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Deconstruyendo el Chucu-Chucu

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DISEÑO Y DIAGRAMACIÓN

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Editado en Medellín, Colombia

Las opiniones, originales y citaciones del texto son responsabilidad del autor. El ITM salva cualquier obligación derivada del libro que se publica. Por lo tanto, ella recaerá única y exclusivamente sobre el autor.

Diseño epub:

DEDICADO A LA MEMORIA DE
ÁLVARO VELÁSQUEZ Y GUSTAVO
«EL LOKO» QUINTERO

TABLA DE CONTENIDO

INTRODUCCIÓN

CAPÍTULO 1
Topos y tropos tropicales. Deconstrucción de «lo costeño»

Mercado, folclor y emergencia de «lo tropical»

El topo tropical. Medellín, la aparición de la industria discográfica y adaptación al imaginario musical costeño

El tropo tropical. De cómo la cumbia devino chucu-chucu (…y/o el chucu-chucu devino cumbia)

CAPÍTULO 2
Entropías tropicales. Deconstrucción de «lo antioqueño»

Emergencia de la cumbia urbana o chucu-chucu

¿Qué es el chucu-chucu?

Características y desarrollo del chucu-chucu

CAPÍTULO 3
Invent(ari)ando el chucu-chucu

Movida musical juvenil: rock and roll tropical bailable

Formalización del género tropical: formatos de conjunto y orquesta

CONCLUSIONES

ANEXO

(Nuevo) brevario del chucu-chucu. Personajes, grupos e intérpretes

Los Teen Agers

Los Falcons

Los Golden Boys

Los Black Stars

Los Hispanos

Los Graduados

Los Monjes

Los Éxitos

Aníbal Ángel

Los Grecos

El Combo de Las Estrellas

El Sexteto Miramar

Afrosound

Pedro Jairo Garcés

Mariano Sepúlveda «Paparí»

Julio Ernesto Estrada «Fruko»

Los Corraleros de Majagual

Gildardo Montoya

REFERENCIAS

TABLA DE IMÁGENES

NOTAS AL PIE

INTRODUCCIÓN

Primero lo primero. ¿Qué es el chucu-chucu? El chucu-chucu es un término onomatopéyico con el que se denominó a la música tropical bailable colombiana, especialmente aquella que denota adaptaciones del folclor de la costa norte colombiana en el interior, esencialmente durante los años 60 del siglo XX, en Medellín, Colombia.

Segundo: ¿chucu-chucu es un término despectivo? En algún momento lo fue. Hoy no. Hay algunas explicaciones tanto para su anatematización como para su reivindicación. Lo cierto es que el término como tal no encierra nada despectivo, y proviene de la emulación del sonido que produce el instrumento idiófono raspador llamado güiro, con lo cual se pretende significar, para sus detractores, monotonía y simpleza rítmica. Muchos géneros musicales han sido bautizados por sus enemigos: el jazz (nombre que en su momento tuvo connotaciones sexuales), el rock and roll (nombre proveniente del argot náutico que significa movimiento que marea), el punk (que significa suciedad), el heavy metal (que significa rusticidad y estridencia), la salsa (que alude a la mezcla indiferenciada). Por otro lado, el uso de onomatopeyas para nombrar ritmos es muy frecuente, los casos del be bop y el chachachá son emblemáticos. En resumen, no hay motivos objetivos para considerar el chucu-chucu como un término despectivo, y de hecho la denominación como tal alude a un componente rítmico destacable que configura un escenario estilístico claro y elocuente, quizás mucho más preciso que el genérico de «música tropical», toda vez que por «trópico» se entienden demasiadas cosas, desde lo geográfico y atmosférico hasta lo idiosincrásico, como para poderlas integrar en una sola denominación.

Tercero: ¿desde cuándo podemos hablar de chucu-chucu? Si nos atenemos a la característica rítmica, que deriva en el nombre como tal, diremos que el uso del güiro con baqueta, dentro del género y que produce ese sonido constante de tres golpes que suenan «chucuchú, chucuchú», apareció en escena como adecuación y reemplazo de los instrumentos de semilla (guache, maracones, etc.). Quizás el intérprete que más lo popularizó en Antioquia fue Guillermo Buitrago, cuya obra permeó un gran territorio rural del interior colombiano, aunque su impronta sólo consiguió revelarse en su verdadera dimensión cuando se constituyeron las simbiosis sonoras entre los músicos, tanto costeños como interioranos, que formaron el circuito musical colombiano de los años 60 en Medellín. Con respecto a la denominación como tal, diremos que si bien el término chucu-chucu es hoy de uso masivo, sólo se tiene constancia de su aparición durante el primer lustro de los años 70, específicamente en la ciudad de Cali. Veámoslo con detalle.

Durante esta época, la juventud caleña se constituía tanto ideológica como idiosincrásicamente alrededor de la salsa y encontraban una incómoda hegemonía de la música tropical, que relacionaban directamente con la idiosincrasia antioqueña. Es verdad que la música tropical para entonces contaba con toda la infraestructura industrial para producción y comercialización, y una parte de la juventud caleña buscaba ansiosa nuevas formas expresivas que parecían invisibles por la preponderancia de la música que entendían como «paisa». La batalla simbólica se emprendió en muchos frentes, pero quizás el que más destacó fue el literario, gracias al célebre escritor, desaparecido prematuramente, Andrés Caicedo. Caicedo escribió un libro realmente destacable en la literatura colombiana llamado ¡Que viva la música!, publicado en 1976, y que él había escrito dos años antes. En él relata las peripecias de una joven (María del Carmen) ávida de vida que atraviesa los bajos fondos de la cultura caleña hasta encontrar la felicidad en las pulsiones elementales de los ritmos afrocubanos, específicamente de la salsa. El libro se relata como un ritual de iniciación que lleva a María del Carmen de norte a sur (este trasegar es tanto geográfico como simbólico) donde poco a poco va transformando su pose de «niña bien» dentro de un entorno de decadencia anglosajona, en una experiencia reveladora de peligro real, donde la vida se expresa en su mayor dimensión. La banda sonora de su ritual iniciático tendrá como base rítmico-musical la obra Richie Ray y Bobby Cruz.

En el libro hay un momento bastante especial: el primer concierto de Richie Ray en Cali. Mucha parte del libro se enfoca en la importancia que dicho evento tuvo para el espíritu de la ciudad, tanto en términos estéticos como idiosincrásicos. Hay, sin embargo, algo que pone en riesgo la perfección de este momento sacro: la participación en tarima de Los Graduados, el grupo de Gustavo «el Loko» Quintero. Los jóvenes de la ciudad se movilizan en torno al evento y tapizan las calles con carteles en los que le exigen a Los Graduados y Los Hispanos y demás cultores del «vulgar sonido paisa» que abandonen la ciudad. El manifiesto caleño dice lo siguiente:

El pueblo de Cali rechaza

A los Graduados, los Hispanos

Y demás cultores

Del «Sonido Paisa» hecho a la medida

De la burguesía,

De su vulgaridad

Porque no se trata de «sufrir me tocó

a mí en esta vida»

sino de «Agúzate que te están velando»

¡¡Viva el sentimiento afro-cubano!!

¡¡Viva Puerto Rico Libre!!1

El concierto ocurre y según la narración, la victoria simbólica de la salsa sobre «el sonido paisa» se habría efectuado por fin. Desde allí, y gracias a la capacidad del arte para transformar la realidad (no olvidemos que el relato de Caicedo es una construcción literaria), esta idea sobre la condición precaria de la música tropical pudo masificarse en el saber popular como dato de realidad efectiva. De cierta manera es comprensible que con el paso del tiempo esta identificación del «sonido paisa» haya tenido difusión, pues fue desde esta élite intelectual (a la que perteneció Caicedo), que el panorama estético colombiano, por gracia del cine caleño, cambió por completo a finales de los años 70. Por lo tanto, esta postura crítica terminó avalándose en entornos intelectuales como un criterio aceptado de autoridad cultural. Lo que ocurría, sin embargo, era muy diferente a lo que narra Caicedo. El concierto referido en la novela ocurrió en la Feria de Cali de 1970, donde Los Graduados, recién conformados y a unos cuantos meses de una gira exitosa en México, fueron acogidos con hilaridad por el pueblo caleño. Incluso, en uno de los titulares del Diario Occidente, se precisó que «La mula rucia pateó al bugalú», refiriéndose a una de las canciones (La mula rucia) más exitosas y al ritmo boogaloo, que para entonces imponía el artista puertorriqueño. Con respecto al supuesto manifiesto caleño en contra del «sonido paisa», Caicedo lo tomó de manera ciertamente jocosa, de un cartel difundido un poco antes en contra del poeta nadaísta Gonzalo Arango, que rezaba lo siguiente:

Mr. Gonzalo Arango & Cía.

Cali lo rechaza

Por utilizar una juventud desorientada

Por traicionarla, engañarla y venderla

Por eludir la realidad nacional con falsas literaturas

Por oportunista (el nadaísmo, Cromos, El Tiempo, Johnson)

La juventud y Cali lo expulsan.

La animadversión expresa en estas líneas por parte de la juventud caleña de los años 70, se deriva de una pugna simbólica entre dos ciudades que buscaban legitimación ideológica a partir de su desarrollo económico, en función de la capital Bogotá. En el contexto musical específicamente, para los años 70, el sentido de la caleñidad aún no contaba con un argumento propio, pues durante la revolución tropical de las disqueras, la escena se concentró en la reivindicación de lo costeño dentro del contexto urbano antioqueño, así que la idea de un «sonido paisa» les brindó el enemigo funcional perfecto. Sobre este punto, Peter Wade interpreta agudamente que

entre los críticos más acérrimos del ‘chucu-chucu’ estaban los salseros urbanos jóvenes, para quienes la salsa era más sofisticada en términos musicales, y más visceral, más dura y rebelde en virtud de sus letras y conexiones con la clase obrera urbana, todo lo cual era importante en el contexto del radicalismo izquierdista de los años 60, que tenía mucha influencia entre los jóvenes de la clase media urbana (Wade, 2002, p. 218).

Esto se hace evidente en los argumentos esbozados por el sociólogo caleño de aquella época Alejandro Ulloa, en su libro La salsa en Cali, quien no tiene reparos en decir que:

Si algo ha hecho la raspa en Colombia (incluso en Venezuela y otros países) fue banalizar la música tropical colombo caribeña, que en los 50 había alcanzado la altura y la calidad de los géneros bailables populares, más importantes del continente. La raspa simplificó la estructura melódica y armónica y en aras del gusto fácil y el mercado rentable, redujo su riqueza musical a la mínima expresión. Pero esta línea sería la más exitosa desde el punto de vista comercial. Su dominancia en el concierto nacional, impuesta por la radiodifusión y la industria discográfica, ha impedido al oído disfrutar otros placeres. De ahí que, en tanto expresión decadente, producto de la cultura masiva, parece apenas lógico en un sistema social también en decadencia (Ulloa, 1986, p. 316).

Y más adelante:

Desafortunadamente, ‘la raspa’ tiene mucha fuerza en Colombia, en las ciudades capitales e intermedias, en los pueblos y provincias apartadas donde se ofrece como la única alternativa de la industria cultural criolla, para la recepción bailable. La raspa es a nuestro juicio la expresión empobrecida de los géneros criollos elaborados en largos procesos que hoy tienden a ignorarse. Aparece como degradación de los géneros costeños, reducidos a un ordinario chucu chucu, decadente en melodía y armonías (Ibid, p. 430).

Es evidente que la idea del chucu-chucu o raspa, como también le decían, convertido en chivo expiatorio servía de útil ideológico para declarar un movimiento emergente de consciencia política urbana de tendencia izquierdista, dentro de un escenario amplio de integración latinoamericana, que se sostenía en la potente emergencia de la salsa. El argumento consistía en que, si la salsa era cosmopolita, intelectual y revolucionaria, el chucu-chucu era agreste, precario y alienante. Si la salsa era caleña, el chucu-chucu era antioqueño. Esta disputa regional y territorial, como sabemos, continuó en otros escenarios extra artísticos, durante la violencia delictiva del narcotráfico en la década de 1980. Ha menguado esta rivalidad cultural, por supuesto, luego de los procesos de conformación idiosincrásica caleña en torno a la tradición del pacífico, que tiende sus raíces hasta África, en celebraciones que integran como instrumento ritual la marimba de chonta. Pero en los años 70 era feroz: «Cali es Cali y lo demás es loma» decían los vallunos; «loma es loma, lo demás se inunda» contestaban los antioqueños. Y de esta rivalidad surge el bautismo que recorre esta investigación: el chucu-chucu.

Sobre el Chucu-chucu se ha investigado muy poco, aunque recientemente hemos visto surgir intereses variados que redundan sobre todo en proyectos artísticos. En términos teóricos no es mucho lo que podríamos inventariar. Existe un trabajo para Radio Nacional del Ministerio de Cultura, dirigido por Fernando España, que consiste en una serie radial de 4 capítulos, Brevario del chucu-chucu2 (2000), que integra la colección Músicas colombianas: Que suene la radio. La serie consiste en una presentación general de la historia de la música tropical bailable colombiana grabada entre las décadas del 60 y 90. Otro referente, ya en términos impresos es el texto ¡Qué viva el chucu-chucu!3 (1995) del escritor Rafael España, donde hace una recorrido de carácter autobiográfico sobre su relación con la música tropical bailable de los años 60, aunque sin distinguir propiamente los procesos de conformación, tanto a nivel industrial como de difusión a nivel regional y transnacional, con lo que elude todo tipo de clasificación o taxonomía y recoge en un mismo conjunto la producción colombiana y la venezolana. Sobre el fonograma de Fernando España, diremos que cuenta con más rigor analítico que el de su homo-antroponímico Rafael, aunque debido al formato limitado de la radiodifusión se ve conminado a tiempos expositivos muy cortos donde sólo puede dar cuenta genérica de los que él considera las «fases» del chucu-chucu, integrándolas a ejemplos de piezas sonoras, a nuestro entender, no siempre muy afortunados. Rescataremos, sin embargo, algunos puntos relativos del recorrido de Fernando España, que pueden acogerse a una ruta estable en la comprensión de este fenómeno musical antioqueño.

Fernando España declara como chucu-chucu toda la producción tropical bailable en Colombia, incluyendo la fase de conformación sonora liderada por Lucho Bermúdez y compañía durante la década de 1940. Divide el proceso en 4 momentos de manera cronológica, así:

1. Porro, cumbia y salón: décadas del 40 al 60, donde se produjo el grueso de las creaciones provenientes de la costa Atlántica y que fue liderada por Lucho Bermúdez, Pacho Galán y Edmundo Arias, estructurada desde los formatos Big Band provenientes del jazz norteamericano y de sonora, provenientes de la música cubana.

2. «Vulgar sonido paisa», donde destaca el manifiesto de Andrés Caicedo en su libro ¡Que viva la música!, ya referido un poco antes, y que le sirve al autor para exponer el movimiento antioqueño que consiste en la «cachaquización» de la música del caribe colombiano. Rescatamos lo siguiente, en palabras del propio autor:

Digamos que este período que se prolongó a lo largo de dos décadas y que aún está vigente en variadas formas, ha sido el período más peyorativamente tratado de la música tropical bailable colombiana, tan es así que sus realizadores son considerados por especialistas, melómanos y analistas como lunares de la música, el arte y la cultura nacional, sin embargo otra opinión se reservan una gran mayoría de colombianos, que ven en esa generación depositada buena parte de sus alegrías, sentires y afectos.

España presenta este escenario asertivamente dentro del imaginario abierto por Caicedo y cohorte en los años 70 desde Cali, como un período nunca aceptado por la crítica musical académica de Colombia, separándola de la tradición tropical bailable colombiana, en general.

3.En Venezuela se baila el porro. Este capítulo aborda el proceso de adaptación de la música tropical colombiana en la industria discográfica venezolana, posible según el autor a la gran bonanza económica del país vecino respaldada en el petróleo y la inversión mutua en las relaciones comerciales, así como la gran movilidad de habitantes entre naciones. España, de nuevo de manera acertada, señala que el aporte venezolano al repertorio de la música colombiana fue escaso, pero que cabe resaltar el reconocimiento que desde allí se dio al talento musical colombiano y al rescate de ritmos que para entonces no eran tan relevantes en Colombia, como el vallenato.

4. Reciclaje audiovisual. El autor presenta en este segmento algo que, a nuestro entender nada tiene que ver con el fenómeno chucu-chucu, pero que define como el período entregado a la difusión televisiva del video que debía acompañarse por nuevas reglas de orden comercial y publicitario, derivando en nuevos códigos de interpretación y ajustadas al revival de la tradición musical colombiana de cualquiera de las tres fases mencionadas previamente. Cita los casos de Carlos Vives, Moisés Angulo, Iván y sus Bam Bam, Alquimia, Tupamaros. España declara esta fase como la más pobre musicalmente definiéndola desde intereses mercantiles y comerciales.

El escenario presentado por España hubiera valido para una investigación más profunda, que quizás le permitiera reorganizar mejor las fases presentadas y definir más adecuadamente los alcances de sus pesquisas que, para el formato empleado (la serie fonográfica) valoramos muy ambiciosos. Diremos al respecto que la idea de compactar en el chucu-chucu toda la tradición tropical bailable colombiana, termina por insertar su estudio dentro de la tradición abierta por el regionalismo caleño que en manos (por ejemplo) de Alejandro Ulloa declaraba como chucu-chucu o raspa todo aquello que se separara ideológicamente de la salsa, como lo citábamos antes, apoyándonos en Wade. Nos parece que los límites que separan la producción de los años 40 y 50 se define por construcciones, tanto sensorio-motrices como simbólicas distintas, y deben marcarse claramente las fronteras para entender donde se producen los relevos posteriores de la generación tropical juvenil residente en Medellín, en la conformación discursiva de lo folclórico y popular en contextos regionales dentro del relato de nación. Sin embargo, este aporte de España nos permite en retrospectiva determinar que buena parte de nuestra noción de ethos nacional, desde la perspectiva sonora y sensorio-motriz ajustada a ritmos y valores, está filtrada por aquello que se ha dado en llamar chucu-chucu.

Ahora bien, con respecto a su interpretación de que aquella cuarta fase de fusiones «tropipop» de los años 90, pueda incluirse en el marco del chucu-chucu, estamos en total desacuerdo, pues consideramos que este fenómeno musical se determina por devenires estructurantes en la construcción de un ethos territorial, según ritmos, valores y ritornelos que dan sentido colectivo de carácter regional, cuyas implicaciones redundan tanto ideológica como culturalmente. Como último punto referimos, también, nuestro desacuerdo con incluir el proyecto de Carlos Vives y Los Clásicos de la Provincia, en lo cual España coincide con el investigador Peter Wade, a quien presentaremos enseguida, como fenómeno de frivolización de la música tropical colombiana, pues lo vemos, en sentido diametralmente opuesto: como una adecuación renovadora que determina un pensamiento del pasado con formas del presente, aun cuando los momentos de gestación del proyecto coincidían con estrategias comerciales televisivas, sostenidas en la serie dedicada a Rafael Escalona y que protagonizó el propio Vives, quien ya había intentado la incursión en el mundo musical a través de la balada pop. Pese a estos datos, que poco incentivan el valor de seriedad al proyecto, hay que decir que en general la escogencia de músicos por parte de Vives fue adecuada y el concepto con el cual se grabaron las canciones cumple con presupuestos estéticos suficientes para otorgarles un lugar importante en la producción discográfica popular colombiana.

Una tercera aproximación es la excelente investigación del antropólogo inglés Peter Wade, Música, raza y nación: música tropical en Colombia (2000), en el que hace un cuidadoso recorrido del proceso de integración de la música costeña en el imaginario nacional desde las ideas de raza y de patria en Colombia, donde las dinámicas de adopción y recepción cultural fueron desplazándose de criterios unívocamente interioranos, para la primera mitad del siglo XX, hacia imaginarios y formas simbólicas de la costa norte colombiana, gracias a estrategias comerciales y necesidades políticas, que se entramaban con urgencias identitarias focalizadas en pugnas regionales. En este recuento Wade alude, por supuesto, al período de inserción de lo tropical bailable en Medellín y Bogotá, tratando de configurar de la manera más objetiva posible el escenario de hibridaciones constantes en las adopciones sonoras y sensorio-motrices provocadas por la invasión costeña, cosa que logra de manera plausible, recurriendo no sólo a interpretaciones propias, sino a la presentación de testimonios directos de personas que sirven de testigos de época. Sobre este estudio nos apoyaremos con cierta frecuencia en las líneas que siguen, por lo cual no profundizaremos en este momento.

De publicación mucho más reciente podemos citar un trabajo documental audiovisual del año 2012 producido en el canal Señal Colombia. El documental hace parte de la serie Los puros criollos, dirigido por Néstor Oliveros y presentado por Santiago Rivas. Los puros criollos es una serie acerca de la construcción simbólica colombiana en torno a imágenes, ideas, objetos de los que la tradición social se ha ido apropiando con el paso del tiempo. El capítulo de la serie que mencionaremos versó sobre la música tropical bailable colombiana y fue emitido el 17 de septiembre del año 2012. En él, se hace especial énfasis en la colección de Discos Fuentes, 14 Cañonazos Bailables (publicada desde el año 1961), la cual se utiliza como ruta narrativa para mencionar algunos de los intérpretes, en una dinámica ágil de entrevistas con músicos, coleccionistas e investigadores del género. Destacaremos la relevancia que dan a las figuras de Gustavo Quintero y Julio Ernesto Estrada, personajes determinantes en nuestra investigación, pero cuestionamos ligerezas investigativas en torno al fenómeno, que estandarizan con cierta frivolidad, dejando fronteras demasiado difusas entre géneros como la cumbia, el porro, la parrandera paisa, la salsa, etc… y, por otro lado, saltos narrativos un poco forzados tanto entre épocas y regiones como en lo relativo a las propias agrupaciones.

También como documento valioso está el trabajo de Óscar Hernández, Los mitos de la música nacional. Poder y emoción en las músicas populares colombianas. 1930-1960, publicado por el Fondo Editorial Casa de las Américas en 2015. En él, Hernández analiza profundamente las relaciones entre la música y la fabricación de lo emocional con implicaciones ideológicas en Colombia, según aparatos discursivos que redundan en sistemas semióticos y contextos epistémicos concretos. Uno de sus capítulos se refiere a la «costeñización» musical del país, siguiendo la estela abierta por Wade, y señala, según una interpretación similar, que la construcción simbólica del fenómeno chucu-chucu depende de intereses específicos sensibles de análisis que no pueden ser generalizados discursivamente, en un esfuerzo por neutralizar, con logros satisfactorios, frecuentes maniqueísmos analíticos sobre este tópico. Otra iniciativa importante a resaltar es la del coleccionista y locutor Alberto Burgos Herrera, quien en su libro Antioquia bailaba así, de 2011, recurrió a fuentes primarias, en un trabajo dispendioso y encomiable, con el fin de presentar de forma impresa la transcripción exacta de sus entrevistas, y aunque no encontrásemos en él una postura crítica del fenómeno, sí valoramos el esfuerzo compilatorio y de sistematización documental.

De nuestra parte, hace poco presentamos una versión alterna a esta investigación, bajo el nombre de Arqueología del chucu-chucu. La revolución sonora tropical urbana antioqueña. Medellín, años 60 y 70, publicado en el año 2014 por la Secretaría de Cultura Ciudadana de Medellín. En él emprendíamos un viaje analítico a través de la construcción simbólica del chucu-chucu como discurso ideológico de región, que configuraba ideas identitarias en torno a la región antioqueña. Dicha construcción, a nuestro entender, fue trazada extemporáneamente y no precisamente en la época del surgimiento del género, ni en la ciudad de Medellín propiamente. Como ya lo hemos esbozado, ciertas tensiones ideológicas de construcción sistemática, llevaron a identificar el chucu-chucu con una suerte de «sonido paisa», a partir de intereses concretos según un contexto histórico, mas esta idea identitaria no obedecía a un plan político o ideológico, fue de hecho, resultado de una estrategia comercial que consistió en establecer escenarios dinámicos de hibridación y mezcla sonora y rítmica.

El concepto de arqueología lo tomábamos directamente de Michel Foucault (2010), y nos sirvió para determinar escenarios de construcción discursiva que derivaban en acepciones semánticas en contextos populares. A preguntas sobre la continuidad, la secuencialidad, la homogeneidad o la significación, muy caras al discurso historicista, la arqueología se cuestiona por las formas discursivas estratificadas según niveles y periodizaciones, serializaciones y niveles de conformación en bloques y frecuencias. El problema de la arqueología no son las totalizaciones y las descripciones globales que giran alrededor de un mismo y único centro, del que se derivaría la significación y la propia forma del conjunto, sino las transformaciones, los desplazamientos, los umbrales, las distribuciones relativas y redistribuciones funcionales en el marco de discursividades. Así, el estudio de las conformaciones discursivas ofrece una perspectiva crítica sobre las relaciones de poder ínsitas a la legitimación de ciertos estatutos de verdad con respecto a situaciones, hechos o acontecimientos. No se trata por tanto de un hallazgo de la «verdad oculta», y tampoco del desarrollo dialéctico de contraversiones que confluyen en una idea «pura».

Con respecto al chucu-chucu nos interesó revisar el carácter conflictivo localizable al interior del discurso desligitimador, cuya voluntad de verdad redundaba en la negación obtusa de variedades interpretativas, conminándolo a ser una suerte de «estética menor», en sentido peyorativo, de poco valor artístico, dentro de un contexto alienante de consumo que sólo pretendía la diversión popular masificada y no reflexiva. Según esta perspectiva, surgieron dos formas enunciativas concretas desde las que se podía «significar» el chucu-chucu. Son las siguientes:

- «Chucu-chucu es todo aquello que no es salsa»

- «El chucu-chucu es la degeneración de la música tradicional costeña colombiana»

En el caso del primer enunciado: «chucu-chucu es todo aquello que no es salsa», exponíamos que dentro de la variedad de móviles insertos en el enunciado existen tanto razones de orden comercial-mercantil como de carácter ideológico. En el plano comercial-mercantil, la industria colombiana, para finales de los años 60, se enfrentó con el «boom latinoamericano» musical, encarnado en el sello Fania Records, que recogía de manera estratégica la poderosa generación de músicos inmigrantes en Nueva York durante las décadas de los 50 y 60. Durante esa época, la infraestructura discográfica residente en Medellín y especialmente el sello Discos Fuentes podría analogársele en su influencia cultural al sello neoyorquino, pero a partir de repertorios de música tropical y principalmente en la región suramericana (aunque con capacidad exportadora que llevó los repertorios hasta Centroamérica y México). Se creó entonces una curiosa disputa por los públicos latinoamericanos, hasta tal punto que en Discos Fuentes decidieron apostarle a un proyecto de salsa, aunque en los casi diez años de existencia formal de este género nunca lo hubieran considerado. Este proyecto fue Fruko y sus Tesos, liderado por el músico antioqueño Julio Ernesto Estrada Rincón. Pues bien, dicha apuesta ciertamente tardía comercialmente hablando, dado que para 1968, año de conformación del proyecto, el sello Fania llevaba ya más de 6 años de existencia, logró llamar la atención de la importancia que se trazaba en el consumo de música dividido entre lo Tropical Bailable y la Salsa. En este sentido podríamos decir que, para el desarrollo comercial de distribución y consumo, la industria encontró una forma concreta de separar genéricamente la música urbana afro-cubana, de contexto caribeño (Mar Caribe) y la tropical bailable, cuya producción hibridaba sonidos andinos interioranos con rítmicas costeñas colombianas. Esta apuesta distintiva de los géneros tiene un contexto netamente comercial.

De otro lado, el genérico «salsa» sirvió, en contexto estrictamente colombiano, para representar la necesidad de afianzamiento ideológico y regional de carácter reactivo por parte de cierto sector de la juventud caleña de los años 70. Dadas las condiciones hegemónicas del movimiento tropical bailable producido en Medellín, dato comprobable por los testimonios de los músicos y promotores,4 así como la referencia de los carteles de programación de las Ferias de Cali con abundante presencia de grupos de chucu-chucu, es plausible pensar en cierta reivindicación de un movimiento minoritario frente al fenómeno cultural masivo (y por ende hegemónico). De hecho, en el libro citado de Alejandro Ulloa, La salsa en Cali, aparecen algunas explicaciones acerca de una suerte de «competencia musical caleña» (ver Ulloa, 1986, p. 406 y siguientes) que permite el juicio crítico sobre la producción comercial anodina de la raspa o chucu-chucu. No ahondaremos más sobre este aspecto ahora, y remitimos al lector a la lectura de la publicación citada anteriormente: Parra, 2014.

Sobre el segundo enunciado, a saber, «el chucu-chucu es la degeneración de la música tradicional costeña colombiana», nos interesó revisar el carácter contradictorio que conlleva esta idea y su voluntad de verdad. La idea de «tradición musical costeña» se ha construido sobre discursos historicistas, que pretenden dar un sentido lineal y evolutivo de los procesos culturales que basan muchas posturas en consonancia con intereses de orden político e ideológico. Uno de los discursos ejemplarizantes ha sido el de la cumbia como matriz rítmico-sonora de la tradición costeña colombiana. Una buena cantidad de académicos, folcloristas y músicos han coincidido en la propuesta evolucionista de la música costeña colombiana, según una fuente matricial de la que todo se deriva.5 Esta idea lineal, basada en cierto «sentido común» con respecto a la organología sonora, plantea procesos que van desde la gaita y la flauta de Millo hasta los clarinetes, saxofones y pianos. Sin embargo, estudios como el de Ochoa, F. (2013), revelan inconsistencias en la relación cronológica entre los usos de estos instrumentos. Las inconsistencias que surgen están atadas a su vez a las dinámicas de grabación y difusión de las músicas en los años 40 y 50. La revolución del disco vinilo y el desarrollo de la industria radiofónica son elementos claves para interpretar las formas de aprehensión de tipos de música tanto a nivel nacional como internacional. Para establecer una línea cronológica es necesario «creer» en un fondo prístino evolutivo que ubica los ritmos e instrumentos genuinos en un pasado imperturbado que se expresa «naturalmente». Sabemos que es imposible reconocer dicho «pasado» y que su reconstrucción mitificante, siempre extemporánea, obedece más a necesidades de orden ideológico que a razones objetivizantes e investigativas. El tipo de folclorismo ínsito en las decisiones mitificantes desconoce (o debe hacerlo), los procesos de influencia directa que los dispositivos técnicos de las tecnologías dominantes van ejerciendo. Es claro que la difusión de repertorios durante la primera mitad del siglo XX a través de los discos y la radio influyó directamente en los músicos que hacían «música tradicional» y si bien las instrumentaciones tardaban en llegar, las formas melódicas y estructuras armónicas se diseminaban de manera inevitable «contaminando» las ideas «genuinas» de las regiones. Esto por poner un ejemplo.

Es importante, pues, decidir qué se dijo y sobre todo quién lo dijo, de acuerdo con las urgencias argumentativas ligadas con contextos ideológicos, para determinar las razones, no de los hechos, sino de la argumentación. De aquí que sea tan revelador el régimen de verdad impuesto por el academicismo a la producción musical colombiana, de carácter casi totalmente tropical, que la definía como simple, intrascendente y desechable. Por ello, el análisis de los discursos, a partir de los enunciados, es necesario para reconocer no sólo lo dicho sino sobre todo por qué y para qué se dijo. Además, y, sobre todo, reconocer o sacar a la luz aquello que no se dijo, revelando por qué y para qué no se dijo