Misteria I

 

 

 

Misteria I

Relatos de misterio LGBT+
escritos por autoras

Varias autoras

 

 

Primera edición en LES Editorial: marzo de 2019

© de los relatos: las autoras, 2019

© de esta edición: Letras Raras Ediciones, S.L.U., 2019

Diseño portada: LES Editorial

LES Editorial pertenece a Letras Raras Ediciones, S.L.U.

www.leseditorial.com

info@leseditorial.com

ISBN: 978-84-949350-8-4

IBIC: FF, FH

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).

 

 

 

 

«El mal nunca queda sin castigo,
pero a veces el castigo es secreto».

Agatha Christie

 

Prólogo

Es la una de la madrugada, llevas dos horas leyendo. Sientes un ligero escalofrío al principio, que se va intensificando a medida que pasas las páginas del libro. Tu estómago ronronea por el hambre, pero ni siquiera puedes prestarle atención, porque estás a punto de descubrir quién es el asesino. Y lo mejor: crees saber de quién se trata.

Pues olvídate de adivinar quién ha cometido el crimen, porque en esta antología nuestras autoras te lo ponen muy difícil.

La literatura de misterio tiene una larga trayectoria y su propia historia, pero Misteria es algo distinto. Es una antología de relatos que aúna a doce escritoras que han inventado los crímenes más sorprendentes, todos ellos con un componente LGBT+ que no podemos pasar por alto.

Ha llegado el momento de que el misterio no tenga orientación sexual o, mejor dicho, de que no sea relevante en la historia. Porque a quién amemos y cómo amemos no importa: necesitamos encontrar al asesino.

Misteria nació hace tan solo unos meses como el primer concurso de la editorial con la intención de crear la primera obra que pertenecería a la colección de Policíaca | Suspense. Con más de cuarenta relatos recibidos, la tarea de nuestro selecto jurado fue ardua. Finalmente, el relato ganador fue
«Bajo la tierra» de Teresa Gispert Escorihuela, seguido del finalista «Ónix y Ámbar» de Alba Martínez Vila. Además, otros diez relatos han sido incluidos por su calidad literaria, cuyas autoras son: Raquel Arbeteta García, Miriam Beizana Vigo, Adriana García Ramos, Evelyn González San Martín, Viviana Hernández Alfoso, Haizea M. Zubieta, Ana Morán Infiesta, Elena Romero Bonilla, Marina Tena Tena y María Delfina Ungaro.

Esta antología tiene como objetivo principal incentivar la presencia de mujeres de la comunidad LGBT+ en tramas policíacas, de suspense, detectivescas, de novela negra. Por eso se llama Misteria, con a. Todo eso sin que este hecho sea sobre el que gire la trama. ¿Por qué? Porque creemos muy necesaria la normalización de personajes LGBT+ en la literatura.

Todos los relatos que recoge este libro, originales e inéditos, unen a autoras de distintos lugares del mundo. Misteria ha logrado reunir las voces de doce autoras que te mantendrán en vilo desde la primera hasta la última página. Te enfrentarás a historias variadas, con crímenes muy distintos, pero ese afán por descubrir la verdad permanece intacto en todas ellas.

Para terminar, tan solo nos queda agradecerte que hayas decidido hacerte con este volumen y desearte que disfrutes de la lectura. Y recuerda: «Nada resulta más engañoso que un hecho evidente».

Thais Duthie, jurado I Premio Misteria.

 

Jurado

Thais Duthie

Nació en Barcelona y creció rodeada de libros. Con los años acabó encontrando su vocación en la literatura, y a eso se dedica actualmente. Compagina su trabajo con la gestión de su blog, Bajo el edredón, donde habla del erotismo con naturalidad y desde una perspectiva empoderadora. También escribe para otros medios de comunicación, como Hay una lesbiana en mi sopa o Volonté, el lugar donde están publicados todos sus relatos eróticos.

Prado G. Velázquez

A Prado G. Velázquez le apasiona la imagen, la comunicación y las letras.

Desde temprana edad, dibujaba y escribía, pero fue el teatro el que capturó su corazón. Se formó como actriz con Nancy Tuñón y Víctor Hernando y se dedicó a la publicidad, al cine y al teatro alternativo. Flirteó con la dirección y escribió guiones cinematográficos. Decidida a profundizar en la literatura, tomó cursos de escritura creativa y narrativa.

En su primera novela, Tierra de Sol (Éride, 2012), exhibe un marcado estilo cinematográfico que mantiene y arraiga en la segunda, En blanco y negro (Egales, 2018).

Clara Asunción García

Elche (Alicante), 1968.

Autora de las novelas El primer caso de Cate Maynes (Egales, 2011), La perfección del silencio (Egales, 2013), Los hilos del destino (Egales, 2014), Tras la coraza (Egales, 2016) y Elisa frente al mar (Amazon, 2013).

Ha publicado dos antologías propias, Sexo, alcohol, paracetamol y una imbécil (Amazon, 2015) e Y abrazarte (Amazon, 2016), y ha participado en los libros colectivos Ábreme con cuidado (Editorial Dos Bigotes, 2015), Donde no puedas amar, no te demores (Editorial Egales, 2016) y en Cada día me gustas más (HULEMS, 2016).

Anna Pólux

Anna Pólux desde muy pequeña ha estado interesada en la lectura y escritura, y, a pesar de ser una amante del género de suspense y policíaco, uno de sus pasatiempos favoritos es la creación de historias románticas con toques de humor. En 2009 se decidió a compartir sus escritos en foros de lectura y posteriormente en plataformas destinadas a difundir historias online. Ha publicado de la mano de LES Editorial, y junto a Cris Ginsey, Cosas del destino: El diario de Claire Lewis y Cosas del Destino: El efecto mariposa. El Plan C será su primera publicación en solitario.

Artemisa Téllez

Ciudad de México, 1979. Escritora y tallerista. Maestra en Letras Mexicanas por la UNAM. Creadora del Taller permanente de Cuento Erótico para Mujeres, producto del cual han surgido tres antologías. Autora de Versos cautivos (edición de autora, 2001), Un encuentro y otros (CAIPAJ, 2005), Cuerpo de mi soledad (Aquelarre, 2010), Crema de vainilla (Voces en Tinta, 2014), Fotografías instantáneas (Voces en Tinta, 2015), Cangrejo (Voces en Tinta, 2017), Larga herida (et al., 2018) y Casa sin fin. Bullicio de la memoria (Verso destierrO, 2018).

www.artemisatellez.com

 

Crimen carmín

Raquel Arbeteta

 

Raquel Arbeteta

Raquel Arbeteta García (Lugo, 1992) estudió Biología Sanitaria e Investigación Biomédica, pero su verdadera vocación siempre ha sido la literatura y la educación. De sangre alcarreña y corazón gallego, desde muy pequeña empezó a escribir cuentos que ella misma ilustraba. Actualmente, escribe en su mayoría relato corto y novela negra. Fue ganadora del Certamen Crea Joven de Narrativa de Guadalajara y del XX Certamen de Relato Corto de Deusto Campus Cultura, entre otros, además de editar contenido y colaborar en blogs y webs de críticas. Compagina la pasión por escribir con la preparación para ser docente, esperando mejorar año tras año hasta poder convertirse en profesora y escritora con todas las letras.

Se considera una persona abierta y creativa, feminista, apasionada por la animación, los dramas de época, adicta a Instagram, a la lluvia y al chocolate. En sus relatos siempre hay mujeres fuertes y algo de sangre, porque un buen crimen es la mejor forma de despertar al lector.

Twitter: @raquelarbe

 

Crimen carmín

Raquel Arbeteta

Mi madre siempre decía que Julieta acabaría mal. Ni mi padre ni yo le respondíamos mientras desarrollaba su habitual discurso sobre moralidad y buena vecindad. Aunque sabía, en el fondo, que no habría nadie que pudiese hablar mal de nuestra vecina del tercero, teniendo en cuenta los gemelos chillones del quinto, el trío de estudiantes del octavo o el indeseable adicto a la teletienda de la planta baja. Ni tan siquiera la escuchábamos mientras reflexionaba sobre feminismo, en continua guerra civil consigo misma.

Sin embargo, cuando vi a Julieta en posición fetal en el rellano entre el primer y el segundo piso, con ese vestido amarillo que tanto resaltaba su moreno y su cintura, con aquel golpe tan feo en la frente, la baldosa bajo su cabeza ensangrentada, el pelo suelto empapado, tan oscuro que apenas se notaba la sangre… pude escuchar como un eco la voz de mi madre en mis oídos, hablando sobre libertad, sobre el precio de vender tu cuerpo y la indecencia de los que lo compran. Sobre los que creen que por hacerlo te conviertes en suya. Y sobre los que creen que si no lo eres, no mereces ser.

Obviamente hubo un gran revuelo. Fui a avisar a mi madre, que estaba hablando con mi tía por teléfono. «Te dejo, que la niña dice que ha visto no sé qué, luego te llamo». Pero después no llamó a la tía Susana, sino a la policía. Para entonces, Paco, del B, ya se había asomado a la barandilla y había negado treinta y cinco veces con las manos sujetas tras la espalda, como si estuviera viendo el telediario del mediodía.

Vi más cabezas asomándose por el hueco de la escalera, y oí gritos, y pisadas, y padres mandando a sus hijos a jugar dentro de casa, y la sirena acercándose.

Aunque mi madre me había ordenado, trémula y educadamente al principio más furiosa después que esperase en la cocina a que vinieran «los profesionales», yo no le hice caso. Me senté en el escalón más alejado de la entreplanta donde seguía Julieta. Me invadía una pena indescriptible, pero no podía llorar. Me distraje fijándome en los detalles: la tobillera de oro falso en su tobillo izquierdo, el zapato de tacón derecho, fuera de su pie, unos peldaños más abajo, sus dedos extendidos, con esas preciosas uñas pintadas de negro. Miré las mías, de un rosa suave; Julieta me las había pintado hacía unos días. No se lo había dicho a mi madre. Nunca me decía explícitamente que no la viera, porque a mis padres no les gustaba prohibirme cosas. Pero sabía que, en el fondo, tampoco les hacía gracia que visitase a «la puta del edificio».

Esa palabra: tan tabú, tan fuerte, tan pensada, tan callada. En los murmullos que recorrían el edificio desde la azotea hasta aquella entreplanta, podía adivinarla sin que se pronunciase. Cayendo como una pelota, escalón a escalón, hasta la entrada, donde los primeros policías la recogieron sin rechistar.

***

Nadie había oído nada. Nadie conocía a ningún cliente, ni habitual ni esporádico. Al parecer, la víctima no mezclaba su trabajo con su hogar; o, al menos, eso decían quienes la rodeaban.

A las ocho de la mañana la había encontrado una vecina, una chica de unos trece años. Mi compañero estaba hablando con su madre, de pie en la puerta de su casa, con la mano constantemente apoyada en la barbilla. Su cara era de tenso estupor, aunque en realidad estaba diciéndole a David que algunos vecinos ella no se incluía, claro está «se olían lo que iba a pasar».

Era… prostituta susurró; como si no lo supiéramos ya, cuando solo hacía una hora que habíamos llegado al edificio. No se llevaba con nadie. Iba a sus… cosas. Tampoco era mala vecina. No venía a las reuniones. Llegaba muy tarde a casa, o de madrugada… No, no, aquí nunca hubo problemas ni escándalos. Como mucho alguna discusión, pero nada muy fuerte. Anoche tampoco. Es que no oímos nada. Mi marido está trabajando, pero si hubiera escuchado algo raro me lo habría dicho. Le he llamado ahora, pero no recuerda nada. Me miró y, extrañamente, sonrió. ¿Le digo que venga?

Si recuerda algo, por favor, llámenos. Él o cualquiera. Pero no, no es necesario que venga ahora le respondí, ya que se había dirigido a mí. No era lo habitual, porque siempre solían preferir a mi compañero. ¿Podríamos hablar con su hija? Solo será un momento. Puede estar presente, no se preocupe.

La mujer dudó, pero al final asintió y gritó «Adriana» hacia el interior de la casa. Una adolescente, alta y delgada, de uñas rosas y largas pestañas, apareció en un minuto. También se dirigió a mí:

Julieta era mi amiga… Iba mucho a visitarla. Después miró a su madre, asustada. Lo siento, mamá, pero a la policía no le voy a mentir.

No… claro. Esta vez la ama de casa miró a David. Pero la vecina no era mala ni nada, no hay problema, ¿verdad?

No queríamos discutir el buen hacer de aquella madre como si hubiera cometido algún crimen imperdonable, así que le contesté con rapidez que siguiéramos hablando dentro de la casa. Mientras, nuestros compañeros de la científica trabajaban un piso más abajo, ya sin tantos ojos sobre su nuca.

***

Me llamo Virtu. La agente de policía me extendió la mano por encima de la mesa de la cocina. Tenía el pelo recogido en una coleta, negro y largo (como Julieta), y unas cejas pobladas, «con mucha personalidad», como diría mi padre. No estaba acostumbrada a estrechar manos, así que creo que lo hice bastante mal. Su compañero, sentado a su lado, no lo hizo; se dedicó a sonreírme. Entendí que, si es que había una, la jefa era ella. ¿Cómo te llamas?

Adriana.

Eras amiga de Julieta, ¿verdad? le dije que sí. ¿Hace cuánto que eres amiga suya?

Desde hace mucho… desde que llegó. Hace seis años o así. Desde que era pequeña.

¿Sabes si vivía con alguien o tenía novio o novia?

No, nadie iba a su casa, solo yo. Ignoré la mirada de mi madre, de pie a mi lado, y en cambio miré el mantel de plástico que cubría la mesa de la cocina, con motivos frutales. Sentí que iba a echarme a llorar en cualquier momento. Tuvo un perrito, pero se murió pronto, así que no tuvo más. Estaba muy sola.

Vi la mano de la agente acercarse a la mía y cogerla con delicadeza.

¿Sabes si tenía problemas o le preocupaba algo? ¿La notabas más triste?

Últimamente estaba más triste. No, más triste no… Me atreví a alzar la cabeza y enfrentarme a aquella poderosa mirada. Bajo esas cejas parecía más inquisitiva sin pretenderlo. Estaba más nerviosa. El otro día llamé al timbre y tardó mucho en abrirme y no estaba haciendo nada, no sé por qué tardó… Creo que tenía miedo.

¿Te dijo si tenía miedo de algo o de alguien?

No. Ya había empezado a llorar. No sabía cuándo exactamente, pero sentí una lágrima deslizarse desde mi barbilla hacia la clavícula. No se ha caído por la escalera… ¿la han matado?

Adriana, no te preocupes. El otro agente me acercó un pañuelo de papel, que yo arrugué en el puño sin usar. Estamos intentando averiguar qué pasó. Pero tú no tienes la culpa de nada, nadie tiene la culpa de nada. Virtu me sonrió. No parecía una mujer acostumbrada a hacerlo. Todo irá bien.

***

Odiaba soltar esas frases tan manidas, pero aún más que David se burlase de mí por decirlas.

Acabábamos de salir del edificio y nos dirigíamos hacia el furgón donde Carlos hablaba con el resto de la cuadrilla, una vez había ordenado el levantamiento del cadáver.

Parco y directo, como a mí me gustaba, nos trazó en un par de minutos lo que se sabía hasta el momento: mujer de treinta años, de nacionalidad venezolana, prostituta y dama de compañía, camarera, falsa autónoma, peluquera a ratos, aparecida en posición decúbito lateral izquierdo, con dos lesiones craneofaciales por arma blanca homicidio por traumatismo craneoencefálico, con irregularidades en las heridas y fracturas imposible deducir con exactitud el instrumento, pero sí su peso aproximado: el suficiente como para romper el hueso usándolo con intensidad, con viejos moratones en caderas y muslos, pero sin signos evidentes de lucha ni agresión sexual, sin bolso ni pertenencia alguna encima. Parecía volver de trabajar cuando alguien que sabía dónde y cuándo volvía a casa la sorprendió subiendo las escaleras hacia su piso. Dos golpes secos y fundido en negro. Llevaba en torno a los treinta minutos o una hora muerta cuando la encontraron, todavía sin mostrar signos de rigor mortis.

Resumiendo, la muerte violenta de una mujer: un claro feminicidio. La pregunta ahora era ¿quién?

David apuntaba todo en una libreta que era más cliché que objeto útil, mientras yo repasaba mentalmente las palabras de aquella niña tan aparentemente frágil. Había algo etéreo en ella, tan distinto a la brutalidad del mundano crimen que hacía que no dejara de darle vueltas. Si la joven prostituta no tenía amigos ni familia conocida como nos había explicado Carlos, podría ser ella el único lazo inocente del que tirar.

***

Había seguido hablando con aquellos dos agentes. Mejor dicho, con Virtu, la policía. De cómo había encontrado a Julieta no me gusta usar el ascensor y al bajar las escaleras allí estaba, qué había hecho después volver a casa y avisar a mi madre, por qué salía de casa a las ocho de la mañana en pleno verano a devolver un libro a la biblioteca, si había oído o visto algo raro hacía dos días que no veía a Julieta y no, no había oído ni visto nada; literalmente no habíamos oído nada en el piso de abajo, así que tuvo que pasar la noche fuera y si algo me había llamado la atención.

Yo le dije que no. En ese momento, le conté la verdad. Pero ahora, tumbada en mi cuarto, mirando el techo lleno de estrellas que de noche se iluminaban con un brillo fluorescente algo triste, me di cuenta de que no era cierto.

Conocía el armario de Julieta a la perfección. Me había probado la mayor parte de su ropa. Me encantaba su tocador, su colección de maquillaje y de zapatos, sus cremas y perfumes florales. Pero lo que más me gustaba, las joyas de la corona de su cuarto aquel reducto femenino que había sido siempre objeto de mis fantasías eran dos: el pintalabios rojo oscuro de tubo metálico y el vestido amarillo hecho a medida. Julieta nunca se los ponía; solo en aquellos pases privados de los lunes el único día en que mi amiga no trabajaba cuando le insistía tanto y buscaba en internet alguna canción poderosa para acompañar el espectáculo. Ella se reía, taconeando exageradamente por la habitación mientras yo la silbaba.

Le hice prometer que, si algún día se marchaba o se iba «muy lejos», me dejaría en herencia el carmín rojo. Y ella me hizo prometer que nunca lo echaría a perder besando a ningún estúpido.

Ahora solo podía pensar por qué decidió llevarlos esa noche. Por quién sacrificó aquel lunes. A qué estúpido besó.

***

Si hay algo peor que los lunes, son los martes.

Si hay algo peor que un crimen, es un crimen un martes. En verano. Sin pistas. Sin arma homicida.

Sin sospechosos. Sin móvil. Sin testigos.

Sin nadie a quien le importe.

Le daba vueltas al caso, con el informe abierto delante de mí. David me había prestado su libreta; acababa de irse a por un café, aunque hacía bastante tiempo. Seguramente estaba buscando hielo o estaba esperando a que se enfriase, porque en la oficina salían de la máquina ardiendo como el asfalto. Y ya estábamos bastante acostumbrados a aguantar el de verdad como para bebérnoslo directamente.

Julieta Rivas o, mejor dicho, su foto me miraba desde la primera hoja de la carpeta. En las fotos carné nadie parece quien es en realidad; como un acto de comunismo fotográfico, o de barato cristianismo de fotomatón, todos parecemos iguales: igualmente ridículos, mal enfocados o poco fotogénicos, más bajos o gordos, terroristas o feos, algo calvos y viejos. Julieta no era una excepción, pero, del mismo modo, tampoco parecía quien era: en esa foto de archivo solo era una cara mal iluminada. Ni prostituta ni mala mujer ni víctima.

Ojalá hubiera podido ser todo eso. O, más bien, no serlo.

Los crímenes contra las mujeres siempre me hacen caer en el mal humor, en la reflexión pseudofilosófica más barata, en la furia y el hastío. Nada de eso constituía un buen abono para resolver un crimen ni tampoco, por desgracia, era poco habitual. Cada vez había más fotos carné de mujeres sobre mi escritorio, y el de mis compañeros, y eso sí me hacía arder como el asfalto.

Mi mujer siempre intentaba apaciguarme. Sabía, con ese sexto sentido que solo tienen las buenas maestras de escuela, que había tenido «un mal día para ser mujer policía» y me preparaba en compensación mi cena favorita: lasaña de espinacas. Nada más llegar a comisaría le había mandado un mensaje pidiéndole que pusiera en remojo láminas de pasta y preparase bechamel para esa noche. Me había respondido en dos minutos «¿Quién ha sido? ¿Va bien la investigación?». Repasando de nuevo la información con la que contábamos, y mientras esperábamos el informe definitivo con la autopsia, decidí responderle que si era mucho pedir hacer dos bandejas al horno en vez de una.

Tendríamos que volver a ir al club donde Julieta trabajaba. Allí era, de todos modos, el último sitio donde la habían visto. Esa noche había tenido cinco clientes. Y mientras no estaba en la habitación o en los camiones, había servido copas hasta las siete de la mañana. Según otra de las chicas «A mí llámame Cinthia», la joven se había marchado a casa sin más. «Sin más, como siempre». Como siempre…

Tendría que haberme acostumbrado a escuchar esas historias. A ver esos cuerpos exánimes. A escuchar esas confesiones que pretenden ser justificaciones. O, peor, esas mentiras.

Pero no, nunca me acostumbro.

Supongo que es la única señal de que sigo teniendo ganas de ser policía.

***

Mi padre llamó dos veces antes de abrir la puerta. Me preguntó si podía pasar y hablar conmigo y yo le respondí que sí. Se acercó a mi cama, donde seguía tumbada mirando a las estrellas, y me abrazó sin añadir nada más.

Me gustaba mi padre. Se estaba tomando mejor que mi madre mi adolescencia. Mis problemas, mis angustias, mi amistad con Julieta, mis notas del colegio, mis ganas de pintarme las uñas o maquillarme, o de comprar ropa bonita o de querer salir con mis amigas al cine un día que no fuera fin de semana.

Después de abrazarme, me miró a los ojos y me acarició la mejilla. Le dije que estaba bien, que solo tenía ganas de estar sola.

Si necesitas hablar, estamos aquí. Tu madre está muy preocupada.

No pasa nada, papá.

Has visto algo horrible. Le han hecho algo horrible. Me volvió a acariciar la mejilla. Y encima va la policía y habla contigo…

No pasa nada repetí. La policía no me ha molestado. Julieta… Tragué saliva. Seguro que con el tiempo se me pasa, pero… era mi amiga.

Mi padre me volvió a abrazar. Se notaba que no sabía qué decir, pero a mí no me importaba. La gente tiene dos maneras de reaccionar cuando está incómoda: no decir nada, como mi padre, o soltar la verborrea, como mi madre.

La vi en el umbral de la puerta, recortada a contraluz. Tenía la mano apoyada en la barbilla tapándose la boca su gesto habitual, pero todavía así podía ver sus hombros temblar. Le hice un gesto con la mano y se acercó a abrazarme por encima de mi padre.

Tenía mucha suerte de tenerles a los dos. Sabía que no todo el mundo podía ser tan afortunado como lo era yo. Eso me hizo volver a pensar en Julieta.

No sabía mucho de su pasado. No tenía familia. Al menos, en el país. Tampoco se había enamorado nunca. No estaba en contra, pero decía que para ella podía ser peligroso. Yo era una romántica y fantaseaba con que también podía ser su salvación. Pero mi madre, cuando huía de su discurso típico y prefabricado, me aleccionaba sabiamente para que no idealizara lo que era Julieta y yo procuraba seguir su consejo.

Pero la romantizaba a ella. A ella, a su risa, a sus perfumes, su carmín y su amabilidad. Porque ella había sido la primera en aceptarme y quererme como era yo.

Por eso siempre estaría en mi corazón. Por eso necesitaba saber qué le había pasado. Lo necesitaba, como el abrazo de mis padres o esas tontas estrellas de plástico amarillo para poder dormir por las noches.

Estaba decidida: iba a averiguar lo que le había pasado.

***

Habíamos buscado en su casa alguna señal de allanamiento, robo o cualquier aspecto fuera de lo común; al fin y al cabo, el bolso de la víctima no aparecía por ninguna parte y en él se encontraban todas sus pertenencias, incluidas lógicamente sus llaves.

Yo misma me había encargado de registrar con mis compañeros su cuarto, en busca de algún diario, carta o señal para descifrar algo de la vida de esa mujer. Algún regalo o signo que nos guiase hasta alguien. O algo.

Pero en aquella casa no había fotos ni recuerdos, nada personal.

No obstante, no era una casa carente de vida. El salón estaba repleto de cojines de animales bordados y cuadros de bodegones, con la firma de varios artistas callejeros. La cocina y su terraza cerrada estaban llenas de tiestos rebosantes de flores. El pasillo tenía un enorme espejo limpio al fondo, que no parecía precisamente barato. Me recogí el pelo de nuevo en una coleta cuando me vi reflejada en él también torcí los labios al fijarme en mis ojeras, pero para eso no había remedio. Su dormitorio era el reflejo de su personalidad: femenina, presumida y alegre. Había una rosa amarilla, de esas tratadas para que no se marchiten, bajo la cama. Por lo demás, no había nada que estuviera fuera de su sitio. Por allí no parecía haber pasado nadie.

Es la primera vez que entro a una casa y no hay ninguna maldita foto escuché a Bárbara. Un poco raro, ¿no, Virtu?

Quizás había. Me giré hacia ella. ¿Ningún vecino o compañera del club sabe de algún hombre o cliente más raro de lo habitual o que se relacionase mucho con ella?

Nada de nada suspiró. Normalmente siempre hay alguien. Con esta no hay nada de lo que podamos tirar.

Por ahora. Miré dentro de la bolsa de plástico que tenía en la mano, donde estaba la rosa. En el tallo de la flor amarilla parecía asomar algo. Al fijarme más, vi el principio de una etiqueta; parecía que la habían cortado o arrancado. ¿Sabes de alguna tienda donde vendan de estas?

En varias floristerías de la ciudad. Otro agente me pidió la bolsa y la observó aún más de cerca. Mi cuñada tiene una tienda. Se pusieron de moda hace unos años. Te pueden poner un lazo de tela con un mensaje o un nombre bordado.

No era precisamente una pista fantástica, pero a esas alturas cualquier detalle podía significar algo.

***

Esperé varios días para que no hubiera ninguna posibilidad de que la policía estuviera dentro o se presentase de pronto. No le había dicho a nadie que Julieta me había regalado una llave de su casa. A mi madre le habría dado un infarto. Pero cuando cumplí once años, me la dio. Me dijo que solo la usase en caso de necesidad: si ella desaparecía muchos días, si se iba de viaje y quería que le regase las plantas, o si las perdía y las quería de vuelta para hacer alguna copia. Recuerdo la sensación de orgullo y gratitud que sentí, ¡solo confiaba en mí! De todas las personas de su mundo, de todos los adultos que conocía, me había escogido a mí.

Aun así, me sentí algo ladrona al meter la llave en la cerradura y girarla. Aunque eran las tres de la madrugada, tenía miedo de que algún vecino oyese el ruido y llamase a la policía. Cerré la puerta muy despacio; me pareció que tardaba años. Recorrí el piso, esperando encontrar algo. No sabía ni el qué. Estaba tan nerviosa que oía mi propio corazón en los oídos. Tragar saliva me parecía muy ruidoso. Hasta me asusté de mi propio reflejo en el pasillo, a pesar de que conocía aquella casa de memoria.

Entré en su cuarto y me empezaron a escocer los ojos. Las persianas estaban bajadas, así que encendí la linterna del móvil. Con aquella luz tan tétrica, el corazón comenzó a latirme incluso más rápido. Siempre había entrado en ese dormitorio con la luz del día o al menos con la lámpara de pie, junto al tocador, encendida.

Fui revisando algunos rincones que Julieta no me había enseñado o permitido abrir. Sabía que no tenía ningún diario no era su estilo, aunque yo le había preguntado si tenía uno para poder regalárselo ni tampoco ningún registro de su vida o de sus clientes ni nada parecido. Cuando se lo había preguntado, al principio se había reído. Después se había puesto muy triste. Pareció mi madre cuando me dijo que no era bonito lo que hacía, que era «una mierda» y que por qué querría escribir algo que era mejor olvidar. Me sentí una tonta.

Algo captó mi atención. Ningún objeto en especial todo estaba como siempre sino la falta de uno en concreto. Además del vestido amarillo en el armario por cuestiones obvias y el carmín rojo debía de llevarlo en el bolso para retocarse los labios durante la noche, faltaba un vasito de cristal con una flor amarilla en la mesilla de su cama.

La recordaba, porque era fea como ella sola. Una de esas horribles flores que no se marchitan nunca que regalan algunas personas añadiendo que «mi amor es como esta flor» o «para que no me olvides nunca».

Que una mujer tan amante de las flores de las de verdad guardase una así solo podía deberse a que significaba algo para ella. Se lo pregunté una vez, sentada en su cama, mientras Julieta me explicaba frente al espejo cómo hacer un ahumado de tonos verdes.

Cambió de tema muy rápido, sin querer darle importancia. Como persona curiosa y cotilla redomada giré el vasito sin que se diera cuenta para leer bien el nombre de la etiqueta.

¿Cómo era…?

«Con amor… Martín».

Apagué la linterna y salí de esa casa tan silenciosamente como había entrado.

***

Ha llamado la madre de la chica. David puso el café con hielo frente a mí, sorteando la pila de hojas desperdigadas. Su hija ha recordado algo.

Me bebí el café lo más rápido que pude y cogí el teléfono. La madre «Si pudiera tratarme de tú… me llamo Laura» quería contármelo, pero le pedí que me pasase a su hija. Debí de hacerlo de forma muy brusca, pero consintió y escuché la vocecilla de Adriana.

¿Sí?

¿Has recordado algo?

Sí… había algo en su casa. Una flor amarilla. Fruncí el ceño. Tenía un mensaje. Ponía «Con amor, de Martín».

¿Te habló de él?

No, pero no hablaba de nadie. A lo mejor era un antiguo novio. Porque ningún hermano pone «con amor», ¿verdad? Bueno, yo no tengo hermanos. Empecé a escuchar a Laura hablar al otro lado del teléfono sobre hijas únicas y madres añosas.

No, creo que no. Sé que te lo preguntamos ya, pero es importante, Adriana. ¿Conocías o viste alguna vez a algún hombre? Aunque fuese de lejos… acompañando a Julieta. ¿Ese nombre te dice algo?

Al otro lado del teléfono se hizo el silencio. En realidad, el silencio por parte de la adolescente, porque su madre no había dejado de hablar.

No. No lo sé. La verdad es que no lo recuerdo lo dijo susurrando, pero conseguí escucharla. Lo siento mucho.

Intenté consolarla. No se me da bien. En general, no se me dan bien los adolescentes. Tengo buena mano con los bebés, los niños, los adultos al menos, los mantengo a raya y los ancianos sobre todo las señoras, que son mi debilidad. Mi carisma pega un salto generacional que ignora a los adolescentes. No sé bien la razón. Quizás porque parecen estar a medias, haciendo el pavo entre varias líneas de fuego; indefinidos, indecisos y en el limbo de la moralidad. Entre la inocencia y la maldad, neutrales hasta que se demuestre lo contrario. Si algo odiaba en este mundo era lo que no podía definir y clasificar. Pero esa chica era dulce y estaba afectada, así que intenté dentro de lo que pude darle ánimos y pedirle que se acercase con su madre a comisaría para prestar declaración y ver algunas fichas, por si alguna foto carné de hombres mal iluminados nos despejaba más que el café.

***

Lo intenté con todas mis fuerzas. Deseaba que alguna de esas caras despertase algo en mí. Como en las películas: «¡Es él!», gritaría, «¡Es este hombre! ¡Lo recuerdo! ¡Él mató a Julieta!». Pero no pasó nada de eso. Las fichas y las fotos y el tiempo se terminaron y ninguna de esas personas me dijo nada.

Nunca había visto a ninguno de esos hombres con Julieta, ni en foto ni en persona ni en sueños. Tenía miedo de decírselo a Virtu. La agente de policía estaba sentada frente a mí. Otra de sus compañeras, una mujer rubia llamada Bárbara, me enseñaba a mi derecha las fotos con lentitud y cuidado, sin prisa pero sin pausa. Yo ya no sabía dónde meterme. Nadie me presionaba, todos me habían aclarado que no pasaba nada y que nadie esperaba nada de mí, que era una buena chica, que había «actuado muy bien» y que no pasaba nada si no reconocía a nadie. Solo era un procedimiento normal.

Pero yo sentía esa presión en mi pecho. Sentía que se lo debía a Julieta. Sí, porque era puta, y extranjera, y superficial, y, al final, una desconocida, pero se lo debía.

Lo siento mucho volví a decir. A lo mejor esa persona no tiene nada que ver con esto.

No te preocupes. Nos has dado una gran pista. Vamos a buscar a alguien llamado así. Seguro que algo tiene que ver. Sentí que la seguridad con que Virtu dijo todo eso era fingida. Y no supe por qué, cuando en la realidad la fuerza de aquella agente traspasaba sus cejas e inundaba todo lo que decía o hacía. Te voy a enseñar la flor amarilla de la que me hablaste, con la etiqueta, ¿de acuerdo?

Puso sobre la mesa una bolsa de plástico. Dentro estaba la flor. La recordaba más fea. Ahora sentí que aquel amarillo latía en mitad de aquel cuarto gris de la comisaría. Les pregunté si podía coger la bolsa y cuando me dijeron que sí, la miré de cerca.

La etiqueta… está cortada.

Sí. ¿Crees que Julieta la cortó o a lo mejor lo hizo otra persona? Me tomé unos minutos para pensar.

No lo sé. Pero creo que fue ella. No dejaba entrar a nadie en casa. Solo a mí.

Julieta apareció muerta en la escalera, sin su bolso. Bárbara dirigió una mirada escandalizada a su compañera, pero esta siguió hablando. A lo mejor alguien cogió sus llaves, entró y la cortó. No había nada más en la casa con nombre, ningún regalo, nada personal, y eso podía incriminarle. La flor no tiene huellas. Juntó las manos frente a ella, sin dejar de mirarme. Tú eres la única que la conocía, Adriana. ¿Qué opinas?

Miré la flor otra vez. Quizás esa agente de policía quería intimidarme, pero no lo creí así. Quería averiguar quién había hecho daño a Julieta. Como yo. Así que fui sincera.

Opino que fue ella. Julieta destruía o ignoraba todo lo que le hacía daño. Ella cortó la etiqueta. La conocía. Es su estilo de hacer las cosas. Dejé la bolsa sobre la mesa, y con ella todo mi valor. Bueno… esa… es mi opinión.

***

¿Estás loca? ¿A qué ha venido eso?

Sabía que aquella escena no le había gustado a mi compañera. No se me daban bien los adolescentes, pero sí se me daba bien hacer mi trabajo y seguir mi instinto, y sentía llámalo don, experiencia o locura, me da igual que tenía que hablar con esa niña. Porque sí, era una niña. Algo rara, callada y de rasgos delicados, pero no había habido delicadeza o inseguridad cuando había dado su opinión. Nadie conocía a la víctima como ella; nadie había siquiera intentado conocerla. Así que le pedí disculpas a Bárbara por «presionar» y tener «poco tacto» con una chiquilla, le solté que no teníamos nada con lo que trabajar, que si a ella se le había ocurrido algo mejor, y que ahora teníamos que interrogar y buscar lo antes posible a alguien en el club o en la vida de Julieta que pudiera llamarse Martín. Porque estaba claro que era alguien en su vida que ella había querido borrar. A nadie le gusta que le borren del mapa, y menos aún a un hombre que entrega su amor a una mujer de la calle, tan misteriosa y solitaria como era Julieta.

Algo en las entrañas me hacía sonreír; me sentía muy cerca y solo estábamos a viernes.

***

Miraba los periódicos incluso los locales… sobre todo los locales todos los días, los telediarios de todas las cadenas, incluso interrogaba a mi madre, que a veces me parecía que controlaba más secretos e información que la prensa y la policía, pero no parecía que hubiera habido ningún avance en la investigación y ninguna persona detenida.

Mientras tanto, soñaba con Julieta. Todas las noches. Aparecía en mis sueños, bailando con aquel vestido amarillo: un tango, una salsa, una bachata o un pasodoble. Se reía y lloraba, y me hacía bailar, y yo me despertaba llorando, deseando poder recordar quién era ese tal Martín y culpándome por no haber insistido a mi vecina para que me contara cosas sobre sus amantes. Aunque dudo que ella me hubiera contestado.

Mamá… La susodicha se dio la vuelta, aún con las dos cucharas y la masa de croquetas compacta y sin forma entre ambas. Si quisieras sonsacarle algo a alguien, ¿cómo lo harías?

¿Si esa persona no me lo dice por las buenas? Volvió a mover las cucharas, haciendo ese sonido metálico tan gracioso y regular. Pues entonces iría a las malas… la espiaría. Diarios, cartas… O el móvil, claro, aunque ahora con las nuevas tecnologías y la huella esa y demás… Se giró otra vez, con miedo en los ojos. Pero yo no te he mirado nada, cariño. Además, que hace muchos años que ya no escribes. Aunque ya te he dicho muchas veces que eso es bueno, porque te desahogas. Pero que nunca te he mirado nada que no quisieras, cariño, ya sabes que valoro mucho tu intimidad.

Sospechaba que alguna vez, no con malos propósitos, sino siempre abanderando buenas intenciones, mi madre se había saltado aquella norma, pero no estaba pensando precisamente en eso. Julieta nunca había escrito ningún diario, pero yo sí.

Disimulé y me escurrí hasta mi habitación. Repasé mis diarios de infancia, mal escritos y vergonzantes. Allí vomitaba todos mis miedos y mis titubeos. Pero había muchas escenas interesantes y me divertí con algunas. Como cuando hablé por primera vez con Julieta, veinteañera recién llegada al barrio, o cuando me gustó el primer chico de mi clase qué vergüenza y qué mal acabó. Me quedé sin respiración cuando en una de las páginas vi un dibujo mal trazado de Julieta, con un vestido pintado de amarillo.

Hoy vi a Julieta con un vestido muy bonito y me dijo que se lo habían regalado. Le pregunté que si se lo había regalado su novio y se rio. ¿Sería su novio? Me dijo que solo se lo pondría para él. ¿Tiene novio? ¿Yo tendré novio algún día? Acabaré siendo una vieja rodeada de gatos.

Después del susto, busqué concienzudamente más cosas sobre Julieta. No encontré nada. Al terminar el diario y revivir todas esas malas épocas, pensé en lo tonto que era todo. En lo absurda que me sentía.

¿Me creía una especie de detective? ¿Ayudaría aquella tontería a la policía? Tiré el diario con rabia al suelo.

No iba a llamar a la policía para sentirme aún más idiota.

Mi diario infantil no serviría de nada. Julieta estaba muerta. La había matado un hombre que seguramente era más listo que yo y que nadie. Nunca lo sabría.

El olor de las croquetas fritas llegó atravesando el pasillo y escuché a mi madre gritar que era la hora de comer. Como punto final para mi leve aventura detectivesca era un poco cutre, pero seguía siendo un final.

***

Habían pasado dos meses y continuaba dándole vueltas al caso.

Habían muerto más mujeres. Algunas de ellas eran también prostitutas. Pero todos los casos se habían ido cerrando. Amantes, clientes, novios, exnovios, exmaridos, ladrones callejeros, chulos o, en dos casos, suicidios. Pero Julieta Rivas seguía viuda de criminal. Había dejado la carpeta con la copia de su caso en la parte de arriba del cajón izquierdo de mi escritorio; de vez en cuando, lo abría y lo hojeaba, como si contemplar la foto de aquella mujer por unos segundos sirviera para revivirla.

También pensaba en la chica, Adriana. No solía acordarme de los sueños. Sin embargo, ya llevaba varias noches apareciéndose en ellos: en todos me rogaba que encontrase a su amiga.

Furiosa, llorosa, suplicante. Pero siempre haciéndome sentir mala policía.

***

¿Traes algo importante, Martín?

Le miré. Él no me miró. Así que le miré aún más. Y más. Y volví años atrás. Hasta en el momento en que, mientras estaba apoyada en el muro del campo de fútbol, vi pasar a Julieta con su vestido amarillo, con aquel hombre detrás. No llevaba barba entonces y mi amiga tenía el pelo corto y yo era diferente también parecía diferente, más bien, pero él era el mismo. El mismo hombre. Yo lo había borrado de mi cabeza, porque, como Julieta, no soportaba lo que no me gustaba. Y ese hombre nunca me había gustado, aunque solo lo hubiera visto una vez.

El celador contestó al doctor y después se fue. Antes me dirigió una mirada vacía. Era normal.

Parecía normal. No me reconoció.

Se marchó y yo me volví hacia mi médico, aunque ya no le presté atención a nada. Volví a sentirme tonta, pero aliviada. No me había reconocido. ¿Por qué…?

Me reí y mi madre me preguntó que qué bicho me había picado. Claro que no me había reconocido.

Porque entonces me vestía como un chico. Y todos me veían como tal.

***

Al final confesó. Encontramos el bolso de Julieta en su piso. ¿Por qué? Porque algunos humanos son idiotas. Porque algunos hombres son muy idiotas. Porque algunos criminales son tremendamente idiotas. ¿Quién lo sabe? Probablemente ni el mismo asesino. Llevo quince años trabajando como policía y sigo sorprendiéndome de la estupidez humana como el primer día.

Me sentí tan feliz cuando el exnovio de Julieta confesó que había sido él quien la había matado que me pareció hasta mal. Me había obsesionado con un caso que no tenía nada de extraordinario, exceptuando la poca sociabilidad de la víctima y las escasas pistas con las que contábamos. Aunque, pensándolo bien, la forma en que habíamos dado con el sospechoso había sido digna de una novela. La alta y frágil Adriana había sido quien nos había guiado hasta ese hombre, con un perfil cuanto menos alejado de lo que estábamos acostumbrados: sin antecedentes, con mujer e hijos, padre ejemplar y trabajador servicial en el hospital local desde hacía diez años. Pero había acertado.

Martín negó conocerla al principio, a pesar de que Adriana aseguraba con una asombrosa confianza en sí misma haberle visto acompañado de Julieta e incluso haberle saludado. Supe al buscar su ficha que Martín, si hubiera podido recordar algo, seguramente habría rememorado a Adrián, un niño desgarbado coladito por su vecina, como tantos otros hay en el mundo. Adriana, sin embargo, sí que era excepcional, porque era valiente, y porque había sido la clave del caso. Ya no soñé más con ella, pero sonreí al recordar cómo había aparecido una tarde en comisaría asegurando, como una auténtica detective, haber «resuelto el misterio».

Salí de mi turno y la vi a unos diez metros de la puerta de la oficina. Estaba apoyada en una farola, ataviada con un vestido blanco y una gorra rosa. La saludé y ella me devolvió el saludo, acercándose a mí; efectivamente, me estaba esperando.

Ya le han tomado declaración, ¿no? ¿Ha confesado? ¿Cuándo será el juicio? ¿Le van a caer muchos años? ¿Con qué la mató? Dejó de sonreír y miró al suelo. ¿Por qué… por qué lo hizo?

Intenté contestarle lo que podía, aunque no era mucho por el momento. El caso se había cerrado, más o menos, pero no había acabado. Ahora se iniciaba el proceso más largo, tedioso e irónicamente el menos justo: la exposición del caso, las pruebas, las declaraciones, la defensa, la vista, la sentencia, los recursos, la condena, la reinserción y la liberación. No podría contestar a aquella chica aunque quisiera.

Y por último… ¿por qué? Apoyé mi mano derecha sobre su hombro. No lo sabemos. Te puedo decir lo que ha dicho él: porque ella le dejó. Porque se puso ese vestido amarillo para otro hombre. Porque se pintó los labios. Porque Julieta creyó que no era de él… que era de otra persona. Porque se vendía para otros. Le acaricié el hombro, sin saber muy bien qué hacer con las manos. No lo sé. Aunque él diga todo eso, en realidad… No hay un porqué. Para un crimen así no lo hay. Al menos ninguno que merezca la pena o que tenga sentido. No lo busques.

Adriana alzó la mirada y me la sostuvo. No parecía que fuese a llorar. Quizás la había juzgado más frágil de lo que en realidad era.

¿Sabes…? Mi madre me dijo que tenía miedo de que me hiciera amiga de Julieta, por si ella me convencía de ser puta o algo parecido. Pero… Me sonrió. Era una chica preciosa. Quiero ser policía.

***

Me despedí de Virtu, que me había sonreído por segunda vez desde que nos conocíamos, pero esta vez de verdad. Me sentía tranquila. Ya no soñaba con Julieta. Pasase lo que pasase, había hecho lo que había podido por ella. No dejaba de ser una niña… bueno, una chica. Aún me quedaba mucho que aprender. Había pasado por muchas cosas, pero cada vez estaba más cerca de ser quien quería ser. Julieta me había ayudado a serlo. Me había dado confianza en mí misma, me había prestado mi primer vestido, me había enseñado a maquillarme y a peinarme el pelo cuando me lo dejé crecer. A cambio, yo había reconocido a su asesino. No estaba nada mal.

Además, Virtu me había dado su pintalabios cuando me había enseñado las pruebas en comisaría. Me las enseñó, envueltas en plástico sobre la mesa, para que las reconociera como propiedad de Julieta: efectivamente, allí estaba su cartera, su móvil, sus pañuelos de papel con olor a flores, sus chicles de hierbabuena, sus preservativos y sus llaves con el llavero de cerámica que le había regalado hacía dos años. Virtu asintió y me pidió que extendiera la mano. Dejó caer sobre mi palma el carmín y siguió hablando como si nada.

Desde luego que nunca lo usaría para besar a ningún estúpido.

No lo usaría para besar a nadie, solo para recordar que podía ser quien yo decidiera.

***

Llegué a casa; olía a espinacas hervidas. A nadie le gusta ese olor, pero a mí me hace bailar estúpidamente descalza en la cocina.

¿Virtu, ha sido un buen día…? Mi mujer pegó un grito cuando la interrumpí para abrazarla y levantarla unos palmos por encima del suelo.

Sí, definitivamente ha sido uno de los buenos.