Dilequenolaolvidointerior.png

Mario J. Les







Dile que no la olvido







1ª edición libro electrónico: junio 2019



© Mario J. Les



Diseño de la cubierta: Juanjo Romano Vallejo





Terra Ignota Ediciones

c/ Bac de Roda, 63, Local 2

08005 - Barcelona

931.73.22.29 - 638.07.85.00

www.terraignotaediciones.com





ISBN: 978-84-120490-6-0

IBIC: FA FH FJMS 2ADS





La historia, ideas y opiniones vertidas en este libro son propiedad y responsabilidad exclusiva de su autor.



Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).





A todos aquellos que alguna vez fueron héroes.

Y en especial, a mis héroes;

Idoia, Mario y Maialen, el aguinaldo de la vida.



ÍNDICE





Prólogo

GLOSARIO DE PERSONAJES

1 Marcial

2 El museo de los horrores

3 Camino al infierno

4 El rastro de un asesino

5 La escalera de la muerte

6 La casa de la calle Garibaldi

7 La lucha por la vida

8 Frente al pasado

9 Resistencia

10 El germen de la odisea

11 Confesiones a medianoche

12 La fotografía de la ignominia

13 La hipoteca del silencio

14 Prueba de vida

15 La senda de Ricardo Klement

16 La última carta

17 Cerco al asesino

18 El amargo sabor de la victoria

19 Operación Garibaldi

20 Quid pro quo

21 La lista de Díssinger

22 Noche de terror y drama

23 La última cita con la historia

AGRADECIMIENTOS



Prólogo





Es sabido en el mundo editorial que hay novelas que, a pesar de no alcanzar los primeros puestos en los rankings de ventas, su calidad, ya sea en un sentido estrictamente literario, por su capacidad de entretener (principal objetivo que toda novela debe perseguir, no lo olvidemos) o ambos, puede ser mucho, muchísimo, mayor que la de aquellos que sí lo logran.

Creo que este es sin duda el caso de los libros de Mario que conforman la “trilogía del Holocausto”, nombre no oficial, pero que los mismos libreros emplean para referirse a ellos.

Desde el primero de sus volúmenes, publicado por primera vez hace ya unos años, Mario nos ha ofrecido unos libros que destacan por su pulcritud y un estilo que, pese a estar muy depurado desde sus inicios, ha ido, como por otra parte es su obligación para con sus lectores, madurando y perfeccionando con el paso del tiempo, haciendo que la lectura sea disfrutable por la inmensa mayoría de lectores. De hecho, es el único libro del que desde la propia imprenta me han llegado a preguntar que cuándo salía la siguiente parte, pues estaban deseando poder leerlo.

El resultado final lo tenemos hoy en nuestras manos. El círculo se cierra. Mario ha concluido una historia que se expande durante cientos de páginas, desarrollando una trama que si bien puede disfrutarse de manera independiente en cada libro, alcanza su plenitud cuando se ponen en relación, pues es cuando nos damos cuenta de todo el trabajo (e ilusión) que hay detrás para crear una trama sólida y apasionante, capaz de hacernos vivir toda clase de emociones y de transportarnos de forma totalmente creíble a los horrores de la guerra y a la cruda realidad de los campos de concentración, a la sabana africana o a Argentina, a través de unos personajes quienes, tras acompañarles en sus aventuras, se convierten prácticamente en miembros de nuestra familia.

Tres obras a las que, a buen seguro, se les han dedicado muchas horas, algo que hay que valorar especialmente cuando se sabe que el autor no sólo dirige su propio negocio, sino que tiene dos hijos de corta edad, con lo que no es complicado deducir que tiempo, precisamente, no es que le sobre.

Muchas veces me encuentro pensando en que, cuando conocemos a una persona por primera vez, jamás podemos saber qué presencia o papel va a jugar esta en nuestras vidas. Cuando conocí a Mario a propósito de la publicación de El plan Bérkowitz, yo trabajaba como auxiliar administrativo en otra editorial. Nada podía hacer imaginar que tiempo después tendría la oportunidad de publicar el resto de sus obras en mi propio sello editorial y, menos aún, tener el honor de prologar la tercera de ellas. Aprovecho estas líneas para agradecerle doblemente: primero, que pensara en mí para escribir el prólogo y, segundo, que me haya dado la oportunidad de estrenarme en estas lides.

La distancia geográfica que nos separa ha impedido que nuestra amistad (sí, es posible que un autor sea amigo de su editor y al contrario) se desarrollara como cuando se está cerca, han sido muchas las horas de trabajo conjunto intentando que los libros quedaran lo mejor posible, y eso, se quiera o no, tiene su impacto y permite conocer a las personas.

Es por ello por lo que me permito afirmar que muchas de las cosas que definen a nuestro autor como persona la podemos encontrar en sus libros, pues es alguien que valora la justicia, la honestidad, la amistad, la familia y que tiene un gran amor por su tierra. Todo ello queda patente en todas y cada una de sus páginas.

Yo no sé si tiene previsto volver a ambientar alguna de sus obras en tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Creo que es fácil suponer, sabiendo cómo escribe, que sería capaz de adentrarse en cualquier género con total garantías. Lo que sí sabemos ya, con total certeza, es que el thriller histórico lo domina con creces.

Gracias, Mario, por el regalo que nos has hecho a todos con estos tres libros.

Manuel Baraja

Orgulloso editor de Mario J. Les



GLOSARIO DE PERSONAJES





Época actual – Año 2003



Personajes ficticios



Alex Astráin: Pamplonés, miembro de la sociedad audiovisual Mendebaldea ProMedia.

Maialen Galdeano: Guipuzcoana, miembro de la sociedad audiovisual Mendebaldea ProMedia. Casada con Alex Astráin.

Fran Dalmau: Barcelonés, miembro de la sociedad audiovisual Mendebaldea ProMedia.

Lynette Kósgei: Keniana, miembro de la sociedad audiovisual Mendebaldea ProMedia. Antigua guía de safaris. Pareja de Fran Dalmau.

Haizea Astráin Galdeano: Hija de Alex y Maialen.

Simeón Bérkowitz: Judío hispano-alemán. Antiguo mecenas de la sociedad Mendebaldea ProMedia.

David Bérkowitz: Judío hispano-alemán. Hermano de Simeón.

Lina Krauss: Alemana. Superviviente del Holocausto.

Leni Krauss: Alemán. Superviviente del Holocausto. Hermano de Lina.

Marcial Segura: Superviviente del Holocausto.

Tobías Díssinger: Archivero del ITS (Servicio Internacional de Búsqueda) en Bad Arolsen (Alemania).

Heidi Draxler: Directora del ITS.

Katia Schultz: Recepcionista del ITS.

Marcelo González: Pintor y galerista.

Graciela: Empleada en la galería de arte de Marcelo González.

Gastón: Ciudadano argentino.



Periodo 1939 – 1960



Personajes ficticios



Nadine Klein: Antigua trabajadora en la tienda de antigüedades de la familia Krauss.

Marcial Segura: Prisionero español del campo de concentración de Mauthausen.

Luisito Garzarán: Soldado republicano.

Joan Grau: Soldado republicano.

Pedro Palau: Soldado republicano.

Peio Irureta: Soldado republicano.

Anxo Portela: Soldado republicano.

Benito El Maricón: Prisionero español del campo de concentración de Mauthausen.

Ginés Camarasa: Prisionero español del campo de concentración de Mauthausen.

Nathaniel Blomberg: Prisionero judío del campo de concentración de Mauthausen.

Gedeón Despuig: Prisionero judío del campo de concentración de Mauthausen.

Johannes Kluge: Oficial de las SS con el grado de Untersturmführer (Teniente). Jefe de barracón en el campo de concentración de Mauthausen.

Christian Nowitzki: Oficial de las SS con el grado de Scharführer (Sargento). Capataz en la Wiener Graben de Mauthausen.

Antonin Havlik: Kapo del campo de concentración de Mauthausen.

Andreas Gross: Kapo del campo de concentración de Mauthausen.

Rebekka Hafner: SS-Aufseherin del campo de concentración de Mauthausen.

Anton Hafner: Padre de Rebekka.

Bianka Hafner: Madre de Rebekka.

Christel: Empleada en casa de los Hafner.

Matías González: Farmacéutico argentino.

Lucas Schwartzmann: Médico argentino.

Romero Miramón: Refugiada republicana.



Personajes y referentes históricos



Adolf Eichmann (1906-1962): Oficial de las SS con el grado de Standartenführer (Coronel). Responsable directo de la Solución Final y de los transportes de deportados hacia campos de concentración y exterminio durante la Segunda Guerra Mundial.

Franz Ziereis (1905-1945): Oficial de las SS con el grado de Standartenführer (Coronel). Comandante en jefe del campo de Mauthausen-Gusen entre 1939 y 1945.

Georg Bachmayer (1913-1945): Oficial de las SS con el grado de Hauptsturmführer (Capitán). Lugarteniente de Franz Ziereis en Mauthausen (1940-1945) y comandante del campo satélite de Ebensee (1943-1944).

Veronika Liebl (1909-1997): Esposa de Adolf Eichmann.

Klaus “Nicolás” Eichmann (1936): Hijo mayor de Adolf Eichmann.

Horst Eichmann (1940): Segundo hijo de Adolf Eichmann.

Dieter Eichmann (1942): Tercer hijo de Adolf Eichmann.

Ricardo Eichmann (1954): Cuarto hijo de Adolf Eichmann.

Simon Wiesenthal (1908-2005): Prisionero del campo de concentración de Mauthausen-Gusen y el más famoso cazador de nazis de la historia.

Fritz Bauer (1903-1968): Jurista alemán de origen judío que trabajó para echar abajo la ley del silencio sobre el Holocausto impuesta por el canciller federal Konrad Adenauer.

Lothar Hermann (1901-1974): Abogado alemán de origen judío residente en Argentina. Confidente de Fritz Bauer.

Silvia Hermann (1942): Hija de Lothar Hermann y novia de Nicolás Eichmann.

Raphael Eitan (1926): Agente del Mossad.

Zvi Malkin (1927-2005): Agente del Mossad.

Zvi Aharoni (1921-2012): Agente del Mossad.

Remby (1924): Colaborador del Mossad.

Avraham Shalom (1928-2014): Agente del Mossad.

Dani Shalom (1918-1963): Superviviente del Holocausto y experto falsificador del Mossad.

Ephraim Ilani (1910-1999): Agente del Mossad destacado en Sudamérica. Especialista en Argentina.

Moshe Tavor (1928-2002): Agente del Mossad.

Yaakov Medad (1919-2012): Agente del Mossad.

Isser Harel (1912-2003): Primer director del Servicio Secreto de Inteligencia Israelí (Mossad).

Ephraim Hofstaedter (1911-1971): Agente del Mossad.

Haim Cohen (1911-2001): Consejero legal del Ministerio de Justicia israelí.





«Era finales de abril de 1945. Las tropas aliadas avanzaban hacia la liberación del campo y los SS estaban huyendo. Yo había sido un prisionero con suerte y trabajaba en la oficina de intendencia.

Aquella mañana estábamos formados en la Appellplatz cuando el subcomandante Bachmayer llegó con su moto, vestido con el uniforme de gala. Al reconocerme, me mandó salir de la formación y me dijo:

—Me voy, Joan.

—Yo me quedo.

—¿Cómo ves esto?

Yo le respondí con toda sinceridad.

—Comandante, para ustedes veo la noche; para nosotros, la luz.

Entonces, se quitó el guante y me tendió la mano.

—Que tengas suerte, español.

Tranquilo, se marchó a su casa. Ese mismo día mató a sus dos hijos, a su mujer… y luego se suicidó».



(Joan de Diego, deportado nº 3156 del campo de concentración de Mauthausen, 1940-1945)



1

Marcial





Cascante, Navarra. Mañana del 27 de Julio de 2003.



«¿Vivir? Es imposible sentirse vivo cuando estás muerto, inimaginable pensar siquiera que tu espíritu resucitará algún día… Y ese sentimiento de pérdida interior, que te invade poco a poco, como una enfermedad degenerativa que sabes que no conoce cura, se hace eternidad en tanto bailas en una suerte de alambre sostenido por la locura de tus captores.

Vivir es aquello que piensas hacer nada más bajarte de ese tren que es la misma muerte… y que crees haber esquivado. Pero sólo has conseguido aplazarla. Porque la muerte de verdad llega al apearte y se llama Mauthausen, el infierno austríaco donde los segundos se hacen minutos, los minutos horas, las horas días y los días semanas… Donde el tiempo se estira hasta perpetuar tu sufrimiento, donde de día no vives y de noche no duermes, y si consigues dormirte no sueñas, y si logras hacerlo ese sueño no es bonito, es espantoso aunque tú lo creas liberador. Y lo es porque sueñas que eres un fantasma errante, y sabes que los fantasmas son estantiguas, espectros de los muertos, seres irreales que se sueñan o se imaginan… Y dormido sonríes porque si eres un fantasma es que estás muerto.

Al fin…

Y despiertas y el fantasma etéreo se ha ido y ha vuelto el fantasma de piel y huesos.

Porque eso es lo que eres.

Porque tu desmedrada figura es la viva imagen de la miseria. Porque el tuétano te ha succionado la carne y tu piel se ha apergaminado tanto que trasluce el esqueleto, apenas los restos de un naufragio. Y ese sueño que crees bonito y que para cualquier mortal sería horroroso se torna horroroso para ti cuando para cualquier mortal sería un alivio. Porque despiertas y estás vivo.

Todavía.

Vivir… Resulta imposible aceptar que todavía vives cuando despiertas y el alba te ofrece la negrura de otro crepúsculo cerrado, cuando ves tenebrosos nubarrones en los días más claros, cuando el hambre y la sed son dos lapas adosadas permanentemente a tu garganta, cuando el miasma insoportable que te rodea te absorbe de tal forma que has perdido la capacidad de oler algo que no sea inmundicia, cuando tus compañeros de miserias en la barraca son un vago recuerdo de los camaradas que conociste antes de subir a aquel tren…

Cuando los ves a ellos y te ves a ti.

Cuando sabes que no hay Dios, porque si lo hubiera no permitiría un escarnio semejante.

Despertar cada mañana con la conciencia de que estás vivo cuando tu alma lleva años muerta es la trampa de un bucle sin fin, es penar un delirio que se asoma a la frontera de algo macabro, el delirio de llevar una cruz a cuestas, una cruz de granito y sin brazos, mientras te dejas la hiel y la sangre a lo largo y ancho de ciento ochenta y seis escalones, día tras día… Pero no queda otra alternativa que continuar luchando aunque tu yo más sensato desearía morir cuanto antes. No hay otros cojones que seguir en la pelea por la supervivencia si quieres tener la oportunidad de volver a abrazar a los tuyos, porque sabes que tirar la toalla o desfallecer, o dejarte arrastrar por esa realidad abominable, te conduce irremediablemente a esa barraca baja cuya chimenea escupe sin descanso un humo gris que apesta a carne quemada.

Es una quimera creer que estás vivo cuando sabes que, después de más de cuatro años contemplando el horror y sufriéndolo en tus huesos, en cuestión de un arrebato esos guardianes de mentes perturbadas pueden llegar y lanzarte al vacío de una patada, o pueden llevarte ante el muro de las anillas y colgarte con los brazos extendidos hacia atrás y los talones apoyados en un minúsculo saliente, durante días, horas en el mejor de los casos, hasta que tus hombros sean incapaces de sostener la indecencia del cuerpo que habitas, indigno de un ser humano, devastado por la inanición, la enfermedad y el abuso.

Pero, sobre todo, resulta frustrante contemplarte como un ser vivo cuando aquel frío y ya lejano 25 de enero de 1941 mataron tu identidad y desde entonces tan sólo eres un número, en mi caso el del deportado 4137 del campo de concentración de Mauthausen, y no Marcial Segura Miramón, el nombre que te dieron al nacer y que paseabas con orgullo republicano hasta el 36.

Todo eso supone seguir respirando cuando la realidad te aniquila… Y lo peor es tener la conciencia intacta y la capacidad de discernimiento tal que si nada de aquello hubiese sucedido, al punto de reconocer que el futuro te encontrará nadando en un mar de desesperanza para terminar ahogado en el fango de la desesperación, viendo esfumarse el horizonte de la orilla, una línea cada vez más lejana y difusa, físicamente vivo pero muerto en el alma, a no ser que te caiga del limbo un inesperado ángel de la guarda que actúe en el momento y en el lugar precisos.

A mí me cayó.

Nunca fui creyente y me cayó en suerte ese ángel. Y es entonces cuando aparece la eterna disyuntiva. Suerte o desgracia. Porque es ridículo hablar de fortuna cuando desearías tener delante tu sepultura, correr la losa que la cierra y lanzarte al abismo.

Fin de la historia.

Lacre negro a la ignominia.

Pero ese ángel guardián se me apareció sin haberlo invocado, y, aunque en aquel instante mi cabeza negara con rotundidad que mereciese la pena seguir viviendo, hoy tal vez le deba gratitud.

Sólo tal vez.

Y las preguntas te asaltan… Las malditas preguntas…

¿Por qué a mí?

¿Acaso he contraído yo más méritos que mis compañeros de desdichas para verme tocado por sus alas?

¿Por qué ese ser con el que nada me une se empeña en prorrogar mi sufrimiento?

¿Por qué porfía en salvarme cuando está viendo a diario que la gente se tira a las alambradas o directamente al vacío que culmina en la Wiener Graben, harta de morir en vida?

¿Por qué?

Ni lo supe entonces, ni lo sé hoy.

Sólo sé que el día que todo debió terminar un ángel de la guarda se presentó frente a mí…

Y que lo hizo desde las filas enemigas, el rincón más insospechado para hallar un espíritu celeste…

Y que tenía el pelo cobrizo y las espaldas anchas, al punto de poder cargar conmigo…

Y sobre todo sé que se llamaba Nadine…

La SS-Aufseherin Nadine Klein».



* * *



Marcial descargó aquel nombre y suspiró, a la par que cerró los ojos durante unos segundos. Parecía derrotado, exhausto, pero sólo estaba intentando recuperar el resuello después de ofrecer tan vasta respuesta a la primera pregunta de sus interlocutores.

¿Cómo fue su vida en Mauthausen?

Con tan directo interrogante Alex Astráin había decidido abrir fuego contra el antiguo prisionero del horror nazi. Únicamente buscaba romper el hielo para ganarse la confianza de Marcial, pero el cascantino, aún desconocedor del verdadero motivo de aquel encuentro, había pronunciado el nombre de la persona objeto de las pesquisas en los estertores de esa primera respuesta.

Alex se encendió un cigarrillo, intercambió una mirada silenciosa con su mujer, Maialen Galdeano, y ambos la compartieron con Fran Dalmau y Lynette Kósgei. La revelación alcanzaba tal calibre que traía a los cuatro sin aliento. Sólo Haizea, la pequeña que Maialen alumbrase cuatro meses atrás, era ajena a lo que allí se cocinaba y, recostada en la Maxi-Cosi que su padre había acomodado sobre el césped, sonreía ante la aparición de un gorrión curioso que acababa de posarse en lo más alto de la fuente muerta que presidía aquel coqueto rincón del jardín delantero de la residencia de ancianos Hogar Nuestra Señora del Rosario.

Ese cuadro encontró Marcial cuando por fin abrió los ojos. Arrellanó con sus pétreas manos la vieja bandera republicana que cubría sus piernas e impulsó la silla de ruedas que le hacía posible el desplazamiento, hasta detenerse en un punto tan cercano a quienes se sentaban frente a él que resultaba incluso intimidatorio. Una imagen de la Virgen que daba nombre al asilo aparecía tras aquellos jóvenes que habían ido a importunar su retiro, como testigo inanimado de la reunión, apoyada en metro y medio de peana trapezoidal construida con idénticas piedras grises rectangulares que aquellas que cercaban la finca y que sostenían una interminable reja marengo rematada en agudas lanzas bronceadas.

—¿Va todo bien?

Fran dejó a un lado la cámara con la que grababa la entrevista e hizo un gesto a Alex para que, como era cotidiano, fuese él quien tomara la palabra. El pamplonés, después de buscar ayuda en la mirada de sus socias con la acostumbrada escasez de éxito, aceptó a regañadientes.

—Sí... Descuide, señor Segura. Su respuesta nos ha cogido a los cuatro por sorpresa. Tan sólo es eso.

—Tu pregunta no podía tener otra réplica, hijo —sonrió Marcial—. Has apostado muy fuerte desde el inicio.

—Sabemos que la realidad fue horrorosa —intervino Lynette tras un breve silencio—. De hecho, este es el tercer verano consecutivo en que el Holocausto nazi viene a visitarnos. No nos extraña lo que cuenta.

—¿Entonces?

—En esencia, no le hemos engañado —continuó Alex—. Nuestra empresa, Mendebaldea ProMedia, es una sociedad audiovisual reputada, y le aseguro que vamos a producir un documental con el máximo rigor periodístico. Por ello queríamos contar con su testimonio… pero también he de decirle que esto no va a ser una entrevista al uso.

—No sé qué es una entrevista al uso. Diré mejor que hasta hoy jamás había concedido alguna, aunque tengo historias para vender y regalar —reconoció el anciano sin inmutarse—. Un camarada de Mauthausen que tuvo la fortuna de servir en Intendencia me proporcionaba, cuando podía y bajo manga, cuartillas y algún desecho de lápiz. Comencé escribiendo una especie de diario, como muchos prisioneros. Siempre me gustó leer, a los clásicos fundamentalmente, y tengo cierto talento descriptivo, pero llegó un día en que tuve que dejarlo. Las palabras se agotan ante tanto horror. Fue después de la liberación del lager cuando hice del terror literatura y mis experiencias tras la Guerra Civil las fui plasmando en papel a lo largo de los años, poemas principalmente, aunque también guardo una especie de cronología en prosa, escrita en base a esos recuerdos de los que nunca podré deshacerme.

—¿Y por qué negarse a contribuir a que todo aquello se supiera? ¡Con todo lo que ha ido documentando su experiencia es un auténtico filón histórico! Perdone, Marcial, pero no le entiendo.

—No lo voy a negar; he recibido muchas ofertas para contar mi vida, pero jamás me las he tomado a la ligera y las he rechazado después de investigar concienzudamente al medio en cuestión. Todos tenían un asqueroso tufo a amarillismo, sensacionalismo puro, y a mí, después de lo que he vivido, me horroriza mercadear con las miserias humanas. Si con vosotros he hecho una excepción, ha sido por ella.

Y entonces, ante la sorpresa de todos, señaló a Lynette.

—¡¿Por mí?! —exclamó la keniana.

Marcial sonrió y su rostro apergaminado amenazó con doblarse en tamaño. Unos ojos tan negros como el abismo que habían conocido ejercían de centinelas sobre una nariz chata y apaisada, mientras sus labios dejaban ver el hueco donde habitara el colmillo de oro que los esbirros de Franz Ziereis le habían usurpado en la enfermería de Mauthausen. Bajo la sombra de la boina, una fea cicatriz también parecía llevar el sello de las SS.

—No pienses mal, chiquita. A la vista está que eres muy guapa, pero no he despreciado el aire acondicionado de ahí adentro para pasar las horas contemplándote —aclaró Marcial, antes de dirigirse a todos—. La verdad es que no me he expresado bien. Me refería a vuestro grupo en conjunto y al símbolo que representa esta joven dentro del mismo. Revela que la sociedad ha dado un paso adelante en cuanto a las relaciones interraciales, hacia la tolerancia y el respeto frente a quien es diferente o piensa de otra forma, y eso me llena de dicha.

—Sea cual sea el motivo, nos alegramos por haber viajado hasta aquí y, más aún, de que nos haya recibido —sonrió, ahora sí, Lynette—. Lo cierto es que no quedan muchos supervivientes de Mauthausen a los que poder localizar.

—A mayor gloria del Fascio, prácticamente todos nos quedamos en Francia tras la liberación del lager. No podíamos regresar a España siguiendo vigente el régimen franquista —Marcial cabeceó—. He vuelto porque a uno le tiran las raíces y tenía ganas de ver cómo había cambiado Cascante tras más de sesenta años de ausencia. También, por qué no decirlo, porque prefiero que me entierren donde pasé los mejores años de mi vida.

La otrora guía de safaris asintió con el mentón.

—En realidad, ya nos entrevistamos ayer con otro antiguo deportado, en Jaca —continuó Alex—, pero no pudo ofrecernos dato alguno sobre lo que demandábamos, aunque su testimonio resultó tan interesante que aparecerá igualmente en el documental.

—Ese debe ser Garzarán, el Rapacutos, lo conocí bien —se aventuró Marcial.

Alex lo confirmó con un gesto.

—¡Qué alegría, no imaginaba que todavía estuviera dando guerra!

—¿Rapacutos?

Tras la cuestión, el pamplonés dio una calada larga al cigarro y la expulsó en volutas. Marcial las siguió con la mirada y respondió cuando estas terminaron de desgreñarse por encima de su cabeza.

—Era el peluquero del comandante Ziereis y de su lugarteniente Bachmayer, los dos mayores cerdos de Mauthausen. Por eso le pusimos ese mote —aclaró—. Tuvo suerte, ese trabajo le salvó la vida. Pero… ¿y qué información no os pudo dar Rapacutos?

—Ya le he dicho que esto no va a ser una entrevista corriente. El caso es que tratamos de localizar a una persona en concreto; alguien que pasó por Mauthausen entre noviembre de 1944 y mayo de 1945, y ahora sabemos que usted estuvo en contacto con ella.

—Si habéis estado metiendo las narices en mi vida antes de venir aquí ya os podéis ir largando.

—No se enfade, Marcial. —Maialen mostró su tono de voz más tierno—. Lo sabemos gracias a usted.

—¿A mí?

—Sí, la ha nombrado. Es su… ángel de la guarda.

—¿Nadine Klein?

Los cuatro asintieron al unísono.

—El año pasado nos vimos envueltos en una trama para el recuerdo, también con el Holocausto como punto central —le informó Maialen—. Puede parecerle increíble, pero Nadine Klein era la piedra angular de todo el lío. Antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial trabajaba en Berlín, en una tienda de antigüedades propiedad de los Krauss, una familia que fue detenida en su propio domicilio y deportada a diversos campos de concentración tras la Noche de los Cristales Rotos.

—Concretamente a Flossenbürg y a Ravensbrück.

—¿Cómo lo sabe?

—Lo sé. Dejémoslo ahí.

—La señorita Klein guardaba una reliquia de gran valor para la familia Krauss, y trató de ponerse en contacto con ellos en varias ocasiones, cuando ya eran prisioneros de los nazis —continuó Alex—. Una de esas veces logró hablar con la pequeña Lina, en el lager femenino de Ravensbrück. El fin era poner esa joya a buen recaudo e informar a los dueños de su localización exacta, aunque esto último nunca lo consiguió, al menos de manera clara.

—Pero lo más sorprendente es que cuando tiempo después visitó al pequeño Leni, internado en el campo de concentración de Flossenbürg, lo hizo enfundada en el uniforme de Aufseherin de las SS, tal y como usted la conoció —prosiguió Fran—. Luego, simplemente, desapareció como polvo soplado de una mano.

—Sin embargo, desde ayer por la mañana, y gracias a las indagaciones que están llevando a cabo en Alemania Leni y Lina, los ya ancianos hermanos Krauss, y nuestros parientes, los también hermanos Simeón y David Bérkowitz, sabemos con seguridad que, después de cumplir la instrucción en Flossenbürg, Nadine fue transferida a Mauthausen y que allí permaneció hasta la liberación del campo. —Maialen tomó así el testigo de las explicaciones—. Créame, Marcial, ella odiaba a los nazis, y se alistó en el pelotón femenino de la Schutzstaffel con el único objetivo de estar cerca de la familia Krauss y de poder informarles del paradero del famoso tesoro. Imagínese cuál era su grado de desesperación para verse obligada a llegar a tal extremo. Por fortuna, la reliquia ya apareció el año pasado y está en manos de sus legítimos propietarios, pero, desgraciadamente, no podíamos decir lo mismo de Fräulein Klein, de quien nada sabíamos desde finales de 1944, desde aquel encuentro con Leni en el primer barracón de Flossenbürg.

—Mauthausen fue el campo de los republicanos españoles. Por eso andábamos buscando entre ellos un antiguo deportado que pudiese ofrecernos alguna información sobre ella… y lo hemos encontrado —remató Alex.

Marcial Segura se tomó una pausa después de haber recorrido los rostros de todos para seguir sus exposiciones. Su tono de voz intentaba esconder la decepción.

—Bueno, he de reconocer que no es lo que esperaba de esta cita, pero tragaré con ello. ¡Jodidos muetes!

—¿Muetes?

—Y muetas, Lynette —apostilló Alex—. Quien dice muetes dice chicos, chavales, jóvenes… Es una palabra muy de aquí. Nosotros la conocemos porque los riberos con los que coincidimos en la universidad la utilizaban a todas horas.

—Entendido. Por un momento he pensado que era un apodo, como lo del Rapacutos —sonrió la africana—. ¡Y yo presumo de dominar el castellano!

—Pues me temo que, si queréis seguir tirando del hilo de Nadine Klein y que yo continúe soltando prenda, tendréis que aprender a familiarizaros con la manera de hablar de Cascante —prosiguió Marcial—. El tema da para mucho y es probable que tengáis que entrar en contacto con sus habitantes.

—Ahora sí que ninguno le entendemos.

El anciano se retrepó con dificultades en la silla.

—Cuadrilla, tengo ochenta y ocho años y las circunstancias de la vida me enseñaron a no fiarme de nadie. Sin embargo, reconozco que me habéis caído bien. Parecéis gente sincera y seria, periodistas de raza, así que no me importaría poner toda mi confianza en vosotros. Tal vez os proponga un misterio a descubrir, algo que puede remover los cimientos del Holocausto, aunque debo advertiros que no será fácil resolverlo. Tendríais que andar muy espabilaos.

—Explíquese —lo retó Lynette—. Tenemos todo el tiempo del mundo.

Marcial amagó con iniciar el juego, pero al escuchar la palabra tiempo se echó atrás.

—¡Coño, soy yo quien no lo tiene, ya es mediodía! —exclamó mientras miraba su reloj—. ¡Vaya, esta Beatriz ya se está retrasando!

Fue todo uno nombrarla y que la aludida apareciese por su espalda. Venía canturreando algo que ninguno supo descifrar. Llevaba una bata blanca que ocultaba una figura generosa y tenía el pelo moreno y corto, pero un mechón violáceo desenfadaba su flequillo hasta iluminar por completo un rostro risueño.

—El camarada Segura tiene que abrirle la jaula a la cardelina a las doce en punto. Es tan preciso que parece suizo, en lugar de cascantino —dijo la recién llegada, cuyo acento resultaba ajeno a aquellos lares—. El señorito no consiente que le pongan un pañal.

—¡Ay, mi gallega! —replicó este, tomándole la mano—. Si te hubieras meado encima tantas veces como yo lo hice en los trenes, camino de Mauthausen, te aseguro que ahora actuarías de igual modo.

—¡Seguro!

—Dicen que aquí hubo un médico que interrumpía las consultas a las doce en punto para rezar el Ángelus. Yo, ateo comunista orgulloso y confeso, me guardaré mucho de llegar a tal extremo —sentenció el residente como quien da un discurso—. Pero eso sí, la meadica de las doce es sagrada.

—No le hagáis mucho caso, está algo sonado y le encanta contar batallitas.

—¡Calla, lenguda!

Todos rieron ante el sano pulso que mantenían anciano y auxiliar. Era obvio que ambos se apreciaban. Beatriz se llevó la mano de Marcial a los labios y la besó.

El buen humor se apoderó del ambiente por unos segundos en los que todos incluso olvidaron por qué estaban allí.

Justo hasta que sucedió algo tan inesperado que lo cortó de raíz.

La pequeña Haizea, hechizada por el movimiento que el bochorno provocaba en la bandera que cubría las piernas de Marcial, tiró de esta y dejó los pantalones cortos del anciano a la vista. Fue en ese instante cuando todos descubrieron que la pierna izquierda del antiguo prisionero de Mauthausen moría en un muñón por encima de la rodilla.

—Lo siento mucho —alcanzó a balbucear Maialen—. Estoy realmente avergonzada, no sé qué decir…

—No tienes por qué disculparte —replicó Marcial mientras Beatriz volvía a colocar la Tricolor en su sitio—. Es una chiquilla y tiene que jugar. De verdad que no tiene importancia, son cosas que pasan.

Se extendió un silencio más largo de lo deseado, que rompió Lynette.

—¿La perdió en Mauthausen?

—Me la amputaron catorce o quince años más tarde, pero sí, allí fue donde comencé a perderla —asintió el hombre—. Sufrí un accidente en la Wiener Graben, la cantera de granito en la que nos dejábamos hasta el último resuello.

—Espero que no le moleste lo que voy a decirle —intervino Fran—, pero yo siempre había pensado que los prisioneros que ya no servían para trabajar eran los primeros en ser ejecutados. ¿No era así?

La mirada de Marcial se detuvo en el rostro del operador de cámara catalán, aguijoneado por varios piercings y enmarcado en una melena zaína de complejas rastas, antes de empedrarse y de fundirse en las copas de los abetos que protegían el jardín del fuego del sol veraniego.

Después, escupió una última sentencia antes de emprender el camino hacia los aseos.

—Tienes razón, chico, pero a mí esta pierna me salvó la vida.