© de la obra: Gema Bonnín, 2017

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

info@nocturnaediciones.com

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna Ediciones: febrero de 2019

Edición Digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-17834-15-9

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Papá, este desenlace es para ti.

Por el entusiasmo que te despierta cada vez que lo lees,

por lo mucho que has creído en él.

1

Iba a ser la imagen de un perfume llamado Éxtasis y la sensualidad era un elemento muy importante. O eso me habían dicho. Tenía que llevar un vestido muy ajustado y con un escote de pico que llegaba casi hasta el ombligo. Yo me sentía incómoda, pero poco podía hacer. Posaría como mejor sabía y volvería al hotel de París en el que estábamos alojados.

—Separa un poco los labios y baja los párpados —me indicó el fotógrafo.

Hice lo que me pedía y permanecí inmóvil mientras él sacaba fotos desde diferentes ángulos. Aquellas cosas me aburrían soberanamente. Admito que al principio tenían su encanto: posar, que me maquillasen, llevar un vestido bonito, ver el resultado de las fotos ligeramente retocadas… Ahora era tedioso. Incluso me molestaban los resultados finales, pues en ellos aparecía una Faith con la que no me identificaba. Pero ya qué importaba.

Lo único que deseaba era llegar al hotel y darme un baño caliente.

Había llegado a acostumbrarme a la rutina, a envolverme en ella como si fuera un abrigo que me protegiera del frío. Combates, sesiones de fotos, ruedas de prensa, revisiones médicas, asistir a los enfrentamientos que disputaban mis compañeros… Esa era mi vida.

Más allá de las fronteras de Hydrus, de lo que yo conocía, se extendía un mundo frío, salvaje e imprevisible. Como esclava tenía algo que escaseaba en el tercer mundo: estabilidad, y eso me martirizaba. Estabilidad relativa, claro, pero el caso es que la mayor parte del tiempo me sentía tranquila.

La idea de haber encontrado cierto bienestar en mi vida como gladiadora resultaba escalofriante a la par que horrible. No había perdido mis ansias de libertad, pero a veces tenía la sensación de que estas se atenuaban.

La tarde anterior había asistido a un combate múltiple en el que había participado Ismael, mi amigo y el miembro más reciente de mi equipo. Esos enfrentamientos eran muy interesantes: la arena recibía alrededor de una docena de gladiadores para que lucharan entre ellos. A veces se hacía por grupos, pero este no fue el caso. La descalificación llegaba con la primera sangre y quien permaneciera intacto ganaba. A Ismael le hirieron cuando sólo quedaban tres personas luchando.

Había cometido un error de prioridad, pero en los combates múltiples eso era muy común. No obstante, Keron se había enfurecido. Últimamente se enfadaba mucho con casi todos, aunque yo solía omitir sus arrebatos.

Estaba cambiando de posición cuando distinguí una figura entrando en el estudio. Era una silueta que conocía muy bien y confirmé mis sospechas en cuanto la luz descubrió sus rasgos.

Teseo.

Hacía varios meses que no lo veía y su presencia allí me desconcertó.

—Faith —me dijo el fotógrafo con impaciencia—, céntrate.

Yo asentí y volví a posar, pero me resultó extremadamente difícil hacerlo con Teseo como espectador.

En cuanto finalizó la sesión, me reuní con él, tratando de reprimir la sonrisa que luchaba por abrirse paso en mi rostro.

Reír… Qué estupidez.

—Teseo —le saludé.

—Hola, Faith.

—No esperaba verte… ¿Ha pasado algo?

Él aspiró por la nariz.

—Tenemos más información sobre las Gladius de Bronce.

—Oh.

Los premios de las Gladius de Bronce se otorgaban anualmente y suponían un importante reconocimiento para cualquier gladiador. Hacía unas semanas, Keron me dijo que la Academia deseaba nominarme, pero las categorías en las que competiría cada gladiador no se conocerían hasta poco antes de que tuviera lugar la gala. Sin duda, Teseo estaba allí para comunicarme a qué premio optaría.

—Vayamos a hablar a un sitio más tranquilo, ¿te parece?

Asentí y le guié con rapidez hacia mi camerino, donde había un tocador, un cuarto de baño, una cama para descansar y unos percheros eléctricos llenos de ropa. El suelo estaba enmoquetado y las paredes eran de un blanco resplandeciente. Cuando estuvimos solos, lo miré expectante. Él también me contemplaba. Una vez más, fui consciente de lo provocativo que era el vestido de satén que me habían puesto. Quise quitarme los tacones, pero no me atreví a moverme.

Él se quedó quieto unos segundos, todavía mirándome de soslayo. Luego tomó aire y habló:

—Han decidido otorgarte la Gladius de Bronce Honorífica.

Abrí mucho los ojos y luego parpadeé. Al principio mis tímpanos se mostraron reticentes a creer lo que habían oído; sin embargo, la expresión de Teseo no dejaba lugar a dudas.

—¿La honorífica? ¿En serio?

Él asintió.

—En serio.

Aquello lo cambiaba todo. La Gladius de Bronce Honorífica era un premio que se concedía como reconocimiento especial. No había nominaciones, no competías contra otros gladiadores. Sencillamente, la recibías.

—¿Y por qué motivo?

Teseo se encogió de hombros.

—Tal vez porque eres la chica del momento. Es un tema de marketing: atraes a la audiencia y la organización de los premios lo sabe.

—Oh, vaya, por un momento se me había ocurrido que me premiarían por mis habilidades en la arena… —repliqué con sarcasmo.

—Lo que hiciste en Fighthell llamó mucho la atención.

Fighthell, el estadio que había acogido ese combate en el que había atacado a mi oponente sin esperar a que estuviera listo, adelantándome al pistoletazo de salida. Muy honorable por mi parte.

—Genial —murmuré sin convencimiento alguno.

—La ceremonia de entrega se celebrará en Qatar el veintiséis de julio; por tanto, la ganarás con diecisiete años, lo que te convertirá en la mujer más joven reconocida con ese premio.

Por lo general, esos galardones se entregaban en agosto, pero ese año se adelantaban para no entorpecer el Torneo Crush, que se iniciaba a mitad de verano. Entrecerré los ojos.

—En fin, supongo que es una buena noticia.

Como gladiadora, mi orgullo no hacía más que inflarse. Es decir, detestaba esa vida, tener que luchar contra otro ser humano como vulgares animales enfrentados por un trozo de carne. Era denigrante y me arrebataba retazos de mi dignidad. Pero, por otro lado, esa era la única vida que ahora me era familiar, y en ese entorno de depravación, muerte y sangre, todos ansiábamos encontrar un poco de afecto por parte del público. A mí lo que realmente me interesaba era ampliar y mejorar mi palmarés, recibir elogios de las organizaciones. Si bien no me hacía feliz, me servía de consuelo porque me recordaba que estaba viva y que tenía posibilidades de seguir estándolo.

Pero Teseo… Él no estaba contento. Lo veía en el rictus de su cara.

—¿Qué pasa?

—Sabes lo que significa —murmuró con un tono algo reprobatorio.

Sí, lo sabía. El Torneo Crush estaba a la vuelta de la esquina y los gladiadores premiados con una Gladius tenían más papeletas que nadie para ser convocados a aquel brutal y espectacular campeonato.

—¿Y qué? Si tengo que combatir en el Crush, combatiré y punto.

Teseo chascó la lengua y negó con la cabeza.

—Parece que no lo entiendes. Al ser una gladiadora premiada, y además una que ha batido un récord de juventud, la federación espera mucho de ti, igual que la afición. Vas a tener que esforzarte más que nunca y es posible que ni siquiera así baste.

—Puedo hacerlo.

—Eso no lo sabes.

—Claro que lo sé. ¿O es que crees que ha sido una casualidad que venciera en las decenas de combates en los que he participado?

—No, no es eso, es sólo que… —me miró a los ojos y creí percibir un leve matiz de angustia— me da miedo. Me preocupa lo que pueda pasarte.

Desvió la vista y el sutil movimiento de su nuez me indicó que estaba tragando saliva.

Por una milésima de segundo casi había olvidado lo que había entre nosotros. Los dos besos compartidos. Sí, sólo dos. En las ocasiones puntuales en que lo había visto tras mi accidente, nunca tuvimos la oportunidad de estar a solas y, si la tuvimos, fueron momentos muy breves. Efímeros.

Recordé a Tram, uno de mis compañeros de Capua y el primero que conocí allí. Obtuvo la libertad hacía cerca de tres semanas porque se quedó manco en un combate en el que finalmente venció, pero a costa de su mano. Con aquella minusvalía, Hydrus decidió que ya no merecía la pena seguir explotándole como gladiador y, dado que había servido bien durante los escasos años que había luchado, le recompensaron con su libertad. ¿Era ese el extremo al que debíamos llegar para ser libres?

—¿Y qué puedo hacer para evitar todo esto, Teseo? —repliqué—. ¿Acaso mi destino está en mis manos? Hace años que no tengo capacidad de decisión sobre lo que me pasa. Tú lo sabes mejor que nadie.

Teseo apretó la mandíbula y cerró los ojos unos segundos. No soportaba mirarme a la cara mientras hablábamos de aquel tema y eso no hacía que me sintiera mejor.

—No sabes cómo me duele, Faith.

Y, en efecto, me di cuenta de que no lo sabía. Su voz y sus ojos apagados no traicionaban sus palabras. Sí que notaba dolor en él, pero no alcanzaba a vislumbrar cuánto.

No tenía nada que decirle. Probablemente a él le irritara mucho la situación, quizás hasta la odiara. Pero no más que yo.

No más que yo.

Ni todo el dolor del mundo lograría devolverme lo que me habían quitado.

Aunque trataba de tomármelo con estoicismo, seguía encadenada a algo que me convertía en una persona sin ética, algo que no quería hacer.

Aquella siempre fue la espina de nuestra relación. Él estaba con mis enemigos, era compañero de las personas que me estaban arrebatando mi juventud. Sabía que no era como los demás y que no tenía poder para cambiar las cosas, pero eso no significaba que pudiera olvidar para quién trabajaba. De cualquier modo, nada le excusaba.

Noté un regusto amargo en la boca; el sabor de los malos pensamientos. Como si el recuerdo de sus besos se hubiera convertido en ceniza en mis labios.

Y, no obstante, le quería. Se trataba de una emoción irracional e indeseada. No sabía en qué momento exacto, pero había sucedido sin mi consentimiento. Me había enamorado… O eso pensaba. ¿Qué era el amor, después de todo? ¿Podía yo albergar un sentimiento tan noble cuando todo en mi interior era pena, añoranza y odio?

—No dices nada —observó él, pues había permanecido un rato en silencio.

—No tengo mucho que decir —murmuré.

Teseo se limitó a asentir y me dedicó un último vistazo.

—Voy a dejar que te cambies con calma. Te espero fuera.

Y se fue.

Faltaba poco menos de una semana para ir a Doha, a la entrega del premio, pero yo aún tenía un combate que disputar. Por lo general, los nominados a las Gladius de Bronce no luchaban antes de la entrega para no arriesgar su integridad física. Aun así, ese combate llevaba meses programado y debía librarse. Mi oponente sería un chico apodado «Carphorus». Según lo que había leído, Carpophorus fue el bestiario más famoso de la Antigua Roma y su mote era una abreviatura. Resulta que, en su primer combate, el summa rudis había decidido introducir un tercer contrincante: un tigre. La inclusión de animales en los combates actuales de lucha clásica eran algo poco frecuente, pero no extinto. Ahora ya no estaba tan de moda como en los años cuarenta, cincuenta y sesenta, cuando el público exigía esa clase de… complementos, por así decirlo.

Carphorus fue uno de los poquísimos gladiadores que, tras enfrentarse a una bestia en su debut, con quince años, había vivido para contarlo. Ahora habían pasado dos años y, naturalmente, había mejorado mucho.

Sin embargo, no me imponía como contrincante. A la hora de luchar, seguía unos patrones muy claros; combinaba diversos estilos de ataque para desconcertar, pero con unas pautas tan marcadas que resultaba previsible. Por otro lado, yo había leído mucho sobre él: críticas, palmarés, declaraciones de su lanista, entrevistas, la información de las páginas de gladiadores… Todo. Además, había estudiado los vídeos de sus combates para memorizar tics que podrían ser clave.

Aquel era mi secreto: estudiar a mis oponentes como si fueran una ciencia exacta a la que atenerse. Cuando pisaba la arena y tenía a mi enemigo delante, no había nada, nada, que no supiera de él como gladiador. Y no sólo eso: analizaba los vídeos de los contrincantes a los que había derrotado para averiguar en qué habían fallado.

Los gladiadores no hablábamos de nuestros trucos con nadie y yo no había compartido mi táctica ni con mis compañeros Elka, Ismael, Alpha… A veces me sentía culpable. Me preguntaba si, de habérselo contado, Alpha seguiría vivo.

Luego recordaba que no hacía falta ser muy listo para adoptar ese modus operandi y ponerlo en práctica. Yo no era la única que lo hacía. Pero, en mi caso, daba a aquella parte de la preparación tanta o más importancia que a los entrenamientos.

En ocasiones pensaba que lo correcto era hablar con Elka y ayudarnos mutuamente a prepararnos para los combates, hablarle de mi táctica previa a cada enfrentamiento, estudiar juntos a nuestros oponentes. Pero luego recordaba lo importante que era velar por salir yo adelante.

De todas formas, Elka era una persona muy inteligente, mucho más que yo. Si había alguien que valoraba más el conocimiento que la fuerza, era él. Y de momento coleccionaba bastantes victorias, por lo que suponía que seguía su propio sistema.

Además, al margen de mi comportamiento metódico, mi memoria también desempeñaba un papel crucial: no me quedaba en blanco en la arena, sino que retenía toda la información aprendida y recurría a ella sin problemas.

No quería que los demás gladiadores supieran que eso funcionaba. O que, por lo menos, me funcionaba a mí. Y mi instinto de supervivencia me insistía en que mantuviera el pico cerrado.

Sólo había una persona en la que confiaba plenamente: Teseo.

Por alguna absurda razón, sentía que podía fiarme de él. Y yo nunca había sido una persona muy confiada, ni siquiera antes de la muerte de mi madre. Era suspicaz y escéptica por naturaleza, en especial con las personas.

Pero Teseo… Bueno, quizá no estuviera siendo objetiva.

Al volver del estudio fotográfico, tras unas cuatro horas de entrenamiento, Elka, Ismael, Amber y yo nos encaminamos al hotel.

—Así que la Gladius Honorífica —murmuró Ismael cuando todavía íbamos por la calle. Teseo les había contado lo de mi premio confidencialmente hasta que se emitiera el comunicado oficial.

—Sí —musité yo. No estaba del todo convencida. Tenía la sensación de que, al triunfar en la arena, les estaba dando la razón a todos los directivos de Hydrus que habían tenido algo que ver con mi compra.

—Qué pasada —exclamó Amber, entusiasmada de forma visible y con su alegría habitual.

Aparte de ser buena gladiadora, siempre era amable conmigo. Sentía respeto y aprecio por ella, pero algo me impedía comportarme como si nuestra relación fuera de amistad. Supongo que eso se debía a que nunca había estado predispuesta a trabar amistad con otros gladiadores, ya que cualquiera de ellos podía morir en un combate y desaparecer de mi vida de un día para otro. Además, en Europa y América la miseria sacaba a la luz el lado más ruin de las personas y eso no contribuía a aumentar mi confianza en los demás… Y, por otro lado, no quería trazar ningún vínculo duradero con el mundo de la lucha clásica. Esperaba abandonarlo algún día, enterrarlo en las arenas de mi negro pasado y no tener que encarar esa faceta de mi vida nunca más.

Sin embargo, teniendo en cuenta la fama que estaba cosechando, empezaba a asumir que mi papel de gladiadora me perseguiría siempre.

—Te lo mereces, Faith —dijo Elka, sacándome de mis cavilaciones—. Eres muy buena. Francamente, creo que ninguno de los que te conocimos al principio hubiéramos imaginado que llegarías tan lejos.

—Sí, no está nada mal para una niña del primer mundo —coincidió Ismael medio en broma.

Fingí una sonrisa, pero su comentario no me hizo gracia. Apenas recordaba ya cómo era ser del primer mundo. Los únicos retazos que me quedaban de esa época eran recuerdos como provenientes de un sueño y las fotografías que me había conseguido Teseo. Aquello era mi bien más preciado.

En la puerta del hotel, nuestro mánager aguardaba apoyado en una de las columnas corintias que adornaban la entrada. Al vernos llegar, se enderezó y esperó con las manos metidas en los bolsillos del pantalón. Era verano y no llevaba chaqueta, sino un polo de color celeste. Me resultaba raro verlo vestido de ese modo tan informal, casi despreocupado.

—Hola, chicos —saludó con voz seria—. Faith, necesito hablar contigo sobre lo de la entrega de premios.

Alcé las cejas y permanecí quieta frente a él. Los demás entendieron la indirecta y entraron en el hotel. Miré a Teseo expectante.

—En realidad, no necesito hablarte de eso. No mucho, al menos.

—¿Entonces?

—Quería pasar tiempo contigo. Vamos. —Y empezó a andar, como si esperase que yo le siguiera. Dudé un instante y luego lo hice—. Bien, con respecto a la ceremonia de la Gladius, debes saber que habrá mucha gente de Asia oriental. Personas con las que hablarás y con las que deberás medir muy bien tus palabras. Ya sabes que en Oriente Medio confluyen los lujos del primer mundo y la crueldad del tercero.

Sí, lo sabía. En Arabia, pese a ser países muy desarrollados, no sentían ninguna necesidad moral de fingir oponerse a la esclavitud y la lucha clásica. Todo eso les encantaba y, de hecho, criticaban los reparos de sus compañeros de Asia.

A mí me parecían los menos hipócritas. Pero ser hipócrita es aceptable de vez en cuando, porque no está mal querer guardar las formas, ser educado por respeto a los demás. Eso era lo que pretendían países como China, Japón, Singapur y Corea, entre otros. Ellos rechazaban la lucha clásica, la esclavitud y la explotación…, aunque sólo en apariencia. En el momento en que el peso de los beneficios que la decadencia de Occidente pudiera reportarles superase el peso de la culpa por permitir que esas cosas sucedieran, dejarían sus objeciones éticas a un lado. De eso no me cabía la menor duda.

Yo sólo había combatido una vez en el golfo Pérsico y había sido en Dubái. En esa zona, las mujeres no teníamos mucho éxito, sobre todo si ganábamos. Tal vez el arraigamiento de su cultura les hiciera sentir desconcierto ante la demostración de supremacía de una mujer frente a un hombre… Fuera como fuera, había muy pocas gladiadoras allí.

Precisamente por eso me inspiraba un pequeño grado de regocijo ir a obtener un premio en Doha.

—De eso soy consciente —respondí.

—Bien. —Teseo calló un momento, pensativo—. Mañana tienes un combate… ¿Cómo lo ves?

Me encogí de hombros.

—Creo que será fácil.

—¿Por qué?

Me mordí el labio, indecisa.

—Es una corazonada. Lo único que me preocupa es que suelten alguna de sus fieras para animar la fiesta. Imagino que sabes quién es mi oponente… Con él, los moderadores tienden a soltar leones porque, ya sabes, ¿qué gracia tendría si no que se siguiera llamando Carphorus?

—Pero no es algo que acostumbren a hacer demasiado. De los veintiún combates que ha disputado, eso sólo sucedió en algo menos de la mitad.

—Aun así, ya es más de lo que nos toca a los demás —repliqué, algo inquieta—. Hace tiempo que no peleo contra fieras. Y no estoy segura de haber recibido el entrenamiento adecuado para ello.

—Hydrus se asegura de que todos sus gladiadores hayan recibido el adiestramiento propicio. Si no me equivoco, la señorita Bij Alar os daba biología y fisiología animal, ¿no?

Esbocé una media sonrisa al recordar esas clases en Capua. Se me antojaban tan lejanas…

—Sí. —Carraspeé—. Pero… no sé, pelear contra un animal me preocupa más que hacerlo contra una persona. Cruzaré los dedos para que no se les ocurra meter un león o algo por el estilo.

—Vaya, la gran Ishtar intimidada.

—No me llames así —musité.

El único cambio que se produjo en su expresión fue un leve parpadeo.

—¿Por qué no?

—Porque no me gusta. Describe algo que no es real.

—Pero eres una gladiadora, Faith. Y ese es tu nombre de gladiadora.

—Oh, vaya, gracias por la aclaración.

No añadí nada más. No sabía cómo explicar lo que sentía hacia mí misma. Sabía que estaba haciendo lo necesario para sobrevivir al luchar y matar. Pero lo necesario no siempre es lo correcto, y esa idea me atormentaba. Mucho.

Todos éramos víctimas en aquel juego tan macabro.

—Está bien —dijo él con suavidad—, te llamaré por tu nombre, Faith.

—Mejor. —Silencio—. Y no me intimidan las bestias.

Él soltó una breve carcajada y el sonido de su risa me reconfortó.

—¿Ah, no?

—No. Sencillamente, me perturba la idea.

—No te creo —afirmó, y por un momento me irritó lo bien que me conocía—. Creo que te da miedo porque lo desconocido te asusta y porque los animales son imprevisibles. Con un tigre, por ejemplo… Ahí no vale la lógica. Ahí tienes que recurrir a tu instinto.

Ni yo misma lo hubiera explicado mejor. Me entró un escalofrío al comprobar lo evidente que resultaba para él. A sus ojos, ¿era yo un libro abierto? Probablemente sí, y no entendía cómo ni por qué. Y no sabía si eso me gustaba o me incomodaba.

—De todas formas —prosiguió—, creo que nada es tan temible como el ser humano.

No respondí enseguida, pero supe al instante que tenía razón.

—Es verdad.

Justo en ese instante, en la esquina de una calle algo desierta y de edificios antaño hermosos, ahora viejos y desgastados, una niña vino corriendo hacia mí, seguida por su madre, que aceleró el paso.

La pequeña no tendría más de diez años.

—¡Hola! —exclamó con voz cantarina—. Tú eres Ishtar, ¿no?

Tomé aire y me obligué a sonreír.

—Sí, soy yo.

Los ojos de la niña resplandecieron casi tanto como su sonrisa.

—¿Puedo hacerme una foto contigo?

Asentí mientras la cría se situaba a mi lado con expresión feliz. Teseo permaneció en la esquina.

—Perdona —se disculpó la madre con su marcado acento francés—, es una gran admiradora tuya.

Yo le resté importancia con un ademán y me fijé en su cámara… Era de su móvil, que me pareció antiquísimo; de esos que ni siquiera contaban con una aplicación para hologramas ni red incorporada, ni chip para escanear cosas. Sin duda, era un modelo de hacía muchos, muchos años.

Hizo la foto y luego la niña me miró de nuevo.

—Me gustaría ser como tú algún día.

No era la primera vez que una chica tan joven me hacía un comentario así, lo que me llenaba de tristeza y rabia. En realidad, era escandaloso. Pero en el viejo continente no entendían el porqué de esa alarma que con toda seguridad se leía en mi rostro.

—Ya se verá —respondí con sequedad, aunque trataba de ser amable.

La niña me dedicó una sonrisa torcida y se fue con su madre, que me dio las gracias repetidas veces antes de alejarse. Percibí la mirada fija de la pequeña todo el tiempo hasta que desaparecieron al doblar una esquina.

—A veces se me olvida que eres famosa —comentó Teseo.

—No soy famosa.

—Sí que lo eres. ¿Sabes cuántas veces vi tu cara en las pantallas publicitarias de Tokio, Singapur o Seúl? Muchas.

Es curioso que Asia renegara de la lucha clásica, pero que sí publicitara productos con campañas cuyo modelo y rostro pertenecían a una gladiadora. A una esclava.

—Entonces, ¿cómo se te ha podido olvidar que soy famosa? Detesto esa palabra.

No quería hablar más del tema. Cada vez que lo hacía, tenía la sombría y escalofriante sensación de que estábamos hablando de otra persona, de alguien que no existía. Teseo, como de costumbre, supo leer mis sentimientos y no insistió.

Llegamos a lo alto de una escalinata blanca donde una balconada daba a una perspectiva de edificios antiguos y la parcialmente oxidada torre Eiffel, cuya altura se veía ahora ridiculizada por algunos rascacielos próximos. Al margen de las miserias que pudieran verse por las calles, la ciudad era hermosa. Me acordé de la tarde que pasé con Teseo en Roma y pensé que también la capital italiana lo era, al igual que la inglesa, donde compartimos nuestro primer beso. ¿Acaso haber disfrutado de esas ciudades en su compañía influía en mi opinión sobre su belleza?, pensé distraídamente. Él apoyó un codo en la balaustrada del enorme balcón y me miró.

—¿Cuál crees que fue la guerra mundial más decisiva?

La pregunta me pilló por sorpresa. No entendía a qué venía y, la verdad, nunca había pensado en ello, así que vacilé al responder.

—Eh… La tercera, supongo.

—¿Por qué?

—Porque es la que transformó el mundo en lo que es ahora. Ya sabes, Oriente al frente, Occidente por los suelos…

—¿Y qué hay de la segunda?

—Pasó hace mucho.

—Pero consiguió cierta… estabilidad a nivel global. —Hizo una pausa, pensativo—. Los cambios para bien me parecen igual de importantes que los negativos y, sin embargo, nos llama más la atención lo segundo. En retrospectiva, todo empezó a ir mucho más rápido desde entonces: la tecnología, la globalización…

—Tal vez. Pero yo no siento los efectos de esa guerra, siento los de la tercera. En esta parte del mundo, la esclavitud estaba prácticamente abolida. —Me crucé de brazos, molesta de sólo pensarlo—. Sólo quedaba erradicar la que había en los países asiáticos y todo hubiera mejorado un poco… En lugar de eso, se cambiaron las tornas.

—Ya… ¿Y qué hay de África?

—África lleva igual toda la vida —repliqué—. No creo que su situación cambie. Estaba así en el siglo XX, lo estuvo en el XXI y lo está en este.

—Sí, el mundo entero dejó África relegada hace mucho tiempo —añadió él con aspereza.

—Pero tú has estado en el Congo —apunté, y él me miró con sorpresa—. Me lo contaste en Goldenpark.

—¡Ah, sí! —Se llevó una mano a la frente—. Aquella vez, sentados enfrente de tu casa tras la pelea en el parque…

Solté una risa seca. Haberme peleado en el parque y que eso pareciera en algún momento un suceso relevante ahora resultaba tan ridículo que me hacía gracia.

—Mi viaje al Congo fue algo puntual. Hay por allí una serie de plantas petrolíferas en las que Hydrus tenía puesto el ojo. —Se encogió de hombros—. Volviendo a ti: ¿crees en Dios?

—Me estás sometiendo a un tercer grado, ¿eh? —solté después de mirarlo con incertidumbre.

Él se limitó a sonreír.

—Estos días he pensado mucho en ti y me he dado cuenta de que hay cosas que no sé y que me gustaría saber.

—En ese caso, luego me tocará preguntar a mí —dije, y asintió ligeramente—. Veamos… ¿Creo en Dios? Es una buena pregunta… Me gustaría poder decir que sí.

—En esto no hay una respuesta correcta ni un premio por acertar. Dime la verdad, lo que sientas.

—No sé lo que siento. Si lo analizo con frialdad, creo que no, que no hay nada más que esto. Pero si dejo la lógica aparte…, a veces creo que puede ser y que incluso tiene sentido.

—¿Por qué piensas eso?

Carraspeé para ganar unos segundos en los que organizar mis ideas. Quería explicarme bien.

—Digamos que… me parece que todo lo que vemos es demasiado complejo e intenso como para que sea fruto de una coincidencia. Podría no haber habido nada, ni vida ni personas ni estrellas ni planetas y, sin embargo, hay algo. ¿Qué factor marcó la diferencia entre el todo y la nada? El mero planteamiento de esa duda ya me impulsa a creer en algo.

»Por otro lado…, mi madre creía. A pesar de lo mal que lo pasó, de la mala suerte que tuvo y lo mucho que sufrió, nunca dejó de creer. Y no me gusta pensar que todo eso era en vano. Aunque yo soy más escéptica de lo que a ella le hubiera gustado.

—Te entiendo. Mi madre también era creyente.

A ambos nos costaba hablar de nuestras respectivas madres, pero, ahora que lo hacíamos, la sensación de soledad se disipaba un poco.

—Muchos en Europa lo son.

—Cuando las cosas se ponen difíciles, se busca consuelo en algo superior, exista o no —opinó él.

Desde luego, la religión ya no tenía tanto peso en Asia; las zonas en las que más fe se profesaba aparentaban deberse más a una cuestión histórica que espiritual.

—Yo también creo —observó—. No sé en qué exactamente ni por qué. —Desvió la vista al horizonte, donde el sol amenazaba con ocultarse demasiado pronto—. Supongo que uno no elige en lo que creer. Sencillamente, ocurre.

Pero ¿de verdad era así? ¿Podía uno convencerse de algo y creer en ello? ¿O era algo en nuestro interior lo que optaba por rendirse a una creencia y no nuestra capacidad de raciocinio? No lo tenía muy claro.

—¿Por qué tu madre te llamó Teseo? —pregunté entonces, deseosa de cambiar de tema—. ¿Hay alguna historia detrás?

Él arqueó una ceja, sorprendido por el rumbo que había decidido darle a nuestra conversación, y sonrió de medio lado.

—Le gustaba la mitología. Quiso pintar réplicas de cuadros famosos con esa temática, pero nunca se le dio muy bien reproducir la figura humana en papel. Fallaba sobre todo en las manos. —Echó un vistazo a las suyas y las entrelazó—. ¿Y tú por qué te llamas Faith?

Me encogí de hombros.

—Nunca se lo pregunté a mi madre. Pero no estamos hablando de mí. ¿Comida favorita?

Se lo pensó un instante.

—Me gusta la pizza.

Abrí mucho los ojos y me reí.

—Sé que es un tópico, pero es lo que hay —se defendió.

—Bueno, tampoco tanto. —Disimulé una sonrisa—. Aunque seas romano, hay una teoría sobre que la pizza nació en Nueva York.

—Sí, pero fueron los inmigrantes italianos quienes la crearon.

—Hmmm… ¿A qué país del mundo querrías viajar?

—Creo que he estado en casi todos los que me interesan.

—Entonces, recurre a ese casi.

—Ha sido una forma de hablar —repuso con sorna—. En realidad, he estado en todos los países que me interesan. Mi preferido es Suecia.

Recordé un combate que protagonicé en Linköping, al sur de la nación.

—¿Qué tiene de especial?

—¿Nieve, por ejemplo? —Nieve. Aquel era un tesoro de la naturaleza que el calentamiento global había convertido en reliquia—. ¿Cuál es el tuyo? —preguntó él entonces.

—España. —Me encogí de hombros—. Me gusta su clima, sus paisajes y su gastronomía.

—Además, te recuerda a tu madre.

Asentí lentamente.

—Sí. Ella se crió allí y…, no sé… He estado en Valencia y en Madrid, pero ella era de Barcelona, así que… El caso es que España me recuerda a mi casa, al estilo de vida de mi madre.

—También has estado en Menorca. Eso es España.

—Bueno —puntualicé—, Hydrus y otras compañías la compraron.

—Cierto. Era España. ¿Tú te sientes española?

—No. No me siento de ninguna parte.

—Ya. Yo tampoco. Creo que Roma es un sitio donde podría sentirme más… como en casa. Pero no por haber nacido allí —se apresuró a añadir al verme abrir la boca. Tomó aire y, al clavar la vista en mí, fue como si me atravesara con las pupilas—. Allí tuve mi último momento de paz. Un último momento en el que creí que las cosas podían ser sencillas porque la vida nos regala momentos bonitos de vez en cuando.

De forma irracional, supe perfectamente a cuándo se refería.

Mi corazón se saltó un par de latidos y la sangre se detuvo en mis venas. No me atreví a mirarle y tampoco encontraba palabras con las que responder, así que pasamos unos segundos en silencio hasta que logré hablar:

—Lo recuerdo.

—Lo sé.

Puso la mano sobre la mía y dibujó círculos en mi palma con el pulgar. Eran caricias suaves, casi imperceptibles… Pero provocaban un oleaje de emociones en mi interior.

—He pensado mucho en nosotros.

—¿Y qué has pensado? —pregunté, esforzándome por no perder la voz.

—He recordado nuestros besos y he pensado en lo que significan. Lo que… —hizo una pausa—, lo que siento por ti no lo he sentido por nadie. Pero eso no es algo nuevo. Siempre me has resultado especial, Faith. No en un sentido romántico, claro, sólo… especial. La primera vez que hablé contigo, en Goldenpark, tuve la sensación de que… —Se detuvo. Supuse que estaba buscando las palabras exactas; no obstante, no continuó.

—¿De qué? —insistí.

—De que eras alguien a quien valía la pena tener al lado. Sé que suena ridículo, pero te vi y quise saber cuál era tu historia.

—¿Por eso interviniste en aquella pelea? —le pregunté—. ¿La del parque?

—Por eso y porque los vecinos estaban diciendo que alguien fuera a daros un toque. —Volvió a reírse, ahora con sutileza, y se perdió en su memoria—. Un chaval corpulento te aplastaba contra el suelo; lo recuerdo como si fuera ayer.

—Ah, sí. Me encantaría que intentara hacerme algo ahora. —Bufé, y sus labios se torcieron en una sonrisa—. Y al día siguiente, me besó.

Abrió mucho los ojos, sorprendido.

—¿En serio? —Parpadeó despacio con aire desconcertado—. ¿Por eso se metía contigo? ¿Porque le gustabas? —Guardó silencio unos segundos y luego soltó una carcajada—. Vaya forma de ligar…

—Tú lo has hecho mejor, está claro —bromeé. Aunque no era broma.

—Yo nunca he ligado contigo —replicó él, y decía la verdad.

Yo sabía de sobra que su comportamiento nunca había ido más allá de la simpatía. Quizá porque no se sentía con el derecho a iniciar una relación íntima conmigo sin que yo le diera alguna señal previa. Desde el principio, su interés por mí había carecido de pretensiones.

—Pues algo habrás hecho, porque yo no me intereso por alguien así como así.

Entonces sonrió.

—Ven aquí.

Me acercó, me sentó sobre la balaustrada y me besó, rodeándome firmemente con los brazos. Fue un beso similar al primero: apremiante, como quien lleva varios segundos buceando y ansía llegar a la superficie para respirar. Le recorrí la nuca con los dedos hasta su cabello negro, donde los hundí, y me dejé llevar. Le había echado mucho de menos.

El contacto de su lengua contra la mía me erizaba la piel. Todas las terminaciones nerviosas de mis labios sentían su tacto con intensidad y avidez. Y justo entonces, acompañada de un estremecimiento, una idea borrosa se hizo eco en mi mente.

No eran mis deseos de venganza lo que me hacía desear vivir.

Eran momentos como aquel.

«Soportaré ser quemada, herida, golpeada y asesinada por la espada», había dicho minutos antes. Y ahora, en la arena, no creía que el combate fuera a durar mucho más. Yo había escogido dos sables curvos y Carphorus, un cuchillo largo y una pequeña hacha que no dejaba de acercar a mi mano, supongo que para cortármela. Sí, era un combate a primera sangre, pero en esos lo único que estaba a salvo era tu vida. Tus extremidades, no.

Esquivé una estocada tan lenta que no tuve ni que detenerme a recobrar el aliento.

El combate era mío. En menos de un minuto me habría proclamado vencedora. Y lo mejor era que no habían soltado ninguna bestia y, si no lo habían hecho ya, significaba que no lo harían.

Me equivocaba.

Un enorme muro transparente emergió del suelo, separándonos de golpe. Yo apreté con fuerza la empuñadura de mi espada y aguardé. El material del que se componía esa enorme pared me permitía ver a Carphorus con cierta claridad: su rostro expresaba el mismo desconcierto que se había adueñado de mí.

Fijé la vista en una de las trampillas a los laterales de la arena, la que caía en mi lado del muro. Se abrió y de ella surgió una bestia felina de pelaje negro y ojos verdes, relucientes como gemas.

Una pantera.

Tragué saliva y tensé todos los músculos. Debían de haberla mantenido sin comer durante varios días… Los suficientes como para estar hambrienta sin haber perdido parte de su fuerza natural.

El animal dio un paso cauto hacia mí.

Permanecí inmóvil, como si me hubiera convertido en una estatua de hielo. De hecho, bien podría haberlo sido: me sentía aterida de frío pese a la actividad física, y el único calor que notaba era el de los atronadores latidos de mi corazón. Por primera vez, me sentía bloqueada en la arena…

Torpe.

La bestia ladeó la cabeza y abrió las fauces. Y de pronto, seguramente impulsada por el hambre y la amenaza que intuía, se abalanzó hacia mí.

Para haber esquivado deprisa su trayectoria tendría que haber girado sobre mí misma, haberle dado la espalda y eso no me entusiasmaba. Así que opté por alzar mi escudo circular y aguantar el embiste.

Caí al suelo, aplastada por su peso, y sólo conseguí esquivar un zarpazo al rotar hacia la derecha. Es imposible entender cómo son las garras de una pantera hasta que las tienes tensadas a unos centímetros de ti, extendidas y punzantes como cuchillos. Desesperada, lancé la hoja de la espada hacia su cabeza y un rugido me indicó que había acertado: acababa de hacerle un tajo detrás de la oreja derecha.

Frotó violentamente la cabeza contra el suelo para rascarse la herida con vehemencia. Aquel era el momento de atacarle, tenía que aprovechar…

Pero, antes de que consiguiera acercarme lo suficiente, reaccionó: se alzó sobre sus patas traseras y me repelió con un aspaviento de las delanteras.

Me aparté de un salto y la contemplé, jadeante. Su pelaje aterciopelado relucía bajo las luces del estudio; en medio de esa negrura, sus ojos parecían taladrarme de un modo fantasmagórico. Su belleza casi resultaba hipnotizante…

Abrió la boca y, en cuanto una lengua rosada asomó entre el negro, me separé más. A su espalda distinguí a Carphorus matando al jaguar contra el que le había tocado luchar.

Mierda. Ahora, él dispondría de unos minutos para descansar, mientras que yo no podría bajar la guardia y eso me desgastaría.

Deseché esa idea y me centré en la situación. Sin embargo, no me dio tiempo a adoptar una estrategia, porque el animal echó a correr hacia mí. Esta vez sí, me aparté. Di una vuelta de ciento ochenta grados mientras protegía mi radio de acción con la espada en horizontal, pero eso no bastó: acto seguido, sentí un dolor lacerante en la espalda. Un zarpazo me había desgarrado parte de la piel. Grité. Me llevé la mano a la herida, trastabillando, y constaté aturdida que era un corte superficial; aun así, no podía ignorar el escozor.

Me encaré a la bestia de nuevo y, al girarme, vi que había saltado sobre mí.

El impacto contra el suelo fue tan brutal que solté la espada y sentí que me paralizaba. De no ser por el escudo que se interponía entre la fiera y yo, sus fauces me hubieran destrozado el cuello.

Aferré el escudo con el antebrazo derecho y, con un gemido, forcejeé para sacar con la mano izquierda la daga que llevaba adherida al muslo. En un movimiento rápido, la extraje de su sujeción, la impulsé por el flanco izquierdo del escudo y se la hundí entre las costillas.

La pantera rugió y arqueó el cuerpo por unos segundos. Entonces, por fin, se desplomó sobre mí.

Empujé el cadáver con las piernas y tragué saliva. Tenía la garganta tan seca como una lija y tanta sed que ya apenas reparaba en el tajo de la espalda.

El muro empezó a descender. Yo clavé la vista en Carphorus, sofocada. Cuando ya nada se interpuso entre nosotros, fui directa hacia él. Estaba cansada, sí, pero mi adrenalina se había disparado.

No le di tiempo para reaccionar; iba a hacerle el corte final, el que le haría sangrar y me convertiría en ganadora.

Sin embargo, no fue así.

No sé muy bien cómo lo consiguió, pero en el último momento se apartó de mi rumbo y noté la mordedura de su acero hendiendo mi cintura.

El corte dolió, pero no tanto como la derrota.

Había perdido el combate.

Me lleve la mano al vientre y la palma se tiñó de rojo.

Apenas oí al summa rudis proclamándole vencedor. No oí el clamor del público. Sencillamente permanecí allí, inmóvil y llena de rabia, de impotencia. Era un combate a primera sangre, pero ¿y si no lo hubiera sido? ¿Estaría muerta?

¿Cómo lo había hecho? ¿En qué había fallado?

Sí, esa era la cuestión: no qué había hecho él para ganarme, sino qué había hecho yo para perder.

Había fracasado.

Abandoné la arena por la puerta libitinensis y apreté los puños, aliviada de estar en la penumbra, lejos del escenario de mi derrota.

Keron vino en mi busca al cabo de unos segundos. Obvié el enfado que traslucían sus ojos. Ahora que me había logrado calmar, notaba el dolor de mis músculos y la fragilidad de mi mente, que amenazaba con perder el sentido de un momento a otro.

Me llevaron en una camilla hasta la enfermería del estadio, donde me atendió un médico acompañado por dos enfermeras. Me desinfectaron las heridas y me las cauterizaron con láser antes de vendármelas con un material que las haría sanar mucho más deprisa de lo que lo hubieran hecho por sí solas. Luego me tendría que aplicar algún tipo de crema para que no me quedase cicatriz, aunque yo no era muy constante con esas cosas. En fin, aquella no era la primera vez que salía herida de la arena.

—¿Qué demonios has hecho? —bramó Keron, furioso—. ¿Cómo has sido tan tonta? Hasta una tortuga podría haberse anticipado a sus movimientos con más éxito que tú. ¡Y todo porque no te esfuerzas lo suficiente!

—Te recuerdo que también he peleado contra una pantera —repliqué, malhumorada—. Las bestias son su especialidad, no la mía. Ha tenido ventaja desde el momento en el que el summa rudis decidió hacernos luchar contra animales.

Keron negó con la cabeza y chistó con desdeño.

—¿Y vas a contentarte con eso? Sabías que esto podía ocurrir; es más, te apliqué un entrenamiento basado en la resistencia. ¡No has sabido aprovecharlo!

—Keron —la voz de Teseo llegó desde la puerta—, yo me ocupo de ella. Tú dirígete a la sala de prensa para hacer las declaraciones pertinentes.

El rostro de mi lanista se ensombreció. Había una especie de tensión entre ellos, quizá porque Keron era mayor que Teseo y su cargo era inferior.

—Perdona, Teseo, ¿acaso no es ese tu trabajo? ¿No se supone que el mánager trata con el mundo exterior y el lanista, con los gladiadores?

Teseo apenas movió un músculo.

—No te lo repetiré: sal de aquí y cumple con tus obligaciones —ordenó con frialdad—. Yo ya he hablado con ellos, ahora te toca a ti. Y ten cuidado con tus palabras.

Keron hizo una mueca.

—Como digas.

Me lanzó una mirada altanera y me encogí un poco. Era un hombre muy temperamental y sus arrebatos no solían afectarme, pero esta vez estaba dolida.

En cuanto se fue, Teseo se acercó despacio. Yo estaba sentada en el borde de la cama, con el brazo izquierdo extendido hacia arriba para que las enfermeras pudieran curarme el espantoso corte de la parte baja del tórax, ahora ya cerrado. Los rasguños de la espalda ya habían sido tratados.

Él me miró con el ceño fruncido. Me pregunté qué pensaría de la musculatura que se me marcaba tenuemente bajo la piel. No debía de ser atractiva, pues las empresas publicitarias se empeñaban en retocar mi cuerpo digitalmente para suavizarla. Bueno, qué más daba.

—¿Cuánto tardará en estar del todo bien? —le preguntó al doctor.

—No demasiado —dijo este sin apartar la vista de los rasguños—. En algo menos de una semana podrá moverse con normalidad y apenas tendrá marcas. Eso sí, no debe entrenar mucho.

—Hará lo que sea necesario —replicó Teseo con tono gélido.

El médico le echó un vistazo rápido y no contestó.

—Bien… Esto ya está —concluyó una vez que me hubo vendado la herida del costado—. Espera aquí, te traeré la receta de la loción que debes aplicarte para que sane más deprisa y los analgésicos.

Salió y las enfermeras se concentraron en recoger los materiales y en el ordenador de la estancia.

—He perdido —balbucí en voz baja, todavía sin creérmelo.

—Sí. —Teseo no se inmutó.

—Pero yo soy buena gladiadora y él no era un adversario especialmente difícil. ¿Cómo ha podido pasar?

—Oye, son cosas que pasan. Incluso los mejores tienen días malos… y la pantera era un revés a tener en cuenta. Por eso creo que deberíamos ser más prudentes y pensar con calma lo del Torneo Crush. —Hablaba con mucha mesura—. Si al final te convocan, nada te asegura que no vayas a tener otro mal día. Y ahí los combates no son a primera sangre. Tendríamos que encontrar el modo de evitar…

—No —le interrumpí—. Esto ha sido un lapsus. No volverá a ocurrir.

—Faith…

—¡No, Teseo! No voy a permitir que una derrota me condicione y me convierta en una gladiadora mediocre —espeté, bullendo de ira. Sentía años de entrenamiento arrojados a la basura por distracciones inútiles—. Cancela todas las citas que tenga para colaborar en campañas publicitarias. No puedo centrarme en eso. ¡Soy gladiadora, no modelo! Estoy harta de posar para fotos ridículas. No es lo que quiero hacer. Peor: no es lo que debo hacer.

—Crees que los fallos que has cometido hoy hubieran podido evitarse de haber entrenado más —observó con calma.

—Está claro que es así.

—Quizá lo sea. —Asintió—. De acuerdo, no más colaboraciones con firmas.

Probablemente Hydrus tendría que pagar algunas multas por incumplimiento de contrato y eso a él le acarrearía problemas. Pero no dudé de su palabra.

—Gracias —dije.

Y entonces me dispuse a olvidarme de todo, menos de mi cometido como gladiadora.

2

El sol se había sepultado ya tras el horizonte y se suponía que debía descansar, pero no lo conseguía. Me notaba inquieta por alguna razón. Algunos días creía estar acostumbrada a la vida de gladiadora, pero entonces llegaban otros en los que me sentía fuera de lugar, como si la huérfana de doce años me dominara. En esas ocasiones de flaqueza, añoraba mi antiguo dormitorio, mis novelas de aventuras, los dibujos animados en el desayuno… Y, sobre todo, a mi madre.

Pensé en lo que había descubierto de ella tras perderla: en su primera pareja, en su primer hijo, en mi padre biológico… No era productivo dar vueltas a esas cosas. De nada me serviría. Y sin embargo…

En unas semanas haría cinco años de su muerte. Me hubiera gustado tener algún sitio adonde poder ir a llorarle, por irracional que fuera aquel pensamiento, pero no tenía ni la más remota idea de dónde podía estar su cuerpo. No sabía qué habrían hecho con él.

Sacudí la cabeza y deambulé por los pasillos del hotel. Necesitaba alguna distracción, pero Elka e Ismael no estaban allí. Esa mañana me habían invitado a una fiesta que iba a celebrarse en un local del centro de París, a la que asistirían personalidades de la lucha clásica y otros famosos ajenos a la arena. Tanto Amber como yo decidimos quedarnos, en su caso porque quería ver la retransmisión de un combate en el que participaba una amiga suya.

Un par de minutos después, movida por el aburrimiento y la desazón, me hallaba golpeando su puerta con suavidad.

Nada.

—¿Amber? —la llamé, alzando la voz.

Silencio.

Qué raro… Sabía que estaba allí y siempre era muy receptiva. ¿Estaría ignorándome de manera deliberada? No, eso no era propio de ella. «Quizás esté dormida», me dije.

Iba a dar media vuelta cuando oí el chasquido de la puerta del baño abriéndose seguido de un sollozo.

—¿Amber?

Esta vez, mi compañera me abrió. Tenía la cara bañada en lágrimas, el cabello rojizo algo despeinado y el labio inferior un poco inflamado.

Entreabrí la boca con alarma.

—¿Qué pasa? —pregunté, adentrándome en el dormitorio.

La puerta se cerró detrás.

—Nada —contestó. Y entonces se dejó caer en la cama y empezó a llorar desconsoladamente.