Portada: La encrucijada del roble. Elizabeth Crook
Portadilla: La encrucijada del roble. Elizabeth Crook

 

Edición en formato digital: junio de 2019

 

Título original: The which way tree

En cubierta: diseño de Gregg Kulick;

© Hachette Book Group, Inc

© Mary Elizabeth Crook, 2018

This edition published by arrangement with Little,
Brown and Company, New York, New York, USA.

All rights reserved

© De la traducción, Lorenzo Luengo

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Ediciones Siruela, S. A., 2019

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17860-60-8

 

Conversión a formato digital: María Belloso

LA ENCRUCIJADA DEL ROBLE

 

Para mis abuelos

Howard Edward Butt (1895-1991)

y Mary Elizabeth Holdsworth Butt (1903-1993)

DECLARACIÓN DE BENJAMIN SHREVE

Ante los quince miembros del gran jurado

Residencia de Izac Wronski

Presidido por el juez E. Carlton

18.º distrito

Condado de Bandera

Estado de Texas

25 de abril de 1866

Según el registro de Alfred R. Pittman

 

 

 

Ahora que ha prestado juramento, diga su nombre.

Benjamin Shreve.

Diga su edad.

Diecisiete años, señor.

¿Dónde vive, Benjamin?

Por Verde Creek. Cerca de Camp Verde.

Muy bien. Puede quedarse donde está. Aquí hay mucha gente; le pido disculpas por ello. Soy el juez Edward Carlton, y este es Alfred R. Pittman. Se encargará de anotar lo que diga usted hoy ante el gran jurado. Hable con claridad. Si él le pide que repita algo, repítalo.

Sí, señor.

Puede colgar su sombrero junto a la puerta.

Prefiero tenerlo en la mano, señor.

Está bien. ¿Sabe por qué se le ha pedido que venga?

Por lo de esos hombres que encontré muertos en Julian Creek.

Así es. Creemos que usted fue el primero en ver los cuerpos y que es probable que viera a uno de los hombres que colgaron a esos caballeros. Somos conscientes de que esto ocurrió hace tres años y que la justicia ha tenido que aguardar a que terminase la guerra. De modo que es posible que no recuerde bien los detalles. Limítese a recordar lo que pueda. No invente nada. Si de algo no se acuerda, diga que no se acuerda.

Me acordaré, señor.

Muy bien. En cuanto a los asesinatos, los detalles básicos ya han quedado claros, pero estamos intentando corroborar los nombres de aquellos que tomaron parte en ellos.

Puedo asegurarle que Clarence Hanlin fue uno de los que lo hicieron, señor.

No estoy pidiéndole su opinión, Benjamin. Estoy pidiéndole su testimonio. Con ello quiero decir lo que usted vio, no lo que supone. Responda solo a las preguntas que le formule. Bien. ¿Qué estaba haciendo usted en Julian Creek la mañana en que encontró los cuerpos?

Cazaba, señor.

Julian Creek está a sus buenos kilómetros de Camp Verde. ¿Por qué no fue a cazar más cerca de casa?

No quedaba caza más cerca de casa. Los soldados sesesh1 de Camp Verde habían acabado con toda para colmar sus necesidades y las de los prisioneros del cañón.

Esa mañana, ¿cómo llegó hasta Julian?

A caballo, señor.

¿Estaba usted solo?

Sí, señor.

¿A qué hora salió de casa?

Supongo que una hora antes del amanecer más o menos. Recuerdo que cabalgué a la luz de la luna.

¿Y su intención era cazar en Julian Creek?

Mi intención era cazar la primera pieza que me saliese al paso. Resultó ser un ciervo, cerca del Julian. Disparé y fallé.

¿Qué sucedió después?

Me pillé un buen berrinche, señor. Desmonté y me puse a maldecir. Enseguida me arrepentí de haberme comportado de esa manera.

¿Por miedo de asustar a la caza?

Por miedo de los indios y de los sesesh y de los exploradores y de los vigilantes y qué sé yo. Era un comportamiento peligroso y llamaba mucho la atención, señor.

Benjamin, los hombres que hay en esta sala, algunos de los cuales probablemente conozca, mantienen opiniones diversas sobre la pasada guerra. Haría bien en evitar los insultos.

Sí, señor, conozco a uno... dos... tres... cuatro... cinco de los que están aquí, mi padre y yo les vendíamos tejas. Ese que hay junto a la puerta...

No saque a colación la política.

No, señor, no iba a hacerlo. Pero fue un sesesh el que asesinó a los hombres que encontré muertos.

Es verdad que al mayor del Ejército Confederado William J. Alexander, de Camp Verde, cuyo paradero es desconocido, se lo acusa actualmente de asesinato y de actuar como salteador de caminos. Lo que tratamos de determinar es cuáles de sus hombres tomaron parte en el ahorcamiento de los ocho viajeros que usted encontró muertos.

Clarence Hanlin era uno de ellos, señor.

Sé que esa es su declaración. Pero si tal cosa es cierta, debemos llegar hasta ella por medio de la lógica. Limítese a responder mis preguntas.

Sí, señor.

Así que disparó al ciervo, y falló, entonces se pilló un buen berrinche. ¿Qué ocurrió después?

Escuché ulular a unos coyotes y pensé que eran los comanches. Até mi yegua a la maleza y me alejé un poco y me tendí bocabajo en la hierba donde nadie pudiera verme. Pero cuanto más permanecía a la escucha tendido allí, más pensaba: «Esos no son indios; lo que son es coyotes». Me figuré que quizá había acertado al ciervo y lo había herido, y que el ciervo había escapado y bajado por allí y ahora los coyotes lo habían rodeado y estaban devorándolo. Así que pensé en aproximarme y echar un vistazo a ver qué hacían. Me acerqué a rastras por si acaso eran en verdad comanches y no coyotes. Así fue como me encontré con lo que vi.

Intente describirnos lo que vio tan detalladamente como pueda.

Clarence Hanlin y una manada de coyotes bajo un espeso grupo de robles rojos, señor. A cierta distancia del arroyo. Les daba algo de la luz de la mañana allá donde estaban, que era un pedregal entre chumberas, y los coyotes huían a la carrera porque Clarence Hanlin los azuzaba con un palo y les ululaba con esos ululatos como si también fuera él uno de ellos. Los estaba asustando. Me parecía muy extraño que no les disparase si tanto le molestaban. Tenía una pistola. Pero parecía que...

Por aquel entonces, usted no había visto nunca al señor Hanlin... ¿Es esto correcto?

No del todo correcto, señor. Había visto soldados ir y venir por los caminos próximos a Camp Verde, y creo que había visto a Clarence Hanlin entre ellos, pues me fijé en que tenía un ojo caído. Tenía una mirada que llamaba la atención, señor. No era una mirada agradable. No es que fuera feo, pero su facha no le hacía ningún favor.

Caballeros, ¿podríamos, por favor, dejar las risitas? Alfred, espero que lo estés anotando todo. Quiero cada detalle por escrito. De acuerdo, Benjamin, vio usted una manada de coyotes y a un hombre quien a su entender se trataba de uno de los soldados confederados destacados en Camp Verde, pero al cual, en aquel momento, no conocía por su nombre y con el que jamás había hablado, azuzando con un palo a los coyotes con la intención por lo visto de asustarlos. ¿Es así?

Sí, señor. Y les lanzaba ululatos, señor. Era muy raro, a mi entender. Había algo perruno en ello, señor.

¿Está insinuando algo con ello?

Si se refiere a si estoy insultando a ese hombre, no, señor. Supongo que igual podría decir que también sonaba un poco como un cerdo, señor, si pretendiera hacer lo que usted dice. Insinuar algo. No estaría muy fuera de lugar. Lo diré de otro modo. Hacía un ruido muy raro para ahuyentar a los coyotes. Me asustó bastante. Después lo vi ponerse de cuclillas como si se dispusiera a recoger leña o algo así. Había por el suelo un montón de ramas rotas. Pero lo que recogió no fue leña, sino un brazo. Y entonces vi que estaba unido a un cuerpo. Y entonces vi otros cuerpos.

Un momento. ¿Dónde estaban los cuerpos?

A su alrededor, por todas partes. Desperdigados, diría yo. Quizá habría una docena.

Para que conste, había ocho cuerpos.

A mí me parecieron más de ocho, por como estaban desparramados. Pero si usted lo dice serían ocho. Me encontraba a unos veinte metros, si no más. Había poca luz, puesto que el sol todavía no estaba en lo más alto. Y, ahora que lo pienso, supongo que lo primero que se me pasó por la cabeza fue que los cuerpos serían maderos y ramas, y que no había nada raro en aquello. Así que no me paré a pensar en ese momento en cuántos de ellos habría.

Había ocho muertos exactamente. Sabemos sus nombres. A algunos de los hombres que se encuentran en esta sala se les pidió que fueran desde el pueblo para ayudar a enterrarlos. Bien, prosiga. ¿Qué hizo usted cuando vio los cuerpos?

Intenté figurarme qué había pasado y pensé: están esos cuerpos y esos coyotes y Clarence Hanlin con su palo y su ululato. Así que...

Clarence Hanlin, a quien usted aún no conocía como Clarence Hanlin, pero con quien más tarde usted, presumo, llegó a mantener algún trato...

Así es, señor. Por entonces lo conocía como el hombre del ojo caído, vestido con ropas sesesh, a quien creía haber visto ya en el camino que había cerca de Camp Verde. Así que me figuré que los coyotes estaban tratando de comerse los cuerpos y que el señor Hanlin, el sesesh, los estaba ahuyentando. Así es como vi aquello, hasta donde pude entender. Pero entonces me vino a la cabeza que tenía que haber algo más, pues ¿qué hacían los cuerpos allí? Pensé que a lo mejor los comanches andaban por la zona y habían matado a los hombres que los coyotes intentaban comerse, y que este sesesh llegó y, aunque tenga una cara difícil de mirar, estaba protegiendo los cuerpos. Pero quieto ahí, pensé. Porque entonces lo vi coger un objeto de la chaqueta de uno de los que estaban en el suelo. Lo cogió de uno, y dio un paso, y pinchó a otro con el palo, y se acuclilló y cogió también de aquel un objeto. Estaba saqueando a los muertos, señor. Estaba cogiendo cuanto encontraba. Fue de bolsillo en bolsillo, buscando cosas valiosas que rebañar. Llevaba un zurrón atado con una correa al costado, y allí metía las cosas. Me daba miedo hasta respirar, señor. Me figuraba que si me pillaba mirándolo vendría a por mí. No hice el menor movimiento. Se volvió hacia donde yo estaba en una ocasión y no me vio, pero yo sí que lo vi bastante bien. Tenía la mirada fija de una manera extraña, señor. Era una mirada llena de crueldad. Cuando vi aquello, me puse en pie de un salto y corrí como alma que lleva el diablo. Llegué hasta mi yegua y cabalgué tan rápido como ella alcanzó a llevarme de regreso a casa.

¿Y por qué no informó del crimen que acababa de presenciar?

No era fácil saber qué era un crimen y qué no, con tantas cosas malas como estaban pasando.

Creo entender que sus padres ya han fallecido.

Sí, señor.

¿Hace mucho?

Sí, señor. Vivo solo con mi hermana.

Muy bien. Hábleme ahora de sus posteriores encuentros con este hombre.

Bueno, es una larga historia. Quería apiolarme. A mí y a mi hermana, a los dos.

¿Quería matarles? ¿Por lo que usted había visto?

No, señor. Por una cosa que pasó. Preferiría no tener que hablar de ello, si puede ser.

No puede ser, Benjamin. ¿Por qué quería matarle?

Bueno, señor. Supongo que fue porque mi hermana le pegó un tiro en un dedo.

¿Le disparó en un dedo?

Se lo arrancó de un tiro, señor.

¿Está diciendo que su hermana le arrancó de un tiro uno de sus dedos?

Uno y un cacho, señor.

Caballeros, dejen de reír. El chico lo va a explicar todo. Benjamin, ¿nos cuenta lo que ocurrió?

Algo después de lo que vi en el Julian, mi hermana y yo estábamos sentados en un árbol, con una cabra atada a una estaca clavada en el suelo para atraer a una pantera. Mi hermana quería matar la pantera, pero fue el señor Hanlin quien acabó por recibir el tiro.

¿Le disparó accidentalmente?

No. Él la provocó, señor. Como él se acercaba pegando voces, ella le disparó, y bien que hizo, si quiere saber mi opinión, aunque en aquel momento no lo pensé así.

¿Debo entender que él tenía razones para acercarse y pegar voces?

Supongo, señor. Ella estaba pegándole voces a él.

Comprendo. Benjamin, me quedan al menos otras doce personas a las que he de interrogar hoy, así que no tengo tiempo para rodeos. Pero si Clarence Hanlin es un individuo propenso a cometer actos violentos sin provocación alguna, sería de gran ayuda saberlo. ¿Diría usted que ese es el caso?

Diría que hubo alguna provocación por parte de mi hermana solo si pegar voces es una provocación. Pero antes de su provocación él la provocó a ella mediante el innecesario acto de apuñalar a un camello, señor.

Uno de los camellos destacados en Camp Verde, supongo.

Sí, señor. Así que diría que la primera provocación vino de parte del señor Hanlin, hecha por él. El camello estaba muy viejo y fastidiado, y el señor Hanlin lo pinchó sus buenas veces en la joroba porque no se movía tan rápido como esperaba. El animal hizo unos ruidos muy fuertes y horrendos al ser apuñalado, señor, y cayó sobre sus rodillas: un final monstruoso para una bestia que había venido nada menos que de Egipto. Mi hermana no quiso quedarse de brazos cruzados, y estando como estaba en el árbol y armada con una pistola, y dado que la pantera no había venido para recibir el tiro, diría que el señor Hanlin estaba en el lugar y el momento menos indicados para apuñalar a la criatura de esa manera. Se lo contaré en pocas palabras si eso es lo que desea. Mi hermana...

Me temo que no tengo tiempo ahora mismo ni siquiera para la versión resumida. Lo que busco es información específica acerca de la inocencia o culpabilidad del señor Hanlin respecto al asesinato y su paradero actual. ¿Cuántas veces tuvo contacto con él tras haberlo visto en el Julian?

Bastantes veces, señor, después de lo que mi hermana le hizo en el dedo. Nos estuvo siguiendo durante dos días enteros y parte del tercero. En un momento dado nos alcanzó. Cambiamos algunas palabras. Cambiamos algunos tiros.

No tengo claro si lo que está haciendo es proporcionarnos poca información o demasiada, hijo, pero no me estoy acercando a lo que quiero saber. ¿Puede ceñirse al asunto?

Clarence Hanlin fue uno de los que asesinaron a los hombres del Julian, señor. Los ahorcó y les robó. Él mismo admitió que los ahorcó, y yo fui testigo del robo. Si es ahí adonde quiere llegar, entonces ahí lo tiene, señor. Lo más resumido posible, señor. Tiene mi palabra de que es verdad.

¿Le habló de los ahorcamientos?

Sí, señor. Con algún detalle, cuando nos alcanzó. Me dijo que también me iba a colgar a mí. Dijo que colgaría a mi hermana justo a mi lado y que nos miraría hasta que nos crujiese el cuello. Era un espanto de persona, señor.

¿Y su hermana también escuchó la confesión y la amenaza?

Sí, así es. Eso produjo todavía más problemas. Mi hermana es una persona con mucho genio.

Necesitaré que testifique.

No va a testificar, señor. Está llena de zarpazos y da pena mirarla. Además es mulata. Su madre era negra. No va a venir.

¿Entiendo entonces que tenía una madre distinta de la suya?

Bastante distinta de la mía, señor. En cualquier caso, las dos han muerto. En eso son iguales, señor.

¿Qué edad tiene su hermana?

Es dos años más joven que yo. Quince ahora mismo. Doce cuando hizo lo que hizo con el dedo.

Comprendo. ¿Sabe usted leer y escribir?

Bastante bien. He leído dos veces entero La ballena, sobre Moby Dick. He leído Malaeska: la esposa india del cazador blanco. Y he leído dos novelas de la serie Waverley. Todos esos libros me los dieron los prisioneros yanquis que había en el cañón. Les lancé una mazorca de maíz y de vuelta me cayó La ballena. Justo a mis pies. Y al día siguiente les...

¿Envía y recibe correo?

No, señor. Hasta ahora no. La estafeta de Camp Verde ya cerró. El lugar es una ruina y lo han saqueado. Podría recibir correo en la estafeta de la casa del doctor Ganahl, en Zanzenberg, que no está muy lejos de la mía. De todos modos, era un sesesh, y siguió siéndolo después, y ha huido a México, y no sé si...

Lo haremos a través de la estafeta de Comfort. Quiero que escriba un relato completo acerca de cada uno de los encuentros que haya tenido con Clarence Hanlin. Escriba detalladamente y sea sincero. En tres meses regresaré a Bandera, para entonces tendré que presentar mi recomendación a este gran jurado. Mientras tanto estaré interrogando a otras personas acerca del caso. Pero dado que usted ha tenido un trato personal con el señor Hanlin sus declaraciones resultan fundamentales. Nuestra labor consiste en asegurarnos de que la justicia prevalece en los crímenes cometidos por soldados confederados contra civiles simpatizantes de la Unión. Buena parte de ese trabajo lo hará usted. Quiero que escriba una declaración exacta acerca de quién es usted, quiénes fueron sus padres, quién es su hermana, y que describa hasta el más mínimo roce que haya llegado a tener con ese individuo al que conoce como Clarence Hanlin. Recuerde que se trata de su testimonio y que ha jurado decir la verdad. Después enviará su informe a la estafeta de Comfort. El jefe de la estafeta se encargará de que llegue a mis manos. Si me surgen más preguntas, las pondré por escrito y se las enviaré a Comfort. ¿Va allí a menudo?

Sí, señor, a veces sí, para vender los muebles que hago.

De acuerdo. Antes de que se marche, acláreme una cosa. He de suponer que no ha visto al hombre al que se refiere como Clarence Hanlin en los tres años posteriores a los encuentros de los que hemos hablado...

No, señor.

¿Y dónde estaba él exactamente la última vez que lo vio?

En la Medina, señor. Algo al norte de aquí. Hizo una curva. Y engullido que fue.

¿Engullido?

Por un remolino. Se metió en el remolino y no he vuelto a ver ni un pelo de ese hombre desde entonces.

Esto no me lo esperaba. ¿Cree que está muerto?

Me daría miedo si no estuviera muerto, señor. Sería algo antinatural.

Sin duda esto sí que es nuevo. Puede que acabemos con el señor Hanlin antes de lo esperado. ¿Está seguro de que era él?

Él y nadie más que él, señor.

Comprendo. Bueno. Esto no hace más que aumentar la importancia de su labor. Las pruebas son nuestro baluarte contra el caos. Si Clarence Hanlin es culpable y sigue con vida, debemos localizarlo y condenarlo. Si está muerto, debemos demostrar que así es. No podemos suponerlo sin más y permitir que siga en libertad cuando ocho hombres que viajaban a México fueron capturados, saqueados y ahorcados. Quiero que escriba el relato que le he pedido y lo lleve a Comfort tal y como he dicho. Quiero que anote bien todos los detalles.

Señor... No tengo papel ni lápiz.

Izac, ¿podría darle a Benjamin papel y pluma y un tintero?

Sí, señoría.

Benjamin, supongo que volverá cabalgando a casa.

Sí, señor.

¿Sabe que los comanches han hecho asaltos por el condado de Blanco?

Sí, señor, vaya si lo sé. Y el señor Berry Buckalew fue asesinado en el Seco. Una vez mi padre y yo pulimos tejas con él. Y al señor Hines, que vivía en el campamento mormón, lo asesinaron en el cruce de Tarpley. Lo sé todo. También sé de los problemas con los kikapús. Estoy muy al corriente, señor.

¿Está su hermana sola en casa?

Sí, señor.

Tenga cuidado ahí fuera, ¿de acuerdo?

Gracias. Siempre lo tengo, señor.

 

 

 

 

 

 

1 El término sesesh designa despectivamente a los secesionistas. Aparece mencionado varias veces en las cartas del soldado Edward W. Bacon: «Nos dijeron que el último sesesh se marchó el sábado, hace dos días» (10 de mayo de 1862. Citado en Double duty in the Civil War: The Letters of Sailor and Soldier Edward W. Bacon. Southern Illinois University Press [2009], pág. 40). (Todas las notas son del traductor).

 

Querido juez:

 

Le dejo aquí mis declaraciones respecto a lo que preguntó. Sin embargo, no están todas porque hay más. Enviaré más en adelante.

Afectuosamente suyo,

BENJAMIN SHREVE

 

 

 

MI TESTIMONIO

 

QUIÉN SOY

 

Me llamo Benjamin Shreve.

 

 

QUIÉNES ERAN MIS PADRES

 

Mi padre se llamaba Alton Shreve. Mi madre se llamaba Millie. Imagino que su nombre era Millie Shreve después de casarse con mi padre. No sé cuál sería antes. Mi padre siempre se limitaba a llamarla tu madre. No la conocí personalmente porque murió poco después de mi nacimiento, suceso que tuvo lugar en el invierno de 1849. Algunas personas me han dicho que era una buena mujer y muy bonita de aspecto aunque un poco sosa de cara. Antes de que yo naciese, ella y mi padre vinieron aquí desde Duck Hill, Misisipi, y mi padre construyó una casa y se ganaba la vida aceptablemente con las tejas, las cuales por entonces empezaban a dar bastante dinero si uno trabajaba duro. Cuando nací y mi madre murió, a mi padre se le hacía imposible cuidarme y cortar tejas y estar yendo y viniendo del mercado. Buena parte de las veces me dejaba ahí berreando, qué remedio le quedaba. Seguro que algunas noches rezaba para que los comanches me oyeran y se me llevasen.

 

 

QUIÉN ES MI HERMANA

 

Mi hermana se llama Samantha Shreve. Usted me ha pedido que sea sincero, así que le diré que es mi hermanastra, pues su madre era negra y la mía era blanca. A veces yo la llamo Sam; creo que ella lo prefiere aunque no tengo motivos para saber si es así, pues nunca me ha dicho tal cosa. Tiene quince años, y la cara marcada por la pantera que mató a su madre cuando ella tenía seis años. Es muy canija y no vale nada.

Su madre se llamaba Juda. Mi padre conoció a Juda en el camino que llevaba a San Antonio. Yo tenía un año por entonces, y me llevaban amarrado al asiento del carruaje para evitar que me cayese de él. El carruaje tuvo un problema en el Paso Deslizante con una rueda que se soltó y los maderos de la parte superior resbalaron hacia la posterior como acostumbran a hacer en esa pendiente tan pronunciada. Mi padre tuvo que bajarme y atarme a un árbol para que no me pusiera a gatear por ahí. Estaba recogiendo los maderos desparramados, y casi había tocado fondo en cuestión de alegrías, cuando pasó por su lado un carruaje conducido por un hombre que llevaba al lado a una mujer que parecía enferma y detrás a una negra.

El hombre exclamó: Necesita que lo ayude con esos maderos.

Mi padre, que, me temo, no era un hombre demasiado orgulloso, dijo: Necesito que me ayuden con mi vida en general. Y dicho aquello comenzó a llorar como un bebé, o eso me decía cada vez que me contaba la historia. No era un blandengue ni un pesimista, pero se vino abajo y soltó lo que tenía dentro. Nunca lo he menospreciado por la reacción que tuvo entonces. Llevaba una vida lamentable, el puñado aquel de maderos iba a la suya, el carruaje se le había roto, el caballo de tiro se había dado por vencido, cabía la posibilidad de que llegaran los indios, y tenía un niñito de corta edad dando la lata atado a un árbol.

El hombre del carro bajó y le echó una mano. En el transcurso de aquello, no sé cómo, ambos llegaron al acuerdo de que el hombre se quedaría con los maderos, que le venían muy bien porque acababa de llegar al lugar y esperaba construirse algo, y a cambio le prestaría a mi padre la negra Juda durante un mes para que le limpiase la casa, le lavase la ropa e hiciese en general el trabajo de una esposa excepto el conyugal: de eso no iba a haber nada de nada.

Mi padre, que era hombre de palabra, no creo que se acercase a Juda durante ese periodo. Con todo, el amor estaba en el aire por la parte de mi padre, a mi entender. Lo que no tengo tan claro es lo que Juda pensaba de él. Debía de gustarle lo suficiente, pues una vez vencido el plazo no regresó con sus propietarios, y fueron haciendo otros acuerdos y por fin pasado un tiempo mi padre y ella estuvieron juntos para siempre. Quiere usted que sea sincero. No sé si hubo boda. A mí me da que ni la hubo. Pero se presentó Samantha.

El único problema es que Juda era un bicho. Solía zurrarme casi hasta morir. Yo creo que me odiaba, pero no estoy seguro. No paraba de trabajar, y era muy resuelta, y llevaba la casa en perfecto orden, pero podía dejar inconsciente a latigazos a un niño si este se portaba mal. Habida cuenta de que yo era el único así en la vecindad, me llevaba más palos de los que me correspondían.

Apenas tenía dos años en la época en que nació Samantha, pero cuando ya empecé a darme cuenta de lo que era la vida, y aprendí a levantar la voz y a comprender lo que ocurría a mi alrededor, recuerdo que le daba con los puños a Juda cuando le hablaba mal al bebé. Teníamos nuestras broncas, y yo no hacía nada de lo que me ordenaba.

Recuerdo en particular, aunque no con todo detalle, cierto día en que hacía muchísimo calor y me tuvo dentro de la casa, todo ahogado, ocupándome del fuego de la cocina, que en mi opinión era cosa de mujeres, mientras que yo prefería ir a ayudar a mi padre. Tendría unos cinco años y ya había crecido lo bastante como para echarle una mano.

Remueve la olla, me dijo.

Ella estaba colgando pañales en la chimenea, y todo el lugar olía que apestaba, a pañales y a sudor, y hacía un calor de mil demonios, y dije: No, no voy a remover nada; me voy fuera.

Que la remuevas, me dijo.

Dije: Que no. Tú no eres mi jefe. Mi papá es mi jefe y no tú.

Se le puso roja la cabeza y la cara de pura rabia. Era una mujer muy testaruda. Tenía un mentón feroz, y una piel que para un negro se diría pálida, y el pelo cortado a ras de cráneo. Siguió ordenándome que removiese la olla y yo seguí sin hacerlo, y la discusión empezó a calentarse, y pensé en correr a la puerta, pero ella me agarró por el pelo y me arrastró adentro y dijo: Te voy a arrancar el pelo a tirones.

Su manera de agarrarme, por lo que recuerdo, me dolió bastante. No me soltaba. Yo chillaba como una alimaña, y Samantha aullaba en su cuna, armando todavía más jaleo. Cuando por fin me libré de Juda, estaba hartísimo. Cogí las pinzas del fuego y las agité de un lado a otro y proclamé con un gemido agudo: ¡Te voy a dejar mi marca; vaya si lo haré! ¡No me gustas y te voy a dejar marcada!

Juda dejó de gritar, dejó incluso de moverse, y la expresión de sus ojos era casi asesina, y dijo con una voz lenta, como si le estuviera hablando a un retrasado: Te crees que nunca me las he visto con unas pinzas al rojo vivo.

Entonces fue desabotonándose y dejó caer el vestido al suelo, y se quedó allí plantada ante mí completamente en cueros, y vi una ristra de franjas por todo su cuerpo, más oscuras que su propia piel.

Me quedé con la boca abierta. Por Dios todopoderoso, Juda, ¿quién te hizo eso?, le pregunté.

Su nombre es lo de menos, dijo. Pero te diré una cosa. Unas pinzas no van a servirte de nada. Vas a remover la olla, ¿me oyes?

Después de aquello sí pensé en removerla, pero tenía los ojos clavados en ella, y mi padre llegó y la vio desnuda de arriba abajo, y pareció consternado al encontrarse ante aquella visión horrible, y no poco compungido. Entonces dijo: Juda, el chico no necesita ver eso.

Y ella dijo: Sí, bien sabe Dios que sí.

Después se puso la ropa y yo removí la olla.

Aquello fue todo cuanto conocí de Juda, aparte de su brutalidad.

El hecho de que se comportara con aquella dureza conmigo y con Samantha hace que resulte todavía más curiosa la manera en que perdió la vida, de esa forma tan sangrienta, defendiendo a Samantha, el día en que apareció una pantera.

 

Querido juez:

 

Para hablarle de Clarence Hanlin tengo que contarle lo de la pantera. No puede hablarse del uno sin hablar de la otra. De modo que este nuevo informe que me dispongo a enviarle va al meollo de la cuestión aunque usted no lo crea. Aún tengo que llegar a lo que tengo que decir acerca de Clarence Hanlin, pero haré otro informe después de este. Me lleva tiempo escribirlos, porque trabajo en el campamento de las tejas que queda ahí abajo cuando no está diluviando. Estos informes los tengo que escribir principalmente por la noche o muy temprano. Además, hago muebles siempre que tengo un rato.

Además, la pluma no es fácil de manejar.

Aquí están los hechos de lo que la pantera le hizo a Juda una mañana azul y fría antes de que saliese el sol.

Afectuosamente suyo,

BENJAMIN SHREVE

 

 

 

MI TESTIMONIO

 

Tenía yo ocho años cuando sucedió. La noche anterior mi padre vino a casa acompañado de un hombre que había conocido en el campamento de las tejas, siguiendo hacia abajo la corriente del río. Aquel hombre iba a quedarse a pasar la noche con nosotros, pues aún no tenía casa propia y fuera hacía muchísimo frío. Se llamaba Luke. Llevaba consigo una piel de búfalo para dormir encima. A Juda no le gustó nada que la piel estuviese en una condición tan lamentable. Le gustaba que las cosas estuvieran extremadamente ordenadas y limpias. Uno no podía ni traer de la calle una brizna de hierba sin que ella tuviera algo que decir al respecto. En lo tocante a aquello no andaba bien de la cabeza.

El hombre tenía una manera rara de sacudir la cabeza y tenía caspa en el pelo. Juda le cantó las cuarenta a mi padre por traerlo a casa, pues ella no lo quería allí. Sin embargo, al final le permitió entrar con la piel de búfalo, comer pan de maíz y dormir en el suelo. No le dio nada de carne.

Ni había matado al animal ni lo había despellejado, dijo, y no se lo iba a comer.

Le daré un poco de la mía, dijo mi padre.

Pero ella dijo: No, no vas a darle nada.

Juda no nos perdía de vista mientras comíamos. Tenía el ojo puesto en mi padre para asegurarse de que no le daba carne. Era un comportamiento de lo más antipático, pues por entonces no nos faltaba de nada.

En aquella época Samantha y yo dormíamos en la misma cama, mientras que Juda y mi padre dormían en la otra. El hombre extendió la piel ante el fuego y comenzó a roncar. Me costaba conciliar el sueño, pues podía sentir lo cabreada que estaba Juda por tener a ese hombre allí, y lo mucho que mi padre lo lamentaba, también lo poco que al forastero le importaba todo aquello. No creo que le importase la carne; solo buscaba el calor del fuego, y de eso había a montones.

Poco antes de que saliese el sol vi a Juda levantarse de la cama. Llevaba puesto su vestido, en vez del camisón, por culpa de tener a aquel forastero en casa. Removió el carbón y logró que saliese una llama. Después se arrodilló junto al hombre y se puso a examinarle la cabeza. No la tocó; solo se limitó a acercarse mucho. Yo sabía lo que estaba haciendo. Tenía aversión a los piojos y siempre estaba al acecho para cazarlos. Como el pelo del hombre olía mal y supuse que a Juda le despertaba sospechas.

En un instante se incorporó y le propinó al hombre una patada en el costado. Lárgate, le dijo. Vamos, vete.

El hombre se levantó de un salto y dejó escapar un chillido.

Mi padre se despertó con el ruido. El hombre lo miraba, a mi entender porque no creía que mi padre fuera a permitir que una negra se comportase así.

¿Qué has hecho?, le preguntó mi padre a Juda.

Quiero que se largue, dijo. Quiero que se largue pero ya.

Como si aquello fuera algo en lo que mi padre no hubiera reparado.

Sácalo tú de aquí, dijo Juda. Dijo que las sacudidas que sufría no eran naturales, sino a consecuencia del picor.

Mi padre intentó que Juda cerrase el pico pero ella no callaba.

El hombre dijo: No me voy a ninguna parte. No sé cómo llegar al camino.

Está por allá, le dijo Juda. Ya lo encontrarás. Solo un necio es incapaz de encontrar un camino.

Mi padre dijo: No es un necio. Afuera está oscuro.

Discutieron a causa de aquello.

Tras un buen rato así, mi padre levantó la voz y dijo: Maldita sea, me voy con él. Aunque no haya luz, habrá que irse. Aunque caiga fuego del cielo, habrá que irse.

Mi padre no acostumbraba a maldecir de aquella manera.

Mi padre y el forastero salieron al cobertizo, ensillaron los caballos y se marcharon.

Aquello ni de lejos dejó satisfecha a Juda. Se le había metido en la cabeza que ahora todos tendríamos piojos por haber tenido a aquel individuo entre nosotros y porque los piojos se esconden muy bien. Para ella era una idea insoportable, pues odiaba aquellos bichos, y en general cualquier bicho que no tuviera su aprobación. Se puso a barrer el suelo toda enrabietada, sacó su peine de púas, echó queroseno en un cuenco y se lo pasó por todo el pelo.

Me dijo que me quitase la camisa y me sentase a la mesa. Ya sabía cómo iba aquello, pues lo habíamos hecho otras veces. No le veía sentido a pelearme con ella. Hubiera preferido marcharme al galope con mi padre y el forastero, pero al contrario que ellos yo no tenía caballo. Juda echó a borbotones el queroseno sobre mi pelo y me peinó con saña. Me figuré que tendría que salir y meter la cabeza en el arroyo, y no era una idea muy agradable teniendo en cuenta el frío que hacía fuera. Me limité a decir: Que no tengo bichos. Juda continuó restregando mi cabeza y echándome queroseno por todo el pelo. El cráneo me ardía muchísimo.

Vi que Samantha ya estaba despierta y que vigilaba atentamente lo que hacíamos. Así que para fingir que no nos había visto, no se incorporó ni abrió del todo los ojos. Supe que nos lo iba a poner difícil. Odiaba que le pasasen un peine por el pelo, que era complicado de domar, pues era pelo de negro y tenía para dar y tomar.

Sin previo aviso, saltó como un rayo de la cama y corrió a la oscuridad. De un momento a otro pasó de estar en la cama a cruzar la puerta, dejándola abierta. Era una noche fría y el cielo estaba oscuro, salvo por una palada de luna que permitía ver algo. Por la puerta vi a Samantha correr a toda prisa hacia el arroyo. No sé dónde imaginaba que llegaría, pero se me ocurría cierta idea al respecto. Una vieja y enorme puerca deambulaba por el lecho del arroyo con sus cerdos, todos ellos con las orejas marcadas, y Samantha adoraba a aquella puerca. El animal le había cogido manía a Juda, que acostumbraba a sacarla a palos de la casa en aquellas ocasiones en que osaba entrar allí, pero Samantha siempre la había tratado bien y las dos se tenían cariño. Cabía la posibilidad de que se dirigiera al arroyo para esconderse con la puerca. Siempre me ha parecido inadecuado preguntarle si era eso lo que pretendió, pues creo que la pregunta le molestaría mucho, teniendo en cuenta lo que ocurrió por haberse marchado de la manera en que lo hizo.

Corría vestida con su camisón blanco y haciendo aletear los brazos sobre los costados. En aquel entonces tenía seis años, y, al ser tan enclenque para la edad que tenía, corría todo lo aprisa que podía hacia el arroyo y los árboles. De buena gana me hubiera reído al verla de no ser porque Juda me habría molido a palos por hacerlo. Corre, dije para mí. Escóndete donde Juda no pueda encontrarte.

Y entonces vi una criatura agazapada que se desplazaba tan rápido que ni pude adivinar lo que era. Avanzaba directamente hacia Samantha, desde un apartado lugar a la derecha donde teníamos ocho cabras en un corral. Apareció en mi campo de visión en un destello de color amarillo pardo, con una larga cola, cruzando el yermo de nuestras tierras, justo bajo la palada de luna. No me dio tiempo a pensar qué podía ser hasta que la vi sobre Samantha. Era más grande incluso de lo que con palabras puede expresarse. La cubrió de arriba abajo. En un momento la silueta de Samantha estaba allí, en la oscuridad, y al siguiente había desaparecido sin dejar rastro. Lo único que alcancé a ver fue la forma alargada de la bestia, que parecía haberse tragado a Samantha. No hacía el menor ruido, como tampoco Samantha lo hacía. En medio de aquella quietud me vino a la cabeza el tipo de animal que era aquel, aunque no es que estuviera pensando precisamente en cómo llamarlo.

Me puse en pie a toda prisa y enseguida salí por la puerta. No recuerdo qué pensaba hacer, pero la pregunta acerca de qué hacer me sobrevino al acercarme allí. Me gustaría decirle que salté sobre el felino y que impedí que atacara a Samantha, pero no fui yo quien lo hizo, sino Juda. Corrió más rápido que yo y me adelantó.

Lo que sucedió después fue espantoso. Juda se arrojó cuan larga era sobre el felino, como si fuera una alfombra que le hubieran echado encima al animal. Era bastante corpulenta, pero el felino era más grande aún. El animal aulló y rugió. Juda se le pegó encima y le ensartó una hachuela que había cogido al salir por la puerta. Era un hacha para matar gallinas. Juda gritó como no imaginaba yo que pudiera hacerlo, mientras hundía la hachuela en la pantera. Pero no era tarea fácil seguir agarrada a ella. Juda le rodeó la garganta con los brazos y trató de separarla de Samantha a la fuerza. Pensé que si no la mataba a hachazos iba a tener que estrangular a aquella bestia. Producía un ruido feroz, y la lucha que se libró entre ambas provocó tal frenesí de torsiones y giros que yo ya ni distinguía a Juda del animal. No tenía claro que Samantha siguiera allí, pues estaba tendida en el suelo y yo no la veía. Tras un rato devanándose en aquella terrible pugna, Juda consiguió que el felino se diera la vuelta y quedara bocarriba y Samantha se levantó y corrió hasta un árbol cercano.

Tengo entendido que cuando un felino pone los ojos en una presa ya no piensa en otra cosa; solo quiere matar aquello que desea con todas sus fuerzas. En este caso se trataba de Samantha. Juda se agarró al cuello del animal y poco menos que montó sobre su espalda, pero el felino continuó persiguiendo a Samantha. El árbol al que Samantha se subió era una vieja pacana. La pantera trepó hasta la mitad de la misma en su afán por cazar a Samantha, mientras Juda lanzaba tajos y tiraba de los cuartos traseros de la bestia y daba hachazos a sus garras. Juda gritaba como una posesa. Corrí a la casa para coger el rifle de mi padre. No es que pueda realmente decir que tuviera la intención de hacerme con el rifle, pues es más probable que tuviera miedo y buscara refugiarme. Pero en cuanto llegué a casa me acordé del rifle. Era una vieja escopeta con llave de percusión y culata pequeña, y me llevó un minuto cargarla y salir otra vez por la puerta.

Cuando salí vi que la pantera había dejado de encaramarse al árbol y que estaba en el suelo encima de Juda. Juda estaba tendida sobre su espalda, y la pantera le tenía hundidos los dientes en el cuello. Sus colmillos apretaban con ganas. Era horrible ver aquello, pues era como ver la muerte cerniéndose sobre ella. Casi no tenía fuerzas para sujetar la hachuela, pero seguía intentando acertarle a la pantera con ella. Aunque un hacha de matar gallinas no servía de nada contra una bestia como aquella, que la tenía inmovilizada en el suelo.

Disparé, pero no alcancé a la pantera. Ni siquiera hizo ademán de volverse para buscar el origen del sonido. Juda hizo unos ruidos aterradores y entonces dejó de moverse. La pantera se alejó de ella y clavó las garras en el tronco del árbol y se abalanzó otra vez hacia Samantha. Esta me chilló: ¡Dispárale, dispárale! Pero no pude hacerlo porque ya había gastado la bala. De modo que avancé y le asesté un porrazo al felino con la culata del rifle, y con un ruido sordo lo alcancé de lleno en la espalda cuando trataba de subir al árbol. Lo azucé con el cañón. La pantera lanzó un silbido y rugió y trató de darme un zarpazo, pero siguió intentando alcanzar a Samantha. Tenía el pelaje erizado. Vi a Juda a mis pies, con el vestido hecho jirones, la piel desgarrada, el cuello todo destrozado, un ojo colgándole de la órbita. Tuve que andar con cuidado por miedo a pisarle el cuerpo. Juda le había causado bastante daño al felino. Le faltaban dos dedos de la pata trasera derecha, cortados limpiamente. Embestí con el rifle, y Samantha le pinchó con un palo hasta que por fin la pantera se bajó del árbol, momento en que pensé que todavía podíamos ganar la batalla.

La pantera, sin embargo, no huyó. Una vez en el suelo se volvió y clavó directamente en mí el brillo de sus ojos amarillos. Su olor se mezclaba con el del queroseno que empapaba mi pelo. La cara entera de la pantera se estiró en un gruñido y le vi los colmillos. Sus bigotes eran muy largos y estaban tiesos, y tenía las orejas pegadas a la cabeza. Su cabeza parecía el doble que la mía, si es que no era más grande aún.

Pensé que todo había acabado para mí, pero prestó nuevamente atención a Juda. La olisqueó y ensartó los colmillos en su cuello y procedió a llevársela a rastras. Siendo Juda lo corpulenta que era, le costó lo suyo arrastrarla. Me aterraba que se pudiera dar la vuelta y abalanzarse sobre mí, así que preferí dejar que se la llevase. Samantha seguía gritándome para que disparase a la fiera. Lo único que tenía puesto eran mis calzones, pues me había quitado la camisa dentro de casa para que Juda pudiera quitarme los piojos. Allí plantado, medio desnudo, armado con un rifle descargado, me faltaba valor para empezar a dar porrazos al felino solo por hacerme con el cuerpo de Juda. Me figuré que, como Juda había muerto y yo aún no, debía pensar en mí mismo. No es que me entretuviera en reflexionar sobre el asunto, sino que se trataba más bien de lo que pensaba en mi fuero interno.

Samantha, en cambio, no lo veía como yo. Se puso a chillarnos tanto a la pantera como a mí. Agarró unas nueces del árbol y se las tiró al felino, que seguía pugnando por llevarse a Juda a rastras. Arrancó unas ramitas y se las lanzó entre más chillidos. Tenía toda la cabeza cubierta de sangre de haber sido mordida por la pantera la primera vez que saltó sobre ella. La sangre le resbalaba por la cara y le caía en manchurrones sobre el camisón. Aún estaba por llegar la luz de la mañana, pero vi el resplandor de toda aquella sangre en ese azulear que precede al alba.

Samantha le gritó a la pantera: ¡Suelta a mi mamá!