Deseos de un recuerdo

Fecha edición: octubre 2013

@2013, marcelo Dumé

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Signo Vital Ediciones Digitales

Arengreen 1548 - Depto 3 - CP C1405CYV - Buenos Aires - Argentina

ISBN 978-987-3610-06-6

Editado en Argentina

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DESEOS DE UN RECUERDO

Lorena caminaba lentamente por la orilla, sintiendo un frío renovador en sus pies mientras contemplaba la intensidad del océano. El viento atlántico parecía jugar con su cabello azabache y su necesidad consistía en no pensar en nada. Al parecer lo estaba logrando. Para ese entonces era más que suficiente. El sol de la tarde moría y entregaba sus haces de luz en un momento mágico y embriagante. Aunque esos intervalos le sabían escasos, cerró los ojos para dejarse llevar hacia una comunión plena con su propia existencia, ya que si bien había venido de vacaciones con sus padres a ese maravilloso lugar llamado las Grutas, el estímulo primordial radicaba en que hacía más de tres meses que habían planeado con su novio cada minuto que pasarían juntos. Pero el destino esbozó un rostro pérfido ni bien llegó, porque Lorena corrió hasta el departamento que su novio había alquilado con un amigo y al presionar el timbre escuchó la voz contrariada del joven desde el portero eléctrico y de fondo unas risas femeninas.

Quiso saber con quién estaba y si pensaba abrirle, pero su novio, por medio de titubeos y de excusas poco creíbles, le informó que no era un buen momento para que ella entrara y que además, como si esto fuera importante, él la esperaba al otro día. En ningún momento siquiera se asomó por el balcón para dar la cara.

Lorena, que había esperado con tanta ansiedad esos felices días de vacaciones, sentía que sus sueños se hacían trizas, que en una fracción de tiempo se desvanecían.

Caminó sin rumbo hasta llegar a la playa, con la certeza de que no habría explicación posible que pudiera absolver a su novio. Peor aún resultaba que no era la primera vez que eso sucedía. La fuerza del corazón por tratar de creer en él y convencerse de que no había culpables surgió ni bien se conocieron. O mejor dicho, cuando él decidió prestarle atención ya que iban a la misma facultad. Ella lo miraba con ojos de mujer desde hacía un par de largos años, pero pasaba frente a sus narices como si no existiera, hasta que llegó el día en que el joven la invitó a salir y desde ese momento, Lorena tocaba el cielo con las manos. Para ella, con sus apenas veinte años, fueron los mejores meses de su vida.

En la espuma de cada ola que acariciaba su cuerpo, ella veía su tiempo perdido. Comenzó a llorar hasta que el poder del viento apresuró una lágrima hasta sus labios. Percibió su sabor salobre y pensaba en la reacción que él tendría más tarde. Era seguro que la buscaría y le inventaría la mejor historia para persuadirla y ella haría el papel de una perfecta tonta. Supo que esa vulnerabilidad no era su mejor carta de presentación y experimentó una furia impotente, porque debía terminar con él de una vez por todas. Pero el sentimiento, aunque se sintiera herida, aún se mantenía latente.

Seguía especulando dobre su propia condición y las futuras reacciones, hasta que sintió que algo tocaba su pie. Instintivamente quitó su extremidad del agua y vio una botella. Dio dos pasos hacia un costado y regresó su mirada a la botella. Se acercó y la levantó. Era muy pesada y dentro había unas cuantas hojas. Parecía una carta o algo por el estilo. El recipiente era grueso y parecía antiguo. Como los botellones de leche de antaño.

Alguien había escrito un mensaje y lo arrojó al mar. El pico de la botella estaba impregnado de un pegamento que oficiaba de cerramiento hermético y desde adentro, un corcho gastado secundaba la intención para que el agua no entrara.

Lorena la observó por unos minutos y luego decidió llevársela en su mochila. La curiosidad por leer ese mensaje fue más fuerte y regresó hasta el chalet que habían alquilado sus padres.

Al llegar junto a ellos, ayudó a desempacar y no respondió a ninguna pregunta por su pálido aspecto. Luego de cenar, la muchacha se encerró en su dormitorio y colocó la botella sobre su cama. Estaba decidida a leer su contenido pero no podía abrirla. Intentó de todas maneras, incluso utilizó un destapa corchos, pero la mecha no lograba pasar el pegamento. Luego probó con agua hirviendo pero no hubo progreso alguno. Lorena podía disponer de cierta debilidad para con su novio, pero no ante esa eventualidad. Envolvió la botella en un mantel, apoyando una almohada para evitar el ruido. Con un martillo partió el recipiente. Al separar los pedazos de vidrio, encontró unas quince hojas amarillentas. Tenía la sensación de que estaba profanando algo pero su interés en continuar la llevó a juntar las hojas y se sentó en su cama para leer la primera carilla que decía:

Mar del Plata, noviembre de 1970

Quedó atónita. Ese mensaje llevaba exactamente 30 años y provenía de una ciudad que estaba a más de 800 kilómetros. No pudo menos que estremecerse.

Comenzó a leer y notó que estaba escrito en primera persona:

No existía nada en el mundo que pudiera separar a Fernando del mar! Ese el era comentario de todo Chapadmalal y terminó por convertirse en una verdad absoluta. Fernando tenía cuatro años cuando por primera vez acompañó a Raúl, su padre y pescador, a sueldo de unos de los tantos barcos que partían del puerto de Mar del Plata, a una jornada de trabajo y desde ese momento, el niño supo que su destino estaría ligado al océano.

La carta indicaba que no conoció a su madre, ya que al año de venir al mundo, los abandonó a ambos para irse con un viajante de comercio. Años después, encontró en el fondo de un armario una medalla de plata de la virgen del santo rosario, que habìa pertenecido a ella y sin buscar una razón convincente, decidió usarla.

De todas maneras, Raúl hizo lo posible para que a su hijo no le faltara nada y dentro de su áspero y tosco carácter, un par de suaves palmadas diarias en su cabeza, representaron suaves caricias de afecto ante la ausencia de palabras.

Pero a los diez años, su padre muriò de un infarto y debió irse junto a su tío que vivía solo en el otro extremo del pueblo, cerca de una ruta.

Todos los días, a la salida del colegio, caminaba las veintidós calles que lo separaban de la orilla del mar, para pasar la tarde jugando con amigos, o lo que fuese, con tal de estar cerca de su pasión. Lo necesitaba, era una sensación única y desde que tuvo uso de razón y lo tomó como una prioridad cotidiana.

Al entrar en la adolescencia, Fernando manifestaba un cuerpo atlético, de un metro ochenta y dos, pelo oscuro y rostro delgado y fuerte. Sus ojos eran dos canicas negras iluminadas.

Todo el mundo sabía que aunque hiciera frío o lloviera, él estaría al menos un rato cerca del mar. Su tío tenía un pequeño reparto de aguas y sodas y luego de llevarlo con él por las tardes, conducía su camión hasta la playa, para dejar a su sobrino con su gran afición. A medida que el tiempo se escurría en sus vidas, Fernando empezó a nadar en el verano con los bañeros para aprender ese oficio. No fue una idea calculada ni mucho menos, sino que de un día para otro, el muchacho, de carácter afable aunque un tanto reservado, anunció su meta: quería ser guardavidas.

Los bañeros lo apreciaban y todos los días le enseñaban distintas técnicas, pero le sugirieron que hiciera el curso en Mar del Plata.

Fernando tomó con buena predisposición el consejo. Consultó con su tío y de su parte no hubo reparos, siempre y cuando lo ayudara con el reparto, para afrontar los gastos de estudio. Para eso debía tener dieciocho años y terminar la secundaria. Por ello esperaría hasta el año siguiente, pero al menos, en el verano que se aproximaba seguiría aprendiendo con los bañeros.

Todas las mañanas, alrededor de las seis, nadaba junto a ellos para recorrer los distintos obstáculos que ofrecía el mar y así detectar los pozos. Luego establecían que tipo de bandera dispondrían en ese día.

Era el mes de diciembre y Chapadmalal comenzaba a vestirse de gala para la llegada de los turistas. Todos los pronosticadores del tiempo anunciaban una temporada excelente, tanto en clima como en el ingreso de veraneantes.

El viejo José, un hombre calvo, de unos cincuenta años, le había tomado cariño a este muchacho tan entusiasmado y le anunció que podría acompañarlo en alguno de los rescates. Fernando estaba más que maravillado.