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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Connie Feddersen

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una exótica compañía, n.º 1021 - mayo 2019

Título original: Fit to Be Tied

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1307-860-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

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Capítulo Uno

 

 

 

 

 

«¡Esta es la gota que colma el vaso!», rumió Devlin Callahan al acelerar la furgoneta por el camino de grava, dejando una estela de polvo a su espalda. ¡No tenía por qué soportar esas tonterías! Pensaba enfrentarse cara a cara con su problema, aunque ello representara encarar a la excéntrica que había comprado los cuarenta acres que bordeaban con el linde oeste del Rancho Rocking C.

El zoo, como denominaba al grupo de animales exóticos próximos a sus vacas y ovejas, era una molestia constante. ¡Ya se había hartado! Su hermano y él habían pasado todo el maldito día a caballo, agrupando al ganado asustado y reparando las vallas rotas.

Devlin no conocía a su nueva vecina, pero sin haberla visto ya le caía mal. Sin duda llenaba el vacío de su vida sin sentido rodeándose de animales exóticos que no tenían nada que hacer en territorio de ganado vacuno y ovino.

Aminoró la marcha cuando apareció a la vista la vieja granja de dos plantas. Necesitaba una mano de pintura y el patio una buena limpieza. A regañadientes reconoció que las coloridas flores que circundaban el porche daban vida al lugar, aunque era evidente que la vieja casona necesitaba muchas reparaciones para recuperar su antiguo esplendor.

Desde luego, la loca que había comprado el terreno sin duda no podría dedicarle tiempo, porque se hallaba demasiado ocupada hablando con los animales salvajes enjaulados detrás de la casa.

Por enésima vez se arrepintió de no haber comprado la propiedad cuando ocho meses atrás salió a la venta. En esa época, su hermano y él consideraron que el precio era demasiado elevado. Pero la señorita Jessica Porter, que no debía tener ni idea del precio de la tierra en Oklahoma, la había adquirido para establecerse allí. Y en ese momento Devlin tenía una vecina chalada con animales que rugían, aullaban y graznaban y enloquecían a su ganado.

Bajó de la furgoneta y se dirigió al porche. Vio el coche deportivo aparcado en el camino particular. Pensó que era típico de una habitante de ciudad. En esas tierras agrestes no iba a durarle ni un año. Cualquiera con dos dedos de frente lo sabía.

Aporreó la puerta con el puño y esperó hasta que se le agotó la paciencia, unos dos segundos, luego llamó con los dos puños.

–¡Porter! ¡Abra! ¡Sé que está ahí! –gritó–. ¡Tenemos que hablar! ¡Ahora!

Su voz atronadora provocó el sonido agudo de un pavo. Un alce bramó en la distancia y un ganso se unió al coro. Devlin puso los ojos en blanco y soltó un juramento.

Pasaron unos segundos más mientras unos graznidos y rugidos no identificados sonaron cerca. Alzó los dos puños para aporrear otra vez la puerta… y por accidente golpeó la frente de Jessica cuando esta la abrió de manera inesperada.

La imagen que tenía de una solterona frustrada de mediana edad, con nariz aguileña, ojos saltones y mentón afilado se desvaneció al encontrarse con una mujer de un atractivo tan sorprendente que se preguntó si no estaría sufriendo una ilusión óptica.

Unos ojos del color de un bosque tropical se clavaron en él y un cabello del color de los rayos del sol brilló en torno a la cara hermosa. Devlin bajó la vista para contemplar una figura tan tentadora que hasta Hugh Hefner mataría por fotografiarla.

Conocer a Jessica Porter en persona fue equivalente a recibir el impacto de una bala de goma. ¿Esa era su vecina excéntrica? ¿Esa era la guardiana del zoo? No podía ser. Debía de haber algún error.

–¿Porter? –preguntó con serias dudas.

–Sí. ¿Era usted quien pegaba esos gritos?

El tono seco y la mirada furiosa le indicaron que ese bombón no se dejaba amilanar. Lo miró directamente a los ojos y adoptó una postura combativa. Evaluó su camiseta sucia, sus vaqueros polvorientos y sus botas embarradas y frunció el ceño con abierta desaprobación.

«No es más que una esnob sofisticada», pensó mientras contemplaba su traje de seda rojo que gritaba a los cuatro vientos que era caro. Sospechó que un solo vistazo a sus ropas de trabajo habían bastado para que decidiera que era demasiado buena para él. «Perfecto», concluyó. A ella no le gustaban los vaqueros trabajadores y a él no le gustaban las jovencitas remilgadas. Estaban empatados.

–Me llamo Devlin Callahan, soy su vecino más próximo –explicó con brusquedad.

–¿Es mi vecino más próximo? Qué mala suerte –soltó con sarcasmo.

–Lo mismo opino, rubita –replicó–. Estoy aquí porque sus animales del zoo han asustado a mi ganado por cuarta vez en dos meses. Va a tener que llevárselos a un entorno más adecuado. Como bien puede ver, este es territorio de ranchos.

Ella alzó el mentón y aunque medía por lo menos veinte centímetros menos que Devlin, que alcanzaba el metro noventa de estatura con sus botas de montar, consiguió mirarlo con desdén.

–Para su información, Culligan…

–Callahan –corrigió él con sequedad.

–Lo que sea –descartó como si lo considerara igual que unas coles de Bruselas–. Para su información, tengo licencia para dar refugio y cuidar a mis animales exóticos. Cada uno posee una personalidad única. Puedo comunicarme con ellos. Los entiendo.

–¿Habla con ellos? –preguntó–. ¿Por qué será que eso no me sorprende?

–Estoy segura de que si recorriera mi refugio, hasta un hombre como usted vería que están bien guardados y no representan ninguna amenaza.

¿Un hombre como él? Devlin no supo muy bien a qué se refería, pero el tono de voz empleado lo alertó de que había recibido un insulto.

–Señora, me importa un bledo si sus animales tienen anillas en la nariz y campanillas en las patas. Asustan a mi ganado y quiero que desaparezcan. ¡Y usted con ellos!

Eso debió de irritarla, porque plantó los puños en sus maravillosas caderas, abrió bien los pies y adelantó el rostro.

–Si no aprueba vivir junto a mi santuario para fauna silvestre, entonces usted puede hacer las maletas y largarse. Yo no tengo intención de moverme de aquí, porque me gusta el lugar y también a mis animales. Además, si tiene futuras quejas, vaya a ver al sheriff de Buzzard’s Grove, para lo que le servirá.

–Mire, señora…

–Jessica Porter. Señorita Porter para usted, Culligan –manifestó con ese tono arrogante que hizo que Devlin apretara los dientes.

–Esta es la situación, «señora». Mi hermano y yo llevamos un rancho de ganado vacuno y ovino…

–¿Y se supone que debo estar impresionada? –le lanzó una mirada condescendiente–. Lamento desilusionarlo, Culligan. Los vaqueros salen de debajo de las piedras por aquí.

–Me importa un cuerno que esté impresionada –repuso. ¡Cómo lo irritaba!–. La cuestión es que ese zoo puede ser divertido para usted, puede que llene las interminables horas de su vida solitaria y triste, pero nosotros vivimos de nuestro ganado. Sus animales exóticos rugen, ululan, aúllan y gruñen a todas horas del día y de la noche y provocan estampidas. He pasado todo el maldito día reuniendo a mi ganado por culpa de su zoo. El problema se solucionaría si se deshiciera de esas amenazas.

Ella lo miró con ojos centelleantes.

–¿Qué culpa tengo yo de que sus vacas timoratas y sus ovejas pusilánimes se espanten por un ruido poco familiar? No verá a mis animales saltar las vallas porque unas vacas y ovejas estúpidas mujan o balen. Mis vallas y corrales están perfectos. Es evidente que a usted le falta la habilidad para construir vallas sólidas.

Devlin comprendió que no iba a ninguna parte. Esa altanera no quería ver su perspectiva de la situación.

–Perfecto –musitó exasperado–. Si paga mi tiempo y mis gastos, no me quejaré… mucho.

Ella volvió a mirarlo con desdén.

–¿Su ganado se desboca y quiere que yo pague las reparaciones de las vallas? Mis animales están encerrados en corrales y jaulas robustas, rodeados de vallas metálicas de tres metros de alto. Me da la impresión de que no soy yo quien tiene un problema, Culligan.

–¡No, usted es el problema! –espetó, perdida la paciencia–. ¡Vuelva a la ciudad, que es el lugar al que pertenece, y llévese su zoo con usted!

–Este es mi lugar, el único lugar al que pertenezco –echó los hombros para atrás y cerró los puños–. He venido aquí a quedarme, así que será mejor que se acostumbre a la idea.

Intercambiaron miradas furiosas y Devlin se preparó para darle una contestación terrible cuando ella le cerró la puerta en las narices.

Un ganso apareció por una esquina de la casa y graznó en objeción a su presencia. En la distancia gruñó un oso, acompañado de varios sonidos que él no supo identificar, ninguno de los cuales parecía amistoso. No le sorprendería que hubiera un cocodrilo viviendo en ese enorme estanque.

«El estanque», pensó. Otra cosa que lo irritaba de verdad. Esa tigresa había embalsado la corriente alimentada por los manantiales para formar un estanque gigantesco en su terreno. El embalse cortaba el flujo de agua que llegaba a la corriente del Rocking C. Durante los áridos meses de verano, Devlin y su hermano se habían visto obligados a trasladar agua a los pastizales del oeste para llenar los depósitos.

Otro inconveniente importante que había olvidado mencionarle.

Tuvo ganas de volver a aporrear la puerta para insistir en que excavara una zanja en el embalse del estanque. Pero se lo pensó mejor y decidió plantearle el tema al sheriff Osborn. Quizá tuviera una licencia para albergar animales exóticos, pero no tenía derecho a alterar la dirección de la corriente y privar al ganado del Rocking C de agua.

Giró en redondo y se marchó. El molesto ganso bajó la cabeza y salió tras él, graznando y mordisqueándole los talones. Sin hacerle caso, se subió a la furgoneta y arrancó. Al alejarse a toda velocidad, lanzó grava sobre el automóvil deportivo. No le habría desagradado haber roto accidentalmente el parabrisas. Le estaría bien empleado por ser tan terca.

Su hermano había recomendado emplear la diplomacia al tratar con su vecina. Devlin estaba seguro de que eso no habría funcionado mejor que su enfoque directo. Había notado la mirada de desaprobación cuando lo inspeccionó de arriba abajo. Esa mujer no habría cedido bajo ninguna circunstancia.

Lo que lo desconcertaba de verdad era que, a pesar de su irritación, la encontraba físicamente atractiva. Resultaba humillante para un hombre que por lo general tenía que quitarse a las mujeres de encima, saber que le gustaba lo que veía y que la arrogante señorita Porter se comportaba como si él no diera la talla.

«¿Y qué importa?», preguntó su orgullo herido. Bajo ningún concepto querría salir con ella, no con el conflicto existente entre ellos. «Además», se aseguró, «no estoy en absoluto interesado». La idea ni siquiera se le había pasado por la cabeza. Bueno, quizá una fracción de segundo… hasta que ella había abierto esa boca petulante para soltar sapos y culebras.

Miró la hora y pisó el acelerador. Era la noche en que le tocaba cocinar a su hermano, y Derrick se ponía furioso cuando Devlin llegaba tarde. El menú de los miércoles por la noche era siempre el mismo: hamburguesas con patatas fritas. Reconoció que habría preferido ganso al horno.

Observó el ganado que pastaba y se preguntó si por la mañana lo despertaría otra estampida. Lo más probable era que los coyotes de Jessica Porter se pusieran a aullarle a la luna, haciendo que el resto del zoo se uniera al coro. Predijo que al amanecer el ganado se habría dispersado.

Suspiró. Sin duda el día siguiente sería otra prueba para su paciencia.

 

 

–Vaquero testarudo –musitó Jessica mientras se quitaba el traje de negocios y se ponía unos vaqueros y una camiseta.

Lo último que necesitaba, después de tratar con un cliente exigente y poco razonable en su despacho de contable, era enfrentarse a un molesto vecino. Llevaba casi seis meses viviendo en esa comunidad, y ni una sola vez Devlin Callahan se había presentado para darle la bienvenida.

Tampoco había ayudado que se presentara inmediatamente después de abrir el extracto de la tarjeta de crédito, para descubrir que su infiel ex novio había cargado a su cuenta un viaje al Caribe para dos. «Malditos sean los hombres en general», pensó con amargura.

–Ha sido un día duro, Jess –se dijo mientras salía del dormitorio y bajaba las escaleras. Había una única manera de mejorar el estado de ánimo, y esa era ir a visitar a los animales exóticos que habían quedado a su cargo.

Sonrió con cariño cuando su ganso guardián la saludó en el porche trasero y realizó su ritual de bajar la cabeza. La siguió por el césped para ir a recoger comida al granero. Con cada paso que daba en dirección a las jaulas y corrales, la tensión del día se evaporaba un poco más. A pesar de lo que suponía Devlin Callahan, esos animales no podían ser devueltos a su entorno natural debido a sus minusvalías y necesidades especiales.

El amor que siempre había sentido por los animales y su tendencia a recoger a los que encontraba abandonados se había convertido en una cruzada durante los años posteriores a acabar la universidad en su estancia en Tulsa, donde había adquirido experiencia en su carrera de contable. Su alto sueldo le había permitido comprar tierras para cobijar a sus animales, pero la generosa oferta de una corporación industrial la había convencido de vender la propiedad y trasladarse a otro sitio. Había cuadruplicado su inversión y decidido establecerse en ese rincón perdido que era Buzzard’s Grove para abrir su propio despacho de contabilidad.

La decisión no había sido difícil, ya que carecía de lazos familiares, solo unos pocos amigos de la empresa, que tenían sus propias familias y vidas personales.

Luego, por supuesto, estaba su ex novio, Rex, la famosa estrella del béisbol universitario, cuya idea de un viaje por carretera incluía compartir su cama con diferentes mujeres de diferentes ciudades. Fue por accidente que Jessica descubrió sus infidelidades, lo que la impulsó a cancelar de inmediato su compromiso. Humillada e indignada, había recogido sus cosas, incluidos los animales, y se había trasladado al campo. Por desgracia, Rex había reído el último al pasar cargos a su tarjeta de crédito.

Lo primero que haría por la mañana sería cancelar su MasterCard y ponerse en contacto con American Express. No pensaba volver a pagar las escapadas de Rex.

Respiró hondo y se dijo que Rex era historia. Ya había desempeñado el papel de ingenua tonta en una ocasión, lo que no repetiría jamás. Se juró evitar a los hombres chovinistas y con exceso de hormonas masculinas, como su desagradable vecino. El hecho de que Devlin Callahan le resultara físicamente atractivo con su pelo negro, sus ojos de color medianoche, sus hombros anchos, sus músculos sólidos como una roca y sus muslos de jinete no significaba que tuviera el más mínimo interés en relacionarse con él. Además, necesitaba canalizar su tiempo y energía en conseguir que su despacho fuera un éxito, reparar la casa y brindarle cuidados a sus animales.

Había dedicado toda la vida a dejar atrás lugares en los que tardaba una eternidad en sentirse cómoda y a gusto. Pero instintivamente había sabido que no le costaría nada echar raíces allí.

Dominada por una sensación de paz, fue de un corral a otro, saludando y alimentando a sus animales. Después de realizar su ritual de oscilar, el oso pardo al que llamaba Teddy avanzó con su pata lisiada para devorar la comida que Jessica puso en el depósito. Cada animal tenía su propia manera de saludarla, sus propias características.

«Sí», pensó, «la vida en el campo es para mí». Esos animales eran como ella, unos proscritos sociales que no encajaban en ninguna parte. «Está bien», se consoló. Ya había aceptado el hecho de que era una inadaptada. Pero la vida en esos espacios abiertos era buena para ella y sus amigos.

Cuando regresó a la casa para prepararse una cena congelada en el microondas, se sentía mucho más animada. Se preguntó si su hosco vecino se habría calmado después del encuentro acalorado. Aunque no le importaba si aún seguía furioso. Lo único que quería era que no regresara más.

El hecho era que la aparición de Devlin Callahan había activado los amargos recuerdos de la época en que se había enamorado de una cara atractiva y un cuerpo musculoso. No cometería el mismo error dos veces. Hasta que no conociera a un hombre dispuesto a dar tanto como tomara, alguien que no estuviera interesado en el dinero que había ganado al vender su anterior propiedad a las afueras de Tulsa, pensaba evitar a los hombres.

Aún no podía creer que el muy idiota intentara achacarle a ella la culpa de su problema con su asustadizo ganado, y que encima esperara que le pagara por su tiempo y sus gastos. «¡Qué descaro», reflexionó.

Negándose a dedicarle otro pensamiento, metió la cena en el microondas y se sirvió un vaso de té helado.

 

 

Derrick Callahan se sirvió tres hamburguesas con salsa de champiñones en el plato y luego miró por encima del hombro al oír los pasos que anunciaban la llegada de su hermano.