché para anunciar lo último en seguridad para alarmas del hogar.

Mierda.

—Pero esto… esto es…, esto no…. ¿Pueden hacerlo?

Esther sacó el móvil de su ridículo bolsito y toqueteó la pantalla. Me enseñó un par de textos, aunque, si debo ser sincera, no estuve segura de haberlos leído bien. Las letras se me movían, o quizá era el suelo mismo, abriéndose bajo mis pies. En aquellas frases, en apariencia inconexas, los de arriba se ponían en contacto con mi jefa, Lula, para solicitar un corte en la emisión. El programa había dado todo de sí por esa noche, le decían, y aunque dejaban que la decisión la tomara ella, estaba claro que el sueño profundo de María y Pujol no iba a seguir emitiéndose en prime time.

—Lula no está muy satisfecha esta noche —me dijo Esther, como el buen perrillo faldero que era. Una administrativa venida a menos que creía que a base de lamer el culo adecuado ascendería. Bueno, mi carencia de autoestima podía haberle facilitado el ascenso—. Ha tenido que aceptar que nos sacaran de la parrilla nocturna antes de tiempo.

—¿Qué dices? ¿Sacarnos de la parrilla? —Giré la cabeza a la velocidad de la niña de El exorcista, pero Pedrito se limitó a removerse en la silla y a seguir mordisqueando el apestoso bocadillo—. ¿Esto no ha sido un ajuste ocasional? ¿Algo pasajero? ¿De esta noche?

Esther se mordió el borde de una uña. Los ojos almendrados parpadearon con suavidad. La muy perra… Yo no podía demostrarlo, pero estaba segura de que esa trepa estaba disfrutando.

—Lula te espera en su despacho, Nina —informó, solemne y haciéndose a un lado, como si yo no pudiera encontrar la puerta por mis propios medios.

—¿Y entonces por qué no me has llevado directamente allí?

—Para ver si te sosegabas un poco, chica. Pero ya veo que ha sido peor el remedio que la enfermedad.

—Pues eso parece. —Pisé firme. Joder, los putos zapatos me estaban matando—. Recemos por que Lula no piense que me he tomado mi tiempo para ir a verla motu proprio.

—Ay, Nina… No te preocupes, ¿vale? Asumiré esa culpa si te ayuda a sentirte mejor. Total, tú ya tienes bastante con lo tuyo.

Y empezó a caminar, haciendo ondear su faldita de volantes, que seguramente se habría comprado en Desigual niños, y echándome la delantera por el pasillo. Esther, con su ridículo tamaño y su capacidad para cagarse en tu madre sin que el tono de voz dulce le cambiara… Me sacaba de quicio, aunque esa vez la razón estuviera de su parte.

Mientras me arrastraba patéticamente rumbo al despacho de Lula, mi mente se retrotrajo al momento en que estuvo entre mis manos la selección de casting. Qué segura de mí misma había estado entonces, tomándome una copa de vino y eliminando las opciones más «obvias», buscando dar un campanazo que ríete tú del vestido de Cristina Pedroche…

Desde luego, lo había conseguido. Twitter era un hervidero cruel sobre mi deshonra. Dios…, ¿publicarían memes de ello? Tendría que mudarme de ciudad. Y de país. Qué coño, debería coger una nave espacial y huir del jodido mundo.

—Piensa que al menos lo intentaste. —La vocecilla de Esther me devolvió al plano actual. Su mano diminuta sujetaba ya el pomo de la puerta del despacho de Lula—. Ha salido mal, pero quien no arriesga…

—¿Me estás despidiendo, Esther? Porque es lo que se intuye, y no creo que eso entre dentro de tus competencias.

Vale. A lo mejor ahora la zorra era yo, aquella no era noche para condescendencias.

—Ay, Nina… Déjalo, de verdad. Todos estamos cansados. Y este ha sido un fracaso que nos pasará factura como grupo. No es personal.

—Ya… Seguro que lo sientes mucho.

Antes de que la buena disposición de Esther me siguiera en mi caída hacia los infiernos, crucé el umbral a toda la velocidad que me daban mis pies llenos de llagas y le cerré la puerta en las narices. Trastabillé un poco y, después, recobré un poco de dignidad. Habría dado un brazo por poder fumarme un Chester, pero dentro de la oficina era un imposible. Me aparté el pelo de la cara y levanté la vista con temor de encontrarme a mi jefa reconvertida en un temible dragón, como la bruja malvada al final de la peli de Merlín el encantador; sin embargo, Lula lucía serena, inmóvil y concentrada en escribir anotaciones en su iPad mientras el televisor de su oficina reproducía la programación actual.

Si se dio cuenta de que yo había llegado, no lo demostró.

Durante un segundo me planteé escabullirme como un gusano y esconderme bajo cualquier superficie lo bastante grande para albergar mi vergüenza…, pero la huida rara vez llegaba a alguna parte, de modo que di un paso al frente —y maldije. Jodidos zapatos… De verdad, no os hacéis una idea de lo mucho que los odiaba en ese momento— y carraspeé. Entonces, por fin, la atención de Lula recayó sobre mí.

No sé decir si fue un alivio.

—Nos han cortado la emisión seis minutos y cuarenta y tres segundos antes de que terminara el directo —dijo Lula, aséptica.

—Lo sé.

—Los directivos se han puesto en contacto conmigo. Es lo que se llama «que te den un toque de arriba», por si alguna vez te habías preguntado lo que significaba esa expresión.

—Lula, yo…

Me calló levantando la mano. Dejó la tableta y el mando a distancia sobre la mesa después de pulsar la tecla de mute y se cruzó de brazos. Todavía no se había girado. Quizá no era capaz de mirarme a la cara.

—Es la primera vez que pasa algo así, Nina. En cuatro temporadas de Cliché, jamás se nos ha pedido «amablemente» que nos retiremos de la emisión en medio de un programa en directo.

—Yo… me hago cargo, Lula, y creo que…

Levantó la mano. Otra vez.

—Lo que tú creas no nos sirve de nada en este momento, Nina. Es más…, lo que tú creíste es lo que nos ha metido en esta situación. —Por fin, Lula Rodríguez, la mujer que me había dado una oportunidad, la que había mirado los perfiles de María y Pujol y dado su visto bueno, se dignó a poner los ojos sobre mí. Estaba mucho más seria que en aquella otra reunión—. Qué cagada, Nina… Joder, ¡qué cagada!

—Solo ha sido un revés, Lula. Un mal programa. Replantearemos el formato del apartamento, pondremos a los participantes en situaciones que no van a poder resistir. Lo levantaremos. —Y, con suerte, a Pujol también, ejem—. Confía en mí.

Negó con la cabeza. Fue imperceptible, pero lo noté. Se me cayó el alma a los pies.

—En el pasado, han retrasado otras emisiones para no cortar Cliché. Han postergado las noticias de la noche, han cancelado tandas de anuncios ya pagados por el patrocinador de la cadena porque era más rentable seguir con nosotros que hablar de bebidas azucaradas, próximos partidos de fútbol o móviles de última gama. Cliché siempre ha sido prioritario en su franja, porque daba al espectador justo lo que buscaba. Algo que no quería perderse ni en el segundo de parpadear, ¿entiendes eso?

Asentí despacito, como la niña a la que cazan con la cuchara dentro del tarro de la Nocilla y sabe que, por más excusas que invente, tiene la boca llena de chocolate.

—¿Hay algo que podamos hacer? —Sacudí la cabeza y replanteé la pregunta enseguida—: Lula, ¿hay algo que yo pueda hacer?

—¿Has leído Twitter? ¿Instagram? Los pantallazos están por todos lados. —Cogió el iPad y empezó a surcarlo con la yema de su índice—. Están siendo rápidos… y muy ingeniosos. Eso nunca es bueno. Ya han salido los primeros montajes, ¿sabes? Encima de las cuatro opciones que dan para María y Pujol de la próxima semana, han serigrafiado otra donde ponen lindezas como «acabar con este muermo» o «enchufar reguetón a ver si espabilan».

Miré de reojo la pantalla de su iPad, y reconocí algunos de los pantallazos que ya me había enseñado Caye.

—Cualquier publicidad es buena, ¿no? Podemos usarlo a nuestro favor, como siempre.

—Estás dando palos de ciego, Nina, ¿es que no lo ves?

Sí, claro que lo veía.

—Lula, tenemos entre manos un reality show; estas cosas…, las críticas…, siempre han estado presentes. A veces por contenido inapropiado, otras por los horarios o los temas que trata. Nunca ha sido para tanto, ¿no?

—Nina, Cliché es pura controversia. Es conflicto. Es pasión. Es dar que hablar, pero no por falta de contenido. Y, desde luego, no por falta de interés. —Mi jefa, que ya de por sí era una mujer alta, pareció multiplicarse cuando levantó los brazos al cielo para recogerse el pelo en una coleta. Siempre me había dado la impresión de que Lula Rodríguez podría protagonizar un programa de gladiadoras. Esa noche, casi la imaginé sosteniendo una cachiporra entre las manos y golpeándome con ella—. Los otros programas se nutren de lo que nosotros ofrecemos: creamos tendencia, levantamos ampollas. Y cuando la población se queja y se llena de prejuicios y nos critica por lo que ofrecemos, sabemos que nos ve sin perderse nada. ¿Crees que lo que dicen de nosotros ahora va a conseguir que se nos colapsen los teléfonos de votaciones para elegir el tema de la semana?

—Me quedaré la noche entera despierta. El fin de semana entero. El lunes a primera hora te pondré delante cuatro nuevas opciones para votar y una variación de escenario en el apartamento, Lula, te lo prometo. —Joder, le habría prometido a mi primer hijo de haber sido necesario—. Pujol y María van a funcionar. Tienen que funcionar. Los algoritmos…

—No lo entiendes, Nina. Cliché no funciona con números y matemáticas, por más que usemos tests y realicemos pruebas a los concursantes. Este programa habla de vísceras, de química, de miseria humana, y esos dos ya han dado de sí todo lo que podían. Y quizá tú también en este departamento.

Vaya… y yo que creía que mi fracaso no podía caer más bajo…

—¿Qué? Lula, ¿me estás…?

—Necesitamos un revulsivo, Nina. Un completo cambio de tercio.

—Puedo darte ideas. Miles de ideas, ¡millones!

—Me ofreciste algo revolucionario… y me han cortado la emisión casi siete minutos antes en hora de máxima audiencia. —Esbozó una sonrisa de esas que dicen «me cago en tu puta madre», pero en silencio—. Perdona si no tengo la noche para oír más novedades de iluminada.

Me cabreé. Joder que si me cabreé. Vale, puede que no hubiera ido bien, ¡pero solo llevábamos con aquello tres programas! ¿De verdad no contábamos con margen? ¿Nada?

—Nos quedan dos emisiones. Nadie espera que los picos de acción estén al cien por cien todos los programas; muchos realities ofrecen un porcentaje de relleno que…

Cliché no, Nina. Cliché es diferente. Es otra cosa. Está preparado y organizado específicamente para que con una duración de cinco semanas dé a la audiencia lo que busca, ¿lo entiendes? ¡No es tan difícil, coño! Has estado aquí el tiempo suficiente para saber cómo va. ¿Te parece que tu edición cumple las expectativas?

Pues, por lo visto, no, no había margen.

—¿Y eso es todo? ¿Vas a… cancelar la edición?

Lula se pasó la mano por la cara. Me miró.

—No lo sé, Nina. Tengo mucho que pensar y que replantear. Vamos a desconectar el fin de semana… El lunes haremos una tormenta de ideas… y tomaremos decisiones.

—Lo has dicho en plural. Has dicho «tomaremos decisiones». Eso me incluye. Me estás incluyendo, Lula, ¿vas a contar conmigo?

—Ya veremos lo que ocurre, Nina. Hablaremos el lunes.

Fui consciente de empezar a balbucir algo. No sé si envalentonada con ese «haremos una tormenta de ideas», que sonaba como un plural muy prometedor, o quizá porque, no teniéndolas todas conmigo, me negaba a soltar el cabo cuando todavía sentía el barco lejos y el agua helada me empapaba el culo. Mi jefa repitió su gesto de la mano y supe que no iba a poder arañar nada más, ni de su tiempo ni de su paciencia, así que decidí despedirme, asegurándole otra vez que no pegaría ojo hasta dar con la solución, y después me marché.

Nada más salir del despacho, Esther, que había tenido la oreja pegada a la puerta —otra vez, no tengo pruebas, pero confiad en mí—, me salió al paso con una de sus sonrisitas taimadas. Levantó su mano y tanteó mi brazo. Me aparté como un gato escaldado. Creo que hasta bufé.

—Hay que ver la que has liado, Nina… A ver si entre todos podemos arreglarlo, ¿vale? Despeja la cabeza. Y que tengas buen fin de semana.

—Sí, sí…

La mandé a paseo, lo que disimulé con un andar rápido y un gesto de la cabeza. Trepa. Trepa. Más que trepa.

Mantuve el paso y resistí la tentación de girar la cabeza para confirmar mis sospechas; estaba convencida de que Esther iba a aprovechar la tesitura para ofrecerle a Lula sus interesados hombros para llorar. En ella, el uso de aquel plural no me había tranquilizado nada, y el levísimo atisbo de apetito que había sentido al oler el chorizo del bocadillo de Pedrito se me había esfumado como por ensalmo y había dejado en su lugar un vacío incómodo en forma de náusea que me subía y bajaba por la garganta.

Con la cabeza gacha y el pelo cubriéndome parcialmente la visión, emprendí mi propio paseo de la vergüenza, pisando los fríos suelos de los estudios mientras dejaba tras de mí huellas de desesperanza.

Aquella, como entonara Raphael, tenía que ser mi gran noche, y en lugar de eso, había terminado abruptamente, con cortes publicitarios y rapapolvo de mi jefa incluidos. Ni un voto de confianza, ni una palmadita en la espalda. Ni siquiera el manido «lo importante es participar». Mi trama shakesperiana se había saldado con un «ya veremos», que es lo mismo que dice una madre en público cuando no quiere pronunciar la palabra «no».

Sin ganas de encontrarme con nadie que pudiera leer la angustia en mi cara, entré a toda prisa en las oficinas del personal y recogí mis cosas. Me descalcé y me puse mis calcetines de Harry Potter y las Converse que guardaba para emergencias, y antes de salir del edificio rumbo al aparcamiento ya tenía un Chester entre los labios. Fumé con fruición mientras metía en el contacto la llave de mi Opel Corsa y después lancé el bolso y los malditos tacones al asiento del copiloto y salí marcha atrás, para dejar a mi espalda los estudios, a Lula, la sala de cámaras en fundido en negro, a Esther, Cliché y todas mis esperanzas de ascenso.

Una noche de viernes cojonuda.

Bajé la ventanilla hasta la mitad, esperando que el aire gélido me refrescara las ideas. Con las ondas que tanto esfuerzo me había costado hacerme esa mañana convertidas en una maraña de pelo que revoloteaba a mi alrededor, surqué la carretera oscura, que convertía en borrones los edificios de Airbus y la mole de Barajas. Encaré la M-30, que iba con poco tráfico, y conduje durante lo que me parecieron horas, ansiosa como estaba por llegar a mi pequeño apartamento en el barrio de Chamberí.

Caye trabajaba esa noche, de modo que tendría un rato para estar sola, lamerme las heridas y revolcarme en la autocompasión todo lo que quisiera, encerrada en mi habitación, tomándome algún snack que no fuera nada saludable y, quizá, viendo en bucle algunas escenas de Thor o algo por el estilo. Cliché… Me iba como anillo al dedo, ¿verdad?

—Pues no podría haber metido la pata más… Qué puto desastre. Qué puta vida. Qué puto todo, joder.

Aparqué en batería en el primer espacio para residentes que encontré y reuní mis pertenencias con desgana. Eché a caminar, mirando de soslayo los coloridos escaparates de restaurantes de comida rápida, sopesando la tentación de darme un atracón con el hecho de sufrir la inevitable cola. No estaba yo para mucha interacción humana, así que seguí y recé para que en la nevera del piso quedara algo, lo que fuera, que se pudiera recalentar.

Crucé la calle y apreté el paso, arrebujada dentro del abrigo; doblé la esquina ya con las llaves en la mano y, antes de entrar en el portal, saqué un euro de la cartera y se lo di al mendigo que solía andar por nuestro barrio. Lo echó en el vaso de Sprite que tenía al lado y me ofreció una sonrisa desdentada sorprendentemente regular. Bajo su gorro de lana se adivinaba una mata de pelo blancuzco que, en su día, debió de ser bastante llamativa. Me paré un segundo para recolocarme los tacones bajo el brazo y él me echó una mirada interesada, pero de esas de buen rollo.

—Qué mala cara me traes, niña.

—Uno de esos malos días en el trabajo.

Él se encogió de hombros, huesudos bajo su enorme abrigo desgastado. Agitó el vaso de Sprite.

—Qué me vas a contar…

—¿No es un poco tarde para que sigas por aquí, Basilio? ¿A qué hora cierran el albergue?

—Bah. No te preocupes por eso, niña. Me han dado llave.

Se echó a reír, con una de esas carcajadas ronquísimas que hablaban de años de abuso del tabaco. Casi sentí la tentación de lanzar los Chester por una alcantarilla. Casi.

—Bueno… Yo me voy a casa.

—Haces bien, niña. La calle no es un sitio seguro. A ti se te comerían viva.

A mi pesar, sonreí.

—Con la suerte que luzco últimamente, Basilio, después me escupirían.

Me revolví el bolsillo y, al final, le di un cigarro. Los ojillos se le iluminaron como a un niño en víspera de Reyes. Todos cargamos con nuestros vicios; igual fomentar aquel no me acercaba al Paraíso una vez muerta, pero tampoco tenía la noche con los estándares morales muy altos.

Me despedí con un gesto y entré en casa. Subí los tres tramos de escaleras a pie, rezongando por todas y cada una de las heridas que los malditos tacones me habían marcado en los pies, maldiciendo al casero, que no arreglaba el ascensor, lamentando mi vida, mi obra y hasta mi carta astral, hasta que, por fin, llegué al sofá, donde me tiré cual fardo, rodando sobre mí misma como la primera croqueta que cae al plato al salir de la sartén. Rebozada en desaprobación por mí misma.

Qué pena de todo.

Por una milésima de segundo, algo en mi cerebro conectó como debía y me impelió a levantarme, desmaquillarme, ponerme el pijama y cenar algo. Comería unos fideos japoneses calentados al microondas y, después, mi Acer del Pleistoceno y yo prepararíamos un brainstorming para Cliché que haría que Lula borrara de su frente todas sus preocupaciones. María y Pujol serían la pareja del año. Se crearían hashtags para ellos. Serían «Mayol», o «Puria». Y yo… yo me convertiría en una periodista seria. Y comería donuts rellenos sin engordar. Y aquellos pantalones de la talla treinta y ocho volverían a cerrarme. Y… Y, por supuesto, me dormí en el sofá un rato después, con el abrigo puesto, las Converse atadas, los tacones bajo el brazo, el aliento volviéndose rancio por minutos y el maquillaje corrido por la cara.

Nina Carvajal, señores. En todo mi jodido esplendor.