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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 481 - julio 2019

© 2009 Linda Goodnight

Una vida más feliz

Título original: Jingle-Bell Baby

© 2011 Nikki Logan

Sellado con un beso

Título original: A Kiss to Seal the Deal

© 2011 Lisa Chaplin

Cúrame el alma

Título original: The Tycoon Who Healed Her Heart

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011 y 2012

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiale s, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-373-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Una vida más feliz

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Sellado con un beso

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Cúrame el alma

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

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Capítulo 1

 

 

 

 

 

LECCIÓN número uno de la clase de preparación al parto: no conducir nunca sola por una carretera rural. Especialmente durante el noveno mes de embarazo.

Pero Jenna Garwood no había ido nunca a clase de preparación al parto.

Por décima vez en pocos minutos, ella miró por el retrovisor y se alivió al ver que nadie la había seguido al salir de la autopista.

Desde que había huido de Carrington Estate, había ido haciendo zigzag de este a oeste, con cuidado de no dejar rastro. Después de tres días no debería estar tan preocupada. Pero el brazo de la familia Carrington llegaba muy lejos. Y ellos no abandonaban fácilmente.

Al enterarse de los planes que tenían para el hijo que llevaba en el vientre, Jenna había hecho lo único que tenía sentido. Había salido huyendo.

Ella siempre había sido débil, pero la niña que llevaba en el vientre le había dado fuerza. Tras la humillación y el dolor de los dos últimos años, el bebé le había dado fuerza para intentarlo de nuevo.

Un gemido escapó de sus labios y Jenna se inclinó hacia delante para apoyarse en el volante y estirar la espalda, deseando no haber pulverizado el coche con ambientador aquella mañana. El olor a sucio y a aceite se mezclaba con el aroma a naranja que desprendía el salpicadero, provocando que gran cantidad de saliva se acumulara en su boca. Intentó concentrarse en la carretera y, al tragar la saliva se arrepintió de haberse tomado una hamburguesa para desayunar.

En aquella zona solitaria de Texas debía de haber un pueblo tranquilo donde ella pudiera descansar, y esconderse, hasta que se le pasara el dolor de espalda que sentía.

–Espera un poquito más, cariño –murmuró mirando su vientre abultado–. Mamá también está cansada.

Cansada era la manera suave de decirlo. La espalda le había dolido sin parar durante todo el embarazo pero, durante las doce últimas horas, le había empeorado bastante. Si hubiera sido el vientre en lugar de la espalda, se habría asustado.

Haber pasado muchas horas al volante y el nivel de estrés que tenía, habían contribuido a que el dolor no remitiera. No se había relajado ni un momento desde que salió del estado. Incluso dormía pendiente de la puerta y con los ojos entreabiertos.

El dolor se volvió más intenso. Tenía que encontrar el pueblo.

Agarró el bolso de color rosa con forma de cocodrilo que su madre le había regalado hacía seis semanas, con motivo de su vigésimo segundo cumpleaños. El bolso, lleno de los mejores cosméticos, un cupón para el spa y una tarjeta de compra valorada en cinco mil dólares, había sido una especie de soborno y Jenna lo sabía. Por desgracia, su madre nunca había comprendido que el dinero no servía para ganarse a su hija. Lo único por lo que Jenna sentía auténtica devoción era el bebé que en ese momento le estaba provocando tanto dolor.

Mientras abría la solapa del bolso, Jenna suspiró con frustración. Ya no tenía el teléfono con GPS y acceso a Internet. Se lo había regalado a un soldado en el aeropuerto de Philadelphia. El hombre se había quedado sorprendido pero agradecido al mismo tiempo. Y cuando consiguieran encontrar el teléfono, ya estaría en algún lugar de Oriente Medio.

–¿Y a quién pensabas llamar? –dijo en voz alta.

Incluso el número de Emergencias le acarrearía problemas. Puesto que a los Carrington no les gustaba llamar la atención y preferían manejar sus escándalos de una manera más discreta, Jenna no permitiría que nadie supiera dónde se encontraba.

Se obligó a respirar hondo, pero los músculos de su espalda se tensaron aún más.

De pronto, el pánico se apoderó de ella. ¿Y si se ponía de parto allí sola?

Encendió la radio para distraerse mientras pisaba el acelerador. Necesitaba llegar a algún sitio, rápido.

Una voz masculina, con un fuerte acento texano, anunciaba el festival de otoño en Saddleback Elementary School y un rastrillo en la calle Pinehurst, detrás de la pizzería de Saddleback.

Saddleback debía de ser un pueblo pero ¿dónde estaba?

–¿No podrías ser más específico? –dijo mirando a la radio.

La tensión de su cuerpo aumentaba por momentos. Sentía un nuevo dolor en el bajo vientre. Muy abajo. Ella se giró hacia un lado, pero la presión aumentaba cada vez más.

Un gemido salió de su garganta.

Empezó a ver borrosa la carretera.

Sentía un fuerte dolor en el abdomen. Tenía un problema. Un problema de verdad.

Pestañeó y jadeó para contrarrestar la presión que sentía. El sudor le entró en los ojos. El clima de Texas en noviembre era frío, aunque no tan frío como el de Pennsylvania. Sin embargo, Jenna estaba muerta de calor dentro del coche. Estiró el brazo para encender el aire acondicionado y se preocupó al ver que estaba pálida y que le temblaba la mano.

Antes de que pudiera respirar hondo, un fuerte dolor se apoderó de ella.

–Oh, no –estaba de parto. O eso, o su cuerpo se estaba rasgando de dentro afuera.

Jadeando como un cachorro, se agarró al volante con ambas manos y trató de mantenerse en la carretera.

–Todavía no, cariño. Todavía no. Deja que encuentre un hospital –miró por la ventana tratando de encontrar un pueblo, una casa, u otro coche.

–Nooo –dijo al sentir otra contracción.

Estaba sudando. Tenía que calmar su dolor. Quizá si detenía el vehículo y se bajaba para caminar un poco… Y aunque caminar no la ayudara, no podía conducir más. No quería correr el riesgo de tener un accidente.

Pisó el freno y dirigió el coche hacia una mancha de hierba que había en la cuneta. Su vientre se tensó de nuevo. Otra vez aquel fuerte dolor. No podía pensar en otra cosa que no fuera la batalla que estaba librando su cuerpo.

Justo antes de que la agonía se apoderara de ella, Jenna vio una valla de alambre de espino y unos postes naranjas. La valla estaba cada vez más cerca y ella no podía hacer nada al respecto.

 

 

Mientras Dax Coleman conducía su camioneta por County Road 275, sólo tenía dos cosas en la cabeza: una ducha de agua caliente y una buena cena.

Al pensar en la segunda cosa, esbozó una sonrisa burlona. No había comido bien desde que dos semanas antes, se marchó la última ama de llaves que había contratado. Tendría que cenar pizza o huevos revueltos, ya que era todo lo que sabía preparar. Él era el único culpable y lo sabía. No era el hombre más fácil de Texas con el que convivir. Y si no que se lo preguntaran a su exmujer, si es que alguien conseguía encontrarla.

Un gruñido se escapó de su boca. Subió el volumen de la radio y trató de no pensar en Reba.

Cuando tomó la última curva antes del cruce de Southpaw Cattle Company, un coche llamó su atención. Dax se inclinó hacia delante y miró a lo lejos.

El conductor iba borracho, estaba perdido o tenía algún problema. Dax retiró el pie del acelerador. El coche, un utilitario de color azul, circulaba por el medio de la carretera, se desplazaba hacia la izquierda y después a la derecha mientras reducía la velocidad.

Dax pisó el freno y suspiró. No estaba de humor para tratar con borrachos. Aunque, en realidad, no estaba de humor para tratar con nadie.

Durante los últimos cinco años, lo único que le interesaba en la vida era su hijo y su rancho. El resto del mundo podía dejarlo en paz.

Después de haberse pasado la tarde ayudando a Bryce Patterson a separar terneros, Dax estaba demasiado cansado y sucio como para ser simpático.

Aun así, era de Texas y llevaba en la sangre las costumbres de la zona. Allí la gente se ayudaba entre sí. Incluso cuando no era conveniente.

Quizá no pasara otro coche durante horas y en aquella zona había muy poca cobertura de teléfono. Él agarró el suyo y vio que no tenía ni una rayita. Lo tiró a un lado.

–No sé para qué sirve esta porquería si nunca funciona cuando uno lo necesita.

Al levantar la vista de nuevo, se fijó en que el coche azul se había salido de la carretera y bajaba por una pequeña pendiente de hierba.

–Vamos, amigo, ¡para!

El coche de delante siguió avanzando hasta chocar con la valla de espino y los postes naranjas. Eran los postes de la valla de Dax.

–¡Maldita sea! –golpeó el volante con el puño. En el fondo estaba orgulloso de no haber blasfemado en voz alta, tal y como habría hecho tiempo atrás. Pero con un niño imitando todos sus movimientos, Dax había tenido que esforzarse para mejorar su comportamiento. O al menos, parte de él.

Deteniéndose en seco, condujo la camioneta hasta la cuneta y se bajó del vehículo. El sonido metálico de la puerta resonó en el silencio de aquella tranquila tarde de noviembre, junto al sonido del coche que había quedado atrapado en la valla de espino como si fuera un pajarillo.

–Hola, amigo –gritó Dax mientras se acercaba–. ¿Estás bien?

Su pregunta se mezcló con el sonido del alambre contra el metal. El conductor no contestó ni se esforzó para salir del coche.

Dax frunció el ceño, y aminoró el paso para estudiar la situación.

–Maldita sea –repitió. Por muy cansado que estuviera tenía que reparar la valla rápidamente o se arriesgaría a que al día siguiente la carretera estuviera llena de vaquillas.

Colocándose el sombrero, Dax se acercó al coche azul y se asomó para mirar por la ventanilla del conductor. Sintió un nudo en el estómago. El conductor era un hombre con el pelo muy largo o una mujer. Blasfemó en silencio. Las mujeres eran una fuente de problemas.

–Eh, señorita –golpeó el cristal mientras intentaba abrir la puerta con la otra mano–. ¿Necesita ayuda?

La mujer tenía la cabeza apoyada en el volante y respiraba de forma agitada. Dax suspiró. Las mujeres que lloraban eran terribles.

De pronto, la mujer se arqueó contra el respaldo del asiento y gritó de manera desgarradora.

El sonido provocó que Dax reaccionara tratando de abrir la puerta. Estaba atrancada. Dax tiró de nuevo, con más fuerza. La puerta cedió y se clavó en el suelo al abrirse.

Él se agachó y tocó el hombro de la mujer.

–Señorita. Señorita, ¿dónde le duele?

Ella se volvió y lo miró con miedo. Tenía el cabello de color rubio oscuro, pegado a su rostro sudoroso.

–Mi bebé –consiguió decir.

–¿Bebé? –Dax miró rápidamente hacia el asiento de atrás pero no vio ningún niño.

La mujer se retorció en el asiento y llevó las manos a su cintura.

En ese momento, Dax se percató de lo que sucedía. La mujer de ojos grandes y temerosos y rostro de adolescente estaba de parto.

Todas las palabrotas que él sabía llegaron a su boca pero, de algún modo, consiguió contenerlas.

–Dígame algo, señorita. ¿Cuánto tiempo lleva de parto?

–El bebé va a salir.

–¿Ahora?

Ella asintió y se movió al asiento del copiloto para apoyar la espalda en la puerta. Echó el cuerpo hacia delante para sobrellevar el dolor que la invadía por dentro. La naturaleza seguía su curso.

–Lo siento –dijo ella–. Lo siento.

¿Por qué lo sentía? ¿Por haberse puesto de parto? ¿Por tener un bebé? La idea hizo que a Dax se le encogiera el estómago. Él conocía a ese tipo de mujer.

Pero no tenía tiempo para pensar en el pasado.

–Tenemos que ir al hospital.

Ella lo miró y gimió con fuerza. El había oído un sonido parecido otras veces, mientras parían las vacas o las yeguas. La mujer tenía razón. No tenían tiempo para ir al hospital.

–Muy bien, señorita, tranquilícese –dijo él, intentando calmarse a sí mismo–. Todo va a salir bien.

Ella asintió de nuevo y lo miró a los ojos, confiando en sus palabras. Dax sintió una extraña sensación en el pecho.

–¿De cuántas semanas está? Quiero decir, ¿es hora de que nazca el bebé?

–Faltan dos semanas.

–¿Cuánto tiempo lleva de parto?

Su cuerpo contestó por ella. Dax sabía que con tan poco tiempo entre contracciones el parto era inminente.

«Piensa, Dax, piensa». ¿Qué necesitaba? ¿Qué podía hacer aparte de esperar lo inevitable?

–Enseguida vuelvo –dijo él.

Ella consiguió incorporarse.

–¡No! No se vaya. Por favor.

Al oír sus palabras, Dax se sintió ofendido. ¿Por quién lo había tomado?

Un sentimiento de culpa se apoderó de él. De acuerdo, no le gustaba aquella interrupción. Él había querido continuar con su camino, pero no lo había hecho. Quizá fuera un cretino, pero no un canalla. Al menos, la mayor parte del tiempo.

Él le acarició el pie tratando de tranquilizarla. Ella iba descalza. En el suelo había un par de zapatos plateados. De pronto, él se percató de que sus pies le parecían bonitos. Delicados y elegantes como los de una bailarina de ballet.

¿Qué diablos estaba haciendo ella allí sola?

–Necesito algunas cosas de mi camioneta –dijo él–. Está detrás de tu coche. Muy cerca. Será un minuto.

Se acercó a su Ford y sacó todo lo que pensaba que podría resultarle de utilidad. No era gran cosa, pero tenía una manta y mucha agua. Había ocasiones en las que los rancheros podían necesitar una manta o agua aunque estuvieran cerca de casa. Al menos podría lavarse las manos y arropar al bebé cuando naciera. Un pañuelo rojo que había en el suelo llamó su atención. Gavin se lo había olvidado allí. Aunque la tela no estuviera muy limpia, la agarró y la mojó con agua.

Cuando regresó al coche, acarició la frente sudorosa de la mujer con el pañuelo.

–Soy yo –dijo él, y se sintió ridículo por sus palabras. ¿Quién más podía ser?

La mujer emitió un sonido de agradecimiento. Debía de estar entre contracción y contracción porque tenía los ojos cerrados y la expresión de su rostro era menos tensa.

Al enderezarse, Dax percibió un olor a flores. Ella tenía un aspecto terrible, pero olía bien.

Él volvió a preguntarse si todavía podría tumbarla en la caja de la camioneta y trasladarla al hospital de Saddleback a tiempo.

Justo en ese momento, ella abrió los ojos y dijo:

–Oh, no. Otra vez –le agarró la mano y se la apretó con fuerza.

–Tranquila, tranquila –dijo él, hablando como hubiera hecho con una yegua que estuviera pariendo por primera vez. ¿Qué más podía hacer? No era médico.

«Muy bien, Coleman. Has asistido a muchos partos de terneros y potros. Un bebé no puede ser muy distinto», se dijo en silencio.

–Lo estás haciendo muy bien. Respira hondo. Colabora con el dolor, no te resistas a él –no sabía de dónde había sacado ese consejo pero ella parecía que se encontraba mejor cuando él hablaba–. Lo estás haciendo muy bien.

Ella echó la cabeza hacia atrás cuando se le pasó la contracción. Dax suspiró aliviado. Eso de dar a luz era un trabajo muy duro. A él le dolía la espalda de estar agachado sobre el asiento. Se pasó la mano por la frente ya que, a pesar de la brisa que entraba por la puerta, estaba sudando sin parar. Igual que la futura mamá.

Empapada en sudor, con el cabello mojado pegado a la cara, parecía un gatito abandonado. En algún lugar, alguien se disgustaría mucho al enterarse de que ella estaba sola dando a luz a un bebé en medio de la llanura de Texas.

Se preguntaba quién sería el padre del bebé. Quién era su familia. Era una chica joven. Aunque en esas circunstancias era difícil adivinar su edad, para alguien como él que ya pasaba la treintena parecía una niña. Necesitaba estar con su familia en un momento como aquél, y no con un desastroso vaquero con mal carácter que deseaba estar en cualquier otro sitio que no fuera aquél.

Era una mujer valiente. Y dura. Debía de estar muy asustada pero no había gritado ni se había puesto nerviosa como había hecho Reba. Tampoco lo había insultado a él, ni al bebé.

Dax sintió rabia al recordar aquellos momentos.

La mujer se movió una pizca y murmuró algo. Empezaba a sentir otra contracción.

Él le acarició los dedos de los pies con suavidad. Ella lo miró a los ojos y esbozó una pequeña sonrisa. Dax se sintió conmovido.

Estaban compartiendo una situación de muchísima intimidad y ni siquiera sabía cómo se llamaba. ¿Y si algo iba mal?

No, no podía pensar en eso. Aunque la ley de Murphy gobernara su vida, no iba a permitir que a aquella joven le pasara nada malo.

–Me llamo Dax –dijo él–. ¿Te apetece decirme tu nombre?

Dax percibió algo extraño en su mirada. Ella se humedeció los labios y miró a otro lado.

Antes de que Dax pudiera decidir si su silencio se debía al cansancio o a que no quería decírselo, la naturaleza retomó su curso.

–Quiero ser valiente, pero estoy muy asustada. No permitas que le pase nada a mi bebé.

–Lo estás haciendo muy bien, pequeña mamá.

Quería decirle muchas palabras de ánimo, contarle lo valiente que él creía que era, pero estaba tan nervioso que sólo fue capaz de darle una palmadita en el pie y murmurar algo sin sentido.

No sabía cuánto tiempo llevaban allí. Seguramente menos de quince minutos pero a él le parecía una eternidad. Entonces, ella gritó con fuerza y todo terminó. Se derrumbó contra el asiento, respirando de manera agitada.

Dax recibió al bebé en sus manos. Era la cosa más pequeña que Dax podía imaginar. Creía que nacería con la piel rosa y llorando con fuerza, tal y como había hecho Gavin. Sin embargo, la criatura estaba en silencio, sin tono muscular y de color morado.

Dax sintió que se le encogía el corazón. Miró a la madre y luego al bebé.

Por favor, esto no.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

EL NI—O de cabello castaño que corría por el jardín de Southpaw, vestido con botas de vaquero y una chaqueta vaquera, levantó el ánimo de Dax. Las últimas horas habían sido muy duras.

–¡Papá!

Dax sintió que el amor inundaba su corazón. Se detuvo en medio del jardín y se agachó. El pequeño se tiró a sus brazos y lo rodeó por el cuello. Olía a pizza y a polvo.

Dax lo abrazó con fuerza y se alegró de que su hijo estuviera vivo y bien. No sabía qué haría si algún día a Gavin le pasara algo, una idea que había invadido su cabeza durante las horas que había pasado con la joven mamá.

La vida era frágil. Recordó al recién nacido. Muy frágil.

–¿Dónde has estado? –preguntó Gavin–. Rowdy ha tenido que quedarse mucho tiempo.

Dax miró al ayudante del rancho y vio que se acercaba a ellos con una sonrisa.

–¿Va todo bien, jefe? –preguntó Rowdy con curiosidad–. Por teléfono estabas muy serio y poco hablador. Nos tenías preocupados.

Simplemente le había dicho a Rowdy que estuviera en casa cuando Gavin llegara en el autobús escolar y se quedara allí con él. Después, colgó sin más, demasiado cansado como para explicar que estaba en la sala de urgencias del hospital con una desconocida que acababa de tener un bebé.

–Chicos, he de contaros una historia. Entremos en casa. Necesito beber algo frío –se le había pasado el hambre pero seguía pensando en beber algo fresco y en darse una ducha de agua caliente.

Gavin se retorció entre sus brazos.

–¿Una historia sobre Wild Bill y los búfalos?

–No, hijo –dijo Dax–. No es ese tipo de historia.

Se puso en pie y levantó a su hijo en brazos. No sabía qué había hecho para merecer a Gavin, pero estaba muy agradecido de tenerlo con él. Sin el niño, habría abandonado mucho tiempo atrás. Sin embargo, gracias a él tenía esperanzas y luchaba contra su lado oscuro, haciendo un esfuerzo para criar de manera decente a su pequeño. No era sencillo. Gavin no era un niño fácil. Y a veces, Dax no lo entendía.

Gavin lo miró con el ceño fruncido.

–No será de miedo, ¿verdad?

El niño había oído una historia de fantasmas en una fiesta y, desde entonces, estaba sensible con el tema.

–No, Gavin, no es de miedo –intentó disimular su tono molesto. El niño era muy asustadizo. El primer día de curso, la profesora tuvo que separarlo de Dax a la fuerza. Y Gavin se había puesto a llorar, un gesto que preocupaba y avergonzaba a su padre. Un niño llorica no sobreviviría en el mundo actual, pero Dax no sabía qué hacer para cambiar su actitud.

Para entonces, ya habían entrado en la casa. Dax dejó su sombrero sobre una mesa de madera, se quitó la chaqueta y se dejó caer sobre un sofá. El salón era enorme, un capricho de su exesposa, que había insistido en tener una casa bastante grande como para invitar a gente. El problema había sido que recibía a sus invitados mientras él estaba trabajando. A Dax le gustaba la casa, su chimenea y los muebles de piel color vino.

Levantó las piernas y las apoyó sobre una otomana.

–¿Alguna vez has ayudado a dar a luz un bebé, Rowdy?

–Rowdy, que se había ido a la cocina, regresó con un vaso en la mano.

–¿Qué? ¿Lo preguntas en serio?

Dax aceptó el vaso y se bebió el líquido de un trago.

–Vaya locura de tarde. Una mujer se ha chocado contra mi valla, entre el molino de Jake y aquí. Me paré a ver qué le pasaba y resulta que estaba teniendo a su hija.

Rowdy se sentó en una silla.

–¡Vaya!

–A mí me lo vas a decir.

–¿Ha salido bien? Quiero decir, tú la has ayudado a sacar al bebé y todo eso… –apoyó los codos sobre las rodillas–. Madre mía, Dax. ¿Están bien? La madre y el bebé, ¿están bien?

–El bebé estaba un poco azulado y no se movía. Yo creí que se había muerto –pasó el dedo por el borde del vaso y no mencionó cómo se había asustado–. Después me acordé de que los terneros a veces nacen con mucha mucosidad, así que le limpié la boca y la nariz con el pañuelo de Gavin… –le dio un golpecito al niño en la rodilla y el pequeño se acurrucó contra su cuerpo–. Justo cuando estaba a punto de colocarlo boca abajo y de darle un cachete, soltó un grito –fue el sonido más bonito que he oído nunca.

–Madre mía –repitió Rowdy, incapaz de decir nada más.

Dax lo comprendía. Él también se había quedado sin habla. Tan pronto como el bebé rompió a llorar, lo envolvió en una manta y se aseguró de que la madre estaba bien. Después, se sentó al volante y condujo hasta el hospital.

–¿Dónde está ella, papá? ¿Por qué no la has traído a casa? Yo quiero verla.

–Su madre y ella están en el hospital de Saddleback –movió el hielo que había en el vaso.

–¿Están enfermas?

–El médico va a hacerles una revisión. Yo creo que todo está bien.

–La mamá de Noah ha tenido un bebé. Van a llevárselo a casa y a quedarse con él. Ya tiene dos hermanos, pero una hermanita también estará bien.

Dax suspiró. Gavin y él tenían esa conversación cada vez que uno de sus compañeros de colegio tenía un hermanito. ¿Cómo podía explicarle a su hijo de cinco años que su padre no era el tipo de hombre con el que las mujeres querían tener hijos?

–¿Ella es de por aquí? –la pregunta de Rowdy hizo que Dax no contestara a su hijo–. La mujer. ¿La conocemos?

–No. Ni siquiera es de Texas –eso lo sabía con seguridad. Su acento era del este, y de clase alta. Estaría dispuesto a apostarse el rancho por ello. Incluso su manera de vestir era diferente.

–¿Y qué estaba haciendo aquí, en una carretera secundaria y sola? ¿Venía a visitar a alguien?

–No sé –aunque él se había hecho la misma pregunta–. No hablamos mucho.

–No, supongo que no –Rowdy se pasó el dedo por el mentón–. ¿Y cómo es? ¿Guapa?

Dax lo miró frunciendo el ceño. A su ayudante le gustaban las mujeres y cada semana tenía a una distinta entre los brazos. Él también parecía gustarles a las mujeres. Aún así, a Dax no le sentó bien la pregunta.

–Era una niña asustada –asustada pero valiente. No podía olvidarlo, ni tampoco cómo el pequeño bebé había nacido en sus manos.

–Si está asustada, me da pena, papá. ¿No podemos ir a verla?

–Te he dicho que está bien –contestó en un tono un poco más duro de lo que era su intención. Gavin se puso pálido y se recostó en el sofá.

Dax le acarició la rodilla, haciéndole saber que la dura contestación no iba dirigida a él. Gavin era sensible comparado con su padre. Pero Dax se negaba a sentirse culpable por querer que aquel extraño día terminara en ese mismo instante. Había hecho todo lo posible por ayudar a aquella mujer. Ella estaba en el hospital y los médicos contactarían con su familia. Él tenía que ocuparse del rancho y reparar la valla rota. Ya no volvería a oír hablar de la madre misteriosa y de su bebé. Y así era como quería que fuera.

 

 

Jenna oía voces. Abrió los ojos y vio que estaba en una habitación en penumbra con olor a antiséptico y a comida. Las persianas estaban semicerradas y el sol de la mañana entraba por las rendijas. Los recuerdos invadieron su cabeza.

El dolor, el coche, la voz áspera de un ranchero con manos delicadas.

–Oh –se tocó el vientre. El bebé. El hombre que la había ayudado a dar a luz a su hija la había llevado al hospital. Había tenido a su hija en un coche con un extraño. Su madre estaría horrorizada.

Se movió en la cama del hospital. Tenía el cuerpo un poco dolorido, pero no demasiado. Se colocó de lado, ansiosa por tomar en brazos a su pequeña.

El bebé no estaba.

Jenna se estremeció al pensar en todas las posibilidades. Las enfermeras habían dejado allí a su pequeña, en una cuna, junto a su cama. Jenna estaba segura.

¿Sería que la familia Carrington ya había descubierto dónde estaba?

Se sentó en la cama, sólo para dejarse caer de nuevo contra la almohada, medio mareada. Respiró hondo, tratando de calmar su frustración. ¿La habrían reconocido y habrían llamado a su familia?

Cuando se abrió la puerta, Jenna se preparó para enfrentarse a su madre y, al ver que era una enfermera, descansó la cabeza contra la almohada.

–Tu princesita está perfecta –dijo la mujer, metiendo la cuna en la habitación–. El doctor le ha hecho una exploración completa, le ha dado la medicación necesaria y ha dicho que está estupenda.

–No sabía dónde os la habíais llevado –dijo asustada.

La enfermera, una mujer joven con coleta, le dio una palmadita para tranquilizarla.

–Lo siento, cariño. Estabas dormida como un tronco y no quería despertarte. Y menos después de lo que has pasado. ¿Estás preparada para sostenerla? ¿O estás muy cansada? Estás un poco pálida.

Jenna estiró los brazos. Recobraría el color del rostro enseguida, después de saber que su madre no la había encontrado.

–Sí, por favor, dámela.

–Es un encanto. Y muy guapa con ese cabello rubio y su nariz respingona.

Jenna pensaba que su hija parecía un extraterrestre.

–¿Se le va a quedar la cabeza puntiaguda para siempre?

La enfermera se rió. Se acercó para retirar la mantita y masajeó con cuidado la cabeza del bebé.

–Si le haces esto todos los días, enseguida tendrá una cabeza normal.

–Menos mal –dijo Jenna y soltó una carcajada.

Había leído libros sobre la maternidad y se sentía competente para convertirse en madre, pero una vez que había llegado el momento, la idea de responsabilizarse de otro ser humano la asustaba. No tenía casa, ni trabajo, ni nadie que pudiera ayudarla. Para ser una persona que nunca había podido hacer nada por sí sola, tenía mucho que aprender. Y rápido.

–¿Ya tienes nombre para esta princesita?

Jenna sonrió.

–Sophie. Sophie Joy, porque es la mayor alegría que he tenido en mi vida.

–Es precioso, cariño.

Sophie se movió y puso una mueca. Jenna sintió que el amor la invadía por dentro, un amor tan poderoso que provocó que los ojos se le llenaran de lágrimas. Ése era el motivo por el que había huido. Aquella criatura merecía criarse lejos del miedo, y del control que habían ejercido sobre la vida de Jenna desde su nacimiento.

Su familia, y Elaine von Gustin Carrington en especial, no controlaría la vida de su bebé igual que había controlado la suya.

La gente que envidiaba su opulento estilo de vida no tenía ni idea de lo que era vivir en una torre de marfil rodeada de guardaespaldas, niñeras y tutores privados. Desconocían la tristeza que sentía un niño al que nunca permitían jugar fuera, o con otros niños, argumentando que no eran de su misma clase social. Ellos nunca se habían sentado con el rostro apretado contra el cristal observando como otros niños jugaban en la nieve y preguntándose cómo sería construir un muñeco de nieve con alguien que no fuera una niñera o un guardaespaldas.

La gente la consideraba una princesa rica y mimada, pero se equivocaba. El elitismo de Elaine Carrington y su paranoia acerca de un posible secuestro habían convertido a su única hija en una niña solitaria, una prisionera de la riqueza de su familia.

Y ése era el motivo por el que Jenna quería que Sophie Joy creciera en una casa normal, en un pueblo normal, haciendo cosas normales. Podría jugar con otros niños e ir a un colegio normal, y quizá hasta formar parte de un equipo de fútbol si le apetecía. Y cuando fuera adolescente, saldría al centro comercial, dormiría en casas de amigas y asistiría a los bailes del colegio con los amigos que eligiera.

Sophie tendría la infancia que a su madre le hubiera gustado tener, un sueño que a la mayor parte de la gente consideraba una tontería… Incluso su difunto marido, aunque en un principio la había convencido de otra cosa. Al inicio de su relación secreta, Derek había alimentado el deseo de Jenna de convertirse en una esposa normal que viviera en un barrio normal. Pero el dinero de la familia Carrington había corrompido al chico que decía amarla, y las pocas semanas de normalidad habían desaparecido tan rápido como su amor.

Al final, su madre estaba en lo cierto respecto a su marido cazafortunas y Jenna había regresado a casa destrozada. De Derek había aprendido una cosa importante en la vida, nunca fiarse de un hombre por muy bonitas que sean sus promesas. Los hombres sólo podían interesarse por alguien como Jenna por un único motivo. Tal y como decía su madre: un fondo fiduciario hace atractiva a cualquier mujer.

Ella trató de contener el dolor que aquello le provocaba. Quizá no fuera bella, pero ya no le importaba. Lo único que le preocupaba era asegurarse de que Sophie tuviera una vida feliz y en la que pudiera disfrutar de la libertad que ella nunca había conocido.

Para eso, nunca podría regresar a Carrington Estate, ni a Pennsylvania.

Mientras contemplaba la piel aterciopelada de su bebé, sus pestañas perfectas y sus labios rosados, Jenna hizo una promesa en silencio. Independientemente de lo que ella hiciera a partir de ese momento, su hija tendría una vida normal.

La enfermera le dio una palmadita en el brazo y la hizo volver a la realidad.

–Regresaré dentro de un rato, Jenna. Te tomaremos las constantes vitales otra vez y después podrás marcharte.

–¿Marcharme? –preguntó ella, alzando la cabeza.

¿Dónde iba a marcharse? Esperaba quedarse en el hospital unos días y así poder pensar un plan. Leer el periódico y asegurarse de que no habían publicado su desaparición. Decidir dónde ir y qué hacer con una niña recién nacida.

–Claro. A menos que haya problemas, después de dar a luz sólo hace falta estar veinticuatro horas en el hospital. ¿Quieres que llame a tu familia? –la mujer agarró la carpeta que estaba a los pies de la cama y pasó unas páginas. Frunció el ceño y se dirigió de nuevo a Jenna–. Parece que ayer no recabamos esa información cuando llegaste. Bueno, fue un momento muy agitado. No pasa nada. Alguien de la oficina de administración pasará por aquí. Siempre se ocupan de cobrar.

Jenna esbozó una sonrisa al oír la broma de la enfermera. Ni siquiera había pensado en la factura del hospital ni en que el centro guardaría información sobre Sophie y ella.

El día anterior había dado su nombre y nadie había reaccionado. Pero no le sorprendía que nadie la hubiera reconocido. Debido a la paranoia familiar, sólo habían permitido que se publicaran fotografías de su única hija en contadas ocasiones. A Jenna aquello le parecía una ironía. El temor que la había convertido en prisionera podía ser lo que asegurara su libertad. A menos que sus padres hubiesen contado a la prensa su desaparición, había muy pocas posibilidades de que en aquel pequeño pueblo de Texas alguien supiera que pertenecía a la familia Carrington, y que había renunciado a la herencia de su imperio financiero.

–¿Quieres que llame a Dax?

Jenna pestañeó.

–¿A quién?

–Al ranchero que te trajo ayer. Dax Coleman. Pensé que lo conocías.

Jenna sintió que se sonrojaba. Ni siquiera recordaba el nombre del hombre que la había rescatado.

–No.

–Oh, bueno, supuse que… –la enfermera gesticuló con la mano–. No importa. Estoy hablando demasiado. Él parecía muy preocupado y para ser un chico que lleva una vida tan recluida, bueno, pensamos que os conocíais más.

¿La enfermera pensaba que Dax Coleman era el padre de Sophie?

Jenna se sonrojó aún más.

–El señor Coleman fue lo bastante amable como para ayudar a una dama en peligro. Pero no, nunca lo había visto antes.

La enfermera parecía decepcionada.

–Bueno, es una lástima. A Dax le sentaría bien encontrar un poco de chispa en su vida, después de lo que le ha pasado.

Jenna se negaba a hacer la pregunta obvia.

–¿Lo conoces?

–Claro. En una zona tan poco poblada como ésta todo el mundo se conoce. Dax es un viejo amigo mío. O solía serlo –la enfermera se dio aire con la mano–. Y sigue siendo un hombre muy atractivo. Pero no le digas a mi marido que he dicho eso –se rió.

¿Muy atractivo? Jenna recordaba a un hombre bronco, de voz áspera y manos fuertes, a pesar de que había tratado de ser muy delicado con Sophie y con ella. De su aspecto, ella sólo recordaba sus intensos ojos verdes y su cabello oscuro, cuyos mechones mojados por el sudor caían sobre su frente. Era un vaquero. Eso también lo recordaba.

De camino al hospital él no había hablado mucho. Pero la miró a través del retrovisor hasta que Jenna se convenció de que lo había enfadado. En ese momento, estaba demasiado cansada y temblorosa como para preocuparse por su rescatador.

–Tuviste suerte de que te encontrara –dijo la enfermera–. Podías haber conducido durante horas y no ver a nadie.

Casi lo había hecho.

–Sí, estoy en deuda con él –murmuró Jenna, acariciando la mejilla de Sophie con un dedo. Nunca había estado en deuda con nadie. La gente solía endeudarse con los Carrington, y no al revés, pero el vaquero, un completo desconocido había estado a su lado cuando nadie más lo estaba. Ella no iba a olvidarlo.

–Volveré enseguida –dijo la enfermera, y se dirigió a la puerta.

–¿Enfermera?

–Me llamo Crystal.

–Crystal –dijo Jenna–. ¿Podría traerme un par de periódicos?

–Por esta zona nunca pasa nada nuevo, excepto las cenas de la iglesia y los eventos deportivos del colegio, pero te traeré un periódico.

–Gracias.

Crystal se despidió con la mano y salió de la habitación, sólo para asomar de nuevo la cabeza con un brillo especial en la mirada.

–Prepárate. Un vaquero maravilloso viene a verte.

–Bromeas –comentó Jenna boquiabierta.

Pero Crystal ya había desaparecido, dejando la puerta abierta.

 

 

Dax no sabía qué estaba haciendo allí. Ya había hecho lo correcto y había actuado como un buen samaritano. Debería estar en el rancho arreglando una fuga de agua antes de que la nieve o la lluvia imposibilitaran el trabajo. Pero allí estaba, en la zona de maternidad de Saddleback Hospital, sintiéndose tan incómodo como si hubiese entrado en una tienda de lencería para mujeres.

Pero allí estaba. Y era mejor que terminara con aquello cuanto antes.

Con su sombrero en la mano, llamó a la puerta y esperó a que lo invitaran a pasar.

–Adelante –dijo una voz femenina. Él recordaba esa voz. Dulce, educada y de preocupación. La noche anterior había soñado con ella. Con la voz de una mujer. Y con sus pies descalzos. Y su manera de mirarlo con confianza.

Maldita sea. Por eso estaba allí. Ella había ocupado sus sueños y él no había sido capaz de hacer nada aquella mañana hasta asegurarse de que el bebé y la mujer estaban bien.

Según la recepcionista del hospital el bebé estaba bien. Menos mal. Eso debería haberle bastado. Pero no. Tenía que comprobar por sí mismo que la mujer valiente de voz bonita estaba bien.

Y así, entró en la habitación.

Dirigió su mirada directamente a la cama. Entre las sábanas, la mujer parecía pequeña y sonrojada. Pero con muy buen aspecto.

Tenía el cabello moreno, limpio y peinado sobre los hombros. Era más guapa de lo que pensaba. Tenía los ojos color miel y esbozaba una sonrisa.

Pero lo que realmente llamó su atención era el bulto que estaba acurrucado contra su pecho. Una cabecita con forma ovalada asomaba entre un gorro de tela de color rosa y una mantita. Él podía ver la curva de su mejilla, su pequeña nariz, y el movimiento de su cuerpo al respirar.

Afortunadamente estaba respirando con tranquilidad.

Dax suspiró aliviado, consciente de que en el fondo no creía que el bebé estuviera vivo.

La madre bajó la vista y miró a su bebé con una expresión que provocó que a Dax se le formara un nudo en la garganta. Un fuerte amor maternal irradiaba de su rostro. El tipo de amor que Gavin nunca había conocido.

Su admiración por aquella mujer, aumentó aún más. Amaba a su bebe. Sería una buena madre.

Él se movió. Ya había comprobado lo que quería. ¿No podía dar media vuelta y marcharse?

–¿Te gustaría verla?

Las palabras lo sorprendieron, interrumpiendo su deseo de escapar. Apretando el sombrero con fuerza, dio un paso adelante y se aclaró la garganta.

–¿Está bien?

–Perfectamente, gracias a usted.

–¿Y usted?

Jenna se sonrojó.

–Muy bien. Otra vez gracias a usted.

Él la había hecho avergonzarse al recordarle las libertades que se había tomado con su cuerpo. Dax deseaba disculparse, pero nunca encontraba las palabras adecuadas para dirigirse a una mujer.

–¿Le apetece sujetarla? –Jenna movió a la pequeña en su dirección. La manta se cayó del rostro de la niña y Dax sintió que le encogía el corazón. Recordaba el aspecto de Gavin durante los primeros de días de vida. Al instante, le había provocado un profundo sentimiento de amor.

Dax se alejó de la cama.

–No.

Había ido a alimentar al ganado. No podía estar lo bastante limpio como para sostener a un bebé.

–Oh –Jenna se puso seria.

Él se sentía como un idiota, pero no creía que importara. Cuando saliera de allí no volvería a verla.

–Sophie y yo le estamos muy agradecidas por lo que hizo.

–¿Sophie? Es bonito.

–Eso pensaba yo. Sophie Joy.

Dax asintió.

–Tengo que volver al rancho. Sólo quería saber cómo estaba.

–Se lo agradezco –estiró la mano y le tocó el brazo. Incluso a través de la chaqueta, Dax imaginó el calor de su piel y la presión de sus dedos. Recordó la suavidad de la piel de sus pies. Probablemente todo su cuerpo fuera tan suave.

Algo en su interior reaccionó como si fuera un semental salvaje. Él se retiró a un lado. Qué diablos hacía sintiéndose atraído por una mujer que acababa de dar a luz, y lo bastante joven como para ser su sobrina o algo así. Era una niña. Una niña. Y él era un hombre viejo.

Sin más palabras, se volvió y se apresuró por el pasillo hacia la calle, para que el aire de noviembre lo ayudara a recobrar el sentido.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

ASOMBRADA, Jenna observó al vaquero mientras se marchaba, dándole la espalda para apresurarse a salir como si lo persiguiera una manada de perros.

–Creo que no le caemos bien, Sophie –murmuró ella. Aunque no podía imaginar por qué. El día anterior se había comportado de la misma manera, como si ella lo enojara. Sin embargo, la había ayudado. Y había ido a visitarla al hospital.

–¡Qué hombre más extraño!

Se había marchado muy deprisa, dejando una estela de colonia masculina en la habitación. ¿Serían así todos los rancheros de Texas? No importaba. Era improbable que volviera a ver a aquel hombre y lo cierto era que Dax Coleman las había salvado. A Sophie y a ella, y Jenna siempre le estaría agradecida.

Antes de tener tiempo para seguir pensando, una mujer entró en la habitación con un montón de papeles.

–Soy Alice Pernisky, de administración –acercó una mesa a la cama de Jenna–. Ponga al bebé en la cuna mientras nos ocupamos del papeleo.

Al ver que era tan directa, Jenna obedeció. Ya tenía suficiente preocupación con tener que rellenar esos formularios.

–Primero nos ocuparemos del certificado de nacimiento –la mujer le colocó un papel delante de ella–. El doctor ha rellenado lo básico pero necesitamos que complete la información, su nombre, el nombre del padre y por supuesto… –esbozó una sonrisa– el nombre que ha elegido para la criatura.

Con el corazón acelerado, Jenna miró el formulario y se preguntó si falsificar una partida de nacimiento sería ilegal. Con el bolígrafo sobre la hoja, tardó un momento en ponerse a escribir.

–Cariño, si no quieres poner el nombre del padre, no pasa nada. Ocúpate del resto –dijo Alice Pernisky–. Cada vez estamos más acostumbrados a este tipo de cosas.

Jenna se sonrojó. Pensaban que era una madre soltera que no tenía ni idea de quién era el padre de Sophie.

–Mi marido ha fallecido –dijo ella, y era verdad. Aunque Derek había dejado de formar parte de su vida mucho antes de sufrir el accidente de coche en el que falleció.

–Lo siento –dijo Alice, pero a Jenna le pareció que la mujer no la creía.

¿La gente pensaría lo peor si no ponía el nombre de Derek en el certificado?

Por supuesto que sí. Sophie tendría que guardar aquel documento el resto de su vida. Y Jenna no quería hacerle tal cosa a su hija.

Respiró hondo, y comenzó a rellenar el formulario. Tras el divorcio sus padres habían insistido en que regresara a Carrington y ella había aceptado. Derek ya la había humillado suficiente. Sin embargo, su apellido sería la única cosa que podría evitar que descubrieran a Sophie y a ella.

Si iba a comenzar una nueva vida con Sophie, lo haría correctamente. Sólo mentiría si fuera necesario y rezaría para que su familia no pudiera seguirle el rastro si en los documentos sólo reflejaba su nombre de casada.

Cuando entregó el formulario, vio que había otro debajo de la primera hoja.

–Eso es el alta médica, las instrucciones para tu cuidado y, por supuesto, la factura del hospital. ¿Tienes alguna póliza de seguros?

Jenna tragó saliva. Primera mentira.

–No.

–¿Cómo quieres pagar esto? Aceptamos cheques o tarjeta de crédito, por supuesto, y si es necesario, podemos acordar una financiación.

–En metálico. Pagaré en metálico.

–¿En metálico? –preguntó asombrada.

–Sí –si empleaba la tarjeta del banco podrían encontrarla con facilidad.

Jenna agarró el bolso y pensó en lo extraño que resultaba que una mujer con un bolso de diseño como aquél, no tuviera un seguro médico. Mientras sacaba el dinero de la cartera se le ocurrió que Alice podía pensar que había robado el bolso y el dinero. ¿Y si llamaba a la policía?

Jenna sintió que le temblaba la mano mientras contaba los billetes y se los entregaba a la mujer. Después de firmar el último papel y de que la mujer se marchara, Jenna se sintió aliviada. Antes de guardar el bolso para tomar en brazos a Sophie, contó el dinero que le quedaba. Cierta preocupación la invadió por dentro. Nunca había tenido que preocuparse por el dinero. Un miembro de la familia Carrington se criaba con la idea de que siempre había suficiente. Y hablar de las finanzas personales se consideraba una vulgaridad.

Pero ella ya no era una Carrington. Ya no pertenecía a esas familias de Pennsylvania que tenían cantidad de dinero y muchas tarjetas de crédito. Era una madre sola, asustada y casi arruinada.

 

 

 

Jenna hojeó los periódicos con nerviosismo, mientras esperaba a que le dieran el alta del hospital.

Después de revisar cada página, se apoyó en el respaldo de la silla y trató de relajarse. No había ninguna mención de la heredera desaparecida. Al menos, aún no la habían publicado.

Abrió el periódico por la sección de anuncios clasificados y miró las ofertas de trabajo. Al cabo de un par de minutos, sonrió con ironía. Si supiera manejar una perforadora o conducir un camión de dieciocho ruedas, conseguiría trabajo antes del anochecer.

–¿Estás buscando algo en particular?

Al oír la voz de Crystal, Jenna se sobresaltó. La enfermera estaba frente a ella con una silla de ruedas y sonreía con curiosidad.

Jenna dobló el periódico y lo dejó sobre la mesilla. Por un lado, deseaba contarle a la enfermera que necesitaba un trabajo. Estaba a punto de hacerlo cuando Sophie comenzó a llorar.

–¿Le pasa algo?

Crystal se rió.