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PAPELES DEL TIEMPO

Ant Machado Libros

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LOS VIAJEROS MEDIEVALES

Maria Serena Mazzi




Traducción de
Francisco Campillo García


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Número 35

Título original: In viaggio nel Medioevo

© 2016 by Società editrice il Mulino, Bologna

© de la traducción: Francisco Campillo García

© Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5

Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (MADRID)

machadolibros@machadolibros.com

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ISBN: 978-84-9114-249-2

Índice

Introducción

Primera parte. Ir por el mundo

I. El concepto de viaje

II. Los horizontes se amplían

III. Un mundo en movimiento

IV. Las condiciones materiales

Segunda parte. Entre imaginación y realidad

V. El mundo desconocido: el saber geográfico y su representación

VI. Monstruos y otras maravillas

VII. El mundo conocido: el viajero y su paisaje

VIII. El encuentro con los “otros”

Fuentes documentales

Introducción

Hoy mismo, mientras comenzamos a leer estas páginas, en Cantón se disponen a almorzar serpiente. Quien la ha probado asegura que su carne, insípida y correosa donde las haya, no es precisamente ninguna exquisitez; no obstante, para quienes viven en esa ciudad china no hay plato más adecuado cuando se piensa en la solemnidad de un banquete de gala o en obsequiar el paladar de un huésped al que se aprecia de veras. ¿La culpa de esta diferencia? Sin duda, ese gusto nuestro tan occidental, reacio a entregarse a los sabores, olores y texturas que se alejan en exceso de su experiencia habitual, que se horroriza ante un guiso hecho a base de la carne de semejante animal. Pero para entender este rechazo, además de una cierta sensación que tiene que ver con la no menos occidental inclinación a considerarnos superiores a otras civilizaciones, hay que reconocer la existencia de una serie de condicionantes propios de un sistema cultural, simbólico y religioso muy diferente1.

Esta tradición se remonta muchos siglos atrás: a comienzos del siglo XIV el fraile Odorico da Pordenone ya habla de esa costumbre alimenticia, si bien no aclara si él mismo se alimentó de esas «enormes serpientes», que llenaban las mesas de los «banquetes solemnes», y tampoco habla de si aquella escena le causó una particular incomodidad o desagrado2. Pero su viaje de dieciséis años por Oriente lo había trasladado a un mundo tan extravagante e imprevisible que, según él mismo dijo, la visión de un alimento tan peculiar no le produjo sorpresa alguna. En aquellas tierras lo natural y lógico era precisamente lo estrambótico, nada estaba en su sitio, no existía el orden o quizá no hubiera existido jamás: los hombres son mitad animales, los árboles dan frutas de carne, el reino vegetal y el animal se mezclan, y la esencia de lo humano se contamina de todas estas hibridaciones.

Odorico se muestra tan tolerante con esta “diferencia” que parece aceptar, o querer que nosotros mismos lleguemos a aceptar, todo lo que en otras circunstancias se nos podría antojar inverosímil. Pero no todos los viajeros medievales se comportarán del mismo modo; al contrario, la mayor parte demuestra una resistencia tozuda a aceptar lo diferente, a plantearse la reformulación de nuestra escala de valores de modo tal que permita acoger, asimilar al ámbito del conocimiento, experiencias ignotas sin necesidad de juzgar su valor intrínseco.

Viajar presenta la dimensión añadida de la curiosidad por los horizontes que se abrían a los ojos de los viajeros, por los paisajes que recorrían, por los sentimientos que se apoderaban de su espíritu con cada descubrimiento, por los modos de pensar de quienes habitaban los territorios de destino o de paso. Pero, por regla general, el viajero medieval normal y corriente comienza su andadura “ciego”, sin imágenes prefiguradas: solo podía hacerse alguna idea de lo que estaba a punto de ver a partir de las historias, las narraciones transmitidas oralmente por aquellos que ya habían concluido su singladura, anécdotas que frecuentemente aparecían en el marco de los sermones de los frailes dominicos o franciscanos, quienes eran muy conscientes del éxito que esos “cuentos” causaban en su público. Las obras escritas, los libros de viajes, almacenados todos ellos en las bibliotecas monacales, las cartas diplomáticas o las de fines comerciales, conservadas en los archivos de los gobiernos y en las sedes de las compañías particulares, solo estaban al alcance de unos pocos. Al no disponer de imágenes fiables de las realidades que explorar, el hombre del Medioevo solo puede recurrir al conjunto de saberes de los que en su tiempo dispone: la tradición bíblica, los conocimientos científicos de la antigüedad y las sagas y cuentos constituyen una fuente inagotable de prefiguraciones, que ponen en escena una imagen fabulada y terrorífica de un mundo lejano representado como un lugar de monstruos y gigantes amenazadores, de profundidades abisales, fuegos infernales; pero también, al mismo tiempo, como un lugar plagado de paisajes maravillosos donde los árboles ofrecen comida en abundancia y las aguas corren caudalosas, donde el oro y las piedras preciosas inundan de brillo las rocas que destacan en los serenos prados verdosos.

No son solo las lejanas tierras de Oriente las que desatan estas fantasías: también lo son las de aquí al lado, las que se sitúan al otro lado de la frontera, los lugares que son el “otro” respecto al lugar propio, allí donde los sueños se hacen posibles, la naturaleza es madre benefactora, allí donde el mito y lo inmaterial, dominan, se apoderan de la vida real y material. Esta es la razón por la que los paisajes del viajero medieval son, más que geográficos, paisajes mentales, por lo que en su recorrido debe ir ajustando lo que ve con lo que erróneamente suponía; debe purificar su mirada de la múltiples imágenes preconcebidas que anidaban en su mente; debe habituarse a una visión, por así decirlo, mucho más desnuda, libre de prejuicios: la visión del mundo tal y como es. En muchas ocasiones el viajero resolverá este conflicto de modo instintivo, inconsciente, situándose entre la realidad y la imaginación, entre la razón y la fantasía.

En este “otro” mundo, al mismo tiempo simple y complejo, en el que lo conocido no es mucho y, sin embargo, lo imaginado no tiene límites, el viajero medieval va atravesando fronteras más allá de las cuales quienes lo esperan son gentes ignoradas, pueblos casi desconocidos, vecinos desde siempre, pero desde siempre extraños: lo otro comienza al mismo tiempo que se sale por la puerta de la propia aldea. Moverse por los caminos de España, de Italia, de Europa entera, de Asia o de África significa entrar en contacto con lo diferente, con lo que no se es, muchas veces con el enemigo. Desconfianza, miedo, superstición, ignorancia: estos son los ingredientes principales que conforman esa incomprensión que puede acabar generando intolerancia. El viaje físico es también, en cierta medida, intelectual, de estudio y reflexión, de toma de conciencia. Pero a la entrada en contacto con lo nuevo no siempre le sigue la aceptación y el respeto; por el contrario, quizá la visión de esa novedad sirva para formarnos, para fijar de manera indeleble una versión negativa de lo que se nos muestra diferente.

Ir por ahí descubriendo el mundo en condiciones de subsistencia realmente duras, recorriendo caminos angostos con medios de transporte incómodos y lentos, plantando cara a lo desconocido y también a peligros que ya estaban casi previstos, supone un signo de valentía y también de una maravillosa disposición a la aventura. Se trata de una actitud que han compartido a lo largo del tiempo, en una especie de experiencia unificadora, gente normal y corriente, personas que no han sido ni exploradores ni héroes.

Durante mucho tiempo, en más de una época histórica e historiográfica, se ha venido sobrevalorando la originalidad de las exploraciones que tuvieron lugar a finales del siglo XV y durante el XVI, incorporando a la tradición, como si de un contraste malintencionado se tratara, la idea de una Edad Media “inmóvil” en su estructura, en sus horizontes geográficos y mentales, en el conjunto de su saber. Pues bien, la crítica reciente no ha dejado ni deja de poner en evidencia esa imagen arquetípica: quizá sería adecuada si se aplicara al modelo de sociedad altomedieval, aunque solo en parte, pues tal idea no refleja del todo la realidad de la época, sobre todo si se tiene en cuenta el enorme número de tesis que debilitan el sentido mismo y la rigidez de la línea divisoria que tradicionalmente ha venido delimitando los dos períodos que estructurarían la Edad Media misma.

Frente a la imagen de una sociedad medieval estática, de horizontes físicos y mentales limitados, encerrada en los oasis de sus núcleos de población, se abre paso un panorama de gentes y caminos que atraviesan límites, barreras naturales o políticas. Por los caminos medievales circulan personajes muy significativos: desde los reyes, que recorren incansablemente las ciudades y castillos que conforman sus dominios, hasta los mercaderes, los peregrinos y delincuentes, los marginados, los clérigos, los juglares, los caballeros andantes, los monjes, los estudiantes, los maestros… Se viaja por razones políticas, por objetivos económicos, por devoción, con el fin de aprender o por motivos religiosos. Y no son solo los caminos establecidos, que unen ciudades, mercados, abadías, santuarios; también el viajero se arriesga por esos otros senderos desérticos o pedregosos, trazados a duras penas a través de los bosques de la Europa central y del norte; también atravesando llanuras pantanosas; también tras las huellas que trazan manadas y rebaños trashumantes. Y no solo por tierra, a pie o a lomos de un animal, sino aprovechando ríos, lagos y una serie de canales artificiales que con frecuencia unen entre sí trayectos naturales.

Tampoco hablamos solo de aguas cerradas: el Mediterráneo se ve surcado de continuo por naves y navegantes de pueblos que se alternan en su dominio. A los navegantes provenientes casi exclusivamente del oriente romano y Bizancio entre los siglos V y VII, les sustituyen en gran parte, hasta el siglo IX, los arábigo-musulmanes, con el apoyo o la rivalidad por aquellos tiempos de los piratas vikingos, y en épocas inmediatamente posteriores, cada vez con mayor intensidad, también los italianos, franco-provenzales y catalanes. Mientras tanto el Báltico y el Mar del Norte se convirtieron en escenario de un tráfico cada vez mayor, favorecido por la mejora generalizada de las condiciones climáticas que comenzó a finales del siglo X.

Estamos, por tanto, ante una sociedad en movimiento; una sociedad, la medieval, dividida por una contradicción de fondo: por un lado, las aspiraciones de estabilidad, de enraizamiento como signos de identidad, de pertenencia a la familia y al grupo, de bienestar económico, de profundos ideales religiosos, morales, políticos; por otro, la realidad palpable de una intensa movilidad, en la que las nobles intenciones de la peregrinación, del estudio, del comercio conviven con otras motivaciones más oscuras, menos lícitas, que no siempre son comprensibles ni pueden discernirse con claridad, que levanten, quizá, sospecha y desconfianza.

Quien goza en su tierra de una seguridad económica y no necesita huir de los prestamistas, ni andar aquí y allá en busca de trabajo siempre viaja guiado por un fin honrado y por un tiempo limitado. Se trata del mismo hombre que goza de una reputación moral intachable y una posición a salvo de cualquier rencilla política: en otras palabras, no es un exiliado en búsqueda y captura, ni un hereje, ni ningún violador de las leyes morales o civiles.

El viajero normal y corriente se distingue por un sentido del viaje casi habitual, cotidiano, por un horizonte de aspiraciones más limitado, pero no por ello menos amplio en su dimensión geográfica. El caminante “normal” se caracteriza por dos actitudes complementarias frente a la naturaleza que observa: su estupor ante los paisajes desconocidos y realidades físicas insólitas; pero también su sentimiento de costumbre, propio de quien lleva a cabo recorridos a veces muy largos de manera reiterada, sin dar muestras de sentirse maravillado ni de estar haciendo nada extraño para su época.

No se trata de contraponer sin más, ni tampoco de solapar, un escenario de movilidad a otro de estaticidad; más bien, estamos ante la obligación de entender un rasgo esencial de la sociedad medieval: la coexistencia de fuertes antítesis que se refuerzan la una a la otra. Nos encontramos en un mundo, la Edad Media, que basa su economía en la tierra, en la estabilidad, en estructuras agrarias y tradiciones campesinas enormemente conservadoras. A pesar de ello, el comercio, también a larga distancia, no se queda atrás, e incluso en el Alto Medievo, el período de menor volumen comercial, los mercaderes emprenderán sus viajes para negociar con sus propias mercancías. El perfeccionamiento de las técnicas y estructuras comerciales, la creación de una red fija de filiales y depósitos repartidos por diversos lugares, la propia mejora de los medios de transporte y la mayor seguridad de los lugares de destino permitirán a los hombres de negocios bajomedievales convertirse en seres algo más sedentarios.

El Occidente medieval, un mundo totalmente encerrado en su dimensión política dentro de unos límites cada vez más firmes, es también un mundo herido en sus puertas por continuas oleadas de pueblos distintos y diferentes. Su integridad se ve violada por gentes «bárbaras», que se ensañan con los restos del agonizante Imperio Romano; por los sarracenos «infieles»; por los «crueles» normandos; por los húngaros «monstruosos»; por los «infernales» tártaros: la dramática rotura de sus barreras no hace sino abrir de par en par las puertas a nuevas perspectivas, a nuevos mundos de donde no paran de fluir “otros” hombres.

Las instituciones en las que se fundamenta y organiza la sociedad medieval son estructuras excesivamente rígidas y aisladas, las cuales, sin embargo, exigen un continuo movimiento de seres: reyes, príncipes, señores, obispos van de un lugar a otro, de una ciudad del reino a otra, de una sede episcopal al lugar de celebración de un próximo concilio o sínodo. Los funcionarios los acompañan en esta especie de corte itinerante; junto a ellos viajan sirvientes de toda clase y condición, viajan soldados, artesanos, damas. De este modo es como se administra justicia, se fiscalizan los impuestos, se organizan las guerras, se discuten las cuestiones teológicas, se inspeccionan las propiedades, se vigila a los súbditos, a los fieles. Los respectivos embajadores desarrollan una frenética actividad diplomática, desafiando con ello y cada día todo tipo de peligros, incomodidades e inclemencias meteorológicas, y también la propia suerte, siempre con el propósito de entretejer una red de relaciones y alianzas, de conocer y también de darse a conocer, de desmontar una supuesta invasión; un trasiego de correos y mensajes circula cada día en todas las direcciones posibles. A la cerrazón, a la falta de flexibilidad, a la delimitación estricta propia de las instituciones, parece contraponerse la frenética agitación de todos aquellos protagonistas o implicados en la gestión política.

En el ámbito religioso la movilidad resulta ser un fenómeno no menos contradictorio. Aquel fenómeno de tan enorme relevancia que supuso la creación de los monasterios por toda Europa, ya fueran benedictinos, cluniacenses, cistercienses, parecía ir acompañado de un ideal monástico basado en la inmovilidad, la vida sedentaria y la autosubsistencia. No obstante, casi no hubo monje que no se pusiera en marcha para contribuir en lo posible a la creación de otras fundaciones, para convertir al pagano, para desplazarse de una casa a otra, para estudiar o simplemente por el deseo de emprender un peregrinaje orientado al enriquecimiento espiritual. Todo cambia con la llegada del siglo XIII y la constitución de las órdenes mendicantes, que hacen del viaje una regla, y cuyos representantes se encontrarán entre los primeros en alcanzar las puertas del Lejano Oriente. Sin embargo, y precisamente por este afán viajero, estos hombre de fe provocarán la desconfianza y la sospecha de la jerarquía eclesiástica, que no puede bajo ningún concepto contemplar ninguna experiencia que pueda vulnerar su sacrosanto principio de estabilidad.

Cuando se analiza la historia y la tradición de las peregrinaciones encontramos también presente una tensión, un conflicto, entre la acción física y el fin espiritual. Cada uno de esos viajes suponía un camino simbólico hacia la Jerusalén celestial; pero también era, no cabe duda, un viaje real, físico, capaz de hacer caer al peregrino, a pesar de las admoniciones de los frailes y predicadores, en una funesta tentación: la tentación de la “curiosidad”. Y es que el saber del hombre medieval se alimentaba de una ambivalencia. Se trata de un saber anclado en los conocimientos y prejuicios de la tradición clásica, un saber al que se añade lo que dictan las escrituras; pero se trata, al mismo tiempo, de un saber enriquecido constantemente por datos empíricos. En la mayor parte de las veces estos saberes solo se añaden al sustrato anterior; pero también, y con frecuencia, lo niegan. Es posible que esa dificultad para conciliar los dos extremos, el conocimiento teórico y los hallazgos empíricos, sea la causa de que a veces en muchas obras de filósofos, sabios, científicos, misioneros, o viajeros en general, la realidad más palmaria se niegue.

Mobilitas/immobilitas, stabilitas loci/preregrinatio, viaje físico/viaje espiritual, curiosidad/fidelidad constituyen sin duda las antítesis, aparentemente irreconciliables, que han marcado profundamente tanto el pensamiento religioso como la conciencia laica del hombre medieval. Ni la aspiración constante a la estabilidad como valor absoluto; ni la sustancial ignorancia del mundo, de ese mundo más allá de los límites (aunque muchas veces se encuentre muy cerca de donde se vive); ni la pobreza de los medios técnicos a disposición; ni la conciencia de las incomodidades, del cansancio, de los peligros, de la duración del viaje: nada de eso consiguió jamás minar la determinación del viajero para emprender su camino.

Las páginas que siguen suponen un intento de observar al viajero del Medioevo en su camino, de imaginarlo mientras atraviesa países y continentes y al recorrerlos ve, observa, pregunta, aprende; un intento de reconstruir sus rutas, sus fatigas, sus miedos, sus emociones. Así que este libro no habla del viaje como un fenómeno histórico, literario, antropológico; habla de los hombres que van de un sitio a otro y, al desplazarse, sea por un territorio más circunscrito o más amplio, conocen. Y nosotros conoceremos con ellos.

Notas al pie

1 Es bien sabido que a la serpiente se la considera de diferentes modos según cada cultura y religión. Para los cristianos es encarnación del mal; para otros, símbolo de fecundidad o de vida.

2 Viaggio del beato Odorico da Pordenone, ed. G. Pullè, Milano, Alpes, 1931, p. 178. Cfr. la edición más reciente: Memoriale toscano. Viaggio in India e Cina di Odorico da Pordenone, ed. L. Monaco, Alessandria, Edizioni dell’Orso, 1990. Nacido alrededor de 1256, ingresó muy pronto en la orden franciscana. Parte hacia Asia a predicar la fe cristiana en torno a 1314, mientras otros piensan que sobre 1318, y regresó en 1330. Odorico viajó por Constantinopla, el Mar Negro, Trebisonda, Tebriz, Persia occidental, la actual Irak, Ormuz, las costas del oeste y el sur de la India hasta Ceilán y después Malasia, Indochina y finalmente China, lugar donde permaneció durante tres años en la corte del emperador mongol Yesun Timur en Pekín. Dictó sus memorias a uno de sus hermanos franciscanos en Padua en 1330, pocos meses antes de su muerte, ocurrida el 4 de febrero de 1331.

PRIMERA PARTE

Ir por el mundo

Capítulo I

El concepto de viaje

El hombre medieval nunca viaja por “ocio”*, con el único fin del placer, la diversión, con ese propósito que en nuestra época entendemos sin más como pasar el tiempo o vacaciones. Se mueve siempre pensando en una meta concreta, impulsado por un ansia espiritual, por una necesidad económica, por exigencias propias de su trabajo. En tal caso, ¿podríamos llamar propiamente viaje a este ir de un lugar a otro motivado exclusivamente por una necesidad, material o espiritual, pero contingente?, ¿puede llamarse viajero a quien viaja no por el mero hecho de viajar? En tal caso, también podría hablarse de las migraciones como viajes, unas veces circulares, en los que se vuelve al punto de partida, y otras veces sin retorno, donde la llegada será definitiva. También hemos de pensar que el viaje mismo, en sí y por sí mismo, su relativa facilidad, el conocimiento del trayecto puede influir en la decisión del desplazamiento. En un mundo como el medieval, en el que raramente se viaja por gusto o por el puro deseo de aventura, resulta difícil distinguir qué es “viaje” frente a un mero desplazamiento o la migración. En estos casos el viaje vendría a ser solo una “parte”, un medio para unir los puntos de partida y llegada. Igualmente difícil resulta, también por esas razones, extrapolar un significado, una dimensión conceptual del viaje, reconstruir basándonos en las vivencias y testimonios del pasado una abstracción de su significado, formular categorías genéricas. Muy rara vez las fuentes nos guían claramente hacia este propósito, y cuando lo hacen casi nunca es para analizar un fenómeno colectivo, sino para dar cuenta de una experiencia personal.

Muchos jóvenes parecen desplazarse por su propio país guiados por un deseo de conocimiento. La juventud une a la curiosidad humana la necesidad de un aprendizaje y una preparación técnica, sea cual sea el ámbito de su hacer. Para la juventud, el viaje adquiere un significado de iniciación a la vida, a la formación y al desempeño de su profesión. Esas motivaciones se ven claramente reflejadas en algunos documentos franceses del siglo XV. En 1425, un zapatero llamado Guillemin Le Clerc nos cuenta cómo abandonó París con solo doce años con la intención de «conocer el país en compañía de otros amigos y colegas». Cada parada, Sully-sur- Loire, Orleans, Aviñón, Ginebra, se acompaña de un período de trabajo. Aprende diferentes técnicas, o perfecciona las que ya conoce, se fija en las modas, estudia nuevos materiales. A los diecisiete, un joven sastre originario de Bolonia se ponía en marcha «para conocer el país y las costumbres de la gente joven», deteniéndose en numerosas ocasiones hasta culminar su itinerario en la ciudad de París1. En las aventuras narradas por un joven florentino, Bonaccorso Pitti, que contaba con apenas veinte años allá por 1370, se condensa el significado de una vida errante, en la que el imperativo de “ir por el mundo” adquiere un valor netamente diferente de cualquier matiz práctico y de otra finalidad secundaria distinta al viaje en sí. «Siendo yo joven y sin preparación alguna y con el deseo de ir por el mundo…» Así comienza el preludio de Bonaccorso a la narración detallada de sus numerosos viajes. Esa es la única justificación que ofrece para su impulso de subirse a un caballo y aventurarse por los caminos de Europa, un impulso que ya nunca lo abandonará durante el resto de su vida. Con el paso del tiempo, ese espíritu aventurero, el ansia por saber cosas nuevas, la impaciencia e inquietud propias de la edad ligera irán disminuyendo en él; pero, a pesar de pertenecer a una poderosa familia (o quizá precisamente a causa de ello), nunca conseguirá estabilizarse, encarrilar su vida ni decidirse por un futuro profesional concreto2.

El contrapunto a Bonnacorso Pitti, viajero infatigable, podemos encontrarlo, siguiendo sus propios recuerdos, en la figura de un notario, Vanni Stefani, funcionario de vida sedentaria que los señores de Florencia, con escaso don de la oportunidad, endosaron a Pitti para que lo acompañara en un viaje a París en julio de 1396. Stefani salía de Florencia con el único encargo de estipular escrupulosamente las condiciones de la posible y deseada alianza con el rey de Francia, Carlos VI, frente al común enemigo milanés Galeazzo Visconti. No es solo que el pobre escribano no estaba acostumbrado al caballo, sino que nunca había salido de Florencia. Tanto es así que Pitti se queja «del enorme cansancio de tener que llevarlo hasta París». Es muy difícil hacerse una idea del verdadero suplicio que pudo representar para alguien que, bien podría decirse, nunca había ido más allá de las puertas de la ciudad, tener que aventurarse por caminos difíciles, por los senderos y los pasos alpinos, para llegar al fin a un país extraño por su lengua y sus costumbres. Para Pitti, ese mismo trayecto, con todas sus vicisitudes, era ya familiar, poco más que una rutina que ya había vivido en incontables ocasiones, en todas las épocas del año, bajo todos los climas posibles3. Aquellos dos hombres en camino parecían encarnar, respectivamente, cada una de las dos caras de la sociedad medieval: en sociedades tan sedentarias, la movilidad desaforada se identifica como el polo opuesto del mundo de lo habitual, como su lado escondido, como la excepción. Pero si lo pensamos bien, no se trata de un fenómeno extraño. También en los ambientes rurales, en esas clases sociales campesinas, tradicionalmente sedentarias, debido a su vínculo con la agricultura, con la tierra, con su vivienda en medio del campo o en la ciudad, con su horizonte limitado por los confines que alcanza la vista…, también allí, moverse es algo habitual. Los campesinos recorren cada día incluso distancias largas para llegar a su lugar de trabajo, van al mercado, realizan trabajos temporales en lugares a veces distantes del suyo, van de una aldea a otra, de un territorio a otro y, si hay conflictos, se enrolan como soldados mercenarios yendo a combatir al lugar que sea necesario para luego volver a casa4.

Fernand Braudel ha escrito bellísimas páginas sobre el trasiego de hombres del campo y la montaña por las regiones mediterráneas, en claro contraste con esa falsa imagen estereotipada de la esencia sedentaria del campesinado europeo:

Unas veces, el montañés desciende a la llanura con sus rebaños, y ya tenemos aquí uno de los dos momentos de la transhumancia; otras, va a establecerse a la región baja durante las faenas de la siega o la recolección, y surge así una emigración temporal muy frecuente y a menudo mucho más larga de lo que se cree: los saboyardos, en ruta hacia el Bajo Ródano, gentes de los Pirineos enganchadas para la siega cerca de Barcelona, los campesinos corsos que en el siglo XV iban a la Maremma toscana a trabajar todos los veranos. […] Idénticas observaciones, más numerosas y sorprendentes, podemos hacer si incluimos las llanuras del Languedoc y la ininterrumpida marea de emigrantes que llega a ellas del norte, del Delfinado y, sobre todo, del Macizo Central, Rouerge, Limousin, Auvernia, Vivarais, Velay y Cévennes… Esta marea se adentra en el bajo Languedoc, pero lo rebasa regularmente en dirección de la rica España. Cada año se forma de nuevo esa procesión, casi a diario, se puede decir, con campesinos sin tierra, artesanos sin empleo, trabajadores agrícolas venidos para la cosecha, la vendimia o la trilla, predicadores ambulantes, giróvagos, músicos callejeros y también pastores con sus rebaños… El hambre montañesa es la gran espoleadora de esta multitud en su viaje de descenso5.

Por supuesto, muchos de estos viajes no son más que pequeños desplazamientos en un marco familiar y, si el viaje se prolonga, se tratará solo de itinerarios repetidos, “viajes” por los caminos, prados y campos de lo vivido y la costumbre. Son viajes de los que no tenemos recuerdos, de los que quizá no se era tampoco consciente: ese echar a andar más allá de la última casa de la aldea, más allá de la muralla opresora de las montañas, más allá de la línea de horizonte que dibuja el mar, quizá no tuvieran nada del sabor del viaje auténtico. Pero no hay duda de que esos desplazamientos hacia tierras exóticas y remotas debían de representar una experiencia que era claramente percibida como singular. Tampoco son escasas las ocasiones en las que los libros de viaje nos ofrecen la imagen de sociedades y gentes cosmopolitas, como es el caso de Guillermo de Rubruk. En sus andanzas por el reino de los tártaros pudo encontrar personajes de todo tipo: un eremita de Jerusalén, rusos, armenios y georgianos deportados, gentes procedentes de Hungría, mineros y armeros germanos, una mujer originaria de Metz, un orfebre parisino, un inglés. También de ello da testimonio Ibn Battuta: cuando se encontraba en la India se topó con un abogado de Mogadiscio, quien había vivido en la Meca y en Medina y que también había estado en China; a su vez, en China conoció a otro hombre, en esta ocasión natural de Ceuta, con cuyo hermano se topará más adelante, cuando recorra el Níger6.

Viajar es separarse del mundo propio, de lo ya sabido, de nuestras costumbres cotidianas; también, con frecuencia, de los afectos. Quien se enfrenta al camino, el “caminante”, sale del orden de lo conocido para entrar en el desorden del extrañamiento. Conforme se aleja de su lugar, los paisajes se hacen menos familiares, la gente más desconocida, la lengua más difícil de entender. Si mayor es la lejanía, mayor es la alienación: al final de su viaje el peregrinus acabará siendo el alienus, el extranjero, el forastero7. Esa esencia del caminante como forastero suscitará siempre en la Edad Media desconfianza, si bien con algunas diferencias relevantes. En la Alta Edad Media, un escenario caracterizado por la presencia de asentamientos de escasa población, poca circulación de personas y aún menor conocimiento del mundo habitado, el forastero es alguien extraño a la pequeña comunidad, no necesariamente portador de amenazas, pero sí es un “otro”, desconocido, misterioso. En la Baja Edad Media, a esa imagen del forastero cabe añadirle connotaciones peyorativas: podría ser el enemigo, el criminal, quien porta y propaga una epidemia. El sentimiento de sospecha crece debido al aumento de la tasa de criminalidad propio de la sociedad tardomedieval y al flujo de vagabundos y delincuentes de un territorio a otro en busca de inmunidad: son los bandidos, durante un tiempo habitantes de lugares solitarios y bosques, que invaden ahora las calles civilizadas y que, con el fin de esconder su verdadera personalidad, simulan ser lo que no son, pero que son aceptados desde el momento en que se les asimila a los diferentes estereotipos de viajeros: el (falso) peregrino, el (falso) clérigo, el (falso) estudiante.

El viaje medieval se piensa, se planifica, se orienta a un fin: a esto se debe también que el viajero no pueda concebir jamás el significado del ocio, del simple disfrute. Una cuidada planificación legitima su propio andar, lo hace aceptable de cara a todos con quienes se encuentra por el camino. Pero al desarrollarse con unas características y en circunstancias similares, el viaje medieval participa de fenómenos, de acontecimientos muy diferentes, establece puntos de contacto con aspectos sociales que pueden estudiarse desde diversas áreas del conocimiento: la peregrinación, las migraciones, la movilidad social, las colonizaciones, las misiones evangélicas o las exploraciones se caracterizan por presentar rasgos muy complejos que exceden a su clasificación estricta como viajes. Sea como fuere, todos ellos son reconducibles a una sola idea: el desplazamiento desde el lugar de residencia, ya se trate de un desplazamiento temporal, ocasional, recurrente, o permanente. El viaje es solo un pequeño ingrediente de un fenómeno más amplio, un ingrediente que por lo general se ignora porque, por ejemplo, quien emigra de un lugar a otro solo tiene conciencia del punto de donde parte y del punto a donde llega.

El viaje medieval es esencialmente un desplazamiento, un cambio de lugar, en su sentido más material; frente a ello, en un sentido simbólico, como metáfora de la vida humana, es el paso a través de la existencia hacia la Jerusalén celestial, el reino de los cielos. Las tentaciones externas vienen a ser los obstáculos situados en el camino para dificultar el alcance de la meta. El creyente combate contra estos enemigos, para así poder continuar con su itinerario espiritual, del mismo modo que el viajero afronta, en su camino de tierra, el cansancio y las incomodidades, las calamidades naturales y las insidias de otros hombres. Mucho más adelante, en pleno siglo XIX, la idea de viaje-peregrinación sufrirá un proceso de interiorización: el viajero inmóvil del XIX realizará entonces un viaje al interior, en busca de sí mismo, un viaje en el que el antagonista viene representado por su propia identidad8. La Jerusalén celestial deja de ser esa meta tan ansiada, del mismo modo que la Jerusalén terrena deja de ser aquel destino lejano que constituía para los peregrinos provenientes de todos los rincones de Europa. En el horizonte mental del hombre del Medioevo esa idea, ese concepto de viaje como recorrido obligatorio de formación y refinamiento cultural todavía ni se intuye. No existen esos “tours” previamente organizados para jóvenes de alta clase social o de elevado espíritu, itinerarios en los que las etapas obligatorias venían marcadas por las bellezas artísticas, las tradiciones seculares y la vitalidad y la originalidad de los ambientes.

En el siglo VI el monje y santo irlandés Brandán sale en dos ocasiones en busca del Paraíso terrenal; en la segunda de ellas, después de un viaje de años, lo encuentra. El mito ha acabado apoderándose de la vida de este religioso, y lo ha convertido en la imagen de un hombre guiando a sus compañeros, navegando desde su Conflert natal hacia las costas de las islas Feroe, de Islandia, de Groenlandia y quién sabe si también hacia esas tierras que después, tras la llegada de Cristóbal Colón, serían llamadas “América”. De tanta mitología cabe extraer un dato cierto: según nos cuentan sus biografías, casi legendarias, los santos y monjes irlandeses de los siglos VI y VII, fuera cual fuese su propósito, su motivación para partir, fueron sin duda unos viajeros incansables, que exploraron los mares que bañaban Irlanda y Gran Bretaña, además de la constelación de islas que las rodeaban. El impulso a la peregrinación espiritual de carácter eremítico-ascético, emprender un camino como modo de conocer la naturaleza-paisaje en tanto creada por Dios, sin fronteras con los reinos celestiales, y de la naturaleza-hombre como penetración en la propia alma, enriquecieron mediante motivaciones diversas y complejas la realidad meramente factual de los desplazamientos físicos de los monjes9.

La llama del conocimiento, esa lágrima delicada como un lamento, pero siempre inextinguible, que consume a quienes están poseídos por el ansia del saber si no son capaces de apagar el ímpetu de la búsqueda de la verdad, empujó también al monje benedictino Richer de Reims en el año de 991 a un viaje que puede parecernos poco importante, si se compara con las exploraciones de los irlandeses. Se trata de los doscientos kilómetros de distancia que separan su Reims de Chartres. Si calculamos el tiempo, hablaríamos aproximadamente de a una semana a caballo. No obstante, el viaje de Richer está lleno de penalidades y angustia: el temor a una tormenta nocturna, las dificultades para atravesar un puente casi en ruinas, el miedo continuo que le produce tener que atravesar parajes hostiles no solo a causa de los bandidos, sino también por las imposiciones de una nobleza indisciplinada, violenta, que no respeta ninguna ley, le llevan a la extenuación, hacen de su camino una tortura. Pero ningún sufrimiento puede estropear a Richer la placidez que le proporciona, una vez ha llegado a su destino, sentarse en la biblioteca de la catedral de Chartres para leer los Aforismos de Hipócrates de Cos, y si la lectura de los Aforismos no es suficiente para aplacar su sed de conocer los secretos de la medicina, también cuenta con el manuscrito de De concordia Yppocratis, Galieni et Surani10.

Cabe entender el viaje de Richer en un doble sentido: primero, instrumentalmente, en tanto único modo de obtener un objeto físico, el manuscrito de las obras de Hipócrates, inalcanzable por cualquier otra vía; segundo, en un sentido más inmaterial, como la posibilidad de adquirir nuevos conocimientos científicos que sirvan a acrecentar su erudición y proporcionar respuestas a sus incontables interrogantes. «En aquella época me dedicaba asidua e intensamente a las artes liberales y pensaba qué placer me produciría conocer el pensamiento de Hipócrates de Cos», escribe Richer, quien confiesa de este modo una dedicación y pasión ya existentes y que solo necesitaba ser espoleada por la invitación que le formula el clérigo Elibrando de Chartres, una invitación a su lectura. Pero no es un viaje de formación intelectual propiamente dicho, sino un viaje por el placer de leer una obra peculiar y rara, un manuscrito que todavía no se había llegado a copiar ni estaba disponible en la biblioteca de su monasterio11.

En ciertas ocasiones, lo que en principio se anuncia expresamente como peregrinación acaba siendo también un prolongado viaje de estudios. Chipre, Asia Menor, Palestina, Siria, Arabia, Egipto, Armenia, Georgia, Mesopotamia serán esos lugares remotos por donde acaben caminando gentes como fray Fidenzio de Padua y el veneciano Marin Sanudo. Los dos estaban, o sentían como si estuvieran, de misión, una misión a mitad entre la evangelización y el espionaje político: resulta difícil discernirlo. No hay duda de que en su viaje les guiaba un propósito consciente de constatar el alcance del poder efectivo que los gobiernos de aquellos países ejercían en esos remotos territorios, con el fin de recabar datos que pudieran facilitar la preparación de eventuales operaciones militares terrestres y marítimas destinadas a recuperar los Santos Lugares12. La misma intención se le atribuye también al viaje que realizara Anselm Adorno a Tierra Santa, un viaje que ya desde su inicio dio indicios de formar parte de un plan ciertamente sospechoso, por mucho que él declarara que lo emprendía solo como un devoto peregrino. La salida en pleno invierno desde Brujas, un itinerario alejado de las rutas acostumbradas que conducían a los Santos Lugares, la propia redacción del diario del viaje, que fue culminada seis meses después de su vuelta por su hijo Jean basándose en los apuntes tomados bajo la vigilante mirada del padre y la dedicatoria del mismo al rey de Escocia, son algunos de los datos que permiten contemplar la hipótesis de que no se trataba realmente de una peregrinación, sino de una misión de reconocimiento destinada a sopesar las posibilidades de triunfo de una cruzada contra los turcos13.

Para todos ellos el viaje tuvo una connotación distinta: distinta era la finalidad, distinta la conciencia de lo que significaba su periplo, distintos los medios materiales y el modo de desplazarse, distinto el modo de observar y relacionarse con el mundo circundante. Felipe II el Atrevido, duque de Borgoña, era un viajero veloz e infatigable. Sus posesiones, que se extendían de la Borgoña a los Países Bajos, le obligaban a desplazarse continuamente para ejercer de modo efectivo su poder. Se movía con habilidad y con seguridad por lugares que conocía y en los que resultaba fácil determinar cuándo se realizarían los cambios de cabalgadura y las paradas nocturnas. El 25 de junio de 1368 se subió a su caballo apenas hubo terminado el almuerzo, dejó París camino a Dijón, ciudad a la que llegó tras seis jornadas y media de camino, cabalgando una media de algo más de cuarenta y cinco kilómetros al día14. Para el duque este viaje no tenía valor espiritual ni intelectual alguno; jamás se le pasó por la cabeza que se encontrara en una misión religiosa ni explorando lo desconocido; tampoco era un viaje en búsqueda de sí mismo. Las insidias y la inseguridad política aconsejaban guardar prudencia y ejercer en persona el control sobre sus súbditos; la dispersión territorial de sus grandes posesiones exigía desplazamientos rápidos y frecuentes con el fin de asegurar su presencia física y así garantizar de modo visible su autoridad.

Sin embargo, en el viaje de Bonaccorso Pitti en 1377 podemos encontrar, tanto en su planificación como en su realización, no solo los ingredientes de la aventura, sino del cortejo amoroso de aire cortesano. A los veintitrés años uno está dispuesto a todo por amor, sobre todo si se trata de aceptar el desafío de una bella dama a la que había entregado por entero su corazón: «Soy completamente vuestro y a vos me encomiendo». Con estas palabras, el joven Pitti se declaraba a la monna Gemma, hija de Giovanni Tedaldini y viuda de Jacopo messer Rinieri Cavicciuoli. A continuación ella le desafió burlona: «Si sois completamente mío, ¿a dónde iríais si os lo pidiese?». «¡Probad a pedírmelo!», respondió a su vez Bonaccorso. Entonces ella respondió: «Iréis a Roma por mi amor», pensando que esa petición situaría al joven ante un desafío imposible y así quizá desistiera de su cortejo. Por aquel tiempo, la guerra entre Florencia y Roma convertía lo que podría ser un mero desplazamiento en una expedición arriesgada, y bien podía convertir una bravuconada en una auténtica tragedia. Pero ya fuera por la pasión o por su temperamento inquieto, o quizá por la necesidad instintiva de responder a un desafío hasta el punto de poner en peligro su propia vida, el caso es que Bonaccorso tardó solo una tarde en decidirse y al día siguiente sin que lo supiera su familia se puso de camino a Roma. Pasará más de un mes fuera de casa. Su aventura permanecerá en secreto, ayudado por la complicidad de algunos de sus más cercanos. Viajará casi siempre de noche para así escapar a la vigilancia de las tropas del papa; pero, al regresar a Florencia, lo espera solo el desdén de una noble dama que se ha burlado de él15. El valor del viaje reside en este caso en factores como el peligro, el reto, el juego de la seducción, en definitiva: el peregrinaje caballeresco, una competición para superar los obstáculos y así conquistar los favores de la dama, un torneo con adversarios que derrotar, aunque aquí se trate solo de evitarlos.

El concepto de viaje cambia con el tiempo y según su propósito. Al margen de los viajes por trabajo, protagonizados por auténticos “profesionales” de los caminos, hay otro tipo de viaje cuyas características son claramente identificables y conocidas: el viaje por devoción, la peregrinación religiosa, que encarna claramente el concepto de viaje espiritual y que, además, representa uno de los usos más importantes de la cultura medieval. En realidad, más que una costumbre, el peregrinaje era una constelación de costumbres, pues incluía las cruzadas, el culto a los santos, ganar indulgencias o venerar reliquias e implorar milagros16. La peregrinación obtiene su sentido de unos motivos espirituales. Se parte del punto de origen con el fin de entrar en comunión con la divinidad y para ascender un peldaño más en la escalera que conduce a la salvación. La intención declarada del peregrino es una intención religiosa: un acto de penitencia, de agradecimiento por un favor recibido, un gesto de devoción que el sujeto considera relevante para su proceso personal de purificación y enriquecimiento moral. La visita a los diferentes lugares sagrados, en particular Tierra Santa y Jerusalén sobre todos ellos, para recibir la luz de la gracia divina, para cumplir una penitencia, para intentar volver con un recuerdo o una reliquia que lo protegerán mientras dure su vida terrena y le ayudarán a evitar el pecado, constituye un viaje con un significado especial, que con frecuencia solo se realiza una vez en la vida y que se lleva a cabo con el carácter ritual y sacro que esas intenciones requieren. Pero esas intenciones no siempre están relacionadas tan clara y únicamente con lo religoso. Hay quien recurre a la peregrinación para evitar los impuestos, las deudas o las condenas. Incluso las leyes permiten que las penas que se imponen tras una sentencia de culpabilidad pueden conmutarse por la realización de un viaje edificante, un viaje que adquiere entonces un doble fin: la redención del pecador y la redención del culpable17.

La peregrinación propia de los primeros siglos de la Edad Media reúne características más pronunciadamente ascéticas, que lo sitúan más allá de cualquier cálculo de tiempo y más allá de cualquier necesidad o realidad material, en una actitud de comtemptus mundi y de alejamiento voluntario de la sociedad pagana. Muy pronto, sin embargo, se verificará un profundo cambio en su naturaleza. Y es que, aunque permanezcan intactas la devoción y la espiritualidad (o al menos así lo suponemos), empiezan a darse claros signos de otros motivos: la búsqueda de información y de conocimiento; la curiosidad por los países exóticos o por los lugares presentes en la tradición legendaria griega y latina; incluso el gusto de desplazarse para ver cosas «extrañas» en tanto son «extranjeras» o el sentido de aventura intervienen ahora para multiplicar esas otras ideas más antiguas, esas intenciones que eran más coherentes con el sentido tradicional del peregrinaje. Este sigue siendo la meta final del viaje, pero ahora asume un valor más mundano, añade los rasgos propios de una exploración de horizontes que de otro modo permanecerían desconocidos. Este nuevo modelo se difunde e imita, provocando con ello casi la creación de una moda: en un momento de euforia alguien declara su propósito de peregrinar como si fuera un reto, como quien afronta un desafío, un combate. Se trata de una idea aristocrática de lo que significa ser peregrino, de un caminar caballeresco hacia esas tierras que ya han visto los cruzados, siguiendo sus caminos para recrear un viaje místico-aventurero. Pero en la mayoría de casos se deja ver también, muy claramente, un ansia de cosas nuevas, diferentes: la intención espiritual viene ahora acompañada por una emoción completamente humana, nacida de la curiosidad y las ganas de conocer.

Junto a esta realidad, junto a este fenómeno que irá en aumento conforme avance la Edad Media, puede constatarse con igual constancia una polémica en contra de la peregrinación, la cual encuentra sus raíces en las propia obras de los padres de la Iglesia de los siglos IV-V, y que volverá a plantearse con argumentos renovados entre el XIV y el XV. La condena del peregrinaje, vinculada a la desconfianza hacia el viaje mismo, a los peligros morales y materiales que presentaba y a la cautela con la que se aconsejaba proceder en asuntos de reliquias e indulgencias, hacía mucho más aconsejable, con mucha diferencia, el camino interior, al que se llegaba solo con la meditación18.

Paradójicamente, hay quien no se mueve de su tierra, de su casa, y convierte el viaje en un juego mental, favoreciendo la invención y la fantasía, aunque también un deseo de erudición. Su redacción, las cartas escritas en la soledad del escritorio o el dormitorio, mientras la mirada crea mentalmente esa lejanía que se encuentra más allá de las paredes, constituye la ocasión y el pretexto para combinar ideas anteriormente adquiridas, obras de otros autores, leyendas, tradiciones orales… En ellos podemos ver la impronta original del escritor, el sello impuesto por su fantasía, su capacidad para seleccionar y recopilar noticias, pero sobre todo también su voluntad de convencer al público de la veracidad del viaje. Un viaje fingido bajo la apariencia de obra literaria, un viaje que se pretende ofrecer al lector como verdadero. Desde Veda a Petrarca, estas narraciones oscilan entre los equívocos lugares del recuerdo, del estudio, del cuento y de la habilidad para fantasear. Veda el Venerable escribe su De locis sanctis entre el 702 y el 703 basándose fundamentalmente en la tradición erudita, sin visitar, por supuesto, Jerusalén, a no ser que fuera con el deseo19. El anónimo franciscano andalusí que probablemente escribió en la primera mitad del siglo XIV el Libro del conocimiento, realiza su viaje imaginario por tierras de Portugal, Noruega e Inglaterra, para luego “inventarse” una excusa que lo lleve aún más lejos, por todo el mundo, a circunnavegar África, atravesar Asia, Rusia y el Mediterráneo. Por la riqueza de las informaciones de las que hace gala, por la precisión en los detalles, por la claridad de sus descripciones su libro llevó al engaño a los hombres de su tiempo y fue considerado sin duda como un libro de viajes auténtico20.

Imagen Liber de quibusdam ultramarinis partibus 2122