TE VEO


V.1: febrero, 2019

Título original: I Am Watching You


© Teresa Driscoll, 2019

© de la traducción, Víctor Ruiz Aldana, 2019

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2019

Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción parcial o total de la obra en cualquier forma.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen de cubierta: Media Whalestock / Shutterstock

Corrección: Cristina Riera Carro


Publicado por Principal de los Libros

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@principaldeloslibros.com

www.principaldeloslibros.com


ISBN: 978-84-17333-59-1

IBIC: FH

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

TE VEO

Teresa Driscoll



Traducción de Víctor Ruiz Aldana

para Principal Noir

4

Sobre la autora

3


Teresa Driscoll ha trabajado como periodista a lo largo de más de veinticinco años, de los cuales ha sido presentadora del telediario de la BBC durante quince, y a lo largo de su trayectoria profesional siempre ha ahondado en historias que le han mostrado la parte oscura de la vida. Mientras cubría casos de crímenes en su trabajo, era testigo de los efectos colaterales que causaban y la conmovían muchísimo, así como del tremendo impacto que tenían en las familias, amigos y testigos implicados. Son precisamente esos efectos colaterales los que explora en sus novelas.

Teresa vive en Devon, un precioso condado de Inglaterra, con su marido y sus dos hijos. Sus novelas se han publicado en más de diez idiomas.

TE VEO

«Soy la mujer del tren que no hizo nada. Pero ¿y tú, qué habrías hecho?»


Cuando Ella Longfield oye a dos jóvenes atractivos flirtear con dos adolescentes en un tren, no le parece nada raro, hasta que escucha que ellos acaban de salir de la cárcel. Su instinto le dice que tiene que intervenir, pero finalmente no lo hace. Al día siguiente, las noticias anuncian la desaparición de Anna Ballard, una de las jóvenes del tren.

Un año después, Anna sigue desaparecida. Ella, que todavía se siente culpable por no haber hecho nada, empieza a recibir postales con amenazas que le hacen temer por su vida.

Entonces, en el aniversario de la desaparición, se descubre que los amigos y la familia de Anna ocultan algo. Además, Sarah, la amiga con la que Anna viajaba en el tren, confiesa que no dijo toda la verdad acerca de lo que sucedió aquella noche en Londres.

¿Dónde está Anna Ballard?



Una chica desaparecida.

La pesadilla de una testigo que no hizo nada.

Una telaraña de mentiras.


Número 1 en Estados Unidos, Reino Unido y Australia

Más de medio millón de ejemplares vendidos

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CONTENIDOS

Portada

Página de créditos

Sobre este libro


Julio de 2015

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Julio de 2016

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Te veo

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Te veo

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Te veo

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Te veo

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Epílogo


Nota de la autora

Agradecimientos

Sobre la autora

Agradecimientos


El oficio de escritor puede ser muy solitario, por lo que debo dar las gracias a mi maravillosa familia y a todos mis amigos por su apoyo, por creer en mí y resignarse cuando desaparecía y me encerraba en el despacho, mientras me preguntaba si algún día llegaría a escribir el punto final.

Quiero dar las gracias en especial a mis editores, Jane Snelgrove y Sophie Missing, pacientes y con mucho talento, quienes han nutrido este libro con mimo y conocimiento y me han tranquilizado cuando he perdido los nervios. Muchas gracias a las dos.

También quiero dar las gracias a los lectores y los blogueros que han respaldado mis obras con tanto cariño. Vuestras sugerencias y apoyo son inestimables.

Y, por último, un agradecimiento mayúsculo a mi agente, Madeleine Milburn, quien ha luchado por mi carrera desde el principio. Te debo muchísimo.



Julio de 2015

Nota de la autora


Te agradezco mucho que hayas leído Te veo. Para mí es muy especial ver este libro publicado, porque la idea original se me ocurrió hace mucho tiempo.

Un día, estaba yendo hacia Londres cuando dos chicos jóvenes se subieron al tren, cada uno con su bolsa de plástico negro. Cuando descubrí por qué, me turbó un poco y a la vez me intrigó sobremanera, de modo que, claro, mi lado de escritora se puso a trabajar. En aquel viaje real no sucedió nada digno de mención, pero la imaginación trabajaba a toda máquina: y si ha ocurrido esto; y si ha ocurrido aquello…

En esa época estaba desbordada de trabajo con una serie de proyectos, por lo que inicialmente escribí la historia en forma de relato breve. Sin embargo, Anna se me aparecía con insistencia, tanto que sentía como si me estuviera persiguiendo. Estaba convencida de que tenía más cosas que decir y que, por tanto, aquello tenía que convertirse en un libro.

He trabajado durante muchos años como periodista y siempre me ha afectado muchísimo el impacto que los crímenes tienen en la vida normal y corriente de otras personas (no solo en la de las víctimas, sino también en las de los testigos). Hay tantos efectos colaterales… Creo que por eso no podía deshacerme de la idea de esta novela. Así que, cuando por fin conseguí volver a trabajar en ella y Ella se postuló como protagonista, supe que no solo quería que la atención recayera sobre la familia de Anna, sino también en la de Ella.

Así que supongo que entenderás lo que significa para mí ver hecho realidad el germen de aquella idea. Gracias de nuevo por haber leído este libro y, si te ha gustado, te agradecería enormemente que publicaras una reseña en Amazon. Este tipo de comentarios ayudan mucho a que otros lectores me conozcan.

También disfruto muchísimo cuando los lectores me mandan mensajes, así que no dudes en ponerte en contacto conmigo. Mi página web es www.teresadriscoll.com y puedes saludarme en mi cuenta de Twitter @TeresaDriscoll o en mi página oficial de Facebook: www.facebook.com/TeresaDriscollAuthor.


Un saludo afectuoso,

Teresa

Capítulo 1

La testigo


Me equivoqué. Ahora lo sé.

La única razón por la que actué como lo hice fue por lo que oí en aquel tren. Y te pregunto: ¿cómo te lo habrías tomado tú?

Hasta aquel momento, nunca había creído que yo fuera una mojigata o una ingenua. A ver, de acuerdo, recibí una educación bastante convencional —para algunos incluso podría decirse que sobreprotegida—, pero bueno, la gente crece y madura. He vivido un poquito, he aprendido un montón. También debo decir que he llevado una vida normal y corriente, en lo que a la escala de Richter del comportamiento moral se refiere, y por eso me afectó tanto lo que oí.

La cuestión es que me habían parecido buenas chicas.

Claro que yo tampoco debería aguzar el oído para escuchar conversaciones ajenas. ¿Pero no te parece que es inevitable cuando vas en transporte público? Hay montones de personas que gritan con el móvil pegado a la oreja mientras otros pasajeros suben el volumen para rivalizar con ellas, para que también se los escuche.

Pensándolo mejor, puede que no me hubiera centrado tanto en su diálogo si el libro que llevaba hubiera sido mejor, pero, muy a mi pesar, había comprado la novela por la misma razón por la que había adquirido la revista que tenía los aerogeneradores en la portada.

Una vez leí en alguna parte que cuando llegas a los cuarenta, en principio, te importa más lo que tú opinas de los demás que lo que ellos opinan de ti. Si así fuera, ¿por qué diantres a mí todavía no me ha ocurrido y sigo esperando?

«Si te quieres comprar la revista ¡Hola!, cómpratela, Ella». ¿Qué más dará lo que piense el estudiante aburrido que atiende en la caja?

Con todo, soy incapaz. Finalmente opto por una críptica revista sobre ecología y medio ambiente y una biografía decente, de modo que, para cuando los dos chicos se suben en la estación de Exeter, cada uno cargando con una bolsa de basura negra, yo ya estoy aburrida como una ostra.

Y ahora voy a hacerte una pregunta: ¿qué pensarías al ver a dos jóvenes que suben al tren con una bolsa de basura negra cada uno? Yo, que no sé qué contienen las bolsas y que soy madre de un adolescente cuya habitación incumple todas las leyes de seguridad e higiene, solo pienso: «¡Cómo no! Porque no habéis podido encontrar ni una bolsa de deporte, ¿verdad, chicos?».

Son unos escandalosos y se dedican a hacer el payaso, como tantos veinteañeros. Suben al tren por los pelos, mientras el orondo jefe de estación les dedica silbidos furiosos de desaprobación.

Después de pasarse un rato jugueteando con la puerta automática —abre, cierra, abre, cierra—, algo que, por supuesto, les parece de lo más gracioso, se acomodan en los asientos más cercanos a la rejilla del portaequipajes. Sin embargo, por lo visto, divisan a dos chicas de Cornualles y, tras intercambiar una mirada de complicidad, continúan por el vagón hasta los asientos que hay justo detrás de ellas.

Sonrío para mis adentros. ¿Ves? No soy una aguafiestas, yo también he sido joven.

Observo cómo las muchachas se callan, tímidas de repente, y una contempla a la otra con los ojos muy abiertos: sí, uno de los jóvenes es sumamente atractivo, parece un modelo o un miembro de una banda de chicos. Y toda la situación me hace recordar esa sensación tan especial en la barriga.

Seguro que sabes a qué me refiero.

Por eso, ni me sorprende ni desapruebo en absoluto que los dos muchachos se levanten y el guapo se incline por encima de los asientos para preguntar a las chicas si quieren algo de la cafetería, «aprovechando que voy para allá».

A continuación, se presentan y, tras unas cuantas risitas, empieza el espectáculo.

Después de dos cafés y cuatro cervezas, los chicos ya se han sentado con ellas; el grupo está lo bastante cerca para que pueda seguir la conversación con todo detalle.

Sí, ya lo sé: no debería aguzar el oído, pero de eso ya hemos hablado. Recuerda que estoy aburrida y que son unos escandalosos.

Pero volvamos al tema. Las chicas confirman lo que yo ya había intuido mientras ellas charlaban. Esta es la primera vez que viajan solas a Londres para visitar la capital: es un regalo de sus padres para celebrar que han terminado el bachillerato. Se alojarán en un hotel barato, tienen entradas para Los miserables y les hacía muchísima ilusión.

—Es coña, ¿no? ¿En serio nunca habéis estado en Londres solas? —Karl, el muchacho que parece haber salido de una boy band, se ha quedado pasmado—. Sabéis que puede ser un sitio peligroso, Londres, ¿eh? Tenéis que ir con cuidado. Cuando salgáis del teatro, pillad un taxi, no el metro. ¿Vale?

Karl me empieza a caer bien. Les recomienda tiendas y ciertos tenderetes del mercado y también una discoteca donde, según él, no correrán ningún peligro si les apetece bailar al son de música decente después de haber visto el musical. Les apunta el nombre en un trocito de papel. Se ve que conoce al portero. 

—Decidle que vais de mi parte, ¿vale?

Y, entonces, Anna, la más alta de las dos amigas de Cornualles, les pregunta por las bolsas negras, algo que agradezco, porque a mí también me pica la curiosidad. Esbozo una sonrisa al imaginarme como ellas les tomarán el pelo.

«Ay, hombres, siempre tan desorganizados. Cómo sois, ¿eh?».

Nada más lejos de la realidad.

Los chicos acaban de salir de la cárcel. Las bolsas negras contienen sus efectos personales.

En ese momento, oigo con claridad el ruido que hago al tragar: una bocanada de saliva me inunda la parte de atrás de la garganta. Se me acelera el pulso y me retumba, desagradable, en el oído.

La conversación se detiene durante unos segundos, pero no los suficientes. Con demasiada presteza, las chicas vuelven a la carga:

—Es broma, ¿no?

No, no es broma. Se ve que han decidido ser francos con todo el mundo. Han cometido errores y han pagado por ello, pero no van a avergonzarse.

Bueno, chicas, terminemos de mostrar sus cartas. Karl ha cumplido condena en la cárcel de Exeter por agresión; Antony, por robo. Karl solo defendió a un amigo, tío, y —jura y perjura que— volvería a hacerlo. Estaban en un bar y se empezaron a meter con su colega, y Karl no soporta a los matones.

Mientras, yo trato de comprender la paradoja de agredir a los matones para detenerlos, y dudo sobre si de verdad meten en la cárcel a gente por pequeños altercados. Sin embargo, parece que las chicas están fascinadas y, llenas de una inocencia dulce y generosa, les responden que ser leal es bueno y que una vez un tipo había ido a su instituto para explicarles cómo le había cambiado la vida después de cumplir condena por temas relacionados con las drogas. Se ve que tenía el cuerpo entero lleno de tatuajes. «Pero todo entero, ¿eh?».

—Bua, la cárcel. ¿Cómo es?

Entonces, decido plantearme mi papel es esta situación.

Me imagino a la madre de Anna de espaldas a su cocina tradicional, calentándose ante los hornos Aga, mientras le pregunta a su marido, preocupada, si su pequeñina estará bien, y él le contesta que se tranquilice: «Crecen muy rápido. Son sensatas. No les va a pasar nada, cariño».

No obstante, yo creo que sí les va a pasar algo, ya que ahora Karl sugiere que lo mejor sería que alguien que conozca bien Londres las acompañe durante el viaje por la capital.

Karl y Antony se quedarán en casa de unos amigos en Vauxhall y les apetece montar una fiesta en condiciones para celebrar la puesta en libertad. ¿Por qué no quedan cuando ellas salgan del musical y van todos juntos a la discoteca?

Llegados a este punto, decido que tengo que llamar a los padres de las chicas. Han nombrado el pueblo del que son y resulta que Anna vive en una granja. Vamos, que no hay que ser un genio. Podría llamar a la oficina de correos o al pub de la localidad: ¿cuántas granjas puede haber?

Con todo, ahora Anna ya no lo tiene tan claro. Al contrario. Les dice que deberían acostarse pronto para poder ir de compras temprano al día siguiente. Es que, claro, ya lo han planeado y primero tienen que ir a Liberty porque Sarah está empeñada en probarse algo de Stella McCartney y hacerse una foto con el móvil.

«Qué buena chica», pienso. «Qué sensata. Ahórrame el tener que intervenir, Anna». Pero la cosa se complica, porque, al parecer, Sarah le ha echado el ojo a Antony. Vuelven a ir a la cafetería y, cuando regresan, se intercambian los asientos: ahora Anna está sentada junto a Karl, y Sarah, junto a Antony, que le está contando a esta última lo mucho que se arrepiente de haberse jodido la vida. Según él, había recurrido a la delincuencia por pura desesperación, porque no encontraba trabajo y no podía mantener a su hijo.

«¿Hijo?».

Ahora sí que estoy consternada. Al amparo del cobijo que me ofrece mi vida de color de rosa, me achico cada vez más al oír cómo Antony le cuenta a Sarah que está luchando con su ex para que se le conceda el derecho de visita, y que de ninguna manera va a permitir que su hijo crezca sin conocer a su padre:

—¿No te parece que sería horrible, Sarah? ¿Que mi hijo crezca sin siquiera conocer a su padre?

Esta vez es Sarah quien me sorprende: tiene la voz entrecortada y responde que cree que es muy guay que se preocupe tanto, porque no todos los padres jóvenes harían lo mismo, sino que rehuirían su responsabilidad. 

—Y nosotras dando la lata sobre Stella McCartney; me siento fatal.

La verdad es que ahora ya no sé qué pensar. ¿Qué sabré yo, que soy madre de un hijo y que solo trato de evitar que no vea películas para mayores de dieciocho?

Comienza entonces una hora de susurros durante la que hago lo posible por ponerme a leer de nuevo, por intentar comprender las ventajas de la generación más silenciosa de aerogeneradores del mercado, pero, en ese momento, Antony y Sarah vuelven a la cafetería. «Más cerveza», pienso. «Muy mal, Sarah». Y, en este instante, tomo una decisión.

Sí. Yo también voy a ir a la cafetería con el pretexto de que necesito café, y en la cola o por el pasillo voy a fingir que tengo problemas con el móvil. Le pediré ayuda a Sarah, con la esperanza de alejarla de Antony y poder hablar con ella en privado, y la avisaré de que o se deja ya de tonterías o llamaré a sus padres. «Ahora mismo, ¿te queda claro, Sarah? Puedo averiguar su número de teléfono».

Tres vagones nos separan de la cafetería. Voy topando con los asientos al pasar por el segundo vagón, me doy golpes en los muslos y, cuando atravieso las puertas automáticas hacia la zona del acople, busco el móvil que llevo en el bolsillo de la chaqueta.

Justo en ese momento los oigo.

No tienen ni una pizca de vergüenza. Ni siquiera intentan ser discretos. Escandalosos y arrogantes, se están enrollando encerrados en el baño, como un par de animales en celo.

Sé que son ellos por lo que dice él: que hace mucho de la última vez, que está muy agradecido.

—Sarah, madre mía, Sarah…

Sí, lo admito: me he quedado muda de la impresión. La humillación que me embarga me enciende las mejillas. Estoy furiosa, con la respiración entrecortada. Me desespero: quiero huir de esos ruiditos a toda costa.

Qué vergüenza, qué inocente soy. Qué suposiciones tan ridículas he alimentado.

Sigo chocando con los asientos al recorrer el pasillo hasta el siguiente par de puertas automáticas y entro en el otro vagón, sin resuello y aturullada, mientras trato de poner tierra entre la evidencia de mi error de juicio y yo.

«¿Cómo que buenas chicas?».

En la cola de la cafetería, me vuelve a retumbar el pulso en el oído mientras me pregunto si los habrá descubierto otra persona. O si incluso ese alguien habrá dado parte.

Aunque yo misma me rebato: «¿Dar parte? ¿A quién van a dar parte, Ella? ¿Pero tú te estás escuchando? La gente hará lo que tendrías que haber hecho tú desde el principio: no meter las narices donde no te llaman».

A partir de aquí, lo que siento se transforma, y comienzo a preguntarme cómo he podido llegar a perder el contacto con la realidad, a ser tan estirada. Cómo he podido convertirme en una mujer que evidentemente no tiene ni idea de la realidad de los jóvenes. O de cualquier otra cosa.

De pronto, la cabeza se me llena de un caleidoscopio de recuerdos. De imágenes con las puntas ajadas. De las revistas que habíamos encontrado en la habitación de nuestro hijo. De aquella noche, al volver pronto del cine, cuando descubrimos a Luke intentando anular la seguridad de Sky para ver porno.

Así que en este tren del demonio me doy cuenta de que necesito hablar con mi marido con urgencia. Con mi Tony. Él me ayudará a reencontrar el norte.

Necesito que me diga si el problema no lo tienen ellos, sino yo. «¿Estoy haciendo un ridículo espantoso, Tony? No, en serio, necesito que me digas la verdad. Recuerda cuando tuvimos aquella discusión por los canales de Sky y las revistas de Luke».

¿Soy la mujer más mojigata del mundo? Lo soy, ¿verdad?

De hecho, trato de llamarlo esa misma noche desde el hotel, después de la conferencia. Quiero contarle que he hecho lo más razonable y me he ido a la otra punta del tren, que he dejado de meterme donde no me llamaban. Que es evidente que las chicas eran lo suficientemente espabiladas para apañárselas solas.

Sin embargo, parece que ha salido y no se ha llevado el móvil; es una de las pocas personas que todavía cree que el aparato provoca tumores cerebrales, así que al final termino hablando solo con Luke y me tranquiliza oír cómo describe la cena que ha preparado: un tayín gracias a una receta que se ha bajado de una aplicación nueva. Le encanta cocinar, a mi Luke, y bromeo sobre cómo habrá quedado la cocina, porque seguro que ha utilizado todos los cacharros y las sartenes habidas y por haber.

Pronto amanece en el hotel.

Detesto esta sensación: el aturdimiento provocado por la mezcla del aire acondicionado, levantarse en una cama ajena y falta de disciplina con el minibar. Es el regalo que me hago al llegar al hotel: uno o dos brandis al final de un largo día de trabajo.

Apenas son las seis y media, quiero dormir más. Tras diez minutos intentándolo en vano, me doy por vencida y echo un vistazo a las tristes bolsitas del tazón que hay junto al hervidor de agua. Siempre hago lo mismo en las habitaciones de hotel: me engaño a mí misma y me digo que voy a beber café instantáneo solo esta vez, para después tirarlo por el lavamanos.

Observo la fila de botellitas vacías y me estremezco cuando me asalta un pensamiento espantoso. Echo un vistazo al teléfono que tengo junto a la cama y me atenaza una oleada de temor: es el escalofrío que siento al haber hecho algo que me avergüenza, algo de lo que sé que me arrepentiré.

Me giro de nuevo hacia la hilera de botellitas y recuerdo que, tras tomar el segundo brandi anoche, decidí llamar al servicio de directorio telefónico para dar con el número de los padres de las chicas. Al recordarlo, me quedo helada; todavía no estoy muy segura de lo que ocurrió después. «¿Llegaste a llamar? Recuerda, Ella, venga».

Vuelvo a mirar el teléfono y hago un esfuerzo para concentrarme. Ah, vale, ya me acuerdo. Los hombros se me relajan en cuanto me viene a la memoria: tenía el móvil en la mano y, justo cuando iba a marcar, concluí que no pensaba con claridad, y no solo por el brandi. Mi motivación era otra: no quería llamarlos porque en realidad estuviera preocupada por las chicas, sino para castigarlas, porque me daba mucha rabia cómo me había hecho sentir Sarah.

Así pues, hice lo más sensato: dejé el móvil, apagué la luz y me fui a dormir.

Qué bien. Ay, sí, qué bien. El alivio que siento es tan sobrecogedor que, para celebrarlo, decido que, al final, voy a darle una oportunidad al café instantáneo.

Primero enciendo el hervidor y, acto seguido, pongo la televisión. Y justo en ese momento, aparece. El tiempo se detiene en un instante único, suspendido al principio, pero que luego se alarga y se extiende más allá de la habitación, más allá de la ciudad. Es un segundo en el que comprendo que mi vida no volverá a ser la misma.

Jamás.

El televisor no emite sonido porque anoche, de madrugada, vi la película en silencio y con subtítulos para no molestar a los vecinos.

Con todo, la imagen no se presta a confusión. Qué guapa. Es una fotografía de su perfil de Facebook. Le brillan los ojos verdes y el cabello, rubio y largo, le cae por la espalda. Está en la playa; reconozco el Monte Saint-Michel de fondo.

No sé cómo, pero tengo la sensación de que me alejo, de que atravieso la almohada, el armazón de la cama y la pared hasta que veo la pantalla desde una distancia mucho mayor. Una pantalla que muestra unos titulares horribles y espantosos: «Anna… Desaparecida… Anna… Desaparecida…». El hervidor silba con fiereza entre nubes de vapor que empañan el espejo mientras organizo mentalmente las llamadas que tengo que hacer.

Me asalta una maraña de excusas oscura y terrible. No hay ninguna que sea lo bastante buena.

Tengo que hablar con la policía. Con Tony.

«Tienes que creerme, iba a llamar…».

Capítulo 2

El padre


Henry Ballard está sentado en la terraza interior mientras trata de ignorar, con todas sus fuerzas, el repiqueteo que surge de la cocina.

Es consciente de que debería ir a hacer compañía a su mujer, a ayudarla, a consolarla, pero también sabe que no servirá de nada, de modo que lo está posponiendo. ¿La verdad? Lo único que quiere es quedarse un rato más observando el césped al otro lado del cristal. En ese extraño espacio cerrado, ese anexo a la casa que apenas ha servido de algo —siempre hace demasiado frío o demasiado calor, a pesar de las persianas y el gran ventilador antipolvo que les habían instalado por un precio exorbitante—, se las ha apañado para entrar en un estado de semiconsciencia, para llegar a un lugar donde su mente puede deambular más allá de los límites corporales y temporales, y adentrarse en el jardín donde, en este preciso momento, con la primera luz del día, oye cómo cuchichean en el escondrijo que tienen entre los arbustos. Anna y Jenny.

Había sido su sitio favorito durante un año, quizá dos, cuando pasaron por aquella espantosa etapa del color rosa. Edredones rosas. Barbies rosas. Una tienda de campaña rosa que habían comprado por catálogo y que ellas habían llenado con todo tipo de parafernalia de niñas. Él siempre había evitado acercarse a aquella cosa. En cambio, lo que más quería en el mundo ahora mismo era olvidarse de ordeñar y del heno, de las declaraciones del IVA y del banco, y salir a hacer una hoguerita y ponerse a cocinar las salchichas para el desayuno de las niñas. Organizar una acampada en condiciones, algo que, a pesar de habérselo prometido cientos de veces, jamás había hecho.

De pronto, se produce un estrépito en la cocina que lo obliga a entrar. Se la encuentra recogiendo moldes del suelo: un montón de moldes para hacer magdalenas y pasteles de todas las formas y tamaños imaginables.

—¿Qué demonios haces?

—Pastelitos de ciruela.

—Joder, Barbara.

Es el dulce favorito de Anna. Son una especie de barritas de avena con compota de ciruelas especiadas en el centro. Lo asalta el olor a canela: el acre contenido del tarro, que está volcado sobre la encimera, forma una montañita perfecta.

«Ay, Barbara».

Ser testigo de cómo ella recoge los moldes mientras, con manos temblorosas, se le antoja insoportable.

Así que, en vez de ayudarla e intentar demostrar algo de amabilidad o de decencia, se va al estudio y se sienta junto al teléfono, de modo que al cabo de unos cinco o quizá diez minutos, Henry es el primero en ver cómo un coche de policía vuelve a enfilar el camino que lleva hasta la casa.

Se le encoge el estómago, una sensación espantosa, y por un momento se plantea atrancar la puerta —se imagina todos los muebles del recibidor apilados contra la puerta para que no puedan entrar; qué ridículo—. Esta vez han venido dos agentes, un hombre y una mujer. El hombre lleva traje y la mujer, uniforme.

Cuando llega a la entrada, su esposa está en la puerta de la cocina y se seca las manos en el delantal una y otra vez. Henry se vuelve para observarla tan solo un segundo, y en su mirada ve súplicas dirigidas a él, a Dios y a la justicia.

Henry abre la puerta; Anna y Jenny entran corriendo, cada una con su mochila y su raqueta de tenis, y, al cruzar el umbral, lo echan todo al suelo. Qué alivio. Qué alivio. Qué alivio.

Pero la realidad interrumpe el recuerdo.

Sus expresiones lo dicen todo.

—¿La han encontrado?

El hombre, que viste un traje arrugado y comprado en una tienda al por menor, niega con la cabeza.

—Les presento a la agente de enlace con la familia, Cathy Bright. Les hablé de ella por teléfono.

No es capaz de articular palabra. Silencio.

—¿Le importa si pasamos, señor Ballard?

Asiente con la cabeza. Es lo máximo que puede hacer.

Se acomodan todos en el estudio y lo único que se oye es un ruido extraño y apagado, el del contacto de piel contra piel; es su mujer, que se está frotando las manos. De ahí que Henry alargue el brazo para agarrarle la mano. Para detener ese ruido.

—Como les decíamos antes, la policía de Londres está haciendo todo lo posible. Han priorizado el caso, teniendo en cuenta la edad de Anna y las circunstancias de la desaparición. Estamos en contacto con ellos permanentemente.

—Quiero ir a Londres, así puedo echarles una mano…

—Señor Ballard, ya hemos tratado ese tema. Debe quedarse aquí, su mujer lo necesita, y nosotros también necesitamos que nos eche una mano. Por ahora, lo mejor es que nos concentremos en recabar toda la información necesaria. Si hay alguna novedad, la que sea, le prometo que les informaremos y organizaremos el traslado de inmediato.

—¿Sarah ha recordado algo? ¿Les ha dicho algo más? Nos gustaría hablar con ella, por favor.

—Sarah todavía está conmocionada, como comprenderán. La atiende un equipo de especialistas y sus padres ya están con ella. Estamos intentando conseguir toda la información posible. La policía londinense está examinando todas las grabaciones de las cámaras de seguridad. Las de la discoteca.

—Es que todavía no me entra en la cabeza. ¿Cómo que la discoteca? ¿Qué hacían en una discoteca? No habían planeado ir a ninguna. Tenían entradas para ir a ver Los miserables. Les dijimos explícitamente…

—Señor Ballard, hay una investigación en curso que puede que arroje algo de luz sobre esta cuestión.

Henry trata de aclararse la garganta y el sonido le parece demasiado fuerte. Gutural. Asqueroso.

—Una testigo ha contactado con la policía; estaba en el tren.

Tiene flema. En la garganta.

—Una testigo. ¿Cómo que «testigo»? ¿Testigo de qué? No lo entiendo.

Los dos agentes de policía se miran, y la mujer se sienta en la silla que hay junto a Barbara.

El inspector les ofrece una explicación:

—Una mujer que estaba sentada cerca de Anna y Sarah durante el viaje nos ha llamado al oír que la policía pedía colaboración ciudadana. Nos ha dicho que oyó a las dos chicas entablando cierta relación con dos hombres que iban en el tren.

—¿Qué quiere decir con «relación»? ¿Qué hombres? Me he perdido. —Ahora Barbara le agarra la mano con más fuerza.

—Por lo que la testigo oyó, señor y señora Ballard, parece que Anna y Sarah se hicieron amigas de dos hombres de los que ya teníamos constancia.

—¿Hombres? ¿Quiénes?

—Unos tipos que acababan de salir de la cárcel, señor Ballard.

—No, no. Seguro que se equivocó… Es imposible. De verdad que es imposible.

—La policía de Londres intentará interrogar a Sarah sobre esta cuestión. Con carácter de urgencia. Y también a la testigo. Como les digo, necesitamos obtener tanta información como sea posible acerca de lo que ocurrió antes de que Anna desapareciera.

—Ya han pasado muchas horas.

—Sí.

—Son unas chicas sensatas, inspector. ¿Lo entiende? Son buenas, sensatas. Están bien educadas. Nunca, nunca les habríamos permitido hacer este viaje si no fueran…

—Sí, sí, por supuesto. Y deben hacer todo lo posible por ser optimistas. Como ya les he dicho, estamos haciendo cuanto está en nuestra mano para encontrar a Anna, y les informaremos de cómo progresa la investigación. Cathy puede quedarse con ustedes y responder a todas las preguntas que tengan. Me gustaría echar otro vistazo a la habitación de Anna, si es posible. Tenemos la esperanza de encontrar algún tipo de diario; y me gustaría examinar el ordenador. Es un procedimiento habitual. ¿Podría acompañarme al dormitorio, señor Ballard? Mientras tanto, Cathy podría prepararle una taza de té a su mujer. ¿Qué les parece?

Sin embargo, Henry ya no está escuchando. Está recordando que su mujer no quería que fueran. Decía que eran demasiado jóvenes, que la capital estaba demasiado lejos. Que era demasiado pronto. Él era partidario del viaje. «Por el amor de Dios, Barbara. No puedes mimarlas siempre». ¿La verdad? Él creía que Anna necesitaba despegarse de las faldas de su madre.

Alejarse de los pastelitos de ciruela.

Pero ese no era el único motivo. Madre mía.

¿Y si descubrían que esa no era la única razón?

Capítulo 3

La amiga


En una habitación doble y sofocante del hotel Paradise en Londres, cuyo nombre es manifiestamente inadecuado, Sarah oye la voz de su madre que susurra su nombre, así que ha decidido que no abrirá los ojos todavía.

Ahora está en una habitación diferente. Es idéntica, pero se encuentra en otra planta. Han acordonado la habitación en la que Anna y ella habían vaciado las maletas, pero Sarah no entiende por qué. Anna no había vuelto al hotel. ¿Es que no se la creen? «Que no volvió a la habitación. ¿Vale?».

En esta habitación huele a algo indefinido y horrible. Es un olor que le recuerda a la parte trasera de un armario. A cuando jugaba al escondite de pequeña. Todavía con los ojos cerrados, Sarah piensa que ojalá pudiera volver a jugar. Ojalá pudiera ignorar esa peste y la temperatura, su madre y la policía, y jugar al escondite. Sí. Se imagina que, en otra línea temporal, Anna está secándose el pelo ahora —la plancha ya está caliente para alisárselo después—, mientras charla por encima del ruido del secador sobre qué harían hoy. ¿A qué tienda deberían ir primero? ¿Seguro que Sarah decía en serio lo de probarse algo de Stella McCartney? Porque, por cómo iban vestidas, el dependiente sabría que no comprarían nada.

Anna. Qué dulce e irritante. Demasiado delgada. Demasiado guapa. Demasiado…

—¿Estás despierta, cariño? ¿Me oyes?

Sarah, con la cara girada en dirección contraria a su madre, abre los ojos y hace una mueca al ver la luz que lucha por abrirse paso por la ranura que hay entre las cortinas y forma un triángulo en la pared. Se ha tumbado vestida en la cama, sin querer deshacerla, porque estaba segura de que, a estas alturas, ya debería haber novedades. De un momento a otro. La encontrarán en cualquier momento.

—Me alegro de que hayas podido dormir, cariño. Aunque solo haya sido una hora. He hecho un poco de té para las dos.

—No quiero nada.

—Dale un sorbo, te lo he preparado con dos azucarillos. Tienes que meterte algo en el cuerpo, un poco de azúcar…

—Ya te he dicho antes que no me entra nada, ¿vale?

Su madre viste los mismos pantalones que ayer, pero se ha cambiado la blusa. Sarah piensa que es tan típico de ella como inapropiado —en cierto modo— que se le haya ocurrido traerse una blusa limpia.

—Ha llegado tu padre, está abajo. Lleva casi todo el rato con la policía. Quieren hablar contigo otra vez. Cuando estés…

—Ya les he contado todo lo que recuerdo. Durante horas y horas. Y no quiero ver a papá, no tendrías que haberlo llamado.

Sarah se encuentra con la mirada de su madre.

—Cariño, sé que tú y papá tenéis una relación complicada. Pero es que sí que le importas. Además, la policía quiere hablar contigo sobre una llamada que ha recibido. Después de que el caso haya salido en las noticias.

—¿Una llamada?

—Sí, de una mujer que iba en el tren.

—¿Una mujer? ¿Pero qué dices? ¿Qué mujer?

Sarah siente un vacío enorme en el estómago, el mismo que ha tenido durante las primeras horas espantosas, mientras esperaba con la policía a que llegara su madre. Mientras seguía atontada por lo mucho que había bebido. Desorientada. «¿Dónde te has metido, Anna? Joder, ¿dónde estás?».

Ha tratado de proporcionar a los agentes la información necesaria para que se la tomen en serio, pero no la suficiente como para que…

De pronto, se levanta a toda prisa. Nota las arrugas de la blusa de lino en la cintura mientras se mueve y toquetea los cepillos, los neceseres llenos de maquillaje y el resto de cosas que hay en el tocador.

—¿Tienes tú el mando? Quiero ver las noticias, saber qué dicen. Dime, ¿qué dicen?

—No te lo recomiendo, Sarah. Tómate el té. Le diré a papá que te has despertado, y que pueden subir ya.

—No pienso volver a hablar con ellos. Todavía no.

—Ay, cariño, sé que esto es una pesadilla. Tanto para ti como para todos nosotros. —Su madre se ha puesto a dar vueltas por la habitación—. Pero la encontrarán, mi vida, estoy segura. Lo más probable es que se fuera por ahí a otra fiesta y ahora esté preocupada porque ha metido la pata.

Rodea a su hija con el brazo —ha colocado las tazas de té entre el caos del tocador—, pero Sarah se lo aparta.

—¿Los padres de Anna están aquí?

—Todavía no, no lo sé. No sé qué van a hacer. La policía quería comprobar algunas cosas con ellos en Cornualles.

—¿El qué?

—Creo que los ordenadores o algo así. No lo sé, no me acuerdo exactamente, Sarah. Todo es muy confuso. Quieren recabar toda la información posible que sea de ayuda… Con la búsqueda.

—¿Y crees que yo no? ¿Crees que no me siento suficientemente mal? 

—Pero si nadie te culpa, cariño.

—¿Perdón? Y ¿por qué usas el verbo «culpar» si no me culpa nadie?

—Sarah… mi vida. No te pongas así. La encontrarán. Estoy segura. Voy a llamar a la planta baja.

—No, quiero que me dejes en paz. Tú y todos. Es lo único que necesito.

La madre de Sarah se saca el móvil del bolsillo y, justo cuando se pone a buscar las gafas, llaman a la puerta.

—Seguro que son ellos.

Es el mismo inspector de antes, pero lo acompaña una agente de policía diferente, además del padre de Sarah.

—¿Hay alguna novedad?

La madre de Sarah empieza a levantarse de la silla, pero se deja caer al ver que todos niegan con la cabeza.

—¿Has podido descansar algo, Sarah? ¿Podemos charlar un poco más? —pregunta la agente de policía.

—No estaba borracha. Cuando hemos hablado antes. No estaba borracha.

—Claro que no.

Los adultos se miran los unos a los otros.

—Hemos echado un vistazo a las grabaciones de las cámaras de seguridad de la discoteca, Sarah. —Ahora le habla el inspector, con más firmeza—. Por desgracia, algunas de las cámaras no funcionaban. Pero hay ciertas cosas que no acabamos de entender, Sarah. Además, nos ha llamado una testigo.

—¿Una testigo?

—Sí, una mujer que iba en el tren.

Lo nota al instante. Cómo se estremece. Cómo se delata. Cómo baja la temperatura cuando la sangre se desplaza.

Y abandona su rostro.



Un año después

Julio de 2016

Capítulo 4

La testigo


No me he hecho ilusiones.

Ya sabía lo que iba a pasar esta semana. Una parte de mí lo estaba deseando: la que alberga la tenue esperanza de que el reportaje con motivo del primer aniversario pueda darle un empujón a la investigación. Sin embargo, otra parte de mí está muerta de miedo. La gente volverá a dirigirme las mismas miradas. «Es esa mujer. ¿Te acuerdas? La que no dijo nada, la del tren. ¿No lo recuerdas? De cuando desapareció aquella chica… Madre mía, ¿ya ha pasado un año?».

Con todo, no me importa, prefiero que hagan la reconstrucción de lo que ocurrió en el programa sobre crímenes Crimecatchers. Sobre todo por la familia. Por la pobre madre. Lo único que yo quiero es quedar al margen.

Me entiendes, ¿verdad? A ver, no me importó que me hicieran preguntas. Aunque Tony se puso hecho una furia cuando la policía nos llamó; estaba sorprendido por que hubieran tenido el descaro de hacerlo.

«Filtrasteis su nombre. Habéis dejado que la juzgue todo el mundo y ahora creéis que querrá salir en el programa…».

Él insiste en que la filtración fue deliberada, que alguien hizo algo para que la prensa supiera mi nombre. Seguimos sin tener pruebas, y, sinceramente, he llegado al punto en que ya no tengo claro si me importa. Lo único que sé es que no soporto imaginarme a la gente volviendo a hablar del tema, volviendo a removerlo todo. Que me juzguen. Que me odien.

Incluso los clientes más habituales de la tienda me miran un poco raro, aunque no dicen ni mu sobre el tema.

La versión oficial del gabinete de prensa de la policía es que no hubo filtración alguna; tan solo mencionaron a un puñado de periodistas que la testigo del tren «se dirigía a un congreso». Pero deben de haberles dicho de qué era el congreso, porque, si no, ¿cómo ha podido averiguar la prensa que yo era florista? Bueno, qué más da. Algún periodista debió de consultar los diferentes eventos relacionados con la floristería, buscó con atención en las listas de asistentes de Devon y Cornualles y, al final, se plantaron en nuestra puerta.

Recordarlo me sigue provocando escalofríos.

De todas formas, si yo hubiese sido más lista, no habrían podido confirmarlo. Si se me hubiese ocurrido decir «no tengo ni idea de a qué os referís», lo habrían dejado ahí. Pero no respondí eso.

Soy consciente de que esto sonará muy estúpido, pero lo que les contesté desde el umbral de mi casa, desorientada por completo, fue: «¿Quién os ha dicho quién soy?».

«Joder, ¿por qué les has dicho eso?», fue lo primero que me preguntó Tony. «Madre mía, Ella. Es que se lo has puesto en bandeja».

Pero eso no era verdad, al menos, no del todo. No había dejado entrar a ningún reportero. No había hecho declaraciones, lo juro, pero me habían sacado una foto, y nos llamaban, y venga a llamar, hasta que cambiamos el número.

—Esto es acoso —había saltado Tony. «¿Acaso no ha sufrido suficiente?». Es tan bueno. Qué bonachón es mi marido.

Después de eso, las cosas se pusieron muy feas. La gente me empezó a decir cosas horribles por las redes sociales. Al final, tuvimos que cerrar la tienda un tiempo.

Sin embargo, lo cierto es que, por muy espantoso que haya sido, creo que no he sufrido lo bastante. Esa chica preciosa sigue desaparecida. Lo más probable es que esté muerta —es casi seguro—, aunque, por lo que he oído, su pobre madre sigue aferrándose a la esperanza de que sigue viva.

Y ¿acaso se la puede culpar? Yo, seguramente, haría lo mismo.

El agente de policía de Crimecatchers me ha dicho que la señora Ballard ha ofrecido una entrevista dura y desgarradora. No creo que sea capaz de verla. La madre de Anna se ha pasado este último año recopilando información sobre casos de chicas desaparecidas que aparecieron años más tarde. Lo típico: algún lunático las había secuestrado, les había lavado el cerebro, pero, al final, habían escapado. Se ve que han tenido que cortar todo eso de la entrevista, porque la policía no quiere enfocarlo así. Es evidente que creen que, lo más probable, es que Anna esté muerta. Emitirán el programa con el objetivo de encontrar al asesino, no a un loco que retiene a una chica en el sótano.

Por pura delicadeza, han dejado todo lo que cuenta la señora Ballard de cuando Anna era pequeña. Sobre sus esperanzas y sueños. Al parecer, eso es lo que hace que la gente llame y aporte nueva información. Pero el objetivo principal es encontrar a los dos muchachos. Y encontrar el cuerpo, supongo. Se me pone la piel de gallina solo de pensarlo…

Por eso, Tony se cabrea. Cree que, si la policía no hubiera tardado tanto en lanzar la orden de búsqueda de Karl y Antony después de que yo les hubiera puesto sobre aviso, quizá los habrían detenido justo antes de largarse. Seguramente, los habrían pillado en el extranjero.

Por lo que sé, habían tardado tanto por Sarah. La policía suele actuar con diplomacia, pero, si sumas dos más dos, llegas a la conclusión de que ella, al principio, debió de negar que los hubiera conocido. A los muchachos del tren. Debió de decir que yo me lo había inventado. Hasta que no hubieron revisado las grabaciones de seguridad y encontraron también un par de imágenes de ellos mientras bajaban del tren y fuera de la estación, los policías no difundieron sus fotos. Demasiado tarde.

Aunque, claro, eso era lo que había torcido las cosas y el foco se centró en mí.

Si hubiera llamado para avisar desde el principio… Si hubiera dado un paso al frente… Si me hubiera involucrado…

«No pienses eso. No puedes culparte de todo. No hiciste nada malo. Nada, Ella. Fueron esos tipos. No tú. No puedes seguir culpándote».

«¿Tú crees, Tony?».

Y ya no soy la única.

Recibí la primera postal hace unos días.

Al principio, me afectó tanto cuando la leí que tuve que salir corriendo al baño. Vomité.

Soy incapaz de explicar por qué me asusté tanto. Supongo que me conmocionó, porque a primera vista parecía muy amenazadora, muy repugnante. Cuando al fin fui capaz de calmarme y pensar con claridad, de pronto caí en quién me la había enviado. Y eso me infundió una mezcla de alivio y de culpa abrumadora. Si te soy sincera, puede que me lo merezca.

Me la había mandado en un arrebato de furia, no era una amenaza real; solo era para desfogarse.

La primera postal estaba metida en un sobre. Era una tarjeta negra con letras recortadas de alguna revista. ¿por qué no la ayudaste? Era clavada a la típica nota que sale en las películas, pero estaba bastante mal hecha: se me pegaban los dedos al tocarla.

Fui una estúpida: la rompí y la tiré a la basura, porque no quería que Tony la viera. Sabía que él llamaría a la policía, y quería evitarlo. Quería evitar que volvieran a venir. Tanto ellos como la prensa. No quería revivir esa locura.

Tardé un poco en asimilarlo del todo. Al principio había pensado que se trataba de cualquier tarado, pero después caí en la cuenta: «Espera, todavía no han echado el programa del aniversario por la tele».

Lo cierto es que la gente se había olvidado del caso. Hasta que no se emita el programa esta noche, nadie habría vuelto a pensar en la historia. Así es como va siempre, por eso a la policía le cuesta tanto. Todo el mundo habla de eso durante un minuto, y, casi al instante, ya lo han olvidado.

Sin embargo, hoy ha llegado otra tarjeta. También es negra, con un mensaje aún peor: puta… ¿cómo puedes dormir por la noche?

De modo que ahora lo tengo incluso más claro: sí que es culpa mía. Se trata de una venganza, y no solo por lo que no hice por Anna, sino por haber ido hasta allí en verano.

Ahora tengo clarísimo de quién son estas postales…

Capítulo 5

El padre


Henry Ballard mira el reloj y llama a Sammy con un silbido.

A lo lejos ve el humo de uno de los edificios que alquilan a turistas. Antes había sido un establo y, en esa época, era adonde su padre se dirigía siempre a esa misma hora del atardecer: un último vistazo al ganado antes de ir a cenar.

Henry sigue dando el mismo paseo todas las noches, pero ahora lo hace con un dolor sordo.

La voz de Anna lo persigue mientras camina:

«Me das asco, papá…».

Henry cierra los ojos y espera a que la voz desaparezca. Cuando los vuelve a abrir, la columna de humo que emana de la chimenea que tiene delante es más densa.

Había sido lo más lógico «desde el punto de vista económico», por supuesto. Transformarlo. Se había convertido en la frase favorita de Barbara, y también de los banqueros. «Es lo más lógico desde el punto de vista económico, Henry».

El éxito agrícola de la granja Ladbrook se había fraguado a lo largo de cuatro generaciones. Había sobrevivido al auge y la caída de la minería de la zona. Había sobrevivido a los cambios que se producían en los gustos de los consumidores. Les habían dado premios por criar a razas excepcionales. E incluso una vez se había diversificado y habían empezado a comerciar con narcisos. Sin embargo, la granja había tardado un abrir y cerrar de ojos en pasar de estar totalmente operativa a convertirse en lo que sus amigos ahora despreciaban con la frase: «¿Todavía juegas a los granjeros, Henry?».

Ahora ha cambiado de sector y ya no se dedica a la agricultura, sino al turismo. Y sí, desde el punto de vista económico, tiene toda la lógica del mundo. Habían transformado un grupo de establos y lo habían vendido para pagar todas las deudas pendientes que la granja tenía desde hacía más de una década. Un segundo grupo de establos ahora son propiedades de alquiler, lo que les proporciona unos ingresos más que suficientes, que se suman a los de la tetería y la zona de camping y, sin duda, son unos beneficios mucho más regulares que los que su padre o su abuelo se habrían imaginado jamás.