Agradecimientos

Gracias a Urpa, Blanca, Pardo, Idun, Baoab y Bru, por acompañarme en las montañas; gracias a Tanga, el buitre, por enseñarme el valor de cuidar.

Gracias Gustavo, el lagarto, por estar en los principios de mi vida.

Gracias a ese pequeño mono tití, que me agarró el dedo a través de la jaula de un traficante de animales en Perú y que ratificó mi misión en este mundo.

En definitiva, gracias a todos los animales que me habéis acompañado a lo largo de esta vida; espero que lo sigáis haciendo.

Gracias a mi mujer Gloudina Greenacre, por estar siempre a mi lado.

A mi hermana Anna Martí, por soltar las mejores preguntas cuando más las he necesitado.

A mi padre, por adoctrinarme en la religión de la naturaleza.

A Martí Saballs, por darme un empujón para que escribiera este libro.

A Joan Amorós y a Marcel Espinal, por remar en la misma barca y demostrar que es posible naturalizar las organizaciones.

A Pepe Guillén y a Jaume Sañé, por descubrirme la íntima relación que existe entre los humanos y los animales.

A Alfonso Ariso, por acercarme el noble arte de la halconería.

A Jordi Guillén, por enseñarme que la familia va mucho más allá de lo biológico.

A Enric Freixa, por confiar en mí para crecer.

A Gina y a Marta, por ser más que amigas.

A Ferran de Tarannà, por demostrar que se puede hacer una organización con sentido.

Y a todos los amigos que algún día fueron y a los que siguen siendo y a los nuevos que han aparecido por el camino como un soplo de aire fresco y, sobre todo, gracias a ti por estar leyendo estos agradecimientos.

Por último, gracias a la naturaleza y a todos sus habitantes, por hacer que mi existencia tenga sentido mucho más allá de la vida y la muerte.

1. Introducción

Es primavera. Mirando a través de mis prismáticos veo una hembra de ánade azulón, sola en medio de una zona de vegetación anegada por el agua. De repente, se abren paso unas pequeñas bolas que parecen pompones de algodón oscuro. Son los nueve polluelos de este año, que apenas unas horas antes eclosionaron de sus huevos. Otra vez, me invade esa sensación de que es fácil ser feliz si sabes cómo. No se trata de seguir un procedimiento ni tampoco una guía que te enseñe a ser feliz en unos pocos pasos. Se trata de reconocerse satisfecho con poca comida, de emocionarte al ver que la naturaleza sigue su curso; en definitiva, de saber que menos es más.

Decidí empezar a escribir este libro el día en que vi una sociedad alejada de los bosques y la naturaleza, en la que sus pobladores criaban a sus crías dejando que fueran las escuelas quienes las convirtieran en gente de bien.

El sentido común quizá sea la piedra filosofal de todo este gran enigma. Dicen que consiste en la capacidad natural a la hora de juzgar los acontecimientos de forma razonable. Se me antoja algo casi imposible.

Este es un libro escrito para todos aquellos que, cansados de buscar, decidan emprender el viaje de afrontar la vida con sencillez, empezando a caminar sin tener que pensar en cómo, sino limitándose a lo que realmente importa: vivir y punto.

Esto que acabas de leer podría ser perfectamente el inicio de un libro «de autoayuda», de esos que tantas estanterías han llenado últimamente. Lo que pretendo en las siguientes páginas no es ayudar a nadie, sino que juntos reflexionemos sobre una época como la actual, en que hay que volver a mirar atrás, a aquellos tiempos no tan lejanos en los que la vida era más difícil, pero más sencilla.

Pertenecemos a una sociedad que ha idealizado por completo la felicidad, dentro de la cual no solo dedicamos parte de nuestros esfuerzos a buscar la felicidad aquí y allá, sino que además, cuando la tenemos, no la sabemos saborear e, inmediatamente después, pensamos en quién o qué será lo que nos la arrebate primero. Justo al contrario que esa gacela que come tranquila en la sabana viendo cómo el león devora una de sus compañeras, razón por la cual ella sigue con su vida plácidamente, pues sabe que por lo menos hoy ese león no va a hacerle nada.

La era del yoga, del mindfulness, del slow food y de muchas otras modas resultan, en esencia, increíbles, pero al adaptarlas a nuestra sociedad occidental han perdido su pureza para convertirse en nuevas maneras de dar de comer al ya conocido ego. Y de ahí que nos hallemos inmersos en la era en que la gente no para de buscar la felicidad con los diferentes mapas que va adquiriendo a lo largo de su recorrido, recibiéndolos de miles de procedencias. Ya va siendo hora de que nos demos cuenta por fin de que esto de la felicidad era la piedra filosofal de la sociedad del bienestar y de que, en realidad, no supone nada más que una invención comercial.

Quizá una de las frases que más motiven mis pensamientos sea la de que no existen las verdades absolutas. Qué liberadora resulta esta visión, pues te permite abrir la mente tanto como puedas y ver que ni tus pensamientos ni los del vecino tienen que ser los mejores y únicos. Digo esto porque, en el transcurso de este libro, me gustaría darte a conocer mi mirada y mis creencias sobre la que considero que es la única verdad real y no digo absoluta por el peso que tiene el adjetivo. De existir esta, sin ninguna duda, ella es la naturaleza.


Mucho se ha escrito y hablado sobre la naturaleza y, a día de hoy, parece estar más de moda que nunca su uso tanto terapéutico como lúdico. Por eso el hilo conductor de mi propuesta va a ser ella en muchas ocasiones, no solo en su papel de narradora, sino también como fuente y ejemplo de vida sencilla, sin atenernos a complejidades ni complicaciones que valgan. Quién mejor que un sistema que lleva más de cuatro mil millones de años funcionando en esta bola azul a la que llamamos «Tierra» y que quizá deberíamos empezar a llamar «hogar» para referirnos a ella.

A menudo pienso en qué momento se nos fue la cabeza como especie, y cada vez estoy más convencido de que fue cuando empezamos a considerar que la naturaleza era algo ajeno a nosotros y que solo suponía una fuente de recursos para nuestra vertiginosa evolución hacia la sociedad del bienestar. Suerte que cada vez más nos estemos dando cuenta de que la naturaleza no solo brinda recursos materiales, sino que, al volver a reconectar con ella y con los muchos secretos que atesora, también nos cura de los males de nuestra actualidad.

Cuando nos acercamos a la naturaleza y permanecemos en ella, rápidamente aflora un sentido muy olvidado: la intuición. Me gustaría pensar que, en la próxima década, este será uno de los sentidos prioritarios que se trabajen en las organizaciones y, por consiguiente, con muchos de sus líderes. Cada vez más, en nuestra artificial y plástica sociedad hemos ido olvidando los instintos primarios. Por lo general, es mejor haber olvidado muchos de estos instintos, pero por el contrario también hay otros que no deberíamos haber apartado de nuestra vida. En su mayoría, estaban destinados a recordarnos que somos una especie gregaria (que vive y convive en grupo) y que, al difuminarlos cada vez más, tendemos a convertirnos en una sociedad de individuos aislados, sin saber dónde está el gran nombrado «sentido común», el sentido de todos, el que debería formar los cimientos de nuestra convivencia en grupo.

No pretendo hacer ningún tipo de apología a favor de la ecología ni de vender a nadie que la naturaleza lo cura todo, porque no es verdad. La naturaleza es el medio por el que podemos avanzar y donde, como veremos más adelante, todo resulta más fácil de lo que grandes metodologías nos han querido contar, porque en definitiva ellas beben de la misma fuente.

La verdad, mi primera motivación para arrancar este viaje que supone escribir un libro ha sido que, tras muchas experiencias sentidas y viajes realizados, la vida una y otra vez me decía que las cosas eran más fáciles. Un día, conversando con mi gran amigo Martí, este me dijo que estaría bien que compartiera mi visión con la gente, así que eso es exactamente lo que me dispongo a hacer aquí y ahora.

Soy una persona a la que a menudo se le escapan algunas palabras malsonantes y, sobre todo, cuando me centro en según qué temas. Por eso, durante esta lectura puede ocurrir que se me escape alguna de estas palabras. Con el fin de ser políticamente correcto y también, por qué no, de dar rienda suelta a tu creatividad, querido lector, voy a poner estas palabras de la siguiente manera: (“’+**!!%%=).

Vivir siempre en contacto con gentes del campo, escuchar y ver cómo habían encarado sus vidas ha sido, sin el menor atisbo de duda, la mayor fuente de conocimiento y de aprendizaje que he tenido jamás. Ellos han enfrentado la vida simplemente viviéndola. Tuve la suerte de pasar mi infancia en Enviny, un pequeño pueblo del Pirineo catalán del cual hablaré más adelante. Es aquí donde empecé a aprender que vivir era mucho más de lo que había visto en las magníficas películas de Walt Disney, que la vida no era mágica si tú no la hacías especial y que mucha de la gente que me rodeaba tenía miedo a vivir. Sí, lo has leído bien, miedo a vivir, la enfermedad más (“’+**!!%@=) de nuestro siglo. Vamos, que acabo de empezar a escribir y ya he soltado la primera palabra malsonante. Deberé limitarlas a tanto por x páginas. También me gustaría aprovechar la ocasión para reivindicar a todos los indígenas europeos, esa gente que aún conserva en su interior parte de la conexión con la Tierra. Pastores, agricultores; en definitiva, todos los que todavía hoy siguen manteniendo un vínculo con la Tierra. He visto a esa gente más equilibrada que muchos de los directivos con los que trabajo.

No solo ha sido conocer y aprender de cuanto me rodeaba. También he sufrido varias enfermedades en mi propio cuerpo que me han dado un par de avisos serios por si no estaba por la labor de que la vida se tenía que vivir y punto. Más adelante contaré cuáles fueron estas enfermedades que tanto me enseñaron, pero no las referiré como una historia de superación para motivar a la gente; para eso ya hay héroes que lo han pasado realmente mal, y ellos sí deberían narrarlo para que todos aprendiéramos a superarnos. Las contaré porque efectivamente afectaron a cosas básicas en mí día a día y, sin ellas, no hubiera podido seguir con mi vida.

Uno de los principales fenómenos que nos han dejado KO en cuanto al sentido de vivir son las nuevas tecnologías. Después del desembarco de estas hace ya varios años, junto con el avance voraz de las redes sociales y las nuevas dimensiones que han ido adquiriendo, hemos perdido realmente el hilo conductor de lo que quería decir vivir. Ahora no somos capaces de asumir la megaola que se nos ha echado encima con esta problemática y esperemos que poco a poco volvamos a resituarnos en un punto de equilibrio. Así pues, daremos una pequeña vuelta a esta situación, ya que he sido uno de los promotores del Día Mundial Sin Móvil y plantearé el porqué.

Es muy probable que la teoría del péndulo sea cierta. Según esta, para llegar al equilibrio primero hay que pasar al lado contrario. Cuántas personas he conocido que, en estos tiempos, han renunciado a ser grandes empresarios o grandes directivos y de un día para otro deciden pasarse completamente al otro lado: vivir una vida más austera y en completa tranquilidad, practicando metodologías ancestrales para reencontrarse. Creo que no hace falta seguir la ley del péndulo si, antes de saltar al otro lado, pensamos en cuál puede ser nuestro punto de equilibrio, ese punto en el que el péndulo se detiene tras haber estado oscilando entre ambos lados. Muy posiblemente, el problema de fondo lo tenga la sociedad del bienestar que hemos creado, a la que personalmente considero el inicio del problema. Una sociedad que solo se cree con derechos, pero que a menudo se olvida de los deberes. Para recibir, también hay que dar.

Gracias a estos años en los que he podido trabajar con muchos directivos, tanto hombres como mujeres, me he dado cuenta de que el poder también es uno de los principales responsables de que olvidemos lo que significa vivir. Hace poco, en una actividad y caminando por un sendero del Montseny, un directivo de una gran multinacional me dijo: «¿Sabes qué, Victor? Estoy hecho polvo, no como bien, no duermo bien, no me cuido ni hago nada de deporte, tengo ansiedad y veo a mi familia muy poco». ¡Increíble! Al recibir esta afirmación, lo primero que te pasa por la cabeza es compadecerte de esa persona; lo segundo es pensar en qué ha podido provocarle que llegue a ese límite. Me gusta creer que, si en un momento de tu vida, lo que haces te conduce a ese punto, lo mejor es plantearte algo diferente. Imaginad que esa persona reconoce que su sueño habría sido elaborar yogures y quesos en una pequeña granja cerca del bosque; pues quizás haya llegado el momento de tomar una decisión. Me duele en el alma pensar que, en realidad, con frecuencia tenemos miedo a vivir. Miedo a cambiar, miedo al qué dirán y, lo que es peor, miedo a nosotros mismos. Menuda trampa en la que hemos caído quienes formamos parte de la sociedad del bienestar; todos pensando a la vez en que solo tenemos derechos, pero ¿ya has hecho tus deberes como miembro de esta sociedad?

He sido fumador durante bastantes años. Hace ya unos cuatro que puedo decir que soy exfumador. Uno de los momentos más cruciales, y quizás uno de los grandes retos a los que me he enfrentado, ha sido dejar este hábito tan curioso del ser humano. No hay animal sobre la faz de la Tierra capaz de someterse a semejante aberración. Pero bien, cada uno elige su forma de pasar por esta vida. Cuando lo dejas, como todo fumador sabe, realizas un viaje bastante especial contigo mismo. Primero, cuando empiezas a fumar, crees que echar un cigarrito no es grave, pero luego vuelves a caer. Después, te convences de que, por fumarte un par, no pasa nada. Hasta que llega el día en que por fin lo dejas públicamente. Digo públicamente porque igual, en alguna ocasión, fumas escondido y, como nadie te ve, todo está en orden. Este quizá sea el momento que más me haya enseñado en toda mi vida. ¿Esconderme de quién? ¿De mí? No, de uno mismo no podemos escondernos. Una lección más que tengo grabada para siempre. No puedes hacer nada que tú no apruebes, con lo cual una magnífica forma de vivir consiste en saber que es a ti, en primer lugar, a quien no debes fallar, más que a los demás.

Hablando de lecciones, nuestros tiempos también se hallan dominados por el afán de ser el mejor padre o madre en lo que a educación se refiere. Todos queremos educar en la libertad del buen rollo y seguir un modelo pedagógico intachable. La pedagogía en mi casa, con frecuencia, era un poco arcaica. Una de estas magníficas lecciones me fue dada, en su momento, por mi primer padre. Digo «mi primer padre» porque considero que he tenido la suerte de contar con varios a lo largo de mi trayectoria. En este caso, me refiero a mi padre biológico. Por aquel entonces, yo tenía dieciocho años recién cumplidos y tan solo era un jovencillo con buenos cimientos, pero con toda la casa aún por construir. Acabado el bachillerato, y con más ganas de correr aventuras que de estudiar, decidí cursar un Ciclo Formativo de Grado Superior relacionado con la gestión de los bosques. La temática me gustaba, pero quizá me gustara aún más que fuera en los Pirineos, a mucha distancia de la casa de mis padres, con lo que eso conllevaba de absoluta libertad. Tras convencer a mis padres, llegó el gran día. Así que un viernes en el que mi padre, un hombre muy peculiar, un tío bromista, pero a la vez muy serio y con cara de mala uva, se dirigía a la casa que tenemos en los Pirineos, me dijo que me acompañaba. Una vez que tuve la mochila preparada, y todavía con los nervios a flor de piel, arrancó el coche y dio comienzo un largo viaje que aún hoy continúa. Llegamos dos horas más tarde a un pueblo del Pallars Jussà, La Pobla de Segur. Justo en una rotonda donde había que girar hacia la izquierda, mi padre siguió recto y, de repente, detuvo el vehículo. Con voz penetrante, me dijo: «¡Ya te puedes bajar!». Yo, medio alucinado, le dije que aún no habíamos llegado al pueblo donde estaba el instituto. Pero él se bajó del coche, abrió el maletero, descargó mi mochila en mitad de la acera y se subió de nuevo al vehículo. De nuevo, me dijo: «Ya te puedes bajar, que no voy en esa dirección». Aún muy perplejo por la situación, descendí del vehículo y, tras cerrar la puerta, mi padre se marchó. Con una sensación muy difícil de describir, de pronto me encontré en medio de la carretera solo, con una mochila a cuestas y una dirección que tomar. Dicen que uno de los mecanismos que tiene el ser humano para hacer frente a situaciones difíciles es reír. Pues justo eso me pasó: me eché a reír y, de repente, sin saber muy bien cómo, se levantó mi brazo, luego mi mano se cerró y emergió por fin el dedo pulgar, convirtiéndome en autostopista improvisado. A los pocos minutos, me recogió un grupo de dos chicas y dos chicos con un cuatro por cuatro que me llevaron a mi destino final e, incluso, me invitaron a comer. Así empezó mi viaje. Menuda lección me dio aquel día mi padre. «Búscate la vida, porque es mejor que te enseñen a pescar que no que te entreguen el pescado». Estos métodos severos de mi padre fueron duramente criticados por mi madre, quien seguramente tenía parte de razón, pero a veces las experiencias fuertes son las que nos mueven.

Recibimos lecciones de diferentes tipos a puñados durante nuestra existencia y muchas de ellas no las reflexionamos apenas, de ahí que la vida nos las vuelva a poner delante una y otra vez, hasta que las aprendemos. Cuando empecé a entrenar halcones, una de las primeras cosas que aprendí fue que durante dicho entrenamiento también había lecciones. En los primeros meses de cetrería, cada día había una. Las lecciones iniciales son muy cortas, de apenas unos minutos, hasta que en aproximadamente un mes el halcón ya puede volar libre. De todo este arte de la cetrería hablaré más adelante, ya que reúne aspectos muy interesantes. De repente, un día me di cuenta de que, para entrenar bien a un halcón, lo más importante era guiarte por tu intuición y que resultaba bueno que alguien te ayudase al comienzo, pero que después debías construir tu propia manera de enseñar. Como dice ese gran refrán: «Cada maestrillo tiene su librillo».

Otros que también se hallan condenados a este olvido de lo que significa en esencia vivir son los más pequeños y también los más jóvenes. Educamos, como en todas las generaciones pasadas, queriendo ofrecer a nuestros hijos lo que nosotros no tuvimos. Creo que nuestra generación se ha excedido, sin embargo. Al igual que se han puesto en marcha programas de mindfulness en las escuelas (a pesar de que los niños viven ya en un mindfulness permanente), creo que también deberíamos iniciar algunos talleres de sentido común. Mi abuela me contó que, antiguamente, había algo parecido que enseñaba a niñas y niños a ser mejores personas. Tal vez estemos educando a nuestros pequeños en una dirección equivocada. Quizá deberíamos dejar de obsesionarnos con qué línea educativa en particular sigue la escuela de nuestros hijos y pensar más en la que adoptamos nosotros en casa como padres. El otro día, mi hijo me pidió uvas para merendar y yo, contento de que mi hijo comiera fruta, fui raudo y veloz en busca de dicha merienda, pero cuando mi hijo vio las uvas que le daba no las quiso porque tenían pepitas, y su abuela siempre se las daba sin pepitas. Yo, rápidamente, le contesté que esta vida está llena de pepitas y que era mejor que se fuera acostumbrando. Acaso sea exagerado que los padres y madres modernos nos pasemos el día quitándole la corteza al pan de molde, o bien pelando y cortando la fruta a nuestros hijos; en definitiva, facilitándoles tareas o ahorrándoles molestias, cuando, quizá, en determinados asuntos deberíamos permanecer más como observadores.

Personalmente, creo que ya va siendo hora de pensar más en común y olvidar la ya caducada sociedad elitista que nos constriñe. En una entrevista que vi en televisión, hablaban con un español que se había trasladado a vivir, si mal no recuerdo, a Suecia. Durante la entrevista, lo seguían para ver su día a día en ese país. Al llegar en coche a su lugar de trabajo, el parking de su empresa estaba completamente vacío. A pesar de esto, él aparcó en un espacio que había disponible al final del recinto. Enseguida el periodista le preguntó que por qué aparcaba en las últimas plazas si había sitio justo al lado de la puerta de entrada a la fábrica. El protagonista le dijo que así los compañeros que llegaran tarde podrían aparcar cerca de la puerta, de modo que su retraso sería menor. Una actitud impresionante y quizá de sentido común en estado puro.

Cómo no, en el presente libro también les llegará el turno al sector empresarial y a las organizaciones, para tratar, en especial, un concepto que me encanta y, a la vez, no deja de sorprenderme: el liderazgo. Los responsables de las organizaciones se han visto sobrepasados de un tiempo a esta parte. El líder tiene que molar, ser «guay», amigo, compañero y, asimismo, asumir los golpes y aguantar la falta de apoyos. En definitiva, el líder 3.0 tiene que ser un iluminado. Por eso, cuando llegue el momento, hablaremos de cómo se puede afrontar este gran reto y de qué modo lo están viviendo algunas de las organizaciones con las que trabajamos.

Uno de los grandes que ya habló sobre este asunto y desde un prisma, en mi opinión, extraordinario fue el gran Abraham Maslow, con su conocida pirámide, que lleva su nombre. Maslow sitúa en lo alto de la pirámide la autorrealización. A mi parecer, a lo largo de esta última década, gran parte de la población ha olvidado que esta conocida teoría psicológica fundamentada en una pirámide cuenta con varias secciones por debajo de las que no nos acordamos nunca hasta que sucede algo que nos las vuelve a poner delante de nuestros ojos. Mientras en nuestro primer mundo nos dedicamos a elucubrar un sinfín de problemas imaginarios sentados en lo alto de la pirámide, hay muchas zonas del planeta en que siguen luchando y haciendo equilibrios para poder mantenerse en la base de la pirámide. Esto seguramente sea también uno de los pilares que nos lleven a pensar que a la vida hemos venido a vivir.

Otro de los grandes, Viktor Emil Frankl, en su magnífico libro El hombre en busca de sentido, habla de esta esencia de vivir en estado puro. La obra nos cuenta cómo en los campos de concentración todos los prisioneros eran iguales; tanto daba su estado anterior. En ese campo eran todos humanos con sucios pijamas a rayas y, si había suerte, con zapatos; no había médicos ni abogados, ni tampoco deportistas de élite ni carpinteros ni deferencia alguna para con nadie; eran simples humanos. Son numerosos los actos históricos en donde una gran cantidad de personas ha sufrido muchísimo y, a pesar de creer que somos una sociedad avanzada, en diversas partes del globo siguen sucediendo verdaderas atrocidades. Todos, al final, si nos quitáramos por un momento nuestros personajes y avatares, acabaríamos reducidos a seres vivos de carne y hueso que han venido a transitar por este mundo de manera fugaz. En definitiva, todos nosotros partimos de un mismo patrón. Por eso, de vez en cuando hay que bajarse del pedestal para recordar que tan solo somos una hoja más del gran árbol. Esta filosofía también nos ayuda a quitarnos cierta presión de llevar una vida a contrarreloj para que podamos trascenderla.

La vida cómoda. Quién no ha estado tumbado en una playa o en una gran comilona cuando, de repente, se escucha: «¡Esto es vida!». Pues lo que me gustaría compartir contigo en este libro es un viaje de exploración en torno a lo que es la vida hoy en día, en un tiempo en que por muchos factores hemos perdido el rumbo. A veces creemos que la respuesta está en una manera de comer, en realizar un curso intensivo de tres días o en practicar un retiro de ayuno de una semana. Creo que todo es mucho más fácil y que podría ser bueno para ti siempre y cuando sepas que tú mismo puedes y debes ser tu propio gurú. En definitiva, creo que el secreto de la vida vivida no reside en ser feliz, sino en sentirse libre.

Lo mejor de todo es que el día en que comprendamos que no necesitamos gurús ni a nadie que nos aconseje sobre cómo caminar por la vida, seremos libres, ya que precisamente cualquier cosa que no nos podamos aplicar a nosotros mismos acaba provocando adicción. Así pues, no debemos esperar a que nadie nos indique el mejor camino ni nos diga cómo debemos avanzar, sino aprender a escucharnos más.

Como decía el cura de mi pueblo, «es de bien nacidos ser agradecidos», así que muchas gracias por estar aquí. Empecemos ya con el espectáculo de la vida en el que nos hemos metido y que, a buen seguro, seremos capaces de reequilibrar.