III

LA SEGUNDA CONVERSIÓN: DEL ARRIANISMO A LA IGLESIA

1. Los destinos religiosos de los pueblos

«Segunda conversión». Así puede llamarse el segundo capítulo de la prolongada odisea religiosa que hubieron de vivir varios de los pueblos bárbaros que habían invadido las provincias del Imperio romano occidental a partir de las postrimerías del siglo IV y comienzos del v. Según ya se dijo, dos de aquellos pueblos no alcanzaron a completar el recorrido y desaparecieron del escenario histórico sin llegar a pisar los umbrales de la Iglesia. Se trata de los vándalos de África y los ostrogodos de Italia, extinguidos como «naciones» en el curso de las grandes luchas a que dio lugar el intento del emperador oriental Justiniano de «reconquista» de las antiguas tierras romanas, para reha­cer así la antigua unidad imperial. Procopio de Cesarea, el historiador bizantino contemporáneo, compuso dos grandes obras —La Guerra vandálica y La Guerra gótica—, donde se hace una descripción pormenorizada de las dos campañas militares. El resultado final fue la desaparición no sólo de los reinos, sino también de los pueblos vándalo y ostrogodo. Las circunstancias históricas y la falta de tiempo no dejaron opción a estos pueblos, para que pudieran vivir su «segunda conversión».

Un destino más feliz fue el que les tocó en suerte a otros pueblos barbáricos occidentales. El paso de los años, la prolongada convivencia con las poblaciones indígenas católicas, la pobre consistencia de su Arrianismo contribuían a conducirlos hacia la Religión católica. El Arrianismo aparecía cada vez más como un anacronismo obsoleto, sin vitalidad doctrinal ni otra razón de ser que su vieja función diferenciadora de «religión de raza». Tal fue la razón de que estos pueblos terminasen por renunciar a la herejía arriana y se integraran en la Iglesia. En este capítulo de la «segunda conversión», la de los visigodos tuvo singular importancia, no sólo por la superior entidad de este pueblo, sino también por el elevado nivel teológico que revistió el proceso que los condujo a la Iglesia. Pero será conveniente exponer los caminos seguidos por cada uno de esos pueblos hasta su conversión católica.

2. Los burgundios

El pueblo burgundio, el de la reina Clotilde, esposa de Clodoveo, se hallaba asentado en la parte oriental de la Galia y su reino contaba con algunas ciudades importantes como Lyon, Vienne y Ginebra. A finales del siglo V, los burgundios constituían un pueblo germánico arriano, aunque el Catolicismo contara en él con un número considerable de adeptos. La Religión católica había penetrado incluso en el círculo familiar de la dinastía reinante y entre sus miembros eran católicos, no sólo Clotilde, sino también su madre Caretene, viuda del difunto rey Chilperico, y la hermana de Clotilde, Sodeliuba, que fundó en Ginebra la abadía de San Víctor.

Cuando el bautismo de Clodoveo, Gundobado, rey de los burgundios, era arriano, aunque se esforzaba en mantener buenas relaciones con el episcopado católico y con la población «románica» de su reino. Gregorio de Tours escribió que Gundobado había dado leyes liberales para con los romanos, y su Lex Burgundionum trata de medir por un mismo rasero a todos los súbditos, tanto burgundios como indígenas. Pero Gundobado no tuvo valor para dar el paso decisivo hacia la Iglesia, como lo había tenido Clodoveo. A ello se refiere san Avito de Vienne en su célebre carta ya mencionada, dirigida al rey franco. Hay otros —escribía, aludiendo a Gundobado— que vacilan y no se atreven a dar el gran giro religioso por miedo a romper con tradiciones ancestrales, mientras Clodoveo había superado esta objeción falaz, consciente de que le bastaba con haber heredado de sus mayores la nobleza de su sangre y su reino terrestre.

Gundobado murió en 516, y el sucesor, Segismundo, fue un católico ferviente y promovió de modo resuelto la conversión de su pueblo al Catolicismo. Un concilio de Epaona, reunido al año siguiente a su ascensión al trono, dictó severas medidas contra los arrianos. Mas los hijos de Clodoveo aspiraban a terminar con el último reino no franco de las Galias, y pese a sus discordias y luchas intestinas aunaron sus fuerzas para conseguirlo. Una sucesión de tragedias político-familiares contribuyó también a la ruina del reino. Así desapareció hacia el año 534 el Reino burgundio, el primero de los reinos germánicos arrianos que abrazó el Catolicismo. El propio pueblo burgundio —siempre débil, demográficamente—, ahora católico, se desvaneció también y, removida la barrera religiosa, se fundió por completo con la población autóctona de la región. El nombre de Borgoña logró subsistir, pero en adelante designó a uno de los reinos de la Francia merovingia.

3. La conversión de los suevos

A) Conversiones y conversión. ¿Puede hablarse con propiedad de una segunda conversión de los suevos al Catolicismo, que fuera su tercer cambio de confesión religiosa, desde que se produjo su asentamiento en la Península Ibérica? Sería seguramente un error presentar a los suevos bajo la imagen de un pueblo extraor­dinariamente voluble, que pasaba con facilidad de uno a otro credo. Por ello, resulta necesario tratar de rehacer, pese a nuestra escasa información, las líneas fundamentales de la que parece haber sido la más probable historia religiosa de aquel pueblo.

En sus primeros sesenta años de permanencia en España —que son los comprendidos en la Crónica de Idacio— los suevos aparecen como un pueblo bárbaro, que mantenían su cohesión y personalidad nacional, en una convivencia a veces difícil con la población autóctona de la región galaica donde se habían asentado. Hasta mediados del siglo V, los reyes suevos eran paganos y también lo serían sus súbditos, con las lógicas excepciones. Como ya se dijo, durante ocho años, desde 448 a 456, el católico Rekhiario fue rey de los suevos. Y en este punto surge ya la primera duda: este monarca católico, ¿arrastró en pos de sí a la Iglesia a una porción considerable de su pueblo? Nada dejan adivinar las fuentes contemporáneas.

Tras una serie de vicisitudes que pusieron en grave peligro su propia existencia, el Reino suevo logró sobrevivir, fuertemente condicionado por la influencia del Reino visigodo de Tolosa. En el año 446 —ya se dijo, también— el monarca tolosano Teodorico II envió a los suevos un misionero arriano, Ajax, respaldado por su autoridad y que llegó a la Península con la evidente finalidad de promover la conversión de los suevos al Arrianismo. Ésta es la última noticia directa que tenemos sobre la historia religiosa de los suevos en el siglo V. Luego siguió un período de casi una centuria en que la vida de los suevos aparece rodeada de una completa oscuridad, ante la cual es inevitable que surjan diversos interrogantes: ¿hubo una primera conversión católica de los suevos con Rekhiario y luego una apostasía por haber abrazado el Arrianismo?; ¿o bien el pueblo suevo había seguido siendo mayoritariamente pagano y fue el Arrianismo su primera confesión cristiana?; o todavía, como tercera posibilidad: ¿llegó a producirse en algún momento una efectiva adhesión de los suevos al Arrianismo?

San Isidoro de Sevilla, que escribió entrado ya el siglo VII, afirma categóricamente que Ajax había logrado una completa conversión de los suevos al Arrianismo, «contagiando a toda la nación de los suevos con esta enfermedad mortal», tras de lo cual «muchos de los reyes de los suevos permanecieron en la herejía arriana». En los Varones ilustres, al trazar la biografía de Martín de Dumio —o de Braga—, Isidoro insiste en su punto de vista: Martín convirtió al pueblo de los suevos, «de la impiedad arriana a la fe católica». Todas las informaciones de Isidoro coinciden en sostener que en el siglo V se había producido una arrianización de los suevos, y que san Martín de Braga fue el autor de su «segunda conversión», esta vez a la Religión católica.

De los escasos datos que se conocen parece deducirse que, a consecuencia del influjo visigodo, se produjo en la segunda mitad del siglo V una «arrianización» oficial del Reino suevo. El Arrianismo sería durante cien años la religión de los reyes y de la nobleza palatina y militar. Por eso, los dos relatos existentes sobre la conversión de los suevos —de Gregorio de Tours y san Isidoro—, discordantes entre sí en varios extremos, coinciden en centrar la cuestión en torno a la conversión del monarca y en destacar el papel primordial que tuvo san Martín de Braga. Por lo que se refiere al pueblo suevo, asentado sobre todo en el campo, parece probable que el contacto mantenido durante el último siglo con la población galaica le hubiera aproximado a la Iglesia, que disponía de una tupida red de parroquias rurales, sin que ello fuera óbice a que conservase residuos pertinaces de su ancestral paganismo, que se mezclarían con otras impurezas religiosas muy enraizadas entre las poblaciones galaicas.

Parece, por el contrario, que la penetración arriana en el pueblo suevo habría sido nula o muy superficial. Es significativo que los dos concilios Bracarenses de 561 y 572, celebrados tras la «conversión» de los suevos, no dedicaran a la herejía arriana ni un solo canon, mientras se preocuparon de combatir los residuos priscilianistas y paganos, existentes en la población. Ninguna alusión al Arrianismo se encuentra tampoco en el De correctione rusticorum, el célebre tratado de catequesis de Martín de Braga, destinado a enmendar las supersticiones idolátricas que se daban entre los campesinos, sin distinguir entre galaicos y suevos. Parece claro que el Arrianismo no había arraigado en el pueblo suevo y, seguramente por eso, desde primera hora dejó de constituir una preocupación pastoral para los obispos del Reino suevo-católico.

B) La obra misional de san Martín de Braga. En la conversión de algunos pueblos o reinos barbáricos de los albores del Medievo, sobresale la figura de un santo personaje que con toda propiedad puede ser llamado su «apóstol». Tal fue el caso de Martín de Braga, a quien puede atribuirse con justicia el título de «apóstol de los suevos». La vida de Martín, uno de aquellos «adelantados» del Evangelio que dirigieron la empresa de la cristianización de Europa, fue una gran aventura que es preciso evocar aquí, para reconstruir el cuadro real de la historia religiosa de la Galicia sueva.

Martín de Braga (520-579/80) fue por su origen un centroeuropeo y procedía de las llanuras de Panonia, como su homónimo Martín de Tours, que dos siglos antes había desarrollado su labor pastoral en las Galias. Martín de Braga se trasladó muy joven a Palestina y pasó varios años en el Oriente próximo completando su formación religiosa y cultural, en contacto con los monjes y ascetas más famosos. Fue allí donde Martín tomó la decisión —que él atribuyó a una moción divina— de marchar a Galicia, para evangelizar aquella remota región occidental, cuyo estado religioso y político le sería sin duda conocido. La decisión fue puesta por obra y, desde el Mediterráneo oriental, Martín viajó por mar hasta el Finisterre galaico: «vino navegando desde las regiones de Oriente a Galicia», dice textualmente san Isidoro, al escribir su biografía. En Galicia, el santo misionero fue el artífice de la conversión de los suevos al Catolicismo y su acción pastoral se extendió también a la población indígena de la región. Fundador de la abadía-obispado de Dumio, promotor de la vida monástica, legislador eclesiástico y metropolitano de Braga, Martín «Dumiense», como también se le llama, marcó una huella imborrable en la historia religiosa del noroeste hispánico.

La aventura misional de san Martín de Braga presenta unos rasgos tan singulares que invita al comentario y la reflexión. Un hombre nacido en la región danubiana y formado en el Oriente cristiano sintió aquí, a mediados del siglo VI el llamamiento divino a cumplir una misión pastoral en la lejana Galicia; y encontró en Oriente la suficiente información sobre aquella región como para concebir ese designio y los medios necesarios para realizarlo. Estos hechos resultan más inteligibles cuando se tiene en cuenta la existencia de una ruta marítima que enlazaba los puertos del Mediterráneo oriental con el litoral atlántico de la Península Ibérica y seguía hasta las Islas Británicas: la ruta de las Casitérides —la del estaño— que se remontaba a la prehistoria y seguía abierta bien entrado el siglo VII, en vísperas de la ocupación por los árabes de las costas africanas; por esta vía llegaron a los Santos Lugares peregrinos procedentes de la Galicia romana, y por ella circulaban también mercaderías y noticias.

Así se explica que Martín de Braga pudiera sentir en el Oriente cercano la llamada a realizar una acción misional en Galicia, que habría llegado a ser para él algo cercano y familiar. Pero la odisea de Martín hace pensar también en el problema del posible fundamento real de otros relatos que han tenido gran incidencia en la historia religiosa española: se trata de las tradiciones jacobeas. El proyecto misional hispánico que Martín concibió en tierras del Mediterráneo oriental y llevó adelante con pleno éxito en época barbárica, ¿por qué no pudo haberse concebido y realizado también cinco siglos antes, en el contexto cultural y político del Imperio clásico del siglo I, cuando reinaba la paz augusta y eran estrechas las interconexiones y las comunicaciones entre las regiones comprendidas todas en un mismo orbe romano? La historia de Martín de Braga permite al menos concluir, al margen de cualquier otra consideración, que el viaje jacobeo —una expedición apostólica desde Palestina a Hispania a mediados del siglo I— no constituía en sí misma ni una lucubración inverosímil, ni un proyecto imposible de realizar.

4. La conversión de los visigodos al Catolicismo

A) El esquema religioso dualista. La ruina del Reino visigodo de Tolosa, tras la victoria de Clodoveo y los francos sobre Alarico II, no significó la extinción del pueblo ni la desaparición de la Monarquía. Con el apoyo del rey ostrogodo Teodorico el Grande, que ocupó una posición preponderante en el escenario político occidental durante las primeras décadas del siglo VI, los visigodos hicieron de la Península Ibérica el solar de su nuevo reino, que sobrevivió dos siglos más, hasta la invasión árabe del 711: Reino visigodo español o Reino toledano son las denominaciones por las que suele conocerse el Reino godo durante este último período de su existencia histórica.

La conversión de los visigodos al Catolicismo encierra un particular interés, dentro de la historia de la cristianización de Europa, porque constituyó el capítulo más importante del proceso de recepción en la Iglesia de los pueblos germánicos que abrazaron el Arrianismo al invadir las antiguas tierras romanas. El interés de la conversión visigoda se debe en primer lugar a la superior entidad de este pueblo, tanto en el orden demográfico como en el político, cristalizada en la constitución de un gran reino que, mientras existió, puede ser considerado como uno de los dos grandes reinos germánicos de Occidente. Los visigodos habían sido, además, los introductores del Arrianismo en el mundo barbárico, por cuya razón su conversión católica tenía un alto valor simbólico, que muchos contemporáneos supieron muy bien captar. La conversión de los visigodos tuvo además en sí misma —es decir en cuanto fenómeno religioso— un contenido teológico que era difícil que se diera cuando otros pueblos germánicos más incultos y «bárbaros» fueron recibidos en la Iglesia.

Desde el punto de vista confesional, el tradicional esquema dualista de godos arrianos y mayoritaria población indígena, de religión católica, se mantuvo en el Reino visigodo español, en los mismos términos que se dieron antes en las Galias. La convivencia religiosa fue de ordinario pacífica. En el año 531, los padres del concilio II de Toledo concluían su asamblea elevando preces por el monarca reinante, el arriano Amalarico. De su sucesor, Theudis, escribió san Isidoro que «aun siendo hereje, concedió sin embargo paz a la Iglesia», y le permitió organizarse libremente. El mantenimiento del dualismo religioso no fue sin embargo óbice para la «pre-conversión» al Catolicismo de un cierto número de godos eminentes: así se explica que, años antes de la conversión del pueblo, fuesen de estirpe gótica algunos de los más notables personajes católicos del momento, como el metropolitano Másona de Mérida y el abad e historiador Juan de Bíclaro.

B) Política de unidad. El problema de las relaciones entre Catolicismo y Arrianismo en la España visigótica experimentó un cambio radical durante el reinado de Leovigildo (571/72-586). Leovigildo fue uno de los mayores monarcas de toda la historia visigoda, y su proyecto político vino a romper las líneas de un continuismo que había prevalecido durante los dos siglos anteriores. Para Leovigildo no resultaba ya actual ni deseable el viejo dualismo social, jurídico y religioso, ni la separación entre godos y romanos, protegida por unas barreras destinadas a salvaguardar la preeminencia de la minoría gótica sobre la mayoritaria población hispano-romana. Leovigildo ha sido calificado como «monarca unificador» y ése puede considerarse el rasgo que más exactamente caracteriza su personalidad de estadista.

Leovigildo trató desde el primer momento de unificar bajo su efectiva autoridad todas las tierras que nominalmente integraban el Reino visigodo; y no sólo lo consiguió, sino que logró también anexionarse el Reino suevo, que desde hacía más de siglo y medio subsistía en el noroeste de la Península. La derogación de la ley que prohibía los matrimonios mixtos interraciales entre godos y romanos constituyó una faceta más de esta política unificadora. Era evidente —y así lo reconocía Leovigildo— que esta prohibición había sido infringida repetidamente en el pasado y su eficacia práctica era ya escasa. Pero el hecho mismo de derogar formalmente la norma prohibitiva, pese a su decaída observancia, constituye un gesto coherente con el designio unificador de la política leovigildiana. En este nuevo marco general, la unificación religiosa aparecía a los ojos de Leovigildo como un bien altamente deseable para los intereses del reino.

La pretensión de Leovigildo de conseguir la unidad religiosa vino a formularse en unos momentos en que las posiciones de los católicos y arrianos en la España visigoda aparecían más distantes y antagónicas que nunca, en parte, quizá, por la influencia de los refugiados africanos que huyeron de la persecución vandálica. Escritores católicos como Justiniano de Valencia y san Leandro compusieron obras de apologética antiarriana, inspiradas también en alguna medida en la literatura polémica antiarriana llegada de África. Existen indicios, a su vez, de que en el bando herético había ahora un considerable número de personas con buen conocimiento doctrinal del Arrianismo. Resulta significativo que dos laicos godos, los embajadores Agila y Oppi­la, estuvieran en condiciones de sostener una polémica religiosa con el obispo Gregorio de Tours, a su paso por la ciudad.

Las tensiones católico-arrianas alcanzaron a la Corte toledana, e incluso a la propia familia de Leovigildo. El matrimonio de Hermenegildo, hijo del monarca, con la princesa franca Ingunda, católica ferviente, dio lugar a episodios de violencia en el «Palacio» de Toledo, donde la reina Goswintha, esposa de Leo­vigildo y arriana acérrima, rebautizó por la fuerza a Ingunda. El deseo de poner fin a tal estado de cosas decidió a Leovigildo a alejar de Toledo al joven matrimonio, confiando el gobierno de la Bética, en calidad de «consorte del reino», a Hermenegildo, que estableció su residencia en Sevilla, en aquel mismo año 579. En Sevilla, Hermenegildo, a instancias de Ingunda, fue instruido en la fe por el obispo san Leandro y abrazó el Catolicismo. Seguidamente asumió el título de rey y en cuanto tal pretendió constituir un reino independiente, que se extendió a parte del mediodía peninsular, comprendida la provincia de la Bética y una porción de la Lusitania.

La guerra civil entre Leovigildo y Hermenegildo, en que desembocaron estos acontecimientos, se prolongó durante cuatro años, hasta la derrota del príncipe, que cayó prisionero en Córdoba a comienzos de 584. Sería equivocado presentar este conflicto como una guerra étnico-religiosa entre católicos hispano-romanos y godos arrianos. Es cierto que Hermenegildo encontró su principal apoyo en las poblaciones católicas de las grandes ciudades del romanizado valle del Guadalquivir, que se agruparon en torno al príncipe católico. Pero no fueron motivaciones exclusivamente religiosas las que animaron la revuelta, y no debe perderse de vista la actitud de crónica insumisión que desde tiempo atrás mantenían aquellas ciudades frente al poder real visigodo. Tal es la razón de que otros católicos hispanos, incluso perseguidos por Leovigildo, como el abad Biclarense, no aprobaran, desde un punto de vista político, la lucha de Hermenegildo contra su padre el rey. Ello no obsta en cualquier caso a la santidad del príncipe católico, cuya muerte en prisión en Tarragona, en 585, a manos del carcelero Sisberto, tuvo una motivación claramente religiosa y revistió de modo indudable el carácter de martirio.

C) El Arrianismo visigodo tardío. En el año 580, el siguiente al de la rebelión de Hermenegildo, el rey Leovigildo imprimió un giro total a la política eclesiástica visigoda, que desde entonces tuvo como objetivo fundamental el logro de la unidad religiosa. Para Leovigildo, la unidad espiritual constituía un factor decisivo, si quería conseguirse que godos y romanos llegaran a integrarse política y socialmente en una sola población. El antiguo esquema dualista había quedado atrasado y obsoleto, y el monarca intentaba ahora lograr, bajo signo arriano, la unidad religiosa nacional. Leovigildo era consciente de las dificultades que este proyecto entrañaba y por ello, con el propósito de allanar las resistencias católicas, reunió en Toledo el sínodo de obispos arrianos del 580.

El sínodo secundó con docilidad las directrices del monarca y sancionó un nuevo modelo de política religiosa, tanto en el orden doctrinal como en el disciplinar. En el aspecto teológico, el sínodo formuló las líneas maestras del que puede ser llamado «Arrianismo visigodo tardío», la «vía media» arriano-católica, que habría de constituir una solución sincretista aceptable para los súbditos de las dos confesiones. Este Arrianismo «mitigado» profesaba una doctrina trinitaria que, para confusión de los católicos, admitía la divinidad del Hijo y rechazaba tan sólo la del Espíritu Santo, como hiciera dos siglos antes la herejía «macedonianista», condenada por el concilio I de Constantinopla.

El requisito de la rebautización para los conversos neófitos en la herejía constituía una de las tradiciones disciplinarias más peculiares del Arrianismo. Pero esa exigencia representaba a la vez uno de los mayores obstáculos para la captación de católicos, dada la repugnancia que para éstos habrá de suponer la recepción de un nuevo bautismo. El sínodo arriano, impulsado por Leovigildo, no vaciló en romper con esta antigua disciplina arriana: en adelante, los católicos que se adhirieran a la secta no habrían ya de ser rebautizados, y el ritual de su apostasía les pedía tan sólo someterse a una imposición de manos, recibir la Comunión administrada por un ministro de esta Confesión y recitar públicamente la doxología trinitaria —el Gloria Patri— según la fórmula arriana.

Sentadas las bases de orden doctrinal y disciplinar, Leovigildo emprendió una activa política persecutoria —con destierros y confiscaciones, más que con sangre— dirigida especialmente contra los principales eclesiásticos católicos de estirpe goda, como el metropolitano de la Lusitania Másona de Mérida y el abad Juan de Bíclaro. Al mismo tiempo, el monarca prodigaba los gestos externos irenistas, con visitas a iglesias y sepulcros de mártires, que podían sembrar el desconcierto entre la población católica. Los intentos de atracción de católicos a la herejía obtuvieron resultados muy mediocres, pues parece que sólo un obispo, Vicente de Zaragoza, abandonó la fe católica. En conjunto, el balance de la política religiosa de Leovigildo resultaría desalentador para su autor, y a esta convicción parece haber llegado el propio monarca antes del fin de su vida. En las postrimerías de su reinado, Leovigildo permitió el retorno a sus sedes de varios obispos católicos desterrados y, fuera de la Península, corrió incluso el rumor —que no es posible confirmar— de que antes de morir el viejo rey se habría convertido al Catolicismo.

La política de unidad confesional planteada por Leovigildo elevó el nivel de los acontecimientos religiosos a una altura doctrinal que no se dio de ordinario en los derroteros espirituales que siguieron otros pueblos barbáricos en su aproximación al Catolicismo. La segunda parte del proceso abierto en tiempos de Leovigildo y que condujo a los visigodos a la Iglesia, permite calificar su conversión católica como la más «teológica» de todas las vividas por los pueblos germánicos.

La conversión de los visigodos al Catolicismo presenta unas características totalmente distintas de la de los francos y de las conversiones de otros muchos pueblos que se incorporarían a la Iglesia durante los siglos sucesivos, en el curso de la expansión cristiana por tierras de Europa. La razón está clara: los francos y esos otros pueblos llegaban al Catolicismo directamente desde la gentilidad; los visigodos, en cambio, eran cristianos desde hacía doscientos años, aunque su Cristianismo estuviera mancillado por la herejía arriana. Por otra parte, la «Iglesia» visigodo-arriana de España tenía una organización eclesiástica bastante desarrollada, con una jerarquía y un clero destinados a la cura pastoral de sus adeptos. El episcopado arriano estaba distribuido por el territorio del reino y había ciudades con un obispo católico y otro arriano, cada uno de ellos al frente de su respectiva comunidad. El número de obispos arrianos existentes en España no se puede determinar con exactitud; conocemos los nombres de once de esos obispos, que lo eran a la hora de la conversión del pueblo godo al Catolicismo.

D) La conversión de Recaredo. El primer paso hacia la conversión de los visigodos al Catolicismo lo constituyó la conversión de Recaredo, que tuvo lugar en febrero o marzo de 587, a los diez meses de haber heredado el trono, tras la muerte de su padre Leovigildo. La conversión de Recaredo tuvo un significado semejante a las conversiones de los príncipes bárbaros, que sirvieron de pauta para las de sus súbditos. Pero la conversión de Recaredo presentó también significativas diferencias con respecto a esas otras conversiones de príncipes y pueblos.

En casi todas las conversiones «barbáricas» el exemplum regis —«ejemplo del monarca— sirvió de acicate para la conversión de gran número de súbditos suyos, hasta el punto de que millares de francos se bautizaron en pos de Clodoveo y eso mismo aconteció en la conversión de otros pueblos. No ocurrió así, en cambio, en la conversión de Recaredo, porque su recepción en la Iglesia Católica no tuvo lugar por el cauce del bautismo. No puede así hablarse de un «bautismo» de los visigodos, como puede hablarse de un «bautismo» de los francos o de Polonia o de Rusia, entre otras razones porque los visigodos eran ya cristianos al venir a la Iglesia y no fueron rebautizados. El papel desempeñado por Recaredo en la conversión de su pueblo visigodo fue distingo al que tuvieron otros príncipes germanos y eslavos de estos siglos.

La conversión de Recaredo, a comienzos de 587, fue un acontecimiento religioso «personal», que precedió en dos años a la conversión de su pueblo. A partir de entonces, el papel jugado por Recaredo no fue solamente «ejemplar», sino que el rey asumió un auténtico protagonismo, como agente de la conversión católica de sus súbditos arrianos. Antes de que finalizara aquel año 587, Recaredo reunió una conferencia de obispos góticos, a la que quizá se incorporasen algunos prelados católicos. Ante la asamblea, el monarca, recurriendo a la persuasión más que a la coacción, habría argumentado con sabias razones en favor de la fe católica y —según la Crónica de Juan de Bíclaro— les habría convencido, moviéndoles a la conversión, «más por la fuerza de la razón que por el imperio del mandato».

El año 587 constituyó por tanto un momento clave en la historia de la conversión de los visigodos al Catolicismo. No significa esto que la conversión no tuviera todavía que superar dificultades hasta ser aceptada por todos. Durante dos años, las resistencias, dirigidas por obispos y magnates godos, surgieron en lugares muy diversos, desde la Lusitania a la Galia Narbonense, sin excluir la misma Corte regia de Toledo. Pero estas resistencias tardaron poco en ser vencidas y habían sido ya superadas cuando, en la primavera de 589, se reunió el concilio III de Toledo.

E) El concilio III de Toledo. En el gran sínodo toledano se formalizó de modo solemne la recepción de los visigodos en la Iglesia. Ante la asamblea se leyó la profesión de fe católica de Recaredo, que fue firmada también por su esposa, la reina Baddo. Seguidamente, una representación cualificada del pueblo godo, formada por ocho obispos y varios «varones ilustres», suscribió igualmente la profesión y también veintitrés «anatematismos», condenatorios de las principales proposiciones de la doctrina de Arrio. A los conversos del Arrianismo no se les exigió la rebautización, que era contraria a la praxis católica, y se les recibió en la Iglesia mediante la administración de la Confirmación y una bendición o imposición de manos.

La conversión de los visigodos al Catolicismo no era tan sólo la conversión de un pueblo. Era a la vez la integración en la Iglesia Católica de las estructuras eclesiásticas de una confesión cristiana herética. Por esa razón, tanto en este concilio como en sucesivos sínodos provinciales, hubieron de dictarse normas de índole disciplinar para dar solución a diversos problemas. Especial interés tuvieron las normas relativas a la incorporación del clero arriano en la Jerarquía católica. Se respetó su grado a los clérigos arrianos conversos, a condición de recibir una nueva ordenación y comprometerse a guardar continencia, de acuerdo con la ley del celibato eclesiástico vigente en la Iglesia latina para clérigos mayores. Como consecuencia de la integración del clero godo en la Jerarquía, se dio el caso de que, al menos en cinco ciudades, hubo durante algún tiempo dos obispos legítimos, el católico y el arriano converso. Esta anómala situación fue transitoria y terminó con la muerte de uno de los dos prelados, que dejó al superviviente como único obispo diocesano.

San Leandro pronunció la solemne homilía gratulatoria con que se clausuró el concilio III de Toledo. Puede sorprender que el catequista de san Hermenegildo no mencione siquiera su nombre en la hora gloriosa para la Iglesia, que era la de la conversión de los visigodos. Las exigencias de pacificación y unidad religiosa de godos y romanos que constituían el imperativo del momento eran la razón de este silencio. No era prudente, y ni siquiera posible, evocar la memoria de Hermenegildo a la hora de la incorporación a la Iglesia de aquellos godos que habían sido sus adversarios en la reciente guerra civil y que en modo alguno podrían reconocer al príncipe mártir como el precedente ejemplar de su propia conversión al Catolicismo. La homilía de Leandro se acomodó a la circunstancia y al auditorio y fue, sobre todo, un cántico de alegría y acción de gracias.

«Esta fiesta —decía Leandro— es la más solemne de todas las festividades, porque igual que es algo desconocido y nuevo la conversión de tantos pueblos, es también nuevo y excepcional el gozo de la Iglesia.» Leandro dirigía sus plácemes a la Iglesia por la unidad conseguida: «Tú no predicas otra cosa que la unión entre las naciones, tan sólo anhelas la unidad de los pueblos, no siembras otros bienes que la paz y la caridad: ¡alégrate, pues, en el Señor porque no han sido defraudados tus deseos!» Pero esa unidad representaba también el cumplimiento de los deseos de Cristo: «Tengo otras ovejas que no son de este redil, a ésas es también necesario que las traiga y oirán mi voz y formarán un solo rebaño con un solo pastor» (Ioh X, 16). El santo metropolita de Sevilla cerraba su homilía entonando el canto angélico «¡Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!» (Lc II, 14), y concluía haciendo votos por la unidad religiosa y nacional: «para que todos los que hemos venido a ser un solo reino acudamos unánimes a Dios rogándole por la exaltación del reino terreno y la felicidad del reino futuro: para que el reino y el pueblo que glorificó a Cristo en la tierra sea glorificado por Él, no sólo en la tierra, sino también en los cielos.»

La conversión de los visigodos al Catolicismo llegaba así a feliz término. El acontecimiento encerraba extraordinaria trascendencia, no sólo par la vida de la Iglesia hispánica, sino también para la historia de la Iglesia universal. Así contemplaba los hechos el historiador contemporáneo Juan Biclarense, para quien esa conversión representaba la decisiva victoria de la ortodoxia católica sobre el Arrianismo. Y aunque la herejía perduraría aún durante cierto tiempo —tal como se verá— en el Reino longobardo de Italia, el cronista visigodo no dudaba ya en trazar un balance final y definitivo. La herejía —recordaba— se había iniciado en el concilio de Nicea, en el año vigésimo del imperio de Constantino, y se extinguía con el concilio III de Toledo, en el año octavo del emperador Mauricio, que correspondía al cuarto del reinado de Recaredo. La herejía —según el Biclarense— habría infestado a la Iglesia durante doscientos ochenta años. Pero ahora —a juicio del cronista— el ciclo vital del Arrianismo se había consumido.

5. La conversión de los longobardos

A) Una compleja situación étnico-religiosa. La Guerra gótica puso término a la existencia del Reino y del pueblo ostrogodo, e incorporó la Península italiana a los dominios del Imperio bizantino; pero no constituyó, sin embargo, el último capítulo de la presencia germano-barbárica en Italia. En la primavera del 569, cuando habían transcurrido apenas quince años desde el final de aquella larga y sangrienta contienda, un nuevo pueblo germánico irrumpió en la Península. Se trataba de los longobardos, instalados últimamente en la región de Panonia y que cruzaron los Alpes por el Friul. En el verano siguiente los longobardos se apoderaron de las principales ciudades del norte peninsular, entre ellas Milán. Un reino en la Italia septentrional, con capital en Pavía, y dos importantes ducados —los de Spoleto y Benevento— extendidos a lo largo de la cadena montañosa de los Apeninos, configuraron durante más de dos siglos el dominio longobardo en Italia, que vivió en este tiempo su más genuina edad barbárica.

Los longobardos eran un pueblo guerrero, que contaría a lo más con doscientas mil almas, una reducida minoría, por tanto, en relación con la masa de la población ítalo-indígena. Los longobardos, cuando llegaron a Italia, eran arrianos, como casi todos los pueblos germánicos invasores, aunque la herejía que profesaban aparecía en ellos, sobre todo al principio, mezclada con abundantes impurezas y residuos de su paganismo precristiano. Los longobardos arrianos no fueron perseguidores de la Iglesia, pese a lo cual en los primeros años de su presencia en Italia cometieron graves desmanes. Pero éstos, entre los que destaca la destrucción en 577 de la abadía de Montecassino, tuvieron más de actos de barbarie que de deliberadas violencias anticatólicas.

Los longobardos adoptaron el esquema del dualismo religioso, ya aplicado por otros pueblos bárbaros: una mayoritaria población indígena de religión católica y la minoría longobarda, de confesión arriana. Ésta fue la razón de que el Arrianismo, tras el final de su «ciclo vital» —anunciado en el concilio toledano III por los historiadores de la conversión de los visigodos de España—, prolongase su irreversible agonía en la Península itálica. Aquí sobrevivió todavía más de un siglo, como una reliquia solitaria y anacrónica a la que continuaban aferrados los secuaces de la facción político-militar de longobardos tradicionalistas.