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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2006 Stella Bagwell

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pasado olvidado, n.º 1778- abril 2019

Título original: A South Texas Christmas

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1307-865-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ESA FOTO… ¿Sería la respuesta a sus plegarias?

Raine Crockett había comprado el último ejemplar del San Antonio Express para ver las noticias antes de empezar la jornada de trabajo en el rancho Sandbur. Pero el periódico se le cayó al suelo y aquella foto borrosa en blanco y negro de los anuncios clasificados quedó al descubierto.

Estupefacta, la joven se preguntó si por fin llegaría a conocer la identidad de su padre.

Llamaron a la puerta.

Era la voz de su amiga.

Raine levantó la cabeza y cerró el periódico de golpe. Nicolette Saddler era familia de los dueños del Sandbur, y también era como una hermana para ella. Esa mañana necesitaba su consejo desesperadamente.

—¡Gracias a Dios que has venido! Quiero que veas algo.

Nicolette miró la hora en su reloj.

—Lo siento, Raine. No tengo tiempo. En treinta minutos tengo que estar en la clínica. Sólo vine para pedirte que le digas a la cocinera que no voy a cenar en casa esta noche. Voy a trabajar hasta tarde.

Decidida a no dejarle irse así como así, Raine se puso en pie de un salto y agarró a Nicolette del brazo.

—¡Raine! ¡Te he dicho que no tengo tiempo! ¿Qué…? —su expresión se volvió curiosa al ver que Raine cerraba la puerta—. ¿De qué demonios va todo…? —el médico que había en ella tomó el control—. No tienes buen color. ¿Te encuentras bien?

Raine negó con la cabeza. Ella siempre había sido una contable seria que no miraba más allá de las facturas del Sandbur. Pero aquella foto la había llenado de esperanza y emoción.

—¡No estoy enferma! —la oficina de Raine estaba en la casa de la familia Saddler y la madre de Nicolette podía pasar en cualquier momento—. Quiero que veas esto —le dijo en un susurro antes de mostrarle el periódico.

La joven frunció el ceño mientras leía los párrafos que acompañaban la imagen.

—¿Qué te parece? ¿Podría ser mi madre?

—Quizá. No lo sé. Es una foto antigua. ¡Dios, menudo peinado! ¡Y los pendientes! Tu madre no dejaría que la fotografiaran así ahora. Pero… —hizo una pausa—. Sí que se parece.

Otra oleada de optimismo recorrió las entrañas de Raine. Sólo era la foto de una desaparecida entre miles y su madre no había desaparecido en realidad, sino que vivía en el rancho desde hacía más de veinte años. Pero su pasado…

Todos los recuerdos de su padre se habían perdido en el pasado de Esther Crockett.

—Raine, no quiero meterme en esto.

Raine comprendía por qué. Su amiga no quería verla discutir con su madre por una búsqueda inútil. Pero ella necesitaba respuestas y esa foto era demasiado importante como para tirarla a la basura.

—¿Estoy loca por pensar que ésta es mi madre antes de perder la memoria?

Nicolette señaló la información que acompañaba la foto.

—La mujer desapareció en 1982. ¿Por qué empezar a buscarla ahora?

—Quizá ya la hayan buscado, en otras zonas del país. Pero piensa un momento, Nicci, las fechas coinciden. Yo nací ese año, el año en que mi madre perdió la memoria. Y esta mujer se le parece mucho. No es ninguna tontería, ¿verdad?

La expresión de Nicolette se tornó preocupada.

—No, cariño. No es una tontería. Pero ya lo has intentado. A estas alturas deberías haberte dado cuenta de que esa mujer era todo glamour. ¡Y Esther parece haber salido de una novela victoriana!

Raine hizo una mueca de dolor. Era cierto que su madre era poco elegante. Ella siempre había insistido en que su hija también tuviera un aspecto conservador.

Poco a poco, Raine estaba cortando los lazos que la habían atado a su madre durante tantos años, pero la separación no era lo bastante rápida. Estaba a punto de cumplir veinticuatro años el mes siguiente. Ya era una mujer hecha y derecha y quería vivir su propia vida sin temer a los reproches de su madre. Pero sobre todo quería encontrar a su padre, aunque su madre se opusiera a ello.

—Tienes razón, Nicci. Pero puede que mi madre fuera distinta entonces —dijo Raine con una pizca de esperanza—. Después de todo, se quedó embarazada de mí. Debió de haber un hombre en su vida.

—Cierto —dijo Nicci. Sus ojos estaban llenos de afecto—. De verdad quieres encontrarlo. ¿Verdad?

Raine asintió al tiempo que sentía un nudo en la garganta. Había preguntado por su padre desde tener uso de razón, pero siempre le habían dicho que no había manera de encontrarlo. Su madre no recordaba esa parte de su vida y se negaba a permitir que ella le siguiera la pista.

—Eso es lo que más deseo —dijo, reprimiendo las lágrimas—. ¿Y si tengo hermanos? No puedo quitármelo de la cabeza. Me estoy volviendo loca. Mi madre no quiere hablar de ello, ni tampoco me ayuda a buscar.

Nicci sacudió la cabeza y le devolvió el periódico a su amiga.

—Bueno, supongo que existe una posibilidad remota de que puedas dar con algo. ¡Pero correrías un gran riesgo intentándolo! La última vez que hiciste algo así… Bueno, todo el rancho recuerda lo mucho que se enfadó tu madre cuando se enteró.

Raine se mordió el labio inferior y comenzó a caminar por la habitación.

—No me tienes que advertir de nada respecto a mi madre. Hemos discutido tanto por esto, que estoy cansada de razonar con ella.

—¿Y eso qué significa? —preguntó Nicolette, cansada—. ¿Vas a llamar al número?

Raine se encogió de hombros, delatando sus intenciones.

—Quizá… Todavía no lo sé.

Según su madre, ella debía estar muy satisfecha con su vida. Tenía un enorme despacho con un escritorio de caoba, sillas de cuero y un sofá tapizado con piel de ciervo del rancho Sandbur. Había macetas en los alféizares de las ventanas y un sofisticado equipo de música le ambientaba la jornada laboral. Cada semana recibía un suculento cheque además de los beneficios.

Sus estudios de contabilidad estaban dando frutos por fin. Su trabajo en el Sandbur era la envidia de cualquier mujer de su edad. Tenía un bonito apartamento en la ciudad y también vida social cuando la necesitaba. Pero por mucho que lo intentaba, no podía olvidar el misterio del pasado de su madre, y de su padre.

Nicolette miró el anuncio y asintió.

—¿Por qué es un abogado el que contesta las llamadas, y no un detective? ¿La mujer de la foto será una criminal?

Raine se negó a considerar esa hipótesis.

—Entonces no sería mi madre. Ella es demasiado recta como para tener un pasado así.

Nicolette entornó los ojos.

—¡Raine, no sabes cómo era Esther hace veinticinco años! ¡Podrías encontrarte con algo desagradable!

Raine apretó los labios.

—Estás tratando de disuadirme.

Nicolette levantó los brazos con un gesto de cansancio.

—Sólo trato de hacerte ver los riesgos. Sobre todo si Esther se entera de lo que te traes entre manos.

Raine recogió el periódico de la mesa.

—Podría hacerlo sin que se enterara. Por lo menos durante un tiempo —metió el periódico en el último cajón de la estantería de archivos y lo cerró con llave.

—¿Para qué haces eso? Hay periódicos por todas partes en este rancho, incluyendo la casa de tu madre. Seguro que ya ha visto la foto.

—No quiero que nadie más sepa que he visto el anuncio.

—¡Estoy empezando a preocuparme! ¡Esto no es propio de ti! Nunca le ocultas nada a tu madre. Por lo menos nada que sea tan importante.

Raine gesticuló.

—Ésa es la palabra clave, Nicci. Importante. ¡Estamos hablando de mi familia, de mi padre!

Nicolette la miró con ojos resignados.

—Ahora sé lo vacía que me sentiría si no supiera quién es mi padre. Y siempre me ha parecido raro que Esther nunca quisiera saber quién era, ni tampoco de dónde venía. ¡Ninguna mujer en sus cabales se negaría a conocer la identidad del padre de su hija!

Raine se había preguntado lo mismo durante muchos años, pero jamás había sido capaz de encontrar una respuesta.

—Yo tampoco lo entiendo —dijo Raine con un suspiro—. Creo que tiene miedo. Dijiste que podría encontrarme con algo desagradable. Bueno, creo que mi madre piensa lo mismo. Pero en mi opinión, nadie puede seguir adelante sin conocer su pasado —Raine ya no hablaba sólo de su madre.

Cuando Nicolette se marchó, la joven se dejó caer en la silla del escritorio; la cabeza entre las manos.

«Oh, madre, ¿por qué no entiendes que necesito saber quién es mi padre antes de formar mi propia familia? Todo sería mucho más fácil si me ayudaras a buscarle en lugar de amenazarme con tu rechazo si me atrevo a hacerlo…»

El timbre estridente del teléfono la devolvió al presente.

—Oficinas del rancho Sandbur —dijo con su voz más profesional.

—Raine, soy Matt. Me preguntaba si habías encontrado el historial de vacunación del toro que trajimos ayer. El veterinario viene esta mañana. Los necesito.

Raine ahuyentó todos los pensamientos que la atormentaban.

—Claro, Matt. Los tengo aquí mismo. ¿Quieres que te los lleve una de las empleadas?

—¡No! —gritó el hombre—. Cada vez que una de ellas se presenta en el granero, los chicos tardan más de una hora en volver a centrarse. Yo iré a buscarlos personalmente.

—No hace falta —se apresuró a decir Raine—. Puedo llevártelos yo misma.

—Ni se te ocurra. Tú causas un efecto peor —dijo y colgó sin darle tiempo a replicar, lo cual no era ninguna sorpresa. Matt Sánchez era un adicto al trabajo y gracias a él las reses del Sandbur eran las mejores de Texas. Era fácil trabajar con él y también con los otros miembros de la familia que llevaban el rancho. Dos hermanas habían levantado el negocio hacía más de cuarenta años y habían convertido el rancho en el más grande de Texas. Elizabeth Sánchez y Geraldine Saddler habían sacado adelante a sus familias y habían tenido éxito gracias al trabajo en equipo.

Raine no pudo evitar sentir una envidia sana de aquella familia tan unida. Ellos siempre estaban ahí, para lo bueno y para lo malo. ¿Cómo sería estar rodeado del cariño de familiares?

«Si tuvieras agallas para enfrentarte a tu madre y llamar al abogado, tal vez llegarías a tener una familia propia…», dijo la vocecilla que tenía en la cabeza.

Raine miró hacia la estantería de archivos. ¿Debía hacerlo? ¿Podría encontrar a su padre con una llamada?

Raine no supo la respuesta hasta que reunió el coraje suficiente para descolgar el auricular.

 

 

Más tarde, ese mismo día, Neil Rankin estaba a punto de salir del bufete que tenía en Aztec, Nuevo México cuando la secretaria contestó al teléfono.

Él se detuvo frente a la puerta.

—Me he ido —dijo.

Connie frunció el ceño y lo hizo detenerse con un gesto.

—¿Cómo ha dicho que se llama? Señorita… —apuntó algo en un bloc de notas y se lo pasó a Neil para que lo leyera.

Neil entornó los ojos. En la última semana lo habían llamado más de una docena de personas preguntando por la foto de Darla, pero todas parecían un poco desequilibradas. Ya no estaba de humor para lidiar con otro loco. Su estómago rugía sin cesar y el sheriff de San Juan County lo esperaba para almorzar.

—Quito ya está en el Wagon Wheel —le dijo a Connie—. Anota su nombre y yo la llamaré.

Connie negó con la cabeza.

—Claro que hablará con usted, señorita Crockett. Un momento… Enseguida le paso con él.

La secretaria apretó la palma de una mano contra el auricular y le ofreció el teléfono a su jefe. Neil masculló un juramento.

Él no era detective, sino abogado. Y sus tareas normalmente se limitaban a la lectura de testamentos. Investigar sobre un caso abierto de desaparición no era su especialidad.

Pero se había comprometido a ayudar a su amigo de la infancia, Linc Ketchum. El granjero llevaba veinticinco años sin tener noticias de su madre y se había animado a indagar sobre su paradero ante la insistencia de su prometida.

Por su parte, Neil no albergaba ninguna esperanza de encontrar a Darla Carlton, pero él siempre cumplía sus promesas, y le había jurado a Linc y a Nevada que buscaría en cada rincón.

—Ésta suena auténtica, Neil —dijo Connie, emocionada—. Esto es lo que has estado esperando. Lo presiento.

—Vas a presentir otra cosa como no me dejes marchar —dijo Neil, bromeando. En el fondo deseaba que Connie tuviera razón. Ya estaba cansado de seguir pistas falsas.

Connie soltó una carcajada.

—Eres demasiado blando para eso, Neil. Por eso llevo diez años trabajando contigo.

Neil agarró el teléfono.

—Neil Rankin al habla.

—Eh, soy Raine. Raine Crockett. Llamo por el anuncio que puso en el periódico, el de la mujer que está buscando.

Aquella voz sonaba joven y dulce. Quizá se tratara de una adolescente traviesa.

—¿Desde dónde me llama, señorita Crockett?

Hubo una pausa de unos segundos.

—Desde el rancho Sandbur. Está al norte de Goliad, Texas. ¿Sabe dónde está eso?

Había algo de impaciencia en su tono, como si esperara encontrar a un texano lejos de casa al otro lado de la línea. Ese pensamiento hizo sonreír a Neil.

—Lo siento, señorita Crockett. Sólo he ido dos veces a Texas en toda mi vida y las dos veces fui a Dallas.

—Oh. Bueno, estoy muy lejos de Dallas, señor Rankin. El rancho está a unas cincuenta millas al sur de San Antonio.

Al oírla mencionar la ciudad de El Álamo, Neil agarró un bloc de notas y le hizo señas a Connie para que le diera un bolígrafo.

—Ya veo. ¿Y qué la hizo llamarme, señorita Crockett? ¿Conoce a Darla Carlton o a Jaycee?

—No. No lo creo. Lo llamo porque… Bueno, para serle franca, no sé si debería haberlo hecho. Puede que sea una pérdida de tiempo.

—No se preocupe. Es igual —le dijo, restándole importancia.

Connie frunció el ceño al verlo garabatear en el bloc.

—De acuerdo —dijo aquella dulce voz—. Lo llamo porque la mujer de la foto se parece a mi madre.

Neil se puso serio de inmediato y una línea profunda le surcó el entrecejo.

—¿Su madre se llama Darla Carlton?

—No.

—¿Alguna vez estuvo casada con Jaycee Carlton?

—No, que yo sepa.

—¿Su madre está desaparecida?

Hubo una larga pausa seguida de un pequeño suspiro al otro lado de la línea. Aquella mujer tenía problemas, pero él no podía socorrer a todas las almas en pena del mundo.

—Si su madre no está desaparecida, está claro que sabe quién es y dónde está. ¿Es así?

—Bueno, no exactamente…

La joven no terminó la frase y Neil se sorprendió al sentirse decepcionado. Había algo en aquella joven que le había hecho pensar que estaba vinculada con Darla. Pero no parecía que ése fuera el caso.

—Mire, señorita Crockett, siento tener dejarla, pero me esperan para almorzar. Y no tiene sentido que sigamos con esta conversación.

Neil la oyó respirar fuerte y se preparó para el «clic» del teléfono al cortarse la comunicación. Sin embargo, eso no pasó y la voz de la joven se volvió fría y severa.

—He esperado veinticuatro años para conocer la verdadera identidad de mi madre, señor Rankin. Seguro que su almuerzo puede esperar cinco minutos.

Esas palabras le cortaron la respiración. Neil se quedó mirando a Connie con gesto de estupefacción.

—Usted… ¿Qué quiere decir? —le preguntó finalmente.

Ella vaciló un momento.

—Es difícil de explicar. Váyase a comer y llámeme más tarde, señor Rankin.

—¡No! ¡Espere! Por favor, no cuelgue. Siento… haber sido un poco grosero. Estoy realmente interesado, señorita Crockett.

Ella le contestó con un silencio.

—Yo también siento haber sido tan seca, señor Rankin. Comprenda que es muy difícil para mí. Mi madre se enojaría mucho si averiguara que estoy haciendo esto. Y no me gusta hacerlo a sus espaldas.

—¿A qué se refiere con conocer su identidad?

—Todo ocurrió hace veinticuatro años. Pero no quiero hablar de ello por teléfono. ¿Podemos vernos en persona?

—Claro que sí. Si está dispuesta a viajar a Nuevo México.

—Oh. Eso… no es posible.

Parecía decepcionada, y Neil no pudo sino admitir que él también. La intuición de abogado le decía que merecía la pena oír aquella historia.

—¿Por qué? ¿Hay alguna razón por la que no puede viajar?

Ella titubeó un instante.

—No puedo dejar mi trabajo ahora, señor Rankin. Y no tengo ninguna excusa creíble para mi madre.

—¿Es menor de edad?

—Voy a cumplir veinticuatro años, señor Rankin. No soy menor. Resulta que quiero a mi madre y no quiero hacer nada que pueda… herirla.

Neil no entendió lo que quería decir, pero no se atrevió a preguntar más.

—Bueno, seguro que puede inventarse algo que no levante sospechas.

—No se me ocurre nada. Nunca he viajado sola y… Oh, esto ha sido una mala idea. Olvidémoslo.

Neil se puso de pie de un salto.

—Señorita Crockett, ¿por qué no hablamos de ello por teléfono? Sería mucho más fácil así. Mejor me voy a comer y la llamo cuando vuelva. Ni siquiera tendrá que llamar de nuevo.

—Espere un momento —le dijo de pronto en un susurro—. Ha entrado alguien.

Neil quiso preguntarle qué tenía que ver eso, pero ella tapó el auricular con la mano. Se oyó un lejano murmullo de voces y entonces ella volvió a ponerse al habla.

—Señor Rankin, ¿sigue ahí?

—Sí.

—Bien —dijo ella, aliviada—. Discúlpeme. Mi madre trabaja en el mismo lugar que yo. Era ella. Va a salir esta tarde. Creo que sí sería mejor que me llamara más tarde. Por lo menos podría explicarle algo.

Neil tuvo la sensación de estar concertando una especie de cita clandestina o algo peor, pero ya estaba metido de lleno en aquel asunto. La duda lo acompañaría toda la vida si se echaba atrás.

—Bien, señorita Crockett. La llamo dentro de una hora. ¿Le parece bien?

—Perfecto. Le doy mi número de extensión. Pero si contesta otra persona, diga que me llama para hablar de un ordenador que estoy interesada en comprar.

Ella quería que inventara historias. Algo olía mal…

—Soy abogado, señorita Crockett. No vendedor de ordenadores.

—¡Por favor! Haga lo que le digo. Si no puede ser discreto, no tiene sentido que sigamos adelante.

Él miró a Connie y después al techo. La secretaria negó con un dedo.

«¿Qué demonios?», pensó Neil. La señorita Raine Crockett lo estaba metiendo en un lío, pero no tenía ni idea de qué se trataba.

—De acuerdo. Puedo ser discreto.

—Bien. Le doy el número.

Neil anotó el teléfono.

—Señorita Crockett, antes de que cuelgue, me gustaría decirle que si estuviera en su lugar, no me rendiría.

—No sé cómo hacerlo —le dijo y colgó sin más.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

QUÉ ha pasado? —le preguntó Connie en cuanto colgó el teléfono—. ¿O debería preguntar quién era ésa?

—Una mujer del sur de Texas —dijo Neil, sorprendido.

Connie estaba impresionada.

—¿Y bien? ¿Qué te parece?

Neil miró a la secretaria y sacudió la cabeza.

—Cuando Nevada me habló de buscar a la madre de Linc, nunca pensé que tendría que tratar con gente con problemas que no sé cómo abordar.

Connie frunció el ceño.

—Haces que parezca una enajenada mental, o algo peor.

Neil arrancó el número de teléfono del bloc de notas y se lo guardó en el bolsillo de la camisa.

—¿Y cómo sabes que no lo es? No sabes lo que me dijo.

—No me hace falta haber oído toda la conversación. Es obvio que busca a alguien, a un ser querido. Deberías mostrar un poco más de sensibilidad. ¿Sabes? ¿Pero qué te pasa? Si la gente no tuviera problemas nos quedaríamos sin trabajo.

Neil había ejercido la abogacía durante trece años. Tras aprobar el examen final y obtener la licencia, se había ido a trabajar a Farmington. No era una ciudad grande, pero mudarse a Aztec había sido como trasladarse del campo al centro de Manhattan. El bufete estaba especializado en acciones legales y a Neil le resultaba tan monótono que durante un tiempo había pensado en dejar de ser abogado definitivamente. Pero al final había vuelto a casa. En Aztec había montado su propio negocio para ayudar a la gente con problemas en lugar de pasarse la vida entre demandas.

Los clientes no eran muchos y había épocas que escaseaban, pero eso a Neil no le importaba. No quería ser uno de esos hombres atormentados que morían antes de llegar a cobrar el primer cheque de la pensión por retiro. Su padre había sido uno de ellos.

—Sí. Sí. Tengo que ser más agradable. Esta tarde, cuando la llame de nuevo, trataré de ser más simpático —de camino a la puerta, le lanzó una sonrisa pícara—. Y no me mires con esa cara, cielo. Sabes que no me gusta decepcionarte.

Connie mitró hacia el techo y le hizo un gesto para que se fuera de una vez. Con una carcajada, Neil cerró la puerta tras de sí y echó a andar por la acera rumbo al Wagon Wheel. Para estar a principios de diciembre, no hacía demasiado frío, pero eso no era muy usual en el norte del Estado. Lo normal hubiera sido ver nieve y sufrir tormentas de invierno.

Pero ese día era distinto. El suave calor del sol de invierno le calentó los hombros.

El Wheel Wagon Café estaba situado cerca de Main Street y para Neil siempre había estado ahí. No era el mejor sitio para comer en Aztec. Los asientos tapizados en vinilo y la barra de formica habían perdido el dibujo rojo y blanco con el paso del tiempo, pero el ambiente acogedor y casero y la buena comida compensaban cualquier deficiencia. Tras Acción de Gracias, las camareras habían alegrado el lugar con campanas navideñas y guirnaldas brillantes. Había flores de Pascua en todas las mesas, y el equipo de música reproducía un CD de villancicos.

Entre semana Neil siempre comía allí, pero no solía hacerlo con el ocupado sheriff del condado. Desde que Quito y Clementine se habían casado, veía cada vez menos a su viejo amigo.

En cuanto entró en la cafetería vio a su amigo, que estaba sentado en una mesa próxima a la ventana. Un desconocido charlaba animadamente con él, pero al ver a Neil, se despidió rápidamente.

—Perdón por la interrupción —Neil se disculpó y se sentó—. Y antes de que empieces… Sí. Llego tarde, pero no pude evitarlo.

Quito, por cuyas venas corría sangre mexicana y navaja, era un hombre apuesto de rasgos duros y cuerpo fornido. Neil siempre había querido tener algo de ese carisma que le caracterizaba. No era de extrañar que llevara quince años en el cargo.

—No me estoy quejando —contestó Quito—. Pero ya empezaba a preocuparme.

—¿Ya has pedido?

—No. Te estaba esperando.

Antes de que Neil pudiera decir nada, la camarera se detuvo a su lado y los dos pidieron el especial del día: asado de cerdo en salsa con puré de patatas, maíz y pastel de cereza. Aquél no era precisamente un menú de dieta, pero Neil y su metro ochenta tenían otras preocupaciones. Aún era demasiado pronto para eso.

Pero ya tenía treinta y nueve años. Sólo Dios sabía qué males podrían afectarle al año siguiente.

—¿Has tenido muchos clientes esta mañana? —preguntó Quito cuando la camarera les sirvió el café y se marchó.

Neil se echó a reír.

—No. Aparte de mí, Connie ha sido la única que ha entrado por la puerta esta mañana.

Quito sacudió la cabeza.

—Parece que no te preocupa demasiado.

Neil agarró la taza de café.

—No hay nada de qué preocuparse. Eso no cambiará las cosas. Además, nunca he querido ser rico.

Aquel pensamiento no podía ser más auténtico. Él nunca se había obsesionado con amasar una fortuna. Vivía modestamente en las afueras de la ciudad y sus únicos vecinos eran los coyotes y algún que otro oso. Había comprado el terreno con el dinero que le había dejado su padre al morir de un ataque al corazón. James Rankin sólo tenía cuarenta y cinco años.

Su muerte prematura le había enseñado a Neil que el dinero no podía comprar la felicidad, ni tampoco la inmortalidad.

—Bueno, no te quedarás en la calle —dijo Quito, en tono de broma—. Y si no ha sido ningún cliente, ¿qué te entretuvo?

—¡Connie!

—¿La secretaria? ¿Qué pasa con ella?

—Nada. Ella contestó al teléfono.

Quito soltó una carcajada.

—¿No le pagas por eso?

—Le pago para que haga lo que le digo. Y le dije que no contestara al teléfono —dijo con una mueca—. Y encima me hizo hablar con la persona que llamó.

—¡Qué atrevida! —le dijo Quito con humor.

Al ver que su amigo ya no podía esconder la risa, Neil sonrió.

—De acuerdo. Estaré loco, pero he tenido una semana horrible. No soy detective privado, Quito, pero desde que puse esa maldita foto de Darla Carlton en el San Antonio Express, me he convertido en Sam Spade.

Quito se rió.

—Esa referencia delata tu edad. Y no debería serte tan difícil. La parte del playboy se te da muy bien.

—Hoy estás afilado como un cuchillo —replicó Neil—. ¿Por qué no me aconsejas cómo lidiar con enajenadas mentales?

Quito lo miró fijamente.

—¿La que llamó estaba así?

Neil soltó el aliento y abrió la boca para contestar, pero en ese momento apareció la camarera, así que esperó a que se marchara antes de continuar con la conversación.

—No era una chiflada. En realidad, sonaba bien, pero todo parecía un poco raro. Y dijo un par de cosas que me intrigaron mucho.

—Una mujer…

Neil asintió, recordando la conversación con Raine Crockett. Estaba deseando volver a hablar con ella.

—Una mujer muy joven. Se llama Raine Crockett.

—¿Y qué era tan intrigante en ella? Quizá pueda ayudarte.